«El Horror de Arrhenius»: P. Schuyler Miller; relato y análisis.
El horror de Arrhenius (The Arrhenius Horror) es un relato de horror cósmico del escritor norteamericano P. Schuyler Miller (1912-1974), publicado originalmente en la edición de septiembre de 1931 de la revista Amazing Stories, y luego reeditado en la antología de 1952: El Titán (The Titan).
El horror de Arrhenius, uno de los mejores cuentos de P. Schuyler Miller, es similar en algunos aspectos a El color que cayó del espacio (The Color Out of Space) de H.P. Lovecraft, y [un poco más distante] a El Valle Muerto (The Dead Valley) de Ralph Adams Cram. En las tres historias nos encontramos con extrañas formas de vida que desafían la biología terrestre, provenientes de otro planeta.
En el cuento de Lovecraft, una entidad alienígena llega a la tierra en un meteorito y pronto impregna todo un valle con una extraña coloración, mutación genética y muerte. Aunque Ralph Adams Cram no menciona ningún meteorito en El Valle Muerto, el lugar donde se desarrolla la acción es un antiguo cráter. En el centro hay un solo árbol [muerto] y una curiosa pila de pequeños huesos de animales. El horror de Arrhenius de P. Schuyler Miller supera estos dos escenarios, y su historia va aún más lejos, mucho más lejos.
El horror de Arrhenius es una historia tan ambiciosa como seguramente difícil de manejar para P. Schuyler Miller. Contiene una serie de grandes ideas, la más importante: la panspermia, una noción que se originó con los griegos pero que fue desarrollada en un marco teórico por el físico y químico sueco Svante August Arrhenius [también por Hermann von Helmholtz]. Según Arrhenius, la vida se esparce por todo el universo a través de pequeñas semillas o esporas que viajan de un mundo a otro hasta encontrar las condiciones óptimas para su crecimiento y colonización. El horror de Arrhenius dramatiza esta hipótesis de panspermia a través de una forma de vida extraterrestre basada en el sílice, en lugar de carbono [ver: La biología de los Monstruos]
La historia comienza con el narrador hablando con un psicoanalista para recuperarse de un fuerte trauma. Recientemente ha visto morir a su amigo [también científico] en una lucha con una colosal forma de vida de silicio, en algún lugar de África. La prueba freudiana de asociación de palabras que abre El horror de Arrhenius presagia su final:
—Kelvin: Absoluto.
—Dormir: Cansado.
—Tierra: Fatalidad (énfasis mío)
—Suelo: tierra.
—Arrhenius: (pasan 4.5 segundos) Ion.
Por lo general, el patrón de respuestas verbales de la asociación libre puede activar recuerdos reprimidos de los cuales el paciente no tiene conciencia, pero que de algún modo afectan su vida. Traer a la superficie este material subconsciente es un gran avance en la terapia, pero el narrador de El horror de Arrhenius no ha reprimido nada de su evento traumático, y no tiene ningún problema en discutirlo abiertamente e incluso ofrecer algunas teorías científicas para respaldarlo con datos.
El psicoanalista, los dos protagonistas y algunos trabajadores africanos estereotipados son los únicos humanos que encontramos en esta historia. No hay caracterización, tampoco trama. Los diálogos y el conflicto de la historia están subordinados a la especulación cientifica. De algún modo, El horror de Arrhenius funciona, y funciona muy bien, quizás porque está despoblado de elementos que distraigan al lector de «la Cosa».
Bill [el narrador] y su amigo Tom son químicos. Su objetivo es hacerse ricos extrayendo y purificando radio en el Jardín del Infierno [Hell's Garden], un antiguo cráter en algún lugar de los desiertos de África. Un depósito masivo de radio subyace en el fondo pantanoso del cráter, lo que le da a la vegetación nativa un brillo fosforescente. Bill y Tom establecen una primitiva refinería cerca del borde del cráter y emplean a algunos de los nativos para hacer el trabajo duro. El lector moderno quizás se horrorice por el racismo manifiesto que aparece de manera casual aquí y allá en la historia; por supuesto, dirigido a los trabajadores africanos.
A través de los dos protagonistas, P. Schuyler Miller brinda instrucciones para extraer radio del uranio, y estas ocupan varios párrafos, tal vez demasiados. Más adelante se explica cómo cultivar formaciones de cristales sembrando un medio que contiene todos los materiales químicos correctos en las proporciones adecuadas. Alguna vez, Mark Twain dijo: «escribe lo que sabes» [write what you know]; y P. Schuyler Miller, que era químico y arqueólogo aficionado, toma esta premisa muy en serio. Uno casi puede visualizarlo teniendo una discusión interna sobre si sería conveniente dosificar un poco la terminología científica, y diciendo al final: «al carajo, voy a incluir toda esta mierda que adoro». Pero incluso la química pasa a un segundo plano cuando P. Schuyler Miller revisa las implicaciones de la teoría de la panspermia de Arrhenius.
Una noche, los protagonistas observan un resplandor en el cielo [divagan sobre la posibilidad de que sea una supernova], y poco después lo que parece ser una mota de luz que desciende hacia el pantano. El lector moderno espera que algo comience a crecer entre los juncos resplandecientes, y no se sentirá decepcionado. Después de todo, estamos en el Jardín del Infierno, una antítesis intencional del Jardín del Edén. Mientras este último fue el sitio donde comenzó la humanidad [según la visión judeocristiana], en el Jardín del Infierno se engendrará aquello que traerá su fin. El cráter, además, está rodeado de arena del desierto, condiciones ideales para el cultivo de un cristal inteligente, gigantesco, compuesto de sílice, que ya ha chupado la vida de su sol natal [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]
El radio salva el día, pero no antes de que el amigo del narrador, Tom, sea aplastado por cristales alienígenas.
Realmente disfruté las poco convicentes teorías planteadas por P. Schuyler Miller, y aquellos que disfruten de cierto grado de especulación pseudocientífica encontrarán en El horror de Arrhenius una historia muy interesante.
En cuanto a la panspermia, P. Schuyler Miller se basa en dos artículos de Svante Arrhenius: La propagación de la vida en el espacio [1903], y Panspermia: la transmisión de la Vida de estrella a estrella [1907], donde explora la idea de que la vida en el universo podría tener un origen común, siendo los planetas colonizados por esporas capaces de recorrer distancias interestelares, por ejemplo, en meteoritos. Es una teoría interesante, y casi de inmediato fue incorporada por la ciencia ficción. El propio P. Schuyler Miller volvería a utilizar la teoría de la panspermia en otra historia: Engendro (Spawn).
Es importante destacar que El horror de Arrhenius fue escrito en 1931, apenas unas décadas después del descubrimiento de que la biología molecular se basa en las interacciones de las moléculas de la cadena de carbono. En este contexto, la ciencia ficción y el relato de terror a menudo nos confrontan con seres extraterrestres que también están basados en carbono. P. Schuyler Miller fue uno de los primeros en considerar la posibilidad del silicio como la base de otras formas de vida, siendo el elemento más parecido [químicamente] al carbono; de hecho, el silicio se encuentra directamente debajo del carbono en la tabla periódica.
En la práctica, sin embargo, el silicio tiene algunas desventajas. Es aproximadamente siete veces menos abundante que el carbono y, lo más importante, el átomo de silicio es más grande que el de carbono, lo que hace que los enlaces covalentes que forma sean más largos y, por lo tanto, más débiles y fáciles de romper. De todos modos, no es inconcebible que la vida basada en el silicio pueda existir en el universo.
Este tipo de vida, sin embargo, suele ser representada en la ficción tomando como referencia la asociación del silicio con las rocas de la tierra, describiendo monstruosidades como las de El horror de Arrhenius, es decir, seres parecidos a rocas o cristales. Químicamente hablando, esto es como esperar que la vida basada en el carbono [como nosotros] se vea como si estuviera hecha de diamante o grafito.
Esta idea es anterior a la ciencia ficción del siglo XX. Por ejemplo, en la obra de Camille Flammarion: Lumen [Lumen, 1873], la vegetación de uno de los planetas del sistema Aldebarán está compuesta de silicio. La fauna de este planeta se alimenta de esta vegetación, pero no se los describe como seres de cristal o roca, solo que son incombustibles.
Es tentador retroceder aún más atrás en el tiempo e incluir a los Trolls, y a otros seres mitológicos rocosos, como antecedentes modestos del monstruo de El horror de Arrhenius.
El horror de Arrhenius.
The Arrhenius Horror, P. Schuyler Miller (1912-1974)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Según pruebas recientes realizadas por M. Becquerel, el célebre científico francés, las esporas de helecho permanecieron vivas en un tubo mantenido a 445° bajo cero, Fahrenheit. El frío extremo parecía haberlas mantenido en una especie de estado de animación suspendida, del cual el 99% de las esporas volvían a la vida activa cuando se las sometía a una temperatura cálida. Esto, según M. Becquerel, prueba que los gérmenes podrían sobrevivir al frío del espacio interestelar. En cuanto a asumir la posibilidad de una forma de vida de silicato, no es tan descabellado, cuando se considera que el silicio es el esqueleto, incluso puede llamarse los huesos de los protozoos, la forma inferior de los seres vivos.
—Kelvin: Absoluto.
—Dormir: Cansado.
—Tierra: Fatalidad (énfasis mío)
—Suelo: tierra.
—Arrhenius: (pasan 4.5 segundos) Ion.
—¡Bien! —exclamó el psicoanalista—. Pensé que eras perfectamente normal, el hombre más normal que he conocido. Pasaste por las pruebas regulares de asociación de palabras como el más sensato de los hombres. No hay deslices importante. Pero tengo unas preguntas al azar. ¿Por qué la «tierra» debería provocar la «perdición». Esta respuesta está medio segundo por debajo de lo normal, mientras que el «Arrhenius» tarda cuatro segundos y medio, casi el doble de tiempo de reacción, para producir «ion». Te digo «Kelvin», y como un buen químico, respondes con su escala absoluta de temperatura. Y luego, cuando agrego «Arrhenius» al final de la lista, sin ninguna razón en particular, le toma a usted, un químico, el doble de su tiempo normal para darme su teoría iónica, ¡uno de los conceptos fundamentales de la ciencia moderna! No hay duda al respecto: esto es lo que te ha tenido nervioso durante los últimos dos años, pero, ¿por qué? Ven, soy tu médico, pero también soy tu amigo, y uno viejo también. Dime, ¿qué significa Arrhenius para ti?
