«La pesadilla viviente»: Anton M. Oliver; relato y análisis.
La pesadilla viviente (The Living Nightmare) es un relato de terror del escritor húngaro Anton M. Oliver —Anton Maracek Oliver (1888-1977)—, publicado en la edición de abril de 1923 de la revista Weird Tales.
La pesadilla viviente, único cuento de Anton M. Oliver en ser publicado, relata la historia de un hombre llamado MacMillen, quien debe pasar la noche en la residencia de los Mitchell, según él, para cuidar la propiedad y también el cadáver de una anciana, mientras la familia se traslada a Virginia para encargarse de los arreglos del funeral.
A MacMillen se le asigna una habitación en la planta baja, contigua al cuarto donde descansa el cuerpo. Un corte del suministro eléctrico, y algunos ruidos inquietantes —pies descalzos de caminan por los pasillos, un reloj que se detiene y comienza su marcha de repente—, logran que este pobre hombre pase la peor noche de su vida.
La pesadilla viviente integra algunos elementos típicos de los relatos de casas embrujadas, pero donde lo paranormal apenas cumple una función secundaria. Es el protagonista, completamente sugestionado, quien se encarga de atribuirle un significado ominoso a los ruidos lógicos que pueden escucharse de noche en una vieja casona.
En este sentido, La pesadilla viviente de Anton M. Oliver no es un gran relato, y se desluce mucho hacia el final, como si se precipitara excesivamente; sin embargo, su ambientación es buena, y la atmósfera de la casa de los Mitchell, a través del estado de sugestión del protagonista, es lo suficientemente interesante como para incluirlo en nuestra sección de cuentos inéditos en español de la era dorada del Pulp.
Después de todo, si algo caracteriza a los amantes del género es la capacidad para disfrutar de pequeños matices, detalles, a veces totalmente secundarios, que por cierto no hacen una gran historia, pero que bien valen la pena por sí mismos, independientemente de la mediocridad del relato en su totalidad. La pesadilla viviente posee algunos de esos deliciosos detalles que lo justifican.
La pesadilla viviente.
The Living Nightmare, Anton M. Oliver (1888-1977)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli)
—¿Quieres decirme —preguntó Jim Brown— que esas personas se fueron de la ciudad y esperan que vayas solo a esa casa esta noche?
—En efecto —dijo MacMillen, preparándose para irse—. Se han ido a Virginia y volverán el jueves, cuando se llevará a cabo el funeral.
—¿Y dejaron el cuerpo tirado en la sala de estar?
—Por supuesto. ¿Dónde esperabas que lo dejaran, en el porche?
—¿Y vas a dormir solo en esa casa, con el cadáver?
—Sí, claro. No hay nada que temer.
Tomando su sombrero y abrigo, MacMillen se fue.
—¡Dulces sueños agradables! —gritó Brown, cuando la puerta se cerró de golpe detrás de él.
La noche era fría y el ambiente era claro. La nieve crujió bajo sus pies mientras caminaba.
—Qué tontería —murmuró: pero no pudo evitar preguntarse por qué los Mitchell habían decidido partir de la casa el mismo día en que falleció la abuela.
En su mente analizó la explicación de la señora Mitchell. Ella le había dicho que irían a Wheeling, la antigua casa de la mujer fallecida, donde vivía una hermana, y que permanecerían allí hasta el funeral. Ella le había preguntado.
—¿No tienes miedo de quedarte aquí solo, verdad?
No, por supuesto que no tenía miedo; pero era extraño que dejaran el cadáver a su cargo y se fueran.
Entonces se le ocurrió. Es curioso que no lo hubiera pensado antes. Los Mitchell deben ser supersticiosos. Probablemente tenían la tonta idea de que la casa estaba embrujada mientras hubiera un cadáver, o algo por el estilo. Eso debía ser. Qué ridículo.
Aun así, esa familia era un poco extraña de todos modos, pensó Mac, mientras giraba por el camino cubierto de hielo de la residencia Mitchell.
La casa estaba rodeada de edificios y tiendas, en un área que, en otra época, había sido el corazón de la vida social de la ciudad. De hecho, era una de las casas más grandes y antiguas de la zona. Ahora, sin embargo, era una paria, por así decirlo, entre monumentos a la industria y al progreso. Construida hace años por el esposo de la mujer que ahora yacía muerta dentro de sus muros, tenía un estilo arquitectónico abandonado hace mucho tiempo. Todo era alto y estrecho: el edificio en sí, las ventanas y puertas, las columnas del porche y el techo a la altura de las ramas más altas de los árboles.
