«La buena Lady Ducayne»: Mary Elizabeth Braddon; relato y análisis


«La buena Lady Ducayne»: Mary Elizabeth Braddon; relato y análisis.




La buena Lady Ducayne (Good Lady Ducayne) es un relato de vampiros de la escritora británica Mary Elizabeth Braddon (1837-1915), publicado originalmente en la edición de febrero de 1896 de la revista The Strand Magazine, y desde entonces recogido en numerosas antologías.

La buena Lady Ducayne, uno de los mejores cuentos de Mary Elizabeth Braddon, relata la historia de Bella Rolleston, una criada que entra al servicio de la anciana Lady Ducayne, quien al parecer tiene un largo historial de muertes entre su personal femenino. De hecho, esto le ocurre a Bella, quien a medida que comienza a verse más y más desmejorada, incluso decrépita, Lady Ducayne luce cada vez más joven y atractiva.

Muchos sitúan a La buena Lady Ducayne de Mary Elizabeth Braddon como un relato de vampiros, aunque aquí sería más acertado hablar de un relato de vampirismo. En efecto, Lady Ducayne es una vampiresa, pero no una convencional. Se alimenta de la sangre de sus victimas mediante transfusiones de sangre, realizadas mediante ardides y engaños y con la complicidad de su médico personal, el doctor Leopold Parravicini.

En este sentido, Lady Ducayne se asemeja en nada a los típicos vampiros del siglo XIX. Por el contrario, podríamos verla como una especie de versión moderna de Elizabeth Bathory, una que utiliza la tecnología para llevar a cabo sus oscuros designios.




La buena Lady Ducayne.
Good Lady Ducayne, Mary Elizabeth Braddon (1837-1915)

Bella Rolleston había llegado a la conclusión de que la única manera de el pan y ayudar a su madre a llevarse de vez en cuando una migaja a la boca era abrirse camino en el amplio y desconocido mundo como acompañante de una dama. Esta dispuesta a irse con cualquier señora lo suficientemente rica como para pagarle un salario y tan excéntrica como para desear una acompañante a sueldo. Cinco chelines apartados a regañadientes de uno de esos soberanos tan poco frecuentes para la madre y la hija, y que se desvanecían tan rápido, cinco chelines contantes y sonantes, habían sido entregados a una señora elegantemente vestida en una oficina de Harbeck Street, Londres, con la esperanza de que aquella misma gestora encontrase una ubicación y un salario para la Srta. Rolleston.

La gestora echó una mirada a las dos media coronas cuando quedaron sobre la mesa donde la mano de Bella las depositó para asegurarse de que no eran florines, luego redactó una descripción de las cualidades de Bella y sus requerimientos en un formidable libro de actas.

—No; no sé si no debo ofrecerme como gobernanta; acompañantes parece ser un nivel más bajo.

—Tenemos algunas Srtas altamente instruidas asentadas en nuestros libros como acompañantes o damas de compañía.

—¡Oh, comprendo! —parloteó Bella, muy locuaz en su candor juvenil—. Pero es algo bastante diferente. Mi madre no ha sido capaz de proporcionarme un piano desde que tengo doce años, de modo que remo haberme olvidado cómo se toca. Debo ayudar a mi madre con la costura y no me queda mucho tiempo para estudiar.

—Por favor, no malgaste su tiempo en darme explicaciones sobre lo que no puede hacer y tenga a bien decirme algo que sepa —dijo la gestora, jugueteando con la lapicera entre sus delicados dedos mientras esperaba para escribir—. ¿Puede leer en voz alta durante dos o tres horas cuanto menos? ¿Es enérgica y práctica, madrugadora, andariega, de temperamento apacible y servicial?

—Puedo contestar que sí a todas esas preguntas menos lo relativo al temperamento apacible. Creo que tengo un muy buen carácter y estoy ansiosa por atender a quienquiera que pague por mis servicios. Deseo que sientan que merezco realmente el salario que gano.

—La clase de señoras que vienen a verme no suelen interesarse en una acompañante charlatana —dijo la gestora con severidad, habiendo terminado de escribir en el libro—. Mis contactos residen principalmente entre la aristocracia, y en esa clase se exige la mayor deferencia.

—¡Oh, claro! —dijo Bella—. Pero es muy distinto cuando hablo con usted. Quiero decirle todo acerca de mí de una vez para siempre.

—¡Me alegraría que fuera una vez sola! —dijo la gestora, hablando para un costado.

La gestora era de una edad incierta. Llevaba un vestido de seda negra muy ajustado. Tenía una contextura frágil y un hermoso rodete postizo en la punta de la cabeza. Es posible que la aniñada frescura y la vivacidad de Bella hayan tenido un efecto irritante sobre sus débiles nervios luego de ocho horas diarias en ese calentado segundo piso de Harbeck Street. El apartamento que servía de oficina, con su alfombra de Bruselas, cortinas de terciopelo, sillas tapizadas en la misma tela y el sonoro tic-tac de un reloj francés sobre la repisa de la chimenea, sugería a Bella el lujo de un palacio, comparado con otro segundo piso en Waltworth donde la Señora Rolleston y su hija se las habían ingeniado para vivir durante los últimos seis años.

—¿Piensa que tiene algo en sus libros que pueda ser adecuado para mí? —balbuceó Bella, después de una pausa.

—¡Ay, querida, lamentablemente no! No tengo nada a la vista por el momento —respondió la gestora, que había guardado las medias coronas de Bella en una gaveta, mentalmente ausente, con la punta de sus dedos—. Ya ve, usted es muy inmadura, demasiado joven para ser acompañante de una señora de posición. Es una pena que no tenga educación suficiente como para ser institutriz, iría mejor con usted.

—¿Y cree que demorará mucho tiempo conseguirme una colocación?

—Realmente no sé decirle. ¿Tiene alguna razón particular para estar tan impaciente? Espero no sea un amorío.

—¡Un amorío! —exclamó Bella, sonrojándose—. ¡Qué verdadero disparate! Busco una colocación porque mi madre es pobre, y odio ser un peso para ella. Quiero un salario para compartirlo con ella.

—No habría mucho margen para compartir del salario que pueda conseguir a su edad y con sus modales tan inmaduros —dijo la gestora, que encontraba las rozagantes mejillas de Bella, sus ojos relucientes y su desenfrenada vivacidad cada más opresiva.

—Si tuviera la amabilidad de devolverme los honorarios, se los daría a una agencia cuyos contactos no sean tan aristocráticos —dijo Bella, que, como le contó a su madre en la relación de su entrevista, estaba decidida a no dar el brazo a torcer.

—No encontrará ninguna agencia que pueda hacer más por usted que la mía —replicó la gestora, cuyos dedos de arpía nunca habrían de soltar un céntimo—. Tendrá que esperar su oportunidad. Usted es un caso excepcional; pero la tendré en mente, y si aparece alguna cosa le escribiré. No puedo decir más que eso.

La inclinación un poco desdeñosa de su cabeza estática, pesada de mover por el postizo, indicó el fin de la entrevista. Bella regresó a Walworth aquella tarde de septiembre, taconeando fuertemente a lo largo del camino, y al llegar imitó a la gestora para divertimento de su madre y de la casera, que se quedó en la ruinosa sala de estar, después de haber traído la bandeja con el té, para aplaudir la imitación de la Srta. Rolleston.

—¡Querida, querida, qué buena imitadora es Bella! —dijo la casera—. Deberías permitirle que se dedique al teatro, madrecita. Haría fortuna como actriz.


