«El cerdo»: William Hope Hodgson; relato y análisis.
El cerdo (The Hog) es un relato de terror del escritor inglés William Hope Hodgson (1877-1918), publicado de manera póstuma en la edición de enero de 1947 de la revista Weird Tales, y reeditado en la antología de ese mismo año: Carnacki: el cazafantasmas (Carnacki, the Ghost-Finder).
El cerdo, uno de los mejores cuentos de W.H. Hodgson, pertenece al ciclo de relatos de Carnacki, aquel locuaz detective paranormal dedicado a resolver los casos más extraños (ver: Detectives de lo oculto en la literatura pulp).
Aquí, un paciente llamado Bains sufre algún tipo de defecto en esa barrera de protección natural que todos poseemos para aislarnos de las monstruosidades espirituales que habitan detrás del velo de la realidad. Los sueños de Bains son tan vívidos que parecen experiencias reales. En ellos deambula por sitios profundos, vagos, rodeado de horrores invisibles; un lugar infernal habitado por seres de pesadilla que buscan desesperadamente el modo de escapar hacia nuestro plano.
En lo profundo de esos sueños acecha un monstruo destructor de almas, una criatura que gruñe, que aúlla, que chilla como si fuera un cerdo descomunal, y que busca transferir su mente al cuerpo deteriorado de Bains.
Sin dudas El cerdo de W.H. Hodgson constituye uno de los casos más escalofriantes y difíciles para Carnacki, precisamente debido a la naturaleza extraña de este ser interdimensional. Pocos autores, de hecho, se atreverían a darle al horror supremo una forma porcina, la cual, ciertamente resulta muy eficaz en las manos de este gran maestro del género.
El cerdo.
The Hog, William Hope Hodgson (1877-1918)
«Vi que una cosa se estaba materializando en medio de la defensa. Se iba elevando lenta y regularmente. Parecía lívida y enorme a través del anublado vórtice... Era un pálido y monstruoso hocico surgiendo de aquel abismo insondable. Cada vez se encontraba más alto. A través del tenue y brumoso velo, vi un diminuto ojo... Jamás podré volver a ver el ojo de un cerdo sin revivir de nuevo algo de lo que entonces sentí. Era el ojo de un cerdo, pero animado de una especie de nefanda inteligencia...»
I
Habíamos acabado de cenar. Carnacki ya se encontraba instalado en su gran sillón cerca del fuego y se disponía a encender su pipa. Jessop, Arkright, Taylor y yo ocupábamos ya nuestras posiciones favoritas, en espera de que comenzase a hablar.—Lo que voy a contaros sucedió en la habitación contigua —dijo, después de demorarse unos instantes en encender su pipa—. Supuso una terrible experiencia. El doctor Witton fue el primero en comunicarme lo ocurrido. Todo comenzó en el Club, una noche en que estábamos charlando acerca de un artículo aparecido en Lancet, mientras nos fumábamos una pipa, y Witton me comentó que estaba tratando un caso semejante... El sujeto se llamaba Bains. Me mostré interesado. Era uno de esos casos de brecha o apertura en la barrera de protección, como yo los llamo: la imposibilidad de aislarse —espiritualmente hablando— de las monstruosidades del Exterior.
Por lo que sabía de Witton, comprendí que no conseguiría nada con su paciente. Todos le conocéis. Es un hombre honesto, nada sentimental, práctico, en absoluto dado a la ensoñación, perfecto en su trabajo cuando se trata de una pierna fracturada o de una clavícula rota... Por eso no tenía nada que hacer en el caso Bains. Durante unos instantes, Carnacki dio unas caladas a su pipa, mientras los demás esperábamos, impacientes, que prosiguiera con su narración. Le dije a Witton que me enviase a su paciente —continuó—, y fue a verme al sábado siguiente. Era un hombrecillo sensible. Me cayó simpático en cuanto le eché la vista encima. Al poco tiempo ya había conseguido que me explicase lo que le preocupaba, preguntándole de paso por lo que el doctor Witton llamaba «sus sueños».
