«El fuego de Asurbanipal»: Robert E. Howard; relato y análisis.


«El fuego de Asurbanipal»: Robert E. Howard; relato y análisis.




El fuego de Asurbanipal (The Fire of Asshurbanipal) es un relato fantástico del escritor norteamericano Robert E. Howard (1906-1936), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1936 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1946: Rostro de calavera y otros relatos (Skull-Face and Others). Más adelante aparecería en la colección de 1968: Cabeza de lobo (Wolfshead).

El fuego de Asurbanipal, uno de los mejores cuentos de Robert E. Howard, vincula dos universos literarios: el de Conan el Cimmerio y los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft [ver: ¡POR CROM! La teología de Conan el cimmerio]




El fuego de Asurbanipal.
The Fire of Asshurbanipal, Robert E. Howard (1906-1936)

Yar Alí deslizó cuidadosamente su mirada a lo largo del cañón azul de su Lee Enfield, se encomendó a Alá y atravesó con una bala el cerebro de uno de aquellos jinetes.

—¡Allaho akbar! —El gran afgano gritó de alegría, al tiempo que agitaba su arma por encima de la cabeza—. ¡Dios es grande! Por Alá, sahib, acabo de enviar al infierno a otro de esos perros.

Su compañero miró a lo lejos asomándose cautelosamente por encima del borde del agujero que, con sus propias manos, habían excavado en la arena. Era un americano delgado y fuerte llamado Steve Clarney.

—Buen trabajo, viejo colega —dijo—. Quedan cuatro. Mira: se retiran.

Los jinetes, ataviados de blanco, cabalgaban curiosamente los cuatro juntos, como si estuviesen en un conciliábulo, manteniéndose fuera del alcance de las balas. Eran siete cuando se encontraron por primera vez con los dos camaradas, pero las balas de los dos rifles que asomaban por el agujero de arena resultaron mortales.

—Mire, sahib: abandonan la lucha.

Yar Alí se levantó y gritó insultándolos y burlándose de ellos. Uno de los jinetes se dio la vuelta y disparó. La bala levantó la arena a unos treinta pies del agujero.

—Disparan como traidores —dijo Yar Alí con complaciente autoestima—. Por Alá, ¿vio cómo ese cerdo se revolvió en la silla en cuanto asomé la cabeza? ¡Vamos, sahib, corramos tras ellos y acabemos con ellos!

Sin prestar atención a esta insensata y violenta propuesta —sabía que era una de las reacciones propias de la naturaleza afgana— Steve se levantó, se sacudió el polvo de sus ropas, miró hacia los jinetes, que ahora no eran más que pequeñas manchas blancas en el horizonte, y dijo pensativo:

—Esos tipos cabalgan como si tramasen algo, no como gente que huye del combate.
—Ya —corroboró Yar Alí sin pensárselo, y sin ver ninguna inconsistencia entre esta actitud de ahora y su anterior sugerencia sedienta de sangre—, seguramente buscan reencontrarse con algunos camaradas más, son bandidos que no dejan su presa fácilmente. Haríamos bien yéndonos de aquí rápidamente, sahib Steve. Volverán, puede que en unas horas, o tal vez en unos días, todo depende de lo lejos que esté el oasis de su tribu, pero volverán. Quieren nuestras armas y nuestras vidas.

El afgano sacó el casquillo vacío e introdujo un único cartucho en el cargador del rifle.

—Mire, es mi última bala, sahib.

Steve levantó la cabeza y asintió.

—A mí me quedan tres.

Los asaltantes que habían abatido fueron despojados de las armas y de cualquier cosa de valor por sus propios compañeros. No tenía ningún sentido registrar los cuerpos en busca de más munición. Steve cogió su cantimplora y la sacudió. No quedaba demasiada agua. Sabía perfectamente que Yar Alí tenía sólo un poco más que él, a pesar de que el gran afridi, criado en una tierra árida y estéril, estaba acostumbrado a este clima y necesitaba menos agua que el americano. Y eso que Steve era, desde el punto de vista del hombre blanco, fuerte y resistente como un lobo. Mientras inclinaba la cantimplora y bebía un poco, Steve repasó mentalmente la sucesión de circunstancias que los habían conducido hasta esta situación. Viajeros sin rumbo fijo, soldados de fortuna unidos por la casualidad y por una admiración mutua, él y Yar Alí habían vagado desde la India hasta el Turquestán y Persia. Formaban una curiosa y sorprendente pareja, pero con unas grandes posibilidades. Guiados por su incansable e innata necesidad de viajar, el único objetivo para el cual se habían conjurado, y en ocasiones hasta llegaron a creérselo, era hacerse con algún tesoro tan desconocido como impreciso, una especie de olla llena de oro al final de un arco iris que todavía no se había formado.

Fue entonces, en la antigua Shiraz, cuando oyeron hablar del Fuego de Asurbanipal. La historia les vino por boca de un viejo mercader persa que apenas creía la mitad de lo que les estaba contando. Oían la historia que él a su vez había oído, de joven, entre las vacilaciones propias del delirio. Cincuenta años antes, había estado en una caravana que viajaba por la costa sur del Golfo Pérsico, la ruta del comercio de perlas, y que persiguió la leyenda de una extraña perla que estaba lejos, en medio del desierto. La perla, que se rumoreaba que fue hallada por un buceador y robada por un sheik del interior, no la encontraron, pero se tropezaron con un turco que agonizaba a causa del hambre, la sed y una herida de bala en el muslo. Antes de morir habló, de manera poco inteligible, acerca de la historia de una lejana ciudad muerta, construida con piedra negra entre las perdidas arenas del desierto en dirección al oeste, y de una resplandeciente gema guardada entre los dedos de un esqueleto sentado en un viejo trono. No se había atrevido a traerla consigo a causa del todopoderoso horror que dominaba aquel sitio, y la sed le llevó de nuevo hacia el desierto, donde los beduinos le persiguieron e hirieron. Aún así, consiguió escapar, cabalgando hasta que su caballo desfalleció. El turco murió sin llegar a decir cómo había conseguido llegar a la mítica ciudad, pero el viejo mercader pensaba que debía venir del noroeste; seguramente se trataría de un desertor del ejército turco que intentaba desesperadamente alcanzar el Golfo.

Los hombres de la caravana ni siquiera intentaron adentrarse más en el desierto en busca de la ciudad. Según las palabras del viejo mercader, todos pensaban que esa ciudad no era otra que la antigua, muy antigua Ciudad del Mal de que hablaba el Necronomicón del árabe loco Alhazred; la ciudad de los muertos sobre la cual pesaba una vieja maldición. Había varias leyendas que se referían a esta ciudad con nombres diferentes: los árabes la llamaban Beled-el Djinn, la Ciudad de los Demonios, y los turcos la conocían como Kara-Shehr, la Ciudad Negra. Asimismo, la fabulosa gema no era otra que una piedra preciosa que perteneció a un rey hace ya mucho tiempo, un rey que para los griegos era Sardanápalo y para los pueblos semíticos Asurbanipal. La historia fascinó inmediatamente a Steve. A pesar de que él mismo reconocía que sería, sin duda, uno de los miles de mitos falsos creados en Oriente, aún debía haber alguna posibilidad de que él y Yar Alí diesen con una pista que los condujese hasta esa olla llena de oro que habían estado buscando toda su vida. Además, Yar Alí ya había oído antes algunos rumores acerca de una ciudad escondida entre las arenas. Eran historias que habían seguido a las caravanas que se dirigían al este, a través de las tierras altas del norte de Persia y de las arenas del Turquestán, y que se habían adentrado en el país de las montañas e incluso más allá. Pero siempre eran historias muy vagas, leves rumores sobre una ciudad negra de los djinn oculta entre las neblinas de un desierto poblado de fantasmas.