Bella aguardó y se hizo esperanzas, y escuchó al cartero golpear la puerta para traer un paquete de cartas para los de la planta baja y el primer piso, y muy pocas para aquel humilde segundo piso, donde madre e hija se sentaban a coser a mano, tanto como con rueda y pedal, durante gran parte del día. La Señora Rolleston era una mujer de buena familia y educación; pero había tenido la mala suerte de casarse con un Bribón que durante los últimos doce años la había hecho sentir como la peor de las viudas: una esposa cuyo marido la había abandonado. Por suerte, era corajuda, industriosa y una hábil costurera, capaz de ganarse a vida por sí misma y darle de comer a su única hija haciendo mantos y Abrigos para una casa del West End. No era una vida de lujos. Una pensión barata en una calle mustia de los arrabales de Walworth Road, cenas livianas, comida casera, ropa bien remendada, habían sido la ración de madre e hija; pero se amaban tan entrañablemente, y eran tan alegres por naturaleza, que se las habían arreglado de algún modo para ser felices.

Pero ahora esta idea de abrirse paso en el mundo como acompañante e alguna fina señora había calado hondo en Bella, y aunque idolatraba su madre, y la separación de madre e hija iba a destrozar necesariamente aquellos corazones, la muchacha deseaba aventura, cambios, y se entusiasmaba pensando en ello como los pajes de antes anhelaban ser caballeros y partir hacia la Tierra Prometida para quebrar una lanza contra los infieles. Se terminó cansando de correr escaleras abajo cada vez que el cartero golpeaba la puerta sólo para oír: nada para usted, Srta., de labios de la sirvienta de cara sucia que recogía las cartas del piso del corredor. Nada para usted Srta., repetía con sorna la criada de la pensión, hasta que Bella se armó de valor y se apersonó en Haberck Street para preguntarle a la gestora cómo era posible que no hubiese encontrado colocación para ella.

—Usted es muy joven —dijo la gestora— y quiere un salario,

—Claro que quiero uno —respondió Bella—. ¿Acaso las demás personas no quieren que les paguen?

—Las muchachas de su edad generalmente quieren un hogar confortable.

—Yo no —replicó bruscamente Bella—. Quiero ayudar a mi madre.

—Pregunte la semana que viene —dijo la gestora—. Si me entero de algo en el transcurso, le escribiré.

No llegó ninguna carta de la gestora, y a la semana exacta Bella se puso el sombrero que tenía más a mano, el menos adecuado para salir bajo la lluvia, y recorrió una vez más todo el camino hasta Harbeck Street. Era una deslucida tarde de octubre, y en el aire había una tonalidad gris que se convertiría en niebla al caer la noche. Las tiendas de Walworth Road brillaban alegremente en medio de aquella atmósfera grisácea, y aunque para una muchacha criada en Mayfair o Belgravia esas vidriedas no hubiesen merecido siquiera una mirada, para Bella eran una tentación y un suplicio. ¡Había tantas cosas que deseaba y nunca estaría en condiciones de comprar! Harbeck Street es capaz de estar vacía en esta estación muerta del año: una calle larga, muy larga, una perspectiva infinita de casa eminentemente respetables.

La oficina de la gestora se encontraba al final de todo, y Bella observaba ahora esa vista larga y gris con desesperación, más fatigada de lo que usualmente estaba al venir caminando desde Walworth. Observaba, cuando de pronto un carruaje pasó a su lado, una antigua carroza amarilla, tirada por un par de imponentes caballos grises, con el aire majestuoso de una cochero que llevaba las riendas y un lacayo muy alto sentado en el pescante.

—Parece el coche del hada madrina —pensó Bella—. No me asombraría que haya empezado siendo una calabaza.

Se sorprendió al ver que la carroza amarilla se detenía frente la puerta de la gestora y el alto lacayo aguardaba al pie de la portezuela. Por un momento el dio miedo entrar y encontrarse con la propietaria de aquel espléndido carruaje. Sólo había alcanzado a echar una ojeada de la mujer que la ocupaba mientras la carroza iba andando; un sombrero de plumas, un retazo de armiño. El elegante criado de la gestora escoltó a Bella escaleras arriba y golpeó la puerta de la oficina.

—La Srta. Rolleston —anunció disculpándose, mientras Bella esperaba afuera.

—Que entre —dijo la gestora enseguida, y Bella alcanzó a oírla murmurar algo en voz baja a su cliente.

Bella entró con su fresca y floreciente imagen de juventud y seguridad, y antes de llegar a mirar a la gestora sus ojos fueron a clavarse sobre la propietaria de la carroza. Nunca había visto a nadie más viejo que la vieja dama que estaba sentada junto al hogar de la gestora: una vieja y pequeña silueta, envuelta de la barbilla a los pies en un tapado de armiño: un viejo rostro muy pálido bajo un sombrero de plumas, un rostro tan devastado por la edad que parecía limitarse a un par de ojos y un mentón puntiagudo. La nariz también era puntiaguda, pero entre el mentón marcadamente en punta y sus grandes ojos brillantes, la pequeña nariz aquilina apenas resultaba visible.

—Ésta es la Srta. Rolleston, Lady Ducayne.

Garras semejantes a dedos, en las cuales brillaban anillos, levantaron un par de gruesas lentes hasta los negros ojos fulgurantes de Lady Ducayne, y a través de las lentes Bella vio cómo aquellos ojos de un brillo inhumano crecieron hasta adquirir un tamaño gigantesco y lanzaron sobre ella una mirada horriblemente feroz.

—La Srta. Torpinter me ha dicho todo sobre ti —dijo la vieja voz que pertenecía a aquellos ojos—. ¿Tienes buena salud? ¿Eres fuerte y enérgica, de comer bien, dormir bien, andar bien y capaz de disfrutar todo lo que hay de bueno en la vida?

—Nunca supe lo que es estar enferma o sin hacer nada —contestó Bella.

—Entonces creo que trabajarás para mí.

—Por supuesto, en caso de que las referencias sean perfectamente satisfactorias —intercedió la gestora.

—No deseo referencias. La muchacha parece franca e inocente. Le tomaré la palabra.

—Como prefiera, querida Lady Ducayne —murmuró la gestora.

—Quiero una joven fuerte cuya salud no me dé trabajo.

—Ha tenido tanta mala suerte al respecto —dijo con arrulladora voz la Srta. Torpinter, cuyos modales se habían tornado de una enternecedora suavidad ante la presencia de la anciana.

—Sí, he sido más bien desafortunada —gruñó Lady Ducayne.

—Pero estoy segura de que la Srta. Rolleston no la defraudará, aunque claro, después de la desagradable experiencia con la Srta. Tomson, que era la imagen de la salud, y la Srta. Blandy, que decía que nunca había vuelto a ver a un doctor desde que la habían vacunado.

—Mentiras, qué duda cabe —rezongó Lady Ducayne, y luego dirigiéndose a Bella, preguntó lacónicamente—: Supongo que no tienes problemas en pasar el invierno en Italia, ¿no es así?

—Toda mi vida he soñado ver Italia —dijo Bella dando un suspiro. ¡De Walworth a Italia! ¡Qué lejano, qué imposible parecía semejante viaje para un espíritu soñador y romántico!

—Bien, tu sueño se hará realidad. Prepárate a dejar Charing Cross en un tren de lujo la semana que viene a las once. Asegúrate de estar en la estación un cuarto antes de hora antes. Mi gente se ocupará de ti y del equipaje.

Lady Ducayne se levantó de la silla con la ayuda de su bastón, y la Srta. Torpinter la escoltó hasta la puerta.

—Y en lo concerniente al salario —planteó la gestora en el camino.

—El salario, oh, el mismo de costumbre, y si la joven quiere una quincena por adelantado puede usted escribirme para que le mande un cheque —respondió Lady Ducayne despreocupadamente.

La Srta. Torpinter bajó las escaleras con su cliente y esperó verla sentada en la carroza amarilla. Al regresar, estaba ligeramente sin aliento y volvió a adoptar aquel tono de superioridad que irritaba tanto a Bella.

—Puede considerarse increíblemente afortunada, Srta. Rolleston —dijo—. Tengo docenas de muchachas en mis libros a las que podría haber recomendado para esta colocación, pero recordé que le había dicho que preguntara esta tarde y pensé en darle una oportunidad. La anciana Lady Ducayne es una de las mejores personas en mis libros. Le da a su acompañante cien libras al año y paga todos los gastos de movilidad. Vivirá en regazos del lujo.

