«Los No-Muertos mueren»: E. Everett Evans y Ray Bradbury; relato y análisis


«Los No-Muertos mueren»: E. Everett Evans y Ray Bradbury; relato y análisis.




Los No-Muertos mueren (The Undead Die) es un relato de vampiros de los escritores norteamericanos E. Everett Evans (1893-1958) y Ray Bradbury (1920-2012), publicado originalmente en la edición de julio de 1948 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1971: Comida para demonios (Food for Demons).

Los No-Muertos mueren, uno de los mejores cuentos de E. Everett Evans, relata la historia de una joven pareja, Robert y Lisa, quienes después de explorar los sótanos de un castillo en ruinas son vampirizados y dominados por un decrépito vampiro aristócrata, quien los obliga a iniciarse en los detestables hábitos de la noche.

SPOILERS.

A pesar de que Robert y Lisa son esclavos de su Amo, y obligados a seguir los perniciosos hábitos de los vampiros, el amor que sienten el uno por el otro, probablemente la única cosa pura que les queda, permanece, trayéndoles consuelo en lo que de otro modo sería una existencia odiosa. Este amor es lo que despierta la compasión de un poderoso Elemental de la Tierra, quien ayuda a Robert a romper el hechizo que el Amo les ha impuesto. Pero aun después de derrotar al Amo no hay escapatoria de la No-Muerte, y ambos continúan existiendo como vampiros durante siglos, hasta que la muerte accidental de Lisa, y el suicidio de un desconsolado Robert (clavándose una estaca con un curioso dispositivo) ponen fin a su historia (ver: Relatos de amor de vampiros)

E. Everett Evans comenzó su carrera como escritor en 1947, cuando tenía más de cincuenta años. Ray Bradbury lo apreciaba, sobre todo por su capacidad para conocer sus limitaciones. De Hecho, Ray Bradbury afirma que E. Everett Evans reescribía las malas historias 7 u 8 veces para hacerlas mediocres, y luego 7 u 8 veces más para hacerlas buenas. Los No-Muertos mueren es el fruto de esta amistad, un fruto agridulce, es cierto, pero respetuoso con su premisa.

Pocos relatos escritos en colaboración presentan elementos tan claros para identificar la mano de uno u otro autor. Los No-Muertos mueren adolece de la falta de enfoque, y sobre todo del sentimentalismo manifiesto que afecta buena parte de la obra de E. Everett Evans. La colaboración de Ray Bradbury es mucho más sutil, y sus pasajes atenúan el sentimentalismo desaforado de Evans en favor de un sentido de lirismo mucho más moderado.

Tal vez el aspecto más novedoso de Los No-Muertos mueren es este amor entre Robert y Lisa, el cual continúa presente entre ellos a pesar de que ambos se han convertido en vampiros y cometen toda clase de atrocidades. No hay antecedentes de un enfoque parecido hasta su fecha de publicación en 1948 (ver: Por qué Drácula nunca pudo enamorarse de Mina).

Edward Everett Evans fue principalmente un autor de ciencia ficción —su obra más recordada es la novela de 1953: El hombre de muchas mentes (Man of Many Minds)—, sin embargo, también estaba obsesionado con los vampiros. Escribió al menos seis relatos de vampiros. Algunos, como Operación Casi (Operation Almost, 1971) ofrece una versión temprana de los vampiros psíquicos, en este caso, extraterrestres. En cualquier caso, E. Everett Evans siempre le aporta algo interesante al género, a pesar de que su estilo por momentos tiende a virar abruptamente de lo formal a lo coloquial, haciendo que su lectura resulte, como mínimo, desconcertante.

Además de Los No-Muertos mueren, uno de los mejores esfuerzos de E. Everett Evans en el relato de vampiros es: El sol brilla intensamente (The Sun Shines Bright, 1971), el cual presenta a una vampiresa desinteresada, una madre (que se convierte después de dar a luz) que se sacrifica para salvar a su hijo. Los lectores acostumbrados a los relatos de vampiros del siglo XIX pueden tener algún problema con el giro principal del argumento, que parece ir en contra de las convenciones del género: la vampiresa se ve obligada a llevar a su bebé a un refugio seguro después de caerse por una escalera y descubrir que las fracturas que sufrió no soldarán, incapacitándola para cuidar al pequeño.

Otros cuentos de vampiros de E. Everett Evans son Comida para demonios (Food for Demons, 1949), el cual trata sobre las idas y venidas de un demonio que posee al protagonista durante la mayor parte de la historia y que además evidencia algunas tendencias vampíricas, particularmente en lo que respecta a sus hábitos alimenticios; El marciano y el vampiro (The Martian and the Vampire, 1950), básicamente un cuento humorístico de ciencia ficción —con un final un retorcido—; y El modelo inusual (The Unusual Model, 1951), una historia de amor entre un mortal y una vampiro.