—Tienes razón —respondió su paciente—, Arrhenius no significa «ion» para mí, no de inmediato. Significa «vida», ¡esporas de vida! Dios sabe que tengo razones para hacer esa asociación. Pero cualquier hombre que va a África con un compañero y sale solo, con un puñado de cristales y una historia loca, aprende a reprimir las emociones. ¿Recuerdas a Tom Gillian? Se dedicó a la química, como yo, pero tenía dinero para gastar, y también se dedicó a viajar. Entonces, un día, mientras yo estaba zumbando en mis crisoles, entró, bronceado como una figura de Rodin. Me golpeó en el hombro, como solía hacer en los viejos tiempos.
»—Bill —dijo—, tienes unas vacaciones por delante. He encontrado radio, y mucho, y tú eres es el hombre que va a venir conmigo y verificar mis pruebas: ¡gastos pagados, con el salario de un experto! ¿Qué tal?
»—¿Quieres decir que la Compañía me envía contigo?
»—¡Para nada! —respondió—. Vas a ser la Compañía en un área tan grande como Texas, con Pensilvania incluida y con menos gente que Groenlandia. ¡Bill, he encontrado un depósito de mineral de radio que hará que tus ojos sobresalgan! Tendremos que volar, pero la Compañía está detrás de nosotros, y trabajaremos a medias. ¿Bien?
»—¡Bastante bien! —respondí—. ¿Pero dónde está este mineral?
»—¿No te lo dije? Está en África, muy lejos del desierto, donde a nadie más que a un hombre blanco medio tonto se le ocurriría ir. ¡Es una ballena de lugar, Bill! Lo llamo "El Jardín del Infierno", justo el tipo de lugar que Rider Haggard habría elegido para criar una nueva raza de comedores de fuego. Es un gran cráter extinto, o tal vez la salpicadura de un meteorito con un borde como los Andes y una meseta desértica. ¡Luego subes y subes hasta un paso estrecho debajo de los acantilados negros y miras hacia el cráter! ¡El Jardín del Infierno! Es principalmente pantano lleno de grandes cañas de color verde azulado y agua espesa y negra, con una isla en el centro donde está el afloramiento. Son como fósiles esos juncos, llenos de sílice. Un hombre podría raspar cristales con ellos sin ningún problema. Bueno, lo verás todo dentro de un año o menos. ¡Si se te ocurre un nombre mejor para el lugar, es tuyo!
Y así pasó un año y por fin me encontré junto a Tom en el pináculo más alto de roca destrozada que se había levantado en el calor muerto del desierto. Detrás de mí, largas dunas blancas y lechos de arroyos pedregosos se retorcían y saltaban bajo el sol abrasador. A mi alrededor, negros riscos se alzaban en un laberinto irregular de rocas hacia el cielo pálido. Debajo de mí yacía el cráter: El Jardín del Infierno.
Descendiendo por la lenta pendiente desde el abrupto pie de la cordillera de la barrera corría una extraña y maravillosa maraña de arbustos, matas de hierba y árboles rechonchos, que se agolpaban triunfantes en la arena negra entre los salientes. El espino, la hierba espada y otras plantas que ningún hombre había visto eran parte de este monumento sobrenatural que era el santuario, la fortaleza del Radio, amo del Hombre moderno. Su follaje era gris opaco o verde pizarra, pero de cada rama nudosa y retorcida brotaba un milagro de color ardiente, rojo crudo, dorado y púrpura, las flores del Jardín del Infierno.
Luego, a medida que descendían y salían al corazón del cráter, cambiaban: se convertían en un mar de largas hierbas de color verde grisáceo que se elevaban y ondeaban en el viento cálido que se filtraba a través de las cordilleras desde el desierto exterior, más altas que un hombre y afiladas como una hoja de acero. Y aún más lejos estaban los grandes juncos.
Quizá en una época del Carbonífero hubieran sido naturales, pero aquí daban una extraña sensación de aislamiento, como de otro planeta. Delgados como el pulgar de un hombre, pero tres veces la altura de un hombre desde el agua hasta las puntas frondosas, surgían del lodo negro y aceitoso del pantano. Altos y esbeltos, pero rígidos y pedregosos como un bosque de agujas de cuarzo, tan duros como la sílice que había en ellos, formando una pared para desafilar la hoja más afilada, una pared de color azul verdoso entre nosotros y el pináculo negro en el horizonte: nuestro objetivo.
Y mientras estaba de pie escuché la voz del Jardín del Infierno: una voz triple, del susurro de los vientos cansados a través de una red de ramas frondosas, de un susurro silencioso de brisas apresuradas en la hierba, y una voz de los grandes juncos, como nada que hubiera oído o imaginado, salvo sólo el repiqueteo de huesos sobre un patíbulo podrido, seco y siniestro, y áspero con una especie de suavidad acechante, con un gemido agudo que corrió a través del ruido. Árbol enano y hierba traicionera y juncos parlanchines: ¡los habitantes del Jardín del Infierno!
Tom estaba hablando.
—Hay más que esto —dijo—, pero el espectáculo principal no saldrá por algún tiempo. Anda, tenemos que llegar a la isla antes de que oscurezca si queremos quedarnos con los porteadores.
Durante todo el día, bajo el resplandeciente sol blanco, nuestra pequeña fila de hombres cargados descendió hacia el centro del cráter por los ásperos acantilados negros tallados por el tiempo, a través de la jungla de espinos y arbustos retorcidos, hacia el reino de la hierba espada. Cortados por hojas que caían nos abrimos paso a través de un camino estrecho y sinuoso entre muros de espadas verdes y brillantes, hasta llegar al pantano de los juncos.
Estrechas cornisas negras se extendían como las espaldas de monstruos prehistóricos revolcándose en el lodo. Rectos y delgados, los juncos se elevaban hacia el cielo pálido, sus puntas estaban cubiertas de frondas de color verde, sus tallos vidriosos estaban surcados de un blanco níveo. Atravesamos los riscos negros, dos hombres blancos y una docena de negros cargados, rodeados por el traqueteo maligno y la risa de los juncos, sobre vados ocultos, hundidos hasta la cintura en limo espeso y agua fétida. Una vez, tropezando, me agarré salvajemente a un junco por seguridad. Se partió como un hueso seco, arañándome el brazo y la mano con su filo cristalino, mientras la sangre corría alegremente por el reluciente canal de verde pedernal para teñir por un instante las espesas aguas negras del pantano.
En la isla había un pequeño grupo de toscas cabañas construidas con rocas de los acantilados. En algún lugar, aquí, en las entrañas de esta montaña arrasada de roca negra, estaba el radio, el nuevo dios del Hombre, esperando ser arrancado por mí y por la Compañía para generar riqueza para aquellos que pudieran beneficiarse.
Tom señaló un desfiladero que corría detrás de las cabañas.
—El mineral está allí —dijo—. Más bien, el afloramiento. Supongo que debe estar debajo de todo el cráter: demasiado profundo para dañarnos, pero lo suficientemente cerca de la superficie como para tener algunos efectos extraños que nunca he podido explicar satisfactoriamente. Puedes verlo por ti mismo más tarde. Tenemos trabajo que hacer ahora.
Llegó la noche. Durante toda la tarde abrasadora nos habíamos esforzado para instalar nuestro tosco laboratorio en la mayor de las cavernas. Tom la había usado antes, y con las pocas adiciones que habíamos podido traer, principalmente aparatos eléctricos, comenzó a parecerse realmente a lo que se suponía que era. Tom también me mostró algo más, un disco de cuarzo tallado de metro y medio, fundido y molido durante su última visita a este lugar. Por encima del campamento, en la cima del pico central, estaba su observatorio, donde se sentaba solo y miraba a través de su gran telescopio la gloria de la noche africana. Llevaba allí tres años buscando la veta oculta, y en las largas noches, cuando el murmullo de los juncos le quitaba el sueño, había encontrado descanso y camaradería en las estrellas.
Mientras la noche se posaba sobre el desierto, me condujo desde la pequeña cueva por un sinuoso pasaje hasta la cima del pináculo, con vistas al pantano. Por todos lados brillaba un fuego fantasmal, serpentinas verdes fosforescentes que saltaban de las puntas de los juncos hacia la noche y se desvanecían. Como velas, las grandes cañas ardían pero sin consumirse. Más allá, el cinturón de hierba espada resplandecía más pálido, y más lejos aún, los árboles espinosos extendían una red contra el negro de las paredes del cráter, que sobresalía contra la Vía Láctea. Todo el poderoso óvalo del Jardín del Infierno ardía con ese resplandor verde pálido, excepto la isla donde estábamos, que brillaba débilmente con una niebla radiante.
—Es el radio —explicó Tom—. El material es tan abundante aquí que todo está energizado. Hay demasiado para que lo localice con el electroscopio, por eso me tomó tanto tiempo encontrar el afloramiento principal. Es todo un espectáculo, ¿no? Los negros no salen de noche. Piensan que las luces son demonios. Yo sí he explorado. Es una gran experiencia vagar por ese mar de fuego verde. Arriba, en el bosque de espinos, es como un techo ardiente, pero en la hierba y los juncos solo hay cientos de velas enormes, cuyas llamas saltan hacia el universo de estrellas. Es una gran experiencia, no deberías perdértela. Alguna noche, cuando estés seguro de que no te perderás, debes ir solo.
Una semana después estaba listo para partir. Durante un mes o más íbamos a estar ocupados con el mineral, pero en esa noche éramos libres, y a medianoche, con la disposición mental adecuada, debía salir al extraño fuego del Jardín del Infierno en medio de la risita demoníaca de las cañas ardientes, y comulgar con las maravillas de la Naturaleza. En el aislamiento de nuestro pequeño laboratorio, discutimos asuntos de diversa importancia, mientras esperaba mi dudoso paseo.
—¿Qué piensas de la teoría de Arrhenius? —preguntó Tom de repente.
—Bueno —respondí—, parece funcionar, y es lo suficientemente razonable para mí: se ajusta a las propiedades de las soluciones a la perfección, o casi. Si supiéramos un poco más sobre la ionización en sólidos y qué determina el grado de ionización, creo que no habría dudas sobre su validez. ¿Estabas pensando en presentar una teoría opuesta?
—¡Dios, no! ¡No me refiero a eso! ¡No tengo la intención de desafiar la teoría iónica! Me refiero a la otra teoría de Arrhenius, la teoría de las esporas de vida.
