«El Antimacasar»: Greye La Spina; relato y análisis.


«El Antimacasar»: Greye La Spina; relato y análisis.




El antimacasar (The Antimacassar) es un relato de vampiros del escritora norteamericana Greye La Spina (1880-1969), publicado originalmente en la edición de mayo de 1949 de la revista Weird Tales.

Antes de introducirnos en el cuento de Greye La Spina, habrá que decir qué es un antimacasar, básicamente un paño colocado en los respaldos de una silla, sillón o butaca. Su nombre proviene del aceite de macasar, especie de loción capilar utilizada en la época victoriana que luego se empleó para preservar la tapicería.

Haciéndole honor a su título, El Antimacasar es uno de los cuentos de vampiros más extraños del pulp, donde lo cotidiano a menudo se confunde con lo sobrenatural y las excentricidades del vampiro victoriano evolucionan hacia una nueva concepción del terror.

Greye La Spina explora en El Antimacasar la verdadera naturaleza de las mujeres vampiro. La protagonista, Lucy Butterfield, conoce a una niña de doce años llamada Kathy, confinada en su cuarto debido a la fiebre reumática. A pesar del carácter dulce de la enferma y los cuidados que se le brindan, poco a poco se descubre una perturbadora dinámica dentro de la casa. La niña, en definitiva, padece una enfermedad mucho más atroz que las diagnosticadas por la medicina tradicional.

Kathy siente un hambre atroz, implacable, que no logra saciarse con la comida. Sus síntomas, por otra parte, parecen intensificarse con la presencia de las flores de madreselva que cuelgan en su cuarto, plantas que antiguamente se utilizaban como remedio casero para retrasar el voraz apetito de los vampiros.




El Antimacasar.
The Antimacassar, Greye La Spina (1880-1969)

—No duró mucho tiempo. —dijo la voz resentida de Mrs. Renner.

Lucy Butterfield volvió la cabeza sobre la almohada, de modo que pudiera escuchar mejor los murmullos que sonaban al otro lado de la puerta de su dormitorio. Estaba dispuesta a espiar una conversación en aquella casa de sucesos extraños, si con ello pudiera encontrar alguna clave que la condujera a la misteriosa desaparición de Cora Kent.

—Porque no era una buena mujer, señora. Fue demasiado para ella. Tendría usted que haberlo sabido, si es que Kathy no lo supo.

Lucy sabía que aquélla era la voz de Aaron Gross, el pobre anciano a quien, según le había explicado su patrona, había recogido de una mísera granja del condado para que le hiciera los recados. Era una voz aguda y cacareante, bastante en consonancia con el hombre seco y menudo a quien pertenecía.

—¡Shhh.,.! ¿Quieres despertarla?

Lucy se sentó entonces en la cama, ya completamente despierta ante aquellas voces bajas que sonaban en el pasillo, fuera de su dormitorio. El saber que no querían que escuchara lo que su patrona y el hombre estaban discutiendo, introdujo cierta fascinación —medio maliciosa, medio en serio— en su acción de escuchar, casi involuntaria.

—Kathy tiene que ser alimentada —dijo el agudo murmullo de Mrs. Renner—. ¡Escúchala ahora! ¿Cómo voy a hacerla callar? ¡Dímelo!

Lucy también escuchó. Desde una de las habitaciones cerradas situadas a lo largo del pasillo, escuchó un suave gemido, dándose cuenta entonces de que lo que había estado oyendo desde hacía varias noches no era un sueño. Kathy Renner, de doce años de edad, confinada en su cama a causa de las fiebres reumáticas, y a quien se le negaba el solaz de una simpática compañía por temor a que la excitación pudiera producirle un ataque al corazón, estaba gimiendo suavemente:

—¡Mamá! ¡Tengo hambre! ¡Mamá! ¡Tengo hambre!

¡Aquella pobre niña! Allí sola durante todo el día, sin nadie con quien hablar, y llorando toda la noche a causa del hambre. El asco de Lucy se sublevó contra la falta de eficacia de Mrs. Renner. ¿Cómo podía una madre escuchar aquel lastimero ruego sin atenderlo? Se escuchó la voz ronca de Mrs. Renner, como si un inexplicable presentimiento le impulsara a dar una explicación:

—¡Escúchala! ¡Oh, mí pequeña Kathy! No puedo soportarlo. No puedo llegar hasta ellos esta noche, pero mañana voy a sacar esa madreselva.

Los ojos grises de Lucy vagabundearon por la habitación, hasta posarse con extrañeza sobre un jarrón alto de madreselvas amarillas, débilmente visible en la semipenumbra de una estantería situada en el viejo escritorio, entre las dos ventanas que daban al sur. Era para ella algo muy agradable el que su patrona se las trajera diariamente frescas, pues su dulce y penetrante perfume parecía formar parte de la vida campesina a la que se había entregado durante unas vacaciones de dos semanas, dejando por ese tiempo su nuevo y responsable puesto de jefe de compras en el departamento de lencería de Munger Brothers, en Filadelfia.

