«El tesoro del abad Thomas»: M.R. James; relato y análisis


«El tesoro del abad Thomas»: M.R. James; relato y análisis.




El tesoro del abad Thomas (The Treasure of Abbot Thomas) es un relato de fantasmas del escritor inglés M.R. James (1862-1936), publicado en la antología de 1904: Historias de fantasmas de un anticuario (Ghost Stories of an Antiquary).

El tesoro del abad Thomas relata la historia del reverendo Somerton, un erudito medievalista, quien decide narrar cómo descubrió las inquietantes pistas del tesoro de un desgraciado abad mientras investigaba en la biblioteca de la abadía.

El vínculo entre el horror y los sitios sagrados, particularmente las iglesias, abadías y monasterios, es algo que acompaña a este autor —también erudito, también medievalista— a lo largo de toda su obra, e incluso de su vida personal; sobre todo si tomamos por cierta la anécdota de M.R. James y el demonio de la catedral: un suceso tan inquietante como real.




El tesoro del abad Thomas.
The Treasure of Abbot Thomas,; M.R. James (1862-1936)

Verum usque in praesentem diem multa garriunt inter se Canonici de abscondito quodam istius Abbatis Thomae thesauro, quem saepe, quanquam adhuc incassum, quaesiverunt Steinfeldenses. Ipsum enim Thomam adhuc florida in aetate existentem ingentem auri massam circa monasterium defodisse perhibent; de quo multoties interrogatus ubi esset, cum risu respondere solitus erat: Job, Johannes, et Zacharias vel vobis vel posteris indicabunt; idemque aliquando adiicere se inventuris minime invisurum. Inter alia huius Abbatis opera, hoc memoria praecipue dignum iudico quod fenestram magnam in orientali parte alae australis in ecclesia sua imaginibus optime in vitro depictis impleverit: id quod et ipsius effigies et insignia ibidem posita demonstrant. Domum quoque Abbatialem fere totam restauravit: puteo in atrio ipsius effosso et lapidibus marmoreis pulchre caelatis exornato. Decessit autem, morte aliquantulum subitanea perculsus, aetatis suae anno lxxiido, incarnationis vero Dominicae mdxxixo.

Supongo que debo traducir esto —se dijo el anticuario, al tiempo que terminaba de copiar las líneas citadas de un libro extremadamente raro, el Sertum Steinfeldense Norbertinum. Rápidamente transcribió las siguientes líneas:

Al presente día hay muchos rumores entre los canónigos acerca el tesoro oculto del Abad Thomas, por el cual muchos de Steinfeld han realizado búsquedas que hasta ahora han sido en vano. La historia es que Thomas, mientras estaba en la flor de su vida, ocultó cierta cantidad de oro en algún lado del monasterio. Siempre que era interrogado acerca del lugar, respondía: Job, Juan y Zacarías te lo dirán, a tí o a tus descendientes. A veces añadía que no sentiría resentimiento contra quien o quienes pudieran encontrarlo. Entre los trabajos llevados a cabo por este Abad puedo mencionar en especial la cobertura de la gran ventana de la parte este de la nave sur de la iglesia con figuras admirablemente pintadas en el vidrio, tales como su efigie y escudo de armas. También restauró toda la residencia del Abad, e hizo una fuente, que adornó con bellos bajorrelieves en mármol. Murió súbitamente, en el año setenta y dos de su vida, Año del Señor de 1529.

Hasta ese momento el anticuario solo tenía como meta la investigación de las ventanas pintadas de la Abadía de Steinfeld. Poco después de la Revolución, una gran cantidad de vitrales pintados fueron transportados de monasterios clausurados de Alemania y Bélgica a este país, y tal vez hoy adornen varias catedrales o capillas privadas. La Abadía de Steinfeld estaba entre las involuntarias contribuyentes a nuestras posesiones artísticas (citando el ponderoso preámbulo del libro que el anticuario escribía), y la mayoría de los vitrales puede ser identificada sin mucha dificultad gracias a las numerosas inscripciones o bien a los varios ciclos narrativos bien definidos que representan las imágenes.

El pasaje con el que se inicia esta historia puso al anticuario tras otra meta. En una capilla privada él había visto tres figuras grandes, cada una de las cuales ocupaba un panel entero en una ventana. Era el evidente trabajo de un artista, tal vez un alemán del Siglo XVI. Pero la ubicación exacta era un verdadero rompecabezas. Representaban al patriarca Job, a Juan el evangelista y al profeta Zacarías, y cada uno tenía un libro o pergamino, con una sentencia de sus escritos. El anticuario había notado el detalle, y se había interesado por algunas diferencias entre las citas y los textos de la Vulgata que había examinado. De tal manera, el pergamino que tenía Job en su mano, decía: Auro est locus in quo absconditur (en vez de conflatur) (Hay un lugar en que el oro está oculto); en el libro de Juan decía: Habent in vestimentis suis scripturam quam nemo novit (Tienen en su vestimenta un escrito que ningún hombre conocía) (en vez de in vestimento scriptum, las siguientes palabras están tomadas de otro verso); y lo de Zacarías decía: Super lapidem unum septem oculi sunt (Bajo una piedra hay siete ojos), que era la única sin alteraciones.