—Nunca oí hablar de eso. Suena interesante.
—Arrhenius estaba preocupado por la vida, especialmente por saber si la Tierra era el único planeta habitado del sistema solar o del Universo. Como químico, no podía imaginarse la vida surgiendo espontáneamente, en todas partes, por una combinación accidental de elementos energizados, y se dispuso a idear una teoría de la transmisión de la vida de un planeta a otro, de estrella en estrella.
»Así elaboró su teoría de las esporas de vida. Ya sabes que muchas de las formas inferiores de vida son prácticamente infinitesimales en tamaño, como las bacterias, y por consiguiente de gran superficie en relación con su masa. También sabes que pueden existir en las condiciones más difíciles. Se han encontrado bacterias a miles de pies de profundidad en la Tierra, en los esquistos bituminosos, y en los niveles más altos de la atmósfera. Han sido congeladas, secadas, selladas al vacío, y vivieron muy felices en un estado de animación suspendida. No sólo las formas inferiores de vida, sino también las formas superiores, las plantas, actúan de la misma manera. Mira las diminutas esporas que arrojan los hongos, los helechos y los musgos, arrastradas Dios sabe dónde por la más ligera brisa. Mira el grano que se encuentra en las tumbas egipcias y peruanas, cosechado y guardado hace miles de años, y que vuelve a crecer cuando se planta hoy. Mira las ranas y los peces que han sido sellados en roca o congelados en hielo, y vivieron de nuevo. Maldita sea, Bill, la vida es lo más difícil de destruir si se protege correctamente.
»Arrhenius sabía de todo esto, y le dio una base de trabajo. Imagina un pequeño grupo de líquenes, Bill, aferrado a la ladera de una montaña. Un día, sus numerosas copas rojas y azules se abren y arrojan millones de millones de diminutas e invisibles esporas, semillas, si se quiere, vida potencial. La corriente ascendente de la ladera de la montaña se los lleva, los esparce por los peñascos y acantilados, y luego se lleva unos cuantos a los tramos superiores de la atmósfera. Algunos descienden con lluvia condensada y granizo, otros se asientan lentamente en alguna otra parte del globo. Algunos nunca se asientan, lanzados de un nivel a otro de la atmósfera por las moléculas del aire que se empujan y golpean. Pero aquí y allá, Bill, una espora microscópica se escapa por completo.
»Golpeada de un lado a otro por moléculas de hidrógeno y helio, un día alcanza el borde, el límite de la tierra corpórea, y se precipita hacia el espacio. Ahora el sol resplandeciente sale de detrás de la tierra que se eclipsa, y todo el poder y la gloria de su luz atrapa al diminuto viajero en el espacio, se lo lleva hacia el vacío salpicado de estrellas. Un día, un cuerpo celeste detiene su curso, otra atmósfera, y se asienta en el suelo o es arrojado de nuevo. En algún lugar, en Marte, en Júpiter o Neptuno, tal vez en otra estrella o en otro universo, la vida llega por fin. Y un día encuentra comida, agua y calor, y el nuevo planeta encuentra una pequeña mancha de liquen gris verdoso que crece y se extiende: ¡un mensajero de la tierra!
»Esa es la Odisea de una espora de vida de Arrhenius. Toda una historia, ¿no? Piensa en el polvo que brota de nuestras ciudades todos los días: bacterias, pequeños parásitos, pequeñas esporas de helechos y musgo. Algunas retroceden, la mayoría, para acosar a las amas de casa, pero aquí y allá una escapa y la evolución inicia su inevitable curso. Esa es la teoría de Arrhenius, Bill. Piensa en lo que significa: la vida saliendo de los grandes soles a los pequeños, de la poderosa galaxia a la pequeña nube de estrellas, difundiéndose en el espacio con cada minuto y segundo del día, desde cada centro de vida. ¡Solo tiene que haber un accidente, Bill, o una Creación, y la vida se extenderá por todo el Espacio!
»Es fascinante para mí, Bill. ¡Piensa en la infinidad de variedades de vida que deben surgir en este Universo! ¡Piensa en los caprichos de la evolución que pueden producir un repollo, un gusano, o algo que ningún hombre haya imaginado! Todo lo que nos rodea puede estar evolucionando y enviando pequeños mensajeros al espacio, mensajeros que algún día llegarán a nuestra pequeña tierra y disputarán la vida que encuentren aquí. ¡Incluso si el Hombre nunca logra sondear el Espacio con sus cohetes, el poderoso tráfico de la vida continuará! Mira allá arriba, Bill, donde brillan las estrellas. Tal vez incluso ahora... ¡Vaya, Dios mío!
Se puso de pie de un salto como un loco. Había estado escuchando y preguntándome cómo evitar renunciar a este consuelo por una carrera loca a través de los juncos y la hierba espada.
Yo también me puse en pie de un salto y lo miré por la áspera pendiente hacia el telescopio. Entonces mi mirada se elevó hacia las estrellas. Resplandeciendo más que cualquier cosa que jamás haya visto, más brillante que cualquier planeta o meteorito, ¡brilló una gran estrella nueva!
La reconocerás, sin duda, como la gran nova de Pegaso. Estaba más cerca que cualquier otra estrella conocida, apenas a un año luz de distancia, y era visible incluso a la luz del día, aunque a sólo veinte grados del ecuador. Durante dos meses brilló en el gran cuadrado de Pegaso, luego se desvaneció. Durante dos meses todos los telescopios se fijaron en su gloria blanca, y los hombres de ciencia la midieron, pesaron y profundizaron en sus secretos. Como nunca antes el Hombre había estudiado una estrella.
Brilló directamente sobre nuestra cabeza, y nosotros observamos, medimos y fotografiamos, mientras los nativos golpeaban sus tambores y gemían de miedo. Vimos, también, el velo de su luz cuando la tierra giró en su órbita para traer ante su rostro la gran nube de polvo cósmico, restos de una estrella quemada y muerta hace mucho tiempo, que colgaban entre los dos soles, a poco más de un millón de millones de millas de distancia. El fuego blanco de la nova se enrojeció y se atenuó, pero aun así era el objeto más brillante en los cielos, salvo el sol. Semanas antes de esa primera noche, con el ardiente resplandor del sol recién nacido, estos viajeros cósmicos debieron partir, girando en su largo camino a través del espacio casi la mitad de la velocidad de la luz, pero no fue hasta después de dos meses que algunos de ellos alcanzaron su objetivo y se hundieron a la sombra de un planeta en movimiento.
Durante el calor abrasador del día cartografiamos la veta lo mejor que pudimos y analizamos muestras del mineral que producía, fabulosamente rico en radio. Durante largas noches contemplamos la estrella que colgaba como una poderosa linterna. Entonces, una noche, se apagó tan repentinamente como llegó, y el cuadrado de Pegaso quedó vacío. Habían pasado tres días desde entonces, y nos sentamos en lo alto de un pináculo del muro occidental, con el sol a nuestras espaldas, mirando sobre el variado jardín del cráter hasta donde la sombra del pico central se arrastraba a lo largo de la esfera negra chamuscada de la muralla oriental.
Pensé en esa noche, menos de una semana antes de que la gran estrella desapareciera, cuando los cielos que la rodeaban resplandecieron débilmente en rojo, sobre una gran área, mientras un enjambre de diminutos meteoros alcanzaba los estratos más densos de nuestra atmósfera. Tom había dicho que podrían ser motas de esa nube de polvo oscuro que colgaba en el espacio antes de la nova, impulsadas por la presión de la luz con una velocidad lo suficientemente grande como para dar un brillo apreciable mientras se encendían y desaparecían. Me pregunté si, tal vez, uno o dos de los millones podrían haber sobrevivido, demasiado grandes para fusionarse antes de que se detuviera su caída, o demasiado pequeños para sufrir la fricción del aire.
Al pensarlo, mis ojos se volvieron hacia donde la gran estrella había ardido, y cuando retrocedieron noté una mota de luz que se desplazaba hacia la tierra, escalando en largas y lentas espirales desde los cielos despejados, flotando ociosamente en el cálido viento del este del desierto que nos resecaba la cara y decoloraba el cabello. Mentalmente imaginé una pequeña escama de cristal, delgada como un átomo, deslizándose en las largas inclinaciones de los vientos, la gloria del sol reflejada en sus caras pulidas. ¿Desde qué desierto había sido arrojado por el viento que ahora lo arrastraba tan suavemente hacia abajo?¿O había sido arrastrado por vientos del éter, remolinos de luz que se arremolinaban entre las estrellas?
A mi lado, Tom señaló hacia el norte, donde una segunda mota de luz se hundió como un cardo en el desierto. El viento se estaba levantando, cambiando de este a norte, y mientras su suave susurro entre los espinos se convertía en un lamento agudo, el parloteo y el gemido de los juncos llegaban a nuestros oídos desde más allá de las ondulantes olas de sombra que acariciaban el suelo. El polvo se arremolinaba, oscureciendo el cielo, y las motas gemelas se habían desvanecido. Luego, muy abajo, en el corazón de la ciénaga, el sol poniente arrojó un destello instantáneo de luz, diminuto y cambiante, que descendió entre los juncos y desapareció. Apresuradamente recogimos nuestras mochilas y buscamos refugio de la arena arrastrada por el viento que nos marcaba la cara como lo había hecho con los riscos negros durante siglos incalculables.
La extracción de radio no es una tarea fácil, especialmente cuando se deben sintetizar sustancias químicas que no se pueden transportar fácilmente al lugar de su depósito. Estábamos aislados en un cráter del desierto, al menos parcialmente de origen volcánico. Teníamos una fuente termal sobresaturada con dióxido de carbono a casi 300 atmósferas de presión, que podía fue tapada y controlada para nuestro uso Teníamos bancos de azufre, en el cráter mismo, y a dos días en el desierto estaban los restos de un gran lago salado, ahora sólo una escala de blanco cegador contra la arena menos blanca. Teníamos las herramientas y no necesitábamos más.
