«El retrato de Edward Randolph»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.


«El retrato de Edward Randolph»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.




El retrato de Edward Randolph (Edward Randolph's Portrait) es un relato de terror del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado en la antología de 1837: Cuentos dos veces contados (Twice Told Tales).

El retrato de Edward Randolph, uno de los mejores cuentos de Nathaniel Hawthorne, no sólo sirvió para consolidar al autor como narrador de prestigio, sino que logró conquistar a la mujer que sería su esposa: Sophia Peabody, quien inicialmente se oponía no sólo al matriminio, sino a tolerarlo como candidato.

Nathaniel Hawthorne, conocedor del efecto demoledor de sus historias, utilizó la pasión de Sophia por la pintura para ubicarla dentro del cuento, pero de un modo que poco tiene que ver con los cortejos románticos, exégesis que sin duda sirvió para barrer definitivamente las defensas de la muchacha.




El retrato de Edward Randolph.
Edward Randolph's Portrait, Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

El antiguo y tradicional contertulio de la Casa Provincial estuvo presente en mis recuerdos desde la mitad del verano hasta el mes de enero. Una tarde desocupada de invierno resolví hacerle otra visita, confiando en que le encontraría como de costumbre en el rincón más cómodo de la cantina, y creyendo, de otro lado, hacer obra meritoria para mi país al sacar del olvido cualquier otro hecho desconocido de la historia. La noche era cruda y fría, y volvíase casi borrascosa por efecto de una ráfaga de viento que soplaba a lo largo de la calle de Wáshington, haciendo que las luces de gas flotaran y vacilaran dentro de los faroles. Apresurábame en mi camino, mientras mi fantasía se ocupaba de comparar el aspecto presente de la calle con el que asumía probablemente cuando los gobernadores ingleses habitaban la mansión hacia la cual me dirigía. Los edificios de ladrillo eran escasos en aquellos tiempos, hasta que estalló una sucesión de incendios destructores, barriendo una y otra vez las casas y depósitos de madera de uno de los barrios más populosos de la ciudad.

Las construcciones se hacían entonces aisladas e independientes, sin encerrar como ahora su existencia particular en hileras seguidas, con fachada de similitud fatigante; sino ostentando cada una, por el contrario, ciertos rasgos oríginales, como si el gusto individual de su propietario las hubiera delineado, y ofreciendo un conjunto de pintoresca irregularidad: pérdida que no puede compensarse con ninguno de los atractivos de nuestra arquitectura moderna. Este espectáculo, revelándose confusamente acá y allá a las miradas, a los rayos de alguna vela de sebo, que se filtraban bajo las pequeñas hojas de las diseminadas ventanas, formaba sombrío contraste con la calle tal como aparecía en aquel momento, con las luces de gas brillando de esquina a esquina, y con sus tiendas resplandecientes que arrojaban claridad diurna a través de las grandes vidrieras de cristal.

Mas volviendo hacia arriba las miradas, encontraba el mismo cielo obscuro y nebuloso que mostraba en otros tiempos su faz ceñuda a los habitantes de la época colonial. Las ráfagas invernales tenían el mismo silbido familiar a sus oídos. La antigua Iglesia del Sur lanzaba igualmente al espacio su viejo chapitel, que se perdía en la obscuridad entre el cielo y la tierra; y en tanto que yo pasaba, el mismo reloj que había advertido a tantas generaciones lo transitorio de esta existencia, me habló también pausada y sonoramente de esta misma filosofía tan olvidada. "Las siete solamente," pensé. "Las leyendas de mi viejo amigo matarán apenas el tiempo entre esta hora y la de acostarse."

Atravesando el estrecho pasillo, crucé el patio cuyo cercado recinto era visible a merced de una linterna colocada sobre el pórtico de la Casa Provincial. Entrando en la cantina, encontré como esperaba al viejo escudriñador de tradiciones, sentado ante un magnífico fuego de antracita, y lanzando nubes de humo de un enorme cigarro. Me reconoció con evidente satisfacción, debido a las raras cualidades de oyente atento que me hacen invariablemente el favorito de las damas y caballeros de edad, con propensiones narrativas. Acercando una silla al lado del fuego, pedí al hostelero que nos favoreciera a cada cual con un vaso de ponche de whisky, que fué prontamente servido, y se nos trajo arrojando su caliente vaho, con una raja de limón al fondo, una capa de oporto rojo obscuro en la superficie y su correspondiente polvillo de nuez moscada espolvoreado sobre el conjunto.

