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«La sombra en el rincón: Mary Elizabeth Braddon; relato y análisis


«La sombra en el rincón: Mary Elizabeth Braddon; relato y análisis.




La sombra en el rincón (The Shadow in the Corner) es un relato de fantasmas de la escritora inglesa Mary Elizabeth Braddon (1835-1915), publicado originalmente en la edición de verano de 1879 de la revista All the Year Round, y luego reeditado en la antología de 1986: El libro de Oxford de relatos ingleses de fantasmas (Oxford Book of English Ghost Stories).

La sombra en el rincón, uno de los cuentos de Mary Elizabeth Braddon más celebrados, relata la historia de un hombre acaudalado y su grupo de sirvientes, quienes son acechados por una misteriosa entidad paranormal. Se trata, en esencia, del relato de una casa embrujada como consecuencia de un suicidio cometido en el ático; sin embargo, la historia también nos ofrece otra posibilidad, acaso exigua para el horror pero sumamente inquietante desde la perspectiva de las clases altas de la era victoriana.

En La sombra en el rincón, M.E. Braddon utiliza todos los elementos del relato de fantasmas del siglo XIX para hablar de lo que realmente aterrorizaba a sus lectores: la rebelión de las clases trabajadoras. Tal es así que la verdadera fuente del horror en el relato no tiene demasiado que ver con seres sobrenaturales, sino con la sugestión de que los sirvientes acaso empiecen a controlar a su amo.

En este sentido, es lícito pensar que La sombra en el rincón es una metáfora del conflicto de clases. Sin embargo, funciona perfectamente como relato paranormal, con ingredientes clásicos del género y otros bastante novedosos para la época.




La sombra en el rincón.
The Shadow in the Corner, M.E. Braddon (1835-1915)

La granja Wildheat estaba un poco alejada de la carretera, con una franja de brezal yermo y unos pocos abetos altos por único abrigo. Era una casa solitaria en un camino solitario, que atravesaba un baldío de campos arenosos en dirección a la costa; y era una casa que disfrutaba de mala fama entre los lugareños de la aldea de Holcroft, el lugar habitado más próximo. No obstante, era una buena casa antigua, construida en su mayor parte en tiempos en que no se escatimaba la piedra ni la madera: una buena casa antigua de piedra grisácea, con muchos gabletes, anchos asientos junto a las ventanas y amplia escalera, largos y oscuros pasadizos, puertas disimuladas en rincones misteriosos, armarios tan grandes como algunas habitaciones modernas y bodegas donde hubiera podido emboscarse algún regimiento.

Esta antigua y espaciosa mansión estaba entregada a las ratas y los ratones, a la soledad y los ecos, sólo ocupada por tres personas de edad: Michael Bascom, cuyos antepasados habían sido importantes terratenientes de la región, y dos sirvientes, Daniel Skegg y su esposa, que estaban al servicio del propietario de aquella casa antigua y tétrica desde que éste dejó la universidad, donde había pasado quince años de su vida, cinco de estudiante y diez de profesor de ciencias naturales.

A los treinta y tres años, Michael Bascom tenía el aspecto de hombre de mediana edad; a los cincuenta y seis parecía, se movía y hablaba como un anciano. Durante aquel intervalo de veintitrés años había vivido solo en Wildheath Grange y los lugareños decían que la casa lo había convertido en lo que era. Se trataba de una suposición fantasiosa y supersticiosa de la gente, aunque no hubiera sido difícil rastrear una cierta afinidad entre el sombrío edificio gris y el hombre que lo habitaba. Ambos parecían alejados por igual de las preocupaciones normales y de los intereses humanos; ambos tenían un aire de profunda melancolía, fruto de la perpetua soledad; ambos presentaban la misma complexión física, el mismo aspecto de paulatino desmoronamiento.

Pero, aun siendo solitaria la vida que llevaba en Wildheath Grange, Michael Bascom no la hubiera alterado por ninguna razón. Le alegró cambiar el relativo aislamiento de las aulas universitarias por la ininterrumpida soledad de Wildheath. Sentía un fanático amor por la investigación científica y sus apacibles días discurrían llenos a rebosar de ocupaciones que rara vez dejaban de interesarle y satisfacerlo. Había períodos de depresión, momentos de duda, cuando la meta que perseguía le parecía inalcanzable y el entusiasmo flaqueaba en su interior. Afortunadamente, tales ocasiones eran escasas en su caso. Era un hombre de una tenacidad y una constancia que hubiera conducido al más alto pináculo de los logros, y que tal vez en último término le hubieran proporcionado gran renombre y fama universal, a no ser por la catástrofe que ensombreció el final de su sencilla existencia con un insuperable remordimiento.

Una mañana de otoño —cuando llevaba exactamente veintitrés años en Wildheath y sólo en los últimos tiempos había comenzado a percibir que su fiel mayordomo y sirviente, que era de mediana edad cuando lo contrató, estaba envejeciendo—, una abrupta exigencia por parte del propio Daniel Skegg interrumpió la hora del desayuno las meditaciones del señor Bascom sobre el último tratado de teoría atómica. El criado tenía por costumbre servir a su señor en el más absoluto silencio y la súbita irrupción de sus palabras fue casi tan sorprendente como si se hubiera puesto a hablar el busto de Sócrates que presidía la librería.

—No puedo callarlo —dijo Daniel—: Mi señora necesita una muchacha.

—¿Una qué? —preguntó el señor Bascom, sin levantar la vista de la línea que estaba leyendo.

—Una muchacha, una muchacha que vaya de un lado a otro y que friegue y la ayude. La pobre tiene las piernas cada vez más flojas. Ninguno de nosotros ha rejuvenecido en los últimos veintitrés años.

—¡Veinte años! —repitió Michael Bascom con desdén—. ¿Qué son veinte años en la formación de un estrato? ¿Qué son incluso en el crecimiento de un roble, en el enfriamiento de un volcán?

—Tal vez no sean muchos, pero se notan en los huesos de los seres humanos.

—Las manchas de manganeso que aparecen en ciertas calaveras indican, desde luego… —comenzó a decir el científico como en sueños.

—Con sólo tener mis huesos tan libres de reuma como hace veinte años —prosiguió Daniel, irritado— a lo mejor tomaba a la ligera esos veinte años. Comoquiera que sea, el meollo del problema es que mi señora necesita una muchacha. No puede seguir yendo arriba y abajo por estos pasillos que no se acaban nunca, y pasándose año tras año de pie en estos fregaderos de piedra, como si aún fuera joven. Necesita una muchacha para que la ayude.

—Que tenga veinte muchachas —dijo el señor Bascom, volviendo a su libro.

—De nada sirve hablar así, señor. ¡Sí, veinte muchachas! Trabajo nos va a costar encontrar una.

—¿Porque la región está poco poblada? —preguntó el señor Bascom, sin dejar de leer.

—No, señor. Porque se sabe que esta casa está embrujada.

Michael Bascom apartó el libro y dirigió una mirada de firme reproche a su criado.

—Skegg —dijo con voz severa—, creía que llevabas conmigo tiempo más que suficiente para estar por encima de ese tipo de tonterías.

—Yo no digo que yo crea en fantasmas —respondió Daniel, con cara de medio excusarse—, pero la gente del campo sí que cree. No hay un alma por aquí que se aventure a cruzar nuestro umbral después de oscurecer.

—Simplemente porque Anthony Bascom, que llevó una vida de desenfreno en Londres, malgastando su dinero y sus tierras, se retiró aquí, acongojado, y se supone que se mató dentro de esta casa, la única propiedad que le quedaba de su hermosa herencia.

—¡Se supone que se mató! —gritó Skegg—. Es algo que se sabe con tanta seguridad como la muerte de la reina Isabel o el incendio de Londres. ¿Acaso no lo enterraron en el cruce que hay camino de Holcroft?

—Una vana tradición sobre la que no hay pruebas que la demuestren —replicó el señor Bascom.

—Yo no entiendo de pruebas; pero la gente lo cree como el Evangelio.

—Si tuvieran un poco más de fe en el Evangelio, no tendrían por qué preocuparse de Anthony Bascom.

—Bueno —rezongó Daniel mientras empezaba a quitar la mesa—, hemos de hacernos con una muchacha como sea, pero tendrá que ser una forastera o alguien que tenga mucha necesidad de meterse en alguna parte.

Cuando Daniel Skegg dijo forastera no quiso decir originaria de algún lugar lejano, sino que no hubiera nacido ni se hubiese criado en Holcroft. Daniel había crecido y madurado en aquel insignificante villorrio que, pequeño y tedioso como era, constituía para él el mundo entero, siendo el resto los márgenes.

Michael Bascom estaba profundamente ensimismado en la teoría atómica como para conceder un segundo más a las preocupaciones del viejo criado. La señora Skegg era una persona con quien raramente tenía contacto. Durante la mayor parte del tiempo se desenvolvía en la tenebrosa ala norte de la casa, donde reinaba sobre las soledades de una cocina que parecía una catedral y sobre las numerosas dependencias del fregadero, la despensa y los anexos; mantenía una guerra perpetua contra las arañas y los escarabajos, y gastaba los restos de su vitalidad en barrer y limpiar. Mujer de aspecto austero, religiosidad dogmática y lengua desabrida, era una buena cocinera casera y se ocupaba con diligencia de las necesidades de su amo. Él no era ningún epicúreo, pero le gustaba vivir con calma y comodidad, y una mala cena hubiera perturbado sus facultades intelectuales. No supo nada más sobre la propuesta de ampliar el servicio doméstico hasta transcurridos diez días, cuando Daniel Skegg volvió a sorprenderlo en un momento de descanso con esta inesperada información:

—¡Tengo una muchacha!

—Ah, ¿sí? —dijo Michael Bascom, y siguió con su libro.

Esta vez estaba leyendo un ensayo sobre el fósforo y su función en el cerebro humano.

—Sí —agregó Daniel, con su habitual tono gruñón—. Es de la inclusa; si no, no la tendría. Si fuera del pueblo, no habría querido venir con nosotros.

—Espero que sea respetable —dijo Michael.

—¡Respetable! Ésa es su única falta, pobrecita. Es demasiado buena para este lugar. Nunca ha servido, pero dice que es trabajadora y yo me atrevería a decir que mi mujer la meterá en vereda. Su padre era un artesano de Yarmouth. Murió hace un mes y dejó a la pobrecita en la calle. La señora Midge, de Holcroft, es tía suya y le dijo a la chica que se fuera con ella hasta encontrar un sitio; y la chica lleva tres semanas con la señora Midge, buscando un sitio. Cuando la señora Midge supo que mi esposa necesitaba una muchacha que la ayudara, pensó que sería un buen puesto para su sobrina María. Por suerte, María no sabe nada sobre esta casa, así que la pobre inocente me ha hecho una reverencia y me ha dicho que me estaría agradecida si venía y que haría todo lo posible por cumplir sus obligaciones. Vivía con su padre, que la educó por encima de su condición, como el loco que era —gruñó Daniel.

—Según sus propias palabras, me temo que has hecho un mal negocio —dijo Michael—. Tú no querías una damisela para limpiar marmitas y cazos.

—Aunque fuera duquesa, mi mujer la haría trabajar —replicó Skegg con decisión.

—¿Y ya has pensado dónde vas a meter a la muchacha? —preguntó el señor Bascom, bastante irritado—. No puedo soportar que una extraña circule de un lado a otro por los pasillos junto a mi dormitorio. Ya sabes lo mal que duermo, Skegg. Me despierta un ratón detrás de un enmaderado.

—Ya he pensado en eso —respondió el mayordomo, con cara de inefable sabiduría—. No la pondré en el mismo piso que usted. Dormirá en el desván.

—¿En qué cuarto?

—En el grande que da al norte. Es el único sin goteras. Lo mismo daría acostarla dentro de la ducha que en cualquier otro cuarto del desván.

—El cuarto que da al norte —repitió el señor Bascom meditabundo—. ¿No es el que…?

—Claro que es —contestó Skegg malhumorado—; pero ella no sabe nada de eso.

El señor Bascom volvió a su libro y se olvidó totalmente de la huérfana de Yarmouth hasta que una mañana, al entrar en su estudio, le sorprendió la presencia de una joven desconocida, con una aseada bata blanca y negra, ocupada en desempolvar los volúmenes apilados sobre el espacioso escritorio; y estaba haciéndolo con tanta destreza y esmero que él se sintió inclinado a enfadarse con aquella insólita libertad. La vieja señora Skegg se había abstenido religiosamente de esta labor, con la disculpa de no querer entrometerse en las manías del señor. Así que una de las manías del señor consistía en respirar sus buenas raciones de polvo en el curso de sus estudios.

La muchacha era pequeñita y delgada, de facciones pálidas y algo a la antigua, con los cabellos pajizos trenzados bajo una pulcra cofia de muselina, un cutis muy fino y los ojos de color azul claro. Eran los ojos azules más claros que Michael Bascom había visto en su vida, pero con una gentileza y una dulzura de expresión que compensaban lo insípido del color.

—Espero que no le moleste que limpie sus libros, señor —dijo ella, inclinándose con una reverencia.

Hablaba con una exquisita precisión que sorprendió a Michael Bascom por lo agradable que resultaba a su manera.

—No; no me molesta la limpieza, mientras no se me embarullen mis libros y papeles. Si coge un volumen de mi mesa, déjelo en el mismo lugar donde estaba. Es todo lo que pido.

—Seré muy cuidadosa, señor.

—¿Cuándo ha llegado?

—Esta misma mañana, señor.

El científico se sentó a su mesa y la muchacha se retiró, saliendo del cuarto tan silenciosamente como nace una flor en el umbral. Michael Bascom la siguió con los ojos llenos de curiosidad. Había visto muy pocas mujeres jóvenes durante su prosaica carrera y se asombraba de aquella chica en cuanto criatura de una especie que hasta entonces le era desconocida. Con cuánta elegancia y delicadeza estaba moldeada; qué piel tan nacarada; qué sonidos tan suaves y agradables salían de aquellos labios rosados. ¡Una preciosidad, sin duda, aquella moza de cocina! Era una lástima que no encontrara en este mundo bullicioso mejor trabajo que fregar ollas y cazos.