El azufre se quemó, y el dióxido resultante se volvió a quemar a trióxido y se disolvió para formar ácido sulfúrico, que destilamos para aumentar la concentración. Tom tenía todo esto listo desde su visita anterior. En una cámara sobre los hornos de azufre, utilizando el calor de combustión, llevamos a cabo nuestra fijación de nitrógeno. El nitrógeno del aire y el hidrógeno del agua electrolizada se unieron a unos 700 grados centígrados y 50 atmósferas de presión, con hierro como catalizador, para formar amoníaco. De esto fuimos produciendo carbonato de sodio. La salmuera fuerte se saturó con amoníaco y dióxido de carbono bajo la presión más alta que pudimos alcanzar. El bicarbonato de sodio se calentó para convertirlo en carbonato. Finalmente, a partir de sal y ácido sulfúrico, hicimos ácido clorhídrico.
Todo esto fue preliminar a nuestro verdadero trabajo: la extracción de radio. Había algo más de media tonelada de mineral disponible, y esperábamos producir casi medio gramo de radio o, lo que era su equivalente, sesenta y cinco centésimos de gramo de cloruro de radio, realmente un gran rendimiento.
El mineral de uranio característico, el radio, con otros metales, se encuentra en forma de sulfato. Esto lo mezclamos con nuestro carbonato de sodio y tratamos los carbonatos resultantes con ácido sulfúrico, convirtiendo las sales de sulfato en carbonato hasta que de los metales originales solo quedaron radio y bario. Ahora venía la parte delicada. Los carbonatos de radio y bario se convirtieron en cloruros con ácido clorhídrico, y las sales se cristalizaron en pequeñas celdas, al calor del sol o en la explosión de nuestro quemador de azufre. Primero vino el cloruro de radio: diminutos cristales blancos que se lavaron y recristalizaron hasta que brillaron como pequeñas agujas de escarcha, luego se colocaron cuidadosamente en tubos de cuarzo y se almacenaron en un recipiente de plomo grueso.
Luego se asentaría el cloruro de bario, cristales del mismo tipo, pero coloreados por el radio a un amarillo o naranja pálido. De nuevo se disolvieron y cristalizaron hasta que la sal de bario fue casi tan pura como el precioso radio en su cofre de plomo. Debimos parecer gnomos, vestidos y encapuchados con una tela de plomo para protegernos de los dañinos rayos del radio, mientras nos inclinábamos sobre los pequeños platos de porcelana de brillantes prismas facetados, separando el tesoro de la escoria y guardándolo con júbilo. Los negros nos temían como a la luminiscencia del cráter, con mucho respeto por los semidioses blancos que jugaban con la luz y la vida. Tom había curado un tumor en su jefe, en los días de la primera expedición, y el hombre había robado la medicina del jefe blanco y murió horriblemente por las quemaduras del radio.
Durante días estuvimos absortos en nuestro trabajo, yendo y viniendo de la choza al laboratorio como en un sueño, mecánicamente, durmiendo como hombres muertos después del calor y los humos del laboratorio. En dos ocasiones los negros intentaron huir, pero retrocedieron por miedo a algo que no teníamos ni tiempo de examinar. Luego llegó el día en que miramos con cariño el pequeño grupo de diminutos tubos de cuarzo, sellados sobre su preciosa carga, y dejamos el aire saturado de ácido de la cueva mal ventilada por la cumbre del pico central, para mirar de nuevo la gloria del universo. Durante un rato escudriñamos los cielos, luego nos quedamos quietos en la terraza superior, soñando el sueño de los triunfadores.
Desde el imponente borde del cráter llegó una brisa caliente, abanicando nuestro cabello y barba suavemente. Bailó sobre el pantano, y de vuelta a nuestros sentidos soñolientos llegó el traqueteo y el gemido de los grandes juncos, el crujido de sus puntas emplumadas, iluminados con el fuego pálido que ardía a través de todo el cráter, testigo del tesoro debajo. Medio dormido, escuché, haciendo del sonido una música de hadas.
En el ojo de mi mente vi la pequeña orquesta, coronada con fuego danzante, chirriando, silbando y traqueteando con una melodía desconocida y vieja como la luna. Me pareció ver a un nuevo músico en el grupo, delgado y vestido de verde, portando pequeños festones de campanillas de cristal que se balanceaban al ritmo de sus cabriolas y repicaban y tintineaban con astuto júbilo. Su función, tal vez, era ocultar las riquezas de la tierra para convertirlas en una fuente de odio y derramamiento de sangre hasta la eternidad.
¿De dónde había venido y cuándo, este campanero elfo? ¿Dónde encajaba el travieso goteo de cristal de sus campanas en la loca sinfonía del cráter?
A la deriva, como desde una gran profundidad, la pregunta me sacó de mi mundo de sueños a la realidad, una realidad donde los altos juncos parloteaban y gritaban su lúgubre canto fúnebre, y donde un débil golpeteo de cristal contra cristal, cuyo carillón repicaba bailaba melodiosa, flotaba hacia nosotros en la brisa.
Tom sintió mi despertar.
—¿Lo escuchas? —preguntó.
—Sí.
—Es nuevo. Quizás lleva aquí algún tiempo, desde que trabajamos, pero no antes. Es un sonido extraño, ¿verdad?, como campanitas, como las campanitas de plata en la capucha de un leproso. Me pregunto qué hizo retroceder a los negros, después de que intentaron huir. Eso es un gran problema en sí mismo, si te detienes a pensar en ello. Y me pregunto qué hace que tintinee. No lo escuché cuando estuve aquí antes. Tendremos que intentar averiguarlo mañana.
Me incorporé sobre un codo y miré por encima de los fuegos parpadeantes del pantano, hacia el lugar de donde procedía el zumbido de los elfos, tratando de ver a través de la neblina verde. Parecía que allí la luz se espesaba y cambiaba de matiz, derritiéndose del azul verdoso del fuego de los juncos a un tono más cálido de violeta, con mucho rojo. Allí estaba el camino hacia el exterior, el camino que habían tomado los negros para regresar con asombro y miedo hoscos. Nunca había estado allí de noche, cuando la luz nacida del radio bailaba sobre las copas de los juncos delgados y se aferraba a uno en una niebla ardiente.
—Tom —dije—, ¿tienes ganas de averiguarlo ahora?
—¿Qué quieres decir?
—Mira junto al sendero. Sí, ahí. ¿Ves algo, una luz?
—No. No la veo… ¡Oh, por Júpiter, la veo! Es como un enrojecimiento, un púrpura, sobre el verde. No oscila tanto como el resto, sino que titila, como una vela, latiendo arriba y abajo, por así decirlo.
—Sí, eso es. Creo que está cerca del sendero. Recuerdo esa cresta a la izquierda. Podríamos intentarlo. ¿Qué dices? ¿Puedes encontrar el camino de ida y vuelta en la oscuridad?
—¡Seguro! Sería difícil perderme aquí. Estoy listo para ir, si tú lo estás. Debería ser interesante, por decir lo menos, porque juraría que ese tintineo es nuevo en el cráter, al igual que ese brillo. ¿Notaste que tiene una especie de matiz carmín, como el espectro del radio? Los niveles de energía deben ser aproximadamente los mismos. Vamos. Baja las túnicas, ¿quieres? Deberían estar en el laboratorio.
—Excelente. Será mejor que usemos botas, y tengo el presentimiento de que el equipo será útil, si podemos encontrar un lugar para instalar el espectroscopio. Iré a buscarlo.
Los porteadores, especialmente el cacique, no aceptaron nuestra idea de salir de noche, de modo que se quedaron. Solo por un momento percibí un brillo extraño en los ojitos del jefe, pero se desvaneció rápidamente y no pensé más en eso en ese momento.
Trepamos con dificultad por la empinada ladera hasta la estrecha playa de rocas debajo, luego bordeamos las aguas turbias hasta que llegamos al lugar donde el sendero salía del pantano. Alrededor de la isla había una amplia franja de aguas abiertas, pero aquí era poco profunda. Tom había explorado todo el cráter durante su viaje anterior, y desde entonces habíamos recorrido parte de él juntos, tratando de rastrear la veta con los instrumentos más refinados que había proporcionado la empresa. Justo aquí, un dique estrecho discurría bajo el agua hasta los cañaverales, donde un camino en zigzag de vados conducía a la orilla lejana. A medida que avanzábamos a través del agua viscosa nos devolvió un pequeño gorgoteo de alegría maligna y risueña que se mezcló con el traqueteo, el gemido y el tintineo del más allá.
Por fin estábamos entre los juncos y nos abríamos paso a lo largo de una loma baja con el cieno negro agitándose a nuestros pies, iluminado con una brumosa fosforescencia que colgaba sobre la superficie, donde una fina capa de algas vivía su vida estancada. A ambos lados, las delgadas columnas de juncos se veían tenuemente a través de la niebla luminosa, más azules que verdes a esta distancia más cercana, como varillas altas y delgadas de vidrio. Unos metros más arriba los tallos se rompían en grandes penachos de filamentos plumosos, delgados como lenguas de llama verde, en cuyas puntas de aguja jugaba el pálido fantasma del fuego del pantano. Al igual que las velas de los cadáveres y los fuegos fatuos de la tradición antigua, parpadearon en el aire y se desvanecieron: pura energía del radio oculto se elevó a través de estas venas de pedernal y se filtró en el aire del cráter.
Aquí y allá, donde una columna era más compacta, el verde ardía como una vela gigante en un pico de luz largo y puntiagudo que se desvanecía en sus bordes hasta la nada. Comenzamos a sentir la cualidad sobrealimentada de la atmósfera, y nos pareció ver un extraño brillo azulado de descomposición que velaba nuestra piel expuesta. De hecho, nuestros dientes y globos oculares ya brillaban tenuemente, dándonos una apariencia sobrenatural, como la que debe haber llevado a los negros al borde de la locura la noche en que huyeron para regresar con un miedo enloquecido. Solo vimos una belleza extraña en este juego de luces de hadas. Quizás la civilización no es más que una creciente simpatía por el mundo cuyos fenómenos se han grabado en la mente de la raza.
Durante más de una hora serpenteamos a través de los caminos del pantano. Nuestros rostros estaban menos iluminados por la luz azulada. El agua ya no brillaba. La fina neblina de fugas de las uniones de las cañas ya no delineaba sus delgados tallos con fuego azul verdoso. Incluso la descarga de los penachos había disminuido considerablemente. Era como si una gran reserva de energía estuviera absorbiendo la radiación, desviándola de las cañas como un imán desvía el acero o un espejo enfoca la luz. Me pregunté qué nuevo horror de la ciénaga había deformado la estructura de esta porción del espacio para concentrar en sí misma la energía de la ciénaga.