Una triste perplejidad embargaba al investigador, ante la duda sobre el motivo que había para tener a estos tres personajes juntos en una misma ventana. No había ninguna conexión entre ellos, histórica, simbólica o doctrinaria, y la única suposición era la de que tal vez ese vitral había formado parte de una amplia colección de profetas y apóstoles, que quizás ocuparon las ventanas del clerestorio de alguna iglesia espaciosa. Pero el pasaje del Sertum había alterado la situación, poniendo en boca del Abad Thomas Von Eschenhausen de Steinfeld los nombres de los mismos tres personajes que estaban en el vitral de la capilla privada de Lord D... y que este Abad había mandado a hacer vitrales en la nave sur de su Abadía cerca del año 1520. No era muy temerario suponer que esas tres figuras pudieron ser parte de los vitrales del Abad Thomas, y tal suposición podía ser evacuada a través de algún exámen cuidadoso de los vitrales. Y, ya que el Sr. Somerton era un hombre con mucho tiempo libre, se decidió a realizar sin mayor dilación una peregrinación a la capilla. Y su conjetura fue confirmada por completo. No solo que el estilo y técnica coincidía perfectamente con la época y lugar requeridos, sino que encontró otra ventana de la capilla que tenía un vitral, y que había sido adquirida con el de las figuras, y este vitral contenía el escudo de armas del Abad Thomas Von Eschenhausen.

A intervalos durante sus investigaciones, el Sr. Somerton se dejaba llevar por el rumor acerca del tesoro oculto y, en tanto pensaba en el tema, se hacía más y más obvio que si el Abad quiso decir algo con esas enigmáticas respuestas, quizás fuera que el secreto tenía relación con esa ventana que había puesto en la iglesia. Eran innegable, además, que la primera de las citas en los pergaminos de la ventana debía ser tomada como referencia al tesoro oculto. El Sr. Somerton anotó con cuidado cada detalle para elucidar el acertijo que —estaba seguro— el Abad había dejado para la posteridad. Al regresar a su casa de Berkshire se consumió toda una pinta de aceite de lámpara estudiando sus dibujos y croquis. Después de dos o tres semanas, un día el Sr. Somerton anunció a su jefe que partiría a un corto viaje, a un lugar al que, por el momento, no lo seguiremos.

Siendo una hermosa mañana de otoño, el Sr. Gregory, rector de Parsbury, había salido antes del desayuno, para ir en busca del cartero y aspirar un poco de fresco. Y no fracasó en ninguno de sus dos propósitos. Antes que pudiera responder más de diez u once de las preguntas de diversos rubros planteadas desde su tierno corazón por uno de sus hijos, quien le acompañaba, vio venir al cartero; y entre los paquetes de esa mañana había una carta que tenía un sellado del extranjero (con una estampilla que sería objeto de entusiasta competencia entre los jóvenes Gregory), y estaba escrita en un inglés simple y ordinario. Cuando el rector la abrió, y vio la firma, comprendió que era el valet confidencial de su amigo, el Sr. Somerton.


Honorabe Señor,
Estoy en gran ansiedad por mi Maestro, le escribo para rogarle Señor, si usted seria tan amable de venir. El Maestro tuvo un ataque y esta en cama. Nunca lo vi asi antes nada puede servir, solo usted. El Maestro dice que la mejor manera de venir aqui es conducir a Cobblince y luego tomar el atajo. Espero poder servirlo, pero muy confundido ansiedad y temor por la noches. Si tengo valor sera un placer poder ver a un honesto rostro britanico entre tantos estranjeros.

Su seguro servidor, William Brown.
P.D: El nombre del pueblo es Steenfeld.


Imagínese el lector la sorpresa, confusión y prisa por los preparativos en la que incursionó el receptor de tal carta, un apacible personaje de Berkshire en el año de gracia de 1859. Digamos que tomó un tren en el curso del mismo día, y que pudo hacerse de un camarote en el barco a Amberes, y de un compartimento en el tren a Coblenz. También logró conseguir un transporte desde esa ciudad a la pequeña Steinfeld.

Estoy en desventaja como narrador de esta historia, ya que nunca visité Steinfeld, y ninguno de los principales actores de este episodio fueron capaces de darme más que una vaga y funesta idea de su apariencia. Infiero que es un lugar pequeño, con una gran iglesia; un cierto número de grandes construcciones semiderruídas (la mayoría del siglo diecisiete) alrededor de esta iglesia. Tal y como en la mayoría de las abadías del Continente, la de Steinfeld había sido lujosamente reconstruída por sus habitantes de tal período. No me pareció que significara gastar mucho dinero el visitar tal lugar, por lo que creo que es quizás más atractivo que lo que creen tanto el Sr. Somerton o el Sr. Gregory; es evidentemente poco, si nada, lo realmente interesante que ver, excepto, tal vez, una cosa, que no me gustaría ver.

