«La presa de los nocturnos»: Hugh B. Cave; relato y análisis.
La presa de los nocturnos (Prey of the Nightborn) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Hugh B. Cave (1910-2004), publicado originalmente en la edición de septiembre de 1936 de la revista Spicy Mystery Stories, y luego reeditado en la antología de 1977: Murgunstrumm y otros (Murgunstrumm and Others).
La presa de los nocturnos, posiblemente uno de los cuentos de Hugh B. Cave menos conocidos, relata la historia de Peter Marabeck, un hombre que ha perdido a su esposa recientemente, la cual aparentemente habría muerto de causas naturales, salvo por dos extraños y pequeños orificios en su cuello.
SPOILERS.
La esposa de Peter Marabeck, Jane, muere en circunstancias poco claras. No hay una investigación oficial, pero su médico asegura haber encontrado dos marcas extrañas en su cuello. Eventualmente nos enteramos que Jane ha sido víctima de una vampiresa, llamada Morgu, quien lidera un pequeño clan de vampiros que se ocultan en una cantera abandonada (ver: Razas y clanes de vampiros)
Cuando Morgu vuelve su atención a Peter, el espíritu de Jane asume la forma de un lobo blanco para protegerlo. Pero Morgu es obstinada, y hechiza a Marabeck, quien la acompaña a la caverna debajo de la cantera abandonada donde se reúne su clan [hay una escena bastante tétrica aquí con una chica colgada y un grupo de vampiros bebiendo de sus heridas abiertas]. Afortunadamente, Jane vuelve al rescate, esta vez blandiendo una cruz en llamas. Juntos huyen al cementerio donde, a petición de su esposa, Peter le ensarta un cuchillo de plata en el pecho y luego lo clava en el suyo. Mientras agoniza, reaparece Morgu, y Peter sabe que debe evitar que lo muerda para no convertirse en una pieza más de su clan nocturno y alejarlo para siempre de Jane (ver: La cuestión de género entre vampiros y vampiresas)
Es interesante mencionar que Hugh B. Cave vivía muy cerca de Lovecraft, uno en Pawtuxet y el otro en Providence. No se conocieron en persona, lo cual probablemente fue lo mejor, pero en ocasiones mantuvieron correspondencia. Lovecraft y Hugh B. Cave discrepaban vehementemente sobre la estética y el profesionalismo del trabajo en revistas pulp como Weird Tales. Lovecraft, digamos, tomó el camino más elevado, pero menos lucrativo. Desdeñó el uso de fórmulas y convenciones, y sobre todo se rehusó a enfocarse en la cantidad sobre la calidad de sus historias (ver: El Círculo de Lovecraft y la aristocracia de «Weird Tales»). Hugh B. Cave tomó el camino contrario, y fue prolífico y exitoso, pero sus historias a menudo recurren una y otra vez a las mismas fórmulas; tal es el caso de La presa de los nocturnos.
Si bien la extensión de La presa de los nocturnos es la habitual para este tipo de publicaciones, de algún modo resulta demasiado vertiginosa, con poco o ningún agarre a un contexto que justifique buena parte de la acción. Claro que Hugh B. Cave estaba escribiendo para Spicy Mystery Stories, cuyos lectores buscaban fundamentalmente cuatro cosas: poco contexto, acción frenética, violencia gráfica y mujeres con poca ropa (ver: El Machismo en el Horror). En el afán por satisfacer a sus lectores [tal era el precio de la productividad en el pulp] lo mejor de Hugh B. Cave se diluye miserablemente. Sin embargo, como de hecho era un buen autor, algunas pequeñas joyas chisporrotean aquí y allí, justificando lo que de otro modo sería una total y absoluta porquería.
Aislado del contexto de Spicy Mystery Stories, La presa de los nocturnos es un relato sumamente extraño. De hecho, constantemente el lector debe aceptar premisas que no parecen tener sentido, pero que precipitan la acción vertiginosamente. En este contexto, es importante mencionar que eso era lo que buscaban los lectores de la revista: cultos dirigidos por un maniático [generalmente con una biología exagerada pero bastante terrestre], personajes arrojados a la acción sin ningún contexto, extrañas resurrecciones de personajes que se creía estaban muertos, y mujeres hermosas, muchas mujeres hermosas (ver: El cuerpo de la mujer en el Horror)
La presa de los nocturnos de Hugh B. Cave solo debería juzgarse dentro del marco de sus intenciones, y sus intenciones son claras: colocar a un sujeto promedio a merced de una vampiresa que desea convertirlo en su amante eterno. Es un relato muy pobre en comparación con otros cuentos de Hugh B. Cave, pero posee algunos detalles [pocos, es cierto] que valen la pena; sobre todo para el amante de los relatos de vampiros, quien está acostumbrado a tragar mucha mierda para encontrar alguna modesta joya ocasional.
