"El misterio de la campiña": Anne Crawford; relato clásico de vampiresas

El misterio de la campiña (A Mystery of the Campagna) es un relato de vampiros de la escritora inglesa Anne Crawford, baronesa Von Rebe (1846–1912), escrito en 1887 y publicado en 1891 bajo el título: Una sombra sobre la ola (A Shadow On a Wave), y firmado con el seudónimo Von Degen.

Los vampiros siempre estuvieron presentes en la herencia Anne Crawford, de hecho, fue hermana de Francis Marion Crawford, a quien también le debemos un verdadero clásico del relato de vampiros: Porque la sangre es la vida (For the Blood is the Life)

A pesar de ser el único cuento publicado por Anne Crawford, El misterio de la campiña rápidamente se convirtió en un clásico del relato de vampiros.

El misterio de la campiña relata un hecho tan sobrenatural como dramático: el hermano del narrador es atacado por una extraña mujer, pálida y seductora, cuyo apetito por la sangre solo puede ser equiparado por su metafórica voracidad sexual, tal como Anne Crawford la describe en el magnífico episodio donde la vampiresa es sorprendida en su sepulcro.

En cierta forma, El misterio de la campiña presagia una escena que se repite tanto en las novelas de vampiros como en el cine: la vampiresa que descansa en su ataúd, fresca, con las mejillas rosadas, exuberante de vida, con un delgado hilo de sangre que fluye de la comisura de sus labios hasta perderse en la siniestra voluptuosidad de su escote.



El misterio de la campiña.
A Mystery of the Campagna, Anne Crawford (1846-1912)

I
Relato de Martin Dataille sobre lo ocurrido en Vigna Marziali

Escucho a lo lejos la voz de Marcello tal vez porque, después de no acordarme de él durante varios años, acabo de encontrame con un viejo amigo que participó en aquella extraña historia. Estoy ansioso por contarla y, para ello, he pedido ayuda a Mnonsieur Sutton, quien por aquel entonces tomó buena nota de lo ocurrido y ahora desea unir su relato al mío, con el fin de recordar a Marcello.

Un día, ya en primavera, apareció en mi pequeño estudio entre los laureles y las verdes alamedas de Villa Medici.

–Vamos, mon enfant –dijo–, deja por un rato tus cuadros. –Y sin mas me quitó la paleta de las manos–. Tengo un carruaje esperando fuera. Vamos a buscar una ermita.

Mientras hablaba, aprovechaba para limpiarme los pinceles, y he de decir que aquella actitud me ablandó, porque lo cierto es que odio hacerlo yo. A continuación, me acercó mi chaqueta de terciopelo y descolgó mi abrigo de un clavo que había en la pared. Le dejé que me vistiera como un niño. Siempre hacíamos lo que quería, y él lo sabía. Poco después estábamos sentado en el carruaje, que recorría por la Vía Sistina de camino a la Puerta de San Giovanni, junto adonde había mandado al cochero dirigirse.

Tengo que contar mi historia como buenamente sé pues, a pesar de que mis compañeros me han dicho que puedo hablar inglés bien, qué sabrán ellos, lo de escribir es una cosa muy distinta. Monsieur Sutton me ha pedido que la cuente en su idioma porque hace tanto tiempo que no habla el mío que no está seguro de entenderme, pero me ha prometido que va a corregirme las faltas para que lo que yo les voy a contar no suene ridículo y la gente no se ría de lo que van a leer sobre Marcello.

Yo le aclaré que escribía la historia por mis compatriotas, no por los suyos, pero él no dejó de recordarme que Marcello tenía muchos amigos ingleses que aún viven y que a los ingleses no se les olvidan las cosas tan fácilmente como a nosotros. Como no vale la pena razonar con él, porque reaccionamos de muy distinta forma a como reaccionan ellos, finalmente, he tenido que acceder a su deseo. Estoy seguro de que tiene algún motivo que no me cuenta, pero yo me hago el loco. Eso sí, no voy a renunciar a traducir la historia a mi propia lengua para que la pueda leer mi gente. Me da la sensación de que el inglés no va al grano, no es un idioma directo, pero han de perdonarme si se me olvida. Pueden estar seguros de que no lo hago para ofenderlos. Y después de tantas explicaciones, permítanme seguir.

Una vez que dejamos atrás la Porta San Giovanni, el cochero redujo la velocidad todo lo que pudo, aunque he de decir que Marcello nunca fue un hombre práctico. ¿Y cómo iba a serlo, les pregunto, con una ópera en la cabeza? Avanzábamos lentamente y, mientras, él contemplaba el mundo que pasaba ante sus ojos con una expresión fantasiosa. Cuando empezaron a aparecer las primeras villas y viñedos, Marcello se quedó ensimismado.

Ya saben cómo es aquello: portones de hierro con el nombre o las iniciales oxidadas en la parte de arriba y, al otro lado, paseos flanqueados por rosas y lavanda, que conducen a una casita abanonada, con árboles y maleza, que llevan hacia la Campaña. Es tal la soledad que reina en aquel paraje que podrían asesinarte y nadie oiría tus gritos pidiendo auxilio. Nos detuvimos ante alguno de aquellos portones; Marcello se quedaba mirando, pero ninguno de aquellos lugares era de su gusto. Parecía como si pensara que podría conseguir la casa que le gustara, pero ninguna le complacía. Corría hasta las verjas y regresaba diciendo:

–La forma de esas ventanas me distraería.
O bien:
–Ese color amarillo arruinaría el dueto del segundo acto.

En cierta ocasión, si le gustó una de las casas, pero en el paseo había caléndulas y él las odiaba. Continuamos mirando una tras otra hasta que pensé que ya las habíamos visto todas. Por fin, llegamos a una que pareció gustarle, aunque estaba en un paraje tremendamente solitario. A mí me resultaba demasiado irritante vivir tan apartado del resto de la humanidad, sin más  compañía que aquellos olivos y encinas melancólicos a los que llaman ílices.

–Viviré aquí y me haré famoso –dijo con aire decidido mientras agarraba el pomo del hierro que hacía sonar una campana en el interior.

Nos quedamos esperando. Luego volvió a llamar con impaciencia y dijo un golpe con el pie en el suelo.

–¡Aquí no vive nadie, mon vieux! Venga, vamos, se hace tarde. Hay demasiada humedad, y ya sabes lo malo que es eso para la voz de un tenor.

–Dio otra patada con el pie y me cortó todo el enfado.

–¡Vaya! ¿Y tú eres el que dice que tiene voz de tenor? ¡Eres idiota! Un barítono tiene mucha más cabeza que tú; al menos, no le afecta nada. Además de que no tienes voz, me tienes por amigo tuyo. Venga, acompáñame a casa.

–Pero, ¿cómo iba a ir hasta allí y, además, a pie?–. Vete a cantar esas canciones ñoñas a las inglesitas. Te lo agradecerán con una repugnante taza de té y tú te sentirás como en el paraíso. Este es mi paraíso y aquí me quedo hasta que el ángel venga a abrir.

Estaba enrabietado y no atendía a razones. Era justo en momentos como aquél cuando yo sentía mayor aprecio por él, de modo que me dispuse a esperar. Me tapé la garganta con un pañuelo y canté una o dos piezas para evitar que la humedad me dejara ronco.

–¡Cálmate, guarda silencio! –gritó–. No puedo oír si viene alguien.

Por fin, apareció alguien. Era una especie de guarda, de aspecto rudo, un guardiano, (como lo llaman allá), quien nos miró como si pensase que estábamos locos. Estaba claro que uno de nosotros sí lo estaba, pero ése no era yo. Marcello habló en un italiano más que decente, aunque con acento francés, es cierto, pero el hombre lo entendió, sobre todo cuando vio la cartera con dinero que llevaba en la mano. Le escuché decir una retahíla de frases y, a continuación, vi cómo dejaba caer una moneda de oro en la mano encallecida del guarda; luego, ambos se encaminaron hacia la casa. El hombre se encogía de hombros en señal de resignación y Marcello me gritó:

–¡Será mejor que te vuelvas a casa en el carruaje o llegarás tarde a tu espantosa fiesta inglesa! Yo me quedo aquí esta noche.

He de dar fe que no me hice rogar dos veces y me marché. La voz de un tenor es igual de dominante que una mujer celosa. Aunque estaba furioso, me eché reír. El suyo era el temperamento de un artista y aunque a veces se nos antojara absurdo, sublime e irritante, enseguida se lo perdonábamos. Todos nos percatábamos de que cuanto más nos asemejábamos a él, más valor adquirían nuestros cuadros. No había llegado ni a las puertas de la ciudad cuando ya se me había pasado el enfado. Entonces, empecé a reprocharme el haberle dejado en aquel lugar tan solitario con la cartera llena de dinero. Marcello no era precisamente pobre, y aquello no era más que una provocación para que el guarda lo asesinase. Nada sería más fácil que matarlo mientras dormía y enterrado bajo los olivos o en alguna catacumba en ruinas, tan frecuentes en toda la Campaña. Seguro que había un centenar de lugar donde esconderlo una vez muerto. Mandé al cochero que se detuviera y le pedí que diera media vuelta, pero él movió la cabeza y dijo algo de que tenía que estar a las ocho en la Piazza de San Pedro. El caballo empezó a cojear, como si hubiera comprendido a su amo y fuese su cómplice. ¿Qué podía hacer yo? Me dije que era cosa del destino y que no tenía más remedio que volver a Villa Medici. Allí tuve que pagar al cochero una buena suma por nuestra alocada expedición y, a continuación, él se marchó. El caballo había dejado de cojear. Yo me quedé allí un poco desconcertado pensando en lo ocurrido en aquella tarde tan poco común.

Aquella noche no dormí bien, pese a que mi interpretación como tenor fue muy aplaudida y las inglesitas fueron muy cariñosas conmigo. Intenté no pensar en Marcello y no volví a acordarme de él hasta que me acosté. Y ya no pude conciliar el sueño, como les decía.