Cuando levantamos nuestros vasos al mismo tiempo, mi amigo, el de las leyendas, se presentó como el señor Bela Tíffany; siendo para mí motivo de regocijo su exótico nombre, pues que daba a su figura y carácter cierta especie de individualidad, a mi entender. La bebida actuó como un disolvente en la memoria del viejo caballero, que fluyó innumerables cuentos y tradiciones, anécdotas de famosos personajes ya difuntos, y rasgos de costumbres antiguas, tan infantiles algunas como cantinela de nodrizas, y dignas otras de la pluma de un grave historiador. Nada me hizo más impresión que la historia de un cuadro negro y misterioso que pendía en aquellos tiempos en una de las habitaciones de la Casa Provincial, justamente sobre la pieza en que nos encontrábamos. La siguiente versión del hecho es tan correcta como la que verosímilmente podría obtener el lector de cualquiera otra fuente; aunque posee además, en verdad, cierto tinte novelesco que se acerca a lo maravilloso.

En uno de los salones de la casa provincial conservábase desde largo tiempo atrás un antiguo cuadro, de marco tan negro como el ébano, y cuya tela estaba tan obscura, por efecto de los años, el humo y la humedad, que no era posible distinguir una sola pincelada del artista. El tiempo había arrojado su velo impenetrable sobre aquel cuadro, dejando a la fábula, las conjeturas y la tradición, el trabajo de decir lo que alguna vez reflejó su lienzo. Durante la administración sucesiva de muchos gobernadores había colgado, por derecho propio e indiscutible, sobre la chimenea de la misma habitación; y continuaba todavía allí cuando el teniente gobernador Hútchinson asumió el mando de la provincia, a la separación de Sir Francis Bérnard.

El teniente gobernador hallábase una tarde sentado en su majestuoso sillón, descansando la cabeza en el tallado espaldar y mirando pensativa la vacua obscuridad del cuadro. No era tiempo oportuno, sin embargo, para esta inactiva contemplación, ya que asuntos de importancia trascendental requerían la decisión del gobernador; pues acababan de recibirse nuevas del arribo de una flota inglesa conduciendo tres regimientos de Hálifax para dominar la insubordinación del pueblo, y dicha tropa aguardaba la venia del gobernador para ocupar la fortaleza y la torre de Castle Wílliam. Mas, en lugar de estampar su firma en la orden oficial, permanecía sentado el teniente gobernador» examinando tan intensamente la negra vacuidad de la tela, que su continente atrajo la atención de dos jóvenes que le acompañaban. Uno de ellos, que vestía uniforme militar de ante, era su pariente, Francis Lincoln, capitán provincial de Castle Wílliam; la otra, sentada a su lado en un taburete bajo, era Alice Vane, su sobrina predilecta.

Vestía completamente de blanco; era una pálida y etérea criatura que, aun cuando nacida en la Nueva Inglaterra, se había educado fuera del país, y parecía no sólo una extranjera de lejanas tierras sino un ser de un mundo diferente. Varios años, hasta que quedó huérfana, había habitado con su padre la risueña Italia y adquirido allí un gusto delicado y una afición por la escultura y la pintura, que encontraba muy pocas satisfacciones en las moradas poco elegantes de la burguesía colonial. Decíase que las producciones de su lápiz manifestaban un talento superior, aunque la ruda atmósfera de la Nueva Inglaterra hubiera tal vez coartado sus impulsos, obscureciendo los brillantes tonos de su fantasía. Observando la persistente mirada de su tío clavada en el cuadro y tratando de descubrir a través de la bruma de los años el argu- mento desarrollado en el lienzo, su curiosidad se sintíó excitada.

—¿Se sabe, querido tío—interrogó la joven, —lo que representaba este cuadro en otro tiempo? Quizá si pudiera restaurarse, encontraríamos que es la obra maestra de algún gran artista. ¿Por qué, si no, habría ocupado tanto tiempo este sitio preferente?

