«El metal que te encanta tocar»: Robert Bloch; relato y análisis


«El metal que te encanta tocar»: Robert Bloch; relato y análisis.




El metal que te encanta tocar (The Tin You Love to Touch) es un relato fantástico del escritor norteamericano Robert Bloch (1917-1994), publicado originalmente en las ediciones de junio y julio de 1951 de la revista Other Worlds Science Stories, y luego reeditado en la antología de 1969: Otros mundos, otros tiempos (Other Worlds, Other Times).

El metal que te encanta tocar, probablemente uno de los cuentos de Robert Bloch más curiosos, relata la historia de un esposo pusilánime de los años '50, totalmente dominado por una esposa déspota, que encuentra al amor de su vida en la forma de un robot doméstico de limpieza, quien le retribuye su afecto liberándolo de aquella terrible prisión conyugal.

En este sentido, El metal que te encanta tocar de Robert Bloch es menos un relato de ciencia ficción clásico que una mirada irónica sobre las infinitas (y a menudo extrañas) formas en las cuales el amor puede manifestarse.




El metal que te encanta tocar.
The Tin You Love to Touch, Robert Bloch (1917-1994)

—Buenos días, señora —dijo el vendedor ambulante—. ¿Es usted la dueña de casa?

La delgada figura en delantal y gorro contra el polvo se adelantó.

—Hágame el favor de irse —gruñó la voz debajo del gorro.

—Pero, señora…

—¡No me llame señora! —dijo la voz—. Y váyase antes de que le dé un puntapié a su maleta de muestras.

El vendedor se volvió y la puerta se cerró violentamente. Dentro del bungalow, la figura de gorro y delantal se dejó caer pesadamente en el sillón más próximo a la puerta de entrada.

—¡Dios mío! —gimió Roscoe Droop—. ¿Qué diablos puedo hacer?

Ni el Cielo ni el Infierno hablaron mientras Mr. Droop se quitaba el gorro y tiraba el delantal a un rincón. Sin sus atuendos domésticos, Roscoe Droop se revelaba como un hombre pequeño, de rostro pálido, cuerpo delgado y amables ojos azules, que en ese momento estaban nublados por la furia.

—¿Qué puedo hacer? —suspiró—. Ésta es la tercera vez en la semana que un estúpido vendedor me confunde con una mujer. ¡Qué situación!

Enrojeció y buscó un cigarro, que no llegó a encender. Recordó justo a tiempo que Agatha abominaba del olor a humo de cigarro. ¡Agatha! Era la culpable de todas sus dificultades. Agatha Droop. A veces Mr. Droop se preguntaba por qué se había casado con ella; luego recordaba que en realidad, ella se había casado con él. Agatha era así. Dominante. Un metro ochenta de sólidos músculos. Brazos como cables de acero. Exactamente lo que necesitaban en la Fundición Hércules.

No era de extrañar que hubiese conseguido trabajo como soldadora. Y así habían comenzado los problemas. Mr. Droop recordaba perfectamente el anuncio.

—Voy a ser soldadora —le dijo ella una noche—. Ganaré setenta dólares por semana, más las horas extra.

—Pero, querida… —protestó él.

Fueron las últimas palabras que Mr. Droop pronunció al respecto. Agatha fue la que habló.

—Por supuesto, tendrás que dejar tu trabajo —dijo—. Inmediatamente. Yo puedo ganar más dinero que tú, así que eso es lo más conveniente. Eres demasiado débil para trabajar en una fábrica y, de cualquier modo, nadie querría un pigmeo como tú. De modo que puedes quedarte en casa tranquilamente desde ahora en adelante. Sólo tendrás que ocuparte de la casa y del jardín; encender la calefacción, cortar el césped, hacer las compras, barrer, lavar los pisos, la ropa, la vajilla y prepararme las comidas.

Mr. Droop empezó a abrir la boca para repetir «Pero, querida», pero se interrumpió porque Agatha le había dado con la tetera en la cabeza. De modo que Agatha salía a trabajar y Mr. Droop se ocupaba del hogar.

Era humillante. Era indignante. No podía seguir así. Mr. Droop se habría vuelto loco de no ser por su hobby. Su hobby siempre le salvaba de alguna manera. Antes de casarse, Roscoe Droop había sido un entusiasta de los pequeños trabajos: le encantaba la carpintería y las herramientas y tenía un tallercito en el sótano. Es decir, lo tuvo hasta un mes después de su casamiento, porque Agatha se lo prohibió. Ahora, en los momentos de tensión, Mr. Droop no tenía otro apoyo que su revista de hobbies.

