«El monstruo de Mamurth»: Edmond Hamilton; relato y análisis


«El monstruo de Mamurth»: Edmond Hamilton; relato y análisis.




El monstruo de Mamurth (The Monster-God of Mamurth) es un relato de terror del escritor norteamericano Edmond Hamilton (1909-1977), publicado originalmente en la edición de agosto de 1926 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1929: ¡Cuidado con la oscuridad! (Beware After Dark!).

El monstruo de Mamurth, probablemente entre los mejores cuentos de Edmond Hamilton, relata la historia de un arquéologo empeñado en la búsqueda de una antigua ciudad perdida en el desierto del Sahara, cuyos habitantes, ahora desaparecidos, adoraban a una gigantesca criatura, un dios pagano con forma de araña.

Naturalmente, el arqueólogo y sus acompañantes asumen esa búsqueda sin creer que el dios monstruo de Mamurth haya existido realmente. Después de todo, e incluso si hubiese existido, seguramente no podría seguir vivo después de siglos de letargo en las arenas del desierto. No obstante, aquellas conjeturas son destrozadas cuando la criatura y sus increíbles poderes se hacen presentes.

El monstruo de Mamurth fue el primero de muchos relatos pulp de Edmond Hamilton en aparecer en Weird Tales, y rápidamente se convirtió en un verdadero clásico de la ciencia ficción.




El monstruo de Mamurth.
The Monster-God of Mamurth, Edmond Hamilton (1904-1977)

Salió del desierto, en medio de las tinieblas de la noche, viniendo hacia nosotros, tambaleándose dentro del círculo alumbrado por la fogata, donde cayó exánime al instante. Mitchel y yo nos pusimos rápidamente de pie lanzando sendas exclamaciones, ya que los individuos que viajan solos y a pie no son cosa corriente en los desiertos de Africa del Norte. Durante los primeros minutos en que nos ocupamos de él, pensé que no tardaría en fallecer, pero gradualmente conseguimos hacerle recobrar el conocimiento. Mientras Mitchel le ponía entre los labios un vaso lleno de agua, yo le examiné y comprendí que se hallaba demasiado agotado para vivir mucho. Sus ropas colgaban hechas jirones, y tenía las manos y rodillas literalmente destrozadas, según juzgué, por haberse arrastrado largo tiempo sobre la arena. Por tanto, cuando pidió más agua con el ademán, se la di, sabiendo que de todos modos poco le quedaba de vida. No tardó en poder hablar con una voz cascada y débil.

—Estoy solo —nos dijo en respuesta a nuestra primera pregunta—, no tienen que ir a buscar a nadie más. ¿Qué son ustedes, comerciantes? Así me lo pareció. No, yo soy arqueólogo. Un buceador del pasado —su voz se quebró un momento—. No siempre es bueno desenterrar secretos ya muertos. Hay ciertas cosas que el pasado debe mantener ocultas.

Captó la mirada que se cruzó entre Mitchel y yo.

—No, no estoy loco —prosiguió—. Oíganme, porque voy a contarles la historia. Háganme caso —añadió, incorporándose hasta lograr sentarse en su avidez por hablar—, y manténganse lejos del desierto Igidi. Recuerden mis palabras y la advertencia. También a mi me advirtieron, pero no hice caso. Y bajé al infierno..., ¡ay, sí, al infierno! Bien, será mejor que empiece por el principio.


Ni nombre es... bueno, mi nombre no importa ahora. Salí de Mogador hace más de un año, y atravesé la falda escarpada del Atlas, saliendo al desierto con la esperanza de descubrir algunas de las ruinas cartaginesas de los desiertos del norte de África. Pasé varios meses en su búsqueda, viajando entre los miserables poblados árabes, ya junto a un oasis, ya en medio del solitario y tenebroso desierto. A medida que me internaba en el país, mayor cantidad de ruinas encontraba, templos derribados y fortalezas destruidas, reliquias mal conservadas, de la época en que Cartago regía todo el norte de Africa desde su amurallada ciudad. Y luego, al lado de un macizo bloque pétreo, hallé lo que me encaminó a Igidi.

Era una inscripción, trazada en el lenguaje fenicio de los traficantes de Cartago, bastante corta por lo que puedo recordarla, palabra por palabra. Literalmente, decía: «Mercaderes, no vayáis a la ciudad de Mamurth, que se extiende más allá del paso de las montañas. Porque yo, San-Drabat de Cartago, al quedarme en la ciudad con otros cuatro camaradas, en el mes de Eschmoun, para comerciar, a la tercera noche de nuestra estancia allí nos vimos asaltados por unos sacerdotes, y yo pude huir, ocultándome. Mis compañeros fueron sacrificados al malvado dios de la ciudad, que mora allí desde el alba de los tiempos, y para el cual los sabios de Mamurth han erigido el templo más colosal de la tierra, donde la gente de la ciudad adora a su dios. Yo huí de la ciudad y dejo aquí este aviso para que otros no dirijan sus pasos a Mamurth y a la muerte.