—No lo haga, señora. Lo sentirá si lo hace. ¡No lo haga! —protestó agudamente la quejumbrosa voz de Aaron—. Ya sabe lo que sucedió con la otra chica. No puede seguir así, señora. Si ahora sucede lo mismo, no será como la primera vez, y entonces tendrá un problema doble. Acuérdese de mis palabras. ¡No lo haga! Los accidentes son una cosa; pero a propósito es otra. Permítame coger una estaca aguda, señora, y...

—¡Silencio! Vuelve a la cama, Aaron. Déjame esto a mí. Después de todo, yo soy la madre de Kathy. No vas a detenerme. No voy a permitir que siga teniendo hambre. Te digo que vuelvas a la cama.

—Bueno, la puerta de ella está cerrada y hay madreselvas dentro. Esta noche no puede hacer nada —. accedió Aaron, con un gruñido.

Los pasos se fueron alejando suavemente por el pasillo. La antigua granja holandesa de Pennsylvania, situada en la región de Haycock, se hundió en el silencio, a excepción del quejumbroso gemido procedente de la habitación de la niña.

—¡Mamá! ¡Tengo hambre! ¡Mamá!

Lucy permaneció despierta durante mucho rato. No conseguía dormirse mientras continuaba aquel desgraciado murmullo. Teniendo como fondo aquel extraño sonido, sus pensamientos se detuvieron en la razón de su estancia en la granja de Mrs. Renner, alejada del camino, en el condado de Bucks. Todo había comenzado con la desaparición de Cora Kent, la inmediata superior de Lucy en el departamento de lencería de Munger Brothers. Al final de su período de vacaciones, Cora no había vuelto al trabajo, y las investigaciones realizadas sólo pudieron poner de manifiesto el hecho de su desaparición. Se había marchado al campo en su cupé, llevándose un pequeño telar y cajas de hilos de colores.

A Lucy le había agradado la señorita Kent como compañera de trabajo y por eso consintió de mala gana en hacerse cargo de su responsabilidad. Alguien tenía que asumir la tarea y Lucy era la siguiente. Le tocaba su período de vacaciones tres semanas después del de la señorita Kent y ella insistió en disfrutarlas como una preparación parcial para hacerse cargo de su nuevo trabajo. Decidió recorrer el campo para ver si podía descubrir alguna clave que explicara la misteriosa desaparición de Cora Kent. Tenía la sensación de que Cora no se podía haber alejado mucho, así es que estableció su cuartel general en Doylestown, capital del condado de Bucks, mientras continuaba la tarea de detective que ella misma se había impuesto.

Encontró una pista en la región de Haycock, en las afueras de Quakertown, donde había numerosas granjas aisladas. En el museo de Doylestown se enteró de los nombres de los tejedores de la comarca y, después, sus preguntas la llevaron a la granja de Mrs. Renner. Al tercer día de su período de vacaciones, Lucy llegó a un acuerdo con Mrs. Renner para pasar una semana en su granja, con pensión completa, y recibir lecciones con el propósito de aprender a tejer. En la habitación del piso superior que daba a la fachada y que iba a ser la suya, Lucy lanzó una exclamación de entusiasmo al ver la colcha que cubría la vieja cama, los tapetes que había en el lavabo, y el antiguo escritorio con sus altas estanterías y cajones a ambos lados del elevado espejo. La atención de Lucy se dirigió hacía un sillón tapizado con un material que, según Mrs. Renner, había sido tejido por ella misma, pero, por encima de todo, se sintió atraída por el antimacasar prendido con un alfiler en el respaldo del sillón. Mrs. Renner dijo con una cierta inquietud que aquello no lo había tejido ella misma, y su mirada evitó rápidamente los ojos escrutadores de Lucy. Propuso comprárselo e inmediatamente Mrs. Renner desprendió el alfiler y dijo secamente:

—Tómelo. Nunca me gustó. Me agrada esta oportunidad de desprenderme de él.

Cuando Lucy regresó a Doylestown para recoger sus pertenencias, escribió una breve nota dirigida a la madre de Stan y le incluyó el antimacasar. Dio también a su futura suegra la dirección de Mrs. Renner. Lucy sabía que la madre de Stan, con la que mantenía excelentes relaciones, quedaría encantada con aquel tejido antiguo, y estaba segura de que se lo enseñaría a Stan cuando viniera a casa a pasar con ella el fin de semana, después de terminar las clases semanales de sus ya avanzados estudios de medicina.

