Esa insoportable picazón entre los hombros


Esa insoportable picazón entre los hombros.




—Caso 254. Paciente: Rufina Galván; veintidós años. En aislamiento —dijo el psiquiatra, mientras lideraba un grupo de estudiantes que recorrían los oscuros pasillos del pabellón sur del manicomio.

—¿Diagnóstico?

—Insoportable picazón entre los hombros.

Los estudiantes se detuvieron en vilo.

—Sepan ustedes disculpar la broma —dijo el psiquiatra, sonriendo—; sucede que de eso se quejaba la señorita Galván —y luego agregó—. Afortunadamente, ya no tiene síntomas; y tampoco diagnóstico, en realidad. Es una mujer completamente sana.

—¿Podemos verla? —preguntó un estudiante, visiblemente excitado.

—De ningún modo. Solo yo estoy autorizado para entrar a su celda.

—Es decir que se trata de una paciente violenta.

—En absoluto —dijo el psiquiatra—. No encontrará usted una mujer más dulce que Rufina.

—¿Entonces cuál es la razón para mantenerla en aislamiento, o en tal caso, internada en hospital para enfermos mentales? —preguntó el estudiante excitado.

—Las razones serían evidentes si usted pudiese ver a la señorita Rufina. Lamentablemente, insisto, esto no está permitido.

—¿Podría al menos profundizar un poco más acerca de su caso? Todo esto es muy irregular.

—Ciertamente —dijo el psiquiatra—. Hasta los dieciocho años de edad, Rufina era una alumna excelente, impecable, diría; con asistencia y notas perfectas. Sus padres aseguran que fue una hija amorosa, atenta, y notablemente obediente.

»Hace unos años, sin embargo, Rufina empezó a sentir una terrible picazón entre los hombros. Al principio continuó con sus ocupaciones con total normalidad, incluso con el mismo nivel de excelencia al que acostumbraba, pero poco a poco las cosas fueron cambiando. La picazón no cesaba, independientemente de cuánto Rufina se rascara.

»En este punto se le realizaron toda clase de análisis clínicos, que dicho sea de paso no arrojaron resultados de afecciones epidérmicas o subcutáneas. También se le hicieron estudios psicológicos y psiquiátricos para evaluar su estado mental. Tampoco se encontraron anomalías, patologías, psicosis, ni siquiera la más ligera desviación de la personalidad.

»Pero la picazón, de acuerdo a la descripción de Rufina, se tornó insoportable. Sus uñas ya no eran suficiente para aliviarla, siquiera momentáneamente; de modo tal que empezó a utilizar objetos afilados para rascarse: cuchillos, navajas, incluso un bisturí. Lentamente, la picazón se fue esparciendo a otras áreas de su cuerpo, como una infección.

»Por aquel entonces Rufina se recluyó en su habitación. Rara vez salía, salvo para darse largos baños de inmersión con el objetivo de aliviar la picazón. Nada de eso funcionó. Sus padres hicieron todo lo posible para mantenerla a salvo, pero la situación se tornó desesperada. Rufina se infligía heridas espantosas en la piel, sin suavizar en lo más mínimo su padecimiento. Gritaba, noche y día, hasta que sus gritos se transformaron en aullidos inhumanos. Fue entonces que la internaron aquí.

»Se volvieron a realizar estudios clínicos y no encontramos nada anormal en su piel; nada, al menos, que justificara esa picazón. También repetimos los análisis psiquiátricos, con los mismos resultados desconcertantes: Rufina era una chica totalmente sana.

»Durante la primera etapa de internación, la picazón se transformó en ardor, en una oleada o pulsión que abrasaba todo su cuerpo. Verla en ese momento era como observar a una mujer que se estaba quemando por dentro, literalmente. Sus alaridos eran horribles, y por eso se la colocó en aislamiento. Se restringió el acceso a su celda debido a sus brotes de violencia. Delgada como es, Rufina demostró poseer una fuerza sobrehumana. Se necesitaron cinco hombres para atarla.