Pueden ustedes imaginarse el efecto que me produjo tal inscripción. Era el último rastro de una ciudad ignorada, la última brizna de una civilización hundida en el mar del tiempo. Me pareció probable la existencia de tal ciudad. ¿Qué sabemos de Cartago, en realidad, aparte de unos cuantos nombres? Ninguna ciudad, ninguna civilización fue jamás tan completamente borrada de la faz de la tierra como Cartago, cuando el romano Escipión redujo los templos y palacios a polvo, y aró la tierra con sal, y las águilas de la vencedora Roma volaron a través del desierto, donde una metrópolis se había alzado. Fue en los arrabales de uno de esos poblados árabes donde hallé el bloque con la inscripción, y traté de encontrar a alguien del pueblo que quisiera acompañarme, pero todos se negaron.

Yo podía ver claramente el paso de la montaña, una mera hendidura entre dos altísimos acantilados azules. En realidad, se hallaba a bastantes kilómetros de distancia, pero las engañosas cualidades ópticas del desierto lo acercaban a mí. Mis mapas situaban aquella sierra como una rama inferior del Atlas, y la extensión existente más allá era llamada «Desierto Igidi», pero esto era todo lo que sabía de la región. De lo único que podía estar seguro era de la existencia del desierto al otro lado del paso y de que debía llevar suficientes provisiones si deseaba cruzar por allí.

¡Pero los árabes sabían mucho más! Aunque les ofrecí lo que para aquellos pobres diablos era una verdadera fortuna, ninguno quiso acompañarme cuando supieron adónde me encaminaba. Ninguno había estado jamás allí, ni siquiera habían cabalgado en aquella dirección, pero todos poseían unas ideas muy definidas del lugar que se extendía al otro lado de los montes, motejándolo de nido de diablos y coto de los malvados Jinns. Sabiendo con cuánta firmeza se hallan plantadas en sus mentes tales supersticiones, no intenté persuadirles y me puse en marcha solo, con dos pellejudos camellos que transportaban el agua y las provisiones. Durante tres días me hundi en la arena del desierto bajo un tórrido sol, y a la mañana del cuarto llegué al paso.

Era solamente una estrecha gríeta, y estaba sembrado de grandes peñascos por lo que su travesía resultaba sumamente azarosa y complicada. Los riscos que se alzaban a cada lado tenían tal altura que el espacio intermedio era un lugar de sombras, susurros y penumbra. Aquella misma tarde llegué al otro extremo y por un momento me quedé como paralizado, ya que a partir de aquel punto el desierto descendía hacia una vasta hondonada y en el centro de la misma, tal vez a tres kilómetros de donde me hallaba, resplandecían las blancas ruinas de Mamurth.

Recuerdo que me mostré muy tranquilo mientras cubrí la distancia hasta las ruinas. Yo había dado por segura la existencia de la ciudad, por lo que, de no haber estado allí las ruinas, me habría sentido mucho más sorprendido que al verlas. Desde el paso sólo acerté a divisar una enmarañada confusión de fragmentos blancos, pero al aproximarme, algunos de éstos fueron adoptando la forma de bloques derribados, muros y columnas. La arena movediza del desierto había enterrado por completo sectores enteros y el resto se hallaba medio cubierto. Fue entonces cuando efectué un curioso descubrimiento. Me detuve a examinar el material de las ruinas, una piedra lisa y sin vetas, muy parecida al mármol artificial o al concreto superfino.

Y mientras miraba a mi alrededor, absorto en mi contemplación, observé que en casi cada pozo o bloque, en las destruidas cornisas y columnas, había grabado el mismo símbolo..., si se trataba de un símbolo. Era el esbozo de un extraño ser irreal, una especie de pulpo, con un cuerpo deforme, redondeado y varios largos tentáculos o brazos que salían del cuerpo, el cual no era tenue y sin huesos como los de un pulpo, sino más bien tieso y duro, como las patas de una araña. En realidad, tal vez aquello representase a una araña, aunque tenía algunos fallos. Medité por un momento en la profusión de tales pinturas grabadas en las ruinas en torno mío y al final abandoné el problema por insoluble.