La presa de los nocturnos.
Prey of the Nightborn, Hugh B. Cave (1910-2004)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
La mujer de Peter Marabeck fue enterrada el martes. La otra apareció en su vida el sábado siguiente, por la noche, mientras conducía a casa desde Putney. La nieve había caído irregularmente durante dos días. El camino a través del valle era un dedo blanco, apuntando, y la mujer estaba erguida y quieta en esa desolación. Era extrañamente hermosa, y estaba casi desnuda. Peter se puso rígido al verla. Ella dio un paso adelante, lo miró fijamente y levantó los brazos hacia él con avidez. Sus pechos redondos bajo su cubierta diáfana relucían como copas de plata fundida. El movimiento sinuoso de sus caderas era un tono susurrante; y luego, de repente, no estaba allí en absoluto.
—Eso es extraño —pensó Peter—. ¿Adónde fue?
Era más que extraño, porque el valle era bastante llano en todas direcciones, y ninguna persona podría haber desaparecido tan abruptamente. Peter salió del coche y caminó hacia donde la mujer había estado mirándolo, pero no vio nada excepto una alfombra lisa de nieve, sin huellas.
Dijo en voz alta, mientras regresaba al auto:
—Estoy viendo cosas. Ayer escuchaba cosas, y ahora las estoy viendo. El impacto de perder a Jane me ha destrozado los nervios.
Ayer, durante todo el día, había vagado sin rumbo por la casa en un vano intento de sofocar su soledad. Su propio nombre, Peter, susurrado por la voz de una mujer, lo había perseguido. Ahora, en cambio, estaba viendo cosas. Condujo despacio y llegó por fin a la masía que, no hace mucho, se había hecho eco del canto de su esposa. Afuera, el viento suspiraba a través de los árboles. En el interior, no se oía ningún sonido de cosas maravillosas; sólo había sombras y silencio, como si las paredes, las alfombras y el mobiliario se hubieran unido a su ama en un sueño eterno.
—No puedo vivir aquí —pensó Peter—. Cada cosa me recuerda a ella. ¡Dios mío, si pudiera estar con ella!
Una voz dijo suavemente:
—¡Peter!
Se volvió, se detuvo, y la otra mujer estaba sentada allí en una silla mullida cerca de la ventana, como si hubiera estado sentada allí durante mucho tiempo. Era esbelta y seductora, y estaba tan escasamente vestida que Peter sintió que la sangre en sus venas cobraba vida mientras la miraba.
Sus ojos eran glóbulos de cristal que reflejaban la luz de la lámpara, y desde sus brillantes profundidades se extendía un poder magnético que enredó el alma de Peter Marabeck. Una serpentina de vívido escarlata, a juego con sus labios, colgaba como una llama sobre la blancura de alabastro de un hombro. El resto de ella estaba pálido y de alguna manera irreal, pero lo suficientemente real como para atraer a Peter hacia adelante, con los ojos muy abiertos y temblando. Y luego, de repente, la silla mullida estaba gris y vacía, riéndose de él. No había ninguna mujer; no había boca escarlata esperando la presión hambrienta de sus labios. En silencio, miró fijamente, luego murmuró:
—Me estoy volviendo loco.
Se dejó caer en una silla y miró alrededor de la habitación como si fuera un lugar extraño e impío.
—Dijo mi nombre como lo escuché ayer —pensó—. ¿Quién es ella? ¿Qué quiere de mí?
Luego se durmió, pero no fue un buen sueño.
Soñó que su esposa se acercaba y se paraba a su lado.
—Esa mujer es mala, Peter —susurró su esposa—. Ella no es para ti. Debes tener cuidado.
En su sueño, se puso de pie, abrazó a su esposa y le habló. Pero las palabras tintinearon y se convirtieron en el clamor vibrante de una campana; y cuando despertó, la habitación estaba llena del mismo sonido. Pasó mecánicamente por la cocina hasta la puerta trasera. El timbre volvió a sonar con insistencia, y abrió la puerta. Afuera caía nieve. El hombre de la escalinata estaba cubierto de pies a cabeza.
—Oh —dijo Peter—. Eres tú. Entra.
Había olvidado la visita del doctor Menner, pero ahora se alegraba. Era bueno estar de pie y ver al doctor sacudirse la nieve de los brazos y las piernas. Estas cosas eran reales. Podía entenderlas.
—Horrible noche —dijo Menner con brusquedad—. Si no fuera un practicante de un pueblo pequeño, estaría en casa en la cama. ¡Uf! Tengo que calentarme sobre la estufa un rato.
—No hay fuego —dijo Peter.
