«El Bunyip»: Rosa Campbell Praed; relato y análisis.


«El Bunyip»: Rosa Campbell Praed; relato y análisis.




El Bunyip (The Bunyip) es un relato de terror de la escritora australiana Rosa Campbell Praed (1851-1935), publicado originalmente en la antología de 1891: Cuentos de la vida australiana de damas australianas (Tales of Australian Life by Australian Ladies).

El Bunyip, probablemente el mejor cuento de Rosa Campbell Praed, nos sitúa en Australia, en un campamento junto a un pantano, donde los hombres susurran historias sobre el Bunyip, una criatura de aspecto imposible, cuyo grito «se parece al de un niño o de una mujer que sufre».


«Pero también se dice que es algo más que un animal, y entre sus atributos sobrenaturales está la sensación fría, asombrosa y extraña que se apodera de una compañía por la noche cuando el Bunyip se convierte en el tema de conversación.»


El Bunyip es una de criatura fantástica que desafía el antropocentrismo. Según Rosa Praed, «es el único horror respetable y espeluznante del que Australia puede presumir». Así como Europa «tiene sus historias de demonios y vampiros, Australia no tiene nada más que su Bunyip».

Como sucede con la mayoría de estas leyendas, «nadie ha visto al Bunyip con sus propios ojos» y ha vivido para contarlo. Lo que tenemos son relatos vagos, a veces contradictorios, sugerencias de atributos tangenciales de la criatura. Por ejemplo, se sabe que habita en lagunas y pozos de agua poco profundos, y que siente aversión por los ríos. No es una abstracción, es decir, «una fuente de peligro indefinida», porque el Bunyip tiene una forma física, orgánica, que bien podría formar parte de los bestiarios medievales: es anfibio y se lo describe, a veces, como una serpiente gigantesca; otras como una especie de rinoceronte «de piel suave y pulposa y cabeza parecida a la de un ternero». Hay quienes sugieren que parece un cerdo «con el cuerpo amarillo» [ver: La biología de los Monstruos]

Cuando un nativo desaparece, «generalmente se entiende que el Bunyip se ha apoderado de él». Según la leyenda, la criatura atrae a su presa por medio de una «misteriosa emanación», una especie de influencia magnética que obliga a su presa a acercarse imprudentemente a su pozo de agua. Acto seguido, el Bunyip te atrapa, te arrastra bajo el agua y succiona tu cuerpo:


«Sin hacer ruido ni luchar, la víctima desaparece y no se la vuelve a ver. El Bunyip es silencioso, sigiloso, y sólo en muy raras ocasiones, dicen, siempre de noche, se le ha visto surgir parcialmente del agua negra y lanzar un extraño gemido, como el de un niño o una mujer que sufre.»


El Bunyip, por supuesto, no es una creación de Rosa Campbell Praed, sino una criatura que forma parte del folclore astraliano, tal vez como un recuerdo atávico de la megafauna marsupial, o incluso de la supervivencia de estos animales colosales en tiempos más recientes. El criptozoólogo aficionado encontrará esta historia interesante, pero por motivos diferentes a los nuestros. Se trata de un relato que no solo ha resistido el paso del tiempo, sino que resulta refrescante en su sencillez. Por otro lado, el lector moderno quizás se sienta incómodo con el matiz racial de la historia; y si bien Rosa Campbell Praed fue una defensora de los derechos civiles de los pueblos originarios de Australia, su tratamiento de estos grupos es bastante condescendiente; en una palabra: victoriano.

El Bunyip comienza brindando un panorama general [y muy interesante] sobre el folclore del Bunyip, y luego procede a presentar una memoria, un recuerdo [supuestamente] veraz de una serie de hechos extraños. Rosa Campbell Praed evidencia una extraordinaria habilidad para urdir esta atmósfera de verosimilitud alrededor de una criatura cuya percepción requiere un abordaje multisensorial [ver: Lo olfativo, lo visual, lo auditivo y lo táctil en el Horror Cósmico]. Si bien no tiene nada que ver con el estilo de Algernon Blackwood, el Bunyip pertenece a esa inusual categoría de entidades de la naturaleza a la que también pertenece el Wendigo; tal vez menos liminal que este y con mucho de críptido [ver: La Llamada de lo Salvaje: análisis de «El Wendigo»]

El relato de Rosa Campbell Praed avanza a un ritmo continuo, sin pausa, hacia un desenlace trágico pero que no ofrece una resolusión al misterio que plantea.