Entonces, siguiendo el camino de la leyenda, los dos compañeros llegaron desde Shiraz hasta un pueblo de la costa árabe del Golfo Pérsico. Allí tuvieron conocimiento de más detalles gracias a un viejo que de joven había sido pescador de perlas. La vejez le hacía ser extremadamente locuaz y explicó historias que le habían llegado por boca de viajeros de otras tribus, que, a su vez, las habían sacado de los temibles nómadas de las profundas tierras del interior. Y de nuevo Steve y Yar Alí oyeron hablar de la ciudad negra con bestias gigantes esculpidas en la piedra, y con el esqueleto de un sultán que agarraba la fabulosa gema. Y así, sin dejar de tenerse un poco a sí mismo por un pobre tonto engañado, Steve se involucró de pies a cabeza en la increíble historia. Y Yar Alí, convencido de que el conocimiento de todas las cosas está en el regazo de Alá, se fue con él. El poco dinero que tenían apenas les bastó para conseguir un par de camellos y provisiones para una audaz y rápida incursión en lo desconocido. Su único mapa se limitaba a los vagos rumores acerca de la supuesta situación de Kara-Shehr.

Fueron varios días de viaje muy duro, espoleando a los animales y racionando el agua y la comida. Cuando penetraron profundamente en el desierto, se encontraron con una cegadora tormenta de arena durante la cual perdieron los camellos. Después de esto vinieron larguísimas millas de andar dando tumbos a través de las arenas, expuestos a un sol que quemaba todo lo que tocaba y subsistiendo gracias a la cada vez más exigua agua que les quedaba en las cantimploras y a la comida que Yar Alí guardaba en una pequeña bolsa. Ya ni se les pasaba por la cabeza encontrar la mítica ciudad. Continuaron a ciegas, con la esperanza de dar con un manantial por casualidad; sabían que detrás de ellos no había ningún oasis que pudiesen alcanzar a pie. Era una opción desesperada, pero era la única que tenían. Fue entonces cuando se les echó encima un grupo de guerreros ataviados de blanco. Confundiéndose con el horizonte del desierto y desde una trinchera poco profunda y excavada con prisas, los dos aventureros intercambiaron disparos con aquellos jinetes salvajes que consiguieron rodearlos en muy pocos minutos. Las balas de los beduinos saltaban a través de su improvisada fortificación, echándoles arena en los ojos y rozando partes de sus ropas, pero por suerte ninguna les dio. Ése fue el único poco de suerte que tuvieron, pensó Clarney mientras se veía a sí mismo como un loco estúpido. ¡Era todo tan descabellado! ¡Pensar que dos hombres podían desafiar al desierto y sobrevivir, y encima arrancarle de su profundísimo seno los secretos del tiempo! ¡Y esa loca historia del esqueleto que agarra con la mano una fabulosa joya en medio de una ciudad muerta, basura! ¡Vaya mierda! Debía de estar completamente loco para darle crédito a una cosa así, decidió el americano con la lucidez que da el sufrimiento y el peligro.

—Bueno, viejo, —dijo Steve levantando su rifle— vámonos. Es puro azar ver si moriremos de sed o bien decapitados por los hermanos del desierto. En cualquier caso, aquí no hacemos nada.
—Dios proveerá —confirmó Yar Alí alegremente—. El sol se está ocultando. Pronto tendremos encima el frío de la noche. Tal vez aún encontremos agua, sahib. Mire, el terreno cambia hacia el sur.

Clarney miró protegiéndose los ojos de los últimos rayos del sol. Más allá de una llanura, una explanada inerte de varias millas de ancho, la tierra aparecía más escarpada y se evidenciaban unas colinas desiguales y rotas. El americano se echó el rifle al hombro y suspiró.

—Vamos hacia allá; de todas maneras no somos más que comida para los buitres.

El sol desapareció y salió la luna, inundando el desierto de esa extraña luz plateada, una luz que cae desigual y débilmente formando largas ondulaciones, como si un mar se hubiese congelado de repente y apareciese completamente inmóvil. Steve, angustiado salvajemente por una sed que él mismo no había osado aplacar del todo, murmuraba por debajo de su propio aliento. El desierto era maravilloso bajo la luna, tenía la belleza de una Lorelei de mármol que atraía los hombres hacia su propia destrucción. ¡Qué locura! su cerebro lo repetía una y otra vez; el Fuego de Asurbanipal desaparecía entre los laberintos de lo irreal a cada paso que se hundía en la arena. El desierto no era ya simplemente una inmensidad material de tierra, sino las grises brumas de los eones pasados, en cuyas profundidades dormían obsesiones, historias y objetos perdidos. Clarney tropezó y maldijo su suerte; ¿estaba desfalleciendo por fin? Yar Alí se balanceaba rítmicamente con el aparentemente fácil e incansable paso del hombre criado en la montaña, mientras Steve apretaba los dientes animándose a sí mismo para esforzarse más y más. Estaban llegando a la zona escarpada y el camino era cada vez más duro. Barrancos no muy profundos y estrechos desfiladeros cortaban caprichosamente la tierra. La mayoría estaban casi llenos de arena y no había ni el más mínimo rastro de agua.

—Hubo un tiempo en que esta tierra fue un oasis —comentó Yar Alí—. Sólo Alá sabe cuántos siglos hace que la arena se apoderó de ella, de la misma manera que se ha apoderado de muchas ciudades del Turquestán.

Se movían de un lado para otro como cuerpos sin vida en un oscuro paisaje de muerte. La luna se había tornado roja y siniestra mientras se ocultaba en el horizonte, y las sombras de la oscuridad se asentaron en el desierto antes de que llegasen a algún lugar desde donde pudiesen ver qué había más allá de aquella zona tan accidentada. Ahora incluso los pies del afgano empezaban arrastrarse por el camino, y Steve se mantenía en pie sólo gracias a una indomable fuerza de voluntad. Finalmente, consiguieron llegar hasta una especie de cresta desde donde la tierra empezaba a descender en dirección sur.

—Descansemos —dijo Steve—. No hay agua, en esta tierra infernal. Es inútil estar andando todo el rato. Tengo las piernas tiesas como el cañón de un rifle. Soy incapaz de dar otro paso para salvar el cuello. Aquí hay una roca pelada, más o menos igual de alta que el hombro de una persona, orientada hacia al sur. Dormiremos aquí, a refugio del viento.
—¿Y no haremos guardia, sahib Steve?
—No —respondió Steve—. Si los árabes nos cortan el cuello mientras dormimos, eso que ganamos. No somos más que un par de moribundos.

Con esta optimista observación, Clarney se dejó caer redondo en la arena. Sin embargo, Yar Alí se quedó de pie, inclinándose hacia adelante, escrutando con los ojos la oscuridad que sustituía el horizonte en que brillaban las estrellas por impenetrables agujeros de sombras.

—Hay algo en el horizonte, allá, hacia el sur —murmuró con dificultad—. ¿Una colina? No sabría decirlo, pero estoy seguro de que hay algo.
—Ya estás viendo espejismos —dijo Steve irritado—. Acuéstate y duerme.

Y, diciendo esto, Steve cayó en poder del sueño. Le despertó el sol que le daba en los ojos. Se incorporó bostezando, y su primera sensación fue la de sed. Cogió la cantimplora y se humedeció los labios; sólo le quedaba un trago. Yar Alí todavía dormía. Los ojos de Steve inspeccionaron el horizonte en dirección al sur y, de repente, se levantó de un brinco. Empezó a golpear al afgano, que aún estaba reclinado.

—Eh, despierta Alí. Es cierto, no veías visiones. Ahí está tu colina y también otra que parece muy extraña.

El afridi se despertó de una manera salvaje: instantánea y con todos sus sentidos, con la mano saltando hacia su largo cuchillo como si estuviese ante el enemigo. Dirigió la mirada hacia lo que señalaban los dedos de Steve y se le agrandaron los ojos.

—¡Por Alá y por Alá! —exclamó—. ¡Hemos llegado a la tierra de los espíritus! ¡No es ninguna montaña, es la ciudad de piedra rodeada por las arenas del desierto!

