El orgasmo de las «histéricas»


El orgasmo de las «histéricas».




En la Edad Media, cuando las muchachas sufrían algún brote de histeria, se las diagnosticaba como padecientes de una terrible afección: el útero ardiente. Más adelante, aunque también en el medioevo, se denominó a esa curiosidad médica como sofocación de la matriz, y se la explicó como una de las tantas consecuencias imprevisibles de la abstinencia amorosa (ver: Consejos para lucir más atractiva en la Edad Media).

Paradójicamente, los médicos, cirujanos y barberos medievales no estaban lejos de la verdad.

Esta histeria, definida por un comportamiento errático y caprichoso, tenía sus razones, al menos para la medicina de entonces. Se creía que la abstinencia provocaba la retención del esperma femenino, fluído responsable de aquella modificación ab ovo del carácter. Médicos y sabios de la corte francesa recomendaban un tratamiento de vanguardia a cargo de una anciana —preferentemente ciega—, quien con el dedo impregnado de aceite de oliva —o de lirio, si era una familia pobre— debía masajear vigorosamente la vulva de la paciente, provocando un alivio inmediato en las histéricas.

Luego llegarían los primeros médicos franciscanos instruidos en los burdeles florentinos, poco inclinados a este tipo de tratamientos, quienes recomendaban la maternidad como único medio para suavizar las convulsiones asombrosas de las muchachas con esta condición.

Pero la ciencia, en ocasiones, reconoce sus errores retrospectivamente.

En plena era victoriana, donde la higiene personal era una casualidad, se descubrió que muchísimos síntomas de la histeria podían ser atenuados acariciando a las pacientes hasta que hallaran el sosiego del orgasmo. El problema era que, el período victoriano, el orgasmo femenino aún no tenía una clasificación definitiva, de manera que cuando una histérica llegaba al clímax durante el tratamiento —que podía durar horas, e incluso días— se lo llamaba paroxismo histérico, una forma elegante para referirse a una cuestión incómoda, tal como lo era, y acaso sigue siendo, el placer femenino.

Este retorno a los viejos paradigmas médicos también tuvo consecuencias en la sacralidad uterina a la que Charcot alude con devoción. El orgasmo había perdido su misterio y santidad, se había convertido en la cura de una enfermedad, en un reflejo físico que buscaba expulsar, mediante gemidos y contorsiones, ciertos humores particularmente nocivos en el organismo femenino (ver: El cuerpo de la mujer en el Horror).

Con las articulaciones dactilares destrozadas por la incesante cantidad de tratamientos que llevaba adelante, el doctor Joseph Mortimer Granville desarrolló el diseño del primer vibrador eléctrico a comienzos de 1880. Este falo analógico, según dicen, de proporciones ciclópeas, era utilizado como herramienta terapéutica de vanguardia contra la histeria. Según afirmó Granville en una entrevista a un periódico de Boston, el tratamiento consistía en diez minutos de estímulo, en virtud del cual hasta la mujer más fría lograba expulsar de sí todos los humores maliciosos que la consumían.

Pero el asunto se torna aún más oscuro cuando nos enteramos que en la era victoriana ninguna mujer se sometería sola a un tratamiento semejante. Eran sus maridos, o madres, padres, hermanos o hermanas, quienes acompañaban a la histérica a lo largo de su jornada galénica. La imagen no puede ser más absurda: un marido, orgulloso de su estatus social, asistiendo a su médico mientras éste alivia a su esposa.

Mayor repugnancia provoca el caso de un ingeniero ferroviario de Londres, apellidado Upham, quien para prevenirse de futuros brotes histéricos, llevó a sus cinco hijas a realizar el milagroso tratamiento de Granville, el cuál él mismo supervisó personalmente en los cinco casos.

Al final de la era victoriana, oficialmente, en 1901, la cantidad de casos de histeria se había multiplicado de un modo tal que todos los tratamientos se habían vuelto insuficientes. En 1902, la empresa Hamilton Beach patentó el primer dispositivo personal, de hecho, el tercer aparato eléctrico disponible en los hogares. Como bien anota Aleister Crowley en su diario, en aquellos años, si uno se acercaba a una casa de electrodomésticos solo se podía elegir entre tres artículos: una heladera, un ventilador, o un vibrador para su esposa.

Con los años, de la mano de la razonable Asociación Americana de Psiquiatría se declaró que la histeria femenina no era una enfermedad, sino un mito.

En consecuencia, si era un mito, el uso de dispositivos eléctricos pasó de ser un tratamiento terapéutico a una aberración condenada por el Estado, la Iglesia y la Opinión Pública, algunos de cuyos miembros habían probado en carne propia los beneficios de la curación vibratoria; de modo que todos los adminículos eléctricos desaparecieron de los catálogos de moda y fueron reemplazados por otros artilugios diseñados para sostener en el tiempo la esclavitud femenina.

Jean-Martin Charcot, hombre que solía reverenciar no solo a las histéricas, sino a sus vulvas, recuerda que la mujer es un misterio, y que en sus placeres y penas se encuentra el gérmen de una sacralidad antiquísima, propia de una época mítica de igualdad entre diosas fértiles pero también guerreras. Ya al final de su razonamiento, Charcot rememora el origen de la palabra Histeria, el griego ὑστέρα, literalmente, «útero», más precisamente el cálido y terrible útero de Gea, el mundo en su forma primigenia, capaz de albergar toda la vida y el verde del orbe así como la carne corrupta de incontables muertos.

No queda claro si Charcot temía sólo a las mujeres o también al orgasmo femenino. Desde aquí sospechamos que separar ambas cuestiones es un típico síntoma de la histeria masculina.




Feminología. I Medievalismo.


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2 comentarios:

Anónimo dijo...

HOLA Aelfwine: Quiero felicitarte por tu trabajo . Eres una persona con mucho talento. gracias por esta pagina tan entretenida y sabia ... muchas gracias

Unknown dijo...

hola, un saludo para ti Aelfwine.es muy interesante tu reportaje sobre este ´´tabu´´para algunas mujeres (por que no lo han tenido) y una frustacion para muchos hombres por no saber o poder provocarlo



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