Me imaginé que ya estaba muerto, que el guarda lo había enterrado en la oscuridad de la noche. Me imaginaba a aquel hombre arrastrando su cuerpo, aquella hermosa cabeza golpeada contra las piedras, por entre oscuros pasadizos. Todo quedaba ensangrentado. El hombre lo cubría de tierra y se volvía para contar las monedas de oro. Pero, al final, me dormí, y soñé que  Marcello estaba junto al portón dando pataditas. Ya no pude seguir durmiendo y me levanté en cuanto amaneció. Me vestí y me dirigí a mi estudio al final del paseo de laureles. Descolgué la bata de pintar y recordé cómo me la había quitado Marcello. Cogí los pinceles que él había lavado por mí; estaban a medio aclarar y tiesos, con restos de pintura y jabón. Me alegré de estar enfadado con él y me sentí algo aliviado porque, si podía regañarle por haber limpiado tan mal los pinceles, eso querría decir que aún estaba vivo. A continuación, saqué el estudio que estaba haciendo de su cabeza para mi retrato de Mucio Escévola, en el que éste tenía apoyada la mano en la llama, y lo perdoné, porque, ¿quién podría contemplar aquel rostro y no enamorarse de él?

Trabajé con el fuego de la amistad ardiendo en mis pinceles e impregné aquellos rasgos con la expresión de desdén y obstinación que le había visto en la puerta. ¡Nada mejor que aquello para lo que me traía entre manos! ¿Acaso era aquella la última vez que iba a verle?

Se preguntarán por qué no dejé mi trabajo y salí a ver si le había ocurrido algo, pero había varias razones para no hacerlo. Apenas quedaba tiempo para nuestra exposición anula y yo acababa de empezar mi cuadro; además, mis colegas se habían apostado conmigo que no lo tendría listo para la fecha. Aquel día esperaba la visita de un modelo para el rey de los etruscos, un hombre que hacía cacahuetes fritos en la Piazza Montanara y había aceptado hacerme el favor de posar para mí. Y, además, para ser sinceros, la luz del día empezaba a poner fin a mis miedos nocturnos. Había buena luz para trabajar, y yo no era por naturaleza un ser fantasioso. Por eso, cuando me senté delante del caballete, me dije que había sido un tonto y que Marcello estaría a salvo.

El olor a pintura me ayudó a recuperar la sensatez. De hecho, pensaba que Marcello entraría en cualquier momento, cansado de su capricho, y que yo estaría preparado para echarle un buen sermón. Justo entonces alguien llamó a la puerta, y yo grité "Entrez", creyendo que era él, pero no. Se trataba de Pierre Magnin.

–Ahí afuera hay un hombre muy raro que quiere verte –me dijo–. Tiene tu dirección escrita con letra de Marcello en un trozo de papel sucio y, además, trae una carta para ti, pero no me la quiere dar. Dice que tiene que ver al signor Martino. Sería un modelo estupendo para un asesino. Sal y habla con él, y entretenlo mientras hago un esbozo de su cabeza.

Seguí a Magnin por el jardín. Allí fuera, porque el guardés no le dejaba entrar, estaba el guarda de ayer. Mientras hablaba dejaba entrever unos dientes blaquísimos:

–Buenos días, signore –como habría dicho cualquier cristiano. Lo cierto es que aquí en Roma, ya no tenía tanta pinta de matón; sólo parecía un pobre campesino idiota de tez morena. Tras él había una carreta de labrador esperándole; había atado su jaco a una argolla que había en la pared. Alargué la mano para que me diese la carta y luego hice como si me costara leerla, pues escrita a lápiz en una hoja de agenda:

“Mon vieux! He dormido muy bien. Este hombre me hospedará todo el tiempo que quiera. No te inquietes. No me ocurrirá nada, salvo que estaré terriblemente tranquilo. Tengo una idea genial en la cabeza. Ve a mis aposentos y cógeme algo de ropa, todos mis manuscritos, partituras y cuantas botellas de Burdeos encuentres. Dáselo todo a mi mensajero. ¡Y date prisa!

¡La fama se apresta a caer sobre mí! Si quieres verme, no vengas antes de ocho días. Si vienes antes, el portón estará cerrado a cal y canto. El guarda es mi esclavo y tiene instrucciones mías de matar a cualquier intruso que intente entrar haciéndose pasar por amigo mío. Y estate seguro de que lo hará. Me ha  confesado que ya ha matado a tres hombres”.

Está claro que aquello era un chiste de Marcello, algo muy propio en él.

“Cuando vengas, pásate por la estafeta de correos y recógeme la correspondencia. Ta mando mi identificación para que no tengas ningún problema. No te olvides de las plumas ni del tintero. Atentamente, Marcello”.

Solo quedaba saltar a aquel carromato, decirle a Magnin, que ya había acabado su esbozo, que cerrara mi estudio, y salir a galope tendido a cumplir sus órdenes. Nos dirigimos a su casa en la Vía del Governo Vecchio, y allí hice un paquete con todo lo que se me ocurrió que podría hacerle falta. La casera me hizo mil preguntas sobre cuándo volvería el signore. Marcello había pagado pagado las habitaciones por adelantado para no tener que preocuparse por el alquiler. Cuando le dije donde estaba, movió la cabeza y estuvo un buen rato hablando del mal tiempo que hacía allí. No para decir “pobre signorino”, con cierto tono melancólico, como si ya hubiera muerto. Cuando nos marchamos, se nos quedó mirando entristecida por la ventana. Todo aquello me puso de mal humos y, al mismo tiempo, hizo que me invadiera una corazonada. En la esquina de la Vía del Tritonte me bajé del carro y, por puro sentimentalismo, le di un franco a aquel hombre, y le grité:

–Salude al signore de mi parte. –Pero él no me oyó y siguió adelante mientras yo me moría por acompañarle. Marcello solía hacernos enfadar, pero todos le apreciábamos mucho.

Los ocho días pasaron antes de lo que imaginaba. Y llegó el jueves, todo brillante y soleado, el día de mi visita. A la una me dirigí a la Piazza de Spagna, donde hice tratos con un hombre que tenía un caballo rollizo, lo que me trajo a la mente lo mal que lo había pasado hacía una semana por culpa de los caprichos de Marcello. Nos dirigimos a buen paso a Vigna Marziali, nombre que olvidé decir antes. El corazón me latía con fuerza, aunque no sabía a qué se debía tanta emoción. Al llegar al portón del hierro, llamé, y fue el guarda quien respondió a mi llamada. Nada más poner los pies en el paseo con flores, vi cómo Marcello corría a mi búsqueda.

–Sabía que vendría –me dijo. Me cogió del brazo y nos dirigimos hacia una pequeña casita gris con una especia de pórtico, varios balcones y un reloj de sol en la fachada. Las ventanas llegaban hasta el suelo y, el lugar, para mi tranquilidad, parecía seguro y habitable. Marcello me dijo que le hombre no dormía allí, sino en una pequeña cabaña que se encontraba más abajo, hacia la Campaña, y que él cerraba la puerta con llave todas las noches, hecho que también me tranquilizó.

–¿Qué tiene para comer? –le pregunté.

–Carne de cabra, judías secas y polenta con queso de oveja. Hay todo el pan de centeno que quieras y vino agrio –me respondió sonriente–. Como puedes ver, no me muero de hambre.

–No trabajes mucho, mon vieux –le dije–. Tú vales mucho más de lo que valdrá nunca tu ópera.

–¿Tengo aspecto de estar agotado? –me preguntó, al tiempo que me miraba cegado por la luz del día. Me dio las sensación de que mi comentario sobre su ópera le había ofendido y me sentí ridículo de haberlo hecho.

Examiné atentamente su rostro, y él me me miró desafiante.

–No, aún no –le respondí de mala gana, porque era cierto que no podía decir que estuviese agotado, pero en lo más profundo de su mirada había una expresión de cansancio y, alrededor de sus ojos, una sombra imperceptible.

Me dio la impresión de que el gigante tenía los pies de barro. Aquella belleza de antaño ahora parecía, alguna forma, empañada. Estábamos de pie delante de la puerta y Marcello la empujó para abrirla. El guarda nos seguía con paso lento y ruidoso.

–He aquí mi paraíso –dijo Marcello y, a continuación entramos en la casa, que era como tantas otras de por allí. Un recibidor con bajorrelieves de estuco y una escalera con adornos antiguos conducían a las habitaciones del piso de arriba. Marcello subió los escalones a toda velocidad; le oí cerrar con llave una puerta y sacar luego la llave. Al terminar, bajó para encontrarse conmigo en el descansillo de la escalera.

–Este –dijo– es mi despacho –y abrió una puerta que tenía la llave puesta, lo que me hizo pensar que aquélla no era la habitación que le había oído cerrar antes–. Dime si no se puede escribir aquí como los mismísimos ángeles –gritó.

Yo me sentía tan cegado por aquel destello de luz que seguía a la oscuridad del pasillo, que, al principio, tuve que guiñar los ojos como búho; después, vi una inmensa habitación sin un solo mueble, salvo una mesa y una silla bastante toscas. En la silla se apilaban cientos de partituras.

–Si estás buscando los muebles –me dijo entre risas–, están afuera. Mira para acá –y me llevó por una puerta raquítica de madera toda carcomida y con un cristal de color verdusco. La abrió de golpe y fuimos a desembocar a una balcón de hierro forjado oxidado. Tenía razón. El mobiliario estaba fuera, quiero decir, fuera había una vista espléndida. Los Montes Sabinos, las Colinas de Albano y la inmensidad de la Campaña con sus torres medievales y sus acueductos en ruina, y aquella gran llanura que llevaba al mar. Todo relucía en calma bajo la luz del sol. Sin duda, era un buen sitio para escribir.

El balcón ocupaba la esquina de la casa; hacia la derecha vi una hilera de encinas que acababan en un bosquecillo de laureles que me parecieron ancianos. Apoyados en ellos, había restos de esculturas y algunos antiguos sarcófagos. Incluso desde tan lejos pude oír una pequeña corriente de agua que caía desde una antigua máscara hasta un pilón. Vi al guarda cavando para plantar repollos y cebollas. Me reí al recordar que le había confundido con un asesino. Al cuello llevaba una bolsita que le colgaba de un lado a otro sobre el pecho bronceado; parecía completamente inocente allí sentado en una columna mientras comía un trozo de pan de centeno con una cebolla que acababa de sacar del suelo y la cortaba en trozos con un cuchillo que poco tenía de daga. Pero no le conté a nadie nada de aquello porque estaba seguro de que Marcello se hubiera reído de mí.

Estábamos allí de pie, mirando cómo el hombre bebía con las manos agua de la fuente, cuando Marcello se asomó a la barandilla y lanzó un grito de «¡Eh!». El holgazán del guarda miró hacia arriba y asintió con la cabeza. Después, se levantó lentamente de la piedra en la que había estado semiarrodillado para alcanzar el chorro de agua.