El antimacasar no tenía un aspecto tan estrafalario como le había parecido al principio. Era una bonita obra de artesanía, aun cuando el dibujo central había sido hecho de cualquier modo. Los bloques decorativos de las esquinas y de las partes central superior e inferior no estaban tan pobremente diseñadas, y las marcas irregulares que cruzaban el centro eran divertidas; parecían una especie de símbolos antiguos. Mrs. Brunner quedaría encantada al recibir una pieza de un tejido evidentemente original. Lucy se prometió a sí misma descubrir quién había confeccionado aquel tejido, una vez contara con la confianza de la patrona.

Preguntó directamente a Mrs. Renner si Miss Cora Kent había estado alguna vez en aquel lugar. La patrona la observó de una forma extraña y negó haber escuchado siquiera aquel nombre. El viernes por la mañana, su segundo día de estancia en la granja Renner, Aaron Gross trajo a Lucy un paquete de la lavandería de Doylestown, donde ella había dejado ropa a lavar. El hombre actuó con tanta desconfianza y temor que Lucy quedó extrañada. Cuando ella deshizo el paquete y apartó la envoltura, él la cogió y la arrugó como si temiera que alguien se diera cuenta de que ella había dado su dirección antes de acudir a la granja. Lucy contó las pequeñas piezas; había once en lugar de diez. Había un pañuelo que no le pertenecía y que tenía bordadas unas iniciales. Fue entonces cuando Lucy recibió el primer impacto de una siniestra intuición. El pañuelo llevaba las iniciales «C. K.». Cora Kent tenía que haberlo dejado en alguna parte, por aquel vecindario.

También había una nota de la lavandería, escrita a lápiz. El pañuelo había sido enviado equivocadamente a otro cliente y se devolvía ahora, pidiendo disculpas, a la dirección de su propietaria. Aquello significaba que Cora Kent había estado en la granja Renner. Mrs. Renner había mentido deliberadamente al decir que nunca escuchó aquel nombre.

Lucy levantó la mirada al oír el sonido de una blusa almidonada. Se encontró con Mrs. Renner, que miraba fijamente el pañuelo de Cora, con las cejas fruncidas, los labios apretados, y sus ojos negros casi cerrados. Mrs. Renner no dijo nada: sólo se quedó mirando fijamente. Después, de repente, se volvió de espaldas y entró en la casa. Lucy se sintió alterada sin saber exactamente por qué, pues la deliberada mentira de Mrs. Renner era, en sí misma, un misterio.

Esta sólo era una de las pequeñas cosas que empezaron a preocuparla, como, por ejemplo, la puerta cerrada con llave de la habitación donde estaba confinada Kathy Renner. Mrs. Renner le había dicho en un tono definitivo que no deseaba que nadie molestara a Kathy excitándola, pues podía sufrir un ataque al corazón a causa de sus fiebres reumáticas. Al parecer, Kathy se pasaba el día durmiendo, pues a Lucy se le pidió que no hiciera ruido en la casa durante el día. Por la noche, el ruido no molestaba a la pequeña niña enferma ya que, de todos modos, se mantenía despierta.

Ahora, Lucy estaba sentada en la cama, escuchando las llorosas quejas de la niña. ¿Por qué la madre de Kathy no daba algo de comer a la pobre niña? El morirse de hambre no estaba incluido en ningún régimen contra las fiebres reumáticas. Se escuchó el débil sonido de una puerta abriéndose y los lamentos disminuyeron. Después, Lucy se acostó, deslizándose cómodamente en la cama, dispuesta a dormir, con la sensación de que ya se habían atendido las necesidades de Kathy.

Las enigmáticas observaciones de Mrs. Renner y la malhumorada desaprobación de Aaron sobre el comportamiento de su patrona, refiriéndose a alguna otra ocasión anterior, se fueron desvaneciendo con el sueño en la aún activa mente de Lucy. No fue hasta la tarde del día siguiente cuando, al entrar en su habitación para coger las tijeras que podría necesitar en su aprendizaje con el telar, se dio cuenta, recordando repentinamente las palabras de su patrona murmuradas la noche anterior, de que el jarrón de madreselvas brillaba por su ausencia. Se preguntó inútilmente qué relación podría existir entre los lamentos de hambre de Kathy y las madreselvas. E, incluso, con ella misma.

Con la vaga idea de obstaculizar el propósito de Mrs. Renner, insinuado la noche del viernes a Aaron, Lucy se las arregló para arrancar varías ramas de lilas y de madreselvas, asomándose por la ventana abierta, evitando astutamente el tener que llevarlas a través de toda la casa. Las colocó en el pesado vaso de gres para los dientes que se encontraba en el anaquel del lavabo. Lucy pensó maliciosamente que, para quitar aquellas flores, Mrs. Renner tendría que ponerse al descubierto y explicarle qué razones tenía para llevárselas. La patrona había limpiado una mesa en la gran sala de estar del piso bajo, donde el elevado telar de Mrs. Renner ocupaba mucho espacio, y había dejado sobre ella un pequeño telar de unos treinta y cinco centímetros de anchura. Lucy lo examinó con interés, pues reconoció inmediatamente uno de los modelos vendidos en la tienda donde trabajaba. No le dijo nada de esto, pero miró con desconfianza a Mrs. Renner cuando la mujer le explicó que se trataba de una máquina muy antigua que le había dado hacía años una antigua estudiante que ya no la necesitaba. Había una urdimbre blanca de hilo en punto de cruz, para realizar un bordado sencillo, explicó Mrs. Renner.