Como muchos aficionados, Mr. Droop era un ávido lector de una revista llamada Ciencia Impopular. Sus páginas estaban llenas de sugestiones mensuales acerca de cómo construir un yate en el desván, o establecer un criadero modelo de cerdos en la cochera, y otras fascinantes posibilidades. Nada de esto le servía para nada a Roscoe Droop. Una aspiradora o una máquina de lavar sí le habrían sido utilísimas, pero no tenía dinero para adquirir estos electrodomésticos. Simplemente, Roscoe Droop no era del tipo casero. Odiaba lavar, barrer y cocinar. Y escenas de ese tipo con los vendedores ambulantes, le humillaban. En esos momentos se volvía a las consoladoras páginas de Ciencia Impopular.

Con el alma (y las manos) ennegrecidas, cogió la última edición y hojeó la revista. Leyó los titulares.


USTED MISMO PUEDE CONVERTIR SU LAVABO EN UN ACUARIO. CONSTRUYA UN METRO EN EL SÓTANO.


Inútil. Roscoe Droop jamás construiría un acuario ni una línea de Metro. Miró los anuncios clasificados mientras pensaba en las tareas que le esperaban. Tareas domésticas… Advirtió de pronto el pequeño anuncio cuadrado en tipo pequeño:


SUPRIMA DEFINITIVAMENTE LAS TAREAS DOMÉSTICAS.


Y un subtítulo agregaba: Asombroso descubrimiento elimina la esclavitud del hogar.

Mr. Droop pensó que debía tratarse de una marca nueva de jabón en polvo, pero siguió leyendo:


«Un prominente científico ha perfeccionado una ayudante insuperable para las amas de casa —continuaba—. Los modelos se encuentran todavía en la etapa experimental, si bien una pequeña cantidad se encuentra disponible de inmediato para su ensayo. Estos modelos no serán vendidos, sino cedidos en préstamo por seis meses a personas responsables, para su ensayo gratuito. Si decide aprovechar esta ocasión, tenga la amabilidad de enviar de inmediato referencias completas acerca de su carácter. Escribir al doctor Pedro Moke, Apartado 13, Ciencia Impopular.»

Mr. Droop se puso de pie. Quizás esto fuera la solución de sus desagradables problemas domésticos. Una invención así, fuera lo que fuera, podría aliviarle. Agatha no estaría de acuerdo, por supuesto.

—¡Roscoe!

Su voz, tan suave como la de una morsa, le golpeó el oído; un segundo después, un vigoroso puño volvió a golpear el mismo lugar.

—¿Por qué te paseas sin hacer nada, haragán? —dijo.

Mr. Droop alzó la vista —la alzó mucho— hacia Agatha. Ella irguió su metro ochenta sobre sus zapatos de trabajo con Protección para los dedos. Los pantalones que cubrían su amplia estructura habrían constituido una tienda apta para alojar una buena tropa de boy-scouts. No era una imagen capaz de alegrar los ojos de nadie. Incluso podía ponerle los ojos negros a cualquiera que no cumpliese sus órdenes con bastante rapidez.

—¿Y ahora qué? —gritó Agatha, tras arrojar su plato al suelo—. ¿Todavía no está preparada la comida?

—Un minuto, querida —suspiró Mr. Droop.

—Bueno, de prisa —gruñó la mujer—. Trabajo duramente en la fundición todo el día y tú te pasas el tiempo sin hacer nada. Soy una mujer que trabaja y tengo que alimentarme.

Mr. Droop se puso en marcha. Le trajo a Agatha el periódico de la tarde y sus chinelas, y luego terminó de preparar la comida en la cocina. Agatha se sentó a la mesa y se sirvió carne, patatas, espárragos, judías, ensalada, café y torta. Mr. Droop esperaba sus comentarios. Se había esmerado con la comida. Un bocado fue suficiente.

—¿Dónde compraste esta porquería? —dijo Agatha, mientras mordía su bistec.

—En la carnicería, querida.

—En la zapatería, querrás decir. ¡Parece suela!

—Pero…

Agatha giró y Mr. Droop se inclinó. Algunas gotas de salsa cayeron sobre su frente mientras el trozo de carne volaba a través de la habitación.

—Otro error como ése y será el último que cometas —gruñó Agatha, poniéndose de pie.

Mr. Droop se alejó. En la sala vio el ejemplar de Ciencia Impopular abandonado. Sus labios se contrajeron en una torva sonrisa.

—Muy bien —murmuró—. Veremos.

Minutos después estaba escrita su carta al doctor Pedro Moke, inventor; la envió esa misma noche. No sabía qué podía esperar, pero tenía la ingenua esperanza de que sus problemas concluirían pronto. Esa noche durmió beatíficamente. En su cara se podía ver la expresión dulce y confiada de un niño y el ojo negro que Agatha le había obsequiado antes de que se fueran a dormir. Pasó casi una semana antes de que llegara el paquete. Pero sonó el timbre y respondió, y uno de los hombres se llevó la mano a la gorra y dijo:

—Perdón, señora.