–Es la hora de cenar –me dijo Marcello–. Te estaba esperando.

Entonces, oí al hombre arrastrar los pies por las escaleras. A continuación. entró con una cesta. Allí estaba el queso de leche de oveja al que llamaban pecorino, un pan de centeno tan apelmazado como una piedra, un bol de ensalada que parecía de hierbajos y una salchicha que llenaba la habitación de un fuerte olor a ajo. El guarda desapareció y volvió con un plato de carne de cabra con bastante mala pinta y una masa de polenta humeante. No estoy seguro de que no llevara aceite.

–Te dije que vivía muy bien, y ahora ves que tengo razón –me dijo Marcello. La comida estaba repugnante, pero tuve que comérmela. Menos mal que un poco de vino áspero y agrio, con un fuerte sabor a tierra y raíces, me ayudó a pasarla.

Cuando terminamos de comer, le pregunté:

–¿Qué tal tu ópera?, ¿cómo va?

–No quiero oír ni una palabra sobre ese tema –me gritó–. ¡Mira todo lo que llevo escrito! –y me enseñó un montón de hojas–. Pero no quiero hablar de ello. No voy a malgastar mi tiempo en contarte cuatro cosas.

Aquél no era el Marcello a quien le encantaba discutir sobre su trabajo. Le miré extrañado.

–Venga –dijo–, vamos al jardín. Allí podrás hablarme de nuestros colegas. ¿Qué están haciendo? ¿Ha encontrado ya Magnin una modelo para su Clitemnestra?

Le seguí la corriente, como siempre. Nos sentamos en un banco de piedra que había detrás de la casa y que daba al bosquecillo de laureles, y hablamos de alumnos y de cuadros. Yo quise dar un paseo hasta la hilera de encinas, pero él me detuvo.

–Si te asusta la humedad, te aconsejo que no vayas allí –dijo–. Ese sitio es como una cúpula. Mejor nos quedamos aquí. Y aprovecha para dar gracias por esta vista celestial.

–Vale, nos quedamos –le dije resignado.

Encendió un cigarrillo y me ofreció otro silencio. Si él no quería hablar, yo tampoco iba a decir ni una palabra. De vez en cuando hacía algún comentario insignificante, y yo le respondía de la misma manera. Me daba la sensación de que nosotros , viejos amigos del alma, nos habíamos convertido en unos extraños que parecían no conocerse más que de hace una semana, dos personas que habían pasado tanto tiempo separados el uno del otro que ya no les uniera nada. Había algo en él que se me escapaba.

Sí, aquellos de soledad habían creado una barrera de timidez, mejor dicho, de ceremoniosidad entre nosotros. Ya no me salía darle una palmadita en la espalda y gastarle las bromas que tanto me diviertieron antaño. Él también debía de darse cuenta de lo forzado de la situación; parecíamos dos niños que se volvían locos por jugar a algo que, ahora que podían, no sabían a qué jugar. A las seis me despedí de él. No tenía la sensación de dejar a Marcello; más bien era como si fuera a encontrarme con él en Roma aquella misma noche. Allí solo dejaba una sombra con su forma. Me acompañó hasta el portón y me dio la mano. Por un instante creí ver al verdadero Marcello. No volvimos a cruzar una sola palabra hasta que estuve a cierta distancia. Solo le dije:

–Avísame cuando me necesites.

Él me respondió:

–Gracias.

Durante todo el camino de vuelta a Roma no dejaron de darme escalofríos. Su mano estaba tan fría... No pude dejar de pensar en lo que le podía esta ocurriendo.

Aquella noche le conté mis miedos a Pierre Magnin, quien, tras mover la cabeza en señal de asentimiento, me dijo que la malaria se debía de estar apoderando de él y que algunas personas daban las primeras muestras de la enfermedad comportándose de un modo extraño.

–¡No puede quedarse allí! Debemos traérnoslo en seguida –grité.

–Ambos conocemos bien a Marcello y sabemos que no se puede hacer nada contra su voluntad –dijo Pierre–. Dejémosle en paz. Ya se cansará. No se va a morir de un brote de malaria. Cualquier tarde le tendremos aquí tan contento como siempre.

Pero no fue así. Me puse a trabajar a fondo en mi cuadro y lo acabé. Sólo me quedaban unos cuantos retoques y él aún no había dado señales de vida. Quizá se había dedicado de lleno a su trabajo o quizá había pasado demasiado tiempo sentado en aquel lugar tan húmedo, porque insisto en que aquello tenía todas las trazas de deberse a causa más bien tangible que a un mero capricho. En fin, fuera lo que fuera, caí enfermo, mucho más enfermo de lo que había estado en toda mi vida. Era casi de noche cuando me sentí indispuesto. Mis recuerdos sólo llegaban hasta ahí; he olvidado todo lo que ocurrió a continuación o, más bien, nunca lo supe. Magnin me encontró inconsciente, y me contó que estuve así algún tiempo y que luego me puse a delirar sin dejar de hablar de Marcello. Ya he dicho que estaba anocheciendo, pero hasta que el sol no hubiera desaparecido del todo no se podrían apreciar los colores en su plenitud. Esto es algo que saben los artistas mejor que nadie. Yo, por entonces, estaba dándadole los últimos toques a mi cuadro, a la cabeza de Mucio Escévola, es decir, la de Marcello. El resto del cuadro quedó bastante bien pero, la cabeza, que debía haber sido el centro del conjunto, parecía desdibujada y hundida. Daba la sensación de que el rostro se volvía cada vez más pálido, como si quisiera apartarse de mí. Un extraño velo se extendía fácilmente y sé determinadas combinaciones de colores que producen un efecto engañoso. Tengan en cuenta que el sol ya se había puesto y que el gris se había apoderado de todo. Fue esto lo que me hizo dar un paso atrás para observar mejor el cuadro.

En ese mismo instante, los labios, que se habían vuelto blancos, ¡se abrieron un poco y suspiraron! Era una ilusión, por supuesto. Para entonces ya debía yo de estar muy enfermo, en un estado de delirio, porque aquel suspiro me pareció real, era una especie de jadeo. Fue creo que entonces cuando me desmayé y, cuando volví en mí, estaba en la cama, con Magnin y el señor Sutton a mi lado; una Hermana de la Caridad se deslizaba por entre frascos de medicamentos y hablaba entre susurros. Le tendí mis manos; estaban delgadas y amarillentas, con las uñas blacuzcas y largas. Entonces escuché la voz de Magnin:

–Dieu Merci.

Y ahora el señor Sutton les contará algo de lo que no me enteré hasta mucho tiempo después.

II
Relato de Robert Sutton sobre lo ocurrido en Vigna Marziali

Siento un gran aprecio por Detaille y me alegro de haberle sido útil, pero nunca he acabado de compartir la admiración que siente por Marcello Souvestre, aunque creo que tiene sus virtudes. He de reconocer que tenía gran futuro por delante, pero era un tipo extraño, inconstante, no esa clase de persona a la que los ingleses nos molestamos en entender. Me dedico a escribir historias pero, como nunca me han atraído ese tipo de personajes, nunca me he parado a estudiarlos de cerca. Como digo, me alegraba serle útil a Detaille, que es un buen amigo, se mire por donde se mire, y no me importaba dejar mi trabajo e ir a sentarme al lado de su lecho. Magnin sabía que podía contar conmigo y, con buen criterio, acudió a mí cuando supo que su enfermedad era grave y que seguramente tardaría en curarse. Deliraba y no paraba de hablar de Marcello.

–Dime cuál es el motivo. ¡Sé que es una marcha fúnebre!

Y, entonces, se puso a tararear una melodía que, con mi buen oído para la música, en seguida me di cuenta de que no se parecía en nada a todo lo que yo había oído antes. La Hermana de la Caridad me lanzó una mirada terrible. ¿Cómo iba a saber ella que podemos sacar provecho de todo y que la observación no deja de ser algo mecánico? El pobre Detaille siguió repitiendo aquella curiosa melodía una y otra vez; luego se calló y empezó a contemplar su cuadro y a gritar que la figura se estaba borrando.

–¡Marcello, Marcello! ¡Tú también desapareces! ¡Déjame ir contigo!

Estaba tan débil como un bebé, y no se hubiera bajado de la cama si no llega a ser por el estado de delirio en que se encontraba.

–¡No puedo ir! –prosiguió–. ¡Me han atado!

Y hacía como si intentase desprenderse de la cuerda que le sujetaba las muñecas. Se echó a llorar.

–Pero, ¿es que nadie va a venir a buscarme, nadie va a traerme noticias tuyas? ¡Ah, si al menos supiera que estás vivo...!

Magnin me miró. Yo sabía lo que estaba pensando. Él jamás abandonaría a su compañero y yo debía ir en su busca. He de reconocer que no hice lo que hice de mala gana. Sentarme al lado de Detaille y escucharle en sus arrebatos era algo que me sacaba de quicio y, aunque la misión que me había encomendado no me seducía en lo más mínimo, no dejaba de tener cierto interés para un tipo como yo, así que accedí en ir tras Marcello. Magnin y Detaille me habían contado todo lo relativo a la extraña reclusión de aquel hombre. El mismo Detaille no dejaba de lamentarse de lo triste de aquella situación durante las cenas de la Academia, adonde yo a menudo acudía de invitado. Sabías que no iba a servir de nada llamar a la puerta de Vigna Marziali. Primero, no me iban a dejar entrar y, segundo, aquello iba a provocar la ira de Marcello e iba a levantar sus sospechas. Yo no había dejado de creer ni por un momento que no estuviera vivo, pero sí pensaba que estaba perdiendo la cabeza, algo muy normal entre sus compatriotas. En cualquier caso, la gente rara se vuelve aún más rara al caer el día y cuando anochece pierden el control, y es entonces cuando les sale el verdadero ser que llevan dentro. Por tanto, decidí actuar de noche; además, me di cuenta de que así sería más difícil que descubriesen mi presencia. Sabía que le gustaba deambular sin rumbo cuando era hora de estar acostado, así que no dudé ni por instante de que le vería por algún lado, y eso era lo que realmente quería. Lo primero que hice fue dar un paseo por fuera de la Porta San Giovanni. Estaba amaneciendo. Caminé sin parar hasta toparme con un portón de hierro que estaba a la derecha del camino; decía Vigna Marziali. Seguí andando, sin detenerme, hasta llegar a un pequeño paseo lleno de arbustos, que giraba hacia la derecha en dirección a la Campaña; estaba cubierto de guijarros y a ambos lados tenía hiedra y arbustos. Aún quedaban huellas de las últimas lluvias torrenciales, lo que me llevó a pensar que no debía de ser un camino muy transitado. Seguí avanzando con cautela, sin apartar la mirada de lo que tenía por delante y por detrás de mí, una costumbre que había adquirido en mis largas caminatas por los Abruzos. Llevaba un buen revólver, un viejo amigo, y no le temía a nadie. De repente, empecé a sentir un enorme interés por lo que me había  traído hasta allí y decidí que ninguna desagradable sorpresa me iba a impedir llevarlo a cabo. Cuando llegué bien abajo, me volví; Vigna Marziali quedaba ahora bastante apartada de donde yo estaba. Desde allí pude contemplar que, detrás de la vivienda, había un paseo de encinas que desembocaba en un bosquecillo de laureles. Más allá, había un pequeño huerto con una especie de chamizo en el centro, que quizá pertenecía al jardinero. Miré por si había alguna caseta para el perro, pero no vi ninguna, lo que me dio a entender que no había  perro guardián. En el otro extremo del huerto había un amplio sendero de hierba, bordeado por una valla, que salvé de salto. Ahora ya conocía el camino, pero no pude resistir la tentación de adentrarme un poco más. Y fue buena idea porque, justo detrás del vallado, había un arroyo con bastante agua, a causa de las lluvias, que resultó ser demasiado profundo para vadearlo y demasiado ancho para saltarlo.  Se me ocurrió que sería más fácil arrancar una tabla de la valla y ponerla encima a modo de puente. Medí la anchura a ojo y elegí la tabla que me pareció que podía encajar. A continuación, volví por donde había ido para encontrarme con Detaille en pleno delirio.