También me pareció insoluble el enigma de la ciudad. ¿Qué podía encontrar en aquella semienterrada masa de fragmentos de piedra que me ayudase a arrojar cierta luz sobre su pasado? No podía siquiera explorar el lugar superficialmente, ya que la parquedad de provisiones y agua no me permitían una larga estancia. Con el corazón oprimido tuve que regresar a los camellos y, llevándolos a un claro entre las ruinas, me dispuse a acampar allí para la noche. Cuando ésta hubo caído, y me hallaba ya sentado junto a la hoguera, el vasto y ominoso silencio de aquel siniestro lugar de muerte me resultó espantoso. No había risas humanas, ni gritos de animales, ni siquiera el zumbido de algún insecto o el canto de un solo pájaro.

No había más que tinieblas y silencio en torno mío, oprimiéndome, casi azotándome físicamente frente al resplandor de la luz que arrojaba mi pequeña fogata. Mientras me hallaba allí sentado, cavilando, me sobresaltó un leve sonido a mis espaldas. Me volví para acertar con la causa, y de nuevo me quedé paralizado. Como ya he mencionado, el espacio que rodeaba mi campamento estaba formado por un claro arenoso, allanado por los vientos. Bien, mientras contemplaba aquella vasta extensión de arena, apareció de repente en la superficie un agujero de varios centímetros de diámetro, claramente visible a la luz del fuego.

No había nada que ver, ni siquiera una sombra, y de repente se produjo aquel agujero, acompañado de un suave crujido. Mientras lo estaba mirando asombrado, el sonido se repitió y simultáneamente apareció otro agujero a cinco o seis metros más cerca de mí que el primero. Al verlo, unas heladas flechas de terror parecieron atravesar mi cuerpo y cediendo a un loco impulso, agarré un leño ardiendo de la hoguera y lo arrojé, como un cometa rojo, al sitio donde acababan de formarse los agujeros. Se produjo un rumor como de un cuerpo al escurrirse y pensé que fuese lo que fuese lo que había dejado aquellas señales acababa de retirarse, si en realidad se trataba de un ser vivo. No podía imaginarme qué podía ser, ya que no había absolutamente nada a la vista, aparte de los agujeros aparecidos como por ensalmo.

Aquel misterio me soliviantó. Ni aun en el sueño pude hallar descanso, ya que extrañas pesadillas atormentaron mi cerebro, surgiendo de la ciudad muerta que me rodeaba. Todos los polvorientos pecados de pasadas y edades, de aquel remoto y olvidado lugar, parecían estar enfocados sobre mí durante el sueño. Formas extrañas se movían entre los mismos, tan irreales como los habitantes de una estrella distante, entrevistos sólo para desvanecerse intantáneamente. Poco conseguí dormir aquella noche, pero cuando por fin amaneció, el sol, con sus primeros rayos dorados, alejó de mí mis temores y opresiones con el manto de las tinieblas. ¡No es extraño que los pueblos primitivos fuesen adoradores del sol!

Cuando volví a sentirme dueño de mi mismo y de mi valor, me asaltó una nueva idea. En la inscripción citada, aquel aventurero muerto tanto tiempo ha, había mencionado el gran templo de la ciudad y la majestad de su aspecto. ¿Dónde estarían tales ruinas? Decidíi que el poco tiempo de que disponía sería mejor pasarlo investigando las ruinas del templo, que debía ser muy prominente, si el antiguo cartaginés se hallaba en lo cierto. Ascendí a un próximo altozano y escruté el lugar en todas direcciones, y aunque no pude distinguir ningún amontonamiento ruinoso que hubiese podido ser un templo, por primera vez divisé, muy lejos, dos grandes figuras de piedra que destacaban en negro contra las rojas llamaradas del sol.

Fue un descubrimiento que me llenó de excitación y, después de levantar el campamento, eché a andar en aquella dirección. Se alzaban al borde del extremo más alejado de la ciudad, y no fue hasta el mediodía que llegué allí. Entonces pude percibir con toda claridad su naturaleza: dos grandes figuras sentadas, talladas en piedra negra, de unos quince metros de altura, y casi otros tantos de separación entre ambas, las dos de cara a la ciudad.. y a mí. Tenían forma humana y vestían una rara armadura escamada, pero me resulta imposible describir sus rostros, porque no eran humanos. Las facciones sí lo eran, y bien proporcionadas, pero la cara, la expresión, no sugerían ninguna de las cualidades inherentes a la Humanidad. Me pregunté sí habrían sido talladas de la misma vida. En tal caso, debió de ser un pueblo sumamente extraño el que habitó en aquella ciudad y labró ambas estatuas.

Bien, desvié mí vista y miré alrededor. A cada lado de las estatuas se veía lo que debían de ser los restos de una muralla con diversas ramificaciones, formando un enorme montón de ruinas. Pero no había muro entre las estatuas, que debían constituir evidentemente la portalada de la barrera. ¿Por qué habrían sobrevivido aquellos dos celosos guardianes, aparentemente completamente ilesos, mientras la muralla y toda la ciudad se hallaba en ruinas? Eran de diferente material, eso pude conjeturarlo fácilmente, pero ¿qué clase de material? Por primera vez, también, reparé en la larga avenida que se iniciaba, al otro lado de las estatuas y se extendía por el desierto durante más de un kilómetro. Los extremos laterales de la misma estaban constituídos por dos filas de figuras de piedra más pequeñas que corrían en líneas paralelas, alejándose de los dos colosos. Eché a andar por la avenida, pasando entre las dos estatuas que la encabezaban.

