«El día ha muerto»: Lester del Rey; relato y análisis


«El día ha muerto»: Lester del Rey; relato y análisis.




El día ha muerto (The Day Is Done) —a veces publicado en español como: El fin de la raza— es un relato fantástico del escritor norteamericano Lester del Rey (1915-1993), publicado originalmente en la edición de mayo de 1939 de la revista Astounding Science-Fiction, y luego reeditado en la antología de 1948: Y algunos eran humanos (And Some Were Human).

El día ha muerto, uno de los mejores cuentos de Lester del Rey, nos lleva hasta la prehistoria, donde los Neandertales no fueron exterminados por los Cro-Magnon, tal como lo deduce la antropología, sino que más bien murieron de frustración y de tristeza al encontrarse con una raza con una cultura superior a la suya.

La idea que sostiene El día ha muerto no solo es ingeniosa, sino que su desarrollo es notable, a tal punto que este gran relato de Lester del Rey se incluye entre los favoritos de Isaac Asimov, quien afirmó haberlo leído en el subterráneo, y haber llorado ante el abrupto final del último hombre de Neandertal.




El día ha muerto.
The Day Is Done, Lester del Rey (1915-1993)

Hwoogh se rascó el pelo del estómago y miró el sol que asomaba por encima de la colina. Se golpeó el pecho con indiferencia y rugió tímidamente, luego gruñó y se inclinó. En su juventud, había rugido y saltado para ayudar al dios a elevarse, pero ahora no merecía la pena esforzarse. Nada lo merecía. Encontró una escama de sudor salado bajo el pelo, se la quitó de los dedos y se volvió para continuar durmiendo.

Pero el sueño no quiso venir. Al otro lado de la colina se oían alaridos y gritos, y alguien golpeaba un tambor mientras cantaba. El viejo Neanderthal gruñó y se llevó las manos a los oídos, pero no había manera de acallar el cántico de los Calienta-Soles. Más ideas de los Habladores.

En sus tiempos, el mundo había sido magnífico, lleno de gente peluda y rugiente, gente a la que se podía entender. Había caza por todas partes y las cavernas de los alrededores estaban llenas del humo de las hogueras. Había jugado con los pocos jóvenes que nacían —aunque cada año se sumaban menos niños a la tribu—, y se había convertido en un adulto con el orgullo de haberlo conseguido. Pero eso fue antes de que los Habladores hubieran convertido este valle en uno de sus territorios de caza.

Las viejas tradiciones, medio contadas, medio comprendidas, hablaban de la tierra en los días antiguos, cuando sólo su pueblo se extendía por la ancha tundra. Habían ocupado las cavernas y habían partido en grupos de caza demasiado grandes para que ningún animal pudiera oponérseles. Y los animales venían a ocupar esta tierra, empujados hacia el sur por la Cuarta Glaciación. Entonces había vuelto el gran frío, y los tiempos habían sido duros. Muchos habitantes de su pueblo habían muerto.

Pero muchos habían vivido, y con el regreso del tiempo cálido y seco habían empezado a expandirse antes de que llegaran los Habladores. Después de eso -Hwoogh se agitó inquieto-, y sin que pudiera entender el motivo, los Habladores habían ocupado más y más tierras, y su gente se retiró y disminuyó ante su presencia. El padre de Hwoogh les había contado que su pequeño grupo del valle era todo lo que quedaba de ellos, y que éste era el único lugar de la gran tierra plana donde los Habladores venían rara vez.

Hwoogh tenía veinte años cuando les vio por primera vez: hombres de grandes piernas, ágiles de pies y ojos, que se movían como si fueran dueños de la tierra, y que hacían ruidos incesantes con sus bocas. En el verano de aquel año, alzaron sus tiendas de piel y sebo al otro lado de la colina, lejos de las cavernas, y habían hecho magia para sus dioses. Había magia en sus armas, y las bestias sentían su acoso. El pueblo de Hwoogh se había retirado, contemplándolos con temor, odiándoles ciegamente, dedicados finalmente a robar y mendigar. Una vez, un joven había matado al hijo de un Hablador, y le habían cazado a muerte. Desde entonces, se había establecido una tregua entre los Cro-Magnon y los Neanderthal.

Ahora, los últimos miembros del pueblo de Hwoogh habían muerto, excepto él, sin dejar hijos. Siete años habían pasado desde que el hermano de Hwoogh se había acurrucado en la cueva y había enviado su aliento a través del largo viaje en busca de sus antepasados. Siempre había sido tranquilo y débil de espíritu, pero fue el único amigo que tuvo Hwoogh.