Como no contesto de pronto el tío, contra su costumbre, porque siempre se mostraba tan complaciente a los caprichos y fantasías de Alice como si hubiera sido su propia hija bien amada, el joven capitán tomó a su cargo la respuesta.

—Este negro y viejo cuadrado de lienzo, mi bella prima, —dijo, —ha venido heredándose en la casa provincial desde tiempo inmemorial. En cuanto al artista, nada sé decir; pero si ha de creerse la mitad de las historias que circulan acerca de este cuadro, ninguno de los grandes maestros italianos ha producido jamás obra de arte tan maravillosa como la que tenéis delante.—

Y el capitán Lincoln comenzó a relatar algunas de las extrañas fábulas y fantasías que se contaban respecto del viejo cuadro, las mismas que, vista la imposibilidad de refutarlas con demostraciones positivas, se habían convertido en populares artículos de fe. Una de las más extravagantes y, a la vez, más acreditadas versiones, aseguraba que el cuadro era el retrato auténtico y original de Satanás en persona, tomado en una reunión de brujos y brujas, que fueron juzgados en pleno tribunal. Afirmábase igualmente que un espíritu o demonio familiar habitaba tras de la negrura del cuadro y había aparecido en momentos de calamidad pública a más de uno de los gobernadores reales. Shírley, por ejemplo, había sido testigo de esta ominosa aparición la víspera de la vergonzosa y sangrienta derrota al pie de los muros de Ticonderoga Muchos domésticos de la casa provincial habían percibido una torva faz que les observaba, en el crepúsculo matutino o vespertino o en la obscuridad de la noche, mientras avivaban el fuego que chisporroteaba abajo en el hogar; pero, si alguno era suficientemente intrépido para acercar una antorcha al lienzo, aparecía éste tan negro e indescifrable como siempre. El habitante más anciano de Boston recordaba que su padre —en cuyos días el retrato no se había borrado aún del todo— consiguió mirarlo una vez; pero nunca permitió que le interrogaran acerca del rostro que estaba allí representado. En relación con estas historias era curioso observar que sobre la parte superior del marco había algunos pedazos destrozados de seda negra, indicando que un velo había cubierto el retrato hasta que la pátina de los años lo ocultó por completo a las miradas. Pero, después de todo, la parte más original del asunto consistía en que tantos pomposos gobernadores de Massachusetts, hubieran permitido que el ennegrecido cuadro permaneciera en el salón de estado de la casa provincial.

—Algunas de estas historias son terribles en realidad, —observó Alice Vane, que se había estremecido a veces y sonreído otras, mientras su primo las relataba. —Casi sería mejor arrancar el negro lienzo, puesto que la pintura original nunca será tan formidable como aquellas que forja la fantasía.

—Pero, ¿sería posible —preguntó su primo,— devolver a esta obscura tela sus prístinos colores? —Ese arte se conoce en Italia, —dijo Álice.

El teniente gobernador había vuelto de su abstracción y escuchaba sonriendo la conversación de sus jóvenes parientes. Sin embargo, su voz tenia un timbre peculiar cuando hizo la explicación del misterio.

—Siento mucho, Álice, destruir tu fe en las leyendas a que eres tan aficionada, —observó; —pero mis investigaciones de anticuario me han hecho conocer hace largo tiempo el tema de este cuadro, si cuadro hemos de llamarle; el cual no es ya visible, ni lo será jamás, como jamás ha de verse de nuevo el rostro del hombre a quien representaba, enterrado largos años ha. Era el retrato de Édward Rándolph, fundador de esta casa, y personaje famoso en la historia de la Nueva Inglaterra.

—¿De aquel Édward Rándolph, — exclamó el capitán Lincoln, —que obtuvo la revocación de la primera carta constitucional de la provincia, bajo la cual nuestros antecesores habían gozado privilegios casi democráticos?

—Era el mismo Rándolph, —respondió Hútchinson, removiéndose inquieto en su silla. —¡Fué su destino saborear la amargura del odio popular!