La posada donde el caballero inglés y su sirviente se alojaron es, o era, la única en el pueblo. El Sr. Gregory fue llevado ahí por su cochero, y se encontró al Sr. Brown esperándolo en la puerta. Al Sr. Brown, que en su hogar de Berkshire era modelo de esa impasible y barbuda raza que son los valets confidenciales, ahora se lo veía fuera de su elemento, ansioso, casi irritable y todo menos controlador de la situación. Su placer ante la vista del honesto rostro británico de su rector fue inconmensurable, pero no tenía palabras más que las que dijo:

—Estoy agradecido de verlo señor. Y estoy seguro que mi maestro también, Señor.

—¿Cómo está su señor, Brown? —preguntó el Sr. Gregory.

—Creo que está mejor, Señor, gracias; pero tuvo unos días espantosos. Espero que pueda dormir ahora, pero...

—¿Qué le ha pasado, que no lo nombra en su carta? ¿Fue un accidente?

—Bueno, Señor, no se si sea mejor hablar de ello. El Señor fue muy particular y quiere decírselo él mismo. Pero tranquilo, no tiene huesos rotos, de eso tenemos que estar agradecidos.

—¿Qué dijo el doctor? —preguntó el Sr. Gregory.

Para este momento ambos estaban cerca de la puerta de la habitación del Sr. Somerton, y hablaban en tono bajo. El Sr. Gregory, que estaba enfrente, iba a abrir la puerta y pasó los dedos por sobre el panel, y, antes que Brown pudiera decir nada, se escuchó un terrible grito proveniente del interior de la habitación.

—En el nombre de Dios, ¿quién está ahí? —fueron las primeras palabras que escucharon— ¿Brown, eres tu?

—Sí, Señor, soy yo Señor, y el Sr. Gregory —se apresuró a responder Brown, y hubo un audible gemido a modo de réplica.

Ingresaron al cuarto, que estaba oscureciéndose y el Sr. Gregory vio, con piedad, como la cara de su amigo, que usualmente era calma, ahora estaba transfigurada y humecedida por lágrimas de temor. Sentado en una cama, agitaba una mano para recibirlo.

—Es bueno verlo, mi querido Gregory —fue la réplica a la primera pregunta del Rector, y fue una palpable verdad.

Luego de cinco minutos de conversación, el Sr. Somerton había vuelto a ser un hombre normal, más que aquel que Brown había descripto durante los últimos días. Se dio una más que respetable cena y acordó iniciar el regreso a Coblenz dentro de las próximas veinticuatro horas.

—Pero hay una cosa —dijo— que debo rogarle haga algo por mí, estimado Gregory. No —elevando su mano como para evitar toda posible interrupción—, no me pregunte que es. Aún no puedo explicárselo; me provocaría una recaída, y perdería todo lo que me reconfortó su visita. La única palabra que diré al respecto es que no corre riesgo alguno, y que Brown le mostrará mañana de que se trata. Es meramente guardar algo. No, no puedo hablar de ello aún. ¿Podría llamar a Brown?

—Bien, Somerton —dijo el Sr. Gregory, mientras cruzaba el cuarto hacia la puerta—, no voy a exigirle mayores explicaciones hasta que usted pueda darlas. Y si este asunto es tan sencillo como usted lo plantea, será un placer para mí terminarlo a primeras horas de la mañana.

—Ah, estaba seguro que lo haría, estimado Gregory; estaba seguro que podía confiar en usted. Le estoy más agradecido que lo que puedo expresarle. Aquí viene Brown. Brown, unas palabras.

—¿Debo irme? —preguntó el Sr. Gregory.

—No, estimado, no. Brown, la primera cosa que harás mañana por la mañana (no te preocupes que sea temprano, conozco a Gregory), será ir con el Rector a... ahí, ya sabes —Brown cabeceó, con expresión grave y ansiosa— y ambos harán aquello. No necesitás ni alarmarte; de día es perfectamente seguro. Sabes lo que quiero decir. Está en el escalón, donde lo dejamos —Brown tragó saliva una o dos veces, y movió la cabeza una o dos veces— Y sí, eso es todo. Solamente una palabra más, mi estimado Gregory. Si puedes omitir el hacer preguntas a Brown acerca de este asunto, así podré contarte yo mismo la historia, de comienzo a fin. Y ahora les deseo buenas noches. Brown estará conmigo, él duerme aquí, y si yo fuera tu, cerraría mi puerta con llave. Sí, haz eso mismo. Ellos, ellos lo hacen así... la gente de aquí, así es mejor. Buenas noches, buenas noches.

Se retiraron y si el Sr. Gregory se despertó una o dos veces durante las pocas horas que siguieron creyendo escuchar murmullos por debajo de su puerta cerrada; tal vez no fuera otra cosa que lo que un hombre tranquilo puede esperar estando en una cama extraña y en el medio de un misterio insondable. Pero, ciertamente escuchó tal sonido dos o tres veces entre la medianoche y el amanecer.

Se levantó con la salida del sol y salió en compañía del Sr. Brown. Perplejo ante el servicio que tenía que llevar a cabo para el Sr. Somerton, el que no fue dificultoso o alarmante, y que, luego de media hora desde su salida de la posada, estuvo terminado. Lo que fue no puedo divulgar por ahora.