—¿Qué? ¿Sin fuego en una noche como esta? ¿Estás loco?
—Me olvidé.
El médico lo miró de forma extraña.
—Ya veo. Bueno, quiero hablar contigo de todos modos.
Entró en la sala y Peter lo siguió.
—He estado hablando con un especialista —declaró Menner—. Quiere verla...
—¿Verla? —Peter frunció el ceño.
—Sí. Oh, lo sé, sé cómo te sientes. Pero él insiste. Tan pronto como le conté sobre esas marcas en su cuello, me llamó la atención. Curioso, su nombre es Markham. Por lo general, se necesita una epidemia generalizada para que un caso le interese.
—No puede verla —dijo Peter con rigidez—. Deja que los muertos descansen en paz.
—Eres un tonto, Marabeck.
—Ella no querría que la desenterraran.
Menner se inclinó hacia delante para señalar con un dedo acusador.
—Mira, ¿sabes lo que piensa Markham? ¡La marca del vampiro, dice!
—¿La marca de…? ¡No, no! ¡Dios mío!
—Ha pasado mucho tiempo desde que este valle fue maldecido, Peter. No tenías más de tres años; no lo recuerdas. Pero vinieron, hordas de ellos. De dónde, nadie lo sabe. Los matamos, pero no a todos.
—¡No, no! —Peter dijo con voz ronca—. Mi esposa murió de forma natural.
—No a todos —repitió Menner, recordando—. Algunas de las víctimas vivían con sed de sangre. Las aislamos, como leprosos.
Peter estaba mirando detrás del mullido sillón, donde un rostro miraba fija y silenciosamente al suyo. Los labios carmesí estaban curvados, sonriendo. Los senos pálidos subían y bajaban con un ritmo maligno. Manos blancas aguardaban para rodear la garganta del doctor.
—Pero no se quedaron donde los pusimos —dijo pensativo el médico—. Uno era una demonio. Se escapó y se llevó a los demás con ella. A dónde van, nadie lo sabe. Pero si Markham tiene razón, ellos han vuelto... o ella ha vuelto, de todos modos.
Manos suaves y blancas agarraron la garganta del doctor, y el grito de horror de Peter fue silencioso. Menner se retorció, profirió horribles sonidos de tormento y terror mientras los labios carmín bajaban hasta su cuello estirado y se clavaban allí.
Peter lo miró todo con los ojos muy abiertos. Esto no era real. Estaba viendo cosas de nuevo. Pero los pies del médico golpeaban rápidamente la alfombra, y su rostro, volteado hacia el techo, se retorcía de dolor que poco a poco se iba convirtiendo en algo más. Un suspiro de satisfacción escapó de los labios torcidos de Menner. Sus brazos se curvaron lentamente hacia arriba y sostuvieron a la mujer contra él, y con sus propias manos presionó sus labios rojos más profundamente en su garganta.
Cuando por fin se enderezó, su víctima yacía inerte. Se volvió hacia Peter y este se quedó mirando. Ella sonrió. Peter se levantó mecánicamente. Sus manos extendidas estaban frías al tacto de sus propios dedos. La mujer dijo suavemente:
—¡Bésame, Peter!
La tomó en sus brazos, y sus labios sobre los de él estaban tan absolutamente sin calor que, paradójicamente, parecían estar en llamas. Sus suaves dedos acariciaron su rostro, su cuello. La miró a los ojos sin fondo y se olvidó de que su esposa acababa de morir.
La levantó del suelo y la llevó por las polvorientas escaleras hasta la habitación donde había muerto su esposa. Pero ahora no pensaba en su esposa. Con la puerta cerrada, bajó su carga voluntaria sobre una silla grande. Se sentó a su lado y deleitó sus ojos en su tentadora belleza.
La gloria medio revelada hizo nadar sus sentidos y removió ácidos extraños en su sangre. ¡Ninguna mujer podría ser tan hermosa como esta! Seguramente ella era una cosa irreal creada por el dolor de su propia soledad, y pronto se derretiría ante él, dejándolo solo de nuevo. Pero su piel era vibrante y viva al toque de sus ansiosas manos. Sus labios respondieron hambrientos a la presión de los suyos, y sus pechos, aplastados contra él, palpitaron hasta convertirse en una oleada. Ella lo atrajo más cerca y lo sostuvo en sus brazos.
—¿Quién eres? —susurró Peter.
—Morgu.
—¿Qué clase de mujer eres?
Ella no respondió. En cambio, aplastó su boca contra la suya y la mantuvo allí hasta que fue drogado por la furia de la tempestad de su propio anhelo loco. Luego dijo, mientras un reloj de la planta baja tocaba cuatro veces:
—Mañana, Peter, vendré a buscarte.