El viejo se agitó y deseó que Keyoda regresara. Tal vez traería comida de los Habladores. No merecía la pena cazar ahora, cuando los Habladores ya habían cazado y matado a todas las presas fáciles. Lo mejor que podía hacer un hombre era dormir todo el tiempo, pues el sueño era la única cosa satisfactoria que quedaba en este mundo revuelto: incluso la bebida que los altos Cro-Magnon hacían de raíces aplastadas daba dolor de cabeza al día siguiente.

Se volvió en su lecho de hojas en la entrada de la cueva, gruñendo agriamente. Una mosca provocativa revoloteaba por encima de su cabeza, y él trató de cogerla. La sorpresa iluminó sus rasgos cuando sus dedos se cerraron en torno al insecto, y lo tragó con un escalofrío de placer. No era tan bueno como las larvas del bosque, pero era un aperitivo sabroso.

El dios del sueño se había ido, y no volvería por mucho que permaneciera tumbado y roncando. Hwoogh así lo comprendió y se alzó sobre sus cuartos traseros. Durante semanas, había tenido la intención de hacer una punta nueva para su ruda lanza, y buscó los materiales en su caverna. Pero la idea se alejaba a medida que se acercaba al trabajo, y dejó que sus ojos contemplaran perezosamente el pequeño riachuelo que corría a sus pies y las nubes del cielo. Era una primavera cálida, y el sol hacía que la pereza fuera agradable.

El dios sol se hacía fuerte de nuevo, espantando las brumas. Lo había adorado como propio durante años, y ahora parecía que sólo se hiciera fuerte para los Habladores. Mientras el dios era débil, la gente de Hwoogh había sido poderosa; ahora que su larga enfermedad había acabado, los Cro-Magnon se esparcían por el territorio como las pulgas en su vientre.

Hwoogh no podía comprenderlo. Tal vez el dios estaba enfadado con él, ya que los dioses son completamente impredecibles. Gruñó, añorando de nuevo a su hermano, que había comprendido mejor todas estas cosas. Keyoda hizo rodar la piedra colocada delante de la cueva, interrumpiendo su meditación. Traía restos de comida del poblado y la pata medio masticada de un caballo, que Hwoogh cogió y devoró con sus fuertes dientes. Evidentemente los Habladores habían hecho una buena matanza el día anterior, pues habían sido generosos con sus regalos. Gruñó a Keyoda, que se sentó al sol en la entrada de la cueva, frotándose la espalda.

Keyoda, con sus largas piernas y sus cortos brazos, y la incómoda rectitud de su porte, era tan extraña para Hwoogh como la mayoría de los Habladores. Hwoogh recordó con un suspiro a las muchachas de su época: habían sido hermosas, pequeñas y encorvadas, con cuellos gruesos y lindas frentes estrechas. Para Hwoogh era un enigma cómo aquellas mujeres Cro-Magnon de cara plana conseguían pareja, pero parecía que tenían éxito.

Sin embargo, Keyoda había fracasado, y por esto él consideraba acertado su juicio. Había momentos en que casi sentía simpatía hacia ella, y la apreciaba a su manera. Había resultado herida cuando era una niña y su espalda la hacía inútil para el trabajo de una hembra. Repudiada por los otros miembros de la tribu, se había apartado de ellos gradualmente, y cuando se topó con Hwoogh aceptó su hospitalidad. Los Habladores eran nómadas que seguían las manadas hacia el norte en verano, al sur en invierno, según las estaciones, pero Keyoda se quedó con Hwoogh en su cueva y hacía todos los trabajos que eran necesarios. Incluso un medio hombre como el Neanderthal era preferible a la desdeñosa piedad de su propia gente, y Hwoogh no era desagradable.

—¿Hwunkh? —preguntó Hwoogh. Con el estómago parcialmente lleno se sentía más amistoso con respecto al mundo.

—Oh, salieron y me dejaron recoger sus sobras, como siempre. ¡Yo, que fui hija de un jefe! —Su voz había sido gruñona, pero el cansancio del fracaso y la edad la habían hecho perder aquel tono—. Pobre, pobre Keyoda, piensan ellos; dejad que se lleve lo que quiera para que no parezca que no nos gusta. Toma —Le tendió una basta lanza, rasgada a ambos lados de la punta, pero con sólo una rudimentaria lengüeta hecha con tosquedad—. Uno de ellos me dio esto, no es el tipo de las que usan, pero es tan buena como las que puedes hacer. Uno de los niños está practicando.