—Nuestros anales refieren, —continuó el capitán de Castle Wílliam, —que las maldiciones del pueblo siguieron dondequiera a ese Rándolph, causándole daño en todos los acontecimientos posteriores de su vida, y mostrándose aún en cierta manera estos mismos efectos en las circunstancias de su muerte. Dicen también que la oculta pesadumbre de esta maldición, hizo mella igualmente en su exterior, y podía percibirse en el semblante, horrible de mirar, de este hombre infortunado. Si esto era verdad, y el cuadro representaba verdaderamente su aspecto, es obra misericordiosa esta negra nube que se ha aglomerado sobre el retrato.

—Estas tradiciones son absurdas para quien, como yo, ha experimentado el escaso fondo de verdad que existe en todas ellas, —dijo el teniente gobernador. —Con respecto a la vida y carácter de Édward Rándolph, se ha dado implícita fe al doctor Cotton Máther, quien (debo decirlo, aunque algo de su sangre corra por mis venas) ha llenado nuestra historia primitiva de cuentos de viejas, tan fantásticos y extravagantes como los de Grecia o los de Roma.

—Y sin embargo,— murmuró Álice Vane —¿no tienen acaso su moral aquellas fábulas? Imagino que si era tan espantoso el rostro de este retrato, habria alguna razón para que permaneciera tan largo tiempo colocado en una habitación de la casa provincial. Cuando los gobernadores olvidan sus responsabilidades, sería bien que algo les recordara el horrible peso de la maldición de todo un pueblo.

El teniente gobernador se estremeció y miró por un momento a su sobrina, como si las juveniles fantasías de Álice respondieran a algún sentimiento oculto en su pecho, que toda su política y sus principios no habían podido dominar completamente. Sabía, es verdad, que la joven, a despecho de su educación extranjera, alimentaba las simpatías de raza de cualquier mudiacha de la Nueva Inglaterra. —¡Silencio, necia chiquilla!— profirió al fin, más ásperamente de lo que jamás se dirigiera a la gentil Álice.

—La censura de un rey es más terrible que el clamor de una salvaje y descarriada muchedumbre. Capitán Lincoln, está decidido. Las tropas reales ocuparán la fortaleza de Castle Wílliam. Los dos regimientos restantes se alojarán en la ciudad o acamparán en terrenos comunales. Es tiempo ya, después de tantos años turbulentos y casi de rebelión, que el gobierno de su majestad tenga un muro de fuerza para resguardarlo.

—¡Confiad, señor, confiad todavía un poco más en la lealtad del pueblo, —repuso el capitán. —No le enseñéis que puede estar con los soldados ingleses en otros términos que en los de la fraternidad más cordial, como cuando peleaban juntos en la guerra francesa. No convirtáis en campamento las calles de vuestra ciudad natal. ¡Pensadlo dos veces, antes de entregar a otras manos, que no sean las de los verdaderos naturales de la Nueva Inglaterra, el viejo Castle Wílliam, llave de la provincia!

—Joven, está decidido, —repitió Hútchinson, levantándose de su silla. —Un oficial estará de servicio esta noche para recibir las instrucciones necesarias para el acuartelamiento de las tropas. Vuestra presencia será también necesaria. ¡Hasta entonces, adiós!

A estas palabras el teniente gobernador abandonó precipitadamente la habitación, mientras Álice y su primo seguían lentamente, conversando bajito y deteniéndose de vez en cuando para lanzar una ojeada al misterioso cuadro. El capitán de Castle Willíam pensaba que el aire y continente de la joven podía compararse al que se atribuye a uno de aquellos espíritus fabulosos, hadas o personajes de la mitología antigua, que intervienen a veces en los asuntos de los mortales, mitad por capricho, mitad por un sentímiento de simpatía hacia la desgracia o la felicidad humana. Mientras sostenía el capitán la puerta abierta para que pasara Álice, hizo ella un signo con la cabeza al cuadro y sonrió.

—¡Preséntate, sombria y diabólica figura!— exclamó. —¡Tu hora ha llegado!