Tal vez teníamos una hora para el amanecer; una hora para descubrir la fuente de la extraña luz antes de que el resplandor del sol africano la borrara. Sólo las puntas de los juncos resplandecían de un verde pálido. El cielo, entre los tallos de siluetas negras, estaba teñido con un brillo carmín, mezclándose con el azul para dar un rico y profundo tono púrpura. El tintineo de las campanas de cristal sonaba más cerca, elevándose por encima del estrépito y el lúgubre aullido de los juncos. Ya no tenía el encanto mágico que le otorgaba la distancia. Era parte integrante de los demás sonidos del Jardín del Infierno. Y ahora podíamos oír que llegaba intermitentemente, sin la simetría mesurada de las campanas que doblan, una miríada de agudos choques de cristal contra cristal, con un leve y tenso tañido acompañándolos. Y, también, completamente inaudible a la distancia, llegó un canto delgado y vibrante de materia tensa que se sumaba al clamor de esta orquesta de duendes; una nueva nota que envió un pequeño escalofrío por mi espina dorsal.
Las crestas serpenteaban entre los juncos, incluso su gemido y traqueteo se perdían en presencia de este gran vampiro desconocido del pantano, alimentándose de su energía y su vida. Me imaginé que estaban menos tiesos y rígidos, caídos bajo el hambre de energía que los consumía. La luz púrpura llenaba todo el cielo ante nosotros, los juncos se erguían negros y muertos contra ella, y el sonido metálico y el zumbido se habían convertido en el clamor de una fragua. Con el fango hasta la cintura, seguimos avanzando, la superficie negra y aceitosa devolvía el resplandor del cielo en pequeños destellos de rojo y púrpura. Entonces, de repente, el camino giró, la densa cortina de juncos cayó a ambos lados y el secreto del pantano quedó ante nosotros.
Como una cortina, la niebla se cerró sobre nosotros, un rico púrpura salpicado de destellos carmín. Donde bañaba la muralla de juncos, los altos tallos se desmoronaron y cayeron, fláccidos, sin ruido de pedernal contra pedernal. Sentimos un leve escalofrío de energía, como en una atmósfera altamente electrificada. Cuando abrí el equipo, los prismas y las lentes del espectroscopio portátil habían desaparecido, disueltos en el aire. Era difícil ver a través de la espesa luminiscencia que ocultaba lo que fuera que yacía en su interior, y avanzamos a través del agua hacia el centro de la gran nube de luz. Debió ser como una gran esfera hueca, de cien metros o más de espesor, porque pareció una eternidad antes de que se adelgazara y desapareciera por completo.
Ante nosotros yacía una montaña mágica de cristal, un desierto facetado. De todas las formas de cristal conocidas por el hombre, eran prismas hexagonales y triangulares, pirámides empinadas, obeliscos de base gruesa y minaretes esbeltos, todos de cristal transparente y centelleante. Surgieron del agua negra en una enorme pila dentada, cientos de pies hasta donde las estrellas estaban ocultas en la neblina púrpura. Y de todos los picos y pináculos, de todos los chapiteles con puntas de aguja brotaban grandes lenguas de llamas carmín y zafiro, que se encontraban y se mezclaban en la neblina.
Esto no era como la filtración lenta de los juncos, sino una gran conflagración de energía que se escapaba, ardiendo ferozmente. Los cristales brillaban con una luz blanca que aparentemente alimentaba las lenguas de fuego que brotaban de todos los ángulos de la poderosa montaña de cristal, lanzando la vida del pantano en grandes corrientes de fuego rojo y azul que bailaban y saltaban de cresta en cresta a una neblina púrpura.
—¡Dios! —exclamó Tom con voz ahogada—. ¡La energía de eso! Bill, ¿alguna vez has visto algo así? No puede ser terrenal, es demasiado grande, demasiado colosal para la tierra. ¡Drenaría la energía y la vida de nuestro pequeño planeta y lo dejaría como una cáscara vacía en el espacio! Debe ser del más allá, de afuera, entre las estrellas y las galaxias. Hay mundos allá afuera que ningún hombre puede imaginar, o siquiera soñar.
—¡Tom! —grité—. Tom, ¿no puedes verlo? ¡Se está moviendo! ¡Está creciendo! ¡Tom, esa Cosa está viva!
El gran montón de cristal caído se agitaba lentamente, inquieto, con vida. Enormes prismas hexagonales se hinchaban visiblemente, elevándose hacia la niebla. Una amplia faceta estalló con un sonido demoledor, y un delgado eje triangular salió disparado hacia afuera y en diagonal hacia arriba, con una gloria azul que brotaba de su punta. Una delgada columna rectangular se elevaba cada vez más, con una velocidad asombrosa, desde la cima misma de la pila. Un segundo dardo se lanzaba hacia él desde un lado, acertándolo de lleno, derribándolo con un choque de cristal contra cristal, mientras formas nuevas y diferentes brotaban de su base destrozada.
Y, a medida que crecía, la gran masa se extendía hacia nosotros, con ese avance constante que da la impresión de una velocidad y un propósito terribles e implacables. A menudo, en años pasados, había dejado caer cristales en un vaso con una solución de silicato de sodio y los veía hincharse y lanzar seudópodos con una extraña apariencia de vida, formando un extraño jardín submarino de esponjas, helechos marinos y tentáculos. Pero no eran más que fantasmas de solidez: cáscaras llenas de soluciones densas, mientras que estas cosas, que crecían con la misma extraña velocidad, eran completamente sólidas.
En mi jardín simulado, el vaso de agua los había alimentado con la sílice que los hacía crecer, pero aquí no lo sabía. Crecían y se extendían desde alguna fuente central oculta, con el tintineo y el choque del cristal golpeando, y el zumbido agudo que nos decía que todo el gran cuerpo de la cosa vibraba con energía y con algo parecido a la vida.
Esto no fue un crecimiento mecánico, como en el jardín de probetas. Lo sentí de inmediato. Allí los cristales fueron rodeados por un medio que les suministró automáticamente los materiales de su crecimiento. Aquí sólo existía el aire y el agua poco profunda, pero aquí estaba ese elemento extraño que trastorna todas las leyes del azar cuidadosamente delineadas. Aquí estaba la vida.
Recordé la niebla púrpura, alimentada por la energía que brotaba de estos cristales vivientes, energía de radio, drenada del pantano. Recordé cómo había acariciado las filas de los juncos y cómo los delgados tallos se habían caído y hundido pudriéndose en el limo, despojados de su sílice. Y entendí el poder de esta cosa. Porque del pantano, de la tierra misma, estaba absorbiendo la energía que significaba vida, moldeando esa energía en la gloria de la llama que se derramó de cada faceta y cresta en la gran esfera hueca de materia de luz púrpura que rodeaba. Más allá de toda duda, esta monstruosidad de cristal estaba viva, era inteligente, como nosotros, o incluso más. Y su propósito era la conquista.
Tom grito, un delgado sonido por encima del estruendo.
—Creo que es el radio, Bill. Tal vez nunca antes ha tenido tal reserva de energía en su estrella madre. Todo el cráter está construido sobre una base de energía casi pura, y hay sílice para arrancar, en abundancia, en los juncos y el desierto que lo rodea. Creo que si creciera más lentamente, con más normalidad, tendría más forma, más regularidad, más sistema. No habría esas facetas y columnas rotas, sino una matriz ordenada, una matriz inteligente, con cierta muestra de simetría. Ahora crece al azar, descontrolado, ebrio de energía. Su voluntad, o mente, o lo que sea que tenga que corresponda a nuestra concepción de la inteligencia, está sumergida en una gran orgía de crecimiento desenfrenado. Me pregunto qué sucederá cuando golpee la veta principal, debajo del pantano. Habrá una crisis, ciertamente. Un hombre no puede disfrutar sin límite, ni tampoco una cosa de cristal, creo. ¡Será una vista maravillosa, pase lo que pase!
—Tom, ¿de dónde crees que vino? Tengo una idea loca, pero parece encajar. ¿Recuerdas ese día en el borde del cráter? ¿Recuerdas esas dos motas de cristal cayendo desde la atmósfera superior, quizás desde el espacio? Creo que eran las semillas, las esporas de vida de estas cosas. La luz las condujo aquí, Tom, desde algún sol muerto, algún sol que ellos han succionado hasta secarlo. ¡Arrhenius tenía razón!
—Pero Bill, estos no son como helechos, musgo o bacterias. Esas eran las cosas a las que se refería Arrhenius: formas bajas de vida, con diminutas esporas que el aire que la luz podían transportar fácilmente. Estos son de cristal, e inteligentes. Creo que bien pueden ser tan inteligentes como nosotros. ¡No ves a las formas inferiores de vida emborrachándose de poder! Estoy de acuerdo en que vienen del espacio, pero por voluntad propia.
—¡Escucha! —exclamé—. No hay nada en la tierra, ni fuera de ella, que impida que la vida inteligente se propague por esporas. Si me preguntas, es mucho más inteligente tener crías que puedan manejarse solas desde el principio, que criar parásitos que son absolutamente inútiles durante la mayor parte de su vida. El hombre sería mucho más eficiente si pudiera fertilizar una célula y dejarla así, sin más preocupaciones ni dolor, como un helecho. Pero el hombre no puede hacerlo, ni tampoco la mayoría de los animales, y seguir siendo animales, porque lo haría duro, sin emociones, cristalino, como estas cosas. No estoy divagando, Tom. Solo quiero mostrarte que la vida inteligente puede reproducirse por esporas tan bien como las plantas y el musgo. Es solo que se juntan de manera diferente, mentalmente, por así decirlo. En cuanto a que las esporas de cristal sean demasiado pesadas, eso es una tontería. Has manejado suficiente mica para saber qué tan delgada y liviana es. Incluso una brisa ligera puede levantar una escama. ¡Y sus esporas podrían ser más pequeñas, más delgadas y más livianas, muy fácilmente!
—Tú ganas, supongo. Suena bastante razonable. Pero sacas conclusiones precipitadas con demasiada facilidad.
—Te concedo eso. Ahora volvamos a tierra firme. Con el prisma fuera del espectroscopio, no tiene sentido quedarse aquí en el barro. Además, esta cosa me pone los pelos de punta. No es seguro. No se puede saber qué podría hacer si recuperara la sobriedad y comenzara a equilibrar las cuentas. Tengo la ligera sospecha de que no seríamos necesarios para su plan de vida.