—¡Cien libras al año! ¡Qué adorable! ¿Tendré que vestirme espléndida? ¿Lady Ducayne mantiene muchas relaciones?

—¡A su edad! No, vive recluida en sus apartamentos: su criada francesa, su lacayo, su médico de cabecera, su mensajero.

—¿Por qué la abandonaron las otras acompañantes?

—¡Su salud se debilitó!

—Pobrecitas, ¿y por eso tuvieron que marcharse?

—Sí, tuvieron que marcharse. Supongo que querrá el salario de una quincena por adelantado.

—¡Oh, sí, por favor! Tengo cosas que comprar.

—Muy bien. Le pediré un cheque a Lady Ducayne, y le enviaré el balance, deducida mi comisión por un año.

—A decir verdad, me había olvidado de la comisión.

—No va a creer que mantengo esta oficina por placer.

—Claro que no —murmuró Bella, acordándose de los cinco chelines por los honorarios de inscripción, pero entonces nadie podía imaginarse cien libras al año y un invierno en Italia.


Carta de la Srta. Rolleston, en Cabo Ferrino, a la Sra. Rolleston, en Beresford Street, Walworth, Londres:

¡Cómo me gustaría que pudieras ver este lugar, madre querida: el cielo azul, los olivares, los huertos de naranjos y limones entre los acantilados y el mar, refugiándose en los huecos de las grandes montañas, con olas de verano que se encaraman sobre los arrecifes de corales y algas que constituyen la idea italiana de una playa! ¡Oh, cómo me gustaría que pudieras verlo todo, querida mía, y qué tomaras sol bajo estos rayos que hacen tan poco creíble la fecha en el encabezamiento de esta carta! ¡Noviembre! El aire se asemeja al de Inglaterra en junio; el sol calienta tanto que no puedo caminar unas pocas yardas sin sombrilla. ¡Y pensar que estás en Walworth mientras yo estoy aquí! Lloro al pensar que quizás nunca verás estas cosas adorables, este mar extraordinario, estas flores de estío que florecen en invierno. Hay un cerco de geranios rosados bajo mi ventana, madre, un espeso y frondoso cerco, como si las flores crecieran salvajamente, ¡y hay rosas de Dijon colgando sobre arcos y empalizadas a lo largo de toda la terraza, un jardín de rosas lleno de perfume en noviembre! ¡Figúratelo!

No puedes imaginarte el lujo de este hotel. Es prácticamente nuevo y ha sido construido y decorado sin reparar en gastos. Nuestros cuartos están tapizados de un satén azul claro, que resalta la contextura apergaminada de Lady Ducayne, pero como, salvo cuando está en el carruaje, se sienta todo el día en un rincón del balcón para tomar sol y pasa toda la noche en su mecedora junto al fuego y nunca ve a nadie más que a su propia gente, su presencia cuenta muy poco.

Lady Ducayne ha tomado el conjunto de habitaciones más hermosas del hotel. Mi dormitorio está en un interior, un dormitorio superlativamente encantador: todo satén azul y encajes blancos, muebles esmaltados también de blanco, espejos en cada pared, de modo que hasta veo mi gracioso perfil como nunca lo había visto antes. El cuarto estaba en realidad destinado a ser el vestidor de Lady Ducayne, pero le dio orden de que uno de los canapés de satén fuera acondicionado como cama para mí, una cama hermosísima que puedo correr hasta la ventana las mañanas de sol, ya que está sobre rodillos y es fácil de mover.

Tengo la sensación de que Lady Ducayne fuese una anciana y linda abuela que de pronto apareció en mi vida, muy, muy rica, y muy, muy amable. No es para nada cargosa. Le leo en voz alta un buen rato, y ella dormita y cabecea mientras leo. A veces la oigo gemir dormida, como si tuviera sueños angustiosos. Cuando se cansa de mi lectura, le ordena a Francine, su doncella, que le lea en francés una novela, y escucho su risita ahogada y sus gruñidos a cada momento, como si estuviera más interesada en esos libros que en Dickens o Scott.

Mi francés no es lo suficientemente bueno como para seguir a Francine, que lee muy rápido. Tengo bastante tiempo libre, pues Lady Ducayne a menudo me dice que salga y me divierta; me agrada perderme en los olivares, tratando de ir cada vez más arriba, hasta donde están los bosques de pinos y aún más arriba, hasta donde están las montañas nevadas que muestran sus blancos picos por encima de las oscuras colinas. ¡Oh, mi pobre madre, cómo puedo hacerte entender a qué se asemeja este lugar, a ti, cuyos pobres y cansados ojos sólo tienen enfrente Beresford Street! Algunas veces no voy mucho más allá de la terraza que está sobre el frente del hotel, el lugar favorito para conversar con todo el mundo.

Abajo se extienden el jardín y los campos de tenis en los que a veces juego con una chica muy fina, la única persona en el hotel de la que me he hecho amiga. Es un año mayor que yo, y vino a Cabo Ferrino con su hermano, un doctor o un estudiante de medicina que está por graduarse. Aprobó su examen de maestría en Edimburgo. Ella tuvo un delicado problema de pecho el último verano y le ordenaron pasar el invierno afuera. Son huérfanos, están solos en el mundo y son muy apegados entre sí. Me encanta haberme hecho de una amiga como Lotta. Es una persona altamente respetable. No puedo usar esa expresión para algunas chicas del hotel que se comportan de una manera que sé que te pondrían los pelos de punta. Lotta fue criada por una tía en un pueblito del interior del país y no sabe mucho que digamos de la vida. Su hermano no le permite leer una novela, en inglés o francés, sin que él la haya leído y aprobado.

Me trata como a una criatura —me dijo—, pero no me importa; es lindo saber que alguien te quiere y se preocupa por lo que haces, e incluso por lo que piensas.

Tal vez eso es lo que hace que muchas chicas se pongan tan ansiosas por conseguir marido: el deseo de encontrar a alguien fuerte, honesto y decidido, que las cuide de verdad y les ordene lo que tienen que hacer. Yo no busco eso, querida madre, porque te tengo a ti, y tú eres el mundo entero para mí. Ningún marido podría venir a interponerse entre nosotras. Si alguna vez llego a casarme, mi marido ocupará un segundo lugar en mi corazón. Pero no me imagino casada, ni recibiendo una propuesta de casamiento. Ningún joven pretendería casarse en estos tiempos con una muchacha sin dinero. La vida es demasiado cara. El Sr. Stafford, el hermano de Lotta, es muy inteligente y muy amable.

Piensa que ha de ser duro para mi tener que vivir con una mujer anciana como Lady Ducayne, pero ignora cuán pobres somos, tanto tú como yo, y cuán maravilloso es para mí encontrarme en un sitio tan adorable mientras tú, que lo necesitas mucho más que yo, no tienes nada de esto —y difícilmente puedas imaginarte lo que son, no es cierto, ¿querida mía?—, pues mi padre comenzó a ir a las carreras enseguida después de que se casaron y desde entonces la vida no ha sido para ti más que inconvenientes, preocupaciones y estar dando batalla.



Esta carta fue escrita cuando Bella no había pasado más de un mes en Cabo Ferrino, antes de que la novedad del paisaje se desvaneciera, y antes también de que le placer provocado por el lujo que la rodeaba comenzara a hastiarla. Escribía a su madre todas las semanas largas cartas como las que las chicas que han vivido en la más estrecha compañía de su progenitora solamente pueden escribir; cartas que eran como un diario íntimo en los que abría su corazón y sus pensamientos. Escribía con alegría, pero a principios del año entrante la Sra. Rolleston creyó detectar, por debajo de la exquisita descripción del lugar y la gente, un rasgo de melancolía.

Pobrecita, está sintiendo nostalgia —pensó—. Su corazón estén en Beresford Street.

