El libro victoriano de los entierros prematuros


El libro victoriano de los entierros prematuros.




Si hablamos de la posibilidad de ser enterrado vivo es probable que lo primero que pensemos sea en el relato de terror de Edgar Allan Poe: El entierro prematuro (The Premature Burial), de 1844, donde un sujeto trastornado sufre de catalepsia, es decir, de ataques periódicos que lo conducen a un estado que fácilmente puede ser confundido con la muerte. Esto, naturalmente, lo lleva a tomar toda clase de precauciones para evitar ser enterrado vivo.

Mucho antes de que Edgar Allan Poe escribiera El entierro prematuro, el temor a ser enterrado vivo ya era algo común en la época, y no sin razones. Muchas personas eran enterradas prematuramente debido al desconocimiento médico de numerosas afecciones. Edgar Allan Poe simplemente olfateó ese miedo colectivo y lo transformó en uno de sus mejores relatos góticos.

De hecho, si observamos cuidadosamente la obra de Edgar Allan Poe notaremos que El entierro prematuro es apenas un relato acerca del miedo a ser enterrado vivo. Hay otros cuatro más en donde alguien, persona o animal, es enterrado antes de tiempo: Berenice (Berenice), El barril de Amontillado (The Cask of Amontillado), La caída de la Casa de Usher (The Fall of the House of Usher) y El gato negro (The Black Cat).

Casi treinta años antes del cuento de E.A. Poe, en 1816, se publicó un extraño libro titulado: El peligro del entierro prematuro (The Danger of Premature Interment), el cual causó una especie de histeria colectiva alrededor del tema.

En principio, el libro intentaba destacar algunos casos notables de entierros prematuros a lo largo de la historia, pero también explicar algunas tradiciones ancestrales a través de esas inhumaciones a deshora.

Por ejemplo, el libro deduce que la costumbre egipcia, y las de otros tantos pueblos de la antigüedad, de dejar lámparas y objetos valiosos en los sepulcros para que el fallecido disfrute de la vida de ultratumba, es consecuencia de entierros prematuros que, luego de ser descubiertos, se atribuyeron a manifestaciones del propio muerto quejándose de la falta de utensilios indispensables en el otro lado.

Para evitar este tipo de hechos desafortunados, insistimos, sobre los cuales no se intuía la posibilidad de que el sujeto haya sido enterrado vivo, los pueblos de antaño comenzaron a embalsamar a sus muertos. De este modo, el peligro de ser enterrado con vida quedaba elegantemente zanjado.

El peligro del entierro prematuro generó un verdadero caldo de cultivo para la histeria. Antes de su publicación, el siglo XIX ya estaba fascinado por el tema. Después de su aparición, esa fascinación mórbida se transformó en un horror tangible y perfectamente posible para cualquiera.

El libro presenta varios cientos de casos de reportes de personas enterradas estando vivas; y también de los errores comunes cometidos por la medicina de la época. Debido a eso, se empezaron a diseñar ataúdes equipados con dispositivos de emergencia para que el enterrado pudiera comunicarse con el exterior; por ejemplo, poleas internas que accionaban campanas ubicadas fuera del cajón, las cuales alertaban al sepulturero de un entierro apresurado.

El brote de pánico acerca de la posibilidad de ser enterrado con vida generó, además, toda clase de organizaciones bienintencionadas que divulgaban estos peligros e intentaban promulgar leyes que los redujeran al mínimo posible, como la Sociedad para la prevención de que las personas sean enterradas vivas (Society for the Prevention of People Being Buried Alive), fundada en 1896, la cual presentó una ley para que las personas solo sean enterradas cuando el hedor y la putrefacción de la carne fuesen evidentes.

Para apoyar la nueva legislación, que de hecho nunca se aprobó, sus propulsores presentaron los dudosos estudios del psiquiatra Enrico Morselli, quien le dio un nombre y un diagnóstico a los muertos que despertaban inesperadamente en sus ataúdes: Taphefobia.

Adicionalmente, este médico arrojó un dato escalofriante: el enterrado vivo promedio vivía unas dieciocho horas dentro del cajón antes de morir por falta de oxígeno.