El Bunyip propiamente dicho podría ser entendido como un críptido, más como concepto que como categoría; es decir, depende del bagaje de conocimientos del observador, o, en este caso, del infortunado que cae bajo su influencia. Es, en esencia, «algo» que se mueve más allá de la luz del fuego, más allá de lo conocido por la tribu. En la actualidad tenemos avistamientos, reportes, huellas, y extraños gemidos capturados en el bosque que luego son traidos de regreso a la civilización por cazadores y campistas, pero cuando nos reuníamos junto al fuego, como especie, en un pasado remoto, todos veíamos el destello de ojos en la oscuridad y extrañas configuraciones y formas moviéndose entre los árboles. El Bunyip pertenece a esa instancia de la humanidad.

La ficción suele presentar a los críptidos siguiendo el mismo patrón. La historia comienza con la fórmula estandarizada de leyendas aborígenes que son rechazadas por un personaje occidental, racional, urbanizado, que al final debe aceptar que esas «supersticiones» son veraces. Como era de esperar, los colonos europeos adoptaron la leyenda del Bunyip [o yowie] y la popularizaron más allá del ámbito autóctono; de hecho, se deliberó largamente sobre la posible existencia de esta criatura, acaso como vestigio de algún enorme animal antediluviano. Una búsqueda rápida por la web puede llevar al lector interesado a encontrar varias cabezas de Bunyip expuestas en museos victorianos, por supuesto, fraudes más o menos elaborados.

Debajo de la leyenda del Bunyip se agita la violencia colonialista, el imperialismo y el odio racial; en otras palabras, es una criatura que no está desconectada del pueblo que la forjó. En este sentido, el material original, de transferencia oral, es enfocado por Rosa Campbell Praed desde una perspectiva occidental; por ejemplo, localizando al Bunyip exclusivamente en pantanos o pozos de agua poco profundos. Más allá de esto, ambas versiones hablan de una criatura menos física que sonora, una criatura que se oye más que verse. El Bunyip se expresa como un sonido, haciendo que su espacio de influencia sea básicamente cualquier lugar. Podrías encerrarte en una fortaleza llena de hombres armados, pero el grito del Bunyip igual llegaría a tus oídos.

Así como carece de un origen claro, el Bunyip tampoco parece tener causa. Su agenda, si no es que actúa aleatoriamente, es desconocida. Rosa Campbell Praed se preocupa únicamente en el efecto que esta entidad produce en los colonos blancos que merodean por el monte, y en el desconcierto que genera su proceder, desde nuestra perspectiva, a veces maligno, a veces benévolo, y otras indiferente. El Bunyip, dice Rosa Praed, «reparte promiscuamente beneficios y calamidades». Esto sugiere que no se puede rechazar la llamada del Bunyip. Una vez que caes bajo su influencia, debes seguirlo, te guste o no.

Los colonos en el cuento de Rosa Campbell Praed se encuentran en una situación delicada. Todavía no están completamente instalados, y todas sus preocupaciones giran alrededor de esa condición de intrusos. En cierto modo, esto agrava aún más la situación, ya que el Bunyip parece despertar cuando se habla de él [«mientras hablábamos, una especie de escalofrío parecía apoderarse de nosotros»]. La criatura desata su «emanación», «toca» a los colonos con ese grito escalofriante que es «como el de un niño o una mujer que sufre». El Bunyip puede ser una criatura «promiscua» [como sostiene Rosa Praed, en el sentido de que puede atacar a cualquiera], pero cuando enfoca su atención se vuelve monógama y apegada.