Tal vez extrañaba a su nueva amiga y compañera, Lotta Stafford, que se había ido con su hermano a recorrer Génova y Spezia hasta llegar a Pisa. Regresarían antes de febrero, pero entretanto Bella naturalmente se sentía sola entre personas desconocidas, cuyos modales y comportamientos describía tan bien en sus cartas. El instinto materno estaba en lo cierto. Bella no se hallaba muy contenta después de aquella primera afluencia de prodigios y deleites que siguieron a su mudanza de Walworth a la Riviera. De alguna manera, no sabía cómo, cierta lasitud se había apoderado de ella. Ya no deseaba escalar las montañas, ni blandir su palito de naranjo, rebosante de júbilo, mientras ligeros sus pies saltaban sobre las rocas y la hierba seca de la ladera de la montaña.

El perfume del romero y el tomillo, el fresco aire del mar, ya no la llenaban de éxtasis. Pensaba en Beresford Street y en el rostro de su madre con enfermiza melancolía. ¡Estaban tan, pero tan lejos! Y entonces pensaba en Lady Ducayne, sentada junto a los leños que se apilaban al lado del hogar que calentaba el salón, pensaba en aquel perfil enjuto de cascanueces y aquellos ojos brillosos de un invencible horror.

Los huéspedes del hotel le habían dicho que el aire de Cabo Ferrino relajaba, adaptándose mejor a los viejos que a los jóvenes, a los enfermos que a los sanos. No había duda de que era así. No se sentía tan bien como en Walworth, pero se dijo que sólo estaba sufriendo la desgarradora separación de su niñez, de su madre, que la había criado y era al mismo tiempo su hermana, su sostén, todo lo que tenía en el mundo. Había derramado muchas lágrimas al partir, había pasado profundas horas de melancolía en la terraza de mármol mirando con añoranza hacia el oeste y con el corazón puestos a miles de kilométros de distancia. Estaba sentada en su lugar favorito, un ángulo hacia el extremo oeste de la terraza, un tranquilo rincón al amparo de los naranjos, cuando oyó a una pareja de habitués de la Riviera conversando en el jardín de abajo. Se hallaban colocados en un banco contra la pared de la terraza. No tenía intención de escuchar lo que decían, hasta que el sonido del nombre de Lady Ducayne atrajo su atención, y entonces se puso a escuchar sin pensar si era correcto o non lo que hacía. Hablaban sin tapujos, discurriendo de manera casual sobre otro huésped del hotel con quien mantenían relaciones.

Se trataba de dos personas mayores a las que Bella sólo conocía de vista. Un clérigo inglés que durante la mitad de su vida había pasado los inviernos en el extranjero y una gorda solterona, muy simpática, cuya bronquitis crónica la obligaba anualmente a emigrar.

—Me la he encontrado en Italia a lo largo de los últimos diez años —dijo la dama—; pero nunca pude averiguar su verdadera edad.

—Yo le doy cien años, ni uno menos —replicó el párroco—. Sus recuerdos se remontan a la Regencia. Entonces se encontraba evidentemente en su cenit; y le he oído decir cosas que muestran que frecuentaba la sociedad parisina cuando el Primer Imperio estaba su apogeo, antes de que se divorciara Josefina.

—No habla mucho ahora.

—No; no queda mucha vida en ella. Es prudente de su parte mantenerse recluida. Me asombra que ese perverso curandero, su médico italiano, no la haya desahuciado hace años.

—Sospecho que debe ser al revés y que él es el que la mantiene con vida.

—Querida Srta. Sanders, ¿usted francamente cree que ese matasanos extranjero puede mantener a alguien con vida?

—Bueno, allí la tiene. No va a ningún lado sin él. Su aspecto es verdaderamente desagradable.

—Desagradabale —repitió el párroco—. Creo que ni el maligno en persona podría batirlo en cuanto a fealdad. Lamento que esa pobre joven tenga que vivir entre la vieja Lady Ducayne y el Doctor Parravicicni.

—Pero la anciana es muy buena con sus acompañantes.

—Sin duda. Es muy liberal con el dinero; los sirvientes le dicen la buena Lady Ducayne. Es una anciana y marchita ricachona, que sabe que nunca será capaz de gastarse todo el dinero y no soporta la idea de que otra gente lo disfrute cuando ella se encuentre en un ataúd. Las personas que llegan a tan viejas acaban esclavizándose a la vida. No dudo de que es generosa con esas pobre muchachas, pero no puede hacerlas felices. Todas mueren a su servicio.

—No diga todas, Sr. Carton; sé que una pobre joven murió en Mentone la primavera pasada.

—Sí, y otra pobre muchacha murió en Roma tres años atrás. Yo estaba allí en ese momento. La buena Lady Ducayne la dejó en manos de una familia inglesa. La joven tenía todas las comodidades. La anciana fue muy liberal con ella, pero murió. Le digo. Srta. Manders, que no es bueno para ninguna mujer vivir con seres tan horrorosos como Lady Ducayne y Parravicini.

Luego siguieron conversando de otras cosas, pero Bella ya no pudo oír qué decían. Permaneció inmóvil, y una ráfaga de viento pareció bajar desde las montañas y trepar hasta ella desde el mar, haciendo que tiritara de frío, sentada al sol como se hallaba, bajo las ramas de los naranjos, en medio de toda aquella belleza y aquel esplendor. Sí, eran siniestros, los dos, ciertamente: ella parecía una bruja aristocrática con su piel marchita; él, un ser sin edad, con un rostro que se asemejaba más a una máscara de cera que un semblante humano. ¿Qué había de malo en ello? La vejez es venerable y digna del mayor respeto; y Lady Ducayne había sido muy amable con ella. El Doctor Parravicini era un estudioso inocente e inofensivo, que raramente levantaba la vista de los libros que estaba leyendo. Tenía su sala de estar privada, donde realizaba experimentos de química y ciencias naturales, tal vez de alquimia. ¿Qué podía tener de malo para Bella? Siempre había sido cortés con ella, en su trato distante. No podía estar mejor ubicada de lo que estaba, en ese palacio de hotel y con esa rica anciana.

Sin duda extrañaba a la joven inglesa que había sido tan amigable y bien podía ser también que echase de menos al hermano de la muchacha, ya que el Señor Stafford conversaba mucho con ella y se mostraba interesado en los libros que leía y su manera de divertirse cuando no estaba en funciones.

—Debería venir a nuestro salón cuando no está de turno, como dicen en el hospital las enfermeras; podemos hacer un poco de música. ¿No es cierto que toca el piano y canta? —le dijo el Señor Stafford, ante lo cual Bella tenía que decir, roja de vergüenza, que hacía años que se había olvidado cómo se tocaba.

—Mi madre y yo solíamos cantar a dúo a la luz de las velas, sin acompañamiento –dijo ella, y las lágrimas acudieron a sus ojos al pensar en la humilde habitación, la media hora de descanso, la máquina de coser en el lugar donde debía estar el piano y la voz lastimera de su madre, tan dulce, tan verdadera, tan entrañable.

A veces se descubría preguntándose si volvería a ver a su madre algún día. Extraños presentimientos acudían a su mente. Estaba disgustada consigo misma por entregarse a pensamientos melancólicos. Un día le preguntó a la criada francesa de Lady Ducayne acerca de las dos acompañantes que habían muerto en el transcurso de tres años.

—Eran pobres y débiles criaturas —dijo Francine—. Tenían un aspecto rozagante y lleno de bríos cuando empezaron con Miladi; pero comían demasiado y eran perezosas. Murieron de lujuria y haraganería. Miladi fue tan gentil con ellas. No tenían nada que hacer, así que empezaron a imaginarse cosas; tejer fantasías en el aire no les hacía bien: no podían dormir.

—Yo duermo muy bien, pero he tenido varias veces un sueño muy extraño desde que me encuentro en Italia.

—¡Ay, va a ser mejor que no empiece a pensar en los sueños, o va a terminar como aquellas jóvenes! Soñaban mucho y un buen día empezaron a soñar que estaban en un cementerio.