Absorto en sus áridas cavilaciones, el señor Bascom se olvidó de la pálida sirvienta. No volvió a verla por sus habitaciones. El trabajo que hiciera, debía realizarlo a primera hora de la mañana, antes del desayuno del científico. Llevaba una semana en la casa cuando la encontró un día en el vestíbulo. Se sorprendió de cómo había cambiado de aspecto. Los labios juveniles habían perdido el tono de capullo de rosa; los pálidos ojos azules miraban atemorizados y tenían ojeras, como los de quien ha pasado noches en vela o acosado por malos sueños.

A Michael Bascom lo alarmó tanto la indefinible expresión de la muchacha que, aun siendo reservado por hábito y por carácter, se expansionó hasta el punto de preguntarle qué la afligía.

—Estoy bien seguro de que algo anda mal —dijo—. ¿Qué es?

—No es nada, señor —titubeó ella, dando la impresión de asustarse aún más al oír la pregunta—. De verdad que no es nada; nada que merezca que usted se preocupe.

—Tonterías. ¿Crees que porque vivo entre libros no siento simpatía por mis semejantes? Dime qué es lo que te pasa, pequeña. Has estado llorando por la reciente pérdida de tu padre, supongo.

—No, señor; no es eso. Yo nunca dejaré de estar triste por ese motivo. Ese pesar me durará toda la vida.

—Entonces, es otra cosa —dijo Michael con impaciencia—. Ya entiendo; no estás contenta aquí. No te gusta tanto trabajo. Es todo lo que se me ocurre.

—Oh, no, señor; no piense eso —exclamó la muchacha con gran vehemencia—. En realidad, estoy contenta de trabajar; estoy contenta de servir; sólo que… sé que es una bobada, señor; pero me da miedo mi dormitorio.

—¡Miedo! ¿Por qué?

—¿Puedo decirle a usted la verdad? ¿Me promete no enfadarse?

—Yo no me enfadaré si hablas con claridad; pero me irritan tus titubeos y medias palabras.

—Y, por favor, señor, no le diga a la señora Skegg que se lo he dicho a usted. Me regañaría, y quizás incluso me despediría.

—La señora Skegg no te regañará. Vamos, pequeña.

—Tal vez no conozca usted el cuarto donde yo duermo, señor; es grande y está en una punta de la casa, mirando hacia el mar. Desde la ventana veo la línea oscura del agua y a veces me asombro al pensar que es el mismo océano que veía cuando era niña en Yarmouth. Está muy solitario, señor, en todo lo alto de la casa. El señor y la señora Skegg duermen en un cuartito cerca de la cocina, ya sabe, señor, y yo estoy completamente sola en el último piso.

—Skegg me dijo que habías sido educada por encima de tu posición en la vida, María. A mi modo de ver, el primer efecto de una buena educación debería consistir en no hacer caso de todas esas fantasías bobas sobre cuartos abandonados.

—Ay, por favor, señor; no piense que es ninguna falta de mi educación. Mi padre se ocupó mucho de mí, sin reparar en gastos, para darme tan buena educación como pudiera desearse de la hija de un artesano. Y era un hombre religioso, señor. No creía… —hizo una pausa, reprimiendo un estremecimiento—, no creía en que los espíritus de los muertos se aparecieran a los vivos desde los tiempos de los milagros, cuando el fantasma de Samuel se le apareció a Saúl. Él nunca me metió ideas tontas en la cabeza, señor. Yo no tuve ni una pizca de miedo la primera vez que me acosté en ese cuarto grande y solitario de allí arriba.

—Bueno, ¿y entonces?

—Pero la misma primera noche —prosiguió la muchacha, jadeante— me sentía aplastada mientras dormía, como si tuviera una pesada carga encima del pecho. No fue una pesadilla, sino una sensación inquietante que duró mientras estuve dormida; y al romper el día (comienza a haber algo de luz a partir de las seis) me desperté de repente, con un sudor frío corriéndome por el rostro, y supe que había algo terrible en el cuarto.

—¿Qué quieres decir con algo terrible? ¿Viste alguna cosa?

—No mucho, señor; pero me helaba la sangre en las venas, y comprendí que era lo que me había estado persiguiendo y aplastando mientras dormía. Entre la chimenea y el armario, vi una sombra en el rincón, muy tenue, sin contornos…

—Producida por la esquina del armario, me atrevería a decir.

—No, señor; yo veía la sombra del armario, nítida y bien dibujada, como si estuviese pintada en la pared. La sombra en el rincón era un bulto raro, informe; o bien, si tenía alguna forma, parecía…

—¿Qué? —preguntó Michael con impaciencia.

—La forma de un cuerpo humano colgado de la pared.

Michael Bascom se puso extrañamente pálido, aunque simuló la más absoluta incredulidad.

—Pobre niña —dijo con voz tierna—; has estado tan apesadumbrada por tu padre que se te han debilitado los nervios y estás rebosante de fantasías. Vaya, una sombra en el rincón; es que al salir el sol todos los rincones están llenos de sombras. Mi viejo chaquetón, colgado de una silla, te serviría de fantasma tanto como tú quisieras.

—Ay, señor; he intentado pensar que son imaginaciones mías. Pero he sentido el mismo peso encima todas las noches. Y he visto la misma sombra todas las mañanas.

—Pero, cuando se hace completamente de día, ¿no ves de qué está hecha tu sombra?

—No, señor; la sombra se desvanece antes de que se haga de día.

—Pues claro, lo mismo que todas las sombras. Vamos, vamos, quítate esas ideas tontas de la cabeza o no podrás vivir en el mundo normal y corriente. A mí no me costaría nada hablar con la señora Skegg y decirle que te diera otro cuarto, si quisiera fomentar tu insensatez. Pero es lo peor que podría hacer por ti. Además, creo que todas las demás habitaciones del ático son húmedas; y, sin duda, si te cambiara a otra, descubrirías otra sombra en otro rincón, y sólo ganarías un reuma. No, muchachita, tienes que demostrarte que estás a la altura de una buena educación.

—Haré todo lo que pueda, señor —respondió María, sumisa haciendo una reverencia.

María regresó a la cocina sumamente abatida. Era una vida deprimente la que llevaba en Wildheath Grange, deprimente durante el día y terrorífica por la noche, pues el peso impreciso y la sombra informe que tan a la ligera se tomaba el maduro hombre de ciencia, eran increíblemente horribles para ella. Nadie le había contado que la casa estuviera embrujada, pero ella andaba por aquellos pasillos retumbantes envuelta en un halo de miedo. Daniel Skegg y su esposa tampoco se apiadaban de ella. Aquellas dos almas pías habían tomado la decisión de defender el buen nombre de la casa en cuanto concerniese a María. Para ella, como extraña que era, la Grange debía seguir siendo un lugar inmaculado, sin el menor contagio del sulfuroso mundo infernal. Disponer de una muchacha voluntariosa y dócil era una necesidad indispensable, vital, para la señora Skegg. Habían encontrado la muchacha y debían retenerla. Cualquier fantasía de índole sobrenatural había que reprimirla con mano dura.

—¡Claro, los fantasmas! —exclamaba el bueno de Skegg—. Lee la Biblia, María, y no hables más de fantasmas.

—Hay fantasmas en la Biblia —dijo María, estremeciéndose al recordar determinados pasajes terribles de las Escrituras, que tan bien conocía.

—Ah, estaban donde debían, o no hubieran estado —replicó la señora Skegg—. No irás tú a encontrar errores en la Biblia, mientras vivas.

María se sentó silenciosamente en su rincón de la cocina, junto al fuego, y fue pasando las hojas de la Biblia de su difunto padre hasta llegar a los capítulos preferidos de los dos y que tantas veces leyeron juntos. Él fue un hombre ingenuo y recto, el ebanista de Yarmouth; un hombre rebosante de santas ambiciones, de un refinamiento innato e instintivamente religioso. Él y su hija huérfana habían pasado la vida solos y juntos en la pulcra casita que muy pronto María aprendería a cuidar y a embellecer, amándose con un amor casi romántico. Habían compartido los gustos y las ideas. Pero la muerte inexorable separó al padre de la hija, con una de esas separaciones tajantes y súbitas que son como la conmoción de un terremoto: destrucción instantánea, desolación y desesperanza.

El frágil cuerpo de María se había inclinado frente a la tempestad. Había sufrido una desgracia que hubiera aplastado a otras naturalezas más fuertes. La habían sostenido sus profundas convicciones religiosas y su creencia en que aquella cruel separación no sería eterna. Se enfrentó a la vida, a sus problemas y obligaciones, con esa apacible paciencia que es la forma más noble del valor.

Michael Bascom pensaba que no merecían tomarse en serio las tontas imaginaciones de la sirvienta sobre el dormitorio que se le había asignado. No obstante, la idea siguió rondándole por la cabeza, molestándole y perjudicando sus estudios. Las ciencias exactas requieren la más absoluta atención de todas las facultades del cerebro humano y aquella tarde concreta Michael se encontró que sólo ponía en su labor una parte de su atención. El pálido rostro de la muchacha y su voz trémula se imponían en el primer plano de sus pensamientos.

Cerró el libro con un suspiro de descontento, trasladó su gran butaca de ruedas junto a la chimenea y se entregó a la contemplación. Hacía una tarde gris y deslustrada de comienzos de noviembre; la lámpara de leer estaba encendida, pero aún no se habían cerrado las contraventanas ni corrido las cortinas. Veía el cielo plomizo más allá de los cristales y las copas de los abetos batidas por el viento iracundo. Oía zumbar el aire entre los gabletes, antes de escapar en dirección al mar, con un ulular colérico que sonaba como un grito de guerra.

Michael Bascom se estremeció y se arrimó un poco más al fuego.

—Son tonterías, necedades infantiles —se dijo—. Sin embargo, es curioso que haya fantaseado sobre las sombras, pues se dice que Anthony Bascom se mató en ese cuarto. Me acuerdo de haberlo oído siendo pequeño a un viejo criado, cuya madre era el ama de llaves del gran casón en los tiempos de Anthony. Nunca me enteré de cómo lo hizo el pobre, de si se envenenó, se pegó un tiro o se cortó el cuello; pero sí me contaron que ésa era su habitación. El viejo Skegg también lo sabe. Me di cuenta por el tono con que me dijo que la muchacha dormiría allí.

Estuvo mucho rato sentado, hasta que el gris de las ventanas del estudio se transformó en el negro de la noche y los gritos de guerra del viento dejaron paso a un murmullo sofocado y lastimero. Estaba sentado de cara al fuego, dejando que sus pensamientos vagaran por el pasado y por las leyendas que había oído durante la infancia. Era una triste y necia historia aquella de su tío abuelo Anthony Bascom; la triste historia de una fortuna malgastada y de una vida desperdiciada. Una ruidosa carrera universitaria en Cambridge, una cuadra de caballos de carreras en Newmarket, un matrimonio imprudente, una vida disipada en Londres, una esposa fugitiva; una hacienda empeñada a los prestamistas judíos y, luego, el final fatal.

Michael había oído muchas veces aquella historia deprimente: cuando la hermosa y falsa esposa de Anthony Bascom lo hubo abandonado, cuando se agotó su crédito y sus amigos se cansaron de él, y todo estaba perdido excepto Wildheath Grange, Anthony, el hombre elegante y decrépito, se había presentado inesperadamente una noche en esta casa y había ordenado que le preparasen la cama en el cuarto donde acostumbraba dormir cuando venía de cazar patos silvestres, allá en su juventud. Su viejo trabuco seguía colgado sobre la repisa de la chimenea, donde lo había dejado cuando heredó y pudo adquirir las más modernas armas de caza. Hacía quince años que no pisaba Wildheath; y durante la mayor parte de esos años casi nunca se había acordado de que aquel lúgubre caserón era suyo.

La mujer que había sido el ama de llaves de Bascom Park, hasta que la vivienda y la tierra pasaron a manos de los judíos, era en aquellos momentos la única ocupante de Wildheath. Hizo un poco de cena para su amo y dispuso las cosas para que él se encontrase todo lo cómodo que era posible en el gran comedor cerrado; pero le supo mal ver, cuando quitó la mesa después de haberse retirado él al último piso, que apenas había comido nada.

A la mañana siguiente le sirvió el desayuno en la misma habitación, que se arregló para tener más pulida y alegre que la noche anterior. La escoba, el plumero y un buen fuego mejoraron mucho el aspecto general. Pero transcurrió la mañana hasta el mediodía y la vieja ama de llaves aguardó en vano los pasos de su amo al descender la escalera. El mediodía se desvaneció en la tarde. Ella no hizo nada por despertarlo, suponiendo que estaría cansado por el fatigoso viaje a caballo y que dormiría el sueño del exhausto. Pero cuando se nubló el corto día de noviembre con las primeras sombras del atardecer, la vieja se asustó seriamente y subió a la puerta del cuarto de su amo, donde en vano esperó respuesta a sus repetidas llamadas y palabras.

La puerta estaba cerrada por dentro y el ama de llaves no tenía fuerza para derribarla. Corrió escaleras abajo, muerta de miedo, y salió sin cubrirse la cabeza a la solitaria carretera. El lugar habitado más próximo era el peaje del viejo camino de la diligencia, de donde salía un ramal en dirección a la costa. Había esperanzas de que alguien pasara por allí por casualidad. La vieja avanzó por la carretera corriendo, sin saber apenas hacia dónde iba ni qué iba a hacer, pero con la vaga idea de que debía encontrar quien la ayudara. El azar le fue propicio. Un carro cargado de algas ascendía lentamente por la planicie de arenales donde la tierra se confunde con el mar. Junto al carro marchaba un campesino de pasos arrastrados.

—¡Por el amor de Dios, venga conmigo y abra la puerta de mi amo! —lo abordó ella, cogiéndole por el brazo—. Debe estar muerto, o con un ataque, y yo no puedo entrar a ayudarle.

—Muy bien, señora —respondió el hombre, como si semejante invitación fuera cosa de todos los días—. ¡So, Jamelgo! Quédate quieto, caballito, y pórtate bien.

Jamelgo se puso bastante contento de detenerse en una franja de hierba que había frente a los jardines de Wildheath Grange. El hombre siguió al ama de llaves hasta la planta alta y descerrajó la vieja cerradura con un golpe de su fuerte puño.