Hay una nota de vampirismo subyacente en la figura del Bunyip. Más allá de su aspecto improbable, aparece sin previo aviso, especialmente por la noche, aúlla salvajemente, y desata un conjunto de efectos hipnóticos en sus víctimas, quienes eventualmente terminan siendo vaciadas de órganos y fluidos sin poder ofrecer la menor resistencia.




El Bunyip.
The Bunyip, Rosa Campbell Praed (1851-1935)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Todos los que han vivido en Australia han oído hablar del Bunyip. Es el único horror respetable y espeluznante del que Australia puede presumir. El viejo mundo tiene sus historias de demonios y vampiros, de Lorelei, fantasmas y duendes, pero Australia no tiene nada más que su Bunyip. Nunca hubo faunos en los bosques de eucaliptos, ni náyades en los arroyos. Ningún héroe mitológico dejó tras de sí historias de maravillas y encantamientos. La mano de ningún hombre blanco ha grabado registros de un pasado poético en las rocas grises de aspecto volcánico que eclipsan algunos barrancos solitarios que conozco. No hay sepulcros excavados en la muralla montañosa que rodea cierto lago seco —probablemente el cráter de un volcán extinto— familiar a mi infancia, y que en verdad sugiere posibilidades de una ciudad olvidada de Kör. La naturaleza y la civilización han sido muy mezquinas aquí en todo lo que concierne al romance.

Ningún viajero australiano vio jamás el Bunyip con sus propios ojos; y aunque hay muchas historias de ganaderos y dibujos de negros que tienen que ver con este maravilloso monstruo, contienen la vaga incertidumbre que suele envolver a la leyenda. Alguna noche, tal vez, cuando estés sentado junto a una fogata, preparando té y fumando tabaco, con las espectrales encías blancas elevándose como un ejército de fantasmas a tu alrededor y las cojeras de los caballos tintineando alegremente en la distancia, alguien te pide que cuentes algo sobre el Bunyip.

El bosquimano empatizará con el tema tanto como un irlandés con sus almas en pena. Rechazará indignado tu insinuación de que el Bunyip puede ser, después de todo, tan mítico como el Jabberwock de Alicia; y luego procederá a relatar cómo un amigo suyo tenía un compañero, que conocía a otro tipo, que una vez escapó por los pelos del Bunyip, y lo había visto en cierta laguna a menos de cien millas. Él mismo nunca ha visto al Bunyip, ni tampoco su compañero, pero no hay la menor duda de que el otro tipo sí lo ha visto. Sin embargo, cuando se reduzcan los hechos, las declaraciones del «otro tipo» parecerán curiosamente vagas y contradictorias; y si los detalles han de aceptarse tal como están, el resultado debe ser una notable contribución a la historia natural.

El Bunyip es como la serpiente marina australiana, sólo que se diferencia de esa realidad o ficción tan controvertida: no habita en el océano, sino que tiene su hogar en lagunas y pozos de agua poco profundos. Parece tener aversión por los ríos y arroyos. Ningún negro se opondrá a bañarse en un río a causa del Bunyip, pero sacudirá misteriosamente su lanuda cabeza ante muchos pozos de agua de apariencia inocente y se negará a bucear en busca de raíces de nenúfar o algún manjar parecido.

Debil-debil y Bunyip son sinónimos para el hombre negro, aunque el primero es un abstracto, representa una fuente de peligro mucho más indefinida y tiene un alcance de acción mucho más amplio que el de la mayoría de las deidades mitológicas. Debil-debil es una forma conveniente de contabilizar no sólo las plagas, las enfermedades y los desastres, sino también la paz, la abundancia y la buena fortuna.

Según el código religioso de los aborígenes australianos, Ormuzd y Ahriman no trabajan en polos opuestos, sino que se combinan y concentran bajo un solo símbolo. La supremacía de Debil-debil es indiscutible, y reparte promiscuamente beneficios y calamidades. Un curandero que profesa estar en confidencia con Debil-debil puede matar o curar según le plazca. Los nativos tienen la superstición, al igual que muchas naciones primitivas, de que si un enemigo se apodera de un mechón de pelo de alguien a quien desea el mal y lo entierra bajo un árbol de goma, la persona despojada caerá enferman y morirá a medida que el cabello se pudre. En ese caso, la persona enferma debe pialla-ed («rogar») a Debil-debil para que desentierre el cabello y lo arroje al fuego, disolviendo el hechizo. El curandero, por lo tanto, no tiene más que asegurar a su paciente que Debil-debil ha rechazado o accedido a su petición, y la consecuencia será la muerte o una pronta recuperación.