»Imaginen ustedes el tormento que debió atravesar esta pobre muchacha. Los sedantes simplemente no tenían efecto sobre ella, de modo tal que pasó seis días atada en su celda, incapaz de rascarse, de morderse, sintiendo ese ardor insoportable en cada milímetro de su piel.

»Y entonces, de un día para el otro, los gritos cesaron.

»Esto alarmó poderosamente al personal de enfermería, pero nadie se atrevía a entrar en la celda. Rufina solía lanzar certeras dentelladas al aire cuando alguien se le acercaba lo suficiente. La responsabilidad recaía sobre mis hombros; de modo tal que abrí esa pequeña abertura corrediza que ustedes ven ahí, justo en la puerta de hierro de la celda, para verificar su estado general.

»En la oscuridad oí la voz de Rufina:

»—Ya me siento mucho mejor, doctor.

»Han pasado dos años desde aquel día, y la picazón nunca regresó.

—¿Dos años? —preguntó el estudiante— ¿Usted quiere decir que esa chica está en aislamiento desde hace dos años, a pesar de estar perfectamente sana?

—Efectivamente —dijo el psiquiatra—, pero no contra su voluntad. Rufina prefiere permanecer aquí. Se siente más cómoda de este modo, lejos de los demás. Hemos retirado el revestimiento acolchado de la celda, las amarras, y cuenta con una cama grande y confortable. Es, lo que se dice, una chica feliz.

—¡Es usted un canalla, doctor! —exclamó el estudiante— ¿Desde cuando la voluntad de un paciente determina si estará o no privado de su libertad?

—Creo que usted, estimado alumno, no alcanza a comprender la gravedad del caso —dijo el psiquiatra—; y por eso mismo lo invito a que ingrese a la celda conmigo. El resto, retírese de inmediato.

Entre murmullos, el resto de los estudiantes se perdió en los pasillos del pabellón sur.

—¿Está listo? —preguntó el psiquiatra.

El estudiante excitado asintió con la cabeza.

La puerta de hierro se quejó sobre las bisagras al abrirse. El interior de la celda estaba completamente a oscuras. Un silencio sepulcral flotaba en el aire.

—¿Rufina? —preguntó el estudiante— ¿Señorita Galván? ¿Se encuentra usted bien?

—Perfectamente —dijo una voz en las sombras.

El estudiante dio un paso adelante, pero el psiquiatra lo detuvo, apoyándole una mano sobre el hombro.

—No se lo recomiendo —dijo—. La primera vez puede resultar un tanto... aterrador, digamos.

Se oyó entonces un sonido extraño, quejoso, como si la chica intentara incorporarse con cierta dificultad.

—Descuide —dijo el psiquiatra—. No hay peligro. La señorita Rufina se siente en perfecto estado. De alguna forma, aquel día en el que cesaron los gritos ella consiguió zafarse del chaleco de fuerza. ¿Verdad, señorita Rufina?

—Es verdad, doctor —dijo una voz en la oscuridad.

—Ah, lo recuerdo como si fuera hoy —dijo el psiquiatra—. El ardor seguramente le resultó intolerable, pobre criatura, a punto tal de que se arrancó la piel a jirones: torso, abdomen, piernas, brazos; incluso el rostro. Recién entonces, cuando el metal reluciente quedó expuesto, Rufina se sintió mucho mejor.




Egosofía: filosofía del Yo. I Diarios de antiayuda.


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3 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Un brillante giro argumental. No lo vi venir.

@hadaverdetarot dijo...

Me ha parecido una historia entretenida, con un final impactante aunque no del todo inesperado. Creo que en la última escena podría haber sido interesante conocer más los detalles con una descripción mas detallada.

martin dijo...

Excelente lectura. Buen contenido, manteniendote conectado durante en todo momento.



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