Mac caminó sin vacilar hacia la gran casa oscura. Pero, de alguna manera, las formidables paredes de ladrillo que siempre parecían tan acogedoras parecían frías e inhóspitas esta noche. Extrañas sombras jugaban en las ventanas.
Levantó la vista hacia su propia ventana. No le gustaba demasiado la idea de pernoctar en la habitación donde yacía una mujer muerta, admitió para sí mismo, pero ciertamente no tenía miedo.
Con una resolución sombría, metió la llave, que había sacado de su bolsillo mientras subía el camino de entrada, en la cerradura de la puerta principal. La enorme puerta con paneles de vidrio crujió, y casi se sorprendió al ver su propio reflejo en el cristal brillante. Giró la llave en la cerradura y abrió la puerta de par en par con un vigor innecesario.
Una ola de aire caliente lo saludó. La casa estaba cálida, sorprendentemente, teniendo en cuenta que había estado desocupada todo el día. Su corazón, por alguna razón inexplicable, latía bastante rápido cuando entró en el pasillo oscuro.
Giró bruscamente hacia la izquierda y alcanzó el interruptor de la luz eléctrica. Su mano a menudo había girado ese interruptor, a menudo lo había encontrado instantáneamente en la oscuridad; pero esta noche tuvo que tantear para sentirlo. Lo giró una, dos veces, tres veces, pero el pasillo permaneció oscuro.
La oscuridad de repente pareció infundirle una especie de dolor casi físico. Escuchó atentamente. Nada. ¿Por qué estaban apagadas las luces? Las luces de la calle estaban encendidas, y había luz en varias de las casas por las que había pasado. Tampoco se escuchaba nada. La oscura casa parecía enterrada en un silencio mortal.
Luego, con una brusquedad que le destrozó los nervios, llegó un sonido tan real como el de su corazón, que latía en sus oídos. Giró para enfrentarlo, pero, tan repentinamente como había comenzado, se detuvo. Con los dientes apretados y la frente húmeda, Mac permaneció inmóvil. Luego llegó de nuevo, un sonido como el lejano grito de una sirena.
Poco a poco fue recuperando el control de sus sentidos, y la razón tomó el lugar del desconcierto. Encendió un fósforo y se acercó a la lámpara de gas, giró la válvula, y pronto saltó una llama azul que no había sido ajustada durante meses. Con cierta dificultad hizo algunos ajustes, hasta que finalmente la familiar luz amarilla iluminó el pasillo.
Entonces volvió a escuchar el sonido, esta vez un poco más alto y más cerca.
Su decisión de investigar lo abandonó de repente. Permaneció inmóvil, e incapaz de moverse, porque no solo oyó, sino que también sintió las vibraciones de aquel sonido. Luego, con una resolución repentina, caminó rápidamente hacia su habitación, que estaba en el mismo piso y contigua a la biblioteca.
La luz del pasillo proyectaba una sombra larga y distorsionada en el suelo ante él. Estaba todo tan tranquilo ahora que el silencio lo aturdió. Encendiendo su propia lámpara de gas, cerró detrás la puerta de la habitación. Su pipa yacía sobre el tocador, y la encendió nerviosamente. Luego se miró en el espejo.
—¡Qué ridículo! —dijo en voz alta, con una risa forzada.
Comenzó a desnudarse lentamente.
Todo estaba tranquilo aquí en su propia habitación. Qué tonto fue dejarse emocionar de ese modo. Las luces probablemente se habían encendido en toda la ciudad desde que había entrado en la casa, y, en cuanto a ese ruido, probablemente se produjo en el exterior, y en su mente convulsionada lo había asociado con el cadáver, perfectamente inofensivo, que yacía en la habitación contigua.
—¡Maldito sea Brown! —murmuró—. Me hizo sugestionar con sus ideas.
Y, habiendo terminado de desnudarse, se acostó, dejando su luz encendida, sin embargo. A pesar de que su propia explicación del origen de los extraños sonidos lo había satisfecho en cierta medida, permaneció despierto durante un período considerable de tiempo.
Estaba a la deriva en las primeras corrientes suaves de sueño cuando de repente se sentó con una sacudida. Había escuchado un ruido.
Su lámpara parpadeaba de forma extraña y podía oír su débil canto, apenas audible, pero a sus oídos le parecían el poderoso torrente de vapor de una caldera, porque sus sentidos se esforzaban por escuchar un sonido diferente, un sonido que debía escuchar nuevamente para identificar su fuente de una vez por todas.