Más tarde, esa mañana, el Sr. Somerton, casi recuperado por completo, accedió a salir de Steinfeld; a la noche del mismo día, en Coblenz o en alguna parada intermedia en el viaje, se detuvieron y brindó la explicación prometida. Brown estaba presente, pero cuanto del asunto fue claro a su comprensión, nunca lo diría, ni yo tampoco soy capaz de conjeturarlo.

Esta fue la historia del Sr. Somerton:

—Tu sabes, lo dos lo saben, que esta expedición fue llevada a cabo con el único propósito de investigar la conexión entre unos antiguos vitrales de la capilla privada de Lord D...; bueno, el punto inicial de todo el asunto reside en este pasaje de un viejo libro impreso, sobre el que les pediré vuestra atención.

Y en ese momento, el Sr. Somerton entró cuidadosamente en un terreno que ya nos resultaba más conocido.

—En mi segunda visita a la capilla —continuó— mi objeto fue el de tomar nota de todo detalle acerca de las figuras, las letras, las marcas del vidrio y hasta los rasguños accidentales. El primer punto que abordé fue el de los textos de los pergaminos. No tenía dudas que el primero, aquel que tenía el personaje de Job (Hay un lugar en que el oro está oculto), con esa alteración intencional, se refería al tesoro; así que el siguiente (el de San Juan), el que rezaba Tienen en su vestimenta un escrito que ningún hombre conocía, me planteó la pregunta que cualquier hombre se hubiera hecho: ¿tienen estos personajes algún mensaje en sus vestiduras? A primera vista no podía ver ninguna; cada uno de los tres tenían bordes negros en sus mantos, lo que era un detalle conspicuo y hasta desagradable en el vitral.

»Estaba desconcertado, si no fuera por un toque de suerte, quizás hubiera dejado la investigación donde los Cánones de Steinfeld la habían dejado antes de mí. Pasó que había una buena capa de polvillo en la superficie del vitral, y Lord D... vino justo a la Capilla, notando mis manos ennegrecidas, así que amáblemente insistió en ordenar a un sirviente que aseara el lugar. Supongo que había alguna pieza dura en la cepillo; en cualquier caso, cuando el criado limpió el borde de uno de los paneles, noté que dejó una larga brecha en uno de los mantos, que permitía ver una mancha amarilla. Dije al sirviente que suspendiera su trabajo por un momento y corrí a examinar más de cerca el lugar. La mancha amarilla no era una tal sino lo que había debajo de la gruesa capa de pintura negra, que evidentemente había sido aplicada luego de la elaboración del vidrio, y que fácilmente pudo ser raspado sin dañar el vitral. Una vez que hube bojado toda la pintura negra, créase o no, lo que encontré fueron dos o tres letras capitales de color amarillo sobre fondo claro. Por supuesto, estaba que no me podía contener en mi felicidad.

»Le conté a Lord D... que había hallado una inscripción que creía podía ser muy interesante, y le rogué me permitiera remover el resto de la pintura. No tuvo ningún inconveniente y me dio libertad para hacer cuanto me placiera, pero luego, como tenía un compromiso, se vio obligado a marcharse y dejarme solo. Me puse a trabajar y, luego de un par de horas, fácilmente había podido remover toda la pintura, ajada por los años, de los tres paneles. Cada una de las figuras tenía, tal y como la susodicha inscripción decía: en su vestimenta un escrito que ningún hombre conocía.

Este descubrimiento, por supuesto, me dio la absoluta certeza que estaba en la pista correcta. Y bien, ¿cuál era la inscripción? Mientras limpiaba el vitral me daba desazón no poder leer la inscripción, salvo hasta que completé mi labor y quité toda la pintura. Y, mi estimado Gregory, le aseguro que casi grité de decepción, cuando lei el fárrago de letras que parecían ser el resultado de mezclarlas en un sombrero:


Job. DREVICIOPEDMOOMSMVIVLISLCAVIBASBATAOVT
San John. RDIIEAMRLESIPVSPODSEEIRSETTAAESGIAVVNR
Zacarías. FTEEAILNQDPVAIVMTLEEATTOHIOONVMCAAT.H.Q.E


»Esa sensación no me duró más que los primeros minutos. Entendí casi al instante que estaba lidiando con un mensaje cifrado o un criptograma; y deduje que no debería ser muy complejo, dado su antiguedad. Así que copié las letras con el mayor de los cuidados. Otro pequeño detalle fue el proceso con el que confirmé mi teoría sobre el cifrado. Luego de copiar las letras de la túnica de Job, las conté para ver si me había olvidado de alguna. Había treinta y ocho; y ni bien terminé, noté un pequeño rasguño en el extremo del borde. Simplemente era el número XXXVIII en numerales romanos. Para acortar el relato, había una nota similar en cada uno de los paneles; y eso me dio la seguridad de que el supuesto pintor había seguido las estrictas órdenes del Abad Thomas sobre la inscripción, y se había tomado sus molestias en ello.