Mr. Droop estuvo a punto de cerrar la puerta de un golpe cuando reparó en el enorme bulto que los hombres habían subido por la escalera. Era una pesada caja de madera, que llevaba su nombre y dirección escritos en grandes letras negras.

—Es para mí —dijo—. ¿Dónde tengo que firmar?

En su excitación encendió un cigarro. Los dos hombres se rascaron la cabeza atónitos ante esa «señora» que aspiraba un enorme puro mientras firmaba el recibo. Luego bajaron y se fueron: Mr. Droop se acercó al pesado bulto e intentó alzarlo. Demasiado pesado. No se movía. Se inclinó para tratar nuevamente, preguntándose si tendría que responder a un anuncio de cargadores en Ciencia Impopular. Hizo un violento esfuerzo y lanzó un juramento: la caja no se había movido.

—Y ahora, ¿qué diablos hago? —gruñó.

—¿Por qué no me abre aquí mismo? —dijo la caja.

—No es mala idea, ¿qué? —dijo el asombrado Mr. Droop.

—Que me abra aquí, tonto —aconsejó la voz.

—¿Dónde está usted? —dijo Droop, girando sobre sí mismo.

—Dentro de la caja, por supuesto. Apúrese, que no es nada agradable estar encerrado aquí.

—Tampoco es agradable oír una voz extraña dentro de una caja —observó Mr. Droop, con cierta amargura.

Pero de todas maneras fue en busca de un martillo y unas tenazas. Al volver contempló con cierta vacilación su próxima tarea. Le asustaba un poco lo que podía encontrar dentro de la caja. Estos inventores de ahora...

—¿Qué está esperando? —se quejó la voz.

—Bueno… Simplemente… ¿Y quién es usted, si se puede saber? —preguntó.

—No sé.

—¿Que no sabe?

—Por supuesto que no.

—Y ¿de dónde viene?

—Me envía el doctor Moke, naturalmente. Él me construyó.

—Entonces, ¿quién es usted?

—No soy un quién, soy un «qué» —dijo la voz.

—¿Animal, vegetal o mineral? —preguntó Mr. Droop.

—Ninguna de las tres.

—Pero…

—Oh, abra la caja de una vez… No le voy a morder.

No era gran cosa como promesa, pero Mr. Droop empezaba a temer que alguna vecina le viera conversar con un bulto embalado. Esas gallinas viejas eran bastante chismosas. Con un profundo suspiro, Mr. Droop se puso a trabajar. Arrancó las tablas y encontró una enorme maraña de virutas. Luego empezó a extraer una cantidad de paquetes envueltos en papel de embalar. Algunos eran grandes, otros pequeños, unos largos y otros cortos. Los colocó cuidadosamente en la entrada de su casa. Luego volvió a inclinarse y sus manos encontraron el fondo de la caja. ¿Dónde estaba entonces la persona que le había hablado?

—¡Eh! —dijo Mr. Droop—. ¿Y ahora dónde está?

—Aquí —dijo pacientemente la voz—. A sus pies.

Mr. Droop dio un salto de costado. Vio un gran paquete esférico.

—Vamos, desenvuélvame —ordenó la voz.

Sus dedos temblorosos tardaron bastante, pero Mr. Droop logró hacerlo. Luego contempló el pesado objeto brillante. Era una cabeza: una cabeza metálica. Al menos parecía una cabeza. Tenía un agudo mentón de acero, nariz de aluminio, dos ojos y una mandíbula articulada. La superficie del cráneo plateado era lisa y lustrosa, pero el cuello terminaba en forma irregular, y un tubo sobresalía por debajo.

—Hola —dijo la cara metálica—. ¿Quién es usted?

—Sólo Dios lo sabe —dijo bruscamente Mr. Droop—. Una persona que nunca esperó mantener una conversación con una cabeza de acero.

—Lo sé —dijo la cara resplandeciente—. Usted es Mr. Droop, el hombre para quien voy a trabajar.

—Así me parece —suspiró Mr. Droop.

Miró fascinado cómo la articulación metálica subía y bajaba para hablar.

—¿Cómo habla usted?

—Muy bien, gracias —dijo la cabeza—. Pero ¿por qué no me arma?

—¿Armarlo?

—Por supuesto. Tiene que reunir todas las partes. Las va a encontrar en los demás paquetes.

—¿Qué clase de locura es ésta? —preguntó.