Se confirmaron los peores temores de la anciana. Anthony Bascom estaba muerto. Pero el modo y la manera en que había muerto nunca había llegado a saberlos Michael. La hija del ama de llaves, que fue quien le contó la historia, era una anciana cuando él era joven. Se había limitado a cabecear y adoptar una expresión inescrutable cuando él la acosó con sus preguntas. Ni siquiera había admitido nunca que el antiguo propietario se hubiese suicidado. No obstante, la tradición del suicidio estaba muy viva entre los lugareños de Holcroft; y existía la arraigada creencia de que su fantasma rondaba por Wildheath Grange a determinadas horas y épocas del año.

Ahora bien, Michael Bascom era un materialista estricto. Para él, el universo, junto con todos sus habitantes, era una gran máquina gobernada por leyes inexorables. Para semejante hombre, el concepto de fantasma era sencillamente absurdo; tan absurdo como la afirmación de que dos y dos pudieran sumar cinco o de que fuera posible trazar un círculo con una línea recta. Sin embargo, sentía una especie de interés diletante por las inteligencias capaces de creer en fantasmas. El asunto se prestaba a un divertido estudio psicológico. Aquella pobre chica pálida tenía sin lugar a dudas alguna clase de terror sobrenatural dentro de su cabeza, que sólo sería superable mediante un tratamiento racional.

—Ya sé lo que tengo que hacer —se dijo Michael Bascom de repente—. Yo mismo ocuparé el cuarto esta noche y le demostraré a la chica tonta que sus ideas sobre la sombra no son más que necias imaginaciones, fruto de la cobardía y el abatimiento. Una onza de pruebas vale más que una libra de argumentos. Si le demuestro que he pasado la noche en el cuarto y que no he visto tal sombra, ella entenderá que se trata de una infundada superstición.

Daniel entró un momento después a cerrar las contraventanas.

—Dile a tu mujer que me prepare la cama en el cuarto donde ha dormido María y que la ponga a ella en alguna de las habitaciones del primer piso esta noche, Skegg —dijo el señor Bascom.

—¿Señor?

El señor Bascom repitió la orden.

—¡Esa boba ha estado quejándose a usted del cuarto! —gritó Skegg indignado—. No se merece estar bien alimentada y cuidada en una casa confortable. Habría que mandarla al correccional.

—No te enfades con la pobre muchacha, Skegg. Se le ha metido una fantasía en la cabeza y yo quiero demostrarle lo tontita que es —dijo el señor Bascom.

—Y quiere usted dormir en… esa habitación —dijo el mayordomo.

—Exactamente.

—Bueno —reflexionó Skegg—, si es que ronda ése, lo cual yo no lo creo, era de vuestra misma carne y vuestra misma sangre; y no creo que le haga a usted ningún daño.

Cuando Daniel Skegg regresó a la cocina reprendió duramente a la pobre María, que estaba pálida y silenciosa en la esquina del hogar, zurciendo las medias grises de estambre de la señora Skegg, que eran la armadura más basta y áspera en que jamás se haya enfundado pierna humana.

—¿Se ha visto alguna vez que una especie de señoritinga, linda y caprichosa —preguntó Daniel—, se meta en la casa de un caballero y lo obligue a salir de su dormitorio para dormir en el ático por culpa de sus tontadas y extravagancias?

Si éste era el resultado de ser educada por encima de su posición, Daniel daba gracias a Dios de no haber pasado de escribir algunas sílabas sueltas en la escuela. Por él, bien podía irse al diablo la enseñanza, si era esto a lo que conducía.

—Lo siento muchísimo —titubeó María, llorando en silencio sobre la costura—. De verdad, señor Skegg, es que yo no me he quejado. El señor me preguntó y le dije la verdad. Eso fue todo.

—¡Todo! —Exclamó Skegg indignado—. ¡Toda la verdad! Yo diría que más que suficiente.

La pobre María se mantuvo callada. Sus pensamientos, aturdidos por la severidad de Daniel, se habían alejado de aquella gran cocina desolada hacia el hogar perdido del pasado: la cómoda salita donde ella y su padre se sentaban juntos al acogedor hogar en las noches como ésta; ella con su elegante costurero y sus sencillas labores, él con los periódicos que le gustaba leer; el gato faldero ronroneaba en la alfombra, la tetera silbaba en el trébede de bronce brillante, la bandeja estaba lista para la comida más agradable del día. ¡Ay, aquellas noches felices, aquella dorada camaradería! ¿Habían terminado, de verdad, para siempre, sin dejar otro rastro que la severidad y la servidumbre?

Michael Bascom se retiró aquella noche más tarde de lo habitual. Tenía por costumbre seguir con sus libros hasta mucho después de haberse apagado todas las luces menos la suya. Los Skegg se habían sumido en el silencio y la oscuridad de su triste dormitorio de la planta baja. Hoy los estudios del señor eran especialmente atractivos, más próximos a las lecturas recreativas que a las ciencias exactas. Estaba concentrado en la historia de esas misteriosas gentes que instalaron sus poblados en los lagos suizos, muy interesado por ciertas especulaciones y teorías sobre estos pueblos.

El antiguo reloj cucú de las escaleras daba las campanadas de las dos cuando Michael Bascom ascendía, con una vela en la mano, hacia las regiones hasta entonces desconocidas del ático. Al final de las escaleras se encontró ante un pasillo oscuro que avanzaba hacia el norte, un pasillo que de por sí bastaba para despertar el terror en una persona supersticiosa, de tan oscuro y misterioso como se veía.

—Pobre chiquilla —musitó el señor Bascom, pensando en María—. Esta planta es muy lúgubre y debe inducir a fantasías en una mente juvenil.

Ya había abierto la puerta del cuarto situado en el extremo norte y se detuvo para examinarlo. Era una habitación grande, con el techo abuhardillado, aunque una de las paredes era bastante alta; un dormitorio a la antigua, atiborrado de muebles anticuados —grandes, pesados e incómodos—, propios de una época periclitada de personas que ya habían muerto. Le saltó a la vista un armario de madera de castaño, con manillas de bronce cuyo brillo resplandecía en la oscuridad como unos ojos diabólicos. La cama, de armadura alta, había sido recortada por una parte para adaptarla a la inclinación del techo, con lo que presentaba un aspecto desfigurado y deforme. Había un viejo escritorio de caoba, que olía a secretos, y varias sillas antiguas y voluminosas, con asientos de enea, mohosas por los años y muy raídas. En un rincón, un palanganero con una gran jofaina, una jarra pequeña y cachivaches de otros tiempos. No había moqueta, sino una alfombra estrecha junto a la cama.

—Es un cuarto tétrico —reflexionó Michael, con la misma sensación de piedad por la débil María que había sentido un instante antes al coronar la escalera.

A él no le importaba nada donde dormía; pero, al haberse dejado interesar por los pobladores de los lagos suizos, de alguna manera estaba humanizado por la liviandad de las lecturas de la noche e incluso se sentía inclinado a compadecerse de las debilidades de la pobre tontita. Se metió en la cama, decidido a dormir como un lirón. El lecho era cómodo, bien provisto de mantas, más bien lujoso que lo contrario, y el científico tuvo la agradable sensación de cansancio que promete un descanso profundo y reparador.

Enseguida lo rindió el sueño, pero al cabo de diez minutos se despertó sobresaltado. ¿Qué era aquella sensación de tener un gran peso encima que lo había despertado, aquella sensación inquietante, aguda y ubicua que incidía sobre su ánimo y le oprimía el corazón, aquel gélido horror a determinada crisis terrible de la vida por la que inevitablemente habría de pasar? Estas sensaciones le resultaban tan nuevas como dolorosas. Su vida se había deslizado como un río de corriente uniforme y perezosa, apenas interrumpida por algún remolino de tristeza. Sin embargo, esta noche padecía todas las punzadas de los vanos remordimientos; el recuerdo torturador de una vida desperdiciada; los aguijones de la humillación y de la desgracia, la vergüenza y la ruina; una muerte espantosa a la que se había condenado por sus propias manos. Éstos eran los horrores que lo acuciaban por todas partes y que pesaban sobre él mientras yacía en la habitación de Anthony Bascom.

Sí, incluso él, el hombre que era incapaz de ver en la naturaleza ni en el Dios de la naturaleza nada que fuese más allá de una máquina irresponsable e inmutable, regida por leyes mecánicas, tenía que admitir que allí se enfrentaba, cara a cara, con un misterio psicológico. Aquella desazón que se interponía entre él y el sueño era la misma desazón que había acosado a Anthony Bascom la última noche de su vida. Esto mismo debió sentir el suicida mientras yacía en aquella habitación solitaria, quizá tratando de calmar su hastiado cerebro con un último sueño terrenal antes de dar el paso a la región intermedia y desconocida donde todo es oscuridad y sopor. Y aquella mente angustiada había hechizado el cuarto para siempre. No era el fantasma del cuerpo del hombre lo que regresaba al lugar donde él había sufrido y perecido, sino el fantasma de su pensamiento, de su personalidad; no era ningún simulacro de las ropas que llevaba ni del cuerpo que cubrían.

Michael Bascom no era hombre que renunciase a las elevadas razones de su filosofía escéptica sin entablar combate. Se empeñó con todas sus fuerzas en superar aquella opresión que pesaba sobre su entendimiento y sobre sus sentidos. Una y otra vez consiguió conciliar el sueño, pero sólo para despertar de nuevo, una vez tras otra, con los mismos pensamientos torturantes, el mismo remordimiento, la misma desesperación. De modo que la noche consistió en una indecible tortura, pues aunque se dijo que aquella desazón no era suya, que el peso no era real, que no había motivos para arrepentirse, aquellas vívidas fantasías eran tan dolorosas como realidades y lo oprimían con la misma fuerza.

Dio el primer rayo de sol en la ventana, tenue, frío y gris; y luego, con la primera luz, miró hacia el rincón entre el armario y la puerta. Sí; allí había una sombra en el rincón: no sólo la sombra del armario, que se distinguía bastante bien, sino algo vago e informe que oscurecía el sombrío marrón de la pared; algo tan leve, tan impreciso, que no acertó a imaginar cuál sería su naturaleza ni lo que representaba. Decidió contemplar esa sombra hasta que cuajara el día; pero la fatiga de la noche lo había agotado y cayó completamente dormido antes de consumarse la primera lividez del amanecer, y se encontró saboreando el bendito bálsamo de un sueño sereno. Cuando despertó, el sol invernal daba en la ventana enrejada y el cuarto había perdido el aspecto tenebroso. Se veía anticuado y gris, pardo y andrajoso; pero la honda tenebrosidad había desaparecido con las sombras y la oscuridad de la noche.

El señor Bascom se levantó renovado por el profundo sueño, que casi había durado tres horas. Recordaba los detestables sentimientos que había tenido antes del reparador descanso; pero recordaba esas extrañas sensaciones sólo para despreciarlas, y se despreciaba a sí mismo por haberles concedido alguna importancia.

—Indigestión, probablemente —se dijo—; o quizás meras fantasías debidas a las historias de aquella ridícula muchacha. El más sabio de los hombres está más dominado por la imaginación de lo que es capaz de reconocer. Bueno, que María no vuelva a dormir en ese cuarto. No hay ninguna razón especial para que tenga que dormir aquí ni tiene por qué sentirse desgraciada para que estén contentos el viejo Skegg y su mujer.

Cuando se hubo vestido, despacio como tenía por costumbre, el señor Bascom se dirigió a la esquina donde había visto la sombra, o donde había imaginado verla, y estuvo examinando el lugar meticulosamente. A primera vista no descubrió nada que pareciera misterioso. No había ninguna puerta en el empapelado ni rastro de que la hubiese habido en otro tiempo. Ni había tampoco una trampilla en la desgastada madera del suelo. No había ninguna mancha oscura e irradicable que insinuara un crimen. No había absolutamente nada que evocase un secreto ni un misterio. Contempló el techo. Estaba en bastantes buenas condiciones, salvo alguna zona oscura aquí y allá, donde lo había hinchado la lluvia. Sí; había algo, una cosa insignificante pero tan macabra de ver que lo sobrecogió.

A un palmo del techo sobresalía de la pared un gran gancho de hierro, precisamente encima del sitio donde había visto la sombra de tan indefinido perfil. Se subió en una silla para examinar mejor el gancho y entender, si le era posible, para qué lo habían puesto allí. Era viejo y estaba herrumbroso. Debía llevar muchos años clavado. ¿Quién lo habría puesto allí y para qué? No era el tipo de gancho del que se cuelga un cuadro o la ropa. Estaba en un rincón oscuro. ¿Lo habría colocado Anthony Bascom la noche de su muerte, o lo habría encontrado allí, listo para darle un uso fatal?

—Si yo fuera una persona supersticiosa —pensó Michael—, me inclinaría a pensar que Anthony Bascom se colgó de este viejo gancho herrumbroso.

—¿Ha dormido bien, señor? —preguntó Daniel mientras servía el desayuno a su amo.

—Estupendamente —respondió Michael, decidido a no satisfacer la curiosidad del criado. Siempre se había tomado a mal la idea de que Wildheath estuviese embrujada.

—Claro, claro, señor. Se ha levantado usted tan tarde que…

—¡Muy tarde, sí! He dormido tan bien que se me han pegado las sábanas. Pero, a propósito, Skegg, puesto que la pobre chica tiene reparos contra el cuarto, que duerma en otra parte. A nosotros nos da lo mismo y a lo mejor a ella no.

—¡Bah! —musitó Daniel, rezongando a su manera—. ¿Usted no ha visto nada raro allí arriba, verdad que no?

—¿Ver? Claro que no.

—Pues entonces, ¿por qué ha de ver cosas ella? Todo eso son caprichos y manías…

—Es igual. Que duerma en otra habitación.

—No hay otra habitación en la última planta que no tenga goteras.

—Pues que duerma en el piso de abajo. La pobre chica anda sin hacer ruido. No me molestará.

Daniel lanzó un gruñido y el amo entendió que el gruñido significaba que asentía obediente; pero, por desgracia, el señor Bascom se equivocaba. La proverbial obstinación de la familia porcina no es nada en comparación con la tozudez de un viejo terco, cuya estrechez mental no ha sido nunca iluminada por la educación. Daniel estaba empezando a sentir celos del compasivo interés de su amo por la huérfana. Ella era de esa clase de criaturas dóciles y pegajosas, capaces de abrirse paso a la chita callando hasta el corazón de un soltero maduro y construirse allí un cómodo nido.