Como no me podía entender, me pareció una tontería seguir intentando consolarle, pero bien podría tener un momento de lucidez y, además, todo aquello empezaba a interesarme. Por lo tanto, hablé con Magnin y quedé con él en que, después de descansar un poco y comer algo, volvería aquella noche a la Vigna. Le dije a la casera que me iba al campo y que no regresaría hasta el día siguiente. Fui a Nazarri; cogí unos cuantos bocadillos y llené la petaca de algo que llaman jerez, pues, pese a no ser yo un gran bebedor de vino, no sé por qué tenía la certeza de que aquella noche se presentaba un tanto desapacible. Eran más o menos las siete cuanto me puse en marchz. Volví a hacer el mismo recorrido que por la mañana. Cuando llegué al camino, me pareció que todavía había demasiada luz como para cruzar el arroyo sin ser visto, de modo que me acomodé debajo del seto y me tumbé, bastante cubierto, como estaba, por la espesa cortina de hiedra. Poco acostumbrado a andar y cansado del paseo de la mañana, me quedé dormido. Cuando desperté ya era de noche. Las estrellas brillaban en lo alto. Una neblina húmeda se me había ido colando por la garganta y sentía frío. Le di un trago a la petaca; me supo a rayos, pero me hizo entrar en calor. Vi que mi reloj marcaba las once menos cuarto; me levanté, me sacudí las hojas y las ramita, y seguí camino abajo. Al llegar a la valla, me senté y me invadió la duda. ¿Qué esperaba encontrar? ¿Qué pensaba descubrir? ¡Nada! Nada, salvo que Marcello estaba vivo. Y aquello, estaba seguro, no era ningún gran descubrimiento. ¡Qué estúpido había sido! Me había dejado llevar por el halo de riesgo y misterio de aquella aventura, cuando hasta el más idiota hubiera abandonado ante tal cantidad de peligros. Buenos, al menos podría contar lo absurdo de mi comportamiento en alguna historia pero, como la experiencia no daba ni para escribir un capítulo, decidí esperar a tener algo más que contar.

–¡Venga! –me animé a mí mismo–. Eres un burro pero puede que, al final, podamos sacarle a esto algo de provecho.

Quité la última tabla de la valla sin hacer ruido. Había unos escalones para pasar y las tablas se movían con facilidad. Puse la table en el suelo no sin cierta dificultad, crucé con cuidado y me encaminé hasta el bosquecillo de laureles todo lo rápido y en silencio que pude. Reinaba una profunda oscuridad, y mis ojos tardaron un tiempo en acostumbrarse a ella, aunque, después de todo, no había mucho que ver: unos asientos de piedra en semicírculo y algunos fragmentos de columna, puestos en pie, que soportaban bustos antiguos. Un poco más a la derecha había una especia de arco con unos escalones que conducían a lo que bien podría ser la entrada a una catacumba. En medio de aquel recinto, que no era muy grande, había una mesa de piedra, firmemente fijada al suelo. Lo que no había era nadie, de eso estaba seguro. Acostumbrado a la oscuridad, me senté, dispuesto a comerme los bocadillos, porque me moría de hambre.

Ya que había llegado tan lejos, ¿no iba a haber nada que me compensara de tantas molestias? De repente, pensé que era absurdo esperar a que Marcello viniera a mi encuentro y se pusiera a hacer monerías con el único fin de darme gusto. ¿Por qué había imaginado que podría pasar algo en aquella arboleda? Pues no lo sé, pero parecía el sitio idóneo. Iría y vigilaría la casa y, si veía luz dentro, en cualquier parte, tendría la certeza de que él estaba allí. Cualquier idiota habría pensado lo mismo, pero un novelista inventa el escenario de su obra y espera que sus personajes se dejen caer por allí como marionetas. Es entonces cuando uno se sorprende al ver que no son personajes, sino seres reales. Al llegar al final de la hilera de encinas, vi la casa ante mí. Desde que había dejado atrás los árboles no había hecho otra cosa que encontrarme con repollos y cebollas. De repente, me di cuenta de que cualquiera que estuviese en el balcón podría verme fácilmente en aquel espacio abierto. Guiado por esta sospecha, me dispuse a volver sobre mis pasos, pero vi la luz a través de una ventana que no era la del balcón. Pero la luz se apagó en seguida, y vi brillar un destello en el óvalo del cristal de la puerta de debajo. Antes de que se abriera la puerta, tuve el tiempo justo de esconderme tras el tronco más grueso que tenía más cerca. Aproveché el ruido que hizo la puerta al abrirse para encaramarme al árbol cual felino y subirme a una rama. Como me imaginaba, fue Marcello quien salió. Estaba muy pálido y se movía como si fuera sonámbulo. A la luz de la vela que sostenía en una de sus manos me sorprendió ver lo alargada que se le había quedado la cara; aquella luz le proyectaba unas sombras sobre las mejillas hundidas y sobre sus ojos ensangrentados y ciegos. Tenía los labios tan blancos y la boca tan abierta que puede ver el brillo de sus dientes. Entonces, se le cayó la vela de la mano, pero siguió andando lentamente y con paso regular hacia la oscuridad de las encinas, mientras yo le miraba desde arriba. Si he de decir la verdad, tengo la impresión de que, aunque me hubiera cruzado en su camino, tampoco se habría dado cuenta de mi presencia.

Una vez que hubo rebasado el árbol, bajé y me dispuse a seguirlo. Me había quitado los zapatos y no hacía el más mínimo ruido; además, estaba convencido de que Marcello no se iba a dar la vuelta. Siguió andando con el mismo paso mecánico hasta llegar a la arboleda. Allí, me arrodillé detrás de un viejo sarcófago y me dispuse a esperar. ¿Qué es lo que iba a hacer? Se quedó completamente quieto, sin mirar a su alrededor, como si su reloj biológico se hubiese detenido de repente. Pensé que, después de todo, se estaba convirtiendo en un tipo interesante, desde un punto de vista psicológico, claro. De repente, levantó los brazos, como hacen los soldados que son heridos de muerte en el campo de batalla. A continuación, esperaba verlo caer todo lo largo que era pero, en cambio, dio un paso adelante. Miré en esa misma dirección y vi salir de la oscuridad a una mujer que debía de haberse escondido allí mientras yo esperaba delante de la casa. Ella se le acercó y apoyó su cabeza en su hombro. Marcello la abrazó. No pude verle el rostro porque su cara quedó oculta tras el cuello de él. ¡Y aquello fue todo! ¡Y pensar que me habían mandado a la caza y captura para espiar un vulgar lío de faldas! Su ópera y su ostracismo en nombre del trabajo, su negativa a ver a Detaille a menos que él lo hiciera llamar… Todo aquello no era más que la tapadera de una intriga corriente, que, por razones que sólo él debía saber, no sería perdonable en la ciudad. Estaba muy enfadado. Si Marcello se pasaba las noches alucinando en la humedad de aquel agujero, no era de extrañar que tuviera esa pinta de enfermo y medio loco. Yo sabía perfectamente que Marcello no era ningún santo. Bueno, además, ¿por qué habría de serlo? Pero tampoco lo tenía por un idiota. Tenía un montón de amoríos a sus espaldas y, como era una persona discreta, nadie se había metido en su vida, ni iba a ser quien lo hiciera ahora. Me dije que aquella mezcla de sangre francesa y el ingenio italiano. Recordé todos los pormenores de aquella aventura. Creo que en la raíz de mi enfado había cierto desengaño teatral por no haberlo encontrado asesinado. Me culpé a mí mismo por haberme molestado siquiera en descubrir aquel ridículo final: todo aquello por ver cómo abrazaba a una mujer entre sus brazos. No pude verle el rostro; de la cabeza a los pies le cubría una especie de velo largo y oscuro, pero sí pude distinguir que era alta y delgada, y vi relucir dos pálidas manos por debajo de su túnica. Mientras los contemplaba lleno de indignación, la pareja comenzó a andar, y aún abrazados, bajaron las escaleras. ¡De modo que ni siquiera la soledad de aquel bosquecillo de laurel valía para satisfacer la manía de Marcello por la intimidad! Permanecí allí un rato, pero luego me encaminé hacia donde habían desaparecido ellos y me puse a escuchar, pero todo estaba en silencio.