—¿Quiere decir que falta algo? —dijo fríamente la cabeza—. Si es así, se equivoca. El doctor Moke me desarmó y me empaquetó cuidadosamente. Pensó enviar instrucciones completas para el montaje, pero eso no es necesario: yo puedo explicárselo paso a paso. Es realmente muy fácil: un chico de tres años podría hacerlo.

Mr. Droop se alejó vivamente.

—¿Adónde va? —preguntó la cabeza.

—A buscar un chico de tres años. Que lo haga él. Yo no me atrevo.

La cabeza se rió con alegre risa metálica.

—Vamos. Simplemente tiene que unir las partes. Encontrará tuercas y tornillos en ese paquetito, junto a las piernas. Y —sí— allí está el torso.

Cautelosamente, Mr. Droop puso manos a la obra. A pesar de lo inusitado de la tarea, con las expertas directrices de la cabeza metálica armó un cuerpo metálico completo. Dos brazos y dos piernas, hermosamente diseñados y articulados se unieron fácilmente al elegante torso. Había pequeñas aberturas para introducir el extremo de una cantidad de cables que quedaban automáticamente conectados en alguna parte de la estructura de acero. Puso en posición una cantidad de pequeños clavos de aluminio y la cabeza se ajustó a una abertura en la parte superior del cuerpo. Una conexión flexible servía de cuello.

Por fin, Mr. Droop unió las manos y los pies, de exquisita forma, a los miembros metálicos. Los dedos eran quizás el rasgo más admirable del cuerpo.

—Ya está —dijo la cabeza, con satisfacción—. ¡Al fin! Espero que todos los cables estén donde deben. Los hombres son tan torpes. —Una sorprendente sonrisa apareció en la boca metálica—. Les falta el toque femenino.

—¿Femenino? ¿Es usted mujer?

—Naturalmente, tonto —se burló la cabeza—. ¿Acaso no se supone que toda empleada de servicio doméstico debe ser mujer?

—¿Cómo se llama?

—No tengo nombre. A usted le toca ponerme uno, Mr. Droop. Ahora ¿quiere ayudarme?

Mr. Droop tendió una mano a la criatura para que se levantara, y el cuerpo de un metro y medio se irguió cual alto era: un simulacro perfecto de la humanidad. Como el hombre de lata del Mago de Oz, pensó Mr. Droop. Y dijo en voz alta:

—Eso es: la llamaré Tinnie.

—¿Tinnie? Me gusta, aunque no sea totalmente exacto —dijo la criatura metálica—. Al doctor Moke no sé si le gustaría oír que sus robots están hechos de lata.

—Usted es un robot —dijo Mr. Droop—. Un robot auténtico.

—Por supuesto —dijo Tinnie.

—¿Y puede caminar, y hablar, y pensar y todo?

—Me temo que no «todo» —dijo Tinnie, sonriendo—. No tendrá que preocuparse por alimentarme ni por proporcionarme un lugar donde dormir. Un poco de aceite de vez en cuando y un rápido control de las conexiones es todo lo que necesito.

Tinnie caminó y salió: Mr. Droop seguía sus movimientos con ojos asombradísimos. Aparte de un mínimo balanceo, el robot se movía con notable precisión. Fuera cual fuera el artificio que le permitía ver, oír y pensar, además de coordinar sus movimientos, el robot era real, y funcionaba perfectamente. Mientras la miraba, Tinnie se inclinó y recogió el papel de embalaje y las tablas.

—Será mejor limpiar esto —dijo.

—Un momento —dijo Mr. Droop—; la ayudaré.

—No, por favor —dijo el robot—. Éste es mi trabajo. Eso es lo que me dijo el doctor Moke. Vine aquí a ocuparme de las tareas domésticas. Así que muéstreme la casa e indíqueme qué hay que hacer.

Sin salir de su sorpresa, Mr. Droop condujo a Tinnie al interior. Parecía demasiado bueno para ser verdad. Podría haber abrazado a la muchacha metálica y besado su boca plateada; pero Mr. Droop era un hombre de elevada moral. En cambio, le entregó el delantal y el gorro. El robot se ajustó estas prendas ante el espejo.

—Es muy bonito —dijo—. Es usted una persona muy cuidadosa, Mr. Droop. Estoy segura de que me gustará trabajar aquí. ¿Puedo hacer algo antes de preparar la cena?

Mr. Droop guardó silencio un instante, luego sonrió.

—Pues, sí —dijo—. ¿Le molestaría ordenar el dormitorio y traerme un cigarro?

Los días siguientes fueron perfectos. Casi demasiado perfectos. Mr. Droop tomó una decisión de inmediato. Agatha no debía saberlo jamás. Mucho antes de que llegara de regreso esa primera noche, Mr. Droop instruyó cuidadosamente a Tinnie acerca de lo que debía hacer y le advirtió que debía mantenerse fuera de la vista cuando Mrs. Droop estuviera cerca. No dio ninguna explicación, y agradeció que el robot no se las pidiera.