—Nosotros tendremos muchísimo trajín y mi mujer y yo no tendremos sitio donde estar, si no corto por lo sano toda esta tontería —musitó para sí Daniel mientras llevaba la bandeja del desayuno a la cocina.

María se cruzó con él en el pasillo.

—Bueno, señor Skegg, ¿qué dice el amo? —preguntó ella, en vilo—. ¿Ha visto algo raro en la habitación?

—No, muchacha. ¿Qué habría de ver? Dice que eres una tonta.

—¿Nada le ha molestado y ha dormido en paz? —tartamudeó María.

—No ha dormido mejor en toda su vida. ¿No empiezas a avergonzarte de ti misma?

—Sí —respondió ella humildemente—, me avergüenza estar tan comida de fantasía. Esta noche regresaré a mi cuarto, señor Skegg, si usted quiere, y nunca volveré a quejarme del cuarto.

—Eso espero —gruñó Skegg—; ya nos has traído bastante complicaciones.

María suspiró y pasó a ocuparse de sus tareas en el más triste de los silencios. El día transcurrió lentamente, como todos los demás días en aquella vieja casa y sin vida. El científico estaba en su estudio; María iba sin hacer ruido de una habitación a otra, barriendo y quitando el polvo, solitaria y sin alegría. El sol del mediodía se desvaneció en los grises de la tarde y la noche fue cayendo como una plaga sobre la vieja y deslustrada mansión. En todo el día no coincidieron María y el señor. Cualquiera que se hubiese interesado por la muchacha lo bastante como para reparar en su cara, se habría dado cuenta de que estaba más pálida de lo habitual y de que tenía la mirada decidida de quien se ha resuelto a afrontar una dolorosa prueba. Llamaba la atención su silencio. Skegg y su esposa achacaron estos síntomas al enojo.

—No quiere comer ni quiere hablar —dijo Daniel a su media naranja—. Eso significa resentimiento y yo nunca consentí que el resentimiento me dominara cuando era joven; es algo exasperante en una jovencita, y de ninguna manera voy a dejar que el resentimiento haga mella en mí de viejo.

Llegó la hora de acostarse y María se despidió de los Skegg con unas educadas buenas noches, y se dirigió a su solitaria buhardilla sin una queja. Llegó la mañana siguiente y en vano buscó la señora Skegg a su paciente doncella cuando quiso que María se encargara de preparar el desayuno.

—La moza tiene el sueño muy profundo esta mañana —dijo la anciana—. Ve a llamarla, Daniel. No puedo subir las escaleras con mis pobres piernas.

—Tus pobres piernas se están volviendo de los más inútiles —murmuró Daniel, de mal humor, mientras se dirigía a hacer el recado de la esposa.

Luego se dijo que la chica le estaba gastando una broma. Habría salido a escondidas antes del amanecer y habría echado llave a la puerta para asustarlo. Pero no; eso no era posible porque distinguió la llave puesta en su sitio cuando se arrodilló y miró por el ojo de la cerradura. La llave le impedía ver el interior del cuarto.

—Estará ahí dentro, riéndose de mí —se dijo—, pero no tardaré en estar con ella.

Había una pesada barra en la escalera, que servía para asegurar los postigos de la ventana que la iluminaba. Era una barra suelta, que siempre estaba en el recodo junto a la ventana y sólo de vez en cuando se usaba. Daniel bajó corriendo al rellano, cogió la fuerte barra de hierro y volvió a subir a toda prisa a la puerta de la buhardilla. Un golpe de la pesada barra bastó para hacer saltar la vieja cerradura, que era la misma que había roto el carretero con su fuerte puño hacía setenta años. La puerta se balanceó abierta y Daniel entró en el dormitorio que él había asignado a la forastera.

María colgaba del gancho de la pared. Había tenido el detalle de cubrirse púdicamente el rostro con un pañuelo. Se ahorcó voluntariamente una hora antes de que Daniel la encontrase, con los primeros grises de la mañana. El médico, que vino desde Holcroft, pudo precisar el momento de la muerte, pero nadie fue capaz de concebir qué súbito acceso de terror le había impelido a aquel acto desesperado o bajo qué lenta tortura de aprensiones nerviosas había perdido el juicio. En la encuesta judicial, el jurado se pronunció por el consabido veredicto piadoso de locura transitoria.

El triste sino de la muchacha ensombreció el resto de la vida de Michael Bascom. Huyó de Wildheath Grange como si la casa estuviese maldita y de los Skegg como si fueran los asesinos de una joven sencilla e inocente. Sus días concluyeron en Oxford, donde contó con la compañía de espíritus afines y de los libros de su gusto. Pero el recuerdo del triste rostro de María, y de su aún más triste muerte, fue su constante pesar. Su alma nunca se libró de aquella espesa sombra.

M.E. Braddon (1835-1915)




Relatos góticos. I Relatos de Mary Elizabeth Braddon.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Mary Elizabeth Braddon: La sombra en el rincón (The Shadow in the Corner), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Cuentos de Mary Elizabeth Braddon: clásicos victorianos


Cuentos de Mary Elizabeth Braddon: clásicos victorianos.




Mary Elizabeth Braddon (1835-1915) fue una destacada escritora inglesa, autora de verdaderos clásicos del cuento victoriano y el relato gótico, el los cuales abundan las referencias a los crímenes, las pasiones desbordadas, la locura, las traiciones.

Si bien es cierto que las novelas de Mary Elizabeth Braddon son, quizá, la faceta más reconocida de su producción literaria, sus relatos de terror se encuentran entre los mejores del período. De eso, precisamente, nos ocuparemos en esta sección, con algunos de los mejores cuentos de Mary Elizabeth Braddon.




Mary Elizabeth Braddon: cuentos victorianos:
  • El abrazo frío (The Cold Embrace)
  • La buena Lady Ducayne (Good Lady Ducayne)
  • La sombra en el rincón (The Shadow in the Corner)
  • Cómo oí a mi propia voluntad leer (How I Heard My Own Will Read)
  • Del diario de un doctor (From a Doctor's Diary)
  • Doctor Carrick (Dr. Carrick)
  • El cortejo de sir Philip (Sir Philip's Wooing)
  • El huésped temido (The Dreaded Guest)
  • Ella misma (Herself)
  • El legado de sir Hansbury (Sir Hanbury's Bequest)
  • El misterio de Fernwood (The Mystery at Fernwood)
  • El nombre del fantasma (The Ghost's Name)
  • El rostro en el cristal (The Face in the Glass)
  • El visitante de Eveline (Eveline's Visitant)
  • En la abadía de Chrighton (At Chrighton Abbey)
  • John Granger (John Granger)
  • Justicia salvaje (Wild Justice)
  • La esposa del pintor de escena (The Scene-Painter's Wife)
  • La isla de las caras viejas (The Island of Old Faces)
  • La pequeña mujer de negro (The Little Woman in Black)
  • La promesa de mi esposa (My Wife's Promise)
  • La sombra en el rincón (The Shadow in the Corner)
  • Mi sueño (My Dream)
  • Su secreto (His Secret)
  • Sus viejos amigos (His Oldest Friends)
  • Su última aparición (Her Last Appearance)
  • Una revelación (A Revelation)



Más autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.

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Relatos que hielan la sangre.


Relatos que hielan la sangre.




Esta colección de relatos de fantasmas promete que cada uno de ellos es algo así como un refrigerante para la sangre: Relatos que hielan la sangre (Tales to Freeze the Blood).




Relatos que hielan la sangre.
Tales to Freeze the Blood: More Great Ghost Stories.
  • El abrazo frío (The Cold Embrace, Mary Elizabeth Braddon)
  • El fantasma de madame Crowl (Madam Crowl’s Ghost, Sheridan Le Fanu)
  • El guardián junto al muerto (A Watcher by the Dead, Ambrose Bierce)
  • El libro del canon Alberico (Canon Alberic's Scrap-Book, M.R. James)
  • El péndulo (The Pendulum, O. Henry)
  • La cama 29 (Le lit 29, Guy de Maupassant)
  • Círculo de fuego (Round of Fire, Catherine Crowe)
  • El día que papá trajo algo a casa (The Day that Father Brought Something Home, R. Chetwynd-Hayes)
  • El fallecimiento de Edward (The Passing of Edward, Richard Middleton)
  • El fantasma de la muñeca (The Doll's House, Francis Marion Crawford)
  • El portador del mensaje (The Bearer of the Message, Fritz Hopman)
  • El salvataje de un alma (The Saving of a Soul, Richard Burton)
  • En la oscuridad (In the Dark, Mary E. Penn)
  • La habitación amueblada (The Furnished Room, O. Henry)
  • Los caminos de Donnington (The Roads of Donnington, Rick Kennett)
  • Los horrores del sueño (The Horrors of Sleep, Emily Bronte)
  • Sombras sobre la hierba (Shadows on the Grass, Steve Rasnic Tem)
  • Una pequeña noche de pesca (A Little Night Fishing, Sydney J. Bounds)
  • Un misterio sin resolver (An Unsolved Mystery, E. Owens Blackbourne)




Antologías. I Relatos de terror.


El resumen de la antología: Relatos que hielan la sangre (Tales to Freeze the Blood) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La buena Lady Ducayne»: Mary Elizabeth Braddon; relato y análisis


«La buena Lady Ducayne»: Mary Elizabeth Braddon; relato y análisis.




La buena Lady Ducayne (Good Lady Ducayne) es un relato de vampiros de la escritora británica Mary Elizabeth Braddon (1837-1915), publicado originalmente en la edición de febrero de 1896 de la revista The Strand Magazine, y desde entonces recogido en numerosas antologías.

La buena Lady Ducayne, uno de los mejores cuentos de Mary Elizabeth Braddon, relata la historia de Bella Rolleston, una criada que entra al servicio de la anciana Lady Ducayne, quien al parecer tiene un largo historial de muertes entre su personal femenino. De hecho, esto le ocurre a Bella, quien a medida que comienza a verse más y más desmejorada, incluso decrépita, Lady Ducayne luce cada vez más joven y atractiva.

Muchos sitúan a La buena Lady Ducayne de Mary Elizabeth Braddon como un relato de vampiros, aunque aquí sería más acertado hablar de un relato de vampirismo. En efecto, Lady Ducayne es una vampiresa, pero no una convencional. Se alimenta de la sangre de sus victimas mediante transfusiones de sangre, realizadas mediante ardides y engaños y con la complicidad de su médico personal, el doctor Leopold Parravicini.

En este sentido, Lady Ducayne se asemeja en nada a los típicos vampiros del siglo XIX. Por el contrario, podríamos verla como una especie de versión moderna de Elizabeth Bathory, una que utiliza la tecnología para llevar a cabo sus oscuros designios.




La buena Lady Ducayne.
Good Lady Ducayne, Mary Elizabeth Braddon (1837-1915)

Bella Rolleston había llegado a la conclusión de que la única manera de el pan y ayudar a su madre a llevarse de vez en cuando una migaja a la boca era abrirse camino en el amplio y desconocido mundo como acompañante de una dama. Esta dispuesta a irse con cualquier señora lo suficientemente rica como para pagarle un salario y tan excéntrica como para desear una acompañante a sueldo. Cinco chelines apartados a regañadientes de uno de esos soberanos tan poco frecuentes para la madre y la hija, y que se desvanecían tan rápido, cinco chelines contantes y sonantes, habían sido entregados a una señora elegantemente vestida en una oficina de Harbeck Street, Londres, con la esperanza de que aquella misma gestora encontrase una ubicación y un salario para la Srta. Rolleston.

La gestora echó una mirada a las dos media coronas cuando quedaron sobre la mesa donde la mano de Bella las depositó para asegurarse de que no eran florines, luego redactó una descripción de las cualidades de Bella y sus requerimientos en un formidable libro de actas.

—No; no sé si no debo ofrecerme como gobernanta; acompañantes parece ser un nivel más bajo.

—Tenemos algunas Srtas altamente instruidas asentadas en nuestros libros como acompañantes o damas de compañía.

—¡Oh, comprendo! —parloteó Bella, muy locuaz en su candor juvenil—. Pero es algo bastante diferente. Mi madre no ha sido capaz de proporcionarme un piano desde que tengo doce años, de modo que remo haberme olvidado cómo se toca. Debo ayudar a mi madre con la costura y no me queda mucho tiempo para estudiar.

—Por favor, no malgaste su tiempo en darme explicaciones sobre lo que no puede hacer y tenga a bien decirme algo que sepa —dijo la gestora, jugueteando con la lapicera entre sus delicados dedos mientras esperaba para escribir—. ¿Puede leer en voz alta durante dos o tres horas cuanto menos? ¿Es enérgica y práctica, madrugadora, andariega, de temperamento apacible y servicial?

—Puedo contestar que sí a todas esas preguntas menos lo relativo al temperamento apacible. Creo que tengo un muy buen carácter y estoy ansiosa por atender a quienquiera que pague por mis servicios. Deseo que sientan que merezco realmente el salario que gano.

—La clase de señoras que vienen a verme no suelen interesarse en una acompañante charlatana —dijo la gestora con severidad, habiendo terminado de escribir en el libro—. Mis contactos residen principalmente entre la aristocracia, y en esa clase se exige la mayor deferencia.

—¡Oh, claro! —dijo Bella—. Pero es muy distinto cuando hablo con usted. Quiero decirle todo acerca de mí de una vez para siempre.

—¡Me alegraría que fuera una vez sola! —dijo la gestora, hablando para un costado.

La gestora era de una edad incierta. Llevaba un vestido de seda negra muy ajustado. Tenía una contextura frágil y un hermoso rodete postizo en la punta de la cabeza. Es posible que la aniñada frescura y la vivacidad de Bella hayan tenido un efecto irritante sobre sus débiles nervios luego de ocho horas diarias en ese calentado segundo piso de Harbeck Street. El apartamento que servía de oficina, con su alfombra de Bruselas, cortinas de terciopelo, sillas tapizadas en la misma tela y el sonoro tic-tac de un reloj francés sobre la repisa de la chimenea, sugería a Bella el lujo de un palacio, comparado con otro segundo piso en Waltworth donde la Señora Rolleston y su hija se las habían ingeniado para vivir durante los últimos seis años.

—¿Piensa que tiene algo en sus libros que pueda ser adecuado para mí? —balbuceó Bella, después de una pausa.