Encendí con cuidado una cerilla y me asomé. Vi los escalones a poca distancia por debajo de donde yo estaba pero, de repente, pareció como si la oscuridad se los hubiera tragado. Como me había imaginado, debía de ser una catacumba o quizá un antiguo baño romano que Marcello, sin duda, había acondicionado y, por qué no, tal vez estaban allí tomando un refrigerio. Mi estómago entonces me recordó que él también existía y que tenía sus necesidades. Lo cierto es que me sentía tan hambriento como enfadado, así que me senté en uno de los bancos de piedra para acabarme los bocadillos. En ningún momento se me había ocurrido quedarme a esperar a que aquella pareja de lunáticos saliera de nuevo a la superficie. Ya sabía la verdad de todo aquel asunto y había resultado ser una enorme farsa. Sólo quería regresar a Roma antes de que se me pasara el enfado para contarle a Magnin a qué misión de locos me había enviado. ¡Si quería pelea, la iba a tener! Durante todo el camino de regreso, fui inventado todo de mordaces discursos en francés pero, re repente, al ver que la puerta de la ciudad estaba cerrada, las ideas se me congelaron y petrificaron como el río de lava de un volcán. Había olvidado pedir un pase. Magnin debía haberme avisado. ¡Un nuevo motivo de queja contra aquel tipo! Me regodeé en mi propio resentimiento y aquello me puso de tal humor que empecé a caminar. Había casas fuera de la muralla, incluso pequeñas tiendas de comestibles, pero no se veía ninguna luz. No me importaba aporrear las puertas en mitad de la noche, así que me deslicé por un hueco que quedaba en una pared. A aquellas alturas ya estaba acostumbrado a esconderme; me arrebujé lo mejor que pude en mi abrigo, le eché otro trago a la petaca y me dispuse a esperar. Por fin abrió la puerta y entré intentando aparentar que no me había pasado toda la noche fuera como un bandido. Al ver que no llevaba equipaje, el sereno me miró cauteloso. Si hubiera llevado un simple macuto, me habría tomado por algún turista inglés inofensivo que se había dado el gusto de venir andando desde Frascati o Albano, pero un hombre enfundado en un abrigo, con las manos en los bolsillos, deambulando por las puertas de la ciudad al amanecer, como si regresara de dar una vuelta, era algo que confundía a los oficiales de guardia, que se limitaron a mirarme y a encogerse de hombros.

Por suerte encontré un cabriolé madrugador en la Plaza de los Lateranos, porque estaba muerto de cansancio. En seguida llegué a mi pensión de la Via della Croce, donde mi casera me hizo entrar rápidamente. Por fin pude quitarme la ropa empapada por rocío nocturno y acostarme. El enfado se me había pasado hasta cierto punto, pero sabía que no se me iba a olvidad aunque me echara a dormir. Una o dos horas no significarían nada para Magnin. ¡Seguro que seguía creyendo que aún estaba deambulando por Vigna Marziali! Dormí durante mucho tiempo, justo hasta que me despertó la casera. Sora Nanna, quien, de pie a mi lado, me decía:

–Hay un caballero que pregunta por usted.

–¡Soy yo, Magnin! –oí que decía una voz detrás de ella–. ¡No he podido esperar a que vinieses a verme! –Estaba ojeroso y me miraba con ansiedad–. Detaille sigue delirando –continuó–. Está mucho peor que antes. ¡Habla, por el amor de Dios! ¿Por qué no me dices nada? –y me cogió del brazo como si creyera que yo estaba dormido aún–. ¿No tienes nada que contarme? ¡Algo debes haber visto! ¿Viste a Marcello?

–¡O, sí, lo vi!

–¿Y bien?

–Bueno, se le veía bastante bien. Está vivito y coleando. Le abrazaban unos brazos femeninos.

Oí el estruendo de una puerta al cerrarse, seguido de un “Sacre Gamin” y, a continuación, unos pasos que bajaban los escalones dando saltos. Me sentí muy satisfecho de haberle causado tal impresión, así que me acosté y me dispuse a reanudar mi sueño. No podía dejar de sentir cierto aprecio por Magnin, que en ese momento seguramente estaría subiendo los escalones de la Escalinata Española de dos en dos y sudando por todos y cada uno de los poros de su piel. ¡Aquello no iba a ayudar nada a Detaille, pobre hombre! No entendería las noticias que le llevaba. Cuando ya había dormido lo suficiente, me levanté, me di un baño y comí algo; luego, salí a ver a Detaille. Él no tenía la culpa de que yo hubiera hecho el tonto, pero lo sentí por él. Le encontré delirando, igual que lo dejara el día anterior, tal vez incluso peor, como había dicho Magnin. Seguía gritando sin parar: “¡Marcello, ten cuidado! ¡Nadie puede salvarte!”. Lo decía con un tono débil y ronco, pero con la regularidad de un toque de difuntos, y movía los pies como si llevara mucho tiempo caminando y tuviera que seguir andando. Luego se detenía y estallaba en sollozos como un niño.

–Me duelen mucho los pies –murmuraba desconsoladamente–, ¡y estoy cansado! Pero llegaré. Ellos me siguen, pero yo soy más fuerte.

Después se ponía a luchar contra unos enemigos invisibles, batalla que interrumpía para volver a su cantinela, que alternaba con gritos. La voz con la que cantaba no tenía nada que ver con su tono de voz normal. Una y otra vez repitió aquella singular aria, que él mismo había bautizado como Marcha Fúnebre, y se me fue haciendo cada vez más desagradable. Si en realidad era una marcha fúnebre, seguro que no animaría ningún entierro cristiano. Mientras cantaba, las lágrimas le caían por las mejillas; Magnin se sentó a su lado y empezó a enjugárselas con tanta ternura como lo haría una mujer. Entre nota y nota de la canción, se cogía las manos sin apenas fuerza, ya que se encontraba muy débil, excepto en aquellos momentos en que le volvía a invadir el delirio y gritaba con tono desgarrador:

–Marcello, ¿por qué nos has abandonado? ¡Ya nunca más te volveré a ver!

Por fin, se calló durante un instante. Magnin se apartó de su lado y le cedió el sitio a la hermana; a mí me llevó a la otra habitación y cerró la puerta tras él.

–Ahora, cuéntame con todo detalle cómo viste a Marcello –me dijo.

Yo, entonces, le relaté mi absurda experiencia; me olvidé en todo momento de mi enfado, pues Magnin parecía demasiado abatido como para enfadarme con él. Me hizo contarle varias veces cómo eran la expresión y los ademanes de Marcello cuando salió de la casa, lo que pareció causarle más impresión que el propio asunto amoroso.

–La gente enferma hace cosas extrañas –comentó con gravedad–, y yo sigo creyendo que Marcello está muy enfermo y que corre un gran peligro.

Dicho esto, permaneció en silencio, se fue hacia la puerta y dijo en voz baja: “Ma soeur”. Ella le oyó; estiró las sábanas, le secó a Detaille una vez más las lágrimas y se acercó en silencio hacia donde estábamos con el pañuelo húmedo todavía en la mano. Era una mujer alta de aspecto fuerte, con unos penetrantes ojos negros y ademanes seguros. Por alguna extraña razón, se hacía llamar Claudius, en lugar de haber elegido un nombre femenino.

–Ma soeur –dijo Magnin–, ¿a qué hora dejó la cama Detaille y tuvimos que sujetarle?

–Eran las once y media pasadas –respondió inmeditamente.
Luego, él se volvió hacia mí.
–¿A qué hora salió al jardín Marcello?
–Bueno, podrían ser las once y media –respondí con desgana–. Yo diría que puede que hubieran pasado ya tres cuartos de hora desde que sonó mi reloj, pero no podría jurarlo.
Odio a la gente que intenta buscar misteriosas coincidencias, y era eso justamente lo que Magnin estaba tratando de hacer.
–¿Está segura de la hora, ma soeur? –le pregunté no sin cierta ironía.
Ella me miró tranquila con sus profundos ojos negros y me dijo:
–Oí cómo el Trinitá de Monti daba las once y media justo antes de que aquello sucediera.
–Tenga la bondad de contarle a Monsieur Sutton lo que ocurrió exactamente –dijo Magnin.
–Un segundo, monsieur–, y corrió al lado de Detaille, lo incorporó y le acercó un vaso a los labios, del que éste bebió mecánicamente. Después, se colocó en un lugar del pasillo desde el que poder ver al enfermo con la puerta abierta.
–Parecía como si el señor no oyera a nadie –empezó a contar mientras cogía le pañuelo para limpiar una silla. A continuación, se sentó.
–Eran las once y  media. Mi paciente estaba muy inquieto, quiero decir, más inquieto de lo que había estado hasta entonces. Habrían pasado cuatro o cinco minutos desde que el reloj había acabado de dar las campanadas, cuando, de repente, se quedó rígido y luego todo su cuerpo se puso a temblar con tanta fuerza que movía hasta la cama.

Hablaba un inglés excelente, como muchas de las Hermanas, así que me bastaba con oír su propio relato sin necesidad de traductor.

–Seguía temblando y pensé que le iba a dar otro ataque. Le dije a Monsieur Magnin que estuviera preparado por si había que ir a buscar al médico y, justo en aquel preciso instante, cesó el temblor y se quedó completamente rígido. Se le erizó el pelo; parecía como si los ojos se le fueran a salir de sus órbitas, aunque sé que no podía ver nada porque le pasé la vela por delante y no la vio. De repente, salto de la cama y corrió hacia la puerta. No pensé que le quedaran fuerzas. No le dejé avanzar; le cogí en brazos, pude porque ha adelgazado mucho, y me lo llevé de vuelta a la cama, a pesar de que se resistía como un niño. Monsieur Magnin llegó de la otra habitación justo cuando Monsieur Detaille intentaba volver a levantarse. Entre los dos le mantuvimos echado hasta que se le pasó la crisis, pero estuvo gritando el nombre de Monsieur Souvestre durante un buen rato. Después de aquel episodio, se quedó muy frío y exhausto, como es natural, así que le di un poco de caldo de carne, aunque todavía no era la hora.

–Creo que debería contarle a la Hermana todo lo que sabe –me dijo Magnin volviéndose hacia mí–. Más vale que la enfermera lo sepa todo.
–Muy bien –le contesté–, pero no veo en qué puede interesarle.
Ella misma me respondió:
–Todo lo que tenga que ver con nuestros pacientes nos interesa. Nada me va a impresionar, no se preocupe.

Después, se sentó; metió las manos en las largas mangas de su hábito y se dispuso a escuchar. Yo repetí toda la historia tal y como se la había contado a Magnin. Ella no apartó la mirada de mi rostro ni un solo momento y me escuchó con tanta frialdad como si fuese un médico que escucha un informe sobre un caso difícil. He de decir que a mí me resultaba casi sacrílego estar describiendo el comportamiento de unos jóvenes enamorados a una Hermana de la Caridad.

–¿Qué opina usted de todo esto, ma soeur? –le preguntó Magnin cuando había terminado.
–No tengo nada que decir, monsieur. Me basta con saberlo.