Steve saltó locamente a sus pies. Al tiempo que miraba fijamente y con respiración violenta, un grito salvaje se escapó de sus labios. A sus pies, la pendiente desde la cresta donde estaban descendía hasta una amplia llanura de arena que se extendía hacia el sur, y, lejos, a través de las arenas, hacia donde llegaba la vista, la «colina» tomaba forma lentamente, como un espejismo que crecía de las arenas ondulantes. Vio grandes muros desiguales, murallas imponentes; parecía que todo junto se arrastrase por la arena como una criatura con vida, ondulante por la parte superior de los muros, vacilante en la estructura global. Desde luego, no era sorprendente que a primera vista pareciese una colina.

—¡Kara-Shehr! —exclamó Clarney con fuerza—. ¡Beled-el Djinn! ¡La ciudad de los muertos! ¡Después de todo no era una alucinación! ¡La hemos encontrado! ¡Cielos, la hemos encontrado! ¡Venga, vamos!

Yar Alí movió la cabeza vacilando y musitó algo acerca de espíritus malignos, pero siguió adelante. La visión de los restos de la ciudad se había llevado de la cabeza de Steve la sed y el hambre, e incluso la fatiga, que unas pocas horas de sueño no habían podido reparar del todo. Andaba con dificultad pero ansiosamente, sin preocuparse por el calor que iba en aumento, los ojos le brillaban con la lujuria del explorador. En estos momentos se daba cuenta de que no era sólo la codicia por la fabulosa gema lo que había inducido a Steve Clarney a arriesgar su vida en esa naturaleza salvaje y cruel, sino que en el fondo de su alma acechaba ese viejo e innato sentimiento del hombre blanco: la necesidad de buscar y explorar los rincones más escondidos del mundo, y esa necesidad había sido despertada de un profundo sueño por todas aquellas viejas historias. A medida que cruzaban la vasta llanura que separaba aquel terreno escarpado de la ciudad, veían cómo las murallas rotas iban adoptando una forma más clara, como si estuviesen creciendo en el cielo de la mañana. La ciudad parecía construida a base de enormes bloques de piedra negra, pero era imposible saber cuál había sido la altura inicial de los muros, ya que la arena se había amontonado desde la base hasta una altura considerable. En algunas partes los muros se habían derribado y la arena los cubría completamente.

El sol alcanzó su cénit y la sed irrumpió con fuerza a pesar del entusiasmo, pero Steve controló intensamente su sufrimiento. Tenía los labios resecos e hinchados, pero no tomaría el último trago hasta que no hubiesen alcanzado la ciudad en ruinas. Yar Alí se mojó los labios con el contenido de su cantimplora y quiso compartir lo poco que le quedaba con su amigo. Steve negó con la cabeza y siguió andando. Fue durante el terrible calor del mediodía en el desierto cuando alcanzaron las ruinas, y, atravesando el derruido muro por un agujero bastante grande, pudieron fijar su vista en la ciudad muerta. La arena había bloqueado las viejas calles y había dado una forma fantástica a aquellas enormes columnas, que quedaban tumbadas y medio ocultas. Estaba todo tan destrozado y tan cubierto de arena que los dos exploradores apenas pudieron identificar un poco del plano original de la ciudad. La ciudad ahora no era más que una inmensidad de montones de arena y de piedras que se caían a trozos sobre las que flotaba, como una nube invisible, un aura de inexpresable antigüedad. Justo delante de ellos discurría una avenida ancha cuya configuración no había conseguido borrar la destructiva fuerza ni de la arena ni del viento. A cada uno de los lados del amplio camino había alineadas unas columnas enormes, no especialmente altas, incluso teniendo en cuenta la arena que no dejaba ver la base, pero increíblemente anchas. Encima de cada columna había una figura esculpida en la fuerte piedra; eran imágenes sombrías y enormes, mitad humana y mitad bestia, que contribuían así a la irracionalidad que flotaba en toda la ciudad. Steve profirió un grito de sorpresa.

—¡Los toros alados de Nínive! ¡Los toros con cabeza de hombre! ¡Por todos los santos, Alí, aquellas viejas historias eran ciertas! ¡La leyenda entera es cierta! Debieron de venir aquí cuando los babilonios destruyeron Asiria, ya que todo esto es idéntico a las imágenes que he visto, reconstruye escenas de la vieja Nínive ¡Mira allí!

Señaló el inmenso edificio que estaba al otro extremo de la calle ancha. Era un edifico colosal, muy sólido, cuyas columnas y paredes, hechas con resistentes bloques de piedra negra, habían resistido contra la arena y el viento, contra el paso del tiempo. Aquel ondulante y destructivo mar de arena que se había adueñado de la ciudad se extendía por sus bases, penetrando por puertas y pasillos, pero hubiesen sido necesarios miles de años para inundar toda la estructura.

—La morada de los demonios —musitó Yar Alí con desagrado—.
—¡El templo de Baal! —exclamó Steve—. ¡Vamos! Temía que hubiésemos tenido que dar con todos los templos escondidos por la arena y cavar para encontrar la preciosa gema.
—Poco bien nos hará —murmuró Yar Alí—. Moriremos en este sitio.
—Podemos contar con eso, seguro. —Steve desenroscó el tapón de su cantimplora—. Tomemos nuestro último trago. En cualquier caso, aquí estamos a salvo de los árabes. Nunca se atreverán a venir hasta aquí a causa de sus supersticiones. Beberemos y después moriremos, eso está claro, pero primero encontraremos la joya. Quiero tenerla en mi mano en el momento en que desfallezca. Tal vez dentro de unos pocos siglos algún aventurero afortunado encuentre nuestros esqueletos y la gema. ¡Aquí está, para él, sea quien sea!

Con esta mueca irónica Clarney agotó su cantimplora al tiempo que Yar Alí hizo lo propio. Se habían jugado su último as, el resto quedaba a la merced de Alá. Mientras caminaban por aquella avenida, Yar Alí, que jamás había temblado ante un enemigo humano, miraba a derecha e izquierda nerviosamente, como si esperase descubrir un rostro fantástico y con cuernos espiándole desde detrás de una columna. El mismo Steve sentía la inquietante antigüedad de aquel sitio y temía encontrarse con un inminente ataque a cargo de cuádrigas de bronce que corrían por las calles desiertas, u oír de repente el amenazante son de trompetas de guerra. Se dio cuenta de que el silencio de las ciudades muertas era mucho más intenso que el silencio del desierto. Finalmente, llegaron a las puertas del gran templo. Hileras de columnas inmensas flanqueaban la amplia entrada, llena de arena que llegaba hasta los tobillos, desde donde pendían grandes marcos de bronce que en algún tiempo albergaron fuertes puertas cuya cuidada madera se había podrido hacía siglos. Entraron en un gran salón en penumbra que tenía un sombrío techo de piedra sostenido por columnas que parecían los troncos de un bosque. El efecto de toda la construcción era de un esplendor enmudecedor y de tal magnitud que parecía un templo construido por gigantes para albergar a los dioses más sombríos y enigmáticos.

Yar Alí caminaba temeroso, como si fuese a despertar a los dioses que estaban dormidos, y Steve, a pesar de estar libre de las supersticiones del afridi, sentía como si la impenetrable majestuosidad de aquel sitio le abrazase el alma con sus oscuras manos. No había resto de ninguna huella en el polvo que reposaba en el suelo; había pasado más de medio siglo desde que aquel turco huyese de aquellos salones despavorido, como si se lo llevasen los demonios. Respecto a los beduinos, era fácil ver por qué esos supersticiosos hijos del desierto evitaban esta ciudad encantada, y realmente estaba encantada, pero no por fantasmas, sino, probablemente, por las sombras del esplendor perdido. A medida que avanzaban a través de la arena del salón, que parecía no tener fin, Steve se planteó muchas preguntas. ¿Como pudieron aquellos fugitivos de la ira de unos rebeldes violentísimos construir esta ciudad? ¿Cómo cruzaron el país de sus propios enemigos (ya que Babilonia está entre Asiria y el desierto arábigo)? De hecho, no tenían otro sitio donde ir: al oeste está Siria y el mar, y el norte y el este estaba ocupado por los «peligrosos medas», aquellos terribles arios cuya ayuda fortaleció el brazo de Babilonia en el momento de pulverizar a su enemigo. Posiblemente, pensó Steve, Kara-Shehr —o como se llamase en aquellos tiempos remotos— se construyó como una ciudad fronteriza antes de la caída del imperio asirio. ¿Con qué propósito huirían los supervivientes de aquella destrucción? En cualquier caso, era posible que Kara-Shehr hubiese sobrevivido a Nínive unos cuantos siglos. Era una ciudad extraña, sin duda, como un ermitaño, apartada del resto del mundo.