Peter suspiró y se relajó. No estaba seguro de lo que ella le hizo entonces, pero su aliento era frío en sus labios y se durmió.
El doctor Menner yacía despatarrado en la silla mullida, con los pies extendidos ante él y la cabeza colgando; y Peter, al bajar las escaleras a la mañana siguiente, lo encontró allí.
Peter lo sacudió, miró las marcas carmesí en su cuello y luego se sentó a pensar.
—Debo ir al pueblo y avisar a la policía —pensó—. No. Si lo hago dirán que lo maté. Debo encontrar a Markham, el especialista, y contarle lo que sucedió. Solo él me creerá.
Caminó hasta el pueblo, a la casa de Markham.
—He venido porque el doctor Menner está muerto.
Luego habló apresuradamente y con entusiasmo sobre su esposa y la otra mujer; y mientras hablaba, Markham escuchó y frunció el ceño. Entonces Markham hizo muchas preguntas, lo examinó y finalmente dijo:
—Estamos perdiendo el tiempo. Ven.
Condujeron en el automóvil del médico hasta la casa de Peter, donde Markham examinó el cadáver del doctor Menner.
—No puedes quedarte en esta casa, Marabeck —dijo Markham—. Debes irte.
—Mañana —prometió Peter.
—¡Esta noche, tonto! ¡Hoy!
—Debo esperar hasta que venga mi esposa —dijo Peter—. Si me voy sin verla primero, ¿cómo me encontrará?
El médico miró al muerto y dijo con el ceño fruncido:
—La gente ya no cree en esto. Si lo llevo conmigo ahora, te acusarán de asesinato. Afortunadamente, Menner no tiene esposa ni personas cercanas. Lo dejaré aquí por el momento. Esta noche vendré otra vez y lo llevaremos a su propia casa. Cuando lo encuentren allí, me llamarán para dar una opinión, y lo llamaré enfermedad cardíaca. Las marcas se pueden lavar y limpiar. Nadie las notará.
Peter se despidió con rigidez y el médico se marchó de nuevo.
El sol se estaba poniendo y el resplandor rojo en la nieve era como sangre, pero Peter no tenía miedo. Dentro de poco vendría Jane. Él estaba seguro de ello.
Subió las escaleras y se acostó, esperando. La habitación se oscureció. Luego su vigilia fue recompensada y su esposa estaba con él, a su lado. La abrazó suavemente y la besó como siempre la había besado.
—Debo irme de aquí, Jane. El doctor Markham dice que debo irme.
Ella asintió.
—Lo sé, Peter. Un nuevo hogar en algún pueblito donde serás feliz. Pero debes llevarte mi ataúd y asegurarte de que contiene tierra de sepultura. ¿Serás feliz, amado mío?
Peter pensó: «¿Por qué no debería ser feliz? Este asunto de la vida es fácil de adaptar. Muchos otros hombres duermen los días y trabajan por las noches sin importarles. Yo haré lo mismo.»
—¿Ha estado aquí, Peter?
—Sí.
—Ella es malvada. Y te quiere. Escúchame y déjame decirte quién es.
Peter escuchó. Sin embargo, las cosas que le dijo eran cosas del pasado, cosas oscuras. Vio a la mujer llamada Morgu liderando una compañía impía a lo largo del camino hacia la aldea. Vio la calle del pueblo atestada de gente que gritaba de miedo mortal mientras huían del horror que se acercaba. Las mujeres se arrodillaron en súplica; los hombres lucharon como bestias. Y en una puerta no muy lejana, una mujer se agachó llorando y un niño pequeño se acurrucó contra sus piernas. El chico era Peter Marabeck.
Ahora había fogatas encendidas y en el centro del pueblo había una cruz en llamas. La hermosa mujer y su impía horda se retiraron, abandonando a sus víctimas. Días después, los hombres se sentaron y hablaron en una habitación en alguna casa de la aldea. Uno era el padre de Peter, otro, el doctor Menner, quien dijo en voz baja:
—Debemos enfrentar los hechos. Algunas de nuestras personas yacen muertas con la marca del vampiro sobre ellas. Otras sobrevivirán, pero la marca también está sobre ellas. Debemos aislarlas hasta que podamos descubrir alguna cura.
Ahora la escena era realmente extraña, pues hombres y mujeres paseaban como animales enjaulados en un espacio despejado del bosque. En todas direcciones un alto muro les impedía escapar. Era de noche y los ocupantes del patio de la prisión llenaban la oscuridad con gritos animales de hambre; y de las sombras cerca de la puerta cerrada se arrastró la mujer llamada Morgu, guiando a sus seguidores impíos.