—¿Qué clase de bordado puede hacerse en punto de cruz? —preguntó Lucy, pensando en el antimacasar que había enviado a la madre de Stan; la pieza con la pequeña mano atravesada sobre figuras bordadas en ella.

—Toda clase de bordados —contestó Mrs. Renner—. Con punto de cruz se puede hacer casi todo. La mayor parte se trata de trabajo hecho a mano —manipuló las palancas ilustrando lo que decía a medida que hablaba—. Será mejor que, al principio, haga usted bordados sencillos. El trabajo hecho a mano no resulta tan fácil y ocupa mucho más tiempo.

—El antimacasar que me dio es trabajo hecho a mano, ¿verdad? —probó a preguntar Lucy.

Mrs. Renner le lanzó una mirada extrañamente velada.

—Mañana podrá usted bordar una toalla blanca de algodón con orillas de colores —dijo bruscamente—. No vale la pena empezar esta noche. Es un trabajo difícil con las lámparas de queroseno.

Lucy dijo que apenas si podía esperar. Le parecía increíble estar a punto de confeccionar los bordados de una toalla con sus propias manos y dentro de los breves límites de un mismo día. De todos modos, se dirigió a su habitación bastante temprano y, tal y como había hecho desde el principio, cerró la puerta con llave, una costumbre adquirida en las pensiones de la ciudad donde había vivido. Se agitó en su profundo sueño y se despertó ante el sonido del pomo de la puerta, que giró cautelosamente; después, pudo escuchar unos débiles pasos que se retiraban y el gemido de la pequeña niña enferma, quejándose:

—¡Mamá, tengo hambre!

Le pareció escucharlo tan cerca que, por un momento, casi creyó que la niña se encontraba muy cerca de su puerta cerrada con llave. Creyó oír decir a la niña:

—¡Mamá, no puedo entrar! ¡No puedo entrar!

A la mañana siguiente, Mrs. Renner no se encontraba evidentemente muy bien. Sus ojos estaban rodeados por círculos oscuros y llevaba un pañuelo algo suelto y atado alrededor de su cuello, aunque el calor sofocante del día parecía suficiente como para haberle hecho renunciar a cualquier artículo de ropa superflua. Cuando Lucy se sentó ante el telar, ella le enseñó a cambiar los hilos, y preparó la lanzadera para efectuar un tejido sencillo; después, la dejó allí trabajando y se dirigió al piso superior para arreglar la habitación de su huésped. Cuando bajó, momentos después, se dirigió directamente hacia Lucy, con una expresión ceñuda en el rostro y los labios duramente apretados.

—¿Puso usted esas flores en su habitación? -preguntó.

Lucy dejó el trabajo y volvió el rostro hacia Mrs. Renner, fingiendo sorpresa, pero su intuición le dijo que en aquella pregunta se escondía mucho más de lo que aparecía en la superficie.

—Me gustan mucho las flores. —murmuró, con desaprobación.

—No son buenas en una habitación por la noche —espetó Mrs. Renner—. No son saludables por la noche. Esa es la razón por la que saqué las otras. No quiero que haya flores en mis dormitorios por la noche.

El tono de su voz era el de una orden y el resentimiento natural de Lucy, así como su ahora excitada curiosidad, le hicieron mostrarse rebelde.

—No tengo ningún miedo a tener flores en mi habitación por la noche, Mrs. Renner —insistió con tozudez.

—Bueno, yo no las quiero —dijo la patrona con un tono de voz y una actitud airados.

Lucy elevó las cejas.

—No veo ninguna buena razón para discutir por unas pocas flores, Mrs. Renner.

—He tirado esas flores, señorita. Y no necesita traer más, porque haré lo mismo con ellas. Si quiere usted permanecer en mi casa, tendrá que pasárselas sin flores en su dormitorio.

—Si lo plantea de esa forma, desde luego que no llevaré flores a mi dormitorio. Pero, con franqueza, debo decirle que eso de que no sean saludables me parece algo tonto.

Mrs. Renner avanzó con paso decidido. Parecía sentirse satisfecha ante la afirmación de su autoridad como dueña de la casa. El resto del domingo se pasó iniciando a Lucy en las intrincadas tareas del bordado decorativo con punto de cruz, hasta el punto de que cuando llegó la noche, Lucy ya había terminado una pequeña toalla de algodón blanco, con bordes en color. Aquella noche, Lucy se quedó medio dormida en la hamaca. El aire fresco del campo y el abundante suministro de buena comida campestre se combinaron para llevar una rápida pesadez a sus párpados. Se despertó cuando un pequeño perro callejero, al que había visto de vez en cuando salir y entrar en el establo de la granja Renner, comenzó a ladrar furiosamente alrededor de las raíces de unos arbustos cercanos, poniendo finalmente al descubierto un pequeño frasco azul casi lleno de pastillas blancas. Apartó al perro y recogió el frasco, mirándolo curiosamente. Un escalofrío de recelo recorrió su cuerpo.