»Bien, luego de ese descubrimiento se podrá imaginar cuan minuciosamente recorrí la superficie del vidrio en busca de más indicios. Por supuesto, no olvidé la inscripción del rollo de Zacarías ("Bajo una piedra hay siete ojos"), pero rápidamente intuí que esto debería referirse a la marca en alguna roca que debería encontrarse in situ, donde el tesoro estuviera oculto. Para abreviar, tomé todas las notas y dibujos que pude, y luego volví a Parsbury para trabajar en los mismos. ¡Ah, las agonías que pasé! Al principio estaba muy lúcido, y creía por seguro que la clave la hallaría en alguno de los viejos libros de secretos. La Steganographia, de Joachim Trithemius, un antiguo contemporáneo del Abad Thomas, me parecío muy prometedora; así que me hice de tal volumen, lo mismo que la Cryptographia de Selenio, De Augmentis Scientiarum, de Bacon, y algunos más. Pero no pude encontrar nada.

»Luego traté con el principio de la "letra más frecuente", tomando primero el latín y luego el alemán como base. Eso tampoco sirvió de mucho. Luego volví sobre el vitral en sí, y releí todas mis notas, esperando casi contra toda esperanza que el Abad pudiera haber suministrado algo que fuera la clave que estaba buscando. No saqué nada del color o los patrones de las túnicas. No había ningún paisaje de fondo con objetos subsidiarios; no había nada en las marquesinas. Me pareció que la última fuente posible serían las actitudes de las figuras. Job: con el pergamino en la mano izquierda, el dedo índice de la mano derecha extendido. Juan: con el libro de inscripciones en la mano izquierda y la mano derecha, con dos dedos alzados, en actitud de bendecir. Zacarías: el pergamino en la izquierda, la mano derecha alzada, tal como Job, pero con tres dedos levantados. En otras palabras, Job tenía un solo dedo extendido, Juan tenía dos y Zacarías tenía tres. ¿Tal vez eso sería alguna clave? Mi estimado Gregory —dijo el Sr. Somerton, bajando su mano en la rodilla de su amigo—, esa era la clave. Al principio no entendía bien, pero luego de dos o tres pruebas, lo vi claramente. Después de la primera letra en la inscripción, tomas una letra, luego tomas dos, y luego tomas tres. Veamos ahora los resultados. Subrayé las letras seleccionadas que forman palabras:


DREVICIOPEDMOOMSMVIVLISLCAVIBASBATAOVT
RDIIEAMRLESIPVSPODSEEIRSETTAAESGIAVNNR
TEEAILNQDPVAIVMTLEEATTOHIOONVMCAAT.H.Q.E.


»¿Lo ves? "Decem millia auri reposita sunt in puteo in at..." es decir, "Diez mil [piezas] de oro son puestas en una fuente en at...", a lo que continúa una palabra incompleta. Intenté el mismo proceso con las letras restantes, pero no funcionó, y imaginé que tal vez la presencia de puntos en las últimas letras fueran señal de alguna alteración en el método. ¿No había aquí alguna alusión a la fuente del Abad Thomas en el "Sertum"? Sí, había una: construyó una "puteus in atrio" (una fuente en el patio). Por supuesto esa fue mi palabra 'atrio'. El siguiente paso fue copiar las letras remanentes de la inscripción, omitiendo aquellas que ya habíamos usado. Eso me arrojó este resultado.


RVIIOPDOOSMVVISCAVBSBTAOTDIEAMLSIVSPDEERS
ETAEGIANRFEEALQDVAIMLEATTHOOVMCA.H.Q.E.


»Sabía que las primeras tres letras eran nominalmente, 'rio', que era lo que necesitaba para completar la palabra 'atrio'; y, como verán, esas letras se pueden encontrar entre las primeras cinco. Lo que me confundió un poco al principio fue la concurrencia de dos 'i', pero pronto vi que cada letra alternativa tenía que ser tomada en el resto de la inscripción. Pueden hacerlo por ustedes mismos; el resultado, continuando donde la primera ronda nos dejó, fue este: rio domus abbatialis de Steinfeld a me, Thoma, qui posui custodem super ea. Gare à qui la touche.

»Así que el mensaje secreto era: : diez mil piezas de oro son puestas en la fuente del patio de la casa del Abad en Steinfeld, por mí, Thomas, dejando un guardián sobre eso. Gare à qui la touche.

»Las últimas palabras, debo decir, son un dicho que acostumbraba a decir el Abad Thomas. La encontré en su escudo de armas en otra pieza de vidrio de Lord D... y la incluyó en su criptograma, a pesar que no encaja gramaticalmente.

Entonces, ¿mi estimado Gregory, qué se habría tentado en hacer cualquier ser humano en mi lugar? ¿Empacar, como hice yo, y viajar a Steinfeld, para buscar el secreto de la fuente? No creo que nadie pudiera negarse, ya que yo mismo no pude. No necesito decirte que al llegar a Steinfeld me instalé en la posada donde me encontraste. Sí debo decirte que no me sentía libre de presentimientos, de desazón por un lado, y de peligro por el otro. Siempre existía la posibilidad de que la fuente del Abad Thomas hubiera sido quitada, o que alguien, tal vez ignorante de los criptogramas y guiado solo por su suerte, hubiera tropezado con el tesoro mucho antes de mi llegada. Y por fin —hubo una muy perceptible agitación en la voz del narrador en este punto—, yo no me sentía del todo tranquilo, obviamente en referencia a la implicancia de las palabras acerca del guardián del tesoro. Pero, si no te importa, no hablaré sobre este detalle... hasta que sea completamente necesario.