Seguramente, como dijo Yar Alí, hubo un tiempo en que esta tierra era un país fértil, regado por oasis y manantiales; y en la zona accidentada que habían cruzado la noche anterior habría habido canteras que proporcionaron la piedra necesaria para construir la ciudad. ¿Qué causó entonces la decadencia de la ciudad? ¿Fue el avance de la arena del desierto y el agotamiento de los manantiales lo que indujo a la gente abandonarla? ¿O ya era Kara-Shehr una ciudad silenciosa antes de que la arena superara las murallas? La ruina de la ciudad, ¿fue provocada por el exterior o se debió a causas internas? ¿Fue una guerra civil lo que diezmó a sus habitantes o, por el contrario, fueron exterminados por un poderoso enemigo procedente del desierto? Clarney movió la cabeza en un gesto lleno de perplejidad y preocupación. Las respuestas a todas estas preguntas se perdían en el laberinto de tiempos inmemoriales.

—¡Allaho akbar!

Habían cruzado aquel enorme y sombrío salón y al final de todo se encontraron con un terrorífico altar de piedra negra detrás del cual se asomaba amenazante la figura de una antigua divinidad, una imagen salvaje y horrible. Steve se encogió de hombros cuando identificó aquella imagen monstruosa; se trataba de Baal, en cuyo altar negro se le ofrecía, en otros tiempos, el alma inocente de una víctima indefensa retorciéndose y gritando de desesperación. Este ídolo encarnaba por completo en su profundísima y hostil bestialidad el alma de esta ciudad endemoniada. Seguramente, pensó Steve, los creadores de Nínive y de Kara-Shehr estaban hechos de una pasta muy diferente a la de la gente de hoy. Su arte y su cultura eran demasiado siniestros, demasiado secos respecto a los aspectos más ligeros de la humanidad, como para ser enteramente humanos; por lo menos, en el sentido en que el hombre moderno concibe la humanidad. La arquitectura intimidaba; mostraba un alto nivel técnico, pero resultaba demasiado hosca, grande y basta para alcanzar la comprensión por parte del mundo moderno.

Los dos aventureros cruzaron una puerta estrecha que se abría al final del salón, justo al lado del ídolo, y que conducía hacia una serie de habitaciones amplias, sombrías y llenas de polvo, y conectadas entre sí por pasillos flanqueados de columnas. Avanzaron por ellos envueltos en una luz gris, fantasmagórica, y llegaron a una escalera ancha cuyos enormes escalones de piedra ascendían y se perdían en la oscuridad. En este momento, Yar Alí se detuvo.

—Nos hemos atrevido demasiado, sahib —murmuró—. ¿Es sensato arriesgarnos más?

Steve, que ardía de impaciencia, captó la intención del afgano.

—¿Quieres decir que no deberíamos subir estas escaleras?
—Tienen un aspecto terrible. ¿Hacia qué cámaras de silencio y horror deben de llevar? Cuando un fantasma habita una casa desierta, siempre acecha en las habitaciones de arriba. Un demonio puede arrancarnos la cabeza en cualquier momento.
—Sea como sea, ya somos hombres muertos —gruñó Steve—. Si quieres, puedes volver atrás y vigilar si vienen los árabes mientras yo voy a la parte de arriba.
—Eso es como tratar de ver el aire en el horizonte —respondió el afgano con desgana, al tiempo que cogía el rifle y desenfundaba su largo cuchillo—. Ningún beduino llega hasta aquí. Vamos, sahib. Estás loco igual que todos los occidentales, pero no dejaré que te enfrentes a los fantasmas tú solo.

Los dos compañeros empezaron a subir las escaleras. A cada paso, los pies se les hundían en el polvo acumulado a lo largo de los siglos. Fueron subiendo y subiendo hasta una altura tal que el suelo se perdía en una oscuridad incierta.

—Nos dirigimos a ciegas hacia nuestro destino fatal, sahib —musitó Yar Alí—. ¡Allah il Allah, y Mahoma es su profeta! Siento la presencia de un mal dormido durante mucho tiempo y presiento que nunca volveré a oír cómo silba el viento en el Khyber Pass.

Steve no respondió. No le gustaba el silencio mortal que se extendía por todo el templo ni tampoco la inquietante luz gris que se filtraba desde algún sitio escondido. Ahora, por encima de sus cabezas, la penumbra se aclaró un poco y vieron que estaban en una habitación circular enorme, iluminada tristemente por la luz que se filtraba a través de un techo alto y agujereado. De repente, otro haz de luz contribuyó a la iluminación de la sala. Un fuerte gritó se escapó de los labios de Steve y de Yar Alí. De pie en el último peldaño de la escalera de piedra, los dos miraban a través de aquella gran habitación, con las baldosas cubiertas de polvo y las paredes de piedra negra completamente desnudas. Desde el centro de la habitación, unos enormes escalones llevaban hacia un podio de piedra, y sobre este podio se erigía un trono de mármol. Alrededor del trono brillaba y relucía una luz extraña. Los dos aventureros se maravillaron cuando vieron su origen. En el trono yacía un esqueleto humano, un conjunto casi deforme de huesos que se desmenuzaban. Una mano sin carne se apoyaba sobre el amplio brazo del trono de mármol, y en esta horrible garra latía, como si estuviese viva una enorme piedra de un rojo muy intenso.

¡El Fuego de Asurbanipal! Incluso después de haber encontrado la ciudad perdida Steve no pensó que realmente fuesen a dar con la gema, incluso dudaba acerca de su existencia. Pero ahora no podía dudar, tenía la evidencia ante sus ojos, deslumbrándole con ese increíble, maligno, brillo. Con un fuerte grito de emoción saltó rápidamente por la habitación y por los escalones que conducían al trono. Yar Alí estaba a sus pies, pero cuando Steve estaba a punto de coger la gema, el afgano le cogió del brazo.

—¡Espere! —exclamó—. ¡No la toque todavía, sahib! Sobre las cosas antiguas siempre recae una maldición, y seguro que ésta es tres veces maldita. ¿Por qué si no ha permanecido intacta durante siglos, aquí, en una tierra de ladrones? No es bueno tocar las posesiones de los muertos.
—¡Bah! —bufó el americano—, ¡Supersticiones! Los beduinos estaban asustados a causa de las historias que les contaban sus antepasados. Teniendo como tienen el desierto por morada, sistemáticamente recelan de las ciudades, aunque no hay duda de que ésta tenía una mala reputación ya en sus mejores tiempos. Ademas, nadie excepto los beduinos habían visto antes este sitio, aparte de aquel turco, que probablemente estaba medio loco como consecuencia del sufrimiento.
—Estos huesos pueden ser los del rey del que hablaba la leyenda, el aire seco del desierto conserva este tipo de cosas indefinidamente, pero lo dudo. Pueden ser de un asirio o, más probablemente, de un árabe, algún pobre diablo que se hizo con la gema y después murió en el trono por alguna u otra razón.

El afgano apenas le oía. Estaba mirando a la enorme piedra con ojos de fascinación y de terror, de la misma manera que un pájaro mira hipnotizado los ojos de una serpiente.

—¡Mírelo, sahib! —susurró—. ¿Qué es? Una gema como ésta no puede haber sido tallada por manos mortales. Mire cómo palpita ... ¡como el corazón de una cobra!