Había visto un frasco igual en la mesa del despacho de Cora Kent, y Cora le había comentado algo en el sentido de que el ajo era bueno para las personas inclinadas a la tuberculosis. Lucy desenroscó la tapa del frasco y olió su contenido. El olor era inconfundible. Deslizó rápidamente el frasco en el interior de su blusa. Ahora, no tenía la menor duda de que Cora Kent había estado allí antes que ella, como huésped de la casa Renner. Ahora sabía que el pequeño telar debía ser el de Cora. Otra prueba muda era el pañuelo con las iniciales. Lucy subió a su habitación y volvió a cerrar la puerta con llave. Como una medida adicional de precaución, deslizó el respaldo de una silla bajo el pomo de la puerta. Por primera vez desde que llegó allí, empezó a sentir cierta amenaza sobre su propia seguridad. Sus pensamientos se dirigieron hacia las flores que Mrs. Renner había apartado de la ventana. ¿Por qué aquella mujer había adoptado una posición tan dura en esa cuestión? ¿Por qué le había dicho al viejo Aaron que iba a «sacar las madreselvas»? ¿Qué había en las madreselvas que impulsara a Mrs. Renner a quitarlas de la habitación de su huésped, como sí aquello tuviera algo que ver con las quejas de Kathy Renner: «¡Mamá, tengo hambre!»?

Lucy no podía situar en su lugar correcto todas las piezas del rompecabezas. Pero la expresa mención de las madreselvas le hizo tomar la decisión de arrancar algunas más de la parra que subía por la pared de la ventana. Si Mrs. Renner no las quería en la habitación. Lucy estaba decidida a tenerlas allí. Abrió lentamente la ventana y se asomó al exterior. Quedó paralizada. Todos los brotes de madreselvas que se encontraban al alcance de la mano habían, sido violentamente arrancados y arrojados al suelo, bajo la ventana. Alguien había previsto ya su reacción. Volvió a cerrar la ventana y se sentó en el borde de la cama, extrañada e inquieta. Si Mrs. Renner abrigaba inicuos propósitos misteriosamente relacionados con la ausencia de madreselvas, Lucy sabía que no podría enfrentarse adecuadamente a la situación que pudiera plantearse. Podría haber sido muy divertido a plena luz del día. Podría haberse dirigido hacia el cobertizo donde estaba aparcado su coche. Aun cuando «ellos» hubieran averiado el vehículo, Lucy suponía que siempre podría andar o echar a correr hasta alcanzar la carretera principal, por donde, sin duda alguna, pasarían camiones y coches; pero no era ésa la situación, en la aislada granja Renner, oculta detrás de colinas pobladas de espesos bosques.

Se dijo a sí misma que se estaba comportando como una boba demasiado imaginativa, estúpida y supersticiosa. ¿Qué tendrían que ver las madreselvas con su propia seguridad personal? Se preparó para meterse en la cama y apagó con decisión la lámpara de queroseno. Se sintió invadida por el cansancio y no tardó en caer en un profundo sueño. No escuchó, pues, el sibilante murmullo de Mrs. Renner:

—¡Shhh...! ¡Kathy! Puedes venir ahora, Kathy. Está dormida. Mamá ha sacado las madreselvas. Ya puedes entrar. ¡Shhh...!

Tampoco escuchó la quejumbrosa protesta del viejo Aaron:

—No puede hacer eso, señora. Déjeme que coja la estaca. Será mucho mejor de ese modo, señora.

Ningún sonido llegó hasta Lucv, profundamente dormida en su habitación cerrada con llave. Sus sueños eran extraordinariamente reales v cuando finalmente se despertó, en la mañana del lunes, se encontró lánguidamente echada en la cama, recordando el último sueño en el que una niña vestida de blanco se había acercado tímidamente a su cama, deslizándose junto a ella hasta que sus propios brazos rodearon a la pequeña y tímida intrusa. La niña acercó sus pequeños y cálidos labios a su cuello, en lo que Lucy creyó ser un beso, un beso como Lucy no había experimentado jamás en su vida. Sintió una punzada cruel. Pero cuando se disponía a protestar por la falta de cuidado de la niña, su mente y sus músculos se vieron invadidos por una completa relajación, como si todo su ser la estuviera abandonando para salir al encuentro de aquellos labios infantiles que se adherían con tanta fuerza a su cuello. Fue un sueño muy inquietante y su recuerdo dejó en ella una mezcla de antipatía y fascinación.