No deja de sorprender que Ray Bradbury se embarcara en esta colaboración con E. Everett Evans. Probablemente fue una forma de reconocer el aporte de Evans a la ciencia ficción. Recordemos que fundó en 1941 la Federación Nacional de Fanáticos de la Fantasía (National Fantasy Fan Federation), una organización dedicada a la difusión de la ciencia ficción y la fantasía. Evans fue presidente desde 1943 hasta 1945. Es posible que la colaboración de Ray Bradbury en Los No-Muertos mueren tenga que ver con una muestra de afecto por la contribución de E. Everett Evans al género, más que por sus méritos literarios.




Los No-Muertos mueren.
The Undead Die, E. Everett Evans (1893-1958) y Ray Bradbury (1920-2012)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Despertarse al llegar el ocaso, dormir al amanecer. Y se repetía, por siempre y para siempre. Era una cosa en una ataúd en un sótano frío y profundo. Era un recipiente para vinos tintos. No tenía ninguna etiqueta, pero había pequeñas gotas de licor rojo en sus labios dormidos. Era el contenido de una caja de caoba en un sótano de telarañas y cosas enganchadas al techo. Vivía en una tierra de aguas cayendo a medianoche y una suave telaraña gris. Era una mano blanca, una boca roja, un ojo de cristal, un conjunto de dientes blancos y un corazón frío. Era un caminante de la noche. Era un durmiente con ideas originales. Era una hoja, una piel, una llama, un ala. Era Robert Warram, muerto hace cientos de años.

—Lisa.

En el sótano llegó el sonido del nombre de una mujer.

—Lisa.

Su mano blanca se levantó de su pecho. La puso firmemente contra el interior de la tapa del cajón. Sus ojos se abrieron, blancos. Presionó hacia arriba.

La tapa no se abría.

—Siempre se ha abierto.

Permaneció tendido un momento, esperando.

—Debe abrirse —declaró.

Con un repentino movimiento de fuerza, empujó. La tapa cedió, y cayó con un fuerte rugido en el mundo del sótano. Se liberó del ataúd en un instante. Él era lo único que se movía, la única cosa blanca en la cripta.

Y tenía miedo.

Se volvió hacia el ataúd de Lisa.

Estaba cubierto de cenizas, hojas, corteza y ramas de árboles. Durante el día había surgido una tormenta y los muros del castillo se habían derrumbado. Un árbol poderoso se había inclinado, vacilado y caído, conduciendo una rama astillada de cedro a través del panel del ataúd, a través del cuerpo blando, a través del corazón.

No había sonido en el mundo del sótano. Nada se movía.

Alguien volvió a pronunciar su nombre. Pero estaba tan muerta como si una multitud de hombres desesperados hubiera descendido con estacas y las hubieran ensartado en ella.

No tocó el ataúd. No intentó abrir la tapa. Tenía frío y temblaba y no podía ver dónde estaba, balanceándose, y el viento nocturno soplaba sin cesar.

Su cabello oscuro fluía y se arrastraba desde la grieta en el borde del ataúd, y se movía y susurraba en el viento nocturno. Se inclinó y tocó con reverentes dedos a lo largo de su suave y oscura longitud. Una mano blanca sobresalía con delicada gracia, como un pequeño juguete blanco perdido en el inframundo.

Se separó de ella. Subió la enorme escalera de piedra desmoronada del castillo y salió a la lluvia. Era un lugar antiguo. Solo habría necesitado un poco de viento para que se estrellara como una estructura de telaraña y cartón.

Se sentó al borde de las ruinas. Su rostro estaba rígido y no mostraba expresión. ¿Cuántos años? ¿Y los lugares a los que habían viajado? No debía olvidarse ni ahora ni en el futuro. ¿Cuánto tiempo atrás y en qué día, en qué siglo, se habían conocido? Cerró los ojos. El mundo corrió a su alrededor. Ahora no quedaba nada más que memoria.

Ellos habían sido niños granjeros. Habían crecido con los árboles y conocían las tierras de las colinas y las praderas. Ellos contaron ovejas juntos y se sentaron a bañar sus pies en arroyos fríos en las cálidas tardes de verano. Corrieron por senderos sombreados, riendo, arrojándose manzanas de verano, dejando un rastro de flores silvestres detrás de ellos después de andar por los bosques.

Ese fue el verano de su decimoctavo año. Día tras día ella bailaba y miraba el yugo de bueyes que él conducía delante de una hoja limpia de arado. Ella inclinó la cabeza de elfo, se rió y le arrojó una piedra. Cuando él no la siguió, ella corrió y besó a Robert Warram en sus labios asombrados.

Este día corrieron, gritando, a través de la Gran Tierra del Bosque, muy vivos, muy mortales, sin miedo a nada en todo el mundo soñado del mediodía de verano. No sabían nada de la oscuridad, la sangre y el cajón profundamente enterrado. Se retorcían, giraban y volvían a correr aún más profundamente en la lúgubre catedral de árboles donde el agua se deslizaba hacia los arroyos secretos, los ecos se suavizaban y el canto de los pájaros se silenciaba.