Los negros tienen amor por las travesuras, y se deleitan en imponerse a la credulidad de sus auditores blancos. Por tanto, sus supersticiones no deben aceptarse literalmente. Pero es seguro que cuando muestran una clara reticencia con respecto a cualquier artículo de fe, éste puede considerarse genuino. Los negros nunca ofrecerán voluntariamente información sobre los Bunyip; hay que sacárselas a rastras.

Cuando un negro desaparece, generalmente se entiende que el Bunyip se ha apoderado de él, y el pozo de agua en el que se supone que vive el monstruo se convierte más que nunca en un objeto de terror y en un lugar que debe evitarse. Es posible que hasta ese momento el pozo de agua no haya sido condenado por la tradición, y los negros pueden optar por divertirse en él; pero si uno de ellos, presa de calambres o enredado en la maleza, se hunde para no salir más, se oye el terrible grito de «¡Bunyip!», y esas aguas serán de ahora en adelante evitadas.

Se dice que el Bunyip es un animal anfibio y se lo describe de diversas formas: a veces como una serpiente gigantesca; a veces como especie de rinoceronte, de piel suave y pulposa y cabeza parecida a la de un ternero; a veces como un cerdo enorme, con el cuerpo amarillo, cruzado con rayas negras. Pero también se dice que es algo más que un animal, y entre sus atributos sobrenaturales está la sensación fría, aterradora y extraña que se apodera de una compañía por la noche cuando el Bunyip se convierte en tema de conversación; y se hace especial hincapié en una cierta atmósfera magnética que se supone envuelve a la criatura, y que extiende una influencia mortal por algún espacio a su alrededor, haciendo que incluso su vecindad sea peligrosa.

Según la leyenda, atrae a su presa por medio de esta misteriosa emanación y, cuando está lo suficientemente cerca, atrae al hombre o a la bestia hacia el agua y succiona el cuerpo. Sin hacer ruido ni luchar, la víctima desaparece y no se la vuelve a ver. Es silencioso y sigiloso, y sólo en muy raras ocasiones, dicen, siempre de noche, se le ha visto surgir parcialmente del agua negra que ama y lanzar un extraño gemido, como el de un niño o una mujer que sufre.

Existe la teoría de que el agua es un poderoso conductor del tipo de electricidad que emite, y que un estanque con orillas secas y abruptas y sin pantanos periféricos es tolerablemente seguro para beber o acampar; pero una laguna situada en medio de un pantano tiene siempre mala reputación, y en algunas regiones es muy difícil persuadir a un negro para que se aventure en un lugar así.

Uno de los lugares más famosos del Bunyip, en torno al cual se acumulan todo tipo de historias, aunque nunca pude autenticar ninguna de ellas, es una laguna que todos conocíamos bien y que solía proporcionar a mis hermanos muchas especies de naturaleza salvaje, sobre todo aves para nuestra despensa.

Esta laguna tiene unas cuatro millas de largo. En algunas partes es muy profunda, en otras no es más que pantano, con robles y árboles fantasmales de corteza blanca que crecen espesamente en las aguas poco profundas. El pato salvaje es tan numeroso en algunos lugares que un disparo ennegrece el aire y es imposible oírse hablar, tan ensordecedores son los chillidos de los pájaros que anidan en el pantano.

Ninguno de nosotros tenía mucho miedo del Bunyip, aunque confieso que sentí escalofríos de ansiedad y que me detuve y agité un palo detrás de mí para asegurarme de que todo estaba bien, cuando me encontré al anochecer caminando a orillas de la laguna. Una curiosa fascinación, que seguramente no era la atracción magnética del Bunyip, solía llevarme allí. El lugar era salvaje, misterioso y solitario, y atraía con fuerza mi imaginación.

