«El artilugio tridimensional»: Isaac Asimov; relato y análisis


«El artilugio tridimensional»: Isaac Asimov; relato y análisis.




El artilugio tridimensional (Gimmicks Three) —a veces publicado en español como: La treta tridimensional— es un relato fantástico del escritor Isaac Asimov (1920-1992), publicado por primera vez en la edición de noviembre de 1956 de la revista Magazine of Fantasy and Science Fiction; en aquella ocasión, con el título: La habitación de bronce cerrada (The Brazen Locked Room), y luego reeditado en la antología de 1957: Con la Tierra nos basta (Earth Is Room Enough).

El artilugio tridimensional, quizás uno de los cuentos de Isaac Asimov menos valorados, combina de forma exquisita dos clichés literarios: el pacto con el diablo y el misterio del cuarto cerrado, encontrando en la ciencia ficción una solución casi perfecta para ambos.

El relato narra la historia de Isidore Wellby, un hombre que se siente perdido, decepcionado, abandonado por su novia, quien en un arrebato de desesperación establece un pacto satánico con un demonio llamado Shapur.

Diez años más tarde, Wellby se ha convertido en un exitoso hombre de negocios y se ha casado con su antigua novia. Shapur reaparece para cobrar la deuda aunque con ciertas condiciones: si Wellby puede realizar una tarea simple usando sus poderes demoníacos, será aceptado como miembro de la élite infernal; de lo contrario, su alma será condenada con el resto de los réprobos ordinarios.

Es así que el protagonista de El artilugio tridimensional es confinado en una habitación de bronce, sin salida posible, y desafiado a escapar por el demonio. Cuando todo parece perdido, Wellby descubre que tiene el poder para viajar en el tiempo, es decir, en la Cuarta Dimensión; de modo tal que viaja al pasado y escapa de la habitación.

Y no solo eso: al regresar a la época anterior al pacto, el protagonista puede rechazar la oferta de Shapur, habiendo disfrutado diez años de absoluta felicidad que no serán pagados con su alma. En este punto, Isaac Asimov añade un dato curioso: los tratos con el infierno no pueden darnos nada que no hayamos podido conseguir por nosotros mismos.




El artilugio tridimensional.
Gimmicks Three, Isaac Asimov (1920-1992)

—Vamos —dijo Shapur con bastante cortesía, teniendo en cuenta que era un demonio—. Desperdicias mi tiempo. Y también el tuyo, pues sólo te queda media hora.
Y agitó la cola.

—¿No es desmaterialización? —preguntó reflexivamente Isidore Wellby.

—Ya te he dicho que no.

Por centésima vez, Wellby miró el bronce ininterrumpido que lo rodeaba por todas partes. El demonio se había regodeado diabólicamente (¿de cuál otro modo?) al señalar que el suelo, el techo y las cuatro paredes eran losas de bronce totalmente lisas y de medio metro de espesor, unidas por soldaduras sin rendijas.

Era el cuarto cerrado definitivo, y Wellby sólo tenía media hora para salir, mientras el demonio observaba con creciente ansiedad.

Isidore Wellby había firmado hacía diez años (exactos, por cierto).

—Te pagamos por adelantado —dijo persuasivamente Shapur—. Durante diez años tendrás todo lo que quieras, dentro de lo razonable, y luego serás un demonio. Serás uno de nosotros, con un nuevo nombre de potencia demoníaca y muchos otros privilegios. Ni siquiera te darás cuenta que estás condenado. Y, si no firmas, quizá igual termines en el fuego, de cualquier modo. Nunca se sabe. Mírame a mí, por ejemplo. No me va tan mal. Firmé, tuve mis diez años y aquí estoy. Nada mal.

—¿Por qué estás tan ansioso por mi firma si, de todos modos, puedo ser condenado? —le preguntó Wellby.

—No es tan fácil reclutar cuadros de mando para el infierno —explicó el demonio, con un encogimiento de hombros que intensificó levemente el tenue aroma a bióxido de azufre que impregnaba el aire—. Todos apuestan a que terminarán en el cielo. Es una mala apuesta, pero así son las cosas. Creo que tú eres demasiado sensato para eso. Pero, entre tanto, tenemos más almas condenadas de las que podemos atender con nuestra creciente escasez de personal administrativo.

Wellby acababa de salir del ejército y lo único que le había dejado e naturaleza de todos ellos, pero sus deseos se cumplirían de tal modo que parecerían realizarse mediante mecanismos normales.

Naturalmente, no se cumpliría ningún deseo que interfiriese con las metas y los propósitos más elevados de la historia humana. Ante eso, Wellby enarcó las cejas.

Shapur carraspeó.

—Una precaución que se nos impone desde..., eh..., Arriba. Tú eres razonable. Esa limitación no interferirá contigo.

—También parece haber una cláusula equívoca.