Steve la estaba mirando y sintió una sensación extraña, indefinida, como de ansiedad y desasosiego. Perfecto conocedor de las piedras preciosas, nunca había visto una que fuese como ésta. A primera vista, se suponía que era un rubí enorme, como decían las leyendas. Pero ahora ya no estaba tan seguro, y tenía la inquietante sensación de que Yar Alí estaba en lo cierto y que no era una gema normal. No podía clasificarla en un estilo de tallado concreto, y la intensidad de su brillo era tal que no podía mirarla con detalle durante mucho rato. Por otro lado, el decorado global no era el más adecuado para atemperar los nervios: la gran cantidad de polvo en el suelo sugería una antigüedad decadente; la luz gris evocaba una cierta irrealidad; las grandes paredes negras se alzaban siniestras y amenazadoras, sugiriendo la existencia de algo escondido.

—¡Cojamos la piedra y vayámonos! —murmuró Steve, que sentía un inusitado terror en el interior del pecho.
—¡Espere! —Los ojos de Yar Alí brillaban y fijó la mirada, pero no en la gema, sino en las sombrías paredes de piedra—. ¡Somos moscas que han caído en la tela de araña! Sahib, tan cierto como que Alá existe que es algo más que los fantasmas de viejos temores lo que acecha en esta ciudad de horror. Siento el peligro como lo he sentido otras veces, como lo sentí en una cueva en la jungla donde una pitón acechaba en la oscuridad sin ser vista, como lo sentí en el templo de Thuggee donde los estranguladores de Shiva se nos abalanzaron encima desde sus escondites, como lo siento ahora mismo, sólo que diez veces más intenso.

A Steve se le erizó el pelo. Sabía que Yar Alí era un auténtico veterano en estas cosas, y que no era presa de un temor estúpido o un pánico absurdo. Recordaba muy bien los incidentes a los que había aludido el afgano, igual que recordaba otras ocasiones en las que el instinto telepático de Yar Alí le había advertido del peligro antes de poderlo ver u oír.

—¿Qué es, Yar Alí? —dijo en voz baja.

El afgano movió la cabeza, tenía los ojos llenos de una luz misteriosa y extraña mientras escuchaba en la oscuridad las sugerencias ocultas de su subconsciente.

—No lo sé, sé que está cerca y que es muy viejo y muy peligroso, creo —De repente se detuvo y se giró, el brilló de sus ojos desapareció y fue sustituido por una mirada intensa de temor y de recelo, como la de un lobo—. ¡Escuche, escuche, sahib! —dijo atropelladamente— ¡Los espíritus están subiendo por la escalera!

Steve se quedó inmóvil cuando oyó que unas pisadas sigilosas sobre la piedra se acercaban.

—¡Por Judas, Alí! —exclamó—. ¡Hay algo ahí fuera!

Las viejas paredes resonaron con un coro de gritos salvajes al tiempo que una horda de siluetas feroces se extendía por toda la sala. Durante unos segundos de asombro y de locura Steve creyó realmente que estaban siendo atacados por guerreros reencarnados procedentes de un tiempo olvidado. Pero el alevoso zumbido de una bala que le pasó rozando y el desagradable olor de la pólvora le indicaron que sus enemigos eran suficientemente materiales. Steve maldijo su suerte; amparados en una seguridad imaginaria, habían caído como ratas en la trampa en que ahora les tenían los árabes. Incluso después de que el americano tirase de rabia su rifle, Yar Alí, apoyando el suyo en las caderas, disparó rápidamente y con un efecto letal a aquellas dianas, arrojó con fuerza su rifle vacío sobre la horda que le acosaba y bajó las escaleras como un huracán, con su cuchillo del Khyber de tres pies brillando en su fuerte mano. En su gusto por la batalla se percibía un cierto alivio al darse cuenta de que sus enemigos eran humanos. Una bala le quitó el turbante de la cabeza, pero un árabe cayó partido en dos ante el primer y demoledor golpe de ese hombre de las montañas.

Un beduino alto llegó a apoyar el cañón de su pistola en el costado del afgano, pero antes de que pudiese apretar el gatillo una certera bala disparada por Clarney le atravesó el cerebro. El alto número de agresores dificultaba el ataque al gran afridi, cuya rapidez de movimientos, similar a la de un tigre, hacía que dispararle fuese tan peligroso para él como para ellos mismos. La mayoría fue a rodearle, golpeando con cimitarras y rifles, mientras que otros cargaron escaleras arriba contra Steve. Aquí no había pérdida; el americano simplemente sostenía su rifle y lo disparaba hacia una ruina fantasmagórica. Los otros llegaron rugiendo como panteras. Ahora que estaba dispuesto a gastar su último cartucho, Clarney vio dos cosas en un brevísimo instante, un guerrero salvaje, con la barba llena de saliva y con la cimitarra alzada, que estaba prácticamente encima suyo, y otro que, con las rodillas en el suelo apuntaba su rifle hacia Yar Alí. En un segundo, Steve eligió disparar por encima del hombro del de la cimitarra, matando al del rifle y ofreciendo voluntariamente su vida a cambio de la del amigo, ya que aquel largo cuchillo se dirigía a su propio cuello. Pero justo cuando el árabe se acercaba más, gruñendo con todas sus fuerzas, su sandalia resbaló sobre el escalón de mármol y la afilada hoja se desvío de su arco y golpeó el cañón del rifle de Steve. Rápidamente, el americano se apoyó en el rifle y tan pronto como el beduino recobró el equilibrio y alzaba de nuevo su cimitarra le golpeó con todas sus fuerzas, le agarró y cayeron los dos juntos.

Entonces una bala le golpeó fuertemente el hombro dejándolo medio aturdido. Mientras se tambaleaba, un beduino le rodeaba los pies con la tela de un turbante y se reía cruelmente. Clarney se dejó caer por las escaleras para contraatacar con más fuerza. Una pistola le apuntó dispuesta a volarle el cerebro, pero una orden determinante la detuvo.

—No lo matéis, pero atadle de pies y manos.

Al revolverse entre el montón de manos que lo zarandeaban, a Steve le pareció que ya había oído esa voz en algún sitio. En realidad, la cuestión de reducir al americano fue tarea de pocos segundos para los árabes. Incluso después del segundo disparo de Steve, Yar Alí le había cortado un brazo a uno de los asaltantes, y había recibido un terrible golpe de rifle en su hombro izquierdo. La chaqueta de piel de carnero, que llevaba a pesar de la calor del desierto, le había salvado de media docena de cuchillos afiladísimos. Un rifle disparó tan cerca de su cara que la pólvora le quemó y le hizo enfurecerse aún más y lanzar un fuerte grito sediento de sangre. Al tiempo que Yar Alí movía su cuchillo envuelto en sangre, el del rifle levantó su arma por encima de la cabeza, sosteniéndola con las dos manos y dispuesto a golpearle definitivamente; pero el afridi, con un feroz aullido, se movió rápido como un gato de la jungla y le hundió su largo cuchillo en la barriga. Sin embargo, en ese momento la culata de un rifle, empuñada por toda la fuerza y toda la maldad de su portador, golpeó violentamente la cabeza del gigante, ensangrentándolo y haciéndole caer de rodillas.

De acuerdo con la tenacidad y ferocidad de su raza, Yar Alí se levantó de nuevo, tambaleándose como un ciego, y empezó a golpear a adversarios que apenas podía ver, pero una lluvia de golpes lo derribó de nuevo, y a pesar de que yacía en el suelo los atacantes no cesaban de golpearle. Hubiesen acabado con él en poco rato de no haber sido por otra orden perentoria de su jefe. Una vez lo ataron, a pesar de estar inconsciente, lo arrastraron hasta donde se encontraba Steve, que había recobrado completamente el sentido y se había dado cuenta de que tenía una herida de bala en el hombro. Steve miró con rabia al árabe alto que estaba enfrente de él y que, a su vez lo miraba con suficiencia.

—Bien, sahib —dijo, y Steve se dio cuenta entonces de que no era un beduino,¾ ¿no te acuerdas de mí?

Steve frunció el ceño; una herida de bala no contribuye precisamente a la concentración.