—¡Ay, querida, lamentablemente no! No tengo nada a la vista por el momento —respondió la gestora, que había guardado las medias coronas de Bella en una gaveta, mentalmente ausente, con la punta de sus dedos—. Ya ve, usted es muy inmadura, demasiado joven para ser acompañante de una señora de posición. Es una pena que no tenga educación suficiente como para ser institutriz, iría mejor con usted.

—¿Y cree que demorará mucho tiempo conseguirme una colocación?

—Realmente no sé decirle. ¿Tiene alguna razón particular para estar tan impaciente? Espero no sea un amorío.

—¡Un amorío! —exclamó Bella, sonrojándose—. ¡Qué verdadero disparate! Busco una colocación porque mi madre es pobre, y odio ser un peso para ella. Quiero un salario para compartirlo con ella.

—No habría mucho margen para compartir del salario que pueda conseguir a su edad y con sus modales tan inmaduros —dijo la gestora, que encontraba las rozagantes mejillas de Bella, sus ojos relucientes y su desenfrenada vivacidad cada más opresiva.

—Si tuviera la amabilidad de devolverme los honorarios, se los daría a una agencia cuyos contactos no sean tan aristocráticos —dijo Bella, que, como le contó a su madre en la relación de su entrevista, estaba decidida a no dar el brazo a torcer.

—No encontrará ninguna agencia que pueda hacer más por usted que la mía —replicó la gestora, cuyos dedos de arpía nunca habrían de soltar un céntimo—. Tendrá que esperar su oportunidad. Usted es un caso excepcional; pero la tendré en mente, y si aparece alguna cosa le escribiré. No puedo decir más que eso.

La inclinación un poco desdeñosa de su cabeza estática, pesada de mover por el postizo, indicó el fin de la entrevista. Bella regresó a Walworth aquella tarde de septiembre, taconeando fuertemente a lo largo del camino, y al llegar imitó a la gestora para divertimento de su madre y de la casera, que se quedó en la ruinosa sala de estar, después de haber traído la bandeja con el té, para aplaudir la imitación de la Srta. Rolleston.

—¡Querida, querida, qué buena imitadora es Bella! —dijo la casera—. Deberías permitirle que se dedique al teatro, madrecita. Haría fortuna como actriz.


Bella aguardó y se hizo esperanzas, y escuchó al cartero golpear la puerta para traer un paquete de cartas para los de la planta baja y el primer piso, y muy pocas para aquel humilde segundo piso, donde madre e hija se sentaban a coser a mano, tanto como con rueda y pedal, durante gran parte del día. La Señora Rolleston era una mujer de buena familia y educación; pero había tenido la mala suerte de casarse con un Bribón que durante los últimos doce años la había hecho sentir como la peor de las viudas: una esposa cuyo marido la había abandonado. Por suerte, era corajuda, industriosa y una hábil costurera, capaz de ganarse a vida por sí misma y darle de comer a su única hija haciendo mantos y Abrigos para una casa del West End. No era una vida de lujos. Una pensión barata en una calle mustia de los arrabales de Walworth Road, cenas livianas, comida casera, ropa bien remendada, habían sido la ración de madre e hija; pero se amaban tan entrañablemente, y eran tan alegres por naturaleza, que se las habían arreglado de algún modo para ser felices.

Pero ahora esta idea de abrirse paso en el mundo como acompañante e alguna fina señora había calado hondo en Bella, y aunque idolatraba su madre, y la separación de madre e hija iba a destrozar necesariamente aquellos corazones, la muchacha deseaba aventura, cambios, y se entusiasmaba pensando en ello como los pajes de antes anhelaban ser caballeros y partir hacia la Tierra Prometida para quebrar una lanza contra los infieles. Se terminó cansando de correr escaleras abajo cada vez que el cartero golpeaba la puerta sólo para oír: nada para usted, Srta., de labios de la sirvienta de cara sucia que recogía las cartas del piso del corredor. Nada para usted Srta., repetía con sorna la criada de la pensión, hasta que Bella se armó de valor y se apersonó en Haberck Street para preguntarle a la gestora cómo era posible que no hubiese encontrado colocación para ella.

—Usted es muy joven —dijo la gestora— y quiere un salario,

—Claro que quiero uno —respondió Bella—. ¿Acaso las demás personas no quieren que les paguen?

—Las muchachas de su edad generalmente quieren un hogar confortable.

—Yo no —replicó bruscamente Bella—. Quiero ayudar a mi madre.

—Pregunte la semana que viene —dijo la gestora—. Si me entero de algo en el transcurso, le escribiré.

No llegó ninguna carta de la gestora, y a la semana exacta Bella se puso el sombrero que tenía más a mano, el menos adecuado para salir bajo la lluvia, y recorrió una vez más todo el camino hasta Harbeck Street. Era una deslucida tarde de octubre, y en el aire había una tonalidad gris que se convertiría en niebla al caer la noche. Las tiendas de Walworth Road brillaban alegremente en medio de aquella atmósfera grisácea, y aunque para una muchacha criada en Mayfair o Belgravia esas vidriedas no hubiesen merecido siquiera una mirada, para Bella eran una tentación y un suplicio. ¡Había tantas cosas que deseaba y nunca estaría en condiciones de comprar! Harbeck Street es capaz de estar vacía en esta estación muerta del año: una calle larga, muy larga, una perspectiva infinita de casa eminentemente respetables.

La oficina de la gestora se encontraba al final de todo, y Bella observaba ahora esa vista larga y gris con desesperación, más fatigada de lo que usualmente estaba al venir caminando desde Walworth. Observaba, cuando de pronto un carruaje pasó a su lado, una antigua carroza amarilla, tirada por un par de imponentes caballos grises, con el aire majestuoso de una cochero que llevaba las riendas y un lacayo muy alto sentado en el pescante.

—Parece el coche del hada madrina —pensó Bella—. No me asombraría que haya empezado siendo una calabaza.

Se sorprendió al ver que la carroza amarilla se detenía frente la puerta de la gestora y el alto lacayo aguardaba al pie de la portezuela. Por un momento el dio miedo entrar y encontrarse con la propietaria de aquel espléndido carruaje. Sólo había alcanzado a echar una ojeada de la mujer que la ocupaba mientras la carroza iba andando; un sombrero de plumas, un retazo de armiño. El elegante criado de la gestora escoltó a Bella escaleras arriba y golpeó la puerta de la oficina.

—La Srta. Rolleston —anunció disculpándose, mientras Bella esperaba afuera.

—Que entre —dijo la gestora enseguida, y Bella alcanzó a oírla murmurar algo en voz baja a su cliente.

Bella entró con su fresca y floreciente imagen de juventud y seguridad, y antes de llegar a mirar a la gestora sus ojos fueron a clavarse sobre la propietaria de la carroza. Nunca había visto a nadie más viejo que la vieja dama que estaba sentada junto al hogar de la gestora: una vieja y pequeña silueta, envuelta de la barbilla a los pies en un tapado de armiño: un viejo rostro muy pálido bajo un sombrero de plumas, un rostro tan devastado por la edad que parecía limitarse a un par de ojos y un mentón puntiagudo. La nariz también era puntiaguda, pero entre el mentón marcadamente en punta y sus grandes ojos brillantes, la pequeña nariz aquilina apenas resultaba visible.

—Ésta es la Srta. Rolleston, Lady Ducayne.

Garras semejantes a dedos, en las cuales brillaban anillos, levantaron un par de gruesas lentes hasta los negros ojos fulgurantes de Lady Ducayne, y a través de las lentes Bella vio cómo aquellos ojos de un brillo inhumano crecieron hasta adquirir un tamaño gigantesco y lanzaron sobre ella una mirada horriblemente feroz.

—La Srta. Torpinter me ha dicho todo sobre ti —dijo la vieja voz que pertenecía a aquellos ojos—. ¿Tienes buena salud? ¿Eres fuerte y enérgica, de comer bien, dormir bien, andar bien y capaz de disfrutar todo lo que hay de bueno en la vida?

—Nunca supe lo que es estar enferma o sin hacer nada —contestó Bella.

—Entonces creo que trabajarás para mí.

—Por supuesto, en caso de que las referencias sean perfectamente satisfactorias —intercedió la gestora.

—No deseo referencias. La muchacha parece franca e inocente. Le tomaré la palabra.

—Como prefiera, querida Lady Ducayne —murmuró la gestora.

—Quiero una joven fuerte cuya salud no me dé trabajo.

—Ha tenido tanta mala suerte al respecto —dijo con arrulladora voz la Srta. Torpinter, cuyos modales se habían tornado de una enternecedora suavidad ante la presencia de la anciana.

—Sí, he sido más bien desafortunada —gruñó Lady Ducayne.

—Pero estoy segura de que la Srta. Rolleston no la defraudará, aunque claro, después de la desagradable experiencia con la Srta. Tomson, que era la imagen de la salud, y la Srta. Blandy, que decía que nunca había vuelto a ver a un doctor desde que la habían vacunado.

—Mentiras, qué duda cabe —rezongó Lady Ducayne, y luego dirigiéndose a Bella, preguntó lacónicamente—: Supongo que no tienes problemas en pasar el invierno en Italia, ¿no es así?

—Toda mi vida he soñado ver Italia —dijo Bella dando un suspiro. ¡De Walworth a Italia! ¡Qué lejano, qué imposible parecía semejante viaje para un espíritu soñador y romántico!

—Bien, tu sueño se hará realidad. Prepárate a dejar Charing Cross en un tren de lujo la semana que viene a las once. Asegúrate de estar en la estación un cuarto antes de hora antes. Mi gente se ocupará de ti y del equipaje.

Lady Ducayne se levantó de la silla con la ayuda de su bastón, y la Srta. Torpinter la escoltó hasta la puerta.

—Y en lo concerniente al salario —planteó la gestora en el camino.

—El salario, oh, el mismo de costumbre, y si la joven quiere una quincena por adelantado puede usted escribirme para que le mande un cheque —respondió Lady Ducayne despreocupadamente.

La Srta. Torpinter bajó las escaleras con su cliente y esperó verla sentada en la carroza amarilla. Al regresar, estaba ligeramente sin aliento y volvió a adoptar aquel tono de superioridad que irritaba tanto a Bella.

—Puede considerarse increíblemente afortunada, Srta. Rolleston —dijo—. Tengo docenas de muchachas en mis libros a las que podría haber recomendado para esta colocación, pero recordé que le había dicho que preguntara esta tarde y pensé en darle una oportunidad. La anciana Lady Ducayne es una de las mejores personas en mis libros. Le da a su acompañante cien libras al año y paga todos los gastos de movilidad. Vivirá en regazos del lujo.

—¡Cien libras al año! ¡Qué adorable! ¿Tendré que vestirme espléndida? ¿Lady Ducayne mantiene muchas relaciones?

—¡A su edad! No, vive recluida en sus apartamentos: su criada francesa, su lacayo, su médico de cabecera, su mensajero.

—¿Por qué la abandonaron las otras acompañantes?

—¡Su salud se debilitó!

—Pobrecitas, ¿y por eso tuvieron que marcharse?

—Sí, tuvieron que marcharse. Supongo que querrá el salario de una quincena por adelantado.

—¡Oh, sí, por favor! Tengo cosas que comprar.

—Muy bien. Le pediré un cheque a Lady Ducayne, y le enviaré el balance, deducida mi comisión por un año.

—A decir verdad, me había olvidado de la comisión.

—No va a creer que mantengo esta oficina por placer.

—Claro que no —murmuró Bella, acordándose de los cinco chelines por los honorarios de inscripción, pero entonces nadie podía imaginarse cien libras al año y un invierno en Italia.


Carta de la Srta. Rolleston, en Cabo Ferrino, a la Sra. Rolleston, en Beresford Street, Walworth, Londres:

¡Cómo me gustaría que pudieras ver este lugar, madre querida: el cielo azul, los olivares, los huertos de naranjos y limones entre los acantilados y el mar, refugiándose en los huecos de las grandes montañas, con olas de verano que se encaraman sobre los arrecifes de corales y algas que constituyen la idea italiana de una playa! ¡Oh, cómo me gustaría que pudieras verlo todo, querida mía, y qué tomaras sol bajo estos rayos que hacen tan poco creíble la fecha en el encabezamiento de esta carta! ¡Noviembre! El aire se asemeja al de Inglaterra en junio; el sol calienta tanto que no puedo caminar unas pocas yardas sin sombrilla. ¡Y pensar que estás en Walworth mientras yo estoy aquí! Lloro al pensar que quizás nunca verás estas cosas adorables, este mar extraordinario, estas flores de estío que florecen en invierno. Hay un cerco de geranios rosados bajo mi ventana, madre, un espeso y frondoso cerco, como si las flores crecieran salvajamente, ¡y hay rosas de Dijon colgando sobre arcos y empalizadas a lo largo de toda la terraza, un jardín de rosas lleno de perfume en noviembre! ¡Figúratelo!

No puedes imaginarte el lujo de este hotel. Es prácticamente nuevo y ha sido construido y decorado sin reparar en gastos. Nuestros cuartos están tapizados de un satén azul claro, que resalta la contextura apergaminada de Lady Ducayne, pero como, salvo cuando está en el carruaje, se sienta todo el día en un rincón del balcón para tomar sol y pasa toda la noche en su mecedora junto al fuego y nunca ve a nadie más que a su propia gente, su presencia cuenta muy poco.

Lady Ducayne ha tomado el conjunto de habitaciones más hermosas del hotel. Mi dormitorio está en un interior, un dormitorio superlativamente encantador: todo satén azul y encajes blancos, muebles esmaltados también de blanco, espejos en cada pared, de modo que hasta veo mi gracioso perfil como nunca lo había visto antes. El cuarto estaba en realidad destinado a ser el vestidor de Lady Ducayne, pero le dio orden de que uno de los canapés de satén fuera acondicionado como cama para mí, una cama hermosísima que puedo correr hasta la ventana las mañanas de sol, ya que está sobre rodillos y es fácil de mover.

Tengo la sensación de que Lady Ducayne fuese una anciana y linda abuela que de pronto apareció en mi vida, muy, muy rica, y muy, muy amable. No es para nada cargosa. Le leo en voz alta un buen rato, y ella dormita y cabecea mientras leo. A veces la oigo gemir dormida, como si tuviera sueños angustiosos. Cuando se cansa de mi lectura, le ordena a Francine, su doncella, que le lea en francés una novela, y escucho su risita ahogada y sus gruñidos a cada momento, como si estuviera más interesada en esos libros que en Dickens o Scott.