Su cuerpo comenzó a crujir por estar sentado rígidamente durante varios minutos. Ahora todo estaba en silencio.
De repente, con la sensación de ser sacudido, volvió a escuchar el ruido, como el chillido de una sirena. Parecía distante, pero cerca al mismo tiempo. Su corazón trabajaba tan fuerte que podía sentir su latido en todo su cuerpo. El chillido continuó por varios momentos, y luego todo volvió a quedar en silencio.
Quería levantarse, pero no pudo.
No tenía miedo, se dijo, sin embargo...
De repente escuchó el sonido de pasos, pasos que parecían provenir del interior de la pared, atravesar su habitación y desaparecer gradualmente en un rincón. Conteniendo el aliento, escuchó con atención.
El gran reloj de la sala dio la medianoche. Contó cada latido mientras resonaba a través de la casa. Estaba completamente despierto ahora. Las cortinas blancas parecían brillar como la nieve iluminada por el sol, y las campanillas del reloj, en el silencio mortal, sonaban como las de una poderosa y alta torre.
Cuando la última nota se apagó, recordó que la señora Mitchell había detenido el reloj a la hora del fallecimiento, como una señal de respeto hacia la mujer que, en la sala contigua, estaba esperando su entierro.
Una brusca sensación de alivio se apoderó de Mac. Estaba claro ahora: alguien había regresado, tal vez el señor Mitchell. Eso lo explicaba todo.
Con confianza, Mac se levantó de la cama y, abriendo la puerta, entró en la sala. ¡Qué diferente parecía todo ahora, qué natural y hogareño! La luz que había tenido una apariencia fantasmal, hace poco tiempo, parecía incluso amigable ahora. Al pie de la escalera se detuvo y llamó. Llamó cada vez más fuerte, pero solo escuchó un silencio sólido como respuesta.
Por alguna razón inexplicable, se acercó a la puerta de la habitación contigua, agarró el pomo de la puerta resueltamente y, con un repentino empujón, abrió la puerta.
Los rayos de la luz de gas en el pasillo cayeron directamente en la habitación, y lo que revelaron le produjo un estremecimiento de horror. Ante él estaban dos pedestales, vacíos.
El cuerpo había desaparecido.
Girando violentamente, casi corrió hacia la puerta principal y la abrió. Una ráfaga helada de viento golpeó su cuerpo delgado. Durante varios segundos permaneció respirando el aire frío de la noche, luego, con una determinación repentina, cerró la gran puerta de roble.
Cuando las bisagras se trabaron nuevamente le llegó un ruido más agudo, como el chasquido de un cable, y luego un quejido. La luz eléctrica se encendió y los mismos pasos que habían sonado antes en la casa volvían a acercarse cada vez más. Sintió un dolor agudo, como la punzada de un cuchillo entre los omóplatos, y luego cayó desmayado.
Varias semanas pasaron antes de que Mac volviera a estar bien. La exposición excesiva al frío nocturno le había provocado neumonía. Tan pronto como se recuperó, me llamó al hospital. Me rogó que encontrara un nuevo alojamiento para él y que retirara sus pertenencias de la casa de Mitchell.
Intenté en vano explicarle que había entendido mal a la señora Mitchell con respecto al cadáver, ya que se habían llevado el cuerpo con ellos para enterrarlo en Wheeling, y no estaba en la casa en ningún momento mientras estuvo él. Pero Mac estaba resuelto. Escuchó indulgentemente, pacientemente, luego, poniendo su mano blanca y ardiente sobre mi hombro, me miró con seriedad a los ojos y, con una voz que desbordaba convicción, dijo:
—Sé lo que sentí en esa habitación esa noche. Se apoderó de mí y me está esperando. No voy a volver.
Mac está completamente recuperado ahora. Uno puede verlo en el club casi cualquier noche. Pero cada vez que alguien comienza a hablar de cosas sobrenaturales, se retira inmediatamente.
Anton M. Oliver (1888-1977)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli)
Relatos góticos. I Relatos fantásticos.
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3 comentarios:
Ese es el verdadero terror, el autocreado. Sin tener relación con nada oímos, vemos y sentimos cosas que no existen ¿O sí? jajajaja...
Muchas gracias por la traducción Sebastián y por compartir este relato con nosotros.
Felices Navidades!!!
Gracias por el apoyo, Ricardo. Un gran abrazo!
Sencillito, sin pretensiones...me gustó!!!
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