—Me resultas familiar, ¡por Judas! ¡Tú eres Nureddin El Mekru!
—¡Cuánto honor¡ ¡El sahib me recuerda! —Nureddin saludó burlescamente al estilo árabe—. Y también recordarás, sin duda, la ocasión en que me hiciste este regalo, ¿no?
Sus oscuros ojos se ensombrecieron envolviendo una amenaza y el sheik se señaló una cicatriz fina y blanca en la mandíbula.
—Lo recuerdo —gruñó Steve, a quien el dolor y la ira no le hacían precisamente muy dócil—. Fue en tierras de Somalia, hace ya varios años. Tú te dedicabas al tráfico de esclavos entonces. Un pobre negro se te escapó y acudió a mí a pedir refugio. Viniste a mi campamento y con tu estilo belicoso empezaste una pelea; durante la refriega te encontraste con un cuchillo de carnicero que te cruzó la cara. ¡Ojalá te hubiese cortado tu asqueroso cuello entonces!
—Tuviste tu oportunidad —respondió el árabe—. Ahora se han cambiado las tornas.
—Pensaba que tu radio de acción estaba más hacia el oeste —continuó Steve—, El Yemen y Somalia.
—Dejé el tráfico de esclavos hace tiempo —respondió el sheik—. Es un juego que desgasta demasiado. Encabecé una banda de ladrones en El Yemen durante algún tiempo, pero de nuevo me vi forzado a cambiar de sitio. Vine para acá con un puñado de seguidores fieles y, por Alá, esos salvajes casi me cortan el cuello la primera vez que nos encontramos, pero vencí sus recelos y ahora lidero muchos más hombres de los que me han seguido durante años. Los hombres contra los que luchasteis ayer estaban a mis órdenes, eran exploradores que yo había mandado por delante. Mi oasis se encuentra bastante lejos, hacia el oeste. Hemos cabalgado durante varios días, ya que iba de camino hacia esta ciudad. Cuando mis exploradores volvieron y me dijeron que se habían topado con dos aventureros, no cambié mi rumbo, pues antes tenía que ir a Beled-el Djinn por cuestión de negocios. Nos hemos acercado a la ciudad desde el oeste y hemos visto vuestras pisadas en la arena. Las hemos seguido y nos hemos encontrado con que erais como búfalos ciegos que no se daban cuenta de que nos acercábamos.

Steve amenazó:

—No nos hubieseis cogido tan fácilmente si no fuese porque pensábamos que ningún beduino se atrevería a penetrar en Kara-Shehr.
Nureddin se mostró de acuerdo:
—Pero yo no soy un beduino. He viajado lejos y he visto muchas tierras y muchas razas diferentes, y también he leído muchos libros. Sé perfectamente que el temor es humo, que los muertos son muertos, y que los djinn, los fantasmas y las maldiciones son brumas que se van con el viento. Es precisamente a causa de las historias acerca de la piedra colorada por lo que he venido hasta este desierto perdido. Pero me ha llevado meses pesuadir a mis hombres para que me acompañasen hasta aquí.
—¡Pero finalmente estoy aquí! Y tu presencia es una sorpresa deliciosa. Sin duda, ya habrás adivinado por qué te he atrapado con vida; tengo planeado un entretenimiento bastante elaborado para ti y para ese pathan salvaje. Ahora cogeré el Fuego de Asurbanipal y nos iremos.

Se giró y se dirigió hacia el trono, pero uno de sus hombres, un gigante con barba y con un solo ojo, exclamó:

—¡Detente, señor! ¡Un mal muy antiguo reinó en este lugar antes de los días de Mahoma! El djinn aúlla por estas salas cuando el viento sopla, y muchos hombras han visto fantasmas bailando en las murallas bajo la luz de la luna. Ningún mortal ha desafiado a esta ciudad durante miles de años excepto uno, hace unos cincuenta años, que huyó desesperado. Has venido desde El Yemen y no conoces la vieja maldición que pesa sobre esta ciudad depravada y sobre esa piedra maléfica, que late como el corazón rojo de Satán. Te hemos seguido hasta aquí en contra de nuestros principios porque has demostrado ser un hombre fuerte y porque dices que tienes un conjuro contra todos los seres malignos. Dijiste que sólo querías echarle un vistazo a esta piedra preciosa, pero ahora nos hemos dado cuenta de que tu intención no es otra que la de quedártela. ¡No ofendas al djinn!
—¡No, Nureddin, no ofendas al djinn! —repitieron a coro el resto de beduinos. Los rufianes que siempre habían sido fieles al sheik se mantenían en un grupo compacto, aparte del de los beduinos, y no dijeron nada; envilecidos por los crímenes y otras acciones nada piadosas, eran menos sensibles a las supersticiones que los hombres del desierto, que habían escuchado durante siglos la temible historia de la ciudad maldita. Steve, a pesar de que odiaba a Nureddin con todo el veneno que podía destilar su alma, se dio cuenta del magnetismo de ese hombre, una capacidad de liderazgo innata que le había permitido imponerse a los temores y tradiciones de muchos años.
—La maldición recae sobre los infieles que irrumpen en la ciudad —respondió Nureddin—, no en los creyentes. Fijaos, en esta habitación hemos vencido a nuestros enemigos Kafar!

Uno de aquellos halcones del desierto que lucía una barba blanca negó con la cabeza.

—La maldición es más antigua que Mahoma, y no distingue entre razas o creencias. Unos hombres terribles se agruparon en esta ciudad negra en el amanecer de los tiempos. Oprimieron a nuestros antepasados de tiendas negras y lucharon entre ellos; las murallas negras de esta ciudad se tiñeron de sangre y vibraron con los gritos de fiestas profanas y los susurros de oscuras intrigas. Os voy a contar cómo vino hasta aquí esta piedra: a la corte de Asurbanipal llegó un mago al que la oscura sabiduría de los tiempos no le estaba negada. Con el fin de ganar honor y poder para sí mismo, desafió los horrores de una enorme cueva sin nombre que se encuentra en una tierra oscura y desconocida, y de aquellas malignas profundidades extrajo esa gema brillante, tallada por las propias llamas del infierno. Gracias a su temible dominio de la magia negra, hechizó al demonio que custodiaba la antigua gema y la robó, dejándolo dormido en aquella caverna desconocida. Una vez que este mago —llamado Xuthltan— se hubo instalado en la corte del sultán Asurbanipal empezó a hacer magia y predecir sucesos escrutando el interior de la piedra, que sólo sus ojos podían contemplar sin quedar completamente cegados. Entonces la gente llamó a esta piedra el Fuego de Asurbanipal, en honor del rey.

»Pero la desgracia se cernió sobre todo el reino y la gente empezó a decir que era a causa de la maldición del djinn. Entonces el sultán, asustado, le ordenó a Xuthltan que cogiese la gema y la devolviese a la caverna de donde la había robado, antes de que se produjesen males todavía peores. Pero no era intención del mago deshacerse de la gema en la que había podido leer los extraordinarios secretos de la época pre-Adamita, por lo que huyó a la ciudad rebelde de Kara-Shehr, donde pronto estalló una guerra civil y los hombres lucharon los unos contra los otros para hacerse con la gema. En ese momento el rey de la ciudad, anhelando apoderarse de la piedra, atrapó al mago y lo torturó hasta la muerte. Y fue en esta misma habitación donde vio cómo moría, el rey se sentó en el trono con la gema en su mano, como se había sentado antes, como se ha sentado a lo largo de los siglos, ¡como está sentado precisamente ahora!»

El árabe señaló con el dedo la masa de huesos que ocupaba el trono de mármol y los bravos hombres del desierto retrocedieron atemorizados; incluso a algunos de los secuaces más fieles a Nureddin se les heló el aliento, pero el sheik se mantuvo imperturbable.