—Son más que sueños —dijo—. Son tan reales como si los viviese. Son sencillamente horribles. Y no hay nada definido en ellos que pueda contarle. Por lo general, vienen en cuanto me quedo dormido. En cuanto me duermo, me asalta en seguida la sensación de que tengo que bajar a algún lugar impreciso, y siento que me atenaza un horror inexplicable y espantoso. Jamás puedo llegar a comprender lo que es, pues nunca consigo verlo. Sólo recibo una especie de advertencia que me dice que tengo que bajar hasta algún lugar terrible..., una especie de infierno, si se le puede llamar así, donde no deseo ir; y esta advertencia siempre es insistente, incluso imperativa, y me ordena que huya, que huya de algún horror enorme que caerá sobre mí.
—¿No puede salir huyendo por sus propios medios? —le pregunté—. ¿No puede despertarse?
—No —me dijo—. Eso es justamente lo que intento, a pesar de todos mis esfuerzos. No puedo dejar de recorrer ese laberinto infernal, como yo lo llamo, mientras me dirijo hacia algún horror desconocido y espantoso. Y como la advertencia es repetida más veces, incluso con mayor insistencia, llego a pensar que una parte viva de mí, o la que se halla activa en mis momentos de vigilia, está despierta y vigilante. Algo parece avisarme una y otra vez de que despierte, a pesar de lo que esté haciendo en sueños, y entonces mi parte consciente cobra repentinamente vida, y sé que mi cuerpo está en la cama, pero mi esencia o espíritu todavía sigue en aquel infierno, dondequiera que esté, envuelta en un peligro, desconocido e indecible al mismo tiempo, pero tan enorme que mi alma entera parece enfermar de terror. Durante todo ese tiempo —prosiguió—, sigo diciéndome que debo despertar, pero es como si mi alma siguiera allí, mientras mi parte consciente sabe que estoy luchando contra algún Poder invisible. Sé que si no me despierto entonces, nunca lo haré y me hundiré cada vez más en algún tremendo horror, capaz de destruir mi alma. Por eso lucho. Mi cuerpo descansa en la cama y tira de mí hacia sí. Pero el Poder que hay en ese laberinto también tira hacia abajo, y se apodera de mí una sensación de desesperación como jamás había tenido. Sé que si cediese y dejase de luchar y no me despertase, acabaría precipitándome en aquel monstruoso Terror, que silenciosamente parece llamar a mi alma hacia su destrucción. Entonces hago un terrible esfuerzo final, y mi mente parece ocupar todo mi cuerpo, como si fuese una imagen fantasmal de mi alma. Incluso puedo abrir los ojos y ver con mi mente, o mi parte consciente, sin necesitar mis propios ojos. Puedo ver la ropa de la cama, aunque sepa con completa seguridad que estoy echado en ella; pero mi verdadero yo se encuentra en aquel infierno de tremendos peligros. ¿Me comprende?
—Perfectamente —le respondí.
—Entonces —prosiguió— sigo luchando. Allá abajo, en el fondo de aquel enorme pozo, mi alma parece gemir y retroceder, asustada, ante la llamada de algún horror agazapado, que cada vez más, y en silencio, la atrae hacia una esquina de aquel laberinto; y sé que, si llego a doblarla, jamás podré volver a este mundo. Así que lucho desesperadamente; la mente y la conciencia luchan juntas en mi ayuda. La agonía es tan grande que podría gritar, si no fuera porque el miedo que me atenaza en la cama me paraliza y me deja helado. Cuando parece que mis fuerzas están a punto de abandonarme, mi alma y mi cuerpo resultan victoriosos y se funden lentamente entre sí. Y entonces me vuelvo a encontrar en la cama, agotado por la terrible lucha. Pero aún sigo sintiendo a mi alrededor la presencia de un espantoso terror, como si alguna monstruosidad agazapada hubiese salido de aquel horrible lugar y me hubiera seguido, inmóvil, silenciosa e invisible, y me amenazase, a mí que estoy acostado. ¿Me comprende? Es como una Presencia monstruosa.