»A la primera oportunidad, Brown y yo comenzamos a explorar el lugar. Me vi naturalmente interesado en los restos de la abadía, y no pude evitar echar una visita a la iglesia. Me interesó ver las ventanas donde los vitrales habían estado originalmente, y pasear por la parte este de la nave sur de la iglesia. En el camino me topé con algunos fragmentos y escudos de armas interesantes, incluso el del Abad Thomas, junto a una pequeña figura que tenía un pergamino en el que se leía: "Oculos habent, et non videbunt" (tienen ojos, pero no verán), del que tomé nota.

»Pero, por supuesto, el objetivo principal era encontrar la casa del Abad. No había un lugar prescripto, hasta donde sabíamos, en el plano de un monasterio. No hay un lugar prestablecido para ello, al contrario de la casa capitular, que suelen levantarse en la parte oriental del claustro, o, como el lugar donde están los dormitorios, que deben comunicarse con el ala central de la iglesia. Creía que si hacía muchas preguntas podía hacer recordar memorias olvidadas del tesoro, así que intenté encontrarlo por mí mismo. No era una búsqueda muy dificultosa. El lugar era ese patio de tres lados al sur de la iglesia, con pilas de construcciones alrededor, hierba entre el pavimento, que tu viste a la mañana. Y me esperanzó el hecho de que el sitio estaba muy abandonado, y que no estaba muy lejos de nuestra posada ni cercana a ninguna casa habitada; solo había vergeles y dehesas en la pendiente este de la iglesia. ¡Cómo brillaban las piedras el martes por la tarde, en ese atardecer húmedo que tuvimos!

»Luego, ¿qué había acerca de la fuente? No había muchas dudas al respecto, tal y como habrás podido verlo. Es una cosa realmente notable. Creo que el borde es de mármol italiano, y tal vez del mismo origen sea el cincelado. Tenía las figuras, tal vez los recordarás, de Eleazar y Rebecca, y estaba Jacob abriendo la fuente para Raquel. Supuse que el Abad, como una forma de preservación, se había abstenido de cualquiera de sus inscripciones alusivas.

»Examiné con sumo interés toda la estructura, por supuesto, una fuente de forma de rectángulo, un arco encima de esta, con una polea por la que bajaba la soga, aún en buena condición, quizás por haber sido utilizada unos sesenta años atrás, o menos, pero no recientemente. Luego estaba la cuestión de la profundidad del pozo y el acceso a su interior. Supuse que había unos sesenta o setenta pies hasta el fondo; y por lo otro, creí lógico que si el Abad hubiera querido guiar a los eventuales buscadores de su tesoro, habría dejado grandes bloques de piedra unidos en la mampostería, con una escalera en forma de caracol alrededor de la fuente.

»Era demasiado bueno para ser verdad. Me pregunté si sería una trampa, si las rocas hubieran sido dispuestas de manera que hubiera peligro que se inclinaran al serles apoyado un peso encima; pero hice algunas pruebas y me parecieron (realmente estaban) perfectamente firmes. Por supuesto, decidí que, junto con Brown, haríamos una expedición esa misma noche.

»Estaba bien preparado. Sabía el tipo de lugar que íbamos a explorar, y me había hecho de una soga lo suficientemente extensa, de una banda trenzada para rodear mi cuerpo, travesaños para sujetarme y linternas, candiles y palancas, todo lo cuál cabía en un único maletín de manera de no suscitar sospecha. La longitud de la soga era satisfactoria y la polea que sujetaba la cubeta estaba en buen estado. Regresamos a casa para comer.

»Tuve una pequeña conversación con el posadero, y vi que no se sorprendió de mi intención de salir a dar un paseo con mi asistente a las nueve, para hacer (¡Dios me perdone!) un dibujo de la abadía a la luz de la luna. No le hice ningún comentario del pozo, y tampoco lo haré ahora. Creí saber lo mismo sobre ello que cualquier otro habitante de Steinfeld: al menos —dijo con un estremecimiento— no quiero saber más nada.

»Ahora vamos a la situación crítica y, a lo que me estremece con solo pensarlo. Creo estar seguro, Gregory, que será mejor para mí recordar los hechos tal y como pasaron. Comenzamos, Brown y yo, cerca de las nueve con nuestro maletín, y sin atraer la atención; pudimos salir por el patio de la posada y cruzamos el pueblo por una callejuela por la que, luego de cinco minutos, estábamos en el lugar. Nos sentamos durante un rato en el borde del pozo, con lo que nos aseguramos que nadie estaba rondando o espiando. Todo lo que escuchamos fueron algunos caballos comiendo hierba más allá de nuestra vista. Estábamos perfectamente de incógnito en aquel sitio, y teníamos plena iluminación de la luna llena, lo que nos permitió enrollar nuestra cuerda por completo en la polea. Después me aseguré la banda trenzada en mi cuerpo, por debajo de los brazos. Aseguramos un extremo de la cuerda a una anilla, en la roca. Brown tomó la linterna y me siguió; yo llevaba la palanca. Y así comenzamos a descender, con mucha cautela, asegurándonos de la firmeza de cada escalón antes de pisarlo, y examinando las paredes en busca de alguna marca.