—En el momento de morir —continuó el viejo beduino—, Xuthltan maldijo la piedra cuya magia no le había salvado y gritó unas palabras terribles que rompieron el hechizo que pesaba sobre el demonio de la caverna y lo liberó. E invocando a los dioses olvidados, Cthulhu, Koth y Yog-Sothoth, y a los moradores pre-adamitas de todas las ciudades oscuras ocultas bajo el mar y en las profundidades de la tierra, les impelió a recuperar lo que era suyo, y en su último aliento condenó al falso rey. Y esta condena consistió en que el rey permanecería sentado en su trono, con el Fuego de Asurbanipal en la mano, hasta el día del Juicio Final. Entonces la gran piedra gritó como si estuviese viva, e inmediatamente, ante los ojos del rey y de sus soldados, una bruma negra que se movía en círculos se alzó desde el suelo y liberó un viento fétido. Y de este viento surgió un espantoso espectro que alargó sus terribles zarpas y las dejó caer sobre el rey, que desfalleció y murió al contacto con ellas. Los soldados huyeron despavoridos y, con el resto de habitantes de la ciudad, se lanzaron al desierto, donde perecieron o consiguieron llegar completamente destrozados hasta las lejanas poblaciones de los oasis. Kara-Shehr quedó desierta y silenciosa, y se convirtió en madriguera para reptiles y chacales. Las pocas veces que las gentes del desierto se han aventurado en la ciudad, se han encontrado con el rey muerto en su trono, asiendo la resplandeciente gema, pero nunca se han atrevido a tocarla, ya que saben que el demonio que la vigila está cerca, acechando, de la misma manera que nos está acechando ahora, mientras permanecemos aquí».

Los guerreros se estremecieron y empezaron a mirar a su alrededor. En ese momento Nureddin tomó la palabra:

—Entonces, ¿por qué no apareció cuando los extranjeros entraron en la sala? ¿Acaso está tan sordo que el ruido del combate no lo ha despertado?
—Todavía no hemos tocado la gema —respondió el viejo beduino—, y tampoco lo han hecho los extranjeros. Los hombres pueden verla y continuar vivos, pero ningún mortal que la haya tocado ha sobrevivido.

Nureddin siguió hablando, pero en cuanto vio aquellos rostros tan obstinados se dio cuenta de la inutilidad de todos sus razonamientos. Entonces cambió su actitud radicalmente.

—Yo soy quien manda aquí —dijo con voz firme mientras dejaba caer la mano sobre la funda de su pistola—. ¡No me he esforzado tanto ni he asesinado por esta gema como para ahora echarme atrás por culpa de unos temores sin ningún fundamento! ¡Quedaos todos ahí! ¡Si alguno intenta detenerme, su cabeza peligrará!

Los miró fijamente, con un brillo amenazador en los ojos, y todos recularon, impresionados por el poder de su carácter despiadado. Se acercó con paso firme a los escalones de mármol. Los árabes mantuvieron el aliento, acercándose poco a poco hacia la puerta; Yar Alí, que por fin había recuperado el conocimiento, emitió un gemido de impotencia; «¡Dios!», pensó Steve, «¡Qué escena más extraña!». Dos prisioneros atados sobre el suelo lleno de polvo, unos guerreros salvajes agrupados entre sí y sosteniendo sus armas, el olor agrio de la sangre y de la pólvora quemada todavía flotando en el aire, cuerpos que yacen envueltos en sangre, con el cerebro y las entrañas esparcidos por el suelo; y, sobre el pedestal, el terrible sheik ajeno a todo excepto al maligno brillo carmesí que surgía de entre los dedos del esqueleto que descansaba en el trono de mármol.

Un silencio tenso se apoderó de todos cuando Nureddin alargó lentamente la mano, como si estuviese hipnotizado por la vibrante luz carmesí. En el subconsciente de Steve se despertó un estremiciento débil, como de algo inmenso y desagradable que se despertaba de repente después de un largo letargo. Los ojos del americano se dirigieron instintivamente hacia aquellas paredes siniestras y enormes que le rodeaban. El brillo de la joya había cambiado de una manera sorprendente; ahora era de un rojo más intenso, más profundo, que aparecía hostil y amenazador.

—Corazón de todos los males —murmuró el sheik—, ¿cuántos príncipes han muerto por ti desde los inicios del mundo? Probablemente es la sangre de los reyes lo que palpita en tu interior. Los sultanes, princesas y generales que te han lucido como suyo ahora no son más que polvo y han caído en el olvido, pero tú aún brillas con una intensidad majestuosa, fuego del mundo.

Nureddin cogió la piedra y un gemido estremecedor surgió de las gargantas de los árabes. Un gemido que cortó rápidamente un grito inhumano. A Steve le pareció que era la magnífica joya quien había gritado como si estuviese viva. La piedra se escurrió de la mano del sheik. Es posible que se le cayese a Nureddin, pero a Steve le pareció que la piedra se movió convulsivamente, igual que se podría mover una cosa viva. Cayó desde el pedestal y fue saltando de escalón en escalón, con Nureddin saltando detrás suyo, maldiciendo el momento en que se le escapó de la mano. La piedra llegó hasta el suelo, cambiando de dirección de repente y, a pesar de la cantidad de polvo y de arena, fue rodando como una bola de fuego hasta la pared de detrás. Nureddin ya la tenía prácticamente en su poder —la piedra golpeó la pared y se detuvo— y alargó el brazo para hacerse de nuevo con ella.

Un alarido de terror rompió aquel tenso silencio. Sin previo aviso, la sólida pared se abrió y de su interior surgió un tentáculo que golpeó y envolvió el cuerpo del sheik, igual que una pitón aprisiona a sus víctimas, y lo sacudió y arrastró hasta la oscuridad. Entonces, la pared se tornó lisa y sólida de nuevo; lo único que se oyó fue un grito agudo que se iba apagando y heló la sangre de todos los que lo percibieron. Aullando sonidos ininteligibles, los árabes salieron en estampida, formando una masa alborozada que luchaba contra la puerta de salida, rompiéndola y bajando después alocadamente por las enormes escaleras. Steve y Yar Alí permanecieron allí sin ninguna ayuda, oyendo en la lejanía el frenético clamor de los que huían y mirando horrorizados a aquella siniestra pared. El griterío dejó paso en poco rato a un silencio aún más terrorífico. Manteniendo el aliento, oyeron de repente un sonido que les heló la sangre en las venas: el ruido de algo metálico o de una piedra que se deslizaba suavemente por una ranura. En ese instante la puerta oculta empezó a abrirse y Steve vio un brillo entre la oscuridad que podría haber sido el brillo de unos ojos monstruosos. Steve cerró sus propios ojos; no se atrevía a mirar cualquiera que fuese el horror que surgiese de esa repulsiva negrura. Sabía que hay tensiones que el cerebro humano no puede resistir, y todos los instintos primitivos del alma le imploraban que todo esto fuese una pesadilla y una locura. Sintió cómo Yar Alí también cerraba los ojos y cómo los dos yacían en el suelo como dos hombres muertos.

Clarney no percibió ningún sonido, pero sintió la presencia de un mal terrible, demasiado espantoso como para ser comprendido por una mente humana; un ser de mares de otros mundos, de los oscuros confines cósmicos. Un frío mortal se esparció por toda la sala. Steve sintió el brillo de unos ojos inhumanos que le abrasaban con la mirada y le inutilizaban todos los sentidos. Sabía que si miraba, si abría los ojos aunque sólo fuese un instante, la locura más absoluta se apoderaría de él inmediatamente. Sintió en la cara un aliento asqueroso que le estremeció el alma y supo que el monstruo se había inclinado encima suyo, pero permaneció inmóvil, como un hombre congelado por una pesadilla. Se aferraba con fuerza a un único pensamiento: ni él ni Yar Alí habían tocado la joya que este demonio custodiaba. Después dejó de percibir aquel olor nauseabundo, sintió que el frío que flotaba en el aire iba decreciendo y oyó como la puerta secreta se deslizaba de nuevo sobre sus goznes. Aquella criatura maligna regresaba a su escondite. Ni siquiera todas las legiones del infierno hubiesen sido capaces de evitar que los ojos de Steve se entreabriesen mínimamente. Sólo pudo vislumbrar durante un segundo cómo se acababa de cerrar la puerta secreta, y éste único segundo le bastó para perder la consciencia totalmente. Steve Clarney, aventurero de nervios de acero, había desfallecido por primera y única vez en su azarosa vida.

Cuánto tiempo permaneció ahí inconsciente, Steve nunca lo sabrá, pero no pudo ser demasiado, ya que un susurro de Yar Alí le hizo volver en sí:

—Túmbese de lado, sahib, moviéndome un poco alcanzaré sus ataduras con mis dientes.