—Tiéndase debajo de la cama —sugirió—, y quédese allí toda la noche. Agatha sale a trabajar a las siete, entonces puede levantarse.

Tinnie obedeció. El día siguiente, Mr. Droop le explicó todo lo necesario acerca del trabajo de la casa. Era una alegría ver trabajar a Tinnie. Nunca se cansaba, se quejaba ni hacía preguntas. Barría, limpiaba, lavaba, ordenaba y cocinaba magníficamente.

El doctor Moke había hecho una maravilla, evidentemente. Mr. Droop no habría podido pedir más. Tinnie desaparecía de la vista cada vez que sonaba el timbre de la puerta. Agatha parecía satisfecha del estado de la casa. No preguntó nada, pero gruñó su sorpresa cuando inspeccionó las habitaciones minuciosamente limpias y probó la comida. Mr. Droop no había sido nunca tan feliz en su vida, es decir, en su vida de casado. No pudo dejar de decírselo a Tinnie.

Una tarde, mientras el robot sacudía las alfombras y Mr. Droop leía Ciencia Impopular cómodamente instalado en el sofá con un cigarro en la boca, el dueño de la casa movió la cabeza.

—¿He cometido algún error? —preguntó Tinnie, volviéndose hacia él.

—Nada de eso —respondió Mr. Droop—. Exactamente al contrario. Estoy maravillado de su eficiencia. Es una maravilla.

—Muchas gracias —dijo el robot—. Al doctor Moke le encantaría saber que usted piensa eso.

—¿Qué clase de hombre es el doctor Moke? —preguntó Mr. Droop.

—Un famoso hombre de ciencia —explicó Tinnie—. Ha trabajado en sus modelos de robots durante años.

—Debe estar orgulloso de haberla creado —declaró Mr. Droop—. Pero simplemente no me puedo imaginar cómo lo hizo.

—¿Le gustaría saber cómo fue? —preguntó Tinnie.

—Bueno… —dijo Mr. Droop.

Sin ningún motivo, se ruborizó un poco.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Tinnie—. ¿No sabe cómo se hace una muchacha?

—Humm… No exactamente —admitió Mr. Droop, algo más enrojecido.

—Fue un problema muy difícil —suspiró el robot—. Primero hubo que establecer las radiofrecuencias. ¡Cómo se preocupó ese hombre por mis cables! Luego diseñó la laringe artificial, los centros de coordinación y equilibrio, y los receptores de cromio. Incluso fue muy complicado diseñar mi cuerpo de acero y aluminio. Nunca olvidaré que me escondió en el sótano cuando la requisa de metales.

La reminiscencia hizo castañetear los dedos de Tinnie.

—Hizo un trabajo magnífico —dijo Mr. Droop—. Usted es perfecta.

—¿Lo dice de veras? —dijo sonriente Tinnie—. A veces yo misma lo pienso. —Se acercó un poco—. ¿Ha reparado en mi chasis? —murmuró.

—Naturalmente —dijo Mr. Droop—. Tiene un chasis estupendo, querida.

Tinnie parecía incrédula.

—Es cierto, Tinnie. Me gusta usted. Es silenciosa, sensata y trabajadora. Nunca se enoja. Y además me gusta su carita brillante y su…

—Bong —hizo Tinnie.

—¿Cómo?

—Bong.

Tinnie se puso súbitamente rígida. Sus brazos cayeron laxos junto al cuerpo y la cabeza se le dobló sobre el pecho.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mr. Droop, poniéndose en pie de un salto.

—No sé —dijo Tinnie, laboriosamente—. Sus elogios me trastornaron… creo que se me ha quemado un fusible.

—¡Por Dios! —exclamó Droop—. Voy a llamar un médico.

—Un mecánico sería mejor —dijo el robot—. Pero no lo haga… Uno de los cables del cuello está suelto… Lo siento moverse. Lo único que tiene que hacer es conectarlo con las baterías. Búsquelo y ponga el extremo suelto donde corresponde.

Mr. Droop se acercó al robot, y encontró el cable desprendido. Se inclinó, pasó su brazo en torno del cuello de Tinnie y le sostuvo la espalda mientras con la otra mano restablecía el contacto.

—¡Roscoe!

Mr. Droop giró sobre sus talones. Agatha estaba en la puerta. Sus ojos miraban la escena intensamente.

—Roscoe… ¿qué estás haciendo? —gritó—. ¿Qué es eso…? Esa especie de basurero animado.

—Es una robot —balbuceó Mr. Droop—. Se llama Tinnie…

—Una robot —dijo Agatha—. Una mujer, ¿eh?