—¡Mira lo que tenemos aquí! —dijo ella, y señaló—: ¡El viejo lugar!

Y allí estaba el castillo, antiguo y perfecto como una manzana del Mar Muerto, aún sin caer después de cuatro siglos de lluvia, animales y tiempo.

Era un lugar del que hablaban los ancianos. Era un lugar de la noche susurrante. A veces la gente venía a mirarlo y nunca más se les volvía a ver, así decían las historias: ni una nariz, ni un miembro, ni un ojo nunca se encontraba.

—¡Pero soy bastante valiente! —rió Lisa.

—¡Yo también! —gritó Robert Warram—. ¡Entremos!

Durante horas treparon, asombrados por las grandes estatuas y pinturas antiguas y oscuras, por anchas escaleras de caracol que conducían a las habitaciones de la torre enclaustrada, por enormes muebles y enormes cortinas colgantes. Se asomaron a las vastas habitaciones, emocionados y felices por sus pequeños descubrimientos. Entonces Robert encontró una gran escalera de piedra que conducía hacia abajo, y descendieron en silencio, susurrando, a los antiguos sótanos.

Allí había maravilla tras maravilla. Grandes almacenes llenos de armaduras antiguas y armas de guerreros pasados. Grandes cofres tallados llenos de la ropa podrida pero aún hermosa de los antiguos señores y damas del castillo. Tapices y alfombras gloriosas, aunque descoloridas. Más muebles, algunos rotos, otros simplemente almacenados.

Durante mucho tiempo investigaron los numerosos pasillos llenos de polvo y telarañas y las habitaciones oscuras. Donde estaba demasiado oscuro para ver, usaron antorchas hechas de la madera resinosa que encontraron por el lugar.

En su preocupación se olvidaron del tiempo; olvidaron el hambre, el cansancio. Los minutos inadvertidos se multiplicaron. Finalmente llegaron a una gran cripta. Pudieron distinguir vagamente varios ataúdes viejos descansando allí y aquí en el suelo polvoriento. Había un olor extraño y mohoso que difería del olor de las otras habitaciones y pasillos que no se usaban durante mucho tiempo. Tenía una cualidad curiosa y fétida que les hizo detenerse, inquietos.

—Regresemos —Lisa miró detrás de ella, temblando.

—Tonterías —Robert se rió en voz baja y le pasó un brazo por los hombros. La acompañó hacia la habitación, sus pies hacían suaves sonidos acolchados en ese inmenso espacio de silencio—. Es solo un lugar de entierro. Las tumbas de las personas que alguna vez vivieron aquí, supongo.

—No me importa, no me gusta estar aquí. Quiero irme a casa ahora. Es tarde y hace frío. El aire se siente diferente. Nuestra gente probablemente ya nos estará preparando la cena.

—Está bien —estuvo de acuerdo—. Encontraremos las escaleras de piedra y nos iremos.

La condujo por varios pasillos y habitaciones. Lentamente algo de su confianza lo abandonó, miraba hacia atrás por encima del hombro de vez en cuando. Se le secó la boca y le escocieron los ojos. De vez en cuando levantaba la antorcha mientras miraba por algún pasillo transversal. Por último, se volvió hacia ella.

—No sirve de nada mentir. Estamos perdidos —se agarraron las manos con fuerza, se miraron a los ojos y notaron sus rostros pálidos y tensos—. Pero encontraremos el camino, aunque puede llevar tiempo. Créeme, Lisa, saldremos.

Ella asintió con la cabeza en mudo acuerdo y continuaron, sus antorchas parpadeantes trazando extraños dibujos a lo largo de las paredes oscuras, a veces mostrando irregularmente alguna gran figura acorazada, o un tapiz antiguo con sus figuras de luchadores, cuyos ojos desvaídos ahora brillaban apagados. Los ecos jugaban a su alrededor, desde todos los ángulos. El frío del aire se volvió peculiarmente penetrante, se filtró en sus cabezas, pecho, dedos, instalándose en sus huesos y sus corazones.

—Debe haber una salida —dijo él, deteniéndose.

…una salida… una salida… una salida… —los ecos se burlaban de ellos.

—Hay una salida —dijo una voz desde algún lugar de la oscuridad.

Una voz, no un eco. Se giraron, levantando sus antorchas. La luz de la madera en llamas saltó y desvió las sombras que se iban acumulando. Más allá de un arco caído, vieron una cosa de alta oscuridad, de ojos brillantes y boca sonriente, de rostro blanco, cubierta con una capa negra. Se movía hacia ellos.

—¡Robert!