Mi francés no es lo suficientemente bueno como para seguir a Francine, que lee muy rápido. Tengo bastante tiempo libre, pues Lady Ducayne a menudo me dice que salga y me divierta; me agrada perderme en los olivares, tratando de ir cada vez más arriba, hasta donde están los bosques de pinos y aún más arriba, hasta donde están las montañas nevadas que muestran sus blancos picos por encima de las oscuras colinas. ¡Oh, mi pobre madre, cómo puedo hacerte entender a qué se asemeja este lugar, a ti, cuyos pobres y cansados ojos sólo tienen enfrente Beresford Street! Algunas veces no voy mucho más allá de la terraza que está sobre el frente del hotel, el lugar favorito para conversar con todo el mundo.

Abajo se extienden el jardín y los campos de tenis en los que a veces juego con una chica muy fina, la única persona en el hotel de la que me he hecho amiga. Es un año mayor que yo, y vino a Cabo Ferrino con su hermano, un doctor o un estudiante de medicina que está por graduarse. Aprobó su examen de maestría en Edimburgo. Ella tuvo un delicado problema de pecho el último verano y le ordenaron pasar el invierno afuera. Son huérfanos, están solos en el mundo y son muy apegados entre sí. Me encanta haberme hecho de una amiga como Lotta. Es una persona altamente respetable. No puedo usar esa expresión para algunas chicas del hotel que se comportan de una manera que sé que te pondrían los pelos de punta. Lotta fue criada por una tía en un pueblito del interior del país y no sabe mucho que digamos de la vida. Su hermano no le permite leer una novela, en inglés o francés, sin que él la haya leído y aprobado.

Me trata como a una criatura —me dijo—, pero no me importa; es lindo saber que alguien te quiere y se preocupa por lo que haces, e incluso por lo que piensas.

Tal vez eso es lo que hace que muchas chicas se pongan tan ansiosas por conseguir marido: el deseo de encontrar a alguien fuerte, honesto y decidido, que las cuide de verdad y les ordene lo que tienen que hacer. Yo no busco eso, querida madre, porque te tengo a ti, y tú eres el mundo entero para mí. Ningún marido podría venir a interponerse entre nosotras. Si alguna vez llego a casarme, mi marido ocupará un segundo lugar en mi corazón. Pero no me imagino casada, ni recibiendo una propuesta de casamiento. Ningún joven pretendería casarse en estos tiempos con una muchacha sin dinero. La vida es demasiado cara. El Sr. Stafford, el hermano de Lotta, es muy inteligente y muy amable.

Piensa que ha de ser duro para mi tener que vivir con una mujer anciana como Lady Ducayne, pero ignora cuán pobres somos, tanto tú como yo, y cuán maravilloso es para mí encontrarme en un sitio tan adorable mientras tú, que lo necesitas mucho más que yo, no tienes nada de esto —y difícilmente puedas imaginarte lo que son, no es cierto, ¿querida mía?—, pues mi padre comenzó a ir a las carreras enseguida después de que se casaron y desde entonces la vida no ha sido para ti más que inconvenientes, preocupaciones y estar dando batalla.



Esta carta fue escrita cuando Bella no había pasado más de un mes en Cabo Ferrino, antes de que la novedad del paisaje se desvaneciera, y antes también de que le placer provocado por el lujo que la rodeaba comenzara a hastiarla. Escribía a su madre todas las semanas largas cartas como las que las chicas que han vivido en la más estrecha compañía de su progenitora solamente pueden escribir; cartas que eran como un diario íntimo en los que abría su corazón y sus pensamientos. Escribía con alegría, pero a principios del año entrante la Sra. Rolleston creyó detectar, por debajo de la exquisita descripción del lugar y la gente, un rasgo de melancolía.

Pobrecita, está sintiendo nostalgia —pensó—. Su corazón estén en Beresford Street.

Tal vez extrañaba a su nueva amiga y compañera, Lotta Stafford, que se había ido con su hermano a recorrer Génova y Spezia hasta llegar a Pisa. Regresarían antes de febrero, pero entretanto Bella naturalmente se sentía sola entre personas desconocidas, cuyos modales y comportamientos describía tan bien en sus cartas. El instinto materno estaba en lo cierto. Bella no se hallaba muy contenta después de aquella primera afluencia de prodigios y deleites que siguieron a su mudanza de Walworth a la Riviera. De alguna manera, no sabía cómo, cierta lasitud se había apoderado de ella. Ya no deseaba escalar las montañas, ni blandir su palito de naranjo, rebosante de júbilo, mientras ligeros sus pies saltaban sobre las rocas y la hierba seca de la ladera de la montaña.

El perfume del romero y el tomillo, el fresco aire del mar, ya no la llenaban de éxtasis. Pensaba en Beresford Street y en el rostro de su madre con enfermiza melancolía. ¡Estaban tan, pero tan lejos! Y entonces pensaba en Lady Ducayne, sentada junto a los leños que se apilaban al lado del hogar que calentaba el salón, pensaba en aquel perfil enjuto de cascanueces y aquellos ojos brillosos de un invencible horror.

Los huéspedes del hotel le habían dicho que el aire de Cabo Ferrino relajaba, adaptándose mejor a los viejos que a los jóvenes, a los enfermos que a los sanos. No había duda de que era así. No se sentía tan bien como en Walworth, pero se dijo que sólo estaba sufriendo la desgarradora separación de su niñez, de su madre, que la había criado y era al mismo tiempo su hermana, su sostén, todo lo que tenía en el mundo. Había derramado muchas lágrimas al partir, había pasado profundas horas de melancolía en la terraza de mármol mirando con añoranza hacia el oeste y con el corazón puestos a miles de kilométros de distancia. Estaba sentada en su lugar favorito, un ángulo hacia el extremo oeste de la terraza, un tranquilo rincón al amparo de los naranjos, cuando oyó a una pareja de habitués de la Riviera conversando en el jardín de abajo. Se hallaban colocados en un banco contra la pared de la terraza. No tenía intención de escuchar lo que decían, hasta que el sonido del nombre de Lady Ducayne atrajo su atención, y entonces se puso a escuchar sin pensar si era correcto o non lo que hacía. Hablaban sin tapujos, discurriendo de manera casual sobre otro huésped del hotel con quien mantenían relaciones.

Se trataba de dos personas mayores a las que Bella sólo conocía de vista. Un clérigo inglés que durante la mitad de su vida había pasado los inviernos en el extranjero y una gorda solterona, muy simpática, cuya bronquitis crónica la obligaba anualmente a emigrar.

—Me la he encontrado en Italia a lo largo de los últimos diez años —dijo la dama—; pero nunca pude averiguar su verdadera edad.

—Yo le doy cien años, ni uno menos —replicó el párroco—. Sus recuerdos se remontan a la Regencia. Entonces se encontraba evidentemente en su cenit; y le he oído decir cosas que muestran que frecuentaba la sociedad parisina cuando el Primer Imperio estaba su apogeo, antes de que se divorciara Josefina.

—No habla mucho ahora.

—No; no queda mucha vida en ella. Es prudente de su parte mantenerse recluida. Me asombra que ese perverso curandero, su médico italiano, no la haya desahuciado hace años.

—Sospecho que debe ser al revés y que él es el que la mantiene con vida.

—Querida Srta. Sanders, ¿usted francamente cree que ese matasanos extranjero puede mantener a alguien con vida?

—Bueno, allí la tiene. No va a ningún lado sin él. Su aspecto es verdaderamente desagradable.

—Desagradabale —repitió el párroco—. Creo que ni el maligno en persona podría batirlo en cuanto a fealdad. Lamento que esa pobre joven tenga que vivir entre la vieja Lady Ducayne y el Doctor Parravicicni.

—Pero la anciana es muy buena con sus acompañantes.

—Sin duda. Es muy liberal con el dinero; los sirvientes le dicen la buena Lady Ducayne. Es una anciana y marchita ricachona, que sabe que nunca será capaz de gastarse todo el dinero y no soporta la idea de que otra gente lo disfrute cuando ella se encuentre en un ataúd. Las personas que llegan a tan viejas acaban esclavizándose a la vida. No dudo de que es generosa con esas pobre muchachas, pero no puede hacerlas felices. Todas mueren a su servicio.

—No diga todas, Sr. Carton; sé que una pobre joven murió en Mentone la primavera pasada.

—Sí, y otra pobre muchacha murió en Roma tres años atrás. Yo estaba allí en ese momento. La buena Lady Ducayne la dejó en manos de una familia inglesa. La joven tenía todas las comodidades. La anciana fue muy liberal con ella, pero murió. Le digo. Srta. Manders, que no es bueno para ninguna mujer vivir con seres tan horrorosos como Lady Ducayne y Parravicini.

Luego siguieron conversando de otras cosas, pero Bella ya no pudo oír qué decían. Permaneció inmóvil, y una ráfaga de viento pareció bajar desde las montañas y trepar hasta ella desde el mar, haciendo que tiritara de frío, sentada al sol como se hallaba, bajo las ramas de los naranjos, en medio de toda aquella belleza y aquel esplendor. Sí, eran siniestros, los dos, ciertamente: ella parecía una bruja aristocrática con su piel marchita; él, un ser sin edad, con un rostro que se asemejaba más a una máscara de cera que un semblante humano. ¿Qué había de malo en ello? La vejez es venerable y digna del mayor respeto; y Lady Ducayne había sido muy amable con ella. El Doctor Parravicini era un estudioso inocente e inofensivo, que raramente levantaba la vista de los libros que estaba leyendo. Tenía su sala de estar privada, donde realizaba experimentos de química y ciencias naturales, tal vez de alquimia. ¿Qué podía tener de malo para Bella? Siempre había sido cortés con ella, en su trato distante. No podía estar mejor ubicada de lo que estaba, en ese palacio de hotel y con esa rica anciana.

Sin duda extrañaba a la joven inglesa que había sido tan amigable y bien podía ser también que echase de menos al hermano de la muchacha, ya que el Señor Stafford conversaba mucho con ella y se mostraba interesado en los libros que leía y su manera de divertirse cuando no estaba en funciones.

—Debería venir a nuestro salón cuando no está de turno, como dicen en el hospital las enfermeras; podemos hacer un poco de música. ¿No es cierto que toca el piano y canta? —le dijo el Señor Stafford, ante lo cual Bella tenía que decir, roja de vergüenza, que hacía años que se había olvidado cómo se tocaba.

—Mi madre y yo solíamos cantar a dúo a la luz de las velas, sin acompañamiento –dijo ella, y las lágrimas acudieron a sus ojos al pensar en la humilde habitación, la media hora de descanso, la máquina de coser en el lugar donde debía estar el piano y la voz lastimera de su madre, tan dulce, tan verdadera, tan entrañable.

A veces se descubría preguntándose si volvería a ver a su madre algún día. Extraños presentimientos acudían a su mente. Estaba disgustada consigo misma por entregarse a pensamientos melancólicos. Un día le preguntó a la criada francesa de Lady Ducayne acerca de las dos acompañantes que habían muerto en el transcurso de tres años.

—Eran pobres y débiles criaturas —dijo Francine—. Tenían un aspecto rozagante y lleno de bríos cuando empezaron con Miladi; pero comían demasiado y eran perezosas. Murieron de lujuria y haraganería. Miladi fue tan gentil con ellas. No tenían nada que hacer, así que empezaron a imaginarse cosas; tejer fantasías en el aire no les hacía bien: no podían dormir.

—Yo duermo muy bien, pero he tenido varias veces un sueño muy extraño desde que me encuentro en Italia.

—¡Ay, va a ser mejor que no empiece a pensar en los sueños, o va a terminar como aquellas jóvenes! Soñaban mucho y un buen día empezaron a soñar que estaban en un cementerio.

El sueño la perturbó un poco, no porque se tratara de un sueño horrible y estremecedor, sino porque era una suma de sensaciones que nunca antes había tenido dormida: un chirrido de ruedas que giraban en su cabeza, un ruido enorme semejante al rechinar del viento, pero con el ritmo del tic-tac de un gigantesco reloj. Y en medio de ese albo¬roto como de ráfagas y de olas, tuvo la sensación de que se hundía en un remolino de inconsciencia, que caía desde aquel sueño en un sueño aún más profundo, en la total extinción. Y luego, después de ese negro intervalo, oyó el sonido de voces, y a continuación el chirrido de las ruedas nuevamente, cada vez más fuerte, y otra vez el negro abismo, al cabo de lo cual se despertó sintiéndose lánguida y oprimida. Un día, en la única ocasión que solicitó su consejo profesional, le contó al Doctor Parravicini sobre su sueño. Había padecido más que severamente a los mosquitos después de Navidad, y se había asustado bastante al encontrar una herida sobre su hombro que sólo podía atribuir al venenoso aguijón de uno de aquellos torturadores. Parravicini se puso las lentes y contempló la inflamación sobre el hombro blanco y redondeado, mientras Bella permanecía de pie frente a él y Lady Ducayne con la camisa desabrochada hasta el codo.

—Sí, no es broma —dijo—; la ha picado en la desembocadura de una vena. ¡Vaya vampiro! Pero no le ha hecho daño, nada que un pequeño vendaje no pueda sanar. Debe mostrarme siempre cualquier picadura de esta naturaleza. Podría ser peligrosa si no se atiende. Esas criaturas inoculan veneno y lo diseminan.

—Y pensar que esas criaturas diminutas pueden picar así —dijo Bella—. Mi hombro parece que hubiese sido cortado con un cuchillo.

—Si le mostrara el aguijón de un mosquito bajo el microscopio, no se sorprendería de ello —replicó Parravicini.

Bella tuvo que tolerar las picaduras de mosquito, aun cuando eran en la naciente de una vena y producían esa herida desagradable. La herida reapareció otras veces a largos intervalos y Bella encontró en los vendajes del Doctor Parravicini una rápida cura. Si era el curandero que decían sus enemigos, al menos tenía una mano hábil y un tacto delicado al realizar aquella pequeña operación.