Hwoogh la examinó; buena, admitió, muy buena, y la punta estaba bien ajustada al asta. Incluso los niños, con sus largos pulgares que podían girar en cualquier dirección, podían hacer mejores armas que él; sin embargo, una vez había sido famoso entre su tribu por lo esmerado de su trabajo con la piedra. Haciendo un gesto hacia el caballo, ella se puso lentamente en pie. La forma de su mandíbula y de su lengua, junto con el lóbulo frontal izquierdo pobremente desarrollado, hacían que su habla fuera rudimentaria, y por eso suplía sus sonidos glóticos y labiales con movimientos que Keyoda comprendía bastante bien. Ella se encogió de hombros y le dijo adiós con la mano mientras mordisqueaba uno de los huesos.

Hwoogh se dedicó a vagabundear sin mucho ánimo, consciente de que se estaba haciendo viejo. Sabía vagamente que no le quedaban ya muchas nieves; no era el número de las estaciones, sino algo más, algo que podía sentir pero no entender. Se dirigió a los territorios de caza, esperando encontrar alguna presa cuya muerte requiriera pocos esfuerzos por su parte. Las limosnas de los Habladores se habían vuelto amargas en su boca.

Pero el dios sol escaló hasta la cima de la caverna azul sin que Hwoogh se topara con nada. Se dio la vuelta para regresar, y se encontró con la partida de Cro-Magnon que traía el cadáver de un reno atravesado en un palo sobre sus hombros. Se detuvieron para gritarle.

—¡Es inútil, Peludo! —fanfarronearon; sus voces eran ligeras y alegres—. Hemos capturado ya a todas las presas. Vuélvete a tu cueva y duerme.

Hwoogh se alejó, cabizbajo, arrastrando la lanza por el suelo. Uno de los miembros de la partida trotó hacia él. A veces Legoda, el hombre mágico de la tribu y artista, parecía casi amistoso, y ésta era una de esas veces.

—Yo lo maté, Peludo —dijo tolerante—. Anoche dibujé con magia un reno fuerte, y la bestia cayó con mi primer tiro. Ven a mi tienda y te daré una pata. Keyoda me enseñó una nueva canción, que sabía de su padre, y le devolveré el favor.

¡Patas, costillas, huesos! Hwoogh estaba cansado de la carne externa. Su cuerpo pedía el alimento de las entrañas y el hígado. La piel le picaba, y sentía que tenía que comer aquellas suculentas partes interiores para ponerse bien; antes siempre se había curado así. Gruñó, entre la apreciación y la molestia, y se dio la vuelta. Legoda le retuvo.

—No, quédate, Peludo. A veces me traes buena suerte, como cuando encontré el ocre brillante para mi dibujo. En el campo hay carne suficiente para todos. ¿Por qué ir a cazar hoy? —Hwoogh dudaba, e insistió con más fuerza, no por amabilidad, sino por las ganas de salirse con la suya—. Los lobos están por aquí cerca, y uno solo no es suficiente contra ellos. Desollaremos al reno en cuanto lo bajemos de la espeta. ¡Te dejaré ser el primero en elegir la carne!

Hwoogh gruñó con aquiescencia y siguió al grupo. Las limosnas de los Habladores le amargaban, pero el hígado era el hígado... si Legoda mantenía su oferta. Cantaban mientras marchaban, trotando fácilmente bajo la carga del reno, y él les siguió, respirando a duras penas para mantener el paso. A medida que se acercaban al poblado de los nómadas, sus bastas tiendas de piel y las hogueras encendidas emitieron un olor penetrante que irritó la nariz de Hwoogh. El olor de los Cro-Magnon de largos miembros era ya suficientemente malo sin la peste de un campamento y de sus fuegos. Prefería el aroma habitual de su propia caverna.

Los jóvenes se congregaron alrededor, chillando de disgusto por haber sido dejados en el campamento en esta fácil cacería. Al ver al Neanderthal, emitieron un aullido de burla y cargaron contra él, arrojándole palos y piedras y saltando hacia él con furia juguetona. Hwoogh se echó a temblar y retrocedió, amenazándolos con su lanza y emitiendo gruñidos con la garganta. Legoda soltó una carcajada.

—En verdad, oh, Peludo Chokanga, tu voz debería alejarlos de ti. Pero mira, no la temen. ¡Atrás, molestias de dos patas! ¡Marchaos! ¡Atrás, digo!

Al mandato de su voz se apartaron y retrocedieron, todavía gritando. Hwoogh les observó con atención, pero mientras Legoda quisiera, estaba a salvo de sus pullas. Legoda estaba de buen humor, se reía y hacía chistes y palmeaba los traseros de las mujeres hasta que su joven esposa salió y le mandó callar. Saltó hacia el reno con su cuchillo de piedra y las otras mujeres se le unieron.