Lisa se tambaleó hacia él, medio cayó, él la agarró y la sostuvo en sus brazos. La figura continuó su avance, sin un susurro, de pie, como si flotara en una marea.

—¿Quién eres? —gritó Robert gritó, agitando su antorcha más alto—. ¿Puedes ayudarnos?

—Por supuesto — dijo la voz.

El hombre estaba de pie frente a ellos, su delgado rostro luminoso a la luz de las antorchas, que también brillaba con las joyas en la pechera de la camisa y las manos. Sus ojos estaban fijos en ellos.

—Estábamos perdidos —susurró Lisa, vacilante.

—Sí —respondió el hombre—, lo sé.

—Esperamos no haber entrado sin autorización. ¿Hicimos mal en venir?

—No, estuvo bien. Muy bien. ¡Vengan! —se volvió y se alejó.

—¿Qué haremos? —preguntó Lisa en un susurro.

—¿Qué podemos hacer? —Robert la miró, perplejo—. Queremos salir, ¿no? Vamos.

Sin antorcha, el hombre los estaba conduciendo con confianza donde antes sólo habían encontrado ecos, tenues deslizamientos, miedos desconocidos. Los guió a través de los sótanos antiguos, a través de montones de escombros.

—Me siento cansado —murmuró Robert después de un rato—. Tan cansado, Lisa —se llevó una mano a los párpados temblorosos—. Cansado. Cansado.

—¿Qué? —su débil voz flotaba alrededor, alrededor en las sombras.

Él la vio acercarse al hombre extraño.

—Lisa, no corras. Vuelve conmigo, querida. No huyas.

Caminaba en una especie de pesadilla. Sus pies pesaban, como si atrapados en un lodo espeso y arcilloso. De vez en cuando veía los ojos de carbón del hombre. Lisa se movía como en una corriente de vapor.

—No puedo caminar más rápido —protestó Robert, somnoliento.

Se detuvo, oyó los pasos que se alejaban en un oscuro vacío.

—¡Lisa!

Sin respuesta.

—¡Lisa!

Estaba sumido en el estupor. Escuchó su corazón cronometrar los minutos en su cabeza, en sus muñecas. Lisa se había ido, sus ojos cansados no podían verla en ninguna parte.

El grito lo sacudió.

Saltó hacia adelante, a través de una puerta medio caída. Frente a él estaba el hombre moreno, Lisa abrazó con fuerza su cabeza, inclinada sobre ella. Cuando Robert se acercó a ellos, sintió una diferencia, una falta de vida en ella.

Robert saltó a la espalda del hombre. Lo arañó para alejarlo del cuerpo de la chica. Gritando, el hombre dejó caer a Lisa.

—Entonces, tú también lo quieres, ¿verdad? Bueno, ¡mucho mejor! ¡Esta noche me alimentaré bien, de hecho!

Golpeó a Robert, un gran golpe que envió al muchacho de rodillas. Mientras luchaba por ponerse de pie, Robert sintió un apretón en la garganta, como de las garras de un gran pájaro. Se defendió lo mejor que pudo, aunque recibió algunos golpes. Luego, otro gran puño al lado de la cabeza lo envió tambaleándose al suelo de piedra. El hombre se arrojó sobre el joven. Ese rostro pálido y salvaje se acercaba y Robert vio que estaba salpicado de sangre, que los labios se retraían para exponer unos dientes largos, blancos y móviles.

El agarre de su garganta se cerró. Su cabeza se balanceaba de un lado a otro con los fuertes golpes de esa mano huesuda. Robert saltó hacia arriba, su rodilla en la ingle del otro. El hombre oscuro gimió. Rodaron por el suelo y de nuevo el anciano estaba encima. La fría cara blanca se movió hacia abajo, más cerca. El aliento frío golpeó a Robert como un vendaval helado. Su cabeza se mareaba con el olor a sangre, el hedor a muerte en las exhalaciones del extraño. Hubo un último movimiento, un golpe desgarrador y el fuerte mordisco de dientes puntiagudos en el cuello de Warram. Después… oscuridad.

Mucho, mucho después, un sutil sexto sentido llevó a Robert Warram a abrir los ojos.

—¿Estoy muerto, entonces?

Movió las manos y sintió una sustancia dura a cada lado, como una pared. Sus dedos exploraron más y su búsqueda mostró que estaba confinado en una especie de caja. Había un abrumador olor a tierra muerta a su alrededor.

—¡Estoy enterrado vivo! —fue un grito silencioso, hecho con el corazón, el alma y la mente.

Golpeó hacia arriba con puños frenéticos. Para su sorpresa, la tapa de la caja sobre él se movió hacia arriba con facilidad. A la penumbra del crepúsculo vio que estaba en un ataúd, cuya tapa no estaba sujeta, salvo por las bisagras de un lado.

—Lisa.

Rápidamente se sentó, luego saltó, mirando salvajemente a su alrededor. Vio la parte superior de otro ataúd abriéndose. Corrió hacia él, porque la mano que había visto sobresalir era la de una mujer.