Nada me gustaba más que ir con mi hermano en las noches de luna, cuando él bajaba con el arma al hombro para cazar patos salvajes. La sensación espeluznante que nos invadía mientras caminábamos por el agua negra, llena de troncos oscuros y viscosos, y juncos, ramitas húmedas y gruesas plantas de los pantanos cediendo bajo nuestros pasos, era un terror bastante lujoso. Había ruidos extraños, el leve temblor de las hojas puntiagudas del roble de los pantanos, el aleteo de la corteza escamosa de las encinas, el extraño gorgoteo de una zarigüeya trepando a un árbol de goma, el batir de las alas de los patos cuando se elevaban repentinamente en la distancia, el canto melancólico de los zarapitos, todo esto rompiendo el silencio y la soledad de la noche, era indescriptiblemente misterioso y fascinante; pero debo decir que durante estas expediciones nunca vimos rastro del Bunyip.

Una vez estábamos viajando por el campo, mi hermano Jo y yo, y habíamos acordado acampar de noche, ya que no había ninguna estación o posada donde pudiéramos alojarnos. El carro, cargado con provisiones y muebles para el nuevo hogar al que nos dirigíamos, había sido puesto en marcha unos días antes, y habíamos acordado encontrarnos con los conductores en cierta pequeña laguna, conocida como el abrevadero de un ojo, y acampar allí bajo la lona del carro. Íbamos a caballo, mi hermano conducía un par de animales de carga con nuestros botines y no podíamos llevar ningún elemento necesario para pasar la noche en el monte.

Era el mes de noviembre y el calor era agobiante. La goma roja rezumaba de los árboles de corteza de hierro y caía en grandes gotas, como sangre. El ruido ensordecedor del bosque contrastaba extrañamente con el silencio nocturno y la soledad de la laguna que he descrito. Todos los sonidos eran ásperos y chirriantes: el zumbido de los saltamontes y las langostas, el parloteo de los loros y el graznido de las cacatúas el corretear de las iguanas entre la hierba áspera y seca. Fue un alivio para el calor y la monotonía cuando, al ponerse el sol, dejamos las crestas de madera y descendimos a una llanura, a través de la cual soplaba una leve brisa, y donde podíamos ver, al pie de una cresta distante, el abrevadero y nuestro carro al lado, cargado y cubierto con una enorme lona que colgaba a su alrededor como una tienda de campaña.

Los hombres estaban ocupados haciendo fuego y dando de beber a los bueyes. Habían bajado las mantas, las raciones, el agua, y Mick, que había sido guardián de la cabaña de un grupo de esquiladores, estaba haciendo panes en un trozo de corteza recién cortada, listos para ser cocinados cuando los troncos se quemaran hasta convertirse en cenizas y brasas. Algunos de los otros habían cortado ramas secas de la cresta y las habían esparcido en el suelo debajo del carro para que nos tumbáramos sobre ellas. Muy pronto estábamos cómodamente instalados y, a medida que caía la noche y brillaban las estrellas, la escena se hacía cada vez más pintoresca.

Habíamos encendido nuestro fuego a unos metros de la laguna, que, profunda y negra donde las orillas eran altas, se ensanchaba en el extremo inferior formando un pantano de encinas, cuyos tallos blancos y larguiruchos destacaban sobre el fondo más oscuro de las crestas densamente cubiertas de matorrales.

Habíamos comido carne de vaca y panes calientes junto al carro, y había algo sorprendente en el aspecto de los hombres, con sus brillantes camisas de Crimea, sus ásperos pantalones de piel de topo y sus sombreros de ala ancha. Holgazaneaban en actitud relajada, fumaban en pipa y bebían té, mientras se mostraban comunicativos bajo la influencia de un trago de grog.