—¡Heya! —llamó Legoda—. El primero en escoger es Chokanga, el Peludo. Le di mi palabra.

—¡Oh, idiota! —La mujer dirigió a Hwoogh una mirada de desdén—. ¿Desde cuándo alimentamos a las bestias de las cavernas y a los peces del río? Estás loco, Legoda. Déjale que cace por su cuenta.

Legoda la pinchó con la punta de la lanza, sonriendo.

—Sí, ya sabía que te pondrías a gritar. Pero se lo debemos, éstos eran sus terrenos de caza cuando nosotros no éramos más que cachorrillos. ¿Para qué hacer daño a un viejo? —Se volvió hacia Hwoogh e hizo un gesto—. Ves, Chokanga, mi palabra es buena. Toma lo que quieras, pero que no sea más de lo que tu barriga y la de Keyoda puedan aguantar esta noche.

Hwoogh obedeció y extrajo el hígado y la dulce grasa de las entrañas. Con un grito de rabia, la mujer de Legoda saltó hacia él, pero el hombre mágico la contuvo.

—¡No, ha hecho bien! ¡Sólo un loco escogería la pierna cuando estaba a mano el corazón de la carne! ¡Por los dioses de mi padre, y yo que esperaba comérmelo! Oh, Peludo, me robas la carne de la boca, y me caes bien por eso. Ve, antes de que Heya no aguante más y salte sobre ti.

Hwoogh sabía que tal vez mañana Legoda le echaría los perros por su acción de hoy, pero mañana estaba en otra cueva del sol. Se puso en marcha mientras los alaridos de Heya y la risa burlona de Legoda continuaban. Un trozo de hígado se soltó y Hwoogh lo chupó mientras seguía minando. Keyoda estaría contenta, ya que normalmente tenía que buscar la comida para los dos.

Una pequeña porción de la autoestima de Hwoogh regresó. ¿No se había burlado de Legoda y había escapado con la mejor porción de carne? ¿Lo había hecho Keyoda tan bien cuando bajaba a la aldea de los Habladores? ¡Aún tenían mucho que aprender del astuto cerebro del viejo Hwoogh! Naturalmente que los Habladores estaban locos. Sólo los locos actúan de la forma en que lo había hecho Legoda. Pero aquello no era asunto suyo. Palpó el hígado y la carne y sonrió. Hwoogh no tenía que mirar los dientes de un caballo regalado.

Cuando llegó a la cueva, el fuego se había reducido a un lecho de ramas y Keyoda estaba acostada, roncando y con la cara enrojecida. Hwoogh le olió el aliento y confirmó sus sospechas. De alguna manera, había bebido el líquido infernal de los Habladores y su sueño estaba embotado por el estupor. La empujó con el pie y ella se sentó con los ojos enrojecidos.

—Oh, ya estás de vuelta. ¡Ah, y traes hígado y carne! Pero no lo puedes haber cazado con la lanza. Has ido a la aldea y lo has robado. ¡Pero lo has conseguido! —Se abalanzó sobre la carne, avivó el fuego y colocó el hígado sobre él. Hwoogh se explicó lo mejor que pudo y ella logró entenderlo—. ¿Si? Qué travieso es Legoda, mi sobrino.

Retiró el hígado, medio crudo, y los dos se lo comieron ansiosamente, mientras ella chupaba y maldecía a la vez. Hwoogh le tocó la nariz y puso mala cara.

—Bueno, ¿y qué si lo hice? —El licor había afilado su lengua—. El hijo del jefe vino para que le contara historias, y para desatarme la lengua me trajo jugo de raíces. Ah, qué historias estoy contando. ¡Y algunas de ellas son reales! —Hizo un gesto hacia un basto cuenco—. Sé que los roba pero ¿a nosotros qué más nos da? Sírvete, Peludo. No tienes más de un día.

Hwoogh recordó los dolores de cabeza que le habían provocado experimentos anteriores, pero lo olió con curiosidad y el aroma del agua mágica le atrapó. Era la misma esencia de la juventud, el fuego que daba vida a sus piernas y traía recuerdos a su mente. Se llevó el cuenco a la boca y dejó que el líquido corriera por su garganta. Keyoda se lo quitó antes de que lo acabara y se bebió el resto.

—Ah, fortalece mi espalda y hace que la sangre me caliente de nuevo —Se puso en pie y empezó a entonar fragmentos de una antigua canción de despellejar—. ¿Es que no vas a aprender nunca a no bebértelo de una sola vez? De esa forma no dura nada y pierdes el sentido antes de que te haga sentir bien.