Lucy sabía que ya era hora de levantarse. Se sentó en la cama. Se sentía cansada, casi débil y, de algún modo, con muy pocos ánimos para realizar el más mínimo esfuerzo físico. Era como si algo la hubiera abandonado, pensó, exhausta. Elevó involuntariamente una mano, llevándosela al cuello. Sus dedos notaron una pequeña protuberancia, como dos pequeños pinchazos, allí donde la niña de su sueño la había besado de un modo tan extraño e intenso. Lucy se levantó de la cama y se dirigió hacia el espejo. Vio con toda claridad aquellas dos marcas en su cuello, como si un gran escarabajo hubiera cortado la carne delicada con sus agudas mandíbulas. A la vista de aquellos enrojecidos pinchazos, lanzó un débil grito. Ahora estaba convencida de que algo andaba mal. También estaba segura de que ese algo tenía que ver con ella. Era incapaz de analizar con precisión la naturaleza de lo que andaba mal, pero sabía que existía algo perjudicial en la misma atmósfera de la granja Renner. Se sintió invadida por un terror irracional. ¿Podría llegar hasta su coche y escapar? ¿Escapar...? Se quedó mirando fijamente el cuello, reflejado en el espejo, tocándose con suavidad las marcas rojas. No podía dar ninguna coherencia a sus pensamientos y se encontró con que únicamente estaba pensando en una cosa: en huir. En realidad, no podía expresar con palabras de qué tenía que huir, pero sabía que debía abandonar la granja Renner lo antes posible; y aquella necesidad se fue convirtiendo en una convicción cada vez más fuerte a cada momento que pasaba. En su mente sólo aparecía con toda claridad un pensamiento inquietante e incontrovertible: Cora Kent había visitado la granja Renner y nadie la había visto desde entonces.

Lucy se vistió con precipitación y se las arregló para salir de la casa sin encontrarse con su patrona. Halló su automóvil donde lo había dejado, en el cobertizo situado en la parte trasera del establo. Parecía estar bien, pero cuando se acercó descubrió con desmayo que tenía dos pinchazos. Como era normal, sólo disponía de una rueda de recambio. Y ni siquiera sabía cómo sacar o colocar aquella rueda de recambio, y mucho menos reparar la segunda rueda pinchada. Le sería imposible alejarse en su automóvil de la granja Renner. Se quedó mirando fijamente el inútil vehículo, con desánimo. La voz aguda de Aaron Gross llegó suavemente a sus oídos. Se volvió, para enfrentarse a él con una mirada acusadora.

—¿Qué le ha pasado a mi coche? ¿Quién...?

—No puede usted utilizarlo ahora mismo, señorita, con esos dos pinchazos -dijo Aaron, con su tono quejumbroso-. ¿Quiere que lleve las ruedas a un garaje para que se las arreglen?

—Eso sería estupendo -contestó con alivio-. Pero no sé cómo sacarlas.

—Yo tampoco, señorita. No sé nada de máquinas.

La impaciencia y el recelo se mezclaron en la voz de la joven. Abrió el portaequipajes y comenzó a sacar las herramientas.

—Creo que podré elevar el coche, Aaron. Nunca lo he hecho hasta ahora, pero quiero disponer del coche para ir a la ciudad. De compras -añadió rápidamente, tratando de sonreír con despreocupación.

Aaron no hizo ningún comentario. Permaneció en un extremo del cobertizo, observándola, mientras ella trataba de colocar el gato y empezaba después a elevar el coche del suelo.

—Necesitaré una caja para mantener elevada esta parte cuando coloque el gato debajo de la otra rueda —sugirió.

Aaron se marchó.

Lucy consiguió desprender el tapacubos, pero, a pesar de sus frenéticos intentos con las tuercas y los pernos, no consiguió mover nada. Se detuvo llena de desesperación, en espera de que Aaron represara con la caja. Pensó que podría convencerle para que fuera a buscar un mecánico a la ciudad. Respirando con dificultad y despeinada, salió del cobertizo para buscarle. Al salir, Mrs. Renner apareció ante ella, con los ojos casi cerrados y los labios contraídos en una mueca.

—¿Hay algo que ande mal? —preguntó Mrs. Renner, mientras con sus dos gruesas manos acariciaba suavemente el delantal azul que cubría sus anchas caderas.

—Mi coche tiene dos pinchazos. No puedo comprender cómo ha ocurrido —dijo Lucy.

El rostro de Mrs. Renner permaneció impasible. Más que preguntar, afirmó:

—No necesita ir a la ciudad. Aaron puede hacer sus recados.

—¡Oh! Pero yo quiero ir a la ciudad —insistió Lucy con vehemencia.

—No necesita su coche hasta que no se marche de aquí —dijo Mrs. Renner con frialdad.

Observó a Lucy con un rostro impasible, después, le volvió la espalda y se dirigió hacia la casa sin pronunciar ninguna otra palabra.