El sueño la perturbó un poco, no porque se tratara de un sueño horrible y estremecedor, sino porque era una suma de sensaciones que nunca antes había tenido dormida: un chirrido de ruedas que giraban en su cabeza, un ruido enorme semejante al rechinar del viento, pero con el ritmo del tic-tac de un gigantesco reloj. Y en medio de ese albo¬roto como de ráfagas y de olas, tuvo la sensación de que se hundía en un remolino de inconsciencia, que caía desde aquel sueño en un sueño aún más profundo, en la total extinción. Y luego, después de ese negro intervalo, oyó el sonido de voces, y a continuación el chirrido de las ruedas nuevamente, cada vez más fuerte, y otra vez el negro abismo, al cabo de lo cual se despertó sintiéndose lánguida y oprimida. Un día, en la única ocasión que solicitó su consejo profesional, le contó al Doctor Parravicini sobre su sueño. Había padecido más que severamente a los mosquitos después de Navidad, y se había asustado bastante al encontrar una herida sobre su hombro que sólo podía atribuir al venenoso aguijón de uno de aquellos torturadores. Parravicini se puso las lentes y contempló la inflamación sobre el hombro blanco y redondeado, mientras Bella permanecía de pie frente a él y Lady Ducayne con la camisa desabrochada hasta el codo.

—Sí, no es broma —dijo—; la ha picado en la desembocadura de una vena. ¡Vaya vampiro! Pero no le ha hecho daño, nada que un pequeño vendaje no pueda sanar. Debe mostrarme siempre cualquier picadura de esta naturaleza. Podría ser peligrosa si no se atiende. Esas criaturas inoculan veneno y lo diseminan.

—Y pensar que esas criaturas diminutas pueden picar así —dijo Bella—. Mi hombro parece que hubiese sido cortado con un cuchillo.

—Si le mostrara el aguijón de un mosquito bajo el microscopio, no se sorprendería de ello —replicó Parravicini.

Bella tuvo que tolerar las picaduras de mosquito, aun cuando eran en la naciente de una vena y producían esa herida desagradable. La herida reapareció otras veces a largos intervalos y Bella encontró en los vendajes del Doctor Parravicini una rápida cura. Si era el curandero que decían sus enemigos, al menos tenía una mano hábil y un tacto delicado al realizar aquella pequeña operación.


Bella Rolleston a la Sra. Rolleston, 14 de abril
Mi siempre adorada:

Mira el cheque por mi salario de la segunda quincena: veinticinco libras. No hay quien se quede con un billete de diez libras por un año de comisión como la última vez; así que es todo para ti, madre querida. Del dinero que traje conmigo cuando insististe en que me quedara con más de lo que quería, aún me sobra suficiente para gastos personales. No hay manera de gastar dinero aquí, excepto en propinas ocasionales a los sirvientes o en limosnas para los mendigos o huérfanos, a menos que uno tenga que pagar impuestos por lo que en verdad le gustaría comprar: tortugas, conchas de mar, corales, cintas. Es tan ridículo, querida, que sólo un millonario podría pensar en hacerlo. Italia es un sueño de belleza, pero para ir de compras llévame a Newington Causeway.

Me preguntas tan seriamente si me encuentro bien que sospecho que mis últimas cartas han debido de ser un poco insulsas. Sí, querida mía, estoy bien, aunque no me hallo tan fuerte como cuando acostumbraba ir caminando hasta el West End para comprar una libra de té, sólo por mantenerme en forma, o hasta Dulwich para mirar cuadros. Italia es sedante, y siento lo que la gente de aquí llama “flojera”. Pero ya me imagino tu adorada cara de preocupación al leer esto. De verdad, no estoy enferma, créeme. Sólo estoy un poco cansada de este formidable escenario, como supongo que uno podría llegar a cansarse de contemplar un cuadro de Turner si estuviera siempre colgado en la pared que está enfrente de uno. Pienso en ti a cada momento del día, pienso en ti y en mi modesta y pequeña habitación, en nuestro raído salón, con las butacas de la demolición de tu vieja casa y Dick cantando en su jaula sobre la máquina de coser. Querida, el loco y chillón de Dick que, nos ilusionábamos, se encariñaría apasionadamente con nosotras. Dime en tu próxima carta, si está bien.

Mi amiga Lotta y su hermano no han regresado. Se fueron de Pisa a Roma. ¡Felices mortales! Y han de estar en los lagos de Italia para mayo; todavía no habían decidido a cuál lago cuando Lotta me escribió por última vez. Su correspondencia ha sido encantadora, y me ha confiado todos sus flirteos. Iremos todos juntos a Bellaggio la semana próxima pasando por Génova y Milán. ¿No es formidable? Lady Ducayne viaja haciendo paradas, excepto cuando es despachada en un tren de lujo. Nos detendremos dos días en Génova y uno en Milán. Voy a taladrarte los oídos hablándote de Italia cuando regrese a casa.



Herbert Stafford y su hermana conversaban a menudo sobre la preciosa inglesita de fresco semblante, cuyo delicioso color rozagante se destacaba entre todas las caras amarillentas del Grand Hotel. El joven médico pensaba en ella con compasiva ternura: su absoluta soledad en aquel vasto hotel donde había tanta gente, su bondad con aquella anciana mujer, en un lugar donde nadie tenía la mente puesta en otra cosa que en disfrutar de la vida. Era un destino duro, y la pobre chica era evidentemente muy devota de su madre y la apenaba mucho estar separada de ella; "dos mujeres solas en el mundo, muy pobres, y la una para la otra", pensaba Stafford.
Lotta le contó una mañana que volverían a encontrarse todos en Bellaggio.

—La vieja y su corte estarán allí antes que nosotros —dijo—. Me va a encantar tener conmigo a Bella de nuevo. Es tan alegre y divertida, a pesar del aire melancólico que suele tener. Nunca me hice amiga de una chica en tan poco tiempo como ocurrió con ella.

—Me gusta cuando está un poco melancólica —dijo Herbert—, pues entonces estoy seguro de que tiene un corazón.

—¿Qué sabes de corazones, excepto diseccionarlos? No olvides que Bella es absolutamente pobre. Me contó confidencialmente que su madre hace manteles para una tienda del West End. Difícilmente puedas conocer abismo más profundo que ése.

—No pensaría menos en ella si su madre fabricara cajas de fósforos.

—No en abstracto, por supuesto. Hacer cajas de fósforos es un trabajo honesto. Pero no podrías casarte con una chica cuya madre cose manteles.

—Aún no hemos llegado a considerar la cuestión –respondió Herbert, que parecía estar provocando a su hermana.

En dos años de práctica hospitalaria había visto demasiado de cerca las realidades más espantosas como para mantener prejuicios de esa especie. El cáncer, la tisis, la gangrena le dejaban a uno poco margen de respeto por la humanidad. La raíz era siempre la misma, algo temible y prodigioso: una cuestión que producía terror y piedad. El Señor Stafford y su hermana llegaron a Bellaggio un agradable atardecer de mayo. El sol se iba poniendo a medida que el vapor se aproximaba a la explanada, y toda la gloria de floraciones púrpuras que envolvía las paredes en esa estación del año parecía agitarse y volverse más profunda a la luz del crepúsculo. Un grupo de damas esperaba de pie sobre la explanada, y entre ellas Herbert divisó un pálido rostro que lo arrancó de un sobresalto de su habitual compostura.

—Allí está Bella —murmuró Lotta a su lado—, pero está terriblemente cambiada. Está que es un desastre.

Pocos minutos después estrechaban sus manos con ella, y un brillo iluminó su pobre rostro atormentado en el placer de verlos de nuevo.

—Imaginé que llegarían esta tarde —dijo—. Estamos aquí desde hace una semana.

Bella no agregó que había ido hasta allí todas las tardes para ver llegar los barcos, e incluso varias veces durante el día. Gran Bretaña estaba cerca, y hubiera sido fácil para ella saltar de la explanada al sonar la campana del barco. Sentía alegría de encontrarse con aquellas personas de nuevo; tenía la sensación de estar con amigos, una confianza que la bondad de Lady Ducayne nunca le había inspirado.