Los que estaban a favor de la ley reforzaron sus argumentos presentando algunas cartas de George Washington, quien exigió a sus subalternos ser enterrado varios días después de ser declarado muerto.

Los únicos beneficiados por la histeria colectiva a propósito de ser enterrado vivo fueron, por un lado, los escritores góticos, y por el otro, los fabricantes de ataúdes. En este sentido, uno de los diseños más espectaculares perteneció a J.G. Kirchbaum, que en 1882 patentó un ataúd equipado con periscopio, sistema de ventilación y dispositivos de alerta que podían ser oídos a un kilómetro de distancia.

Tres años después, en 1885, el New York Times destrozó la invención de Kirchbaum al presentar el reporte de una mujer que había adquirido uno de sus ataúdes y, posteriormente, fue encontrada con claras evidencias de haber sido enterrada viva. Entre otras cosas, sus uñas se habían desprendido al rascar desesperadamente el interior del cajón.

Algunos estudiosos deducen que la costumbre de salir de casa equipado con toda la documentación correspondiente que valide nuestra identidad procede de aquellos años de pánico colectivo. En 1905, William Tebb recopiló más de doscientos casos de personas enterradas vivas, y lo que es aún peor, de sujetos que despertaron súbitamente durante la autopsia. En este punto vale recordar que los cadáveres sin ser identificados solían ser entregados a las escuelas de medicina para ser oportunamente diseccionados.

Casi cien años después de la publicación de El peligro de ser enterrado vivo, Sigmund Freud introdujo en 1919 la teoría de que el miedo a ser enterrado prematuramente tiene origen en una fantasía que, en principio, no tiene nada de aterradora: el retorno a la vida intrauterina.

En otras palabras, cuando pensamos en ser enterrados vivos nuestro subconsciente emite el recuerdo discontinuo de nuestra vida en el útero materno. Desde luego, no se trata de un recuerdo consciente, sino de una impresión mucho más profunda, que al no poder ser examinada por la consciencia se transforma en un impulso de miedo.

Edgar Allan Poe ya lo había anticipado en El entierro prematuro.


Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro?




Libros prohibidos. I Libros extraños y lecturas extraordinarias.


Más literatura gótica:
El artículo: El libro victoriano de los entierros prematuros fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sin dudas el temor profundo (¿e irracional?) a ser enterrado vivo en mi infancia y parte de mi adolescencia tenían como origen ese relato de Edgar Allan Poe, El Entierro Prematuro, siendo los cuentos de Poe los que más me atraían para su lectura.
Pero pasado un tiempo en mi adolescencia conocí en el cementerio más aproximadamente gótico de mi ciudad, Buenos Aires, el Cementerio de la Recoleta, la historia de Rufina Cambaceres, que cuenta que en su cumpleaños número 19 por ciertas cosas que se entera, y de la impresión que le provocaron, sufre un ataque y “fallece” en su habitación.
Al enterrarla en una bóveda (la familia de Rufina era una familia encumbrada de la alta sociedad argentina, de la cual a la época de la muerte de Rufina sólo quedaba su madre porque había perdido a su padre cuando tenía 5 años) unos días después se encuentra el ataúd desplazado de su lugar y al abrirlo, el horror de encontrar a Rufina de espaldas y con el rostro totalmente arañado.
Desde ese día cada vez que escucho entierro prematuro ya no imagino a Poe, sino imagino la desesperación de Rufina Cambaceres al despertar en su ataúd en una bóveda de La Recoleta…
Claro, primero habría que saber qué hay de cierto y qué de leyenda en esta historia.

Sebastian Beringheli dijo...

Conozco, aunque no tan detalladamente como vos, la historia de Rufina. Yo también soy de Buenos Aires y esa es, probablemente, una de las historias más macabras de los cementerios porteños. Si te animás, estás invitada/o a publicarla en el blog. Saludos!



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «La pequeña habitación» de Madeline Yale Wynne.
Poema de Emily Dickinson.
Relatos de Edith Nesbit.


Paranormal.
Poema de Charlotte Mew.
Relato de Walter de la Mare.