El guardia huyó aterrorizado. La puerta se abrió. ¡Fuera del patio de la prisión se apresuraron a gruñir seres humanos sedientos de sangre! Y más tarde, esa misma noche, la mujer de labios rojos condujo su extraña manada a una enorme cámara rodeada de rocas en medio de las fruncidas paredes de la cantera, y luego salió sola para saciar su propia hambre.
—Verás, Peter, ella es malvada.
Peter se estremeció. La mano de su esposa estaba fría, así como su aliento, y en su cuello aún eran visibles las marcas del vampiro. Nunca morirían, esas marcas, porque la propia Jane nunca podría morir. Ella había regresado a él como una criatura de la noche, pero seguía siendo su esposa.
—Quédate conmigo —le rogó, y la abrazó, acariciándola.
La calidez de su cuerpo lo consoló y suspiró con satisfacción. Sus labios buscaron los de él, y sus manos dispararon su sangre con un ardor más tempestuoso, pero más suave que nunca. Su respiración se aceleró. Luego hubo otro sonido, y una delgada forma gris se agachó en las sombras.
El terror arrancó un chillido de los labios de Peter. Acercó a su esposa hacia él. Ella estaba temblando. Ojos verdes los miraron a ambos. Peter se incorporó, tambaleándose, arrastrando a su esposa con él, y de repente, donde un cuerpo tembloroso había sido presionado contra él, ya no había cuerpo. Había dos elegantes formas de lobo luchando horriblemente en la oscuridad.
Entonces fue una pesadilla. Las dos bestias, una negra grisácea, gruñendo, la otra blanca marfil y siempre a la defensiva, daban vueltas con cautela.
Lucharon, saltando y golpeándose unos a otros con furia salvaje. La habitación era una cámara de terror llena de sonidos que no provenían de labios humanos. Cuando terminó, la bestia más grande y pesada se tambaleó sobre su víctima y lanzó un espantoso aullido de triunfo. Pero entonces no había lobos, no había lobos en absoluto. En cambio, la esposa de Peter Marabeck yacía sin vida y sangrando sobre la alfombra, y la mujer llamada Morgu estaba a su lado, con los brazos extendidos y los labios separados, esperando que Peter avanzara.
Peter miró a su esposa y se tambaleó hacia adelante, pero la voz de la otra mujer lo detuvo. Miró en sus ojos sin fondo. Su belleza impía sostuvo su mirada, y sus labios susurraron una pregunta:
—¿A quién amas, Peter?
—A ti.
—Entonces ven conmigo, Peter.
Bajó con ella por la oscura escalera y atravesó las habitaciones inferiores hasta la puerta trasera.
—Tendrás frío —dijo tontamente, y no se le ocurrió que ella ya tenía más frío que la noche misma.
Él la siguió. No tenía ni idea de adónde lo llevaba, ni le importaba.
—¡Solo las horas de la noche valen la pena! —dijo Morgu en voz baja—. Por la noche, el mundo será nuestro para tomarlo, cuando los vientos negros sollocen en los cielos. Hablaremos con Ahrimán y los niños de alas verdes de Nazora. ¡Beberemos vino tinto con el maestro de la alegría del infierno!
Uno al lado del otro anduvieron sobre campos cubiertos de nieve mientras las horas morían detrás de ellos.
Llegaron, después de muchas horas de caminata, a un lugar donde un camino estrecho y virgen serpenteaba en una oscuridad inexpugnable. Pronto se detuvieron al borde de una cantera abandonada. Sonriendo, la bella mujer descendió por medio de un sendero resbaladizo y excavado en la roca. Y, por fin, en el suelo del gigantesco pozo, se volvió y extendió las manos.
—Esta es nuestra casa, mi Peter.
Peter miró a su alrededor y no le importó nada. Cielo o infierno, era de ella, y su hogar era suyo también. Sin embargo, la escena le resultaba vagamente familiar. De repente pensó en lo que le había dicho su esposa y tuvo miedo. Pero no había tenido tiempo para recordar. La mujer vampiro lo condujo rápidamente por el suelo blanco de la cantera hasta donde las oscuras aberturas invadían la pared del fondo. Entró en uno de estos túneles, seguida de Peter, y luego la oscuridad fue la de la noche más profunda.
Al oír a Peter tropezar, la mujer le dijo para animarlo:
—Pronto serás una criatura de las tinieblas, como yo.
En la penumbra, sus ojos habían adquirido un brillo verdoso que la convertía en una cosa animal, extrañamente maligna. Pero Peter la siguió a través de pasadizos laberínticos, hasta que llegaron a una gran cámara central en la que también brillaban otros ojos de animales.
Ahora había luz, porque por encima de él se extendía una fisura estrecha, y el blanco de la luna brillaba a través de ella. A su alrededor había hombres y mujeres de rostro perverso, algunos vestidos con ropas que no les quedaban bien, otros desnudos. Orbes siniestros lo examinaron.