Al hacerlo observé por primera vez la inscripción grabada en la parte interior de cada una. En el pedestal de las estatuas, a diez o doce centímetros del suelo, había una tablilla del mismo material, de un metro cuadrado, cubierta de extraños símbolos, sin duda los caracteres de un lenguaje ignorado, indescifrable, al menos para mí. Un símbolo, sin embargo, muy destacado, lo había visto antes. Se trataba del mismo extraño ser parecido a una araña o un pulpo, que ya he mencionado haber hallado generosamente esparcido por doquier en la ciudad. En las tablillas figuraba varias veces entre los demás símbolos que componían la ínscripción. Ambas tablillas eran idénticas y nada pude deducir de ellas. Empecé a recorrer la avenida, dándole vueltas en mi cerebro al enigma de aquel omnipresente símbolo, pero al cabo lo olvidé al ir fijándome en cuanto me rodeaba.

Aquella larga calle era como la avenida de las esfinges de Karnak, que el faraón recorría en su litera para asistir al templo. Pero las estatuas que flanqueaban la avenida no tenían la forma de esfinges. Poseían, por el contrario, formas muy raras, de animales desconocidos para nosotros, como si se tratase en realidad de animales de otros mundos. No puedo describirlos, como sería imposible describirle un dragón a un hombre que hubiera estado ciego toda su vida. Sin embargo, tenían formas de reptil, aproximadamente, y al contemplarlas su vista me destrozaba los nervios. Continué avanzando entre las dos filas de estatuas, hasta llegar al final de la avenida. De pie entre las dos últimas figuras, no divisé ante mí más que la amarillenta arena del desierto, hasta el horizonte. Me sentí intrigado. ¿Cuál fuera el objeto de tantos trabajos, la muralla, las dos enormes estatuas, y la larga avenida, para acabar desembocando en pleno desierto?

Gradualmente, comencé a ver que había algo muy especial en aquella parte de desierto que se extendía ante mí. Era completamente llano, ya que una área, al parecer de forma redondeada, que debía abarcar varios acres, parecía absolutamente llana. Era como si la arena dentro de aquel gran círculo hubiese sido aplanada con tremenda fuerza, sin dejar ni la menor ondulación, ni siquiera la apariencia de una duna. Más allá de aquella zona, y a su alrededor, el desierto estaba erizado de lomas y valles, y atravesado por nubes de arena que se arremolinaban constantemente, pero sobre la lisa superficie de la zona circular nada se movía, nada se agitaba. Sintiéndome interesado al instante, avancé hasta el borde del círculo, a sólo unos metros de distancia. Acababa de llegar allí cuando una mano invisible pareció abofetearme con singular brío en la cara y el pecho, obligándome a retroceder.

Transcurrieron unos minutos antes de que volviera a avanzar, ya que mi curiosidad se hallaba completamente excitada. Me acerqué de nuevo, pues, a los límites del circulo, empuñando mi revólver, pero esta vez arrastrándome sobre el suelo. Cuando la automática que tenía en mi extendida mano llegó a la línea del círculo, chocó contra algo duro, y no pude hacerla avanzar. Era exactamente como si hubiese tropezado contra un muro, aunque no había a la vista cosa semejante. Extendiendo más el brazo, toqué la misma dura barrera y en el instante siguiente me puse de pie. Ahora sabía que se trataba de algo duro y no una fuerza lo que me impedía el paso. Cuando extendía las manos, el borde del círculo se hallaba en el límite de la longitud de mis brazos, como una pared lisa, totalmente invisible, pero al mismo tiempo sumamente material. Pude comprender en parte aquel fenómeno.

En el pasado, los científicos de la ciudad que se hallaba en ruinas a mi espalda, los sabios mencionados en la ínscripción, habían descubierto una materia sólida pero transparente, aplicándola a la obra que ahora eataba yo examinando. Tal cosa está muy lejos de ser imposible. Incluso nuestros científicos pueden formar una materia en parte invisible, con los rayos X. Evidentemente, aquellos sabios conocían todo el proceso, un secreto que se había perdido en la oscuridad de los tiempos, como el secreto del oro duro, el cristal maleable, y otros mencionados en escrituras antiguas. Sin embargo, me pregunté, intrigado, de qué manera podían haberlo conseguido, puesto que muchos siglos después de haber desaparecido sus inventores, la materia continuaba completamente invisible.