—No comprendes —protestó Mr. Droop—. Es una doméstica… Me ha estado ayudando con la casa…

—Ya veo.

Agatha miró indignada la actitud de Mr. Droop, quien aún sostenía en sus brazos a Tinnie, y tenía en su cuello la mano izquierda, en lo que parecía una apasionada caricia.

—Pero no ves —gimió Mr. Droop—. No estaba haciendo nada malo… Simplemente le conectaba las baterías…

—¿Así que las baterías?

—Quiero decir. Me pidió que le examinara el chasis… —Mr. Droop movió los brazos en un gesto de desesperación—. No te puedo explicar, pero es inofensiva. No es como nosotros. No tiene padre ni madre.

—Sigue —urgió Agatha—. Explícame ahora cómo te aprovechaste de esa pobre huérfana en mi ausencia. Debería arrancarte los miembros uno por uno.

—Por favor, aquí no —dijo Tinnie—. Acabo de limpiar la alfombra.

—¿No ves? —exclamó triunfalmente Mr. Droop—. Es un robot. Un hombre de ciencia me la envió para hacer un ensayo. Es la domestica perfecta.

—Ajá —dijo su esposa. Luego se encogió de hombros—. Ya nos ocuparemos de esto más tarde —prometió—. Lo haría ahora, pero me preocupa algo más importante.

—¿De qué se trata? —preguntó Mr. Droop.

—He invitado a mi jefe a cenar mañana a la noche —anunció Agatha.

—¿El jefe?

—Sí, señor —dijo Agatha con orgullo—. Si le causo buena impresión, haré carrera en la Fundación Hércules. Mi invitado es nada menos que el mismo George Musclebinder.

—¿El Rey del Acero? —preguntó Droop, impresionado a pesar suyo.

—El mismo. Mañana a la noche prepararás la cena para uno de los hombres más importantes del país. Tú y tu Tin Lizzie haréis una comida espléndida, o si no…

—La haremos —dijo Mr. Droop.

—Por supuesto —dijo el robot.

Mrs. Droop miró malévolamente a Tinnie.

—Nada más —dijo—. Se quedará hasta mañana para ayudar. Y después…

—No querrás despedirla, ¿verdad? —dijo Mr. Droop con un hilo de voz.

Agatha asintió.

—Eso es lo que pienso hacer —respondió—. Mañana, después de la cena, se irá de aquí en su propio envase.

Mr. Droop pasó horas terribles esa noche y todo el día siguiente. Se ocupó él mismo de barrer y limpiar mientras Tinnie se hacía cargo de la cena especial para Agatha y su invitado.

—Tendrá que servir usted —dijo ella—. Su esposa no querrá que su jefe me vea. Creo que no le gusto.

—Cambiará —aseguró Mr. Droop, nada convencido—. Agatha es así. Si le gusta la cena estoy seguro de que la dejará quedarse.

—¿Usted quiere que yo me quede? —dijo Tinnie.

En el ángulo de sus ojos apareció un conmovedor reflejo.

—Más que nada en el mundo —dijo Mr. Droop—. Ha sido una felicidad tenerla aquí. Por primera vez he visto qué significan la paz y la comodidad.

Tinnie sonrió. Mr. Droop la miró, sólo entonces advirtió que cuando sonreía se le formaban hoyuelos en las mejillas. Este fenómeno le sentaba a las mil maravillas.

—Bueno —dijo Mr. Droop, después de aclararse la garganta—. Es mejor que nos apresuremos. Vendrán en cualquier momento.

Mr. Droop puso la mesa y Tinnie desapareció en la cocina: podía oírla atareadísima con ollas y sartenes. Luego sonó el timbre y entró Agatha. George Musclebinder la siguió. El Rey del Acero parecía un hombre rudo. Era tan alto y musculoso como Agatha, y sus rasgos de bulldog le daban cierto aire de ferocidad. Por el momento, sin embargo, se limitó a darle una palmada en el trasero a Agatha, con una risotada. Agatha, con la cara arrebolada y expresión de timidez, le encendió el cigarro.

Mr. Droop apareció en la puerta, sorprendido. ¿Agatha alegre y juguetona? ¿Agatha le permitía a alguien fumar en su casa?

—Hola —dijo ella—. Creo que nos demoramos un poco… Nos quedamos a tomar un par de copas por el camino.

—Whisky con cerveza —explicó Musclebinder—. Eso le vuelve a uno de pelo en pecho, ¿no es verdad, Aggie?