Aquella noche se hallaba el teniente gobernador Hútchinson en la misma habitación donde tuvo lugar la escena que hemos narrado, rodeado de varias personas a quienes reunían diversos intereses. Encontrábanse allí los consejeros municipales de Boston, sencillos patriarcas, padres del pueblo y personificaciones admirables de los antiguos colonos puritanos, cuya energía austera imprimió tan hondo sello al carácter de la Nueva Inglaterra. Contrastando con ellos, veíase uno o dos miembros del consejo, ricamente ataviados con las blancas pelucas, las casacas bordadas y otras magnificencias de aquella época, y haciendo en cierto modo ostentación del ceremonial cortesano. Un mayor del ejército inglés, aparentemente de guardia, esperaba las órdenes del teniente gobernador para el desembarque de las tropas, que aun permanecían a bordo de los transportes. El capitán de Castle Wílliam se mantenía junto a la silla de Hútchinson, con los brazos cruzados y mirando con altanería al oficial inglés que pronto iba a reemplazarle en su puesto. Sobre una mesa colocada en el centro de la habitación había un candelabro de plata, cuyas seis bujías arrojaban su resplandor sobre un papel listo aparentemente para la firma del teniente gobernador.

Disimulada en parte entre los voluminosos pliegues de las cortinas de una de las ventanas, podía percibirse la blanca drapería de un vestido de mujer. Parecerá extraño que Álice Vane se encontrara allí en tales momentos; pero había algo tan infantil y caprichoso en su carácter original que siempre se apartaba de las reglas acostumbradas, que su presencia no sorprendió a los pocos que llegaron a notarla. En aquel momento, el presidente del municipio dirigía al teniente gobernador una larga y solemne arenga, protestando contra la introducción de tropas inglesas en la ciudad.

—Y si vuestro honor, —concluyó este excelente aunque enojoso anciano, —estima conveniente insistir en que espadachines y mosqueteros mercenarios sienten sus reales en nuestros barrios tranquilos, ¡que la responsabilidad de esta decisión no caiga sobre nuestras cabezas! ¡Pensad, señor, mientras es tiempo todavía, que si llega a derramarse una sola gota de sangre, será una mancha eterna sobre la memoria de vuestro honor! Habéis escrito, señor, con hábil pluma las hazañas de nuestros abuelos. De consiguiente, sería muy de desear que merezcáis a vuestro turno honrosa mención como verdadero patriota y recto gobernador cuando vuestros hechos sean consignados en la historia.

—No soy insensible, mi buen señor, al deseo natural de ocupar un alto puesto en los anales de mi país, —replicó Hútchinson, dominando su impaciencia hasta convertirla en cortesía; —ni conozco método mejor para alcanzar este fin que contrarrestar el pasajero espíritu de malevolencia que, con perdón vuestro, parece haber atacado a hombres aun más ancianos que yo. ¿Me acónsejariais que aguarde hasta que la multitud asalte la casa provincial, como lo hicieron con mi casa particular? ¡Creedme, señor, puede llegar el tiempo en que os sintáis felices de buscar refugio bajo la bandera real, que tanto disgusto os causa ahora ver izar!

—Sí;— agregó el mayor inglés que aguardaba con impaciencia las órdenes del teniente gobernador. —Los demagogos de esta provincia han evocado al diablo y no pueden ahora deshacerse de él. Nosotros los exorcizaremos en el nombre de Dios y en el del rey.

—Si mezcláis al diablo en el asunto, ¡cuidado con sus garras! —replicó el capitán de Castle Wílliam, molesto por la burla que se hacía de sus compatriotas.

—Con perdón vuestro, mi joven señor, —dijo el venerable consejero, —no permitáis que un espíritu pernicioso inspire vuestras palabras. Lucharemos contra el opresor con ayunos y oraciones, como hubieran hecho nuestros antecesores. Pero también como ellos nos someteremos a la suerte que a la sabia Providencia plazca enviamos, después de haber agotado nuestros mayores esfuerzos para remediarla.

—¡Ya asoman las garras del diablo! —murmuró Hútchinson, que comprendió perfectamente la naturaleza de esta puritana sumisión. —Este asunto se resolverá inmediatamente. Cuando haya un centinela en cada esquina y una guardia de corte delante de la casa consistorial, cualquier gentilhombre leal podrá aventurarse a salir, ¿Que puede importarme el vocerío del populacho de esta remota provincia del reino? ¡El rey es mi señor y la Inglaterra es mi patria! Sostenido por la fuerza armada, sentaré el pie sobre la canalla, y la desafiaré!—