Una mujer casi desnuda se acercó con los labios carmesí entreabiertos, y podría haber caído sobre él si Morgu no le hubiera ordenado que no lo hiciera.
En un rincón de la cueva, otra mujer, flácida, humana e inconsciente, colgaba encadenada contra la pared. La sangre manaba de una incisión en su cuello. En el suelo, a sus pies, un hombre yacía con la boca abierta para recoger las gotas.
—Esta es mi gente —dijo Morgu—. ¡Ven!
La siguió a una cámara donde decenas de antiguas cajas de madera yacían una al lado de la otra en el suelo de piedra. Las cajas estaban numeradas y llenas de tierra marrón que apestaba a descomposición. Luego lo condujo hacia el laberinto, a una cámara más pequeña donde solo había dos cajas y donde colgaban pinturas malignas de las paredes.
Aquí una suave alfombra cubría el suelo y la luz de la luna se filtraba a través de un nicho en el techo; y en una mesa cerca de un sofá cubierto con seda rojo sangre, estaba una figura de labios rojos: Ahrimán, el demonio de la noche, en bronce. Y Morgu dijo, sonriendo:
—Este es mi tocador, amado. Nuestro tocador. Tu cama está al lado de la mía. ¡Ámame, Peter!
Peter la tomó en sus brazos y la colocó en el sofá. La faja escarlata que cubría sus pechos se aflojó en sus dedos, y los sintió latiendo con excitación maligna. Cada movimiento de su seductor cuerpo era una sinfonía oscura mientras se aferraba a él, atrayéndolo más cerca. Sus sentidos nadaron; la sangre hervía en sus venas.
Allí, en la reclusión de ese extraño tocador, cedió por completo al atractivo hipnótico de los ojos sin fondo de la mujer y a las súplicas susurrantes de su voz sedosa. Sus labios le extrajeron el alma de su pecho agitado. La carne suave como el yeso se estremeció bajo la ávida presión de sus dedos. Y, cuando por fin se recostó, el suave susurro de su voz formó algunas palabras.
—No es la muerte, Peter. No sentirás dolor, sólo éxtasis. Durante un día dormirás; luego, cuando vuelva a caer la noche, iremos juntos, hijos de la noche.
Sin miedo, vio sus labios descender a su cuello y sintió la presión. Sus pechos llenos pesaban contra él y sus brazos lo rodeaban. Y luego, de repente, la mujer retrocedió. Un grito áspero tintineó de sus labios mientras caía hacia atrás, mirando algo más allá de él.
Peter se volvió violentamente y contempló una visión extraña: una figura vestida completamente de blanco y una antorcha encendida sostenida en alto. Sus ojos se abrieron de par en par. A su lado, Morgu se había cubierto la cara y estaba gritando, porque la llama que avanzaba era una cruz.
Directamente hacia el sofá llegó la mujer de blanco, aparentemente sin miedo.
Era la esposa de Peter Marabeck.
Morgu, gritando, se incorporó de un salto y corrió medio desnuda hacia la puerta. La otra, bajando la antorcha, dijo en voz baja:
—No tengas miedo, Peter.
Peter susurró su nombre. Como un niño, se aferró a ella, murmurando una confesión de lo que había hecho, de lo que, peor aún, iba a hacer. Pero su esposa respondió simplemente:
—Es un demonio, Peter. Cualquier hombre habría hecho lo mismo.
Aturdido, todavía sollozando, Peter se dejó llevar fuera de la habitación. Los horrores que lo rodeaban eran confusos. Por todos lados, los demonios del clan hambriento de Morgu avanzaron, solo para retroceder aterrorizados por el resplandor de la cruz en llamas. Luego se paró en la entrada de las cuevas, y detrás de él, en la oscuridad del túnel, estaba la mujer de la pasión, la mujer llamada Morgu mirándolo con malvados ojos verdes.
Se estremeció. Su esposa sostuvo la antorcha encendida en alto y juntos treparon por el camino estrecho y tortuoso hasta el borde de la cantera. Allí su esposa se volvió y dijo:
—Te amo, Peter.
Ella presionó la antorcha en su mano y sus labios encontraron los suyos.
—Te amo, pero ahora debo dejarte. Toma esta antorcha y vete a casa. Cuando vuelva la noche, amado mío, ven a mi tumba en el cementerio.
—Sí —dijo Peter.
—Y trae un cuchillo, Peter. Un cuchillo de plata.
Luego se marchó y, a través de la nieve blanca, una elegante forma de sombra parecida a un lobo se alejó corriendo, girando en la cima de la primera colina iluminada por la luna para mirarlo.