—¡Mrs. Renner! —llamó Lucy—. ¡Mrs. Renner! Quisiera que Aaron llevara las dos ruedas a la ciudad para que las reparen, pero no puedo sacarlas.

Mrs. Renner siguió su camino y desapareció en el interior de la casa sin volverse, y sin dar la menor señal de haber escuchado sus palabras. Desde el interior del establo le llegó la voz quejumbrosa y precavida de Aaron:

—Señorita, ¿quiere que le pida al mecánico que venga?

—¡Oh, Aaron! Eso sería maravilloso. Podría pagarle bien... a él y a usted. Dígale que yo sola no puedo sacar esas dos ruedas.

Con eso sería suficiente, se dijo a sí misma. Una vez que el mecánico estuviera allí, bajaría su maleta y se las arreglaría para marcharse con él a la ciudad y para que alguien fuera a recoger su coche en cuanto las ruedas estuvieran reparadas. Quería marcharse de allí antes de que cayera la noche. Mientras Aaron permanecía fuera, trabajaría en el telar que, ahora estaba convencida, había pertenecido a Cora Kent. Así no despertaría las sospechas de Mrs. Renner. Regresó a la casa andando lentamente. Se sintió contenta al comprobar que Mrs. Renner estaba arriba arreglando el dormitorio; podía escuchar sus pasos cuando caminaba de un lado a otro de la gran cama. Lucy se sentó ante el telar y comenzó a probar con un hilo de color, para ver si podía hacer una cenefa ornamental como la del antimacasar que enviara a la madre de Stan. No era tan difícil como había imaginado, y avanzó mucho más rápidamente de lo que había pensado; era casi como si otros dedos estuvieran colocando el hilo en su lugar, en vez de los suyos. Comenzó a confeccionar la cenefa con una creciente excitación. Los hilos sueltos de las esquinas parecían serpientes enroscadas que se elevaban sobre sus colas, y el del centro era como una serpiente con la cola en la boca. Pasó el tiempo. El bordado avanzaba, y ella tenía casi la impresión de que sus dedos eran guiados.

—¡Cómo! —dijo de pronto en voz alta, extrañada ante lo que había bordado en tan corto espacio de tiempo—. ¡Si parece un S-O-S!

—¿De veras? —siseó entonces Mrs. Renner significativamente.

Estaba justo detrás de Lucy, mirando fijamente los símbolos bordados con sus ojos casi cerrados y la boca contraída en una mueca. Cogió las tijeras que estaban sobre la mesa y cortó el bordado de través con deliberada intención. Al cabo de un instante, la obra de Lucy había quedado destruida sin remedio.

—¡Así! —exclamó Mrs. Renner con oscura decisión.

Las manos de Lucy se elevaron hacia su boca para ahogar un horrorizado grito de protesta. Por un momento, no pudo expresar ninguna palabra. El significado de aquella acción resultó demasiado claro para ella. De repente se dio cuenta de quién había tejido el antimacasar. Sabía por qué se habían elegido las serpientes adaptables como motivo de decoración. Miró a Mrs. Renner, reflejando en su asombrado rostro todas aquellas ideas y se dispuso a enfrentarse con ella, con todo el coraje y la fortaleza de propósito que pudo encontrar en sí misma.

—¿Qué le sucedió a Cora Kent? —preguntó a bocajarro, elevando la cabeza, con los ojos muy abiertos y llenos de horror—. Estuvo aquí. Sé que estuvo aquí. ¿Qué le hizo usted? —y como si las palabras hubieran surgido de repente en su mente, preguntó—: ¿Sacó usted las madreselvas de su habitación?

Asombrosamente, Mrs. Renner pareció desmoronarse. Empezó a retorcerse las manos, en inútiles gestos de desesperación. Su actitud de indomable decisión desapareció mientras inclinaba el cuerpo de un lado a otro, como una autómata.

—No duró mucho tiempo, ¿verdad? —siguió preguntando Lucy con implacable crueldad, al recordar en el fondo de sus pensamientos la conversación escuchada.

Mrs. Renner retrocedió dando traspiés y se desmoronó, encogida, en un sillón.

—¿Cómo sabe eso? —preguntó con voz ronca, añadiendo—: Yo no sabía que estaba enferma. Tenía que alimentar a Kathy, ¿no es cierto? Pensé que...

—Pensó que duraría más tiempo, ¿no es así? En realidad, no quería que Kathy la matara, ¿verdad?

Aaron se encontraba en la puerta de la cocina. En su mano sostenía una robusta estaca, uno de cuyos extremos terminaba en una punta aguda. En la otra mano tenía un pesado mazo de madera. Los ojos de Mrs. Renner se fijaron rápidamente en la estaca. Lanzó un grito, débil. Aaron se introdujo en la cocina y Lucy escuchó sus pasos, subiendo las escaleras. Mrs. Renner estaba gimoteando y gritaba frenéticamente:

—¡No! ¡No!