Retrocedí y arrojé guijarros hacia el círculo. Por muy altos que los tirase, al llegar al borde rebotaban con un sonido retumbante, por lo que deduje que el muro debía tener una gran altura. Ardía en deseos de trasponer el muro y examinar el interior del círculo, pero ¿cómo conseguirlo? De repente, recordé las dos colosales estatuas a la entrada de la gran avenida, con sus tablillas grabadas y me pregunté qué relación debían tener con el circulo. De pronto, la singularidad de todo aquello me asaltó como una fiera al acecho. La muralla que se alzaba ante mí, el círculo de arena, llano e inmutable, y yo mismo, de pie en medio del desierto... todo resultaba muy extraño. En mi corazón parecía retumbar una voz procedente de la ciudad muerta, aconsejándome huir de allí para siempre. Recordé la advertencia contenida en la inscripción: «No vayáis a Mamurth». Y al recordarla, no dudé de que aquel círculo era el gran templo descrito por San-Drabat.

Seguramente estuvo en lo cierto: era diferente a todos los demás de la Tierra. Pero no debía irme, no podía irme hasta que hubiese examinado el muro por el interior. Medité tranquilamente el asunto, y decidí que el lugar más lógico para hallar la entrada a través de la muralla sería el extremo de la avenlda, puesto que era dable suponer que aquellos que descendieron por la misma en tiempos remotos debieron poder franquear por tal lugar las puertas del templo. Mi razonamiento fue acertado, puesto que en aquel preciso punto hallé la entrada: una abertura en la muralla, de varios metros de anchura y mucho más alta de lo que cabía esperar; en realidad, no tengo idea de su altura.

Crucé la abertura y me hallé sobre un suelo de material duro, no tan suave como la superficie del muro, pero igualmente invisible. Al frente se extendía un corredor de la misma amplitud, que conducía al centro del círculo y por el que fui avanzando. Debí resultar un tipo estrafalario, avanzando por un lugar donde no había nada que observar. Ya que aunque sabía perfectamente bien que me hallaba rodeado por una pared invisible, yo no podía ver nada más que el gran círculo de lisa arena bajo mis pies, dorado por el sol de la tarde. Sin embargo, me pareció que estaba andando a treinta centímetros por encima del terreno, en el aire. Era éste el grosor del suelo, y precisamente era el peso de este suelo el que mantenía tan plano al terreno dentro del círculo. Anduve lentamente por el corredor, con las manos extendidas al frente, y apenas había recorrido una corta distancia cuando tropecé con otra pared que parecía cerrar el corredor, como un callejón sin salida.

Pero no me sentí descorazonado, ya que intuí que habría otra puerta no muy lejos, puerta que empecé a buscar. La encontré. Tanteando con mis manos el invisible muro del corredor, a ambos lados, tropecé con una especie de picaporte redondo y cuando puse mi mano en él, la puerta se abrió. Se oyó como un chirrido, como una leve blisa, y cuando volví a avanzar, el muro que me cerraba el paso habla desaparecido, y fui libre de ir adelante. Pero no me atreví a traspasar aquel nuevo umbral, por lo que regresé al picaporte, descubriendo que ninguna fuerza ni presión podia cerrar la puerta abierta. Seguramente, se trataba de un sutil mecanismo dentro del picaporte, que sólo necesitaba una presión de la mano para abrirse, apártándose todo el final del corredor, quizá deslizándose hacia arriba, como un rastrillo, aunque de esto no estoy muy seguro.

Pero la puerta estaba abierta y entonces pasé. Moviéndome como un ciego en un sitio desconocido, comprendí que me encontraba en un vasto patio interior, cuyas paredes describían una gran curva. Cuando lo descubrí, volví al lugar donde el corredor se abría al patio y comencé a caminar en línea recta por el mismo. Encontré unos peldaños; el primero de los cuales pertenecía indudablemente a una escalinata de inmensas proporciones. Ascendí lenta, trabajosamente, tanteando ante mí con el pie a cada paso. Era la sensación de sentir los peldaños bajo mis pies lo que prestaba realidad al asunto, ya que a simple vista, yo estaba subiendo por el espacio. Sé que ha de resultar más fantástico visto que contado. Seguí ascendiendo hasta llegar a unos treinta metros de altura, donde la escalinata empezó a estrecharse, juntándose los costados. Unos cuantos peldaños más, y volví a hallarme en terreno llano que, después de algunos tanteos, descubrí era un ancho descansillo con barandillas bastante altas.