A decir verdad, por maravillosa que fuera la criatura de cristal, el incesante estruendo y el flujo de colores nos habían sometido a una tensión severa. Además, era casi de mañana y no habíamos dormido durante dos días. Así que volvimos, tambaleándonos por el barro y el agua, hasta el borde exterior de la neblina púrpura.
El cielo del este se estaba aclarando y la densidad de la neblina había comenzado a disminuir, de modo que podíamos ver al monstruo de cristal tenuemente a través de ella. Cuando llegamos al borde de los juncos, nos detuvimos para mirar hacia atrás. La pared occidental del cráter ya estaba iluminada y, mientras observábamos, el sol ascendía por encima de los riscos orientales, ahogando la niebla púrpura con su brillo. Pero lo más hermoso de todo, cuando los primeros rayos golpearon la gran montaña de cristal, estalló en un glorioso resplandor de color intenso: azul profundo y verde pavo real, oro puro y escarlata vívido, un mar saltando de luz coloreada, teñida y matizada, como ningún hombre había visto antes. Cada pináculo estaba ardiendo con la cascada de color que jugaba alrededor del gran montón en un poderoso halo de luz, deslumbrante, corrosivo.
Nos vimos obligados a apartar nuestros ojos cegados. La palpitante belleza de la escena quedó impregnada en nuestros párpados en imágenes secundarias, y volvimos al camino sinuoso entre los juncos.
Tal vez tomó una hora, a la luz del día, luchar de regreso a través del lodo hasta la isla. Estábamos agotados y aturdidos por lo que habíamos visto. Tom llamó a gritos al jefe, luego otra vez, enojado, ya que el anciano no apareció. Con impaciencia, caminó hacia la hendidura que conducía desde la playa hasta las rocas superiores. Allí, en un semicírculo, se apiñaban las toscas chozas de piedra de los negros, silenciosas y vacías. El fuego siempre encendido frente a la choza del cacique estaba negro y muerto. Y el montón de cajas, que eran nuestros suministros, se había reducido casi a la nada. Los negros se habían ido. Atrapados por la superstición, se sumergieron en el pantano del lado opuesto al monstruo de cristal y desaparecieron para siempre.
Quedaba suficiente comida para sostenernos durante meses, porque habíamos traído provisiones suficientes para durar casi un año, y quedaba una buena parte. Los negros habían viajado ligeros y rápidos, como lo hace cualquier hombre cuando el miedo se apodera de él. Así fue como, después de una serie de insultos ineficaces, decidimos quedarnos todo el tiempo que pudiéramos y terminar el asunto.
—Verás, Bill, estamos lo suficientemente seguros aquí. Creo que lo que está sucediendo es importante. Tú viste cómo esa cosa de cristal eliminó las cañas, y cómo creció. Hizo lo mismo con el cristal de tu reloj y el espectroscopio. Puede quedarse sin sílice, y probablemente se quedará sin radio, pero supongamos que sale del cráter hacia el desierto. Piensa cómo se alimentará de esa arena: ¡pura sílice! ¡Piensa en él creciendo, extendiéndose, inundando el mundo entero y acabando con la civilización como si fuera una mancha de grasa. Te digo, Bill, depende de nosotros detenerlo.
Me apetecía más luchar con un ejército detrás de mí, con dinamita y ácido fluorhídrico, y un escuadrón aéreo, pero tardaría al menos dos años en salir y volver, ¡y la Cosa era peligrosa! Además, supongamos que no nos creyeran o nos encerraran en un manicomio.
Nos quedamos allí, como dos terrones de barro cocido, esperando por algo. Pensé en el Coloso de Memnón, contemplando durante edades muertas las dunas hinchadas que los emperadores de dos países habían apreciado, cantando su lúgubre adoración al sol hasta que el Tiempo ahogó sus lenguas secas con polvo y descomposición. Éramos como ellos: dos reliquias secas mirando desde nuestra cornisa sobre la desolación del pantano, en nuestros oídos el estertor del paso de los juncos. Porque no teníamos ningún plan. Nuestra decisión había sido heroica, pero ciega.
De día nos tambaleábamos en el pantano putrefacto que bordeaba la Cosa, observando su espantosa belleza y su horrible vida, como pájaros fascinados por una serpiente: dos diminutas motas mugrientas, acobardadas ante un dios centelleante. Por la noche nos agazapamos en nuestro saliente ante la cueva, hablando a ciegas, escuchando el estruendo del cristal crecer cada vez más fuerte en nuestros oídos, contemplando la neblina púrpura que se deslizaba a nuestro alrededor. Y dormíamos donde estábamos sentados, cuando terminábamos de hablar, y por la mañana volvíamos a sentirnos atraídos por la infernal estrella polar del pantano.
Como niños o ancianos con problemas de memoria, hicimos planes y tomamos decisiones en esas ciegas vigilias de la noche. Las utopías se levantaron con amor y cuidado del polvo de las razas en guerra, se levantaron y cayeron de nuevo en la gloria destrozada por el poder de una palabra. Un Universo pasado en revisión ante nuestro tribunal, en pasado y presente y futuro invisible, el Universo de los hombres, del Hombre, a medida que la mente de la raza comprende su significado. Y en una hora o un minuto se había desvanecido en el vacío, dejando sólo una Ley, un Plan, que buscamos a tientas. Pero siempre nuestros pensamientos volvían a ese más allá en el pantano, a lo que significaba, y nos callábamos y aguardábamos con pura desesperación lo desconocido.
—Tom, de alguna manera siento que te las has arreglado para entender el asunto. ¿A qué le temes?
—No lo sé, Bill. Me pregunto qué es: ¿fuego, agua, frío? Probablemente piense que el nuestro es un planeta pequeño y agradable. No hay competencia molesta, no hay nada que pueda lastimarlo; mucha comida, un pequeño planeta bastante decente, después de todo. Se quedará aquí, rey del mundo, y se atragantará. Se irá de juerga regularmente y se emborrachará con energía libre… Bill, ¡lo tengo! ¡Vamos!
Su plan no fue evidente de inmediato, pero tan pronto como comenzamos a trabajar en él vi lo que pretendía hacer. Montamos una celda electrolítica de cuarzo fundido, utilizando un ánodo de platino y un cátodo, o electrodo negativo, de mercurio destilado. En la celda entraron nuestros preciosos cristales de cloruro de radio, disueltos en agua destilada, la más pura que pudimos proporcionar, y la corriente pasó. Trabajamos a diez miliamperios, o una centésima de amperio, durante un poco más de las seis horas requeridas, para asegurarnos de obtener todo el valioso material posible.
Luego coloqué un poco de mercurio y, envuelto en capas adicionales de tela impregnada de plomo y capuchas con un grosor adicional de vidrio de plomo en las gafas, transferimos el mercurio de la cámara del cátodo al alambique; ya no era mercurio puro, sino una amalgama. Trabajamos cuidadosamente, porque un accidente sería fatal. Además, debíamos cuidar que nuestros generadores de hidrógeno no fallaran, ya que esta destilación debía realizarse en una atmósfera de hidrógeno altamente combustible.
Vimos ansiosamente cómo el pequeño charco sobre la llama se hacía más pequeño y más sólido, vimos cómo las diminutas gotas de mercurio se formaban como sudor en las paredes del largo condensador y se escurrían en riachuelos crecientes por su estrecha espiral para formar de nuevo un pequeño charco en el recipiente receptor.
En su mayor parte observamos en silencio, alquimistas modernos ataviados con los misteriosos sudarios de nuestro oficio, esperando que se formara la Piedra Filosofal. Para romper la tensión hablábamos a borbotones. Tom quería asegurarse de un rendimiento completo, por lo que nos detuvimos tres veces para transferir el mercurio destilado a la celda o para traerlo nuevo a la cámara de destilación. La vida de un mundo dependía de que consiguiéramos todo el radio posible, y si el tiempo no hubiera sido tan escaso, habríamos regresado al afloramiento para tratar de extraer más arcilla negra de las paredes rocosas y pasarla por el arduo proceso de purificación. Sin embargo, no había la menor posibilidad de que dos hombres solos pudieran realizar esa tediosa tarea a tiempo.
—La energía es una cosa maravillosa. Bill —dijo Tom un día—. Probablemente sea lo único, aparte del espacio y el tiempo. En cierto modo, me recuerda a los antiguos dioses de la leyenda pagana, que descendían a la tierra e iban manifestándose a los hombres en mil formas diferentes, muchas veces hasta la ruina final de la raza que era «honrada» por su visita. Piensa en las formas en que los hombres han detectado su presencia, en la luz y el calor, todos los rangos invisibles por debajo del infrarrojo y por encima del ultravioleta, en el trabajo mecánico y químico, en la electricidad y el magnetismo, y de estos en la materia misma. ¡Importa lo indestructible! Allá afuera, en esa miríada de soles que iluminan el Universo, los electrones están siendo arrancados de sus átomos progenitores, los protones y los electrones del núcleo se amontonan, fusionándose en chorros infinitesimales de energía que se precipitan hacia el Espacio a una velocidad que nada puede superar, hasta que un día, siglos después de su concepción, llegan a uno de los planetas de un pequeño sol amarillo, buscan a dos representantes de una raza bípeda egoísta, y a través de sus ojos y pieles se dan a conocer.
»Cada hora, cada segundo de cada día durante siglos incalculables, esos grandes soles han estado vertiendo su radiación, su sangre vital en el espacio. Aquí y allá llega a puerto, se transforma y emprende de nuevo su viaje. A cada instante los grandes hornos de las estrellas se enfrían, mueren, y los fríos cadáveres que ensucian el Espacio beben la energía que derraman y cobran vida, solo para pasar por el ciclo de radiación y morir de nuevo. Bill, cuando todo el Espacio esté a la misma temperatura, al mismo nivel muerto, la energía ya no fluirá ni se transformará. Porque la energía debe fluir cuesta abajo, de lo alto a lo bajo, de lo caliente a lo frío, de la luz a la oscuridad.
»Hay una esperanza, una pequeña, para el Universo, que promete casi la inmortalidad. Millikan ha detectado radiación que entra desde el espacio abierto, desde la negrura vacía: energía creada, al parecer. Pero eso puede no ocurrir, en la medida en que el Hombre puede comprender las leyes del Universo, por lo que ha medido la radiación y profundizado en la mecánica del átomo, y ha descubierto que allá en el Infinito, en el vacío, la energía se fusiona y condensa para formar las piedras de construcción del Universo, los protones y los electrones. Y a su vez estos se juntan para formar átomos de hidrógeno y helio, que se unen para dar átomos más grandes y pesados, y al hacerlo pierden grandes gotas de energía que se hunden a través de muchos pies de plomo, energía más penetrante que cualquier cosa que el Hombre haya encontrado: la rayos cósmicos. Hidrógeno, helio, incluso silicio y hierro, Millikan ve que se acumulan en la nada, y puede haber otros más: cobre, zinc, plata, incluso radio y uranio y elementos desconocidos más allá.