Sacó las manos de las mangas, cogió el pañuelo, que ya se había secado, y volvió tranquilamente junto a la cama del enfermo.

–Me pregunto si, después de todo, la habré impresionado –le dije a Magnin.
–¡Oh no! –respondió–. Están acostumbradas. Una Hermana es tan imperturbable como un confesor. Nada las sobrecoge. Yo he visto a la Hermana Claudius escuchar sin conmoverse los más abominables delirios y persignarse ante las más horribles blasfemias. Fue el verano pasado, cuando falleció el pobre Justin Revol. Tú no estabas aquí.
Magnin se llevó la mano a la frente.
–Tú también pareces enfermo –le comenté–. Vete a intentar domir, ya me quedo yo.
–Muy bien –respondió–, pero no me iré a menos que me prometas que vas a recordar todas y cada una de las palabras de Detaille y que vas a contármelo cuando despierte.

Y se dejó caer como un saco sobre el duro sofá y se quedó dormido inmediatamente. Yo, que me había enfadado tanto con él apenas unas horas antes, le puse un cojín debajo de la cabeza para que estuviese más cómodo. Me fui a la habitación contigua, desde la que se oía el monótono delirio de Detaille y a la hermana Claudius leer su libro de oraciones. Estaba anocheciendo; algunos miembros de la academia se acercaron a ver al enfermo e hicieron un gesto con la cabeza al ver su estado. Seguidamente, buscaron con la mirada a Magnin, pero yo señalé hacia la otra habitación con un dedo en los labios. Ellos asintieron y salieron de puntillas. No me costó mucho repetirle a Magnin las palabras de Detaille cuando se despertó, ya que eran siempre las mismas. Aquella noche vino otra hermana y, como la hermana Clauidius no iba a regresar hasta el mediodía, me ofrecí a hacer la guardia con Magnin, quien cada vez se mostraba más nervioso y cansado, como si presintiera que Detaille iba a sufrir un nuevo ataque como el de la noche anterior. La nueva hermana era una amable mujercita de aspecto delicado, a la que se le llenaban de lágrimas los ojos, de color miel, cada vez que contemplaba al enfermo; de vez en cuando se persignaba y apretaba con fuerza el crucifijo que le colgaba de las cuentas del rosario que llevaba alrededor de la muñeca. Sin embargo, era una persona serena, eficiente y tan puntual como sor Claudius a la hora de dar los medicamentos. El médico había venido por la tarde y cambió la medicación al enfermo. No dijo lo que pensaba del estado del paciente, pero sí que había que esperar una nueva crisis. Magnin pidió algo de cena; ambos nos sentamos en silencio, pero ninguno de los dos teníamos hambre. Él no paraba de mirar el reloj.

–Si vuelve a sufrir un nuevo ataque esta noche, morirá –comentó mientras apoyaba la cabeza sobre los brazos.
–Entonces, morirá por una causa estúpida –le dije enfadado. Pensé que se iba a echar a llorar, como suelen hacer los franceses, pero sólo era una forma de provocarlo, a modo de terapia. Así que, seguí–. ¡Morirá por culpa de un granuja que está haciendo el ridículo en un asunto que habrá terminado en una semana! Souvestre puede tener la fiebre que quiera, pero no me pidas que haga de su niñera.
–No es fiebre –dijo lentamente–. Lo que siento es un pánico horrible, creo que lo que me pone nervioso es escuchar a Detaille. ¡Escucha! Están dando las once. ¡Debemos estar atentos!
–Si de veras esperas que le dé otro ataque, deberías avisar a la Hermana –le dije.
Y le explicó en pocas palabras a la recién llegada lo que podía pasar.
–De acuerdo, señor –respondió ella, y se sentó al lado de la cama, Magnin a la cabecera, y yo junto a él. No se oía más que el lamento incesante de Detaille.

Y ahora antes de continuar con el relato, debo detenerme para suplicarle que me crean. Sé que les resultará difícil, lo sé. Yo mismo me he reído siempre de historias como ésta y nada me habría hecho darles crédito. Pero yo, Robert Sutton, les juro que sucedió de verdad. No puedo hacer más. Es la verdad. Habíamos estado vigilando a Detaille sin apartarnos de su lado. Tenía los ojos cerrados y estaba muy inquieto. De repente, se quedó inmóvil y empezó a temblar, exactamente como nos lo había descrito sor Claudius. Era un temblor extraño, pero uniforme. El armazón de hierro de la cama se movía como si alguien estuviera zarandeándola desde los pies y en el cabecero. A continuación, le sobrevino la rigidez de la que nos había hablado. No exagero si digo que no sólo pareció que se le erizaba el pelo, sino que realmente lo hizo. Una lámpara proyectaba la sombra de su perfil contra la pared que había a la izquierda de la cama y, mientras yo observaba la imagen que se dibujaba en la pared, vi cómo se levantaba el pelo hasta que la línea donde se unía con la frente se distorsionaba formando una especie de bulto. Abrió los ojos de par en par; tenía la mirada fija,  pero no nos veía. Esperamos a ver qué ocurría a continuación. La pequeña hermana se mantenía de pie cerca de él; apretaba con fuerza los labios y parecía algo pálida, pero estaba muy tranquila.

–No se asuste, ma soeur –susurró Mangin.
Ella respondió con firmeza:
–No monsieur.

Se aproximó aún más al paciente y puso sus manos, que estaba rígidas como las de un cadáver, entre las suyas, para darles calor. Yo le puse mi mano sobre el corazón; latía de forma tan imperceptible que pensé que se había detenido. Me incliné sobre sus labios yo no puede sentir la respiración. Parecía como si la rigidez se hubiera apoderado de todo su cuerpo. De repente, sin mediar un solo gesto y literalmente de un salto, se lanzó con enorme fuerza casi hasta el centro de la habitación. Nos vimos apartados de golpe. Lo agarré en un segundo, forcejeé con él con todas mis fuerzas para impedir que llegara hasta la puerta. Magnin había salido disparado contra la mesa, y puede oír cómo se rompían los botes de las medicinas al caer. Se había apoyado en una mano para no golpearse y ahora corría a ayudarme mientras la sangre le goteaba de un corte que se había hecho en la muñeca. La pequeña hermana se acercó corriendo. Detaille la había arrojado hacia atrás y ella había caído de rodillas; ahora, como habría hecho cualquier otra enfermera, intentaba taparle el pecho con un chal. ¡Menudo grupo debíamos formar los cuatro! ¿Cuatro? ¡Éramos cinco! ¡Marcello Souvestre estaba allí de pie delante de nosotros, justo en la puerta! Todos lo vimos, estaba allí. Nos miraba con la terrible lividez de su rostro, y nosotros nos quedamos paralizados; las manos le colgaban a ambos lados tan pálidas como su cara. Sólo sus ojos tenían vida y no dejaban de mirar a Detaille.

–¡Gracias a dios que has venido! –grité–. ¡No te quedes ahí como un idiota! ¿No vas a ayudarnos?

Pero él ni se movió. Yo estaba furioso; solté a Detaille y corrí hacia él para que se acercara, pero me di contra la puerta y sentí como si una tela de araña se apoderara de mí. Me tapaba la boca y los ojos en un claro afán por ahogarme y cegarme. Poco después, sentí si se desgarrara y se apartara de mí.
¡Marcello había desparecido! Detaile se había librado de los brazos de Magnin y yacía inerte sobre el suelo, como si sus miembros se hubieran descoyuntado. La Hermana se arrodilló a su lado e intentó levantarle la cabeza. Magnin y yo nos miramos; nos agachamos, lo levantamos en brazos y lo llevamos a la cama, mientras Marie recogía en silencio los frascos rotos.

–¿Lo ha visto usted, ma soeur? –oí que Magnin le decía con voz ronca.
–Sí, monsieur –le dijo con todo profesional: ¿Me permitiría, monsieur, que le vendara la muñeca?

Aunque le temblaba la mano, el vendaje fue perfecto. Magnin se fue a la habitación contigua. Oí cómo se dejaba caer sobre una silla. Detailla parecía dormir. Respiraba acompasadamente; tenía los ojos cerrados y las manos le descansaban sobre la colcha. No se había movido desde que lo dejamos allí. Me acerqué silenciosamente hacia donde estaba sentado Magnin. No se movía, pero repetía incansablemente:

–¡Marcello está muerto!
–Y si no lo está ya, está a punto de morir –respondí–. Deberíamos ir tras él.
–Si –susurró Magnin–, deberíamos, pero jamás lo alcanzaremos.
–Saldremos en cuanto se haga de día –añadí, y, después, ambos nos quedamos en silencio.
Cuando por fin amaneció, Magnin salió y encontró a alguien que ocupara su puesto. Luego, se limitó a decirle a sor Marie:
–No vamos a hablar de lo que ocurrió aquí noche.
–Tiene razón, monsieur –respondió ella con total tranquilidad, por lo que entendimos que podríamos confiar plenamente en ella. Detaille seguía durmiendo. ¿Acaso era aquella la crisis de la que había hablado el médico? Quizá, pero seguro que no se la había imaginado tan terrible. Insistí a mi compañero en que tomáramos algo antes de salir, así que desayuné, pero no puedo decir que saboreara lo que pasó por mis labios.

Contratamos un carruaje cerrado, porque no sabíamos lo que tendríamos que traer de vuelta a casa, aunque ninguno de los dos nos atrevimos a hablar de lo que pensábamos. Acababa de amanecer cuando llegamos a Vigna Marziali, y no habíamos intercambiado ni una sola palabra en todo el trayecto. Mientras el cochero miraba a su alrededor con curiosidad, llamé al timbre. A la llamada respondió inmediatamente con su presencia el guarda, del que ya les ha hablado Detaille.

–¿Dónde está el signore? –le pregunté a través del portón.
–Chio lo sa? –contestó–. Está aquí, por supuesto. No ha salido de la Vigna. ¿Desean que lo llame?
–¿Llamarlo? –Yo sabía que ninguna voz mortal podía llegar ya hasta Marcello, pero intenté hacerme la ilusión de que estaba vivo–. No –le dije–. Queremos darle una sorpresa. Seguro que se alegrará de vernos.