Era Lisa. Pero una Lisa tan diferente. Se trataba de una mujer tocada por la edad, con la cara blanca y el cuerpo medio demacrado. ¿Cuánto tiempo habían estado en esos ataúdes? De repente, extendió sus propias manos. Eran poco más que garras. Palpó su rostro; podía decir que estaba arrugado y curtido.

Lisa miraba locamente a su alrededor.

—Oh, Dios —gritó—. Este sabor a muerte en mi boca; este olor a descomposición en mí.

Se fijó en sus manos, las sostuvo con incredulidad ante sus ojos y luego palpó su rostro. Ella gimió de agonía. Robert la llamó por su nombre.

Entonces ella lo vio. Una media sonrisa de reconocimiento iluminó su rostro; sin embargo, todavía perpleja. Se empujó hasta sentarse, luego se puso de pie y salió de su ataúd. Medio corriendo, se arrojó a sus brazos. Sus labios buscaron los de él. Lo rodeó con los brazos, mitad en protección, mitad buscando protección y consuelo.

Fueron interrumpidos por un sonido detrás de ellos. El hombre oscuro estaba allí, sonriéndoles con curiosidad.

—Amor… justo aquí, en este lugar, entre dos como ustedes.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? ¿Qué somos ahora? —preguntas hechas simultáneamente, sus brazos aún entrelazados.

—Es simplemente la noche siguiente —respondió en voz baja—. Y en cuanto a lo que son, ahora caminarán la noche, desearán sangre, vivirán aquí conmigo y me obedecerán. Al colocar sus cuerpos drenados de sangre en los ataúdes llenos de tierra los he convertido en verdaderos miembros de la cofradía de los No-Muertos.

Lisa jadeó. Robert apretó su mano.

Él profirió un insulto y dio un paso adelante. Fue detenido por un gesto imperioso del extraño. Un vértigo sutil se apoderó de él. De repente, Warram supo que no podía avanzar, a menos que el Amo lo permitiera.

—No tienes ninguna posibilidad contra mí. Tengo poderes con los que ni siquiera sueñas. Pórtate bien, obedece mis mandatos, y te enseñaré muchos secretos, te daré muchos de esos poderes.

—Por favor, nuestros amigos y familiares nos estarán buscando.

El hombre simplemente se encogió de hombros.

—Escapar no es tan fácil —dijo—. Eres lo que eres, y siempre serás. Ahora, vengan conmigo.

Solo podían seguirlo. Asombrados, descubrieron que ahora podían ver en la oscuridad.

Cuando la figura envuelta frente a ellos subía la gran escalera de piedra, vieron un cambio tenue; en lugar de la figura de un hombre, se vio un gran murciélago volando por el pozo de la escalera.

Emergiendo del piso principal del castillo, el murciélago revoloteó en el aire ante ellos. En sus mentes llegó el conocimiento de lo que sucedía: existían medios para controlar mentalmente la estructura de sus propias células corporales; métodos por los cuales ellos también podían cambiar su forma física como él lo había hecho.

Pronto ellos también revolotearon en la habitación oscura y polvorienta.

A una orden silenciosa, las tres figuras volaron, saliendo de la tronera de una ventana, hacia la densa oscuridad del Gran Bosque. Pasaron por encima de sus antiguas casas, pero no pudieron detenerse. Pasaron sobre campos y ríos bañados por la luna y sobre pueblos dormidos, hasta que llegaron a una cabaña remota a kilómetros de distancia.

Una luz tenue brillaba a intervalos a través de una pequeña ventana abierta. El remanente de una chimenea proyectaba un resplandor rojizo sobre el interior. Había un presentimiento, tal vez un color profético en su luz moribunda. A través de la ventana abierta, las tres figuras que revoloteaban vieron varias formas silenciosas sobre los palés de paja. La casa estaba dormida y en paz.

—¡Vengan!

Los dos recién llegados se alejaron revoloteando.

—¡No! ¡No!

Pero la orden era imperativa. Robert y Lisa intentaron resistir de nuevo; empezaron a volar, pero una fuerza, cruel y despiadada, cambió su voluntad en debilidad; revolotearon hacia y a través de la ventana de la cabaña... y algo espantoso hicieron allí.

Durante el regreso al castillo a través del cielo nocturno sintieron la risa del Amo.

—Ahora son míos. Ahora no hay escapatoria.

En los meses que siguieron, el antiguo Señor de Hensig, como ahora sabían que era, les enseñó las leyes y el saber de los No-Muertos olvidados hace mucho tiempo; las formas del vampirismo, la licantropía; la brujería y el poltergeist. Trucos traviesos para traer consternación e incomodidad a los humanos. Malos vicios para causarles horror, dolor y muerte. Pero estos antiguos poderes de las Fuerzas de la Oscuridad al principio disgustaban a las dos vampiros recién nacidos.

