«La mano»: Guy de Maupassant; relato y análisis.
La mano (La main) es un relato de terror del escritor francés Guy de Maupassant (1850-1893), publicado originalmente en la edición del 23 de diciembre de 1883 del periódico Le Gaulois, y luego reeditado en la antología de 1885: Cuentos del día y de la noche (Contes du jour et de la nuit).
La mano, posiblemente uno de los mejores cuentos de Guy de Maupassant, nos sitúa en Córcega, donde el narrador de la historia, un magistrado, visita a Sir John Rowell, un inglés establecido en la zona luego de haber escapado de su tierra natal. Sir John le enseña al narrador su extensa colección de armas; entre ellas hay artículo extraño: una mano momificada, encadenada a la pared.
Roweel explica que se trata de la mano de su mayor enemigo, quien fue encadenado para evitar que se escape. Si bien el magistrado toma esta anécdota como una broma, lo cierto es que, un año después, Sir John es encontrado muerto, estrangulado, con un pedazo de cadena rota que todavía sostiene la mano cortada.
Es importante mencionar que La mano de Guy de Maupassant es una versión posterior, y muy distinta, del cuento: La mano cortada (La main d'écorché), publicado en L'Almanach lorrain de Pont-à-Mousson, en 1875.
La mano.
La main, Guy de Maupassant (1850-1893)
Nos arremolinábamos alrededor de Monsieur Bermutier, juez de instrucción, quien expresaba su parecer sobre el enigmático asunto de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, este inexplicable crimen tenía soliviantado a París. Nadie entendía nada. Monsieur Bermutier, de pie y de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no concluía nada.
Varias damas se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con la mirada fija en la rasurada boca del magistrado, de la que emanaban las solemnes palabras. Se estremecían, temblaban, crispadas por una curiosidad temerosa, por una ávida e insaciable necesidad de espanto que aherrojaba sus almas y las retorcía de hambre. Una de ellas, más pálida que las demás, quiebra el silencio:
—Es horrible. Esto raya en lo “sobrenatural”. Nunca se sabrá nada.
El magistrado se volvió hacia ella:
—Sí, Madame. Es probable que nunca sepamos nada. En cuanto al término “sobrenatural” que acaba de pronunciar, no tiene cabida aquí. Estamos en presencia de un crimen asaz hábilmente planeado, asaz hábilmente ejecutado, tan envuelto en misterio que nunca podremos arrancarlo de las impenetrables circunstancias que lo rodean. En una ocasión anterior, hube de instruir una causa en la que parecían mezclarse elementos de tinte fantástico, causa que, por cierto, hube de sobreseer, por falta de pruebas.
Varias de las circunstantes se dieron tanta prisa en hablar, que dijeron a coro:
—¡Cuéntenoslo!
Monsieur Bermutier sonrió con gravedad, como cumple a un juez de instrucción. Dijo:
—No vayan a creer, ni por un instante, que llegué a pensar que en esa aventura hubiera algo sobrehumano. Sólo creo en las causas normales y corrientes. Pero si en lugar de emplear la palabra “sobrenatural” para expresar aquello que no alcanzamos a entender, echáramos mano pura y simplemente del término “inexplicable”, otro gallo nos cantara. En todo caso, en la historia que voy a referirles, fueron sobre todo las circunstancias espaciales, las circunstancias propiciatorias, las que más me conturbaron. En fin, he aquí los hechos:
Era entonces juez de instrucción en Ajaccio, una diminuta población blanca, recostada al borde de un encantador golfo rodeado por entero de altas montañas. Las causas que solía instruir guardaban sobre todo relación con la vendetta. Las había soberbias, dramáticas en sumo grado, feroces, heroicas. Se dan allí los casos más hermosos de venganza que quepa imaginar, los odios seculares, aplacados por un momento pero jamás extinguidos, las tretas abominables, los asesinatos que se tornaban en degollinas y casi en hazañas gloriosas. Desde hacía dos años, no oía hablar más que del precio de la sangre, de ese tremendo prejuicio corso que obliga a vengarse de todo agravio en la persona del ofensor, en la de sus descendientes y en la de sus parientes. Asistí al degüello de ancianos, de niños, de primos, la cabeza me rebosaba con esas historias.