Mr. Droop esperaba que su esposa asesinara en el acto al Rey del Acero. Era impensable que alguien la llamara «Aggie». Pero Agatha no hizo nada semejante. En cambio se rió, le clavó un dedo a Musclebinder entre las costillas y luego le dijo a Mr. Droop:

—¿Por qué te quedas mirando? —preguntó—. Toma el sombrero de George y prepárate para servir la cena. Estamos muertos de hambre.

Mr. Droop tomó el sombrero de Musclebinder. El gran hombre lo inspeccionó divertido.

—De modo que éste es tu cara mitad, ¿eh, Aggie? —dijo—. Muy bien, muy bien. Encantado de conocerle… Droop.

Bruscamente, tomó la mano de Mr. Droop y empezó a convertirla en pulpa. El brazo de Droop quedó paralizado hasta el hombro. Musclebinder, evidentemente, no sabía aún si iba a sacarle el brazo de la articulación. Por fin decidió que no y le soltó la mano.

—Veremos qué es lo que ha preparado para los que trabajan —rugió con asquerosa cordialidad—. Aggie me dice que es muy buen cocinero. Me imagino que por eso debe haberse casado con usted, ¿verdad?

Mr. Droop gustosamente habría matado al hombre en el acto. En cambio, una feroz mirada de Agatha le envió a guardar el sombrero de Musclebinder. Luego se hizo a un lado en tanto su esposa y el Rey del Acero se dirigían al comedor. Se sentaron. Agatha contempló la mesa, prolijamente puesta y decorada.

—¿Por qué tres lugares? —preguntó.

—Bueno… Musclebinder, tú y yo…

—Solamente George y yo —corrigió—. Tú puedes comer en la cocina cuando terminemos. Apúrate, empieza a servir.

Se volvió a Musclebinder con una hechicera sonrisa y le dijo:

—No te enojes con él: es tan imbécil…

Mr. Droop se precipitó en la cocina. Suspiró.

—¿Qué ocurre? —preguntó solícitamente Tinnie mientras cubría la entrée con una tapa de plata.

—Nada, nada —mintió Mr. Droop desesperadamente.

Sabía el trabajo que se había tomado Tinnie para preparar esta comida y no tenía corazón para entristecerla ahora.

—Todo saldrá bien —dijo—. Comeré con usted aquí para acompañarla.

El robot le dirigió una mirada de gratitud, combinada con cierta ansiedad maternal.

—Espero que al jefe le guste lo que le he preparado —dijo ella—. Éste es el plato de Agatha, pero éste otro es especial para él.

—Espléndido —dijo Mr. Droop.

Llevó la comida. Agatha y Musclebinder reían ruidosamente. A la vista de Mr. Droop, la mandíbula de su esposa se cerró con firmeza.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

—Es una sopa.

—No me refiero a eso, estúpido. ¿Qué es esto de servir la mesa sin estar vestido como se debe? Vuelve a la cocina y ponte el delantal.

—Ja, ja —rió Musclebinder—. ¡Muy bien! Le tienes bien enseñado, ¿eh?

—Está bien claro quién lleva los pantalones en esta casa —se jactó Agatha—. Y él obedece, como hacen los hombres en la fundición.

—Así es —declaró Musclebinder—. En todos mis años de hombre de acero jamás he visto a nadie que pueda manejar los hombres como tú, Aggie. ¿Qué te parecería un ascenso a capataz?

Mr. Droop no oyó la respuesta. Humildemente retiró los platos de sopa, y regresó de la cocina con el resto. Musclebinder recibió una fuente con tapa de plata.

—Algo especial para usted —dijo Mr. Droop.

—¡Espléndido! ¡Es el ama de casa perfecta! —dijo Musclebinder, pellizcándole la mejilla a Mr. Droop con picardía.

Alzó la tapa y se sirvió generosamente el contenido cubierto de salsa.

—Por Dios, estoy muerto de hambre —mugió—. Voy a comer y comer y comer…

Tomó una enorme porción en su tenedor y se la tragó vorazmente. De pronto se le salieron los ojos de las órbitas.

—¡Gazup! —farfulló—. ¡Ug! ¡Fffffffugg! ¡Ulp!

—¿Qué ocurre? —murmuró Agatha.

—¡Glurg! ¡Plop! ¡Aaaargh! —dijo Musclebinder.

Su cara adoptó un púrpura profundo mientras se sofocaba y tosía.

—George… Qué…

Con un ahogado esfuerzo, Musclebinder logró expectorar la obstrucción de su garganta. Algunos objetos cayeron tintineando en su plato.

Con los ojos muy abiertos, Mr. Droop vio una colección de pernos, tuercas y recortes de chapa.

—¿Qué diablos? —graznó Musclebinder.

—¡Ven aquí… tú! —chilló Agatha.

Mr. Droop se lanzó hacia la puerta de la cocina, con Agatha pegada a sus talones.