—¡No lo haremos! —declaraban obstinadamente.

Pero bajo la compulsión del Amo solían hacerlo. Y a medida que las noches se aceleraban en veloces alas de murciélago, los vicios se convertían en hábitos exigentes e inexorables.

Solo una cosa el hombre oscuro no pudo cambiar: su amor el uno por el otro. Incluso el conocimiento de los horrores nocturnos, en el espanto en que se habían convertido, no podía tocar esa paz y calidez entre ellos.

La sed de sangre que los reclamaba se cumplía tan pronto como era posible en cada despertar, para que tuvieran tiempo de vagar juntos por los campos que su herencia terrenal convertía en su única vía hacia la paz. Allí se regocijaron con los ricos frutos de la tierra; cazaban las flores silvestres que amaban, se paraban en las altas colinas contemplando los mares de cereales iluminados por la luna.

Hubo risas entre las criaturas de la noche que se les acercaban, pero a medida que pasaban las noches se fueron apagando en presencia de estos dos que caminaban o se sentaban siempre juntos, que se tocaban, que se tomaban de la mano o se abrazaban, que hablaban en tonos tranquilos de su antigua y feliz vida. El amor era algo nuevo para estas criaturas de la noche, y el ridículo se transformó en asombro. En las noches en las que no había luna en el cielo, la llegada de estos dos era como una luz. Finalmente todos deambularon juntos, las pequeñas criaturas crujientes, ya no invisibles, corriendo, riendo, jugando con Robert y Lisa en verdadera amistad.

Los dos jóvenes aprendieron mucho de estas otras criaturas que las encontraron aceptables en su comunión: gnomos, elfos, duendes, trolls y brujas, náyades y dríadas, de cualquier tipo de vida media buscaron y obtuvieron todo tipo de información para aumentar sus poderes.

Aprendieron más sobre la telepatía por la que tan a menudo habían recibido comunicaciones del Amo. Se les enseñó cómo convertirse en una llama azul brillante, que flotaba alrededor de algún árbol patriarcal, o huía, bailando, a través de las profundidades del Gran Bosque o a través de los prados salpicados de luna. O cómo transformarse en hojas de colores brillantes que jugaban y se deslizaban ante el viento, y en sombras que flotaban suavemente sobre la superficie del estanque y el arroyo.

A menudo se transformaban en grandes lobos grises. La luz de la luna, a través de las hojas acariciadas por el viento, moteaba sus abrigos plateados.

Sí, mucho aprendieron en las largas e incontables noches que siguieron a su brutal iniciación en las filas de los No-Muertos.

Mucho, en verdad, el Señor de Hensig se deleitaba perversamente en enseñarles todo el mal que él mismo practicaba con tan sombrío y vicioso deleite.

Tres cosas ahora ocupaban a Robert Warram. Primero, naturalmente, su gran amor por su amada Lisa, pero también la terrible necesidad de sangre fresca y cálida y su odio cada vez mayor hacia el Amo. La sed podía mitigarse parcialmente con sangre de animales. Ahora, no muy a menudo, se veían obligados a alimentarse de gargantas humanas.

Al tercer asunto, ese odio mordaz hacia él que les había quitado su condición de humanos, Robert Warram se dedicaba de nuevo a diario. ¡Algún día, de alguna manera, saldaría esa cuenta!

Una hermosa noche de principios de otoño, Robert y Lisa caminaban tomados de la mano por los campos de rico grano maduro. Encantados, se pararon en medio de los campos. Probaron la dulzura de los labios del otro. Lisa llevaba una diadema de flores de campo que Robert había recogido y tejido para ella. Como hacían tan a menudo, rezaban.

—Oh, gran Padre de la Tierra, líbranos de esta carga intolerable. Haznos de nuevo los niños mortales que fuimos una vez. ¡Devuélvenos nuestra humanidad!

De repente sintieron una Presencia inmensa y conmovedora cerca de ellos. Los separó en un instante. Miraron a su alrededor, cada sentido recién desarrollado estaba alerta, pero no vieron nada. Sin embargo, esa mayor sensibilidad les dijo que algo grande y poderoso estaba cerca.

Con delicadeza, los dedos exploradores del pensamiento pasaron cada página de conocimiento y memoria dentro de sus mentes, escaneando cada línea y palabra. Creció el desconcierto en la mente de este Buscador. Silenciosamente, las palabras se formaron en sus mentes.

—¿Qué clase de criaturas son? —preguntó—. Vampiros, puedo ver. Pero hay una poderosa corriente subterránea de humanidad que nunca antes había encontrado en otros de su clase vil. Leo amor en sus mentes, ¿y qué saben los vampiros del amor?. Y leo, también, deleite en la buena tierra, y los granos y frutos maduros que produce la tierra. ¿Quiénes y qué son?