El hombre dudó, pero finalmente abrió el portón; nosotros entramos y dejamos el carruaje afuera esperándonos. Fuimos derechos a la casa; la puerta trasera estaba abierta de par en par. Durante la noche un vendaval había arrancado algunas hojas y trozos de ramitas de los árboles y los había esparcido por la entrada. Era evidente que la puerta había estado abierta desde que se habían caído. El guarda nos dejó solos, quizá para escapar del enfado de Marcello por habernos dejado entrar. Subimos por las escaleras, Magnin delante, pues conocía la casa mejor que yo gracias a la descripción de le había dado Detaille. Le había hablado de la habitación de la esquina, que tenía balcón, y supimos que Marcello estaría allí, absorto en su trabajo desde el amanecer. Entramos sin llamar. Pero no estaba. Tenía los papeles esparcidos por encima de la mesa, como si hubiera estado escribiendo, pero el tintero estaba seco y lleno de polvo. Aquella era una señal inequívoca de que no le había usado durante varios días. Entramos en silencio en las otras habitaciones. ¿Pudiera ser que estuviera durmiendo? No, no había deshecho la cama, lo que quería decir que no se había acostado en toda la noche. Todas las habitaciones, excepto una, estaban abiertas. El ver la puerta cerrada hizo que se nos acelerara el latido de nuestros corazones. Sin embargo, era raro que Marcello estuviese allí porque no había llave alguna en la cerradura. Me acerqué y vi salir luz a través de ella. Gritamos su nombre, pero no hubo respuesta. Llamamos con fuerza, pero no hubo señal alguna desde el interior. Apoyé el hombro en la puerta, que era bastante vieja y estaba agrietada, hasta que conseguí reventarla. Dentro no había nada, salvo un torno de escultor con algo encima cubierto por una sábana blanca. Al ver la tela, todavía húmeda, suspiramos profundamente. Podría llevar ahí muchas horas, pero en ningún caso un día entero. No la levantamos.

–Sería una ofensa –dijo Magnin, y yo asentí, pues entre artistas se considera casi un crimen desvelar la obra de un escultor a sus espaldas.

No dijimos nada de su nueva afición; era como si nuestras lenguas estuviesen selladas por una prohibición. La sábana colgaba ciñendo el objeto que había bajo ella y nos mostraba el contorno de una cabeza femenina y de su busto redondeado. La dejamos, pues, tal como estaba. Había una pequeña escalera de caracol que atravesaba el pasillo; la subimos y fuimos a desembocar a una especie de mirador desde el que se tenía una vista fantástica. Era una pequeña terraza abierta, construida en el tejado mismo de la casa, desde donde pudimos comprobar, a simple vista, que no había nadie por allí. Después estuvimos en la casa, que era pequeña y de construcción sencilla, pensada para ser usada sólo durante el verano. Nos inclinamos sobre la balaustrada y pudimos divisar el jardín. Sólo estaba el guarda, echado sobre los repollos, con las manos detrás de la cabeza, medio dormido. Desde el principio, había pensado en el bosquecillo de laurel, pero me había parecido más natural ir primero a la casa. Ahora, bajamos las escaleras en silencio y  nos dirigimos hacia allí. Mientras nos acercábamos, el guarda se nos aproximó con su pereza.

–¿Han visto al signore? –nos preguntó, y la estúpida serenidad de su rostro demostró que, al menos, no había tenido nada que ver con su desaparición.
–No, aún no –le respondí–, pero ya lo encontraremos en alguna parte. No se preocupe. A lo mejor ha salido a dar un paseo. No tenemos prisa. Por cierto, ¿qué esto esto? –le pregunté intentando fingir la más mínima de las preocupaciones. Estábamos bajo la pequeña bóveda que ya conocen.
–¿Eso? –dijo–. Nunca he estado ahí abajo, pero dicen que es muy antiguo. ¿Quieren verlo los signori? Voy a buscar un farol.

Asentí y él se fue a su caseta. Yo llevaba un par de velas en el bolsillo pues, había decidido explorar el lugar si no encontrábamos a Marcello. Era justo allí donde había desaparecido la otra noche y no había podido dejar de pensar en ello. No obstante, no saqué las velas pues pensé que el guarda podría sospechar si las veía.

–¿Cuándo vio al signore por última vez? –le pregunté cuando regresó con el farol.
–Le llevé la cena anoche.
–¿A qué hora?
–Era el Ave María signore –contestó–. Él siempre cena a esa hora.
Habría sido del todo inútil hacerle más preguntas. Resultaba evidente que no era una persona observadora y que habría sido capaz de mentir con tal de complacernos.
–Deja que baje yo de primero –le pedí a Magnin mientras cogía el farol.

A medida que íbamos poniendo los pies en los escalones un aire frío empezó a atenazarnos los pulmones. Abajo la oscuridad era total. Los escalones, por lo que podía ver a la luz de la vela, era de construcción reciente, al igual que la bóveda. Había una lápida en la pared y, pese a mi nerviosismo, me detuve a leerla, seguramente porque quería demorar el encuentro con lo nos esperaba allá abajo, fuere lo que fuere. La inscripción decía así:

“Questo antico sepulcro Romano scoprì il Conte Marziali nell’anno 1853, e piamente conservò”, lo que, traducido, quería decir: “El conde Marziali descubrió este sepulcro romano en el año 1853 y lo conservó piadosamente”.

Lo leí en menos tiempo del que he tardado en transcribirlo aquí y, a continuación, me apresuré en pos de Magnin, cuyos pasos resonaban por debajo de mí. Al acelerar el paso, un soplo de aire fresco me apagó la vela. Estaba intentando encontrar el camino, cuando un grito que provenía desde mucho más debajo de donde yo estaba me paralizó el corazón. Era un grito de pánico.

–¿Dónde estás? –chillé.
Pero Magnin gritaba mi nombre y no podía oírme.
–Estoy aquí, en la oscuridad –le gritaba yo.
Corrí tan rápido como me lo permitieron mis pies, pero aún quedaban varios tramos de escalera.
–¡Lo he encontrado! –oí que decía abajo.
–¿Vivo?

No hubo respuesta. De repente, divisé el destello del farol. Procedía de una puerta; Magnin se estaba asomando dentro. Según levantó la luz, pude verle el rostro. Su expresión me confirmó que nuestros temores eran ciertos. Sí, Marcello estaba allí. Yacía en el suelo, con la mirada fija en el techo, muerto y rígido, como pude comprobar en seguida. Permanecimos a su lado sin decir palabra. Después, me arrodillé y, por mero formalismo, le tomé el pulso y dije como si no me hubiera dado cuenta:

–Lleva muerto varias horas.
–Desde ayer por la tarde –añadió Magnin con la voz aterrorizada, pero no sin cierto tono de satisfacción, como si dijese: “¿Ves? Yo tenía razón.

Marcello yacía con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás; tenía la expresión tranquila, el aspecto de alguien que ha muerto de agotamiento, alguien que ha pasado inconscientemente de la vida a la muerte. Tenía el cuello de la camisa abierto, y éste dejaba ver una parte de aquel pecho de un blanco cadavérico. Justo sobre el corazón se podía distinguir un pequeño puntito.

–Pásame el farol –le susurré mientras me inclinaba sobre él.

Era un punto minúsculo marrón rojizo, que debía de haber cambiado de color a lo largo de la noche. Lo examiné con detenimiento y he de decir que me pareció como si le hubieran succionado la sangre y después le hubieran hecho una larga incisión. Era el pequeño derrame subcutáneo el que me permitía llegar a esta conclusión. La herida, casi imperceptible, estaba cerrada por una gotita de sangre coagulada. La exploré con el extremo de una de las cerillas de Magnin. Era una incisión superficial, por lo que podía ser obra de un estilete, pero quizá sí de una hoja más afilada o incluso el rasguño de una bala. Todo aquello era muy extraño. Por un impulso inexplicable, nos volvimos por si hubiera alguien más allí o una segunda salida. Era una locura suponer que el asesino, si lo hubiera, se iba a quedar junto a su víctima. ¿Quizá Marcello había hecho el amor con alguna bella campesina y había muerto a manos del amante de ésta? Pero, no aquello no era una puñalada. ¿Sería una gota de veneno esparcida sobre la herida la causa de su muerte? Miramos dentro de aquel lugar y pude comprobar que Magnin tenía los ojos llenos de lágrimas. Su rostro estaba tan pálido como el del que yacía boca arriba en el suelo y a quien yo en vano había intentado cerrar los ojos. La habitación tenía el techo bajo y estaba decorada con hermosos bajorrelieves de estuco, del mismo estilo que la estancia a la que, no muy lejos de allí, conducía el mismo camino. Las paredes y el techo estaban cubiertos con imágenes de genios alados, grifos y arabescos, modelados con increíble destreza. No había ninguna otra puerta, salvo aquella por la que habíamos entrado. En el centro se erguía un sarcófago de mármol, con las típicas figuras esculpidas en la parte superior; a un lado, Hércules acompañaba a una figura velada; al otro, una danza de ninfas y faunos, y en medio, quedaba un espacio en el que se leía la siguiente inscripción, grabada en la piedra y aún parcialmente coloreada con pigmento rojo:

D. M.
VESPERTIALE • THC • ALMA •
???O????S • Q • FLAVIS •
VIX • IPSE • SOSPES • MON
POSVUIT

–¿Qué es esto? –susurró Magnin.

Eran un pico y una palanca larga, como las que usa la gente del campo para excavar los bloques de toda, y Magnin, sin darse cuenta, les había dado una patada. ¿Quién podía haberlos llevado hasta allí? Todo apuntaba al guarda, pero él nos había asegurado que jamás había estado allí, y yo le creía, sabedor como era el terror que sienten los italianos por los sitios oscuros y abandonados. Pero, ¿para qué los quería Marcello? No se me ocurría qué curiosidad arqueológica podría haberle llevado a intentar abrir el sarcófago, cuya lápida, evidentemente, nunca se había llegado a levantar, lo que justificaba la expresión “lo conservo piadosamente”. Al ponerme de pie tras examinar las herramientas, me fijé en la línea de mortero donde la cubierta se unía la piedra inferior, y me di cuenta de que alguien había sacado parte de ella, quizá con el pico que tenía a mis pies. Lo toqué y noté que se desmenuzaba al más mínimo roce. Sin decir una palabra, cogí el pico. Magnin seguía mecánicamente mis movimientos con el farol. No sé qué era lo que nos hacía seguir adelante. Yo no pensaba en nada; me dejaba llevar por un irrefrenable deseo de comprobar qué había allí dentro. Vi que faltaba gran parte del mortero y que estaba hecho añicos en el suelo. No me llevó mucho terminar el trabajo. Le quité a Magnin el farol de la mano y lo puse en el suelo, desde donde iluminaba de lleno el rostro de Marcello. Gracias a aquella luz, vi que había una pequeña grieta entre los dos bloques de piedra. A continuación, conseguí introducir por allí el extremo de la palanca con un golpe de pico. La piedra se resquebrajó y crujió un poco. Magnin estaba temblando.

