La Tierra como superorganismo consciente (y nosotros como parásitos) en la ficción.
La Teoría de Gaia, a la cual suscribe buena parte de la post new age, sostiene que el planeta Tierra podría ser, después de todo, una entidad viviente, consciente, con la cual los seres humanos pueden relacionarse en distintos niveles. Esta idea de que la Tierra es un superorganismo consciente, sin embargo, no es exclusiva de la Nueva Era. La ciencia ficción la anticipó con extraordinaria precisión.
Es fácil caer en conclusiones equivocadas cuando combinamos un relato pulp, tentáculos, el Polo Norte, una entidad descomunal, prehumana, y cierto cosmicismo subyacente. No, rápidamente hay que decir que no se trata del celebérrimo cefalópodo de H.P. Lovecraft: Cthulhu, aunque si hay que admitir que El cerebro de la Tierra (The Earth-Brain), de Edmond Hamilton, quizás la mejor pieza de ficción en describir a la Tierra como un superorganismo consciente, tiene algunas semejanzas interesantes con los Antiguos de los Mitos de Cthulhu.
El cerebro de la Tierra, publicado en la edición de abril de 1932 de Weird Tales, no es una declaración sobre el cambio climático (ver: El Cambio Climático como proceso de Terraformación extraterrestre), ni una obra que busca concientizar acerca de los peligros de contaminar el medio ambiente (ver: Eco-pioneros literarios), sino una historia que saca una conclusión lógica a partir de una premisa simple: si la Tierra es un organismo vivo, consciente, entonces los seres humanos somos sus parásitos.
El protagonista de la historia es un aventurero, Clark Landon, quien padece una singular condición: es el epicentro humano de terremotos y toda clase de actividad sísmica inusual. Dondequiera que vaya, la Tierra se sacude, cuestión que le hace evitar los edificios, que colapsan inevitablemente en su presencia, y las montañas, que se derrumban en avalanchas colosales.
A pesar de que varias ciudades en Italia, Egipto, Rusia y Noruega ya han sido destruidas por el paso de Landon, y su maldición tectónica a cuestas, con millones de muertos entre los escombros, el aventurero debe seguir viajando, ya que teme que todo un continente pueda hundirse si se queda demasiado tiempo en un lugar.
Antes de padecer esta desagradable condición, Landon se encuentra con un viejo amigo. Es él quien le plantea la posibilidad de realizar una expedición al Polo Norte. Incentivado por la idea de descubrir uno de los mayores misterios de la humanidad, Landon y sus dos compañeros, con la ayuda de dos nativos esquimales, inician una expedición para encontrar una montaña legendaria, conocida en la tradición esquimal como La Montaña Prohibida en la Cima de la Tierra. Probablemente estos esquimales descritos por Edmond Hamilton sean representantes más bien genéricos del pueblo inuit.
Después de un arduo viaje a través de un glaciar, los hombres finalmente descubren un enorme pico atravesado por diversos túneles. Como es lógico para todo varón occidental, Landon y sus compañeros ignoran las advertencias de sus guías, así como el comportamiento inusual de sus perros, y comienzan a escalar la montaña para ingresar en una de las cuevas.
Las advertencias de los esquimales poseen un trasfondo espiritual, metafísico. Para ellos, la Tierra es un organismo gigantesco e indiferente de las pequeñas formas de vida que infestan su superficie. Esto hace que Landon y los otros se pregunten si la humanidad, en ese contexto, no sería entonces una raza de parásitos microscópicos.
Ya en las raíces de la montaña, Landon se encuentra con la mente del planeta Tierra; una especie de ovoide titánico, multicolor, con tentáculos de energía fosforescente que se proyectan como delgados tentáculos. Este cerebro de la Tierra reacciona ante los intrusos, y Landon es el único que escapa, al menos por un tiempo.
La Teoría de Gaia está perfectamente anticipada en El cerebro de la Tierra de Edmond Hamilton, e incluso la supera en algunos puntos. Aquí, no solo la Tierra es un superorganismo sensible, sino que además es uno de muchos planetas conscientes que viajan a través del universo siguiendo sus propias trayectorias, cada uno con su propio cerebro y en permanente comunicación con los demás.
En este contexto, la vida orgánica, tal como la conocemos, es un subtproducto, algo superficial y sin ninguna importancia.
Es curioso que El cerebro de la Tierra no tenga el lugar que se merece entre los entusiastas de la Nueva Era y del concepto de Gaia. Recordemos que este nombre es el de la diosa madre de la mitología griega, la Tierra, esencialmente, y que luego pasaría a ser una figura de adoración neopagana. En este sentido, Gaia también también es un recurso habitual de la visión ecológica desde 1980, donde comenzó a perfilarse la idea de que la Tierra puede ser vista como organismo consciente que se regula a sí mismo, tal como lo hacen otras formas de vida.
Esta idea, la Hipótesis de Gaia, está muy cerca de la concepción de Edmond Hamilton sobre el cerebro de la Tierra, la cual se desarrolló a principios de la década de 1930; aunque sus orígenes son muy anteriores, y pueden rastrearse hasta William Blake y su Respuesta de la Tierra (Earth's Answer), e incluso más allá, en las teorías de Platón (ver: Platón y la teoría de la Tierra como un organismo vivo).
A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los cuentos de Edmond Hamilton, El cerebro de la Tierra no termina felizmente.
Es la arrogancia del protagonista, al desoír las advertencias de los pueblos originarios, su imprudencia al tratar de profanar la mente del planeta, lo que lo condena más allá de toda redención. Si bien ha escapado de la montaña, a partir de ese momento toda la Tierra es su enemiga, y ésta tiembla, se sacude, se agita, apenas percibe la presencia del profanador en algún rincón de su superficie.
En este esquema, Edmond Hamilton es diametralmente opuesto al Horror Cósmico de Lovecraft. Cthulhu seguramente destruiría a toda la humanidad, sin ningún deseo de identificar a individuos particulares, como en el caso de Gaia.
Y si bien es cierto que ella se carga a varios millones de personas en cada sismo, su intención es perseguir y atrapar únicamente a Landon. La Tierra, dentro de la concepción de Hamilton, es una especie de dios iracundo del Antiguo Testamento, pero reconfigurado como una Gaia rencorosa.
Hay una mirada cosmicista detrás de todo esto. Me refiero a Hamilton, a Lovecraft, a la Ecología, al Antiguo Testamento: somos una nada, mierdas, básicamente, que al final de los tiempos deben ser castigadas por una entidad iracunda, llámese Gaia, Cthulhu o Jehová.
Claro que en el proceso de existir cometemos algunos excesos, como depredar la Amazonia o desear a la mujer del prójimo, pero ninguno de esos actos constituye un crimen que guarde relación con el castigo: el exterminio absoluto.
Ese desequilibrio entre la falta y el castigo sugiere que no hay tal relación, que la obediencia a ciertas reglas no nos resguarda de la oscuridad al final del camino. Algún día, ciertamente, Gaia quizás se rasque el culo con demasiada fuerza, y millones mueran en un tsunami o una erupción volcánica.
La Biblia, la ficción, la ecología, son instituciones que buscar correlacionar contenidos, acaso para explicar lo que ocurre, o justificarlo, y de ese modo brindarnos alguna esperanza. Después de todo, si nosotros somos los culpables, entonces hay tiempo de cambiar ese destino.
Taller literario. I Universo pulp.
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