Hwoogh bostezó mientras la bebida se apoderaba de él, y sus rodillas se doblaron aún más bajo su peso. Sintió que la cama se acercaba a sus ojos y que su cabeza estaba llena de abejas, que zumbaban alegremente y-la caverna daba vueltas a su alrededor. Rugió, mientras Keyoda se echaba a reír.

—¡Eh! Al oírte rugir se podría pensar que eres el único Chokanga que queda en la tierra. Pero no lo eres. ¡No, no lo eres!

—¿Hwunkh? —Aquello le sorprendió. Por lo que sabía, no quedaba ninguno de su especie. Intentó agarrarla y falló, pero ella cayó y rodó contra él, su aliento contra su cara.

—Es verdad. Me lo dijo el muchacho. Legoda encontró a tres como tú, en la tierra del este, hace tres primaveras. Tendrás que preguntarle, yo no sé nada.

Se frotó contra él, gruñendo palabras medio articuladas, y Hwoogh intentó reflexionar sobre esta nueva información. Pero el licor era demasiado fuerte para él y pronto estuvo roncando a su lado. Cuando despertó, Keyoda habíase marchado al poblado y el sol estaba a la altura de una lanza en el horizonte. Comió un pedazo de hígado, pero el sabor no era tan bueno como antes, y su estómago protestó. Se echó hacia atrás hasta que su cabeza pudo volver a controlarlo y luego se volvió hacia el arroyo, para saciar la terrible sed que se había apoderado de él durante la noche.

Había algo que tenia que hacer, algo que apenas recordaba. ¿No había dicho Keyoda anoche algo sobre otros de su pueblo? Sí, sobre tres de ellos, y Keyoda lo sabía. Hwoogh dudó, recordando que había burlado a Legoda el día anterior. El joven podría estar resentido hoy. Pero la curiosidad le abrumaba, y en su corazón había una extraña ansiedad. Legoda tenía que decírselo. Reluctante, se dirigió al fondo de la cueva y rebuscó en un agujero que ni siquiera Keyoda conocía. Sacó sus tesoros, tratándolos con reverencia, y seleccionando los mejores. Había conchas brillantes y guijarros de colores, un basto collar que había pertenecido a su padre, símbolo de hombría, trozos de esto y de aquello que había intentado convertir en adornos. Pero el deseo de conocer era más fuerte que el orgullo de la posesión; los retuvo en la mano y se dirigió a la aldea.

Keyoda charlaba con las mujeres, gimoteando la fórmula que había desarrollado, y Hwoogh recorrió el campamento en busca del joven artista. Finalmente le localizó en las afueras, haciendo extraños movimientos con dos palos. Se acercó con cautela y Legoda le oyó.

—Acércate, Chokanga, y observa mi nueva magia —La voz del joven estaba llena de orgullo y no tenía un tono amenazador. Hwoogh suspiró aliviado, pero obedeció lentamente—. Acércate más, no me tengas miedo. ¿Crees que lamento el regalo que te hice? No, fue mi propia estupidez. Mira —Tendió los palos y Hwoogh los observó con cautela. Uno era largo y curvo, atado a un extremo con una cuerda de cuero, y el otro era una lanza pequeña con una pluma en un extremo. Emitió un gruñido por pregunta—. Una lanza mágica, Peludo, que vuela con alas y mata más allá del alcance de las otras lanzas.

Hwoogh hizo una mueca. La lanza era demasiado pequeña para matar algo que no fueran roedores, y el palo grande ni siquiera tenía punta. Pero observó con atención mientras el joven colocaba el palo afilado en la cuerda y giraba de él. Hubo un chasquido y la lanza salió volando y enterró la punta en la suave corteza de un árbol situado a más de dos lanzas de distancia. Hwoogh se quedó impresionado.

—Si, Chokanga, una magia nueva que aprendí en el sur el año pasado. Hay muchos que la usan, y con ella pueden arrojar la punta más lejos y mejor que con una lanza. ¡Uno puede matar igual que tres!

Hwoogh gruñó; ya habían matado a todas las buenas presas y sin embargo habían encontrado una nueva magia para aumentar su poder. Tendió la mano con curiosidad, y Legoda le dio el palo largo y otra lanza, mostrándole cómo usarla. Hubo otro chasquido, y la cuerda de cuero le golpeó la muñeca, pero el arma salió despedida erráticamente, fallando el blanco por varios metros. Hwoogh lo devolvió sombríamente, aquella magia no era para él. Sus pulgares hacían aún más difícil su manejo.