Contaban historias de esquila: cómo Paddy Mack y Long Charlie habían hecho una apuesta sobre quién podía esquilar una oveja más rápido; cómo el padre Flaherty, el sacerdote local, los cronometró con su reloj; cómo al oír la palabra «ahora» las tijeras cortaron la lana, y cómo el hombre más rápido esquiló su oveja en menos de un minuto, y el otro un segundo y medio después. Entonces Mick habló de un hombre que solía esquilar sus ciento veinte ovejas durante el día, una hazaña de la que podría estar orgulloso.

Entonces, de algún modo (quizás fue el estado salvaje y la soledad del lugar, o el viento que cruzaba la llanura, o el suspiro de las encinas, o el extraño tintineo de los cencerros de los bueyes), la conversación ladeó hacia temas espeluznantes. De la historia del Fantasma del Pescador fue una transición fácil al Bunyip y sus horrores sobrenaturales.

La mayoría de los hombres tenían alguna historia que contar; y, mientras hablábamos, una especie de escalofrío pareció apoderarse de nosotros. Uno casi podía imaginar que el horrible monstruo estaba lanzando su hechizo magnético sobre nosotros desde el oscuro pantano cercano. Al cabo de un rato, cuando descubrimos que los billys estaban vacíos y que necesitábamos más agua para preparar un poco de té, nadie pareció inclinarse a bajar a la laguna. Mick, tomando una ramita para encender su pipa, dijo lentamente.

—Pregúntale al viejo Darby Magrath si le gustaría acampar junto al pantano del Pozo del Tuerto toda la noche, solo. No lo creo. Recuerdo que Darby me dijo que, una noche, cuando cabalgaba por esta llanura después de esquilar, su caballo se detuvo de repente y tembló debajo de él, como un buey en el matadero cuando le clavan la lanza en el cuello. Darby dice que sintió frío en todos los huesos; y entonces surgió del agua una especie de ruido extraño, una especie de sonido parecido al gemido de un bebé, y simplemente espoleó a su viejo yarraman y no aflojó el galope. Llegó al Coffin Lid, cinco millas más adelante. El caballo estaba empapado de sudor y el pobre Darby estaba blanco como un cadáver.

—Bueno, yo tampoco sé mucho sobre el asunto; nunca he tenido experiencias con el Bunyip; pero a menos que Gemmel Dick sea un mentiroso —comenzó Long Charlie, sacando su pipa para una historia espeluznante y luego deteniéndose de repente, porque en ese momento se escuchó un sonido extraño desde la laguna o el pantano, o las llanuras a nuestra izquierda, no sabíamos de dónde: un sonido salvaje y estremecedor, que al principio apenas parecía humano, pero que, cuando se repitió después de un intervalo, golpeó mi corazón como si fuera el grito de algún animal moribundo, o de un niño en extrema angustia y agonía.

Todos nos sobresaltamos y nos miramos ansiosamente, sin querer confesar nuestros temblores, cuando uno de los hombres exclamó.

—¿Qué es eso?

—Wallabi se ha quedado atascado —dijo Long Charlie como un oráculo, y comenzó una vez más:

—Bueno, como te decía, si Gemmel Dick no es el más...

Pero ese extraño y horrible grito procedente de la laguna (sí, debía proceder del extremo pantanoso de la laguna) rompió de nuevo el silencio de la noche y detuvo a Long Charlie por segunda vez. Fue más prolongado, más seguro que antes. Comenzó en voz baja, una especie de gemido ronco y ahogado, y creció hasta convertirse en una nota más fuerte y estridente, que inmediatamente imaginamos como el aullido tenso y entrecortado de un niño que sufre dolor o terror.

Todos nos incorporamos.

—¡Por Júpiter! Te diré lo que creo que es —dijo mi hermano Jo con entusiasmo—. Es el hijo de algún infeliz perdido en el monte. Vamos, muchachos. No sean cobardes.

Se lanzó hacia el pantano, que se encontraba a poca distancia de nuestro campamento, con las oscuras cabezas de las encinas alzándose sobre un espeso velo de niebla que cubría por completo las ramas menos altas y más dispersas de los árboles. Los demás lo seguimos de cerca.