El sótano de la casa de Peter Marabeck se llenó con un clamor rechinante, y Peter estaba de pie en un banco de trabajo, haciendo rodar una piedra de afilar. Habían pasado horas desde su regreso a casa, pero su esposa le había dicho que trajera un cuchillo, y el cuchillo debía ser de plata.
El doctor Markham lo estaba esperando.
—Así que por fin has venido —había dicho Markham con el ceño fruncido—. ¡Ya era hora! ¡Tuve que sacar el cuerpo de Menner de aquí yo mismo!
Peter lo lamentaba, pero ahora tenía otras cosas en las que pensar. El sol se pondría pronto y tendría que ir por el camino del valle hasta el cementerio. Jane estaría allí, esperando.
La piedra de afilar cantó un acompañamiento gutural a sus pensamientos.
Más tarde, temblando un poco de frío, cerró la puerta a sus espaldas y salió. Una penumbra plomiza difuminaba los desvanecidos reflejos del sol. Sería una noche oscura, pensó, con nubes grises corriendo por el cielo. No habría luna.
Llegó al cementerio. Miró a su alrededor y tuvo miedo. Pero prosiguió y finalmente se detuvo junto a la lápida que marcaba la tumba de su esposa. Humildemente se arrodilló, limpió la losa con la mano y leyó las palabras grabadas allí. Eran sus propias palabras, diciendo simplemente:
QUERIDA JANE, MI ESPOSA.
Y luego llegó Jane.
Ella se paró frente a él, sonriendo, con los brazos extendidos. El mismo vestido delgado revelaba su exquisita hermosura, y parecía no sentir el aire frío de la noche.
—Sabía que vendrías, Peter —dijo en voz baja—. Sabía que no tendrías miedo.
Pensó: «No, no tengo miedo. Morgu es todo lo que temo, y seguramente no vendrá a buscarme esta noche.»
En voz alta dijo:
—Me dijiste que trajera un cuchillo...
—Sí, Peter. Pero primero tómame en tus brazos. Abrázame. Te dará valor.
La sostuvo contra él y se dio cuenta vagamente de que había dos tipos de amor, el bueno y el malo. Este tipo era bueno. Su cuerpo se fusionó con el de él y se volvió más cálido, y cuando su mano buscó la suave curva de su cintura, fue gentil a pesar del anhelo que lo invadió. Curiosamente, parecía calentado por la presión de la piel suave como el satén, aunque no había calor en ella. Y de repente hizo una pregunta que le había preocupado durante muchas horas.
—Anoche, querida, cuando sostuviste la cruz, ¿por qué no te…
—¿Por qué no me destruyó, Peter? No sé. Pero cuando oré pidiendo ayuda para salvarte, fue porque te amaba. El suyo no era mi tipo de amor; era un hambre bestial. ¿Le temes a la muerte, Peter?
—No —dijo con sinceridad.
—¿Tienes miedo de morir?
—No.
—¿Trajiste el cuchillo?
Sacó el cuchillo del bolsillo y se lo mostró. Luego dijo casi inaudiblemente:
—Hay dos maneras de estar juntos, amado mío. Existe el camino de esa mujer llamada Morgu, pero es un camino de pecado y no hay felicidad en él. El otro camino significa paz y amor, pero necesitarás coraje y fe.
—Tengo fe —respondió.
—Entonces…
Ella medio descubrió sus pálidos pechos y volvió sus labios hacia los de él. Ninguna palabra se dijo mientras se abrazaron por última vez. Luego ella susurró suavemente:
—No me hará daño, Peter. Un momento de dolor y habré muerto de verdad. Entonces, si tu amor por mí es mayor que el miedo, puedes unirte a mí.
Cerró los ojos y esperó, y durante muchos minutos Peter se mantuvo rígido, luchando contra el terror que amenazaba con apoderarse de él. Cerró los ojos y oró, y luego su mano izquierda buscó su piel fría. Su derecha, sujetando el cuchillo, se elevó más y tembló.
—¡No puedo hacerlo! —gimió.
—Si me amas, Peter...
Temblando, clavó la hoja en su sitio, y la punta plateada se hundió profundamente en el tierno montículo de su pecho y la sangre brotó de la herida. Sus labios se abrieron con un dolor repentino. Sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Sé valiente Peter!
Luego, su cuerpo se desplomó sin vida en la nieve. Con un grito, Peter cayó de rodillas a su lado. Sus manos agarraron el cuchillo y lo soltaron. Sollozando, presionó sus labios contra los de ella y supo que estaba muerta. Estuvo largo rato allí, mientras la sangre de su pecho perforado manchaba su ropa. Luego, tambaleándose, se paró sobre ella y hundió la hoja en su propio cuerpo. La agonía forzó un gemido bajo de sus labios tensos. La empuñadura del cuchillo permaneció sobresaliendo de su pecho. El dolor lo aterrorizó. Luego, detrás de él, se pronunció su propio nombre en voz alta.