»Durante edades se acumularán para formar nuevos mundos, y luego la degeneración comenzará una vez más, el radio se descompondrá a lo largo de edades interminables para convertirse en plomo, y otros elementos con períodos que el hombre no ha detectado, hasta convertirse en hidrógeno y muerte. Pero siempre se están creando nuevos mundos. En nuestro propio mundo no hay nada más allá del uranio, que en sí mismo se está hundiendo lentamente a través de isótopos de ionio, radio, nitón, hasta convertirse en cinco mil millones de años en plomo, y en un tiempo desconocido e incalculable hasta hidrógeno, el más bajo de todos los elementos. En el pasado, tal vez, ha habido un Universo de elementos superiores al uranio, que se descomponen más rápido, mientras nuestro mundo se acumulaba en uranio. Ahora todavía se eleva otro, al silicio, al hierro, tal vez no más lejos. Y también se extinguirá, y otros se levantarán y caerán.
»Aun así, tengo esperanza, Bill. Hay una forma de energía que obedece leyes propias, que tiene un poder impulsor por encima de la Naturaleza, ¡que tiene Voluntad! Me refiero a lo que llamamos Vida, común en la ameba y el dinosaurio, en la planta y en el Hombre, y en esa Cosa allá afuera. El agua fluye siempre cuesta abajo, a menos que la Naturaleza la eleve por evaporación, pero el Hombre no conoce nivel. La Naturaleza necesita eternidades para descomponer los elementos, pero el Hombre lo hace en segundos con sus rayos catódicos. La vida debe cambiar el ciclo de alguna manera. Bill, cómo no sé si para bien o para mal.
»Sin embargo, el Hombre no puede construir los átomos que destruye, ¡pero ese día llegará! La naturaleza se ha ocupado de esta emergencia esparciendo la Vida muy escasamente por el Universo; sin embargo, sabemos que puede viajar a través del espacio. Algunos dicen que no es más que una enfermedad de los planetas en descomposición; otros piensan que es divinamente dada por un Creador. Ambos tienen razón de alguna manera, supongo. El Hombre puede retrasar el final indefinidamente, si lo intenta, pero la Naturaleza tiene sus pequeños trucos, y bien puede ser que el Hombre no retrase sino que acelere la última y terrible disolución. La vida es el único grado de libertad controlador e incontrolable en este Universo. Dios sabe lo que hará.
»Esta cosa de cristal que hay en el pantano es una maravilla de vida e inteligencia. Puede controlar la energía de maneras que nosotros ni siquiera podemos imaginar, pero Bill, no puede controlarse a sí misma. Está en una juerga cósmica, atiborrándose de energía, vomitándola en un desperdicio horrible, perdida en una orgía de crecimiento ciego y ebrio. ¡Esa es nuestra ventaja, Bill! Tarde o temprano está destinada a atravesar la veta debajo del cráter y sumergirse en un crecimiento loco que puede matarla en ese mismo momento. Pase lo que pase, estará justo al borde de una crisis. Probablemente se recupere con el tiempo. No sé. Pero, Bill, supón que cuando está justo en la valla entre la existencia y la destrucción, le doy un empujón, ¡hacia la izquierda! Supongamos que le doy este radio, todo a la vez, medio gramo de energía al borde de la interrupción, ¡energía suficiente para hacer estallar un planeta y sacudir un sistema solar! Hombre, Bill, ¡las cosas van a suceder! Son casi once millones de millones de calorías, si se calienta, ¡lo suficiente para convertir ciento sesenta y cinco mil toneladas de hielo en vapor! Simplemente no puede soportar toda esa energía junta.
Observamos ansiosamente cómo se formaba el pequeño botón plateado en el alambique, poco más que una mota de metal blanco brillante, pero que valía millones para cualquier hombre en el mundo más allá del desierto. Con el mayor cuidado, manteniéndolo siempre en su atmósfera de hidrógeno para evitar su oxidación, sellamos el radio en un delgado tubo de cuarzo parecido a una pluma: medio gramo de nuestras vidas, medio gramo de discordia si se llevara de vuelta a la empresa. Me preguntaba qué diría la compañía cuando volviéramos sin él.
El mundo nunca creería nuestra historia.
El viejo Creso me estaba llamando. Algo debe estarse gestando. El monstruo de cristal que hay en el pantano debe estar acercándose a la veta, porque la roca cercana se satura bastante con las sustancias radiactivas.
Seguramente, el globo de neblina púrpura se había extendido por ambos lados, siguiendo la vena oculta, hasta que casi rodeó todo el cráter. El repiqueteo de los juncos quedó completamente ahogado por el zumbido y el estrépito del cristal de la Cosa, aunque pudimos ver un estrecho anillo de velas que brillaban débilmente unos cien metros antes de que se alzara la cúpula púrpura. El estruendo era espantoso, ahora que estábamos fuera de la cueva: cristales rotos chocando continuamente por todos lados, mientras que el sonido metálico de las facetas rotas y el zumbido tenso de la masa en tensión se habían convertido en un chirrido crescendo. ¡Ya no había ningún tintineo mágico de cascabeles! Esta era la forja de los antiguos enanos nórdicos en las profundidades de Midgard, donde los retorcidos artesanos golpearon para Thor un nuevo martillo, hecho de hielo arrancado de los cuerpos de los Gigantes de Hielo, que rugían su agonía por encima del repiqueteo de los fuelles. El Jardín del Infierno estaba defendiendo sus tradiciones heroicamente. Estaba demasiado oscuro para ver las llamas del cristal bajo la niebla envolvente, pero supimos por la hinchazón visible de esa capucha púrpura que debía estar ardiendo con un fuego mucho mayor que cualquiera que hubiéramos visto antes. El lento avance de la niebla exterior parecía acelerarse un poco, y supe que las raíces de la Cosa debían estar acercándose a la gran vena que seguía alrededor del cráter.
El final llegó más repentinamente de lo que esperábamos. En un instante, la niebla se deslizó al ritmo del lento estrépito de la creciente criatura de cristal. Luego, con tal brusquedad que el estruendo anterior pareció una pausa repentina, se convirtió en un clamor caótico que casi nos ensordeció. El tañido y el estruendo demoledor se sucedieron en medio de un abrir y cerrar de ojos, mientras que el latido del crecimiento que recorría toda la gran Cosa se convirtió en un gemido agudo.
La capucha de color púrpura se hinchó hacia arriba y hacia adelante, rodeando la isla por todos lados y barriendo hacia arriba y sobre ella en un repentino flujo de luz espesa que borró todo menos la pequeña área que nos rodeaba inmediatamente: yo con mi túnica de plomo pero medio quitada. Tom sosteniendo el rechoncho cubo de plomo que contenía la preciosa pluma de radio. Luego pasó sobre nosotros, y nos encontramos en la gran cavidad debajo de su mortaja donde acechaba la Cosa de cristal.
Eché un vistazo al monstruo que tenía delante. Me quité la túnica tejida de plomo y subí como un rayo por la cara del acantilado hasta el observatorio: Tom me pisaba los talones con la pequeña caja de plomo. Trepamos más allá de la boca de la cueva y subimos a la plataforma, luego nos detuvimos, jadeando, acorralados.
Una vez, hace muchos años, huí, siendo un escolar, frente a la pared de agua que bajaba por nuestro pequeño valle desde una represa rota. Era así, pero donde la pared de agua había tenido decenas de pies de altura, esta barrera de cristal se elevaba a cientos. Se movía con el mismo efecto de laboriosidad que habíamos notado antes, pero en realidad debe haberse precipitado con la velocidad de un automóvil de carreras sobre las filas fláccidas de juncos caídos. Se tragó en un instante nuestra lamentable pila de comida y toscas chozas, y luego trepó por la cara del cono central, la cumbre de la pared se inclinó hacia atrás. formó una poderosa cresta puntiaguda que rodeó la isla y se disparó en un frenético crecimiento a cientos de pies por encima de nuestras cabezas. ¡Verdaderamente esa veta madre debe haber sido rica en la comida de los dioses!
Cuando llegó a la caverna del laboratorio hubo un siseo de fuegos liberados, y el monstruo pareció estremecerse cuando los químicos cáusticos mordieron su cuerpo. Seguramente hubo algún efecto, porque la cara de la ola subía más lentamente y se detenía, media docena de pies por debajo de nuestra cumbre de seguridad. Sin embargo, el pico de la Cosa se disparaba hacia el cielo en un frenesí caótico, grandes lanzas y hojas de sable de cristal centelleante se lanzaban en curvas lentas desde las facetas rotas, hacia los cielos ocultos de los que había venido esta criatura de sílice.
Era un crecimiento profano y espantoso, prisma, pirámide y eje polifacético que saltaban en loco desorden desde el gran armazón que había debajo, mientras los colores crudos jugaban y parpadeaban a través de sus formas de muchos ángulos, colores que hablaban de la enorme tensión del crecimiento interior. Subía y subía con un estruendo horrible, cercándonos como en un poderoso cono de luz, en cuyo vórtice nos encontrábamos. Arriba, las serpentinas de llamas se entrelazaban y mezclaban en un gran Armagedón de color, goteando en enormes cortinas de fuego a nuestro alrededor y sobre nosotros, llenándonos con la terrible energía de la Cosa.
El fuego fluyó en mi pulso acelerado, se apoderó de mi cerebro ardiente y surgió a través de mis nervios contraídos. Estaba bañado en un halo de fuego que saltaba y crepitaba por cada poro y quemaba en grandes cintas que giraban desde la punta de mis dedos. El estuche de plomo que Tom apretaba contra su pecho ardía con la energía mezclada que llenaba la atmósfera y se esforzaba en vano por perforar su pared.