»Venía contando los escalones a medida que bajábamos, y habiendo llegado al trigésimo octavo, comencé a notar una irregularidad en la superficie de la mampostería. A pesar que no había marcas, comencé a sentir algo extraño, y me preguntaba si el criptograma del Abad no hubiera sido un elaborado engaño. La escalera finalizaba a la altura del escalón cuadragésimo noveno, y comenzamos a desandar nuestros pasos. Cuando habíamos llegado al escalón trigésimo octavo —Brown, con la linterna, iba uno o dos pasos delante mío—, examiné la pequeña irregularidad en la piedra con toda mi atención; pero no había ni rastro que hubiera una marca.

»Entonces noté que la textura de la superficie parecía ser un poco más fina que la del resto, o al menos, ciertamente más alisada. Tal vez fuera cemento y no piedra. Le di un buen golpe con mi barra de hierro. El sonido producido fue hueco, sin lugar a dudas, pero claro, eso podía ser producto del lugar en que nos encontrábamos (en el fondo del pozo). Pero pasó algo más. Una lasca de cemento se desprendió bajo mi pie, y vi marcas en la piedra subyacente. Lo había encontrado, mi estimado Gregory; aún me siento orgulloso. Me tomó un par de paletadas quitar el cemento y vi una laja de piedra de unos dos pies de superficie, sobre la cual había una cruz socavada. Me sentí defraudado, pero solo por un momento. Fue Brown, que me reaseguró con una observación casual. Dijo, si mal no recuerdo: "Es una cruz divertida; parece como de muchos ojos."

»Le arrebaté la linterna y vi con inexplicable placer que la cruz estaba compuesta de siete ojos, cuatro en una línea vertical, y tres horizontales. El último de los rollos en la ventana estaba explicado de la manera que habíamos previsto. Esa era nuestra "piedra con siete ojos". Así como los datos del Abad habían sido exactos, en ese punto me resurgió la ansiedad acerca del "guardián", esta vez con inusitada fuerza. Sin embargo, aún no tenía en mente ninguna retirada.

»Sin darme tiempo para pensar, golpeé y quité el cemento alrededor de la piedra marcada y luego incrusté la palanca por el lado derecho de la piedra. Se movió de inmediato, vi que era un bloque delgado, y lo retiré manualmente. Guardaba la entrada a una cavidad. Lo levanté sin quebrarlo, y lo apoyé en el escalón, pensando en que podría ser importante reubicarlo. Esperé por varios minutos en ese lugar. No sabía porque, pero quería ver si saldría alguna cosa de ahí. Nada pasó, así que prendí un candil y, con mucha cautela, lo ubiqué en el interior de la cavidad, con la idea de quemar un poco de aire mefítico y echar un vistazo a lo que podría haber dentro. Casi se extinguió la llama por la pestilencia del aire dentro de la cavidad, pero luego se recuperó y se mantuvo encendida. El hueco seguía un breve trecho hacia el fondo, y también hacia ambos costados de la apertura, y pude ver algunos objetos redondeados que parecían ser bolsas o valijas. No tenía sentido seguir esperando, así que encaré la cavidad y miré en su interior. No había nada en el frente del hueco. Pasé mi brazo y comencé a palpar hacia la izquierda, con suma cautela...

»Brown, dame una copa de cognac. Continuaré en un momento, Gregory...

»Bien, comencé a palpar hacia la derecha y mis dedos tocaron algo curvo, que se sentía, más o menos, como cuero; era húmedo y evidentemente, parte de una cosa mucho mayor. Quiero recalcar que no había nada de que alarmarse. Me atreví a ponerle ambas manos encima y traerlo hacia mí. Era bastante pesado pero se movió más sencillamente de lo que esperaba. Una vez que lo acerqué a la entrada, mi codo izquierdo golpeó sin querer el candil y se apagó. Tenía la cosa frente a mí y comencé a sacarla. En ese momento Brown pegó una aguda exclamación y comenzó a correr escaleras arriba con la linterna. Te dirá sus motivos en un momento. Sorprendido como estaba, miré alrededor una vez que se marchó y lo vi quedarse un momento arriba y retroceder unas yardas. Luego lo escuché su señal en voz baja, "todo bien, señor," y comencé a mover el gran bulto, en completa oscuridad. Colgó por un instante al filo del hueco y luego lo deslicé hacia mi pecho. En ese momento unos brazos me rodearon el cuello.