Ahora que el hombre mágico estaba satisfecho de su superioridad, era un buen momento para mostrar sus tesoros. Hwoogh los extendió sobre el suelo e hizo un gesto hacia Legoda, quien los miró pensativo.

—Sí —concedió el Hablador—. Algunos son buenos y algunos serían buenos adornos para las mujeres. ¿Qué es lo que quieres, más carne o una de las armas nuevas? Te llenamos la barriga ayer; y con mi cerveza, que me han robado, aunque no te hecho la culpa. Ya hemos castigado al muchacho. Y esta arma no es para ti.

Hwoogh hizo una mueca y se esforzó buscando la expresión correcta, mientras el joven le observaba. Poco a poco, pudo dar a conocer sus deseos, en parte por las preguntas que le hacía el Cro-Magnon. Legoda se echó a reír.

—Así que sientes la llamada de la especie, ¿no, Viejo? —Le devolvió los tesoros, a excepción de unas cuentas brillantes—. No quiero engañarte, Chokanga, pero acepto esto por el amor que siento hacia ti, como signo de nuestra amistad —Su sonrisa era burlona mientras se guardaba la baratija entre sus ropas—. Hay poco que contar, Peludo. Hace tres años me encontré con una familia de tu especie, un macho y su hembra con un hijo. Huyeron de nosotros, pero estábamos cerca de su cueva, y tuvieron que regresar. No les hicimos daño y a veces les dábamos de comer y les dejábamos que nos acompañaran en la cacería. Pero eran débiles y enfermizos, demasiado perezosos para cazar. Cuando regresamos al año siguiente, estaban muertos, y por lo que sé, eres el último de tu especie. Tu gente muere con demasiada facilidad, Chokanga. En cuanto les encontramos y tratamos de ayudarles, dejan de cazar y se convierten en mendigos. Y entonces pierden interés por la vida, enferman y mueren.

Hwoogh emitió un gruñido de asentimiento, y Legoda recogió su arco y flechas y regresó al campamento. Pero había una extraña expresión en la cara del Neanderthal que no pasó desapercibida al joven. Al descubrir la tristeza en la cara de Hwoogh, puso una mano sobre los hombros del viejo y le habló más amablemente.

—Por eso te aprecio, Peludo. Cuando mueras, ya no habrá nadie más como tú, y mis hijos se reirán de mí y dirán que miento cuando les cuente la historia de tu raza ante el fuego de las celebraciones. Cada vez que mate, no te faltará alimento.

Recorrió la única calle hacia la tienda de su familia, y Hwoogh se dio la vuelta lentamente hacia su cueva. La seguridad de tener comida tendría que haberle alegrado, pero sólo sirvió para hacerle sentirse más triste. Se daba cuenta de que Legoda le trataba como si fuera un niño pequeño, o como si el dios sol le hubiera insuflado un poco de locura.

Hwoogh oyó los gritos y las risas de los niños mientras rodeaba la colina y durante un minuto dudó antes de continuar. Pero tenía muy desarrollado el sentido de la propiedad y saltó hacia adelante sombríamente. No tenían nada que hacer cerca de su cueva. Eran de todas las edades y tamaños, y gritaban y se perseguían en completo desorden. Como se les había prohibido acercarse al lado de la colina de Hwoogh, y ya que habían roto la regla, estaban haciendo mucho ruido celebrándolo. El fuego de Hwoogh había sido esparcido por el lado de la colina y en el arroyo, y estaban saqueando su pequeño almacén de armas y pieles.

Hwoogh emitió un salvaje alarido y corrió con la lanza en posición de ataque. Al oírle, los muchachos se dieron la vuelta y retrocedieron hasta a entrada de la cueva, agrupados.

—Márchate, Cara Fea —gritó uno—. ¡Ve a asustar a los lobos! ¡Cara Fea, Cara Fea, uuuuhhh!

Se arrojó contra ellos, blandiendo la lanza, pero los muchachos se escabulleron fácilmente entre sus piernas arqueadas. Uno de los chicos mayores le agarró por una pierna y le hizo caer al suelo. Otro se le echó encima, le quitó la lanza y le golpeó con ella. La crueldad innata de la irreflexión había cambiado poco en los niños desde la época de los rimeros primates. Hwoogh soltó un alarido de furia y trató de atraparlos, pero ellos se zafaron de sus manos. Las niñas bailaban alegremente a su alrededor, cantando.

—¡Cara Fea no tiene madre, Cara Fea no tiene esposa, uuuhhh!