Cogió una pluma y estaba a punto de estampar su firma en el papel que yacía sobre la mesa cuando el capitán de Castle Wílliam colocó una mano en su hombro. La libertad de aquel acto, tan contrarío al ceremonioso respeto que se consideraba entonces debido a la categoría y a la dignidad, despertó sorpresa general, mucho mayor en el mismo gobernador que en cualquier otro de los circunstantes. Al levantar la vista encolerizado, observó que su joven pariente señalaba con el dedo el muro opuesto. La mirada de Hútchinson siguió la dirección indicada, y vió algo que había pasado antes inadvertido a sus ojos: una cortina de seda negra suspendida sobre el misterioso cuadro, al que ocultaba por completo. Su pensamiento voló inmediatamente a la escena de la tarde precedente; y en su sorpresa y en el tumulto de emociones indefinidas que se apoderaban de su espiritu, entre las cuales adivinaba que su sobrina tenía alguna parte en tal fenómeno, llamóla en alta voz:

—¡Álice! ¡Ven acá, Álice!

Apenas había pronunciado estas palabras cuando Álice, deslizándose de su sitio con rapidez y cubriéndose los ojos con una mano, descorrió con la otra la obscura cortina que ocultaba el retrato. Una exclamación de sorpresa brotó de los labios de los espectadores; mientras la voz del teniente gobernador tenía un timbre de horror.

—¡Por el cielo! —murmuró con voz baja y reconcentrada, hablando más bien consigo mismo que con los que le rodeaban; —si el espiritu de Édward Rándolph apareciera entre nosotros desde la región del tormento no llevaría seguramente más visibles en su rostro los terrores del infierno!

—Con algún fin especial, —dijo solemnemente el anciano consejero, —ha hecho desaparecer la Providencia el velo que ocultaba tanto tiempo esta espantosa efigie. ¡Hasta este momento nadie habia podido ver lo que nosotros contemplamos!

Dentro del antiguo cuadro, que hacía tan poco tiempo encerraba solamente una tela negra y vacua, aparecía ahora una figura, todavía obscura es verdad, en sus sombras y matices, pero destacándose en poderoso relieve. Era el retrato de un caballero con barba, vistiendo rico traje antiguo de terciopelo bordado, con ancha gorgnera, y llevando un sombrero cuyo ancho borde sombreaba su frente. Bajo esta sombra los ojos tenían un brillo peculiar, casi de persona viviente.

Resaltaba la figura tan distintamente sobre el fondo, que hacía el efecto de una persona mirando desde el muro a los atónitos y despavoridos espectadores. A ser posible describir con palabras la expresión del rostro, diríase que era la de algún desgraciado, sorprendido en algún crimen repugnante y expuesto al odio acerbo, a la burla y al vergonzoso escarnio de una multitud que le rodease. Veíase la lucha de la altanería, vencida y subyugada por el peso opresor de la ignominia. La tortura del alma se revelaba plenamente en el semblante. Parecía que el retrato, oculto tras la nube de los años, hubiera ido adquiriendo expresión más lúgubre e intensa hasta dejarse ver de nuevo, arrojando su fatídico augurio sobre la hora presente. Tal era, si hemos de dar crédito a la leyenda, el retrato de Édward Rándolph cuando la maldición popular había impreso su nefasto sello en la personalidad del gobernador.

—¡Este espantoso rostro me enloquecerá!— dijo Hútchinson que parecía fascinado por aquella contemplación.

—¡Tened cuidado entonces! —murmuró Alice.

—Él atropelló los derechos del pueblo. ¡Mirad su castigo, y evitaos un crimen semejante!

El teniente gobernador tembló por un instante; mas apelando a toda su energía, que no era, sin embargo, uno de sus caracteres predominantes, consiguió librarse del hechizo que se desprendía del semblante de Rándolph.

—¡Niña!— exclamó riendo acerbamente y volviéndose hacia Álice, —¿has hecho uso de tu talento en la pintura, de tu intrigante espíritu italiano, de tus golpes de efecto escénicos, pretendiendo ejercer alguna influencia con artificios tan triviales sobre el consejo del gobernador y tratándose del interés de las naciones? ¡Mira!

—¡Deteneos un instante más, —dijo el consejero, mientras Hútchinson cogía de nuevo la pluma; —pues sí algún mortal recibió jamás una advertencia de parte de un alma atormentada, vuestro honor es ese hombre!