—¿Quién hizo esto? —gritó, frente a su marido y al robot.

—¿Quién hizo qué? —preguntó con calma Tinnie.

—¿Quién le sirvió al jefe esas tuercas?

—Yo, naturalmente —dijo Tinnie—. ¿Por qué… también usted quería? No lo pensé.

—¡Basta de insolencias! Lo que quiero saber es quién preparó ese plato para George Musclebinder.

—¿Acaso no es eso lo que le gusta? —preguntó Tinnie—. Si es un hombre de acero, un rey del acero.

—¿De acero?

Agatha se volvió loca. Se lanzó hacia el robot a través de la habitación. A mitad de camino cogió de la mesa de la cocina un abrelatas. Blandiendo esa arma letal cargó contra Tinnie en un intento asesino.

—Idiota de metal —dijo—, ¡te cortaré en tiras de hojalata!

Mr. Droop permaneció paralizado un instante. Pero sólo un instante. Algo estalló en su interior.

—¡Suéltala! —gritó Mr. Droop.

—¿Cómo te atreves a interferir, gusano? —dijo Agatha, volviéndose.

—Suéltala inmediatamente —ordenó Mr. Droop—. ¡No le harás daño a la mujer que amo!

—¿Amor…? —alcanzó a decir Agatha.

También Mr. Droop estaba sobresaltado. Las palabras habían acudido sin querer a sus labios, pero comprendía que estaba diciendo la verdad.

—¿Que amas a este montón de desechos?

—Sí —dijo desesperadamente Mr. Droop—. Y si la tocas… ¡No! ¡No lo harás!

Agatha se volvió y golpeó a Tinnie. En el mismo momento, Mr. Droop entró en acción. Aferró un rodillo de amasar y lo descargó firmemente sobre la cabeza de Agatha: la madera se resquebrajó y partió, pero Agatha se detuvo. En ese momento, George Musclebinder apareció en la cocina.

—¿Qué ocurre aquí? —dijo, con su vozarrón, el Rey del Acero.

Sus ojos desconcertados y muy abiertos vieron el robot. Tinnie trataba de escapar, y se lanzó contra él: al ver el brillante cuerpo de acero, la cara metálica y los duros brazos mecánicos tendidos hacia él, gritó:

—¡Un monstruo! ¡Socorro! ¡Es magia! ¡Llévenselo!

Temblando de pánico, Musclebinder huyó a la carrera. Agatha le siguió.

—¡George, espérame! —gimió—. Me voy contigo.

Se detuvo en el umbral y le dijo, lloriqueando, a Mr. Droop:

—Te darás cuenta de que éste es el fin —le dijo—. Me voy para siempre. Le has destrozado los nervios al pobre George. Y si prefieres a mí la compañía de un basurero andante… Bueno, es tu propio funeral.

Mr. Droop hizo un gesto con medio rodillo de amasar y Agatha cerró apresuradamente la puerta. Él se quedó allí, y escuchó el ruido de los pasos que se alejaban. Tinnie estaba a su lado. Sus mandíbulas se abrían en una lenta sonrisa.

—Gracias —le dijo—. Gracias por salvarme.

—No es nada —murmuró Mr. Droop, con voz avergonzada—. Olvídelo.

—No puedo olvidarme —dijo Tinnie, acercándose. Su voz era muy dulce—. ¿Era verdad lo que le dijiste a Agatha?

—¿Qué? —dijo Mr. Droop.

—Acerca de la mujer que amas… —Tinnie bajó tímidamente la cabeza.

—Creo que sí —respondió muy despacio Mr. Droop.

—Entonces, puedo quedarme —dijo Tinnie—. Cocinar para ti, ocuparme de la casa y lo que sea.

Mr. Droop se volvió hacia ella con una flamante energía.

—Por supuesto que sí —dijo—. Yo saldré a buscar trabajo y volveré a sentirme un hombre. Y tú te quedarás. Siempre he querido una chica como tú.

Así quedó resuelto. Mr. Droop le escribió al doctor Moke y le pidió permiso. Desde entonces los dos viven juntos y son felices. Sólo el tiempo puede decir si puede dar buen resultado la unión de un hombre con una robot. Pero por el momento, Tinnie y Mr. Droop están muy cerca del día en que celebrarán las bodas de hojalata.

Robert Bloch (1917-1994)




Relatos góticos. I Relatos de Robert Bloch.


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El análisis y resumen del cuento de Robert Bloch: El metal que te encanta tocar (The Tin You Love to Touch), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Y terminó con un final feliz para esa peculiar pareja. Bien por eso.
Un buen cuento de ciencia ficción, con hábil uso de estereotipos. Y con algo de toque humorístico.

Anónimo dijo...

estA MUY BUENA



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