En ese momento no nos desanimó ningún pensamiento sobre el Bunyip y su atmósfera sobrenatural. Long Charlie, el más práctico del grupo, esperó a encender una tosca linterna que colgaba de una de las grapas del carro y nos alcanzó cuando llegamos a los límites del pantano. El sonido había cesado.

Miramos a través de la niebla fría y pegajosa entre las ramas retorcidas y marrones de los árboles que sacudían sus perfumadas flores. Bajo nuestros pies, el suelo, que había sido pisoteado hasta formar surcos profundos y de formas extrañas por el ganado que bajaba a beber, cedía a cada paso. Podíamos escuchar el suave ksssh del agua desplazada, y nos estremecimos cuando el lodo viscoso subió sobre nuestros empeines y goteó a través de nuestras botas, mientras los juncos pulposos saltaban hacia atrás cuando nos abríamos camino y nos golpeaban las manos con un toque pegajoso.

Era un lugar lúgubre y misterioso. La noche, que había parecido tan silenciosa en la llanura, estaba aquí llena de ruidos fantasmales, silbidos ahogados, gorgoteos y crujidos inesperados, graznidos roncos y deslizamientos sigilosos.

—Cuidado con las serpientes —dijo Long Charlie, agitando su linterna—. Y hagamos menos ruido, o cuando el pequeño grite no podremos oírlo.

Poco después el gemido volvió a sonar, más débil y más desesperado, según nos pareció. Nos instó a tener más energía.

Aunque intentamos movernos en la dirección de la voz, fue imposible determinar de dónde venía, tan engañoso, intermitente y parecido a un fuego fatuo era el sonido. Ahora parecía venir de nuestra derecha, ahora de nuestra izquierda, ahora de las mismas profundidades de la laguna y ahora de los matorrales de la cresta más allá.

No sé cómo pudimos atravesar la parte más profunda del pantano; pero al fin lo hicimos y llegamos a los matorrales que se extendían hasta la orilla. Había un follaje denso y, en algunos lugares, impenetrable. Al pie de la cresta había grandes rocas, y de los árboles colgaban enredaderas con grandes espinas que nos desgarraban las manos y la ropa. No sabíamos qué camino tomar, porque el grito había cesado y el silencio sepulcral de la maleza era como el de una tumba. Esperamos uno o dos minutos, pero no volvió a aparecer.

—Creo que, después de todo, fue el Bunyip —dijo Mick, estremeciéndose—. Yo me dirigiré a la laguna, no voy a volver a cruzar ese pantano. Todo esto es una tontería, ni un niño ni un hombre adulto o una bestia podrían haberse forzado a bajar hasta aquí.

Long Charlie iluminó con su linterna el muro de verde y, tropezando con piedras y troncos, caminamos lo mejor que pudimos, bordeando los matorrales y dirigiéndonos a la cabecera de la laguna. Nos deteníamos de vez en cuando, aguzando el oído en busca de la voz que nos había conducido hasta allí, y en una ocasión sonó débil pero tremendamente quejumbrosa.

Por fin apareció un claro en la jungla, un sendero estrecho que atravesaba el corazón de la maleza, y luego un espacio más amplio.

Nos llegó el grito de advertencia de Long Charlie:

—¡Estén atentos! Es un barranco... bastante profundo. Podrían romperse una pierna antes de darse cuenta. Sigan por el camino.

Seguimos por el camino, esperando que Long Charlie fuera primero con su linterna. De repente, la luna, que había salido mientras estábamos en el pantano, envió un rayo de luz a través de la abertura y nos mostró, un poco más adelante, donde el camino se ensanchaba y luego se detenía por completo, una pequeña meseta, en el centro. De ahí se alzaba un gran árbol blanco, con el tronco perfectamente desnudo, abultado en el centro como un vestido hinchado por el viento. Con su forma fantástica parecía un centinela espectral.

Daba a uno una sensación extraña y espeluznante ver esta enorme cosa blanca alzándose tan solemnemente en medio de la oscuridad y la soledad.