—¡Oh, mi pobre querida, qué horriblemente enferma has de haber estado! —exclamó Lotta, cuando las dos muchachas se abrazaron. Bella intentó contestar, pero su voz se ahogó en lágrimas.

—¿Cuál ha sido la causa, querida? Esa horrible gripe, supongo.

—No, no. No he estado enferma. Sólo me he sentido un poco más débil que lo acostumbrado. No creo que el aire de Cabo Ferrino me siente muy bien.

—Te sienta abominablemente mal. Nunca vi cambio semejante en nadie. ¿Por qué no dejas que te examine Herbert? Está habilitado para ejercer, lo sabes. En Londres atendió a muchos pacientes con gripe. Estaban contentos de oír que un médico inglés los aconsejaba en términos amables.

—¡Estoy segura de que es muy inteligente! Pero no es para nada el caso. No estoy enferma, y si lo estuviera, el médico de Lady Ducayne

—¿Ese hombre espantoso de cara amarilla? Antes preferiría ponerme en manos de uno de los Borgia. Espero que no hayas estado tornando ninguna de sus medicinas.

Esto decían mientras los tres iban caminando hacia el hotel. Las habitaciones de los Stafford habían sido reservadas por adelantado; una hermosa planta baja que se abría sobre un jardín. Los majestuosos apartamentos de Lady Ducayne se hallaban en el piso de arriba.

—Creo que nuestros cuartos se encuentran justo encima de los de ustedes —dijo Bella.

—Entonces será de lo más fácil para ti bajar corriendo a vernos —respondió Lotta, sin saber que no era realmente tan fácil, ya que la gran escalinata estaba en el centro del hotel.

—¡Oh, de todos modos será muy fácil! —dijo Bella—. Me temo que disfrutarás bastante de mi compañía. Lady Ducayne duerme la mitad del día con este clima caluroso, de modo que tengo una buena cantidad de tiempo disponible, y me deprimo tremendamente pensando en mi madre y mi hogar.

Su voz se quebró al pronunciar esta última palabra. Nunca se había puesto a pensar que aquella pobre pensión que evocaba con el dulce nombre de “hogar” eran lo más bello que el arte y la salud le habían deparado. Se enjugaba las lágrimas y suspiraba en aquel adorable jardín, con el lago iluminado por el sol y las románticas colinas desplegando toda aquella belleza ante sus ojos. Se sentía melancolizada y tenía sueños o, más bien, un mal sueño que regresaba de vez en cuando para dejarle las más extrañas sensaciones. Parecía más una alucinación que una pesadilla: el chirriar de la ruedas, la impresión de que se precipitaba en un abismo, el debatirse hasta recobrar la conciencia. Había tenido aquel sueño apenas antes de dejar Cabo Ferrino, pero no desde que habían llegado a Bellaggio, y la joven comenzaba a esperanzarse con que el aire en esta región de lagos le sentase mejor y que aquellas extrañas sensaciones no fueran a repetirse nunca más.

El Señor Stafford firmó una receta y la mandó preparar en lo de un boticario próximo al hotel. Era un tónico poderoso, y después de un par de frascos, uno o dos paseos en bote por el lago y una caminata por las colinas y los prados donde las flores de primavera hacían que la tierra semejase un paraíso, el espíritu y el aspecto físico de Bella mejorarían como por arte de magia.

—Es un tónico maravilloso —dijo ella, pero quizás en lo más profundo de su corazón sabía que la suave voz del médico, y la amable mano que la ayudaba a subir y bajar del bote en el lago, tenían algo que ver con que se curara.

—Espero que no olvides que su madre hace manteles —decía Lottta, en tono de advertencia.

—O cajas de fósforos, es exactamente lo mismo, hasta donde alcanzo a comprender.

—¿Quieres decir que bajo ninguna circunstancia piensas en casarte con ella?

—Quiero decir que si me llegara a enamorar de una mujer lo suficiente como para pensar en casarme con ella, su riqueza o rango social no contarían en nada para mí. Pero me temo... me temo que tu pobre amiga no vivirá para ser la esposa de ningún hombre.

—¿Piensas que está muy enferma?

Herbert suspiró y dejó la pregunta sin contestar.

Un día, mientras recogían jacintos silvestres en una pradera elevada, Bella le habló al Señor Stafford acerca de su pesadilla.

—Es curioso sólo porque se asemeja muy poco a un sueño —dijo ella—. Supongo que usted puede encontrarle alguna explicación de sentido común a esto. La posición de mi cabeza en la almohada, o el clima, o algo.

Y entonces ella describió sus sensaciones; cómo en medio del sueño le sobrevenía una sensación de ahogo, y luego cómo oía el chirrido de unas ruedas, tan fuerte, tan terrible, y cómo después se producía un blanco, y al cabo de eso volvía a estar consciente y despierta.

—¿Alguna vez le suministraron cloroformo? ¿El dentista, por ejemplo?

—Nunca. El Doctor Parravicini me lo preguntó un día.

—¿Recientemente?

—No, hace algún tiempo, cuando estábamos en el tren de lujo.

—¿El Doctor Parravicini le recetó algo desde que empezó a sentirse débil y enferma?

—¡Oh, me daba un tónico de vez en cuando! Pero yo odio los remedios y apenas probé el brebaje. Pero le digo que no estoy enferma, sólo más débil que lo acostumbrado. Me sentía ridículamente fuerte y bien cuando vivía en Walworth, y solía dar largas caminatas todos los días. Mi madre me hacía ir andando hasta Dulwich o Norwood, por miedo de que la máquina de coser me hiciera sufrir de la columna; algunas veces –pero sólo unas pocas– venía conmigo. Por lo general se quedaba cosiendo en casa mientras yo disfrutaba del aire fresco y del ejercicio. Y era muy cuidadosa con nuestra comida que, por sencilla que fuese, debía ser siempre nutritiva y abundante. Debo a sus cuidados haber crecido saludable y fuerte.

—No pareces saludable ni fuerte ahora, mi pobre querida —dijo Lotta.

—Tengo la impresión de que Italia no me sienta bien.

—Quizá lo que te enferma no es Italia, sino estar encerrada con Lady Ducayne.

—Pero nunca estoy encerrada. Lady Ducayne es extremadamente amable, y me permite pasear o sentarme en la balaustrada el día entero si lo deseo. He leído más novelas desde que estoy con ella que en el resto de mi vida.

—Entonces se diferencia mucho del común de las ancianas, que suelen ser despóticas —dijo Stafford—. Me sorprende que lleve a una acompañante consigo, si tiene tan poca necesidad de relacionarse.

—¡Oh, yo sólo formo parte de su corte! Ella es extraordinariamente rica, y el salario que da no cuenta. En cuanto al Doctor Parravicini, sé que es un médico inteligente, pues curó mis horribles picaduras de mosquitos.

—Un poco de amoníaco bastaría en la primera etapa de la inflamación. Pero ahora no hay mosquitos que la molesten.

—¡Oh, sí, claro que los hay! Me picó uno justo después de que dejamos Cabo Ferrino.

Bella desabrochó su camisa de lino y mostró la cicatriz, que el Señor Stafford observó resueltamente, con una mirada de asombro y perplejidad.

—Esto no es una picadura de mosquito —dijo.

—¡Oh, sí lo es, a menos que haya serpientes o culebras en Cabo Ferrino!

—No se trata en absoluto de una picadura. Está bromeando conmigo. Señorita Rolleston, se ha dejado sacar sangre por ese maldito curandero italiano. Mataron al más grande hombre de la Europa moderna de ese modo, recuerde. Ha sido una locura de su parte.

—Nunca en mi vida me han sacado sangre, Señor Stafford.

—¡Tonterías! Permítame ver su otro hombro. ¿Tiene más picaduras de mosquito?

—Sí; el Doctor Parravicini dice que tengo una piel que no sana fácilmente, y que ese veneno actúa más virulentamente conmigo que con otra gente.