Un día supe que un inglés acababa de alquilar por varios años una pequeña villa situada en lo más recóndito del golfo. Llevaba consigo un fámulo francés, reclutado a su paso por Marsella. Muy pronto, todo el mundo comenzó a ocuparse de ese singular personaje, que vivía solo en esa residencia, de la que únicamente salía para cazar y pescar. No cruzaba palabra con nadie, no aparecía nunca por la ciudad y cada mañana se ejercitaba durante una o dos horas en tirar al blanco, con pistola o escopeta. Comenzaron a fraguarse leyendas en torno a él. Que si era un personaje encumbrado exiliado por razones políticas, después, que si se había ocultado tras cometer un crimen espantoso, y se daban detalles de circunstancias especialmente horribles. En mi condición de juez de instrucción, quise hacer algunas averiguaciones sobre dicho sujeto, pero resultaron vanas. Se hacía llamar Sir John Rowell.
Me contentaba con vigilarle de cerca, pero, en realidad, no levantaba ninguna sospecha. Comoquiera que las habladurías iban en aumento y se generalizaban, decidí ver por mí mismo al extranjero y comencé a cazar en las inmediaciones de su propiedad. Aguardé durante bastante tiempo una ocasión propicia. Ésta se presento bajo la forma de una perdiz a la que disparé y abatí en las narices del inglés. Mi perro me la trajo, y tan pronto como tuve la pieza, fui a disculparme por mi desconsideración y rogué a Sir John Rowell que aceptase el volátil. Se trataba de hombre fornido, de barba y cabellos pelirrojos, alto y robusto, una suerte de hércules plácido y cortés. Carecía de la sequedad británica y agradeció vivamente mi detalle en un francés con acento inglés. Al cabo de un mes, habíamos trabado conversación en cinco o seis ocasiones.
Una tarde, al pasar por delante de su puerta, lo vi sentado a horcajadas en su jardín, con una pipa en la mano. Lo saludé y me invitó a entrar para tomar una jarra de cerveza. No me hice de rogar. Me recibió con la minuciosa cortesía inglesa, habló elogiosamente de Francia, de Córcega y declaró su amor por esa país, y esa playa. Aproveché entonces para formularle, con grandes cautelas y afectado un interés muy vivo, algunas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Respondió sin embarazo y me refirió que había viajado mucho por África, por la India, por América. Agregó riendo:
—He vividos muchas aventuras, ¡oh yes!
Luego, llevé la conversación al tema de la caza y me proporcionó los detalles más pintorescos de la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso del gorila. Dije:
—Todas esas fieras son temibles.
Sonrió:
—¡Oh, no, el peor de todos es el hombre!
Se puso a reír acto seguido, con la risa bonancible de un fornido inglés satisfecho.
—¡También he cazado muchas hombres!
Habló luego de armas y me invitó a pasar a su casa para enseñarme su colección de fusiles. Su salón estaba tapizado de negro, en seda negra con bordados dorados. Enormes flores amarillas refulgían sobre la oscura estofa cual si fueran de fuego. Explicó:
—Es un paño japonés.
Pero en el centro de un panel mayor, un objeto extraño captó mi atención. Sobre un fondo de terciopelo rojo, se destacaba un objeto negro. Me acerqué: era una mano, una mano humana. No una mano de esqueleto, blanca y descarnada, sino una mano negra disecada, con la uñas amarillentas, los músculos visibles y con rastros de sangre antigua, de sangre grasa, con los huesos cortados a cercén, como de un hachazo, cerca de la mitad del antebrazo. Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a esa extremidad desaseada, la amarraba a la pared por medio de una argolla capaz de sujetar a un elefante.
Pregunté:
—¿Qué es eso?
El inglés contestó con calma:
—Perteneció a mi mejor enemigo. Procede de América. La cercené de un sablazo, la desollé con un canto cortante y la puse a secar al sol durante ocho días. ¡Gustarme mucho!
Toqué aquel despojo humano, que debió de pertenecer a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, se mantenían sujetos por medio de gruesos tendones que conservaban en determinados puntos tiras de piel. Esa mano, prendida de aquella manera, constituía una visión horrible y evocaba, naturalmente, alguna venganza fiera.
Dije:
—Su dueño debió de ser un sansón.
El inglés contestó plácidamente:
—¡Oh, yes! Pero yo lo fui más. Le até esta cadena para retenerla.
Lo tomé a broma, y dije:
—Ahora esa cadena resulta ociosa; la mano no puede escapar.