Los dos recibieron la clara impresión de que estaban en presencia de la poderosa Unidad al responder a los anuncios del elemental de la tierra. Una de esas entidades increíblemente antiguas y poderosas que gobiernan todo el vasto dominio de las cosas materiales. En silencio y respeto cayeron de rodillas. Sus pensamientos entrelazados respondieron humildemente.

—Oh, gran Padre Tierra, somos dos hijos que fueron convertidos en lo que somos ahora. Antes de nuestro cambio, íbamos a casarnos. Todavía nos amamos tan profundamente como entonces. Oh, Espíritu poderoso, ¿puedes ayudarnos a recuperar nuestras vidas? ¿Puedes quitarnos esta terrible maldición?

Percibieron tristeza en la respuesta.

—No, ni siquiera yo puedo traer de vuelta la mortalidad que han perdido —hubo un silencio mientras Robert, al menos, sintió un nuevo sondeo en su mente—. Veo y apruebo el odio que sientes por ese vil Señor de Hensig que te hizo lo que eres ahora. Y puedo ayudarte a conseguir la venganza que deseas. Porque te enseñaré a controlar las fuerzas que, cuando hayas dominado su uso, te permitirán imponerle el castigo que tan justamente se merece.

Como una ola sigue a otra a lo largo de la orilla del mar, el conocimiento vertió ola tras ola en la mente receptiva de Warram. Aprendió de esos vastos campos de fuerza que están presentes en todas partes en todo el universo. Aprendió los métodos por los cuales pueden ser controlados mentalmente por alguien que conoce las leyes que los gobiernan, las formas en que podrían utilizarse para hacer lo que él deseaba, las formas de fortalecer su propia mente y utilizar todos sus poderes innatos.

—El simple conocimiento de las fuerzas no es suficiente —le advirtió el Elemental—. Estudia y practica tu control sobre ellas. No serás lo suficientemente fuerte de inmediato para hacer lo que deseas con tanta sinceridad. Porque este Amo tuyo también tiene grandes poderes. No busques el enfrentamiento demasiado pronto, no sea que sufras la derrota y el fracaso.

La Presencia se retiró y la noche quedó en silencio. La luna se hundió entre las colinas distantes.

Sucedió la primavera siguiente. Los tres iban camino de una granja distante para comer durante la noche. Pasaron por un prado en el que pastaba un rebaño de ovejas.

—Vamos a alimentarnos de estos —dijo Lisa, y Robert comenzó a volar con ella.

Al instante sintieron la compulsión de Hensig.

—Aliméntense conmigo esta noche.

Robert, ahora en el suelo, cambió a forma humana. Con los pies separados, la mandíbula tensa, lanzó un rayo mental al odiado Amo.

—Nos alimentamos cuando y donde queremos.

El anciano también descendió, también asumiendo forma humana.

—¿Piensas contradecirme y desafiarme? Veremos quién ejerce los mayores poderes.

Él también, mientras hablaba, contraatacó con una compulsión mental constrictiva, que Warram bloqueó, negándola. El joven, usando los poderes que le había enseñado el Elemental de la Tierra, lanzó un campo de fuerza sobre la forma de su odiado enemigo, que rápidamente estaba reduciéndose a una esfera inaplicable; casi, pero no del todo.

Hensig desperdició unos segundos preciosos tratando de atravesar el bloqueo mental de Robert para imponer su voluntad. Al descubrir rápidamente que no podía hacerlo, cambió de táctica. Su cuerpo también se puso rígido cuando utilizó sus reservas de fuerza y los extraños poderes que poseía para deshacerse o atravesar ese campo de fuerza que lo rodeaba.

Esta fue una lucha extraña, porque estas fuerzas y poderes que estaban activando no eran cosas palpables a la vista. No hubo lenguas de fuego o armas visible. Simplemente esa guerra silenciosa pero mortal de poderes mentales, empuñando fuerzas incomprensibles. Sin embargo, el espacio mismo estaba tenso; las hierbas del campo se extendieron; los árboles poderosos se inclinaron hacia la tierra. El rostro y el cuerpo de Warram se pusieron más rígidos a medida que arrojaba cada ápice de su espléndida fuerza y aptitudes recién aprendidas en la constricción de su campo circundante, fusionándolo en lugares cada vez más pequeños de espacio permisible.

Y mientras pasaba un momento tras otro de silencio y tensión, Robert sonrió levemente. Sintió el repentino acceso del miedo que se apoderaba de Hensig. La fuerza de Warram creció. Poco a poco sintió que las defensas del otro se debilitaban, gradualmente intensificó su propia ofensiva. Más y más de esa reserva de entusiasmo y vitalidad juvenil salieron de las profundidades de su dominio consciente y subconsciente. Finalmente, con un grito agudo y desesperado, el último rastro de las defensas de Hensig se derrumbó.

¡El Amo había caído!