Stafford examinó ambos hombros a plena luz del sol: había cicatrices nuevas y viejas.

—Esas mordeduras son muy serias, Señorita Rolleston —dijo—, y si llego a encontrar a ese mosquito lo haré arrepentirse. Pero ahora dígame, mi querida niña, bajo su palabra de honor, dígame como se lo diría a un amigo que está sinceramente preocupado por su salud y felicidad, como se lo diría a su madre si estuviera aquí para preguntárselo: ¿no tiene idea de cuál podría ser la causa de esas cicatrices, descartando las picaduras de mosquito? ¿ninguna sospecha?

—¡No, de veras! No, lo juro por mi honor! Nunca he visto a un mosquito picando mi hombro. Uno nunca ve esos horribles malvados. Pero los he oído revolotear bajo las cortinas y sé que he tenido a uno de esos pestilentes desgraciados zumbando a mi alrededor.

Ese mismo día más tarde, Bella y sus amigos se hallaban sentados tomando el té en el jardín, cuando Lady Ducayne salió a dar su paseo vespertino con su médico.

—¿Cuánto tiempo piensa permanecer con Lady Ducayne, Señorita Rolleston? —preguntó Herbert Stafford, después de un prudente silencio, interrumpiendo la charla trivial de las dos muchachas.

—El tiempo en que siga pagándome veinticinco libras por quincena.

—¿Aunque sienta que su salud se deteriora estando a su servicio?

—No es el empleo lo que lesiona mi salud. Ya ve que no tengo realmente nada que hacer: leer en voz alta una hora o más una o dos veces por semana, escribir en un minuto alguna que otra carta a un minorista en Londres. Nunca tendré tanto tiempo libre con nadie. Y ninguna otra persona me pagaría cien libras al año.

—¿Quiere decir entonces que seguirá mientras resista, que morirá en su puesto?

—¿Cómo las otras dos acompañantes? ¡No! Si llego a sentirme enferma, realmente enferma, me subiré a un tren y regresaré directamente a Walworth.

—¿Qué fue lo que ocurrió con las otras dos acompañantes?

—Murieron las dos. Fue una gran desgracia para Lady Ducayne. Por eso fue que me contrató; me eligió porque era joven y vigorosa. Debió sentirse un poco disgustada cuando comencé a empalidecer y debilitarme. A propósito, cuando le hablé del excelente tónico que me había recetado, dijo que le gustaría verlo y tener una pequeña conversación con usted acerca de su propio caso.

—Yo también debería ver a Lady Ducayne. ¿Cuándo le dijo eso?

—Antes de ayer.

—¿Por qué no le pregunta si quiere verme esta tarde?

—¡Con mucho gusto! Tengo curiosidad por saber qué pensará de ella. A un extraño puede parecerle horrible; pero el Doctor Parravicini dice que alguna vez fue hermosa.

Eran cerca de las diez cuando el Señor Stafford recibió una esquela de Lady Ducayne, cuyo mensajero vino para conducirlo hasta el salón de su señoría. Cuando el visitante fue admitido, Bella estaba leyendo en voz alta, y él notó la languidez en su tono débil y suave, el esfuerzo evidente que hacía.

—Cierra el libro —dijo una quejumbrosa voz de anciana—. Estás empezando a arrastrar las palabras como la Señorita Blandy.

Stafford vio una pequeña y curvada figura hecha un bollo junto a los leños apilados; una vieja figura arrugada con un espléndido vestido de brocado negro y carmesí, un cuello flaco emergiendo de una masa de antiguo encaje veneciano adornado con diamantes que relucieron corno luciérnagas cuando la anciana cabeza giró hacia él.

Los ojos que lo miraban a la cara brillaban casi tanto como los diamantes y eran el único rasgo de vida en aquella rugosa máscara de pergamino. Había visto caras horribles en el hospital, caras en las que la enfermedad había dejado marcas atroces, pero nunca había visto una cara que lo impresionara tan espantosamente como ese pálido semblante, con su indescifrable horror de muerta que se sobrevive, una cara que debía haber sido ocultada bajo la tapa de un ataúd años y años atrás.

El médico italiano estaba de pie al otro lado de la chimenea, fumando un cigarrillo y mirando hacia abajo a la pequeña anciana con una mano en el pecho como si estuviera orgulloso de ella.

—Buenas noches, Señor Stafford; puedes ir a tu habitación, Bella, y escribir tu eterna carta a tu madre en Walworth —dijo Lady Ducayne—. Estoy convencida de que escribe una página acerca de cada flor silvestre que descubre en los bosques y prados. No sé acerca de qué otra cosa más puede escribir –añadió, mientras Bella se retiraba silenciosamente hacia el hermoso y pequeño dormitorio que Lady Ducayne había hecho abrir en aquel espacioso apartamento. Allí, como en Cabo Ferrino, dormía en un cuarto adyacente al de la vieja dama.

—Tengo entendido que usted es médico, Sr. Stafford.

—Soy un practicante habilitado, pero no he comenzado a ejercer.

—Ha comenzado a hacerlo sobre mi acompañante, ella me lo dijo.

—Le prescribí un tónico, es cierto, y me alegra encontrar que mi remedio le ha hecho bien; pero creo que se trata de una mejoría temporaria. Este caso va a requerir un tratamiento más drástico.

—¡No tiene ninguna importancia! A la chica no le ocurre nada malo, absolutamente nada, excepto tonterías propias de chica: demasiada libertad y poco trabajo.

—Entiendo que dos de las acompañantes de la señora murieron de la misma enfermedad —dijo Stafford, dirigiéndose primero a Lady Ducayne, que sacudió con impaciencia su temblorosa cabeza, y después a Parravicini, cuyo amarillo semblante palideció bajo la mirada de Stafford.

—No se entrometa con mis acompañantes, señor —dijo Lady Ducayne—. Mandé por usted para consultarlo acerca de mí, no acerca de una parcela de muchachas anémicas. Usted es joven, y la medicina es una ciencia que progresa, me lo dicen los diarios. ¿Dónde estudió?

—En Edimburgo y en París.

—Dos buenas escuelas. ¿Y conoce las flamantes teorías, los modernos descubrimientos que recuerdan los de la brujería medieval, los de Albertus Magnus y George Ripley? ¿Ha estudiado hipnotismo, electricidad?

—Y la transfusión de sangre —dijo Stafford, muy lentamente, mirando a Parravicini.

—¿Ha hecho algún descubrimiento que le enseñe a prolongar la vida humana, algún elixir, algún método o tratamiento? Quiero que mi vida se prolongue, joven. Este hombre ha sido mi médico durante treinta años. Hace todo lo que puede para mantenerme viva según sus luces. Estudia todas las nuevas teorías de todos los científicos; pero está viejo, cada día se pone más viejo, su poder mental se está yendo: es fanático, prejuicioso, no acepta las ideas nuevas, no incorpora los nuevos sistemas. Me dejará morir si no me pongo en guardia contra él.

—Es usted increíblemente ingrata, Excelencia —dijo Parravicini.

—¡Oh, no tienes de qué quejarte! Te he pagado miles para que me mantengas viva. Cada día de mi vida ha acrecentado tus arcas; sabes que no recibirás nada cuando me haya ido. La totalidad de mi fortuna estará destinada a solventar un hogar para indigentes mujeres de categoría que han alcanzado los noventa años. Vamos, Señor Stafford, soy una mujer rica. Concédame unos pocos años más bajo la luz del sol, unos pocos años más sobre la tierra, y yo le pagaré el precio de un elegante consultorio en Londres. Lo instalaré en el West End.

—¿Qué edad tiene usted, Lady Ducayne?

—Nací el día que Luis XVI fue guillotinado.

—Pienso entonces que ha tenido su porción de sol y de placeres sobre la tierra, y que debería emplear los pocos días que le quedan en arrepentirse de sus pecados y tratar de redimir las jóvenes vidas que fueron sacrificadas por su amor a la vida.

—¿Qué está insinuando, señor?