Me arrastré a gatas por aquella altura hasta que tropecé con otra pared, donde había una puerta. la atravesé, siempre arrastrándome, y aunque cuanto me rodeaba era invisible, intuí que ya no me hallaba al aire libre, sino en una estancia cerrada. Me detuve de pronto y entonces, mientras aún me hallaba agazapado en el suelo, percibí súbitamente la presencia del mal, de una maligna y amenazadora entidad, nativa de allí. No podía divisar nada, ni oír nada, pero en mi cerebro se abrió paso la idea de que algo infinitamente malvado e infinitamente antiguo formaba parte de aquel lugar. ¿Era la conciencia del horror que había llenado aquel lugar en una edad ya remota y fenecida? Fuese cual fuese la causa, no podía seguir avanzando con aquel extraño terror que me poseía; por tanto, retrocedí y volví al descansillo, donde me incliné sobre la invisible barandilla para examinar el paisaje de abajo.

El sol poniente colgaba como una enorme bola de hierro al rojo vivo a Occidente, y a sus rayos, las dos colosales estatuas arrojaban largas sombras sobre la amarilla arena. No muy lejos, mis dos camellos pateaban moviéndose inquietos. Según todas las apariencias yo me mantenía en el vacío, a más de treinta metros del suelo, pero con mi mente podía imaginar los amplios patios y corredores de abajo, por los que había pasado poco antes. Mientras reflexionaba a la rojiza luz del moribundo sol, vi claramente que me hallaba en el templo de la antigua ciudad. ¡Qué magnifica visión debió de ser cuando la ciudad estaba llena de vida y agitación! Pudé imaginarme la larga procesión de sacerdotes y gente del pueblo, ataviados con ropajes sombríos y lujosos, saliendo de la ciudad, por entre las dos estatuas y descendiendo por la amplia avenida, arrastrando tal vez en pos un desdichado prisionero condenado a ser sacrificado a sus dioses en aquel templo.

El sol descendía ya sobre el horizonte, y me dispuse a salir de allí, pero cuando quise moverme sentí una gran rigidez en todo mi cuerpo y mi corazón pareció suspender sus latidos. Y en el limite del claro de arena que había debajo del invisible templo, acababa de aparecer un agujero en la arena, exactamente de la misma misteriosa forma que los que había contemplado la noche anterior en mi campamento. Seguí mirando tan fascinado como si una serpiente me estuviese mirando. Y ante mis ojos fueron apareciendo otros agujeros, no en línea recta, sino quebrada. De pronto se formaban dos agujeros a un lado, y luego dos más al otro, después uno en medio, formando una especie de rastro, de unos dos metros de anchura de lado a lado, avanzando directamente hacia el templo y, por tanto, hacia mí. ¡Y yo no podía ver nada!

Era como el rastro dejado por un insecto provisto de innumerables patas, sólo que de unas descomunales proporciones. Y al asaltarme esta idea, la verdad se abrió paso en mi cerebro, ya que recordé la araña grabada en las ruinas y las estatuas, y comprendí lo que aquello había significado para los moradores de la ciudad. ¿Qué decía la inscripcíón?


El malvado dios de la ciudad, que vivía allí desde el principio del tiempo.


Y al divisar aquel rastro avanzando hacia mí, comprendí que aquel perverso dios seguía morando en aquel lugar y que yo me hallaba en su templo solo y desarmado. ¿Qué extraños seres habían poblado la Tierra en el alborear de los tiempos? ¿Y aquellos que edificaron la ciudad y descubrieron a la monstruosa araña, no le habrían erigido el templo, en su pavor, aceptándolo como el dios de la ciudad? ¿Y ellos, que poseían la magia secreta y el poder de construir muros invisibles a los ojos humanos, no habrían hecho lo mismo con su dios, convírtiéndole en una verdadera deidad, invisible, poderosa, imperecedera? ¡Imperecedera!

Así tenía que ser para haber podido sobrevivir a tantos milenios. Sin embargo, yo sé que algunas especies de loros viven varios siglos, pero ¿qué podía yo saber de esta monstruosa reliquia de una edad pretérita? Y cuando la ciudad fue arrasada y desapareció y ya no fne posible llevar víctimas humanas al templo para saciar el feroz apetito del monstruo, éste habría vagado por el desierto en busca de alimentos. No era extraño que los árabes no quisieran aventurarse por la región en aquella dirección. Significaba la muerte para cualquiera que llegase al alcance de tal ser, el cual podia impunemente acechar y capturar, permaneciendo completamente invisible. ¿Era la muerte para mí?