Había algo más blanco sobre la hierba, algo que tenía casi la misma forma que el árbol que yacía a sus pies. La luna estuvo oscura por un momento o dos. Nadie habló; subimos por el costado de la cresta, entonces una exclamación ronca y ahogada brotó de los labios de Long Charlie, y mientras hablaba la luna volvió a salir, y movió su linterna de modo que su brillo cayera sobre la forma blanca y postrada de una serpiente marrón, reluciente, escamosa y horrible, que se desenroscó y con un movimiento rápido y ondulado desapareció en las profundidades de la maleza.

Nos parecía, dijimos después, que podíamos oír los latidos del corazón de cada uno. Los hombres estaban demasiado horrorizados para emitir un sonido. Por fin Long Charlie habló con voz profunda y asombrada:

—¡Por Dios! ¡Esto me supera!

Y entonces Mick, acercándose un poco más, gritó con un sollozo en su musculosa garganta:

—¡Es Nancy, la pequeña Nancy, la chica de Sam Duffy, del Coffin Lid! ¡El otro día me sirvió una copa!

Paddy Mack también sollozaba; todos parecían conocer y amar a la niña.

Le gustaba buscar raíces entre la maleza, flores y esas cosas. ¡Pobrecita Nancy! Siempre fue una niña vagabunda, no le tenía miedo a las serpientes, ni a los negros, ni a nada, decía que le gustaba escuchar el canto del pájaro campanero, y que parecía estar siempre llamándola. La he oído decir eso... ¡pobre Nancy!, siempre sonriendo. Y ahora el pájaro campanero ha llamado a su casa.

Long Charlie se limitó a repetir:

—¡Esto me supera!

Nadie pudo explicarlo. La niña llevaba muerta algunas horas, dijeron. No podían creer que fuera esa serpiente la que la había mordido y declararon que el grito que escuchamos debía ser el Bunyip, o el fantasma de la pequeña Nancy.


***

Mientras revisaba los archivos del Sydney Morning Herald correspondientes a 1848, encontré el siguiente párrafo, con fecha del 1 de agosto de ese año. Llevaba el título Otra vez el Bunyip:

Un tal señor R. Williams, de Port Fairy, corresponsal del Portland Gazette, informa del descubrimiento de un Bunyip real en Eumeralia. El señor W. dice:

»Un ganadero empleado por el señor Baxter estaba pescando en Eumeralia, cuando de repente se sorprendió al ver lo que al principio imaginó que era un enorme tipo negro nadando en el río, pero que creo debe haber sido el Bunyip. Fui con el ganadero al día siguiente y tuve la suerte de poder verlo bien. Era de color pardusco, con una cabeza en forma de canguro, una boca enorme, aparentemente provista de una formidable dentadura, un cuello largo, cubierto por una melena hirsuta que le llegaba hasta la mitad de la espalda; sus cuartos traseros estaban bajo el agua, de modo que no pudimos verlo completamente, pero si uno puede juzgar por lo que sí se vio, su peso debe ser igual al de un buey muy grande.

»Al intentar ser examinado más de cerca, se alarmó y de inmediato desapareció; y aunque desde entonces se ha mantenido una estricta vigilancia, nunca más se le ha vuelto a ver, pero se espera que los esfuerzos que ahora está haciendo el señor Baxter para atraparlo se vean coronados por el éxito.

ED.

Rosa Campbell Praed (1851-1935)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de terror.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Rosa Campbell Praed: El Bunyip (The Bunyip), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

5 comentarios:

Alexander Strauffon dijo...

Hacía mucho que no leía sobre el bunyip. La primera vez que leí sobre el tema fue en un libro que era una antología de cosas extrañas y leyendas del mundo.

Sebastian Beringheli dijo...

Extraña criatura, ¿verdad?

Elanus Scriptus dijo...

Hola, ¿me permitís la lectura de este relato en mi canal "Cuentos oscuros" os daría la autoría. Por cierto, ¿conocéis más autores australianos de terror? Gracias.

Sebastian Beringheli dijo...

Pero claro, Elanus. Los cuentos son para ser leídos. Muchos éxitos con el canal!

Elanus Scriptus dijo...

Muchas gracias. Un saludo



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