—¡Oh, Lady Ducayne! ¿Necesito poner en palabras su perversidad y la perversidad aún más grande de su médico? La pobre muchacha a su servicio ha sido reducida de una salud vigorosa a un estado de extremo peligro por obra de los experimentos del Doctor Parravicini; y no tengo la menor duda de que las otras dos jóvenes que desfallecieron mientras trabajaban para usted fueron tratadas por él de la misma manera. Podría ocuparme de demostrar ante un jurado de médicos, con convincente evidencia, que el Doctor Parravicini ha transfundido a la Srta. Rolleston después de colocarle cloroformo, a intervalos y desde que ella entró a su servicio. El deterioro en la salud de la muchacha habla por sí solo; las marcas de agujas sobre los hombros de la chica son inequívocas y su descripción de la serie de sensaciones, que ella llama un sueño, indican de manera concluyente la administración de cloroformo mientras estaba durmiendo. Una práctica tan atroz, tan criminal, debe, si se expone, resultar en una sentencia sólo menos severa que la pena de asesinato.

—Me río —dijo Parravicini, con movimiento airado de sus flacos dedos—, me río a la vez de sus teorías y de sus amenazas. Yo, Leopoldo Parravicini, no temo que la ley pueda cuestionar nada de lo que he hecho.

—Llévese a la chica. No quiero oír hablar más de ella —gritó Lady Ducayne, con su voz finita y cascada, que tan pobremente acompañaba la energía y el fuego del viejo cerebro perverso que guió su expresión—, ¡Que se vuelva con su madre! No quiero que mueran más chicas a mi servicio. Hay chicas suficientes y mucho más en el mundo, Dios lo sabe.

—Si contrata a otra acompañante, o toma a otra joven inglesa a su servicio, Lady Ducayne, haré que toda Inglaterra comente la historia de su perversidad.

—No quiero más chicas. No creo en los experimentos de este curandero. Han estado llenos de peligros para mí tanto como para la muchacha: un burbuja de aire y hubiera muerto. No me prestaré más a sus peligrosas hechicerías. Encontraré a un nuevo hombre —un hombre mejor que tú, señor, un científico como Pasteur o Virchow, un genio— para que me mantenga viva. Llévese a la chica, joven. Cásese con ella si quiere. Le firmaré un cheque por mil libras, y que se marche y viva a carne y cerveza, y se ponga fuerte y rechoncha de nuevo. No quiero saber nada más con tales experimentos. ¿Me oyes, Parravicini? —gritó vengativa Lady Ducayne, con la cara amarilla y arrugada retorciéndose de furia y clavando su mirada sobre el médico.

Los Stafford se llevaron a Bella a Várese al día siguiente, poco dispuesta como estaba a abandonar a Lady Ducayne, cuyo salario aportaba tal ayuda a su querida madre. Herbert Stafford insistió, de todos modos, tratando a Bella con tanto aplomo como si hubiera sido el médico de la familia y ella estuviera totalmente bajo su cuidado.

—¿Supone que su madre la dejaría morir aquí? —preguntó—. Si la Señora Rolleston supiera cuan enferma está, vendría de prisa a llevársela.

—No volveré a estar bien hasta que regrese a Walworth —respondió Bella, que estaba alicaída y propensa a las lágrimas esa mañana, una reacción previsible tras su buen talante del día anterior.

—Primero nos tomaremos una semana o dos en Várese —dijo Stafford—. Cuando pueda hacer medio camino al Monte Generoso sin que le palpite el corazón, regresará a Walworth.

—Mi pobre madre, ¡qué contenta se va poner de verme, y qué triste de que haya perdido un empleo tan bueno!

La conversación tuvo lugar a bordo del bote mientras se alejaban de Bellaggio. Lotta se había aparecido en el cuarto de su amiga a las siete en punto de la mañana, mucho antes de que los rugosos párpados de Lady Ducayne se abrieran a la luz del día, antes incluso de que Francine, la criada francesa, se pusiera en movimiento, y la ayudó a empacar una maleta de viaje con pertenencias, y prácticamente arrastró a Bella escaleras abajo hasta fuera del hotel sin que pudiera ofrecer la menor resistencia.

—Está todo arreglado —le aseguró Lotta—. Herbert tuvo una buena conversación con Lady Ducayne anoche, y se acordó que te marcharías esta mañana. No le gustan las inválidas, ya sabes.

—No —suspiró Bella—, no le gustan las inválidas. Ha sido muy des¬afortunado que yo me enfermara exactamente igual que la Señorita Tomson y la Señorita Blandy.

—En todo caso, no estás muerta como ellas —contestó Lotta— y mi hermano dice que no te vas a morir.

A Bella le parecía algo bastante feo ser despedida de un modo tan abrupto, sin una palabra de adiós de su empleadora.

—Me da curiosidad saber qué dirá la Señorita Torpinter cuando vaya a verla por otra ubicación –especuló Bella, con pesar, mientras desayunaba con sus amigos a bordo del vapor.

—Quizá nunca más quiera otra ubicación —dijo Stafford.

—¿Insinúa que ya nunca volveré a estar bien para ser útil a alguien?

—No, no digo nada por el estilo.

Después de cenar en Várese, luego de que Bella fuera persuadida de tomar una copa entera de vino, y se sintiera bastante animada por obra de ese desacostumbrado estimulante, el Señor Stafford extrajo una carta de su bolsillo.

—Olvidé entregarle la carta de despedida de Lady Ducayne —dijo.

—¿Qué? ¿Me ha escrito? ¡Me pone tan contenta! Odiaba dejarla de manera tan fría; después de todo, fue muy amable conmigo, y si no me gustaba sólo se debía a que era horriblemente vieja.

Abrió precipitadamente el sobre. La carta era breve y directa:

Adiós, niña. Ve y cásate con tu doctor. Adjunto un regalo de despedida para tu ajuar. ADELINE DUCAYNE

—Cien libras, el salario de un año entero... No, pero si es... ¡un cheque por mil libras! —exclamó Bella—. ¡Qué alma más generosa! Es realmente una vieja adorable.

—Extrañará estar cerca de ti, Bella —dijo Staffbrd.

Se había animado a tutearla y llamarla por su nombre de pila estando a bordo del barco. Le parecía natural ahora que estuviese a su careo hasta que los tres se hallaran de regreso en Inglaterra.

—Asumiré los privilegios de un hermano mayor hasta que desembarquemos en Dover —dijo—; después, será como tú quieras.

La cuestión de sus futuras relaciones tiene que haber sido arreglada satisfactoriamente antes de que cruzaran el canal, pues la siguiente carta de Bella a su madre comunicaba tres hechos primordiales. Primero, que el cheque adjunto por £ 1.000 iba a ser endosado y depositado en una cuenta a nombre de la Señora Rolleston y de su exclusiva propiedad para que fuera su capital y fuente de ingreso durante el resto de su vida. Luego, que Bella regresaba a Walworth de inmediato. Y por último, que iba a casarse con el Señor Herber Stafford el próximo otoño.

—Y estoy segura de lo que vas a adorar, mamá, tanto como lo amo yo —escribió Bella—. Todo es obra de Lady Ducayne. Nunca habría decidido casarme sin asegurarme ese pequeño ahorro para ti. Herbert dice que será capaz de aumentarlo a medida que pasen los años, y dondequiera que vivamos habrá siempre una habitación en nuestra casa para ti. La palabra suegra no le produce terror.

Mary Elizabeth Braddon (1837-1915)




Relatos góticos. I Relatos de Mary Elizabeth Braddon.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Mary Elizabeth Braddon: La buena Lady Ducayne (Good Lady Ducayne), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

SergioMC dijo...

Excelente historia, sin embargo hay algunos errores en la digitación de algunas palabras.
Gracias por permitirnos disfrutar de tan agradable lectura. S.

Anónimo dijo...

Simplemente magnifico,no sabes cuanto andube buscandoeste libro ^
sube mas seguido si(?


Bye:Cris....



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