Tales fueron los pensamientos que como el rayo cruzaron por mi cerebro mientras veía acercárseme la muerte con aquellos seguros pasos sobre la arena. De pronto sentí que me abandonaba la parálisis de terror que me había inmovilizado, y descendí apresuradamente la escalinata, hacia el patio. Ignoraba dónde podía ocultarme en aquel inmenso templo. ¡Ocultarme en un lugar invisible! Pero tenía que dirigirme a algún sitio, y finalmente me aventuré a abandonar la escalera y avancé hasta tropezar con un muro situado directamente debajo del descansillo superior, y me agazapé contra el mismo, implórando que las sombras del crepúsculo pudieran esconderme a las ansiosas miradas de la monstruosa criatura cuyo cubil era el templo. Supe instantáneamente cuándo el monstruo atravesó la puerta por la que yo había también penetrado en el templo.

Pad, pad..., era éste el rumor amortiguado que resonaba en el corredor. Tal vez la puerta se había abierto ante él de manera sorprendente puesto que yo no podía calibrar la poca o mucha inteligencia del cerebro de aquel dios.

Pad, pad..., el rumor fue cruzando el patio y al final oí los pasos subiendo la escalinata. De no haber temido respirar habría exhalado un profundo suspiro de alivio.

No obstante, el temor todavía hacía presa en mí, por lo que continué agazapado contra el muro mientras el monstruoso dios seguía subiendo. ¡Figúrense la escena! A mi alrededor no había nada visible, nada más que el gran círculo de arena que se hallaba a treinta centímetros por debajo de mí; sin embargo, yo veía el templo con los ojos de mi mente, y estaba enterado de los muros y el patio, y de la bestia que ahora se hallaba arriba, por temor a la cual me hallaba yo acurrucado en la oscuridad. El sonido de las patas cesó arriba, por lo que juzgué que el monstruo acababa de penetrar en el gran salón, donde yo no me atreví a entrar. Ahora era el momento de escapar en la oscuridad.

Me levanté con infinito cuidado y suavemente me deicé por el patio hacia la puerta que conducía al corredor. Pero cuando hube recorrido la mitad de la distancia, según calculé, choqué contra otra pared invisible y caí de espaldas, con lo cual el mango metálico de mi cuchillo de montaña golpeó con la hebilla de mi cinturón de manera estridente. ¡Pobre de mí! Había calculado equivocadamente la situación de la puerta, yendo directamente a chocar contra el muro. Y me quedé tendido, inmóvil, mientras un temor helado me sobrecogía de improviso.

Entonces, pad, pad..., las amortiguadas pisadas del monstruo én el descansillo, y luego un momento de silencio. ¿Podría verme desde arriba? ¿Podría? Por un instante, alenté cierta esperanza, al no escuchar ningún rumor, pero no tardé en saber que la muerte me tenía asida por la garganta ya que, pad, pad..., el monstruo empezó a descender al patio.

Al oír aquellas pisadas perdí el último vestigio de control y poniéndome apresuradamente de pie volé de nuevo hacia la puerta. ¡Plaf! Otra pared... Me eché a temblar. Ahora no oía ninguna pisada y con la máxima quietud de que fui capaz volví a cruzar el patio en otra dirección, sin saber si sería la acertada, ya que todas mis ideas estaban confundidas, lo mismo que mi sentido de la orientación. ¡Dios mío, qué juego más inverosímil el que tuvo lugar en aquel condenado círculo de arena! Pero ningún sonido procedía ya del misterioso monstruo y la esperanza volvió a anidar en mi corazón. Y con espantosa ironía, fue en aquel preciso momento cuando ful a parar de bruces contra el monstruoso ser. Mis extendidas manos tocaron y asieron lo que debía ser uno de sus miembros, grueso, helado y peludo, que instantáneamente se zafó de mis manos, asiéndome a su vez, mientras otro miembro y otro y otro hacían presa en mí. El monstruo había permanecido inmóvil, esperando que fuese ya a su encuentro: ¡el drama de la araña y la mosca!

El invisible ser sólo pudo sujetarme un momento, ya que me sentí tan lleno de horror que logré libertarme y huí enloquecido por el patio, tropezando con el primer peldaño de la escalinata. Subí y mientras corría oí la persecución de la bestia. Continué subiendo y ya en el rellano me cogí a la barandilla, ya que si caía desde arriba ello hubiera significado la muerte. Pero bajo mis manos, el pasamanos se movía, por lo que intuí que uno de los grandes bloques que evidentemente lo formaban se había aflojado y podía soltarse. Lo apresé con todas mis fuerzas y fui trastabillando por el descansillo con el bloque entre mis brazos, hacia el comienzo de la escalera. Creo que dos hombres apenas habrían podido levantarlo, pero yo hice más en aquel súbito acceso de loco frenesí, ya que cuando oí los pasos del monstruo en la escalinata, levanté el bloque, invisible como es natural, por encima de mi cabeza, y lo envié rodando por los peldaños hacia el lugar donde calculé que se hallaba el dios en aquel momento.