—En cierto modo, sí. A fin de cuentas, tenemos que verificar tu aptitud para el puesto. Como ves, estipula que se te exigirá la realización de una tarea que tus poderes demoníacos te facilitarán muchísimo. No podemos revelarte ahora a qué se refiere, pero tendrás diez años para estudiar la naturaleza de tus poderes. Considéralo una especie de requisito de ingreso.

—¿Y si no apruebo el examen?

—En ese caso —dijo el demonio—, serás sólo un alma condenada común.

Y, como era un demonio, sus ojos emitieron un destello humeante y los dedos de sus zarpas temblaron como si ya los hubiera hundido en las entrañas del otro. Pero añadió suavemente:

—Vamos, será un examen sencillo. Preferimos que seas uno de los nuestros y no simplemente una tarea más.

Wellby, pensando melancólicamente en su amada inalcanzable, no dio mucha importancia a lo que ocurriría al cabo de diez años y firmó.

Pero los diez años pasaron de prisa. Isidore Wellby siempre se mostró razonable, como había predicho el demonio, y las cosas marcharon bien. Wellby aceptó un empleo y, como se hallaba en el sitio adecuado en el momento preciso y siempre decía las palabras precisas al hombre adecuado, pronto lo promovieron un puesto de gran autoridad.

Sus inversiones eran invariablemente fructíferas y, para mayor satisfacción, su chica regresó sinceramente arrepentida y desbordante de adoración.

Tuvo un matrimonio feliz y fue bendecido con cuatro hijos, dos varones y dos niñas; todos, brillantes y educados. Al cabo de diez años estaba en la cumbre de la autoridad, reputación y fortuna, mientras que su esposa crecía en belleza a medida que maduraba.

Y, a los diez años (exactos, por cierto) de la firma del pacto, se despertó para encontrarse no en su dormitorio, sino en una horrenda cámara de bronce de pasmosa solidez, sin más compañía que un ávido demonio.

—Sólo tienes que salir y serás uno de nosotros —dijo Shapur—. Es lógico y factible si usas tus poderes demoníacos, siempre que sepas exactamente qué estás haciendo. Y ya deberías saberlo.

—Mi familia se preocupará por mi desaparición —objetó Wellby, empezando a arrepentirse.

—Hallarán tu cadáver —lo consoló el demonio—. Parecerá que has muerto de un ataque cardíaco y tendrás unas bonitas exequias. El pastor dirá que fuiste al cielo y nadie desmentirá sus palabras. Vamos, Wellby, tienes hasta el mediodía.

Wellby, que sin pensarlo se había preparado para ese momento durante diez años, sentía menos pánico del que debería esperar.

Miró en torno, reflexivamente.

—¿El cuarto está totalmente cerrado? ¿No hay aberturas secretas?

—No hay ninguna abertura ni en las paredes ni en el suelo ni en el techo —le confirmó el demonio, con orgullo profesional por su obra—. Ni en las juntas ni en ninguna superficie. ¿Te das por vencido?

—No, no. Dame tiempo.

Wellby se devanó los sesos. La atmósfera del cuarto no estaba enrarecida. Incluso parecía como si el aire circulara.

Tal vez el aire entrara en el cuarto desmaterializándose para atravesar las paredes. Tal vez el demonio había entrado por desmaterialización y tal vez él pudiera irse del mismo modo. Lo preguntó:

El demonio sonrió con burla.

—La desmaterialización no es uno de tus poderes. Ni yo la usé para entrar.

—¿Estás seguro?

—Yo he creado este cuarto —declaró el demonio con orgullo— especialmente para ti.

—¿Y entraste desde fuera?

—Sí.

—¿Con poderes demoníacos razonables que yo también poseo?

—Exacto. Vamos, seamos precisos. No puedes desplazarte a través de la materia, pero puedes moverte en cualquier dimensión mediante un simple esfuerzo de voluntad. Puedes moverte hacia arriba, hacia abajo, a derecha, a izquierda, oblicuamente y demás, pero no puedes atravesar la materia.

Wellby siguió pensando mientras Shapur insistía en la inconmovible solidez de las paredes, el suelo y el techo de bronce, en los que no había una sola rendija.

Resultó obvio para Wellby que Shapur, por mucho que creyese en la necesidad de reclutar cuadros de mando, apenas podía contener su deleite demoníaco ante la posibilidad de contar con un alma condenada común para divertirse.

—Al menos —observó Wellby, en un penoso intento filosófico—, tendré diez años felices que recordar. Sin duda es un consuelo, aun para un alma condenada al infierno.

—En absoluto. El infierno no sería infierno si se permitieran consuelos. Todo lo que se gana en la Tierra mediante pactos con el diablo, como en tu caso (o en el mío), es exactamente lo que uno podría haber ganado sin ese pacto si hubiera trabajado con empeño y plena confianza en..., eh..., Arriba. Por eso, estos tratos son realmente demoníacos.

Soltó una risotada hueca y jovial.

—¿Quieres decir que mi esposa habría regresado a mí aunque yo no hubiera firmado el contrato? —preguntó el indignado Wellby.