—¡Basta! —repuso Hútchinson ferozmente. —Aun cuando aquella misma figura insensible me gritara, "¡detente!," no me conmovería.—

Y arrojando una torva mirada de desafío al retrato, que parecía expresar en aquel momento con mayor intensidad que nunca todo el horror de su miseria, rasgueó sobre el papel, con caracteres que demostraban hallarse empujado por la desesperación, el nombre de Thomas Hútchinson. En seguida se estremeció, dicen, como si esta firma hubiera sido su condenación eterna.

—¡Está hecho! —dijo; y colocó una mano delante de sus ojos.

—¡Quiera Dios perdonar este acto! —dijo Álice Vane, con voz suave y triste, como la de un espíritu bueno al huir muy lejos.

Al día siguiente circulaba entre la servidumbre de la casa un rumor persistente que se extendió por toda la ciudad, asegurando que el negro y misterioso retrato se había desprendido del muro y hablado frente a frente con el teniente gobernador Hútchinson. Si tal milagro se verificó. no quedaron trazas del suceso; pues nada pudo percibirse dentro del negro marco sino la nube impenetrable que le cubría desde el tiempo que era posible recordar. Si verdaderamente apareció la figura, había huído luego como un espíritu, al romper el día, ocultándose tras un siglo de tinieblas. Lo más probable es que el secreto de Álice para restaurar los colores del cuadro, había tenido solamente resultados pasajeros. Pero todos aquellos que pudieron contemplar en ese breve intervalo el espantoso rostro de Édward Rándolph, no deseaban repetición del espectáculo, y siempre temblaban más tarde al recordar aquella escena, como si hubiera sido el mismo espíritu del mal quien apareció ante sus miradas. En cuanto a Hútchinson, cuando llegó su última hora, allá lejos, sobre el océano, jadeante y sin respiración, quejábase de que se ahogaba en la sangre de los asesinatos de Boston; mientras Francis Lincoln, el antiguo capitán de Castle Wílliam, que se encontraba junto a su lecho de muerte, podía notar en el extravío de su mirada cierta expresión semejante a la de Édward Rándolph. ¿Sintió acaso su destrozado espíritu, en aquella hora suprema, el tremendo peso de la maldición de un pueblo?

A la terminación de esta milagrosa leyenda, pregunté a mi huésped si el cuadro se conservaba todavía en la habitación que estaba encima de nuestras cabezas; pero Mr. Tíffany me informó de que había sido retirado de allí hacía largo tiempo, y te suponía que estaba disimulado en cualquier rincón extraviado del Museo de la Nueva Inglaterra. Quizá si algún curioso anticuario pueda dar alguna luz sobre el asunto y, ayudado Mr. Hóworth, el reparador de cuadros, llegue a producir una prueba no del todo innecesaria con respecto a la autendcidad de los hechos arriba relatados. Durante el curso de esta historia, se había preparado una tempestad, que estalló con tanto estrépito y violencia tal, en la parte alta de la casa provincial, que parecía que todos los antiguos gobernadores y grandes hombres estuvieran alborotando arriba, mientras el señor Bela Tíffany murmuraba de ellos abajo. En el transcurso de las generaciones, cuando mucha gente ha vivido y muerto en una vieja casa, el silbido del viento colándose a través de sus grietas y el crujido de sus vigas y cabrios, semejan extraordinariamente el tono de la voz humana, o carcajadas, o pasos pesados hollando las desiertas habitaciones. Es como si revivieran los ecos de media centuria. Estos mismos fantásticos sonidos repercutían y murmuraban en nuestros oídos, cuando me despedí del círculo formado en torno del fuego de la casa provincial, y bajando los peldaños del pórtico, me dirigí a mi morada luchando contra una violenta tempestad de nieve.

Nathaniel Hawthorne (1804-1864)




Relatos de Nathaniel Hawthorne. I Relatos góticos.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: El retrato de Edward Randolph (Edward Randolph's Portrait) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

0 comentarios:



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Relato de Walter de la Mare.
Mitología.
Poema de Emily Dickinson.

Relato de Vincent O'Sullivan.
Taller gótico.
Poema de Robert Graves.