Agarró frenéticamente a uno de los niños, lo zarandeó y lo arrojó al suelo, donde el joven permaneció blanco y silencioso. Hwoogh sintió un momento de júbilo por su fuerza. Entonces alguien lanzó una piedra.

Cuando recuperó el conocimiento, el viejo Neanderthal vio que estaba atado, y tres de los muchachos estaban sentados sobre su pecho y golpeaban el suelo con los pies celebrando su victoria. La cabeza le dolía, tenía magulladuras en los brazos y en el pecho, donde le habían maniatado burdamente. Rugió salvajemente, alzando la cabeza, y trató de zafarse de las cuerdas, pero eran demasiado fuertes para el. Le habían capturado de la misma manera en que lo habrían hecho los adultos.

Habían sido sus enemigos durante años, desde que descubrieron que molestarle era una de las ocupaciones que podía distraerles de la tediosa vida del campamento. Ahora que la vieja pugna casi había finalizado, se dedicaron a humillarle meticulosa e ingenuamente.

Mientras las niñas frotaban su cara con fango del arroyo, los muchachos recorrían la caverna y rompían todas sus pieles. La bolsa en la que guardaba sus pertenencias corrió de mano en mano y empezaron a distribuir su nuevo botín. Hwoogh aulló locamente. Pero la cordura regresaba ahora que la furia de la pelea había acabado, y Kechaka, el hijo mayor del jefe, miró pensativo a Hwoogh.

—Si los mayores se enteran de esto —murmuró—, habrá problemas. No les gustará que hayamos molestado a Cara Fea.

Otro hizo una mueca.

—¿Por qué vamos a decírselo? Además, no es ni siquiera un hombre, sino un animal. ¿No veis el pelo que cubre su cuerpo? Arrojemos al viejo Cara Fea al río, limpiemos la cueva y escondamos estos tesoros. ¿Quién va a enterarse?

Hubo algunas protestas, pero la idea de la paliza que les esperaba añadió peso a aquella idea. Kechaka asintió por fin y se puso a arreglarlos destrozos que habían causado. Borraron las huellas con ramas y dejaron solamente las que llevaban al arroyo.

Hwoogh se agitó y se rebeló mientras cuatro de los chicos lo levantaban; las ataduras se aflojaron un poco, pero no lo suficiente para liberarse. Notó con un atisbo de satisfacción que el muchacho al que había golpeado aún se quejaba, pero eso no servía de nada en su actual situación. Le colocaron en el agua, boca abajo, y le dieron un fuerte empujón, que le envió arroyo abajo. Hwoogh notó la corriente, y jadeó y se debatió contra sus ataduras. Sus pulmones buscaron el aire, y la corriente le envolvió; su mente se apagaba.

Con un último esfuerzo desesperado, se liberó de las cuerdas y se dirigió furioso hacia la superficie, buscando aire ansiosamente. El agua le resultaba desagradable, pero sabía nadar, y pudo dirigirse a la orilla. Los niños habían desaparecido cuando salió del agua y lamentaba la pérdida de su fuego, que podría haberle calentado. Regresó a su cueva dando tumbos y se hundió cansinamente en su lecho.

El, que había sido un poderoso guerrero, ¡derrotado por un hatajo de crías de Cro-Magnon! Apretó salvajemente los puños y rugió, pero no podía hacer nada. ¡Nada! La inutilidad de su propio esfuerzo le mordió como un cuchillo ardiente. Hwoogh era un anciano, y las lágrimas que corrían por sus mejillas eran las lágrimas amargas y dolorosas que sólo puede provocar la edad.

Keyoda regresó tarde y se puso a maldecir cuando vio que el fuego se había apagado, pero su voz se suavizó al verle acurrucado en la cama, contemplando ausente la pared de la caverna. Sus ojos localizaron las pocas pisadas que los niños habían olvidado borrar, y maldijo con un vigor casi juvenil antes de dirigirse a Hwoogh.

—¡Vamos, Peludo, quítate esa piel fría y mojada! —Sus manos eran suaves, pero Hwoogh la rechazó—. Enfermarás si te las quedas. Quítate la piel y yo iré al pueblo en busca de fuego. ¡Malditos niños! ¡Espera a que se lo diga a Legoda!

Al ver que no había nada que pudiera hacer por él, se dio la vuelta y marchó sendero abajo. Hwoogh se sentó para cambiarse de pieles y luego volvió a tumbarse. ¿Para qué servía? Gruñó un poco cuando Keyoda regresó con el fuego, pero rehusó la comida que le habían dado en el pueblo, y se sumió en un sueño intranquilo. Cuando despertó, hacía un buen rato que el sol había salido. Encontró Legoda y Keyoda junto a él. Notaba algo desagradable en la cabeza y tosió. Legoda le palmeó la espalda.