Y ahora, en el pico sobre un gran barranco, se abría, se ensanchaba, se dividía lentamente hacia abajo en la masa de cristal, como si una enorme hoja invisible estuviera empujando el cuerpo de la Cosa. Puros y lisos se elevaban los grandes muros, incoloros y transparentes, y a través de ellos contemplé el atribulado corazón de la Cosa de cristal, donde poderosos ríos de luz y vida brotaban a la superficie. Y ahora, muy por encima, nadaba en su límite superior una gran columna hexagonal de llamas verdes y doradas, saliendo lentamente de las entrañas de la Cosa que había debajo. Se elevó suave e inquebrantable, y con su ascenso, el clamor del crecimiento se calmó y murió, y a lo lejos, sobre el desierto distante, escuché el gemido de un cometa. Desde su cumbre, ahora, una nueva forma brotaba, creciendo rápidamente hasta una inmensidad ininterrumpida, desenredada, sin facetas: una esfera gigante de llama púrpura que latía y palpitaba con vida: la vida de la Cosa. Treinta metros a través de su corazón estaba, claro como el cristal debajo de él, pero vibrante con llamas de lila, jacinto y lavanda, oscureciéndose hasta el rico púrpura de Tiro, el púrpura de los emperadores.
Latía lentamente, como una cosa que respira, y con cada latido se hinchaba más. Y ahora pequeños vórtices, pequeños conos de claridad cristalina se abrían y giraban por toda su superficie, claros como el riachuelo que brota del glaciar, pequeñas trompetas claras de vida en la gloria púrpura, como orejas diminutas, como ojos diminutos. Me invadió una sensación de gran presencia y supe que, a través de sus muchos ojillos de cristal, la Cosa nos estaba observando: la poderosa esfera violeta viviente que era la mente de la criatura de cristal.
Desde la cima de la columna brotó una hoja ancha de cristal, directamente desde el pie de la gran esfera entre las imponentes paredes de cristal hasta nuestros mismos pies, cruzando la brecha con un arco iris de opalescencia, arrojada por los Gigantes de Hielo entre el Asgard de los Aesir y Midgard de los hombres. Y ahora la voz del cristal se había alzado de nuevo, surgiendo en ondas soñadoras de murmullo sordo a través de toda esa masa congelada. La poderosa esfera de luz se deslizaba lentamente por el camino de cristal hacia nosotros: un monarca que avanzaba para fijar el destino de una raza de insectos.
Pero en mis oídos resonó un grito de desafío, y como un jefe guerrero que avanza a grandes zancadas para encontrarse con el enemigo, Tom estaba saltando por ese camino liso de cristal, para encontrarse con la esfera que avanzaba sobre nosotros como un Juggernaut. No puedo decir cómo sus pies se adhirieron al cristal, excepto que su primer gran salto le dio la velocidad cuyo impulso lo llevó. Iluminado con las llamas que brotaban en grandes serpentinas de su forma resplandeciente, se lanzó locamente hacia arriba, en su mano levantada un pequeño tubo de cuarzo que ardía con una luz blanca cegadora, como nunca había visto.
Luego, su loca carrera disminuyó y se detuvo, y en la cima quedó inmóvil entre las paredes insondables de cristal, su brazo voló hacia atrás y el diminuto oblongo de fuego blanco se precipitó directamente al corazón púrpura de la gloriosa esfera. Entonces, como un trapo sin vida, drenado como las cañas de toda su energía, se deslizó sin fuerzas por la calzada de cristal.
Cuando la mente de la Cosa vio esa mota de furia blanca que se lanzaba a su encuentro, se detuvo un momento con perplejidad, y luego se abrió para envolverla. Tuve una visión instantánea de grandes profundidades de ondulante opalescencia. Luego la gloria púrpura se cerró con avidez alrededor del diminuto tubo con su mensajero de radio. El sonido se detuvo en un silencio aplastante que se aferró a mi mente. Luego estalló con un frenesí terrible, barriendo con un chillido crescendo de vientos que se elevaron hasta el silencio. A mi alrededor se derramaron los torrentes de llamas, se lanzaron hoja tras hoja de cristal en tensión, saltando y estallando en un enmarañado crecimiento caótico, incluso mientras salían disparadas de las destrozadas facetas de la Cosa.
En cierto modo, era como el juego de relámpagos hechos por el Hombre que he visto en los laboratorios de la Compañía, la furia del poder de la Naturaleza desatada y corriendo en libertad, locamente, ciegamente, hacia la destrucción. Sin embargo, aquí las lenguas de fuego eran de cristal, duras y afiladas, como esbeltas espadas que luchaban y caían en una lluvia de diminutas gemas a mi alrededor, golpeándome la cabeza y los brazos. La sangre brotó en pequeñas fuentes de la carne torturada. Realmente no puedo hablar de ese momento: está más allá del poder de la mente. Sin embargo, en mi mente está grabado en imágenes imperecederas, grabado en un panorama ardiente en mi alma.
La poderosa esfera de la Vida colgó aturdida sobre el torbellino de cristal, y su cuerpo, que lo había llevado a la destrucción, se puso en pie a toda velocidad por la pendiente. Y cuando el aliento se fue de mí, el vacío se abrió a mi alrededor y las estrellas brillaron libres sobre las arenas distantes del desierto y las paredes de las montañas lejanas, al pie del cono empezaron a caer pequeños riachuelos de cristal tintineante.
El suceso está más allá de mi mente. No escuché ningún estrépito de colapso, nada que decir de la muerte de la Cosa de cristal. Tal vez su sonido estaba por encima del rango del oído. En un momento estaba allí, lleno de horrible vida y crecimiento, y luego... se había ido, y debajo del suelo del cráter centelleaba a la luz de las estrellas como el fabuloso Valle de los Diamantes en la leyenda de Simbad.
Encontré a Tom medio enterrado en escombros de cristal. Estaba terriblemente desgarrado por los prismas dentados, sus huesos astillados por la caída, pero aún vivo. Me sonrió. Débilmente surgieron las palabras, jadeando con cada laboriosa respiración de agonía.
—Bill, ¿recuerdas al viejo profesor Blakeslee? Dijo que podría haber vida en alguna parte, vida que no fuera solo una enfermedad de carbono impuro. Dile que hay vida en la que el silicio ocupó el lugar del carbono, la misma serie en la tabla periódica.
Y entonces se dijo a sí mismo:
—Pero trata de encontrarlo. Intenta encontrarlo, Bill. Solo inténtalo.
Eso fue todo.
Él yace, rey del Valle de los Diamantes, en la cueva más alta, donde había estado su precioso telescopio, donde solo el metal retorcido marca el lugar donde juntos observamos la expansión de la nova en Pegasus. A su alrededor, elevándose desde el pantano muerto hasta los flancos de la cordillera de los guardianes, yace una alfombra de cristal, que devuelve el fuego del sol y las estrellas en una gloria prismática.
Muy por debajo están los túneles laberínticos de la veta, destripada en parte por el monstruo de cristal de las estrellas, pero que todavía tiene una fortuna para quien pueda encontrarla. No señalaré el camino. El cráter es de Tom, su monumento a la muerte, y el Hombre le debe su santuario. Algún día será necesario volver a encontrarlo, algún día esta loca historia será aceptada como verdad y el nombre de Tom Gillian será honrado. Tal vez habrá suficiente decencia en ese día para mantener su tumba inviolada, pero no lo creo, porque la codicia y la reverencia son incompatibles en el Hombre.
Traficantes de esclavos árabes me encontraron, perdido y delirando en el desierto, y me hicieron hermano de sangre. Tenía cristales en mis bolsillos, en lugar de comida, cristales como ningún hombre había visto jamás, más duros que el diamante pero quebradizos. Todavía los tengo, un puñado y más. En la oscuridad arden con el fuego de radio que hay en ellos, pero deben esconderse en plomo para que su fuego frío no se queme. Los esclavistas creyeron mi historia, y en sus relatos sobre el fuego del campamento está el del monstruo devorador del mundo cuya tumba es aborrecida por La Meca y la Fe.
Soy un paria. La compañía me dejó como a un carbón encendido. No tenía radio, ni discos, nada, y mi historia es una locura. Eligieron bien sus hechos, en sus mentes. Salimos, dos hombres con una misión, un deber. Regresé solo, con traficantes de esclavos y algunos cristales de algún silicato sin importancia. Tal vez nos habíamos peleado por los cristales, tal vez por algún esclavo. Tal vez había bestias o fiebre, y lo abandoné.
He tratado de enterrar esos recuerdos, pero por la noche vuelven a vivir: el estertor de las cañas, el tintineo creciente de las campanas de las hadas, la estrella de cristal y su poderosa destrucción, todo vive en mi cerebro embrujado. Se lo conté a Blakeslee, eventualmente. Ni siquiera habló, simplemente se dio la vuelta, como si yo fuera una serpiente. Llegué aquí, por fin, donde nadie me conocía, y ayer vi tu cartel. No quería dejar nada sin probar.
Pero eres humano. Serás como todos los demás. Tal vez me encierres. No he probado eso; podría traer paz de algún tipo. No queda nada más, a menos que regrese con esos esclavistas y acepte el Islam. No es que la religión importe. Los cristianos no han sido mejores que el resto, todos son humanos. Y para culminar, la compañía instalará una sucursal aquí el próximo mes, en la antigua planta de Western Electric. No queda mucho, ¿verdad? Ni siquiera puedo organizar un suicidio decente, el suicidio de un científico. Es gracioso.
P. Schuyler Miller (1912-1974)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de P. Schuyler Miller.
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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de P. Schuyler Miller: El horror de Arrhenius (The Arrhenius Horror), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
¡Bello, bello cuento! Tenía a Schuyler Miller, como bien dice la intro, como exégeta de Robert Howard, no sabía que escribiera y tan literariamente. La química suele deslumbrar; ver la formación de una sal turquesa o púrpura brillante en un líquido transparente en el que se vierte otro líquido igualmente incoloro, tiene un impacto visual tal que mueve fibras poética en quien observa. Es una pura magia visual; como químico, doy fe de ello.
El texto de Miller es una orgía de colores y tonos desenfrenados, un guiso de piedras preciosas. Casi diría que no es un cuento, sino un alhajero atiborrado de gemas raras, gemas que se han ido formando, como la sal púrpura o turquesa que decía, a medida que escribía su relato.
Me pregunto si Ballard leyó este cuento antes de concebir 'El hombre iluminado' y, posteriormente, 'El mundo de cristal'.
Gracias como siempre, Sebastián.
Me gusta cuando un autor es poseído por un tema que le obsesiona. En este caso el hombre sacó a relucir lo mejor de su prosa.
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