–¿Qué piensas hacer? –me preguntó mientras miraba alrededor del sitio donde yacía Marcello.
–Ayúdame –le grité, y los dos empujamos con todas nuestras fuerzas la palanca.

Soy un hombre fuerte, y sentí una especie de furia ciega cuando la piedra se negó a ceder. ¿Y si se rompía la barra? Cono otro golpe, la metí un poco más adentro y, luego, a modo de palanca, nos apoyamos en ella con los brazos extendidos y todos los músculos en tensión. La piedra se movió ligeramente y, casi desfallecidos, nos detuvimos para tomar aliento. Del techo colgaban los restos oxidados de una cadena de hierro que, en su tiempo, debió de haber servido para sostener una lámpara. Trepé al sarcófago y me las arreglé para colgar de allí el farol.

–¡Ahora! –dije, y volvimos a tirar de la tapa. 

Se movió, y estuvimos tirando y empujando alternativamente hasta que se desniveló y cayó hacia el otro lado con un estruendo tal que pareció que la paredes temblaban. Por un instante, me quedé sordo, mientras del techo caían trocitos de estuco. Cuando nos hubimos repuesto del susto, nos asomamos al sarcófago y miramos dentro. La luz lo iluminaba de lleno y vimos… ¿Cómo decirlo? Allí yacía, entre pliegues de harapos carcomidos, el cuerpo de una mujer en perfecto estado con el rostro ligeramente sonrosado, los labios carmesí y el pecho color perla, que parecía moverse acompasado ante un delicioso sueño. La tela putrefacta que la envolvía ofrecía un horrible contraste con su hermoso cuerpo, joven como el amanecer. Los brazos le descansaban junto al cuerpo; tenía la palma de las manos vueltas un poco hacia afuera y los ojos tan apaciblemente cerrados como los de un niño dormido; su largo cabello, que brillaba con un tono rojizo a la tenue luz que venía de arriba, formaba innumerables trenzas primorosamente peinadas, bajo las que se dibujaban pequeños rizos que le caían sobre la frente. ¡Habría jurado que en las venas azules de aquel seno divino palpitaba la vida!

Nos quedamos totalmente paralizados. Magnin se inclinó sobre el borde, tan pálido como si estuviera muerto, lívido. Pero, ante esta inexplicable visión, seguro que yo estaba tan pálido como él. Los labios parecían enrojecer más a cada instante que pasaba. ¡Se hacían más y más rojos! Entre ellos asomaban unos pequeños dientes color perla; jamás antes me habían llamado la atención. Entonces, vi caer sobre el redondeado mentón de la joven una gota de color rubí claro y, a continuación, la vi resbalar hasta el cuello. Sentí tal terror ante la visión de aquel cadáver viviente que mis ojos no pudieron soportarla por más tiempo. Al retirar la mirada, me encontré una vez más con la inscripción, pero ahora pude verla y leerla entera: “A Vespertilia”. Estaba en latín, e incluso el nombre latino de la mujer sugería algo maligno. Pero todo el horror de la verdadera naturaleza de aquel ser había permanecido oculto a los ojos de los romanos bajo la expresión griega t?? a?µt?p?t?d??, la bebedora de sangre, la mujer vampiro. Y Flavius, su amante, vix ipse sospes, quien se salvó a sí mismo de aquel abrazo mortal, la había enterrado allí y había sellado su sepulcro en la confianza de que el peso de la piedra y la dureza del mortero fraguado guardarían para siempre al bello monstruo a quien él había amado.

–¡Asesina infame! –grité–. ¡Has matado a Marcello! –y me sobrevino una fría sed de venganza–. Dame el pico –le dije a Magnin. Aún puedo escucharme a mí mismo diciendo estas palabras.

Él lo cogió y me lo alargó como en un sueño; tenía la mirada perdida, y las gotas de sudor le brillaban en la frente. Cogí mi cuchillo, y con el largo mango de madera del pico hice una estaca fina y afilada. Luego, me encaramé sobre un lado del sarcófago, sin apenas sentir más que una ligera repugnancia, y coloqué los pies sobre los pliegues de la mugrienta mortaja de Vespertilia, que crujió bajo mi bota como si fueran cenizas. Miré durante un instante aquel pecho blanco, pero sólo lo hice para escoger el mejor punto, allí donde la red de venas azul celeste relucía como las turquesas. Entonces, de un golpe, dirigí la afilada estaca a través de la palpitante blancura y se la clavé. A continuación, se oyó un chillido espeluznante, tan horrible que creí que me iban a estallar los oídos pero, incluso entonces, no sentí ni miedo ni terror. Hay ocasiones en la vida en que somos inmunes a esos sentimientos. Me detuve y le volví a mirar el rostro, que sufría una horrible transformación, ¡horrible y última!

–¡Maldita vampira! –dije tranquilamente, dominado como estaba por la ira–. ¡No volverás a hacer más daño!

Luego, sin mirar a su cara maldita, me bajé de aquella horrible tumba. Levantamos a Marcello y, lentamente, lo llevamos escaleras arriba, tarea harto difícil, pues el camino era estrecho y él estaba ya muy rígido. Reparé en que los escalones eran antiguos hasta el final del segundo tramo; más arriba, el pasillo moderno era más ancho. Cuando llegamos arriba, el guarda estaba echado sobre uno de los bancos de piedra. Sabía que no le íbamos a estafar en sus honorarios, y le di un par de francos.

–Hemos encontrado al signore –intenté decir con tono despreocupado–. Está muy enfermo y lo vamos a llevar al carruaje.

Había puesto mi pañuelo sobre la cara de Marcello, pero el hombre sabía también como yo que estaba muerto. Los pies rígidos denotaban aquella verdad, pero a los italianos no les gusta verse involucrados en asuntos como aquél. Tienen un miedo casi infantil a la policía. El guarda se limitó a decir:

–¡Pobre señor! Sí, está muy enfermo. Será mejor que se lo lleven a Roma.

Mientras nos dirigíamos hacia la hilera de encinas con nuestra carga, el guarda se mantuvo a cierta distancia de nosotros y nos acompañó al portón. No quería que le viera el cochero, que estaba amodorrado en el pescante. Nos costó meter el cadáver de Marcello dentro del carruaje, y el cochero no dejo de mirarnos desconfiado. Yo le expliqué que habíamos encontrado a nuestro amigo muy enfermo y, al mismo tiempo, le puse una moneda en la mano y le dije que nos llevase a la Via del Governo Vecchio. Él se metió la moneda en el bolsillo y ordenó a los caballos ir al trote, mientras nosotros nos sentamos sujetando el cuerpo rígido, que se balanceaba como una muñeca rota con cada piedra del camino. Por fin llegamos a Via del Governo Vecchio; nadie nos vio meterlo en la casa. Como delante de la puerta no había ningún escalón, el cochero paró justo en la puerta y nadie prestó atención a lo que llevábamos. Lo metimos en su habitación y lo tumbamos en la cama. De repente, nos dimos cuenta de que tenía los ojos cerrados; quizá había sido por el movimiento del carruaje, aunque era muy extraño. La patrona se comportó justo como yo esperaba que lo hiciera, ya que, como les he dicho, conozco muy bien a los italianos. Ella también fingió que el signore estaba muy enfermo y se ofreció para traer un médico. Cuando creí que lo mejor era decirle que eraba muerto, nos dijo que debía de haber fallecido justo en ese momento, pues ella le había visto mirarnos y cerrar los ojos de nuevo. Ella siempre le había advertido que comía demasiado poco y que acabaría enfermando. Sí, sin duda era su mala salud y los aires de ahí fuera lo que le habían matado. Eso, y el exceso de trabajo. Cuando terminó triunfante su actuación, a cuyas palabras dijimos en todo momento que sí, pues ninguno deseábamos la publicidad que acarrea una investigación policial, salió corriendo a buscar a algún chismoso que le hiciera compañía. Así falleció Marcello Souvestre y, con él, Vespertilia, la bebedora de sangre.

No hay mucho más que contar. Marcello yacía tranquilo y hermoso sobre la cama. Los estudiantes llegaban y se quedaban mirándolo en silencio; a continuación, se arrodillaban en silencio, rezaban una oración, se persignaban y se marchaban para siempre. Nosotros fuimos corriendo a la Villa Medici; Detaille estaba durmiendo y la hermana Claudius lo vigilaba con una expresión de satisfacción dibujada en su rostro impenetrable. Cuando entramos, se levantó sin hacer ruido y se acercó a la puerta.

–Se recuperará –dijo en voz baja.
Y estaba en lo cierto. Cuando Detaille se despertó y abrió los ojos, nos reconoció de inmediato, y Magnin gritó: “¡Gracias a Dios!”
–¿H estado enfermo, Magnin? –le preguntó apenas sin fuerzas.
–Has tenido algo de fiebre –le respondió Magnin rápidamente–, pero ya estás bien. Ha venido a vertemonsieur Sutton.
–¿Ha estado aquí Marcello? –fue la siguiente pregunta.
Magnin lo miró fijamente.
–No –fue todo lo que dijo, y dejó que su rostro contara el resto.
–¿Está muerto?
Mangin se limitó a bajar la cabeza.
–¡Pobre amigo! –murmuró Detaille para sí.

Luego cerró los ojos y se volvió a dormir. Pocos días después del entierro de Marcello, regresamos a Vigna Marziali a recoger los objetos que le habían pertenecido. Mientras recogía con cuidado las distintas páginas del manuscrito de la partitura de la ópera que Marcello estaba escribiendo, me llamó la atención un fragmento idéntico al que Detaille no había dejado de cantar durante su delirio y lo anoté. Es curioso pero, cuando se lo comenté más tarde, Detaille no se acordaba de nada; es más, me dijo que Marcello nunca le había dejado ver el manuscrito. Respecto al busto que permanecía cubierto con la sábana en la otra habitación, lo dejamos allí sin destaparlo para que el tiempo se hiciera cargo de él.

Anne Crawford (1846-1912)





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El análisis y resumen del relato de vampiros de Anne Crawford: El misterio de la campiña (A Mystery of the Campagna) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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