Sir John Rowell contestó con gravedad:
—Querer huir siempre; la cadena es necesaria.
Con una mirada rápida escudriñé su rostro, preguntándome: “¿Está loco o me está embromando?”.
Pero su semblante permanecía impenetrable, plácido y benévolo. Cambié de asunto y admiré los fusiles. Me percaté, sin embargo, de que había tres revólveres cargados sobre los muebles, como si este sujeto viviera bajo el temor continuo de ser víctima de una agresión. Volví en varias ocasiones a su casa; después ya no regresé más. Todos nos habíamos habituado a su presencia, y terminó resultando indiferente. Transcurrió un año entero. Una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó con la noticia de que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche. Media hora después, entraba en la residencia del inglés con el comisario jefe y el comandante de la gendarmería. El sirviente, empavorecido y desesperado, lloraba en el umbral de la puerta. Al principio, sospeché de él, pero me di cuenta de que era inocente.
Nunca se halló al culpable. Nada más entrar en el salón de Sir John, mis ojos se dirigieron al cadáver, que estaba tendido de espaldas en el centro de la estancia. La camisa estaba desgarrada, una manga arrancada daba testimonio de que la lucha hubo de ser terrible.
¡El inglés había muerto estrangulado! Su faz negra y abotargada, espantosa, parecía expresar un terror abominable; tenía algo entre los dientes apretados y la sangre le cubría el cuello, taladrado con cinco agujeros que se hubiera dicho producidos por cinco púas metálicas. Se nos unió un médico. Reconoció durante largo rato las huellas de los dedos en la carne y profirió estas extrañas palabras:
—Se diría que ha sido estrangulado por un esqueleto.
Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y dirigí la vista hacia la pared, al lugar donde antaño vi la horrible mano desollada. Ya no estaba; la cadena, pendía rota. Entonces me agaché sobre el muerto y hallé en su enclavijada boca uno de los dedos de la mano fugitiva, cortado o mejor cercenado a bocados, a la altura de la segunda falange. Luego procedimos a un reconocimiento. No averiguamos nada; ninguna puerta, ninguna ventana, ningún mueble habían sido forzados. Los dos perros guardianes permanecieron dormidos.
He aquí en resumidas cuentas la deposición del doméstico: Desde hacía un mes, su amo parecía agitado. Había recibido múltiples cartas, que quemaba conforme llegaban. A menudo, empuñando un látigo, preso de una ira propia de un demente, azotaba con furia esa mano disecada, pegada a la pared y desprendida, Dios sabe cómo, en el instante del crimen. Trasnochaba mucho y se encerraba a cal y canto. Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, durante la madrugada, hablaba a voces, como si disputara con alguien. Aquella noche, por casualidad, no hizo ningún ruido y sólo cuando el criado fue a abrir las ventanas descubrió que Sir John había sido asesinado. No sospechaba de nadie.
Comuniqué lo que sabía del difunto a las autoridades y a los oficiales del orden público y practicamos en toda la isla una investigación minuciosa. Nada averiguamos. Tres meses después del crimen, tuve una horrible pesadilla. Me pareció ver la mano, la horripilante mano, corriendo como un escorpión o como una araña a lo largo de mis paredes y mis cortinas. Me desperté tres veces y me volví a dormir otras tantas. Tres veces vi el repugnante despojo corriendo por mi dormitorio moviendo los dedos como si fueran patas. Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de Sir John Rowell, que había sido enterrado allí, pues no habían podido dar con su familia. Le faltaba el índice.
Hasta aquí, señoras, llega mi historia. No sé nada más. Las mujeres estaban asustadas, pálidas, trémulas. Una de ellas gritó:
—¡Pero no tiene desenlace, ni explicación! No conciliaremos el sueño hasta que no nos diga qué sucedió, en su opinión.
El magistrado sonrió con severidad:
—¡Oh, señoras, estimo que voy a aguar sus terribles ilusiones! Pienso lisa y llanamente que el legítimo propietario de la mano no estaba muerto, y que vino a buscarla con lo que le quedaba. Pero desconozco cómo logro su designio. Fue una especie de vendetta.
Una de las mujeres musitó:
—No, no debió de ocurrir así.
Y el juez de instrucción, con su perenne sonrisa, concluyó:
—Ya les dije que mi explicación no las complacería.
Guy de Maupassant (1850-1893)
Relatos góticos. I Relatos de Guy de Maupassant.
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