Steve sintió cómo los fuertes dientes del afgano roían sus ligaduras, y mientras permanecía con la cara contra el polvo del suelo notó que el hombro herido se le despertaba con unas punzadas inaguantables —se había olvidado de él por completo hasta entonces— y empezó a reunir todos los componentes de su consciencia, que hasta entonces vagaban desordenados por su mente. ¿Hasta dónde, se preguntaba asombrado, habían llegado las pesadillas del delirio, originadas en el sufrimiento y en la sed que quemaban la garganta? El combate con los árabes había sido real —las ataduras y las heridas lo demostraban— pero la terrible muerte del sheik —aquella cosa que surgió del agujero negro de la pared— probablemente había sido fruto del delirio. Nureddin debía de haber caído por un pozo u otro tipo de agujero.

Steve notó que ya tenía las manos libres y se alzó, sentándose en el suelo. Revolvió sus ropas en busca de una navaja que había pasado inadvertida a los árabes. No miró hacia arriba ni al resto de la habitación mientras cortaba las cuerdas que le inmovilizaban las piernas, y después liberó a Yar Alí moviéndose con gran dificultad, ya que su hombro izquierdo estaba rígido y era totalmente inútil.

—¿Dónde están los beduinos? —preguntó mientras el afgano estaba a sus pies levantándose—.
—Alá, sahib —susurró Yar Alí—, ¿está usted loco? ¿Acaso lo ha olvidado? ¡Vayámonos rápido, antes de que el djinn regrese!
—Fue una pesadilla —murmuró Steve—. ¡Mira! ¡La joya está de nuevo en el trono!

Su voz se apagó de repente. Allí estaba otra vez aquel palpitante resplandor en el viejo trono, reflejándose en el mismo polvoriento esqueleto, cuyos dedos de hueso sostenían de nuevo el Fuego de Asurbanipal. Pero a los pies del trono yacía un objeto que nunca antes había estado allí: era la cabeza de Nureddin El Mekru, que había sido cortada de su cuerpo y vanamente alzaba los ojos hacia la luz gris que se filtraba a través del techo de piedra. Los labios descoloridos se contraían dejando ver los dientes en una mueca horrible, y los ojos reflejaban un horror insoportable. En la gruesa capa de polvo y arena que cubría el suelo, había tres huellas diferentes: las del propio sheik hasta el sitio donde rodó la joya y topó con la pared, y, encima de ellas, dos grupos más de pisadas, unas yendo hacia el trono y otras regresando hacia la pared, grandes, sin una forma definida, como anchas y lisas, con dedos o garras enormes; no eran ni de hombre ni de animal.

—¡Por Dios! —exclamó Steve, quedándose sin respirar unos instantes—. Ha sido real, y también lo es la Cosa, la Cosa que vi.

Steve recordó la huida de aquella sala como una pesadilla impetuosa, durante la cual él y su compañero bajaron disparados por una escalera sin fin que parecía un agujero gris de temor, corrieron a ciegas a través de polvorientas y silenciosas habitaciones, pasaron por delante del ídolo que reinaba amenazador en el salón más grande y fueron a dar de lleno con la resplandeciente luz del sol del desierto, donde cayeron extenuados intentando recuperar el aliento.

Y de nuevo a Steve le hizo reaccionar la voz del afridi:

—¡Sahib, sahib, Alá se ha compadecido de nosotros, nuestra suerte ha cambiado!

Steve miró a su compañero con la mirada de alguien que está en trance. Las ropas del afgano estaban hechas jirones y llenas de sangre. Estaba rebozado de arena y cubierto de sangre, y su voz era una especie de graznido, pero sus ojos estaban radiantes y alzaba la mano señalando trémulamente con el dedo.

—¡A la sombra de aquel muro en ruinas! —graznó, esforzándose por humedecerse los labios ennegrecidos—. ¡Allah il Allah! ¡Los caballos de los hombres que hemos matado! ¡Con cantimploras y bolsas de comida junto a las sillas! ¡Esos perros han huido sin detenerse a coger los caballos de sus camaradas!

Un nuevo soplo de vida surgió del pecho de Steve, que se levantó tambaleándose.

—¡Vámonos de aquí! —dijo sin abrir casi la boca—. ¡Vámonos de aquí rápido!

Como muertos vivientes fueron dando tumbos hasta los caballos, los soltaron y subieron a las sillas como pudieron.

—Nos dirigiremos hacia las montañas —dijo Steve, y Yar Alí asintió vivamente—. Es posible que los necesitemos antes de alcanzar la costa.

A pesar de que sus desquiciados nervios pedían a gritos el agua que sonaba en las cantimploras sujetas a las sillas, espolearon las monturas y, balanceándose en la silla, cabalgaron raudos a lo largo de las calles llenas de arena de Kara-Shehr, entre los palacios en ruinas y las columnas que se caían a trozos, cruzaron las destrozadas murallas y se adentraron en el desierto. Ni una sola vez echaron la vista atrás hacia aquella masa oscura que albergaba viejos horrores, y ni siquiera hablaron una palabra hasta que las ruinas se desvanecieron en la distancia. Fue entonces, y sólo entonces, cuando aminoraron y satisficieron su sed.

—¡Allah il Allah! —imploró devotamente Yar Alí—. Esos perros me han golpeado y golpeado hasta no dejarme ni un hueso sano. Desmonte, se lo pido, sahib, y déjeme examinarle el hombro en busca de esa maldita bala. Luego se lo vendaré lo mejor que pueda.

Mientras le curaba, Yar Alí preguntó, evitando la mirada de su amigo:

—¿Usted dijo, sahib, dijo algo acerca, acerca de ver una cosa? ¿Qué es lo que vio, en nombre de Alá?

Un temblor fuerte y violento sacudió el vigoroso cuerpo del americano.

—¿No estabas mirando cuando..., cuando la Cosa devolvió la joya a la mano del esqueleto y dejó la cabeza de Nureddin en el pedestal?
—¡No, por Alá! —juró Yar Alí—. ¡Tenía los ojos tan cerrados como si me los hubiesen soldado con hierro fundido por Satán!

Steve no respondió hasta que los dos camaradas hubieron saltado de nuevo a las sillas de los caballos y reanudado su largo viaje hacia la costa, que tenían grandes posibilidades de alcanzar, dado que ahora disponían de caballos, comida, agua y armas.

—Yo sí que miré —dijo el americano con voz triste—. Y ojalá no lo hubiese hecho; sé que soñaré con ello durante toda mi vida. Sólo eché una breve ojeada; y no podría describírtelo de la manera que un hombre describiría una cosa de este mundo. Espero que Dios me ayude; no era una cosa terrenal, ni tampoco imaginable. Hay que saber que el hombre no es el primer habitante de la tierra; hay seres que ya estaban aquí antes de su llegada, y ahora aparecen como supervivientes de épocas antiguas y desconocidas. Es posible que mundos de dimensiones que nos son extrañas permanezcan aún hoy imperceptibles en este universo material. En el pasado, los brujos invocaban a demonios que estaban dormidos y los controlaban con ayuda de la magia. No es descabellado suponer que un mago asirio invocase a uno de estos demonios primitivos y lo atrajese hasta la tierra para vengarle y para custodiar algo que, sin duda, procede del mismo infierno. Intentaré explicarte lo que pude entrever, y después no volveré a hablar de ello jamás. Era gigantesco, negro y siniestro; era una monstruosidad deforme y desgarbada que caminaba erguida como un hombre, pero que parecía más bien un sapo, y que además tenía alas y tentáculos. Sólo lo vi de espaldas; si lo hubiese visto de frente, si le hubiese visto la cara, no me cabe ninguna duda de que hubiese enloquecido por completo. El viejo árabe tenía razón; ¡que Dios nos proteja, era el monstruo que Xuthltan trajo de las remotas y oscuras cavernas de la tierra para custodiar el Fuego de Asurbanipal!

Robert E. Howard (1906-1936)




Relatos de Robert E. Howard. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del cuento de Robert E. Howard: El fuego de Asurbanipal (The Fire of Asshurbanipal) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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