Entonces, instantáneamente, Warram redujo su campo. Toda su fuerza mental y sus conocimientos adquiridos con tanto esfuerzo sostuvieron el ataque. Deseó que el otro ser desapareciera del universo. De inmediato, la forma constreñida de su adversario se puso rígida. Su vida, su propia conciencia, su ego, su espíritu eterno se habían ido; desapareció para siempre de todos los planos de existencia.

Entonces, rápidamente, Robert convocó a las bestias, pájaros e insectos carroñeros al festín. Garra y colmillo, pico y mandíbula recogidos rápidamente. Cuando el sol de la mañana mirara hacia abajo sobre ese prado, solo vería huesos desnudos, rotos y masticados más allá de todo reconocimiento.

La batalla terminó y Robert cayó al suelo, exhausto. Pero Lisa, que había rondado cerca, le gritó que se apresurara. Estaba a punto de amanecer y estaban a kilómetros del refugio de sus ataúdes.

Warram se levantó. Volaron frenéticamente hacia el antiguo castillo. A través de la tronera de la ventana y los grandes pasillos, cayeron en picada por el pozo de la gran escalera de piedra. Las tapas de sus ataúdes se cerraron justo cuando el sol lanzaba sus primeros rayos a través del horizonte lejano.

Las noches se convirtieron en largos años. Robert y Lisa durmieron innumerables días, vivieron con toda la alegría que pudieron durante las largas noches. El nombre de Lisa era lo primero en sus labios cuando se despertaba.

Con un gesto de comprensión de la inutilidad de tales recuerdos, Robert Warram se levantó por fin. Regresó a la cripta y se quedó pensando profundamente por un momento. Luego acercó el ataúd de Lisa al suyo, con las tapas abiertas una frente a la otra. Hizo algo de carpintería dentro de la tapa de su propio ataúd, luego ató unas pesas en el exterior de la tapa apuntalada.

Al mirar su trabajo, una leve sugerencia de esperanza apareció en sus ojos, luego sonrió gentilmente.

—Se dice que purifica —murmuró—. Al menos vale la pena probarlo.

Se mantuvo ocupado durante algún tiempo, juntando grandes montones de madera seca. La dispuso alrededor, dentro y encima del féretro de Lisa, y también alrededor del suyo. Uno de sus brazos lo cruzó sobre su pecho, el otro lo extendió sobre el borde de su ataúd, hacia el suyo.

Una última mirada persistente y un beso en el rostro pacífico de su amada, luego se deslizó en su propio ataúd. Sobre sus piernas y la parte inferior de su cuerpo esparció más madera resinosa. Extendiendo la mano fuera de su ataúd, encendió la madera, luego se recostó y con la mano izquierda buscó a tientas la mano de Lisa.

En la oscuridad se oyó el sonido de un gran viento que se levantaba, el pequeño y distante sonido del agua goteando, el susurro del ala de cuero de las vigas, el golpeteo de pequeñas patas de roedor.

La luna naciente, que se deslizaba por la gran escalera de piedra, vaciló, luego tembló e iluminó los dos ataúdes apiñados.

Lenta, enrojecida, la luz de la antigua cripta fue aumentada por las crecientes llamas. Cuando la luz combinada brilló contra la estaca de cedro de punta afilada que había colocado en el interior de la tapa del ataúd, Robert Warram sonrió. Suavemente apretó la mano de su Lisa, amorosamente susurró su nombre.

Luego, con calma, levantó la mano derecha y rompió el soporte que había estado sosteniendo abierta la tapa ponderada de su ataúd.

Se oyó el sonido de una gran puerta cerrándose de golpe.

El viento nocturno sopló el aroma de las dulces flores silvestres de primavera a través de las ruinas.

E. Everett Evans (1893-1958)
Ray Bradbury (1920-2012)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de vampiros.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de E. Everett Evans y Ray Bradbury: Los No-Muertos mueren (The Undead Die), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

luis dijo...

Sebastian, feliz año nuevo,un relato curioso e interesante,no sólamente por la humanización de los vampiros protagonistas,sino por el entorno en si en el que se desarrolla la historia,la inclusión de los habitantes etéreos de la noche,criaturas salidas del folclore pagano es más extraña en si que el Mostar al vampiro como algo más que una máquina de matar si sentimientos, incluido el arrepentimiento,el final es coherente con el título y con la búsqueda de la pareja,como les dijo el elemental,no existía forma de cambiar lo que eran,solo la muerte podía traerles paz y talvez redención.

Sebastian Beringheli dijo...

En efecto, resulta difícil pensar en conservar algo de humanidad después de un par de siglos cometiendo fechorías nocturnas. Sin embargo, estos dos vampiros se la rebuscan para hacerlo. Que tengas un excelente año, Luis.

Poky999 dijo...

Me ha encantado este relato. Pese al vampirismo que predomina, la historia de amor es capaz de perdurar.



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