Parecía sentirse totalmente desprovista de fortaleza física, incapaz de levantarse del sillón en el que se había hundido su cuerpo. Continuó gritando lastimosamente, protestando por algo que las vertiginosas conjeturas de Lucy no podían convertir en pensamientos tangibles. En el piso de arriba se abrió una puerta. Los pasos de Aaron se detuvieron. Durante un largo y terrible momento, se hizo el más absoluto silencio. Hasta Mrs. Renner dejó de gritar. Era como si la casa y todo lo que hubiera en ella estuvieran esperando un acontecimiento irrevocable. Después, sobre el mar de silencio, se extendió un largo y penetrante grito de atormentada agonía. El grito murió en amplias oleadas, absorbido poco a poco por la profunda quietud, como si el silencio hubiera terminado por apoderarse de él. Mrs. Renner se deslizo hacia el suelo, inconsciente. Mientras su cuerpo caía del sillón, sólo pronunció una palabra:

—¡Kathy!

Sus labios se apartaron ligeramente para permitir que escapara el sonido. Lucy permaneció junto al telar, sin moverse, frente a su obra destrozada. Era como si se sintiera incapaz de iniciar la escena siguiente del drama, viéndose obligada a esperar su llegada. Surgió con un sonido de ruedas y de frenos y una voz que pronunciaba su nombre repetidas veces.

—¡Lucy! ¡Lucy!

¡Cómo! Era Stan. ¿Cómo era que Stan había llegado hasta allí? ¿Cómo es que ahora sus brazos la rodeaban en un gesto de protección? Fue entonces, cuando Lucy encontró su propia voz.

—Aaron ha matado a Kathy con una estaca afilada y un mazo —dijo, sintiéndose enferma.

La voz de Stan parecía llena de una serenidad tranquilizadora.

—Aaron no ha matado a Kahy. Kathy estaba muerta desde hace muchas semanas.

—Imposible —balbució Lucy-. La he estado escuchando, noche tras noche, pidiendo ser alimentada.

—¿Alimentada, Lucy? Todo lo que Kathy quería era sangre. Su madre trató de satisfacerla, pero no pudo, de modo que Kathy tomó lo que Cora Kent pudo darle, y Cora no pudo resistir el esfuerzo

—Mrs. Renner dijo que Cora no resistió mucho...

Stan la apretó contra sí y ella se sintió segura entre los brazos fuertes y protectores del hombre.

—Lucy, ¿hizo ella...?

Lucy se tocó el cuello. Incomprensiblemente, los puntos rojos habían desaparecido.

—Creo que se acercó una vez, Stan —dijo con indecisión—. Pero creí que era un sueño. Ahora, las marcas rojas han desaparecido.

—Eso se lo puedes agradecer a la acción de Aaron. El ha sido quien ha terminado con el vampirismo de Kathy.

Stan se inclinó sobre la mujer postrada.

—No es más que un desvanecimiento —dijo.

—¿Y Aaron...?

—Está perfectamente sano y no hará daño a nadie, Lucy. Lo que ha hecho no será comprendido por las autoridades, pero dudo que hagan otra cosa que declararle loco, pues cualquier examen demostrará que Kathy estaba muerta mucho antes de que él introdujera esa estaca puntiaguda en su corazón.

—¿Cómo lo sabías, Stan?

—Por el antimacasar que le enviaste a mí madre.

—¿Con el S-O-S en el borde? —se aventuró a preguntar Lucy.

—Así es que también has descubierto eso, ¿eh, Lucy? ¿Sabías que aquella pobre joven bordó símbolos taquigráficos en toda la pieza? En cuanto me di cuenta de que decían «Vampiro, peligro, muerte, Cora Kent», me vine para acá, a buscarte.

—¿Qué le ocurrirá ahora a Mrs. Renner?

—Eso es algo difícil de decir. Pero puede ser acusada de asesinato si es que encuentran el cuerpo de Cora.

Lucy se estremeció.

—Lo más probable es que esté mentalmente enferma, querido. Probablemente, nunca se dio cuenta de que Kathy estaba muerta. Su castigo puede que no sea muy severo.

—Vamos, Lucy. Recoge tus cosas. Regresas a la ciudad conmigo y allí informaremos a las autoridades de lo que ha ocurrido.

Greye La Spina (1880-1969)




Relatos de vampiros. I Relatos de Greye La Spina.


El análisis y resumen del cuento de Greye La Spina: El antimacasar (The Antimacassar) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Que gran historia, sin mostrar a la pequeña vampiresa.
Buen clima el de la protagonista más cerca del peligro. Salvada por algo aparentemente trivial.



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «La pequeña habitación» de Madeline Yale Wynne.
Poema de Emily Dickinson.
Relatos de Edith Nesbit.


Paranormal.
Poema de Charlotte Mew.
Relato de Walter de la Mare.