—Tal vez. Todo lo que ocurre es voluntad de..., eh..., Arriba. Nosotros no podemos hacer nada para alterar eso.

La congoja del instante debió de agudizar el ingenio de Wellby, pues fue entonces cuando se desvaneció, dejando vacía la habitación, a excepción del sorprendido demonio. Y la sorpresa se transformó en furia cuando el demonio miró el contrato de Wellby que, hasta ese momento, retenía en la mano para ejecutarlo de un modo u otro.

A los diez años (exactos, por cierto) de la firma del pacto entre Isidore Wellby y Shapur, el demonio entró en la oficina de Wellby, hecho una furia.

—Oye...

Wellby apartó los ojos de su trabajo, muy sorprendido.

—¿Quién eres tú?

—Sabes muy bien quién soy.

—En absoluto —negó Wellby.

El demonio miró al hombre de hito en hito.

—Veo que dices la verdad, pero no distingo los detalles.

De inmediato inundó la mente de Wellby con los acontecimientos de los últimos diez años.

—Oh, sí —dijo Wellby—. Puedo explicarlo, desde luego pero, ¿estás seguro que nadie nos interrumpirá?

—Nadie —rezongó el demonio.

—Yo estaba sentado en ese cuarto cerrado de bronce y...

—Eso no importa —interrumpió el demonio—. Quiero saber...

—Por favor, déjame contarlo a mi manera.

El demonio cerró las zarpas y sudó bióxido de azufre hasta que Wellby tosió con aire dolorido.

—Si te alejaras un poco... —le pidió Wellby—. Gracias... Pues bien, yo estaba en aquel cuarto cerrado de bronce y recordaba que tú insistías en que las cuatro paredes, el suelo y el techo no tenían ninguna rendija. Me pregunté por qué lo especificabas. ¿Qué más había además de paredes, suelo y techo? Habías definido un espacio tridimensional totalmente cerrado.

»Y eso era: tridimensional. El cuarto no estaba cerrado en la cuarta dimensión. No existía indefinidamente en el pasado. Tú dijiste que lo habías creado para mí. Así que, si viajaba hacia el pasado, eventualmente hallaría un punto del tiempo donde el cuarto no existiría y, entonces, habría escapado.

»Más aún, dijiste que yo podía desplazarme en cualquier dimensión y, ciertamente, el tiempo se puede considerar una dimensión. En todo caso, en cuanto decidí desplazarme hacia el pasado, me hallé retrocediendo en el tiempo a gran velocidad y, de pronto, ya no había bronce alrededor.

—Me imaginaba todo eso —exclamó el angustiado Shapur—. No podías escapar de otra manera. Lo que me preocupa es tu contrato. No eres un alma condenada común, de acuerdo, es parte del juego. Pero al menos deberías integrarte en los cuadros directivos; para eso te pagaron, y si no te entrego... abajo estaré en un gran lío.

Wellby se encogió de hombros.

—Lo lamento por ti, desde luego, pero no puedo ayudarte. Debiste de crear el cuarto de bronce inmediatamente después que firmara el papel, pues cuando salí del cuarto me hallé en ese punto del tiempo en el que yo hacía un trato contigo. Allí estabas de nuevo, y allí estaba yo; me acercabas el contrato, junto con un punzón para que me pinchara el dedo. Por cierto, como había retrocedido en el tiempo, mi recuerdo de aquello que se estaba transformando en futuro se disipaba, sólo que, al parecer, no del todo. Cuando me acercaste el contrato, de pronto tuve un mal presentimiento. No recordaba el contrato, pero tuve un mal presentimiento. Así que no firmé. Rechacé la oferta.

Shapur apretó los dientes.

—Debí haberlo sabido. Si los patrones de probabilidad afectaran a los demonios, me habría desplazado contigo hacia ese nuevo mundo probable. Tal como están las cosas, sólo puedo decir que has perdido los diez años felices con que te pagamos. Es un consuelo. Y al final te pillaremos. Ése es otro consuelo.

—Pero, ¿hay consuelos en el infierno? —replicó Wellby—. Durante los diez años que he vivido ahora, no he sabido lo que podría haber obtenido. Pero, ya que has puesto el recuerdo de esos diez años que pude haber vivido en mi mente, recuerdo que en el cuarto de bronce me dijiste que los pactos demoníacos no podían dar nada que no se pudiera obtener trabajando con empeño y confianza en Arriba. He trabajado con empeño y he confiado. —Volvió los ojos hacia la fotografía de su bella esposa y sus cuatro hijos, y luego recorrió con la vista la lujosa elegancia de su oficina—. Y tal vez escape del infierno. Eso trasciende tu poder de decisión.

Y el demonio, con un aullido horrible, se esfumó para siempre.

Isaac Asimov (1920-1992)




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El análisis y resumen del cuento de Isaac Asimov: El artilugio tridimensional (Gimmicks Three), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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