Por un instante después del lanzamiento reinó el silencio, pero después empezó a sonar como un bajo canturreo, que acabó por convertirse en un clamoroso zumbido. Y al mismo tiempo, en un lugar situado aproximadamente a mitad de la escalinata, donde había ido a parar el bloque de piedra, un líquido purpúreo pareció manar del aire, dando forma a unos cuantos de los invisibles peldaños a medida que los inundaba, y delineando asimismo el bloque arrojado por mí, así como un enorme miembro peludo que se hallaba aplastado debajo, del cual manaba el líquido que no era otra cosa que la sangre del monstruo. No lo había matado, pero el bloque lo mantenía prisionero.

Hubo como una agitación en la escalinata y el arroyuelo purpúreo corrió con más fluidez, y gracias a la silueta de sus charcos divisé, borrosamente, el monstruoso dios que Mamurth conoció en épocas pasadas. Era como una araña gigante, con unas patas angulosas de varios metros de longitud, y un cuerpo sumamente velludo y repelente. Me pregunté si el monstruo era visible por la sangre que le daba vida, precisamente cuando ésta era derramada. Si así era no supe comprender el motivo de tal anomalía. Tan pronto como vislumbré aquella estremecedora visión, me apresuré a descender. Cuando pasé junto a la araña, el intolerable olor de un insecto aplastado casi me mareó, y al verme, el animal realizó frenéticos esfuerzos para libertarse. Pero no pudo, por lo que llegué sano y salvo abajo, temblando y sin poder apenas andar.

Atravesé el patio en línea recta y corrí apresuradamente por el corredor y después por la amplia avenida, hasta pasar por entre las dos colosales estatuas. La luz de la Luna incidía en ellas, y las tablillas de las inscripciones resplandecían en los zócalos, con sus extraños símbolos y sus arañas. ¡Pero ahora ya comprendía el mensaje! Afortunadamente, los camellos estaban vagando entre las ruinas, ya que de haberse hallado en las proximidades del templo no habría tenido valor para ir en su busca. Toda la noche cabalgué hacia el Norte y cuando amaneció no me detuve, sino que continué la marcha en la misma dirección. Al llegar al paso de la montaña, un camello tropezó y cayó, con lo cual se derramó toda mi provisión de agua. No quedó ni una sola gota, pero seguí yendo hacia el Norte, sacrificando al otro camello con mi velocidad, por lo que tuve que proseguir a pie, tambaleándome. Me arrastré a gatas cuando mis piernas se negaron a sostenerme, siempre hacia el Norte, alejándose de aquel templo del mal y de su perverso dios. Y esta noche no sé cuántos kilómetros he andado arrastrándome hasta que divisé su fogata. Y esto es todo.

Estaba tendido de espaldas, agotado, y Mitchel y yo nos contemplamos mutuamente a la luz de la fogata. Después, incorporándose, Mitchel fue hasta el límite de nuestro campamento y estuvo mirando largo tiempo el camino hacia el sur. Ignoro cuáles eran sus pensamientos. Yo meditaba por mi parte mientras contemplaba al hombre que yacía junto a la fogata. Falleció a la mañana siguiente, murmurando incoherencias referentes a los muros que le rodeaban. Envolvimos su cuerpo cuidadosamente y llevándolo con nosotros nos abrimos paso por el desierto. En Argel cablegrafiamos a los amigos cuya dirección habíamos encontrado en en cinturón donde guardaba el dinero, y les enviamos el cadáver, ya que tal fue su última petición. Más adelante, nos escribieron, contándonos que lo habían enterrado en el pequeño cementerio del pueblo de Nueva Inglaterra de donde era natural. No sé si su eterno descanso se verá perturbado por los sueños del templo del mal del que huyó. Ruego para que así no sea. Muy a menudo, Mitchel y yo hemos discutido este tema, en nuestros campamentos solitarios y en las posadas de las ciudades costeras. ¿Mató el arqueólogo al invisible monstruo, y éste yace ahora, como un desdichado resto, bajo el bloque de piedra de la escalinata? ¿O consiguió liberarse y sigue vagando por el desierto, morando de noche en el amplio templo, tan invisible como él?

¿O verosímilmente, estaba aquel pobre hombre completamente loco por el calor y la sed del desierto, y su relato no fue más que el producto de su exaltada fantasía? En realidad, no sé qué pensar. Creo que nos contó la verdad, pero no puedo saberlo. Ni lo sabré jamás, ya que Mitchel y yo hemos decidido no aventurarnos nunca en el lugar del desierto donde el antiguo dios puede todavía estar viviendo, en medio de los patios y torreones invisibles, al otro lado de la invisible muralla.

Edmond Hamilton (1904-1977)




Relatos góticos. I Relatos de Edmond Hamilton.


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El análisis y resumen del cuento de Edmond Hamilton: El monstruo de Mamurth (The Monster-God of Mamurth), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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