—Descansa, Peludo. Tienes la enfermedad diabólica que quema la garganta y corre hasta la nariz, pero el hombre puede vencerla. ¡Ah, cómo fueron golpeados los niños! Yo me encargué de hacerlo personalmente, y esta mañana no hay uno solo que no esté tan magullado como tú. La luna se comerá el sol antes de que vuelvan a molestarte.

Keyoda le tendió un trozo de hígado hervido y riñones, pero él lo rechazó. Aunque el dolor de cabeza había remitido, parecía como si tuviera un peso en el estómago y no podía comer. Notaba como si los niños con los que había peleado estuvieran sentados sobre su pecho y le sacudieran.

Legoda sacó un pequeño tambor pintado y ejecutó magia por su restablecimiento. Danzó ante el viejo y sacudió el calabacín mágico, que espantaba todas las enfermedades diabólicas. Pero este diablo era más fuerte. Por fin, el joven se detuvo y se marchó al poblado, mientras Keyoda se quedó sentada sobre una piedra vigilando al enfermo. Hwoogh notaba la cabeza embotada y el corazón enterrado en el pecho. Ella espantó las moscas, cubriéndole los ojos con un trozo de piel, y le canturreó una de las canciones con que las madres arrullaban a sus hijos.

Se quedó otra vez dormido y se revolvió en una pesadilla donde los Habladores se burlaban de él. La fiebre enrojecía su rostro. Pero cuando Legoda regresó aquella noche, juró que estaría bien dentro de tres días.

—Déjalo dormir y dale de comer. El diablo se marchará pronto. Mira, apenas queda señal donde le golpeó la piedra.

Keyoda le alimentó lo mejor que pudo, obligándole a tragar la comida que mendigaba en la aldea. Cogía agua del arroyo cada vez que él la pedía, le humedecía el pecho y la cabeza cuando dormía. Hwoogh notaba que a fiebre era un poco más alta y sentía que el frío era peor que nunca. Pero no lo combatió como debería haber hecho. Legoda regresó de nuevo con su magia y comida, pero apenas sirvieron de nada. A medida que el día avanzaba, sacudió la cabeza y habló con Keyoda en voz baja. Hwoogh salió de su sopor y escuchó atontado.

—Está cansado de la vida, Keyoda, hermana de mi padre —El joven se encogió de hombros—. Mira, yace ahí sin combatir. Cuando un hombre no intenta vivir, no puede hacerlo. Su pueblo se harta fácilmente de vivir, Keyoda. No sé por qué. Pero, por poca cosa mueren —Al ver que Hwoogh le había oído, se acercó al Neanderthal—. Oh, Chokanga, olvida tus problemas y toma otro bocado de vida. Aún puede ser buena si así lo quieres. He tomado tu regalo como signo de amistad, y mantendré mi palabra. Ven a mi fuego, y no caces más. Te trataré como si fueras mi padre.

Hwoogh gruñó. ¡Seguir los campamentos, comer de la caza de Legoda, ser tratado como una rareza y como un medio hombre! Legoda era amable, apasionado y simpático, pero los otros eran vengativos. Y si Hwoogh moría, ¿quién iba a llorar por él? Keyoda regresaría con su gente, Legoda le olvidaría, y ningún Chokanga estaría allí para mostrarles el ritual del enterramiento.

Los viejos amigos de Hwoogh habían vuelto con él en sus sueños, visitándole y mostrándole los terrenos de caza de su juventud. Había oído los gruñidos y murmullos de las muchachas de su raza que le esperaban. Ese mundo todavía estaba vacío de Habladores, donde un hombre podía hacer grandes cosas y cazar por sí mismo sin oír la risa de los Cro-Magnon. Hwoogh suspiró suavemente. Estaba cansado, demasiado cansado para que le importara lo que pasara.

El sol se estaba poniendo y las nubes adquirían un vivo tono rojo. Keyoda gemía en algún lugar, muy lejos, y Legoda golpeaba su tambor y murmuraba su magia. Pero la vida estaba vacía, desprovista de orgullo.

El sol se perdió de vista y Hwoogh volvió a suspirar, enviando su último suspiro a reunirse con los fantasmas de su pueblo.

Lester del Rey (1915-1993)




Relatos góticos. I Relatos de Lester del Rey.


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El análisis y resumen del cuento de Lester del Rey: El día ha muerto (The Day Is Done), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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