—¡Peter!
Se volvió a ciegas. La muerte era solo cuestión de momentos, y se habría caído si su cuerpo no se hubiera puesto rígido involuntariamente por lo que vio. Allí, cerca de él, estaba la mujer llamada Morgu, casi desnuda y exóticamente hermosa. Sus brazos estaban extendidos hacia él y sus ojos eran imanes que lo atraían hacia adelante.
Sólo por un momento, Peter se dio cuenta de las espantosas consecuencias. Él estaba muriendo.
Si esos seductores labios carmín mordieran su cuello antes de que llegara la muerte, el abismo entre él y la mujer que yacía muerta en la nieve sería infinito para siempre, y él sería una criatura de la noche, malvada, vil y solitaria.
Entonces sus ojos se abrieron con deseo. Tropezó hacia adelante, ajeno incluso a la agonía. Los brazos de Morgu se enroscaron sinuosamente a su alrededor y su cuerpo casi desnudo se estremeció en su loco abrazo.
El dolor y la pasión rabiaron en el cuerpo atormentado de Peter. La mujer estaba desnuda ahora; sus dedos frenéticos habían desgarrado la faja escarlata de sus pechos. Su boca inquisitiva se aferró a la de él y pareció drenar la agonía de su interior, agotando también su vida. El triunfo brilló en sus ojos.
Se aferró a ella y se mantuvo erguido con una fuerza nacida de la pasión. Entonces, la agonía infligida por el cuchillo suicida se volvió insoportable y se hundió en la nieve, flácido, inconsciente y peligrosamente cerca de la muerte.
Morgu, gruñendo de triunfo, se arrojó sobre él, buscando su cuello. Entonces era el final. Sabía que era el final. Esos dientes afilados se clavarían en su cuello y entonces ningún poder en el cielo o el infierno podría liberarlo.
Gimió el nombre de su esposa y cerró los ojos para borrar el inminente horror. Y luego, detrás de una alta lápida gris, a diez pasos de distancia, una forma indistinta apareció repentinamente al descubierto. Una lengua de fuego partió la oscuridad. Un estruendo, como el ladrido de un perro, ahogaba todos los demás sonidos.
La mujer se puso rígida sobre su víctima. Se llevó las manos a la garganta. Un grito bajo, casi inaudible, se ahogó en sus labios. Luchó convulsivamente por levantarse, pero cayó de espaldas sobre la nieve.
Desde su escondite en las sombras, el salvador de Peter avanzó lentamente. Tenía un revólver en una mano; en la otra, un puñado de balas. El revólver era antiguo, con el signo de la cruz grabado en el cañón, y las balas eran plateadas.
El hombre era el doctor Markham.
Con tristeza, se acercó al cuerpo tendido de Peter. Su mirada pasó a la mujer y se estremeció, pues el cuerpo desnudo se desintegraba lenta y horriblemente. Era el cuerpo de una bruja. En silencio, el doctor Markham levantó el cuerpo de Peter Marabeck de la nieve y lo colocó junto al cuerpo de su esposa. Su cuerpo no había cambiado, ni siquiera en la muerte. El rostro vuelto hacia arriba, pálido y encantador, seguía sonriendo.
Markham colocó los dos cuerpos uno al lado del otro y con reverencia extendió su abrigo sobre ellos. Luego se volvió. De la mujer llamada Morgu no quedó nada más que una lúgubre mancha oscura en la nieve.
—Terminado —murmuró Markham—. Terminado por fin, gracias a Dios. Ahora será un asunto fácil destruir a los demás...
Por un momento permaneció inmóvil, con las manos cruzadas y el rostro levantado en actitud de oración. Luego, con una última mirada a las dos formas silenciosas en la nieve, se fue.
Hugh B. Cave (1910-2004)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de Hugh B. Cave.
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2 comentarios:
El cuento tiene sus hallazgos.
El amor del protagonista por su mujer, convertida en vampira. Que Jane quiera seguir protegiéndolo.
Como ese triángulo amoroso, del protagonista, buscado por dos mujeres.
Pero el escritor cae en lo fácil, en el esquema de que un amor es bueno y el otro malo.
Se podría haber profundizado en las emociones de Morgu, que sintiera algo por Peter, queriendo darle un lugar destacado entre los vampiros. Y el hecho de que Morgu ha sido una víctima.
Markham se parece mucho a Arkham. No creo que sea casual.
Magistral ilustración. Muy bien elegida, para ilustrar el cuento.
Creo que podría representar a Morgu, una femme fatale vampírica, más que a Jane.
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