Bella Rolleston a la Sra. Rolleston, 14 de abril
Mi siempre adorada:

Mira el cheque por mi salario de la segunda quincena: veinticinco libras. No hay quien se quede con un billete de diez libras por un año de comisión como la última vez; así que es todo para ti, madre querida. Del dinero que traje conmigo cuando insististe en que me quedara con más de lo que quería, aún me sobra suficiente para gastos personales. No hay manera de gastar dinero aquí, excepto en propinas ocasionales a los sirvientes o en limosnas para los mendigos o huérfanos, a menos que uno tenga que pagar impuestos por lo que en verdad le gustaría comprar: tortugas, conchas de mar, corales, cintas. Es tan ridículo, querida, que sólo un millonario podría pensar en hacerlo. Italia es un sueño de belleza, pero para ir de compras llévame a Newington Causeway.

Me preguntas tan seriamente si me encuentro bien que sospecho que mis últimas cartas han debido de ser un poco insulsas. Sí, querida mía, estoy bien, aunque no me hallo tan fuerte como cuando acostumbraba ir caminando hasta el West End para comprar una libra de té, sólo por mantenerme en forma, o hasta Dulwich para mirar cuadros. Italia es sedante, y siento lo que la gente de aquí llama “flojera”. Pero ya me imagino tu adorada cara de preocupación al leer esto. De verdad, no estoy enferma, créeme. Sólo estoy un poco cansada de este formidable escenario, como supongo que uno podría llegar a cansarse de contemplar un cuadro de Turner si estuviera siempre colgado en la pared que está enfrente de uno. Pienso en ti a cada momento del día, pienso en ti y en mi modesta y pequeña habitación, en nuestro raído salón, con las butacas de la demolición de tu vieja casa y Dick cantando en su jaula sobre la máquina de coser. Querida, el loco y chillón de Dick que, nos ilusionábamos, se encariñaría apasionadamente con nosotras. Dime en tu próxima carta, si está bien.

Mi amiga Lotta y su hermano no han regresado. Se fueron de Pisa a Roma. ¡Felices mortales! Y han de estar en los lagos de Italia para mayo; todavía no habían decidido a cuál lago cuando Lotta me escribió por última vez. Su correspondencia ha sido encantadora, y me ha confiado todos sus flirteos. Iremos todos juntos a Bellaggio la semana próxima pasando por Génova y Milán. ¿No es formidable? Lady Ducayne viaja haciendo paradas, excepto cuando es despachada en un tren de lujo. Nos detendremos dos días en Génova y uno en Milán. Voy a taladrarte los oídos hablándote de Italia cuando regrese a casa.



Herbert Stafford y su hermana conversaban a menudo sobre la preciosa inglesita de fresco semblante, cuyo delicioso color rozagante se destacaba entre todas las caras amarillentas del Grand Hotel. El joven médico pensaba en ella con compasiva ternura: su absoluta soledad en aquel vasto hotel donde había tanta gente, su bondad con aquella anciana mujer, en un lugar donde nadie tenía la mente puesta en otra cosa que en disfrutar de la vida. Era un destino duro, y la pobre chica era evidentemente muy devota de su madre y la apenaba mucho estar separada de ella; "dos mujeres solas en el mundo, muy pobres, y la una para la otra", pensaba Stafford.
Lotta le contó una mañana que volverían a encontrarse todos en Bellaggio.

—La vieja y su corte estarán allí antes que nosotros —dijo—. Me va a encantar tener conmigo a Bella de nuevo. Es tan alegre y divertida, a pesar del aire melancólico que suele tener. Nunca me hice amiga de una chica en tan poco tiempo como ocurrió con ella.

—Me gusta cuando está un poco melancólica —dijo Herbert—, pues entonces estoy seguro de que tiene un corazón.

—¿Qué sabes de corazones, excepto diseccionarlos? No olvides que Bella es absolutamente pobre. Me contó confidencialmente que su madre hace manteles para una tienda del West End. Difícilmente puedas conocer abismo más profundo que ése.

—No pensaría menos en ella si su madre fabricara cajas de fósforos.

—No en abstracto, por supuesto. Hacer cajas de fósforos es un trabajo honesto. Pero no podrías casarte con una chica cuya madre cose manteles.

—Aún no hemos llegado a considerar la cuestión –respondió Herbert, que parecía estar provocando a su hermana.

En dos años de práctica hospitalaria había visto demasiado de cerca las realidades más espantosas como para mantener prejuicios de esa especie. El cáncer, la tisis, la gangrena le dejaban a uno poco margen de respeto por la humanidad. La raíz era siempre la misma, algo temible y prodigioso: una cuestión que producía terror y piedad. El Señor Stafford y su hermana llegaron a Bellaggio un agradable atardecer de mayo. El sol se iba poniendo a medida que el vapor se aproximaba a la explanada, y toda la gloria de floraciones púrpuras que envolvía las paredes en esa estación del año parecía agitarse y volverse más profunda a la luz del crepúsculo. Un grupo de damas esperaba de pie sobre la explanada, y entre ellas Herbert divisó un pálido rostro que lo arrancó de un sobresalto de su habitual compostura.

—Allí está Bella —murmuró Lotta a su lado—, pero está terriblemente cambiada. Está que es un desastre.

Pocos minutos después estrechaban sus manos con ella, y un brillo iluminó su pobre rostro atormentado en el placer de verlos de nuevo.

—Imaginé que llegarían esta tarde —dijo—. Estamos aquí desde hace una semana.

Bella no agregó que había ido hasta allí todas las tardes para ver llegar los barcos, e incluso varias veces durante el día. Gran Bretaña estaba cerca, y hubiera sido fácil para ella saltar de la explanada al sonar la campana del barco. Sentía alegría de encontrarse con aquellas personas de nuevo; tenía la sensación de estar con amigos, una confianza que la bondad de Lady Ducayne nunca le había inspirado.

—¡Oh, mi pobre querida, qué horriblemente enferma has de haber estado! —exclamó Lotta, cuando las dos muchachas se abrazaron. Bella intentó contestar, pero su voz se ahogó en lágrimas.

—¿Cuál ha sido la causa, querida? Esa horrible gripe, supongo.

—No, no. No he estado enferma. Sólo me he sentido un poco más débil que lo acostumbrado. No creo que el aire de Cabo Ferrino me siente muy bien.

—Te sienta abominablemente mal. Nunca vi cambio semejante en nadie. ¿Por qué no dejas que te examine Herbert? Está habilitado para ejercer, lo sabes. En Londres atendió a muchos pacientes con gripe. Estaban contentos de oír que un médico inglés los aconsejaba en términos amables.

—¡Estoy segura de que es muy inteligente! Pero no es para nada el caso. No estoy enferma, y si lo estuviera, el médico de Lady Ducayne

—¿Ese hombre espantoso de cara amarilla? Antes preferiría ponerme en manos de uno de los Borgia. Espero que no hayas estado tornando ninguna de sus medicinas.

Esto decían mientras los tres iban caminando hacia el hotel. Las habitaciones de los Stafford habían sido reservadas por adelantado; una hermosa planta baja que se abría sobre un jardín. Los majestuosos apartamentos de Lady Ducayne se hallaban en el piso de arriba.

—Creo que nuestros cuartos se encuentran justo encima de los de ustedes —dijo Bella.

—Entonces será de lo más fácil para ti bajar corriendo a vernos —respondió Lotta, sin saber que no era realmente tan fácil, ya que la gran escalinata estaba en el centro del hotel.

—¡Oh, de todos modos será muy fácil! —dijo Bella—. Me temo que disfrutarás bastante de mi compañía. Lady Ducayne duerme la mitad del día con este clima caluroso, de modo que tengo una buena cantidad de tiempo disponible, y me deprimo tremendamente pensando en mi madre y mi hogar.

Su voz se quebró al pronunciar esta última palabra. Nunca se había puesto a pensar que aquella pobre pensión que evocaba con el dulce nombre de “hogar” eran lo más bello que el arte y la salud le habían deparado. Se enjugaba las lágrimas y suspiraba en aquel adorable jardín, con el lago iluminado por el sol y las románticas colinas desplegando toda aquella belleza ante sus ojos. Se sentía melancolizada y tenía sueños o, más bien, un mal sueño que regresaba de vez en cuando para dejarle las más extrañas sensaciones. Parecía más una alucinación que una pesadilla: el chirriar de la ruedas, la impresión de que se precipitaba en un abismo, el debatirse hasta recobrar la conciencia. Había tenido aquel sueño apenas antes de dejar Cabo Ferrino, pero no desde que habían llegado a Bellaggio, y la joven comenzaba a esperanzarse con que el aire en esta región de lagos le sentase mejor y que aquellas extrañas sensaciones no fueran a repetirse nunca más.

El Señor Stafford firmó una receta y la mandó preparar en lo de un boticario próximo al hotel. Era un tónico poderoso, y después de un par de frascos, uno o dos paseos en bote por el lago y una caminata por las colinas y los prados donde las flores de primavera hacían que la tierra semejase un paraíso, el espíritu y el aspecto físico de Bella mejorarían como por arte de magia.

—Es un tónico maravilloso —dijo ella, pero quizás en lo más profundo de su corazón sabía que la suave voz del médico, y la amable mano que la ayudaba a subir y bajar del bote en el lago, tenían algo que ver con que se curara.

—Espero que no olvides que su madre hace manteles —decía Lottta, en tono de advertencia.

—O cajas de fósforos, es exactamente lo mismo, hasta donde alcanzo a comprender.

—¿Quieres decir que bajo ninguna circunstancia piensas en casarte con ella?

—Quiero decir que si me llegara a enamorar de una mujer lo suficiente como para pensar en casarme con ella, su riqueza o rango social no contarían en nada para mí. Pero me temo... me temo que tu pobre amiga no vivirá para ser la esposa de ningún hombre.

—¿Piensas que está muy enferma?

Herbert suspiró y dejó la pregunta sin contestar.

Un día, mientras recogían jacintos silvestres en una pradera elevada, Bella le habló al Señor Stafford acerca de su pesadilla.

—Es curioso sólo porque se asemeja muy poco a un sueño —dijo ella—. Supongo que usted puede encontrarle alguna explicación de sentido común a esto. La posición de mi cabeza en la almohada, o el clima, o algo.

Y entonces ella describió sus sensaciones; cómo en medio del sueño le sobrevenía una sensación de ahogo, y luego cómo oía el chirrido de unas ruedas, tan fuerte, tan terrible, y cómo después se producía un blanco, y al cabo de eso volvía a estar consciente y despierta.

—¿Alguna vez le suministraron cloroformo? ¿El dentista, por ejemplo?

—Nunca. El Doctor Parravicini me lo preguntó un día.

—¿Recientemente?

—No, hace algún tiempo, cuando estábamos en el tren de lujo.

—¿El Doctor Parravicini le recetó algo desde que empezó a sentirse débil y enferma?

—¡Oh, me daba un tónico de vez en cuando! Pero yo odio los remedios y apenas probé el brebaje. Pero le digo que no estoy enferma, sólo más débil que lo acostumbrado. Me sentía ridículamente fuerte y bien cuando vivía en Walworth, y solía dar largas caminatas todos los días. Mi madre me hacía ir andando hasta Dulwich o Norwood, por miedo de que la máquina de coser me hiciera sufrir de la columna; algunas veces –pero sólo unas pocas– venía conmigo. Por lo general se quedaba cosiendo en casa mientras yo disfrutaba del aire fresco y del ejercicio. Y era muy cuidadosa con nuestra comida que, por sencilla que fuese, debía ser siempre nutritiva y abundante. Debo a sus cuidados haber crecido saludable y fuerte.

—No pareces saludable ni fuerte ahora, mi pobre querida —dijo Lotta.

—Tengo la impresión de que Italia no me sienta bien.

—Quizá lo que te enferma no es Italia, sino estar encerrada con Lady Ducayne.

—Pero nunca estoy encerrada. Lady Ducayne es extremadamente amable, y me permite pasear o sentarme en la balaustrada el día entero si lo deseo. He leído más novelas desde que estoy con ella que en el resto de mi vida.

—Entonces se diferencia mucho del común de las ancianas, que suelen ser despóticas —dijo Stafford—. Me sorprende que lleve a una acompañante consigo, si tiene tan poca necesidad de relacionarse.

—¡Oh, yo sólo formo parte de su corte! Ella es extraordinariamente rica, y el salario que da no cuenta. En cuanto al Doctor Parravicini, sé que es un médico inteligente, pues curó mis horribles picaduras de mosquitos.

—Un poco de amoníaco bastaría en la primera etapa de la inflamación. Pero ahora no hay mosquitos que la molesten.

—¡Oh, sí, claro que los hay! Me picó uno justo después de que dejamos Cabo Ferrino.

Bella desabrochó su camisa de lino y mostró la cicatriz, que el Señor Stafford observó resueltamente, con una mirada de asombro y perplejidad.

—Esto no es una picadura de mosquito —dijo.

—¡Oh, sí lo es, a menos que haya serpientes o culebras en Cabo Ferrino!

—No se trata en absoluto de una picadura. Está bromeando conmigo. Señorita Rolleston, se ha dejado sacar sangre por ese maldito curandero italiano. Mataron al más grande hombre de la Europa moderna de ese modo, recuerde. Ha sido una locura de su parte.

—Nunca en mi vida me han sacado sangre, Señor Stafford.

—¡Tonterías! Permítame ver su otro hombro. ¿Tiene más picaduras de mosquito?

—Sí; el Doctor Parravicini dice que tengo una piel que no sana fácilmente, y que ese veneno actúa más virulentamente conmigo que con otra gente.

Stafford examinó ambos hombros a plena luz del sol: había cicatrices nuevas y viejas.

—Esas mordeduras son muy serias, Señorita Rolleston —dijo—, y si llego a encontrar a ese mosquito lo haré arrepentirse. Pero ahora dígame, mi querida niña, bajo su palabra de honor, dígame como se lo diría a un amigo que está sinceramente preocupado por su salud y felicidad, como se lo diría a su madre si estuviera aquí para preguntárselo: ¿no tiene idea de cuál podría ser la causa de esas cicatrices, descartando las picaduras de mosquito? ¿ninguna sospecha?

—¡No, de veras! No, lo juro por mi honor! Nunca he visto a un mosquito picando mi hombro. Uno nunca ve esos horribles malvados. Pero los he oído revolotear bajo las cortinas y sé que he tenido a uno de esos pestilentes desgraciados zumbando a mi alrededor.

Ese mismo día más tarde, Bella y sus amigos se hallaban sentados tomando el té en el jardín, cuando Lady Ducayne salió a dar su paseo vespertino con su médico.