»Mi estimado Gregory, te estoy diciendo la verdad exacta. Creo que ahora sí estoy familiarizado con el extremo terror y repulsión que un hombre puede experimentar sin llegar a perder su sano juicio. Solo puedo darte la mera descripción de la experiencia. Estaba conciente de un horrible olor a moho, y de un frío rostro que presionaba y se movía lentamente por encima del mío. Sentí varios (no tengo idea cuantos) brazos, piernas o tentáculos, o algo así, que trepaban por mi cuerpo. Grité, aullé, según Brown, como un animal, y caí varios peldaños desde donde estaba, y la criatura me siguió, supongo, por los mismos escalones. Providencialmente la banda se mantuvo firme. Brown no perdió su cabeza y tuvo la suficiente fuerza como para subirme desde la superficie y sacarme casi de inmediato. Como hizo tal cosa, no lo se, y creo que él tampoco podría explicarlo bien. Creo que pudo ocultar nuestros implementos en una desierta construcción que estaba cerca y, con gran dificultad, me llevó de regreso a la posada. No estaba en estado de dar explicaciones, y Brown no podía hablar en alemán; pero a la mañana siguiente dije a la gente que había sufrido una caída en las ruinas de la abadía o algo por el estilo, relato que, supongo, habrán creído. Y ahora, antes de continuar, me gustaría que escuches lo que Brown tiene para decirte sobre aquellos breves minutos. Brown, dile al rector lo que me dijiste.

—Bueno, señor —comenzó Brown, hablando bajo y de manera nerviosa—, todo pasó así. El amo estaba ocupado frente al agujero, y yo estaba teniendo la linterna y mirando, cuando escuché algo que caía al agua desde arriba. Miré para arriba y vi la cabeza de uno que estaba mirándonos. Supongo que dije algo, levanté la luz y corrí hacia arriba. Le di la luz justo en la cara. ¡Era una cara muy mala, señor, la más mala que jamás hubiera visto! Un viejo, con la cara muy arrugada y, según parecía, estaba riendo. Subí lo más rápido que pude y al llegar arriba, no había rastro de ninguna persona, aunque tampoco demoré tanto como para darle tiempo de ocultarse, menos un vejete, y me aseguré que no hubiera nadie agazapado tras el pozo, ni nada. Después escuché al amo pegar un grito horrible, y me asomé para ver que estaba colgando de la soga. Después, como dijo el amo, lo subí no se cómo.

—¿Escuchaste, Gregory? —dijo el Sr. Somerton— Ahora, ¿podrías aventurar alguna explicación del incidente?

—Todo el asunto es tan espeluznante y anormal que debo confesar que me deja totalmente desconcertado; se me ocurre la posibilidad de que... tal vez, la persona que te puso la trampa se quiso cerciorar del éxito de su plan.

—Tal cuál, Gregory, tal cuál. No puedo concluir en otra cosa más... probable, si es que podemos utilizar esa palabra en mi historia. Creo que tuvo que ser el abad... la verdad, que no tengo mucho más que contarte. Pasé una noche lamentable, Brown haciéndome compañía. Al día siguiente, no fue mejor, no podía levantarme; no tenía médicos a mano, aunque si los hubiera tenido, no creo que hubieran podido hacer mucho por mí. Le dije a Brown que te escribiera, y pasé una terrible noche más. Y, Gregory, de esto tengo plena certeza, ya que me afectó más que el primer susto, porque duró más tiempo: había algo o alguien que vigilaba detrás de mi puerta durante la noche entera. No eran solo los susurros que cada tanto oía, durante las horas de la noche, sino también esa fetidez, el espantoso olor a moho. Cada una de las prendas que llevaba esa primera noche, se las había dado a Brown para que se deshiciera de ellas. Creo que las quemó en la estufa de su habitación; y aún el olor seguía ahí, tan intenso como si estuviera dentro del pozo; y, lo que era peor, provenía de atrás de la puerta. Sin embargo, con las primeras luces del alba, se desvanecía, lo mismo que los sonidos; eso me convenció que la cosa o cosas que acechaban eran criaturas de la oscuridad, y que no podían tolerar la luz del día. O sea que si alguien podía poner nuevamente la piedra en su lugar, la o las cosas no podrían salir hasta que alguien la volviera a retirar de su lugar. Tenía que aguardar tu llegada para cumplir esa tarea. Por supuesto, yo no podía enviar a Brown solo, y tampoco podía encomendarle a nadie del lugar. Bueno, esa es toda la historia; y si no me crees, no puedo evitarlo. Pero me parece que lo harás.

—Realmente —dijo el Sr. Gregory— no veo otra alternativa. ¡Debo creerlo! Vi el pozo y la piedra con mis propios ojos, y, según creo, vi en el interior del hueco algo así como sacos. Y, para ser honesto contigo, Somerton, creo que anoche mi puerta también fue vigilada.

—Me atrevería a creerlo, Gregory; pero, gracias a Dios, todo terminó. ¿Tienes algo que decir acerca de tu visita a lugar tan abominable?

—Muy poco, Brown y yo fácilmente pudimos bajar y poner la piedra en su lugar, y él la aseguró y la dejó firme, con los hierros y cuñas que le encargaste. Luego untamos la superficie con lodo de manera que no se notaran las marcas y que pareciera parte del muro. Antes de irme advertí algo en el bajorrelieve, que creo se te pasó por alto. Era una forma horrible y grotesca, más parecido a un batracio que a otra cosa, y tenía una inscripción de dos palabras: "Depositum custodi" (Cuida aquello que ha sido encomendado).


M.R. James (1862-1936)




Relatos góticos. I Relatos de M. R. James.


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El análisis y resumen del cuento de M.R. James: El tesoro del abad Thomas (The Treassure of Abbot Thomas), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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