—¿Cuánto tiempo piensa permanecer con Lady Ducayne, Señorita Rolleston? —preguntó Herbert Stafford, después de un prudente silencio, interrumpiendo la charla trivial de las dos muchachas.

—El tiempo en que siga pagándome veinticinco libras por quincena.

—¿Aunque sienta que su salud se deteriora estando a su servicio?

—No es el empleo lo que lesiona mi salud. Ya ve que no tengo realmente nada que hacer: leer en voz alta una hora o más una o dos veces por semana, escribir en un minuto alguna que otra carta a un minorista en Londres. Nunca tendré tanto tiempo libre con nadie. Y ninguna otra persona me pagaría cien libras al año.

—¿Quiere decir entonces que seguirá mientras resista, que morirá en su puesto?

—¿Cómo las otras dos acompañantes? ¡No! Si llego a sentirme enferma, realmente enferma, me subiré a un tren y regresaré directamente a Walworth.

—¿Qué fue lo que ocurrió con las otras dos acompañantes?

—Murieron las dos. Fue una gran desgracia para Lady Ducayne. Por eso fue que me contrató; me eligió porque era joven y vigorosa. Debió sentirse un poco disgustada cuando comencé a empalidecer y debilitarme. A propósito, cuando le hablé del excelente tónico que me había recetado, dijo que le gustaría verlo y tener una pequeña conversación con usted acerca de su propio caso.

—Yo también debería ver a Lady Ducayne. ¿Cuándo le dijo eso?

—Antes de ayer.

—¿Por qué no le pregunta si quiere verme esta tarde?

—¡Con mucho gusto! Tengo curiosidad por saber qué pensará de ella. A un extraño puede parecerle horrible; pero el Doctor Parravicini dice que alguna vez fue hermosa.

Eran cerca de las diez cuando el Señor Stafford recibió una esquela de Lady Ducayne, cuyo mensajero vino para conducirlo hasta el salón de su señoría. Cuando el visitante fue admitido, Bella estaba leyendo en voz alta, y él notó la languidez en su tono débil y suave, el esfuerzo evidente que hacía.

—Cierra el libro —dijo una quejumbrosa voz de anciana—. Estás empezando a arrastrar las palabras como la Señorita Blandy.

Stafford vio una pequeña y curvada figura hecha un bollo junto a los leños apilados; una vieja figura arrugada con un espléndido vestido de brocado negro y carmesí, un cuello flaco emergiendo de una masa de antiguo encaje veneciano adornado con diamantes que relucieron corno luciérnagas cuando la anciana cabeza giró hacia él.

Los ojos que lo miraban a la cara brillaban casi tanto como los diamantes y eran el único rasgo de vida en aquella rugosa máscara de pergamino. Había visto caras horribles en el hospital, caras en las que la enfermedad había dejado marcas atroces, pero nunca había visto una cara que lo impresionara tan espantosamente como ese pálido semblante, con su indescifrable horror de muerta que se sobrevive, una cara que debía haber sido ocultada bajo la tapa de un ataúd años y años atrás.

El médico italiano estaba de pie al otro lado de la chimenea, fumando un cigarrillo y mirando hacia abajo a la pequeña anciana con una mano en el pecho como si estuviera orgulloso de ella.

—Buenas noches, Señor Stafford; puedes ir a tu habitación, Bella, y escribir tu eterna carta a tu madre en Walworth —dijo Lady Ducayne—. Estoy convencida de que escribe una página acerca de cada flor silvestre que descubre en los bosques y prados. No sé acerca de qué otra cosa más puede escribir –añadió, mientras Bella se retiraba silenciosamente hacia el hermoso y pequeño dormitorio que Lady Ducayne había hecho abrir en aquel espacioso apartamento. Allí, como en Cabo Ferrino, dormía en un cuarto adyacente al de la vieja dama.

—Tengo entendido que usted es médico, Sr. Stafford.

—Soy un practicante habilitado, pero no he comenzado a ejercer.

—Ha comenzado a hacerlo sobre mi acompañante, ella me lo dijo.

—Le prescribí un tónico, es cierto, y me alegra encontrar que mi remedio le ha hecho bien; pero creo que se trata de una mejoría temporaria. Este caso va a requerir un tratamiento más drástico.

—¡No tiene ninguna importancia! A la chica no le ocurre nada malo, absolutamente nada, excepto tonterías propias de chica: demasiada libertad y poco trabajo.

—Entiendo que dos de las acompañantes de la señora murieron de la misma enfermedad —dijo Stafford, dirigiéndose primero a Lady Ducayne, que sacudió con impaciencia su temblorosa cabeza, y después a Parravicini, cuyo amarillo semblante palideció bajo la mirada de Stafford.

—No se entrometa con mis acompañantes, señor —dijo Lady Ducayne—. Mandé por usted para consultarlo acerca de mí, no acerca de una parcela de muchachas anémicas. Usted es joven, y la medicina es una ciencia que progresa, me lo dicen los diarios. ¿Dónde estudió?

—En Edimburgo y en París.

—Dos buenas escuelas. ¿Y conoce las flamantes teorías, los modernos descubrimientos que recuerdan los de la brujería medieval, los de Albertus Magnus y George Ripley? ¿Ha estudiado hipnotismo, electricidad?

—Y la transfusión de sangre —dijo Stafford, muy lentamente, mirando a Parravicini.

—¿Ha hecho algún descubrimiento que le enseñe a prolongar la vida humana, algún elixir, algún método o tratamiento? Quiero que mi vida se prolongue, joven. Este hombre ha sido mi médico durante treinta años. Hace todo lo que puede para mantenerme viva según sus luces. Estudia todas las nuevas teorías de todos los científicos; pero está viejo, cada día se pone más viejo, su poder mental se está yendo: es fanático, prejuicioso, no acepta las ideas nuevas, no incorpora los nuevos sistemas. Me dejará morir si no me pongo en guardia contra él.

—Es usted increíblemente ingrata, Excelencia —dijo Parravicini.

—¡Oh, no tienes de qué quejarte! Te he pagado miles para que me mantengas viva. Cada día de mi vida ha acrecentado tus arcas; sabes que no recibirás nada cuando me haya ido. La totalidad de mi fortuna estará destinada a solventar un hogar para indigentes mujeres de categoría que han alcanzado los noventa años. Vamos, Señor Stafford, soy una mujer rica. Concédame unos pocos años más bajo la luz del sol, unos pocos años más sobre la tierra, y yo le pagaré el precio de un elegante consultorio en Londres. Lo instalaré en el West End.

—¿Qué edad tiene usted, Lady Ducayne?

—Nací el día que Luis XVI fue guillotinado.

—Pienso entonces que ha tenido su porción de sol y de placeres sobre la tierra, y que debería emplear los pocos días que le quedan en arrepentirse de sus pecados y tratar de redimir las jóvenes vidas que fueron sacrificadas por su amor a la vida.

—¿Qué está insinuando, señor?

—¡Oh, Lady Ducayne! ¿Necesito poner en palabras su perversidad y la perversidad aún más grande de su médico? La pobre muchacha a su servicio ha sido reducida de una salud vigorosa a un estado de extremo peligro por obra de los experimentos del Doctor Parravicini; y no tengo la menor duda de que las otras dos jóvenes que desfallecieron mientras trabajaban para usted fueron tratadas por él de la misma manera. Podría ocuparme de demostrar ante un jurado de médicos, con convincente evidencia, que el Doctor Parravicini ha transfundido a la Srta. Rolleston después de colocarle cloroformo, a intervalos y desde que ella entró a su servicio. El deterioro en la salud de la muchacha habla por sí solo; las marcas de agujas sobre los hombros de la chica son inequívocas y su descripción de la serie de sensaciones, que ella llama un sueño, indican de manera concluyente la administración de cloroformo mientras estaba durmiendo. Una práctica tan atroz, tan criminal, debe, si se expone, resultar en una sentencia sólo menos severa que la pena de asesinato.

—Me río —dijo Parravicini, con movimiento airado de sus flacos dedos—, me río a la vez de sus teorías y de sus amenazas. Yo, Leopoldo Parravicini, no temo que la ley pueda cuestionar nada de lo que he hecho.

—Llévese a la chica. No quiero oír hablar más de ella —gritó Lady Ducayne, con su voz finita y cascada, que tan pobremente acompañaba la energía y el fuego del viejo cerebro perverso que guió su expresión—, ¡Que se vuelva con su madre! No quiero que mueran más chicas a mi servicio. Hay chicas suficientes y mucho más en el mundo, Dios lo sabe.

—Si contrata a otra acompañante, o toma a otra joven inglesa a su servicio, Lady Ducayne, haré que toda Inglaterra comente la historia de su perversidad.

—No quiero más chicas. No creo en los experimentos de este curandero. Han estado llenos de peligros para mí tanto como para la muchacha: un burbuja de aire y hubiera muerto. No me prestaré más a sus peligrosas hechicerías. Encontraré a un nuevo hombre —un hombre mejor que tú, señor, un científico como Pasteur o Virchow, un genio— para que me mantenga viva. Llévese a la chica, joven. Cásese con ella si quiere. Le firmaré un cheque por mil libras, y que se marche y viva a carne y cerveza, y se ponga fuerte y rechoncha de nuevo. No quiero saber nada más con tales experimentos. ¿Me oyes, Parravicini? —gritó vengativa Lady Ducayne, con la cara amarilla y arrugada retorciéndose de furia y clavando su mirada sobre el médico.

Los Stafford se llevaron a Bella a Várese al día siguiente, poco dispuesta como estaba a abandonar a Lady Ducayne, cuyo salario aportaba tal ayuda a su querida madre. Herbert Stafford insistió, de todos modos, tratando a Bella con tanto aplomo como si hubiera sido el médico de la familia y ella estuviera totalmente bajo su cuidado.

—¿Supone que su madre la dejaría morir aquí? —preguntó—. Si la Señora Rolleston supiera cuan enferma está, vendría de prisa a llevársela.

—No volveré a estar bien hasta que regrese a Walworth —respondió Bella, que estaba alicaída y propensa a las lágrimas esa mañana, una reacción previsible tras su buen talante del día anterior.

—Primero nos tomaremos una semana o dos en Várese —dijo Stafford—. Cuando pueda hacer medio camino al Monte Generoso sin que le palpite el corazón, regresará a Walworth.

—Mi pobre madre, ¡qué contenta se va poner de verme, y qué triste de que haya perdido un empleo tan bueno!

La conversación tuvo lugar a bordo del bote mientras se alejaban de Bellaggio. Lotta se había aparecido en el cuarto de su amiga a las siete en punto de la mañana, mucho antes de que los rugosos párpados de Lady Ducayne se abrieran a la luz del día, antes incluso de que Francine, la criada francesa, se pusiera en movimiento, y la ayudó a empacar una maleta de viaje con pertenencias, y prácticamente arrastró a Bella escaleras abajo hasta fuera del hotel sin que pudiera ofrecer la menor resistencia.

—Está todo arreglado —le aseguró Lotta—. Herbert tuvo una buena conversación con Lady Ducayne anoche, y se acordó que te marcharías esta mañana. No le gustan las inválidas, ya sabes.

—No —suspiró Bella—, no le gustan las inválidas. Ha sido muy des¬afortunado que yo me enfermara exactamente igual que la Señorita Tomson y la Señorita Blandy.

—En todo caso, no estás muerta como ellas —contestó Lotta— y mi hermano dice que no te vas a morir.

A Bella le parecía algo bastante feo ser despedida de un modo tan abrupto, sin una palabra de adiós de su empleadora.

—Me da curiosidad saber qué dirá la Señorita Torpinter cuando vaya a verla por otra ubicación –especuló Bella, con pesar, mientras desayunaba con sus amigos a bordo del vapor.

—Quizá nunca más quiera otra ubicación —dijo Stafford.

—¿Insinúa que ya nunca volveré a estar bien para ser útil a alguien?

—No, no digo nada por el estilo.

Después de cenar en Várese, luego de que Bella fuera persuadida de tomar una copa entera de vino, y se sintiera bastante animada por obra de ese desacostumbrado estimulante, el Señor Stafford extrajo una carta de su bolsillo.

—Olvidé entregarle la carta de despedida de Lady Ducayne —dijo.

—¿Qué? ¿Me ha escrito? ¡Me pone tan contenta! Odiaba dejarla de manera tan fría; después de todo, fue muy amable conmigo, y si no me gustaba sólo se debía a que era horriblemente vieja.

Abrió precipitadamente el sobre. La carta era breve y directa:

Adiós, niña. Ve y cásate con tu doctor. Adjunto un regalo de despedida para tu ajuar. ADELINE DUCAYNE

—Cien libras, el salario de un año entero... No, pero si es... ¡un cheque por mil libras! —exclamó Bella—. ¡Qué alma más generosa! Es realmente una vieja adorable.

—Extrañará estar cerca de ti, Bella —dijo Staffbrd.

Se había animado a tutearla y llamarla por su nombre de pila estando a bordo del barco. Le parecía natural ahora que estuviese a su careo hasta que los tres se hallaran de regreso en Inglaterra.

—Asumiré los privilegios de un hermano mayor hasta que desembarquemos en Dover —dijo—; después, será como tú quieras.

La cuestión de sus futuras relaciones tiene que haber sido arreglada satisfactoriamente antes de que cruzaran el canal, pues la siguiente carta de Bella a su madre comunicaba tres hechos primordiales. Primero, que el cheque adjunto por £ 1.000 iba a ser endosado y depositado en una cuenta a nombre de la Señora Rolleston y de su exclusiva propiedad para que fuera su capital y fuente de ingreso durante el resto de su vida. Luego, que Bella regresaba a Walworth de inmediato. Y por último, que iba a casarse con el Señor Herber Stafford el próximo otoño.

—Y estoy segura de lo que vas a adorar, mamá, tanto como lo amo yo —escribió Bella—. Todo es obra de Lady Ducayne. Nunca habría decidido casarme sin asegurarme ese pequeño ahorro para ti. Herbert dice que será capaz de aumentarlo a medida que pasen los años, y dondequiera que vivamos habrá siempre una habitación en nuestra casa para ti. La palabra suegra no le produce terror.

Mary Elizabeth Braddon (1837-1915)




Relatos góticos. I Relatos de Mary Elizabeth Braddon.


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El análisis y resumen del cuento de Mary Elizabeth Braddon: La buena Lady Ducayne (Good Lady Ducayne), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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