—Sí —dije—. Le sigo.
La frente del hombre estaba cubierta de un sudor tan copioso, que indudablemente debía de haber revivido los horrores que había experimentado. Tras una pausa, prosiguió su narración.
—Ahora viene la parte más curiosa del sueño o lo que sea. Mientras me encuentro echado en la cama, exhausto, siempre oigo un ruido. Y esto se produce mientras el dormitorio aún está lleno de esa especie de atmósfera impregnada de monstruosidad que parece acompañarme cuando salgo de aquel lugar. Oigo llegar un sonido que va subiendo desde aquel enorme abismo, y siempre es un ruido de cerdos..., de cerdos gruñendo, ya sabe. Es sencillamente espantoso. El sueño es siempre el mismo. En ocasiones lo sufro durante una semana seguida, a no ser que me esfuerce por mantenerme despierto; pero, como es lógico, alguna vez me quedo dormido. Creo que si esto dura mucho tiempo, acabaré volviéndome loco. ¿No opina lo mismo?
Asentí con la cabeza y miré su rostro de persona sensible. ¡Pobre hombre! Sin ninguna duda, debía de haber pasado por todo aquello.
—Cuénteme más cosas —dije—. ¿A qué le sonaban exactamente esos... gruñidos?
—Ya se lo he dicho, al sonido de unos cerdos gruñendo. Sólo que mucho más espantosos. Era una mezcla de gruñidos, chillidos y alaridos, como los que se oyen en una granja cuando les echan de comer. Supongo que habrá visto esas enormes granjas donde los crían a centenares. Todos los gruñidos, chillidos y alaridos se funden en un brutal caos de sonidos..., sólo que no es un caos porque se entremezclan de un modo extraño... Yo lo he oído, es una especie de estruendosa melodía porcina, compuesta de gruñidos, ronquidos y rugidos, mezclados con chillidos y gritos, y aderezados con una especie de aullidos porcinos. A veces he pensado que tiene un ritmo peculiar, pues, de vez en cuando, surge de ella un GRUÑIDO gargantuesco, que sobrepasa el rugido de un millón de puercos..., un tremendo GRUÑIDO que posee ritmo propio. ¿Puede comprenderme? Es capaz de aturdir a cualquiera..., es como una especie de «terremoto espiritual». El clamor porcino, que aúlla, que chilla, que gruñe, ascendiendo de aquel abismo, y el monstruoso GRUÑIDO elevándose sobre los demás, con un ritmo recurrente..., la voz de la monstruosa madre de todos los cerdos vibrando desde las profundidades, a través de ese coro de cerdos enloquecidos de ira... ¡Es imposible! No puedo describirlo. Nadie podría. ¡Es realmente terrible! Y me asusta que piense que voy por mal camino, o que me convendría un cambio de aires o un reconstituyente; o que, si no me recupero pronto, acabaré en una casa de locos. ¡Si pudiese siquiera comprenderlo! Creía que el doctor Witton me comprendía a medias; pero ahora veo que me ha hecho que venga a verle como última esperanza. Debe de pensar que estoy listo para el manicomio. Podría jurarlo.
—¡Tonterías! —exclamé—. Usted está tan cuerdo como yo. Su facilidad para pensar tan claramente lo que quiere contarme y transmitírmelo de una manera tan perfecta que consigue que pueda imaginarme lo que ha visto, habla a favor de su equilibrio mental. Voy a investigar su caso y, si es lo que sospecho, uno de los raros ejemplos de brecha o de apertura en su barrera protectora (lo que podríamos decir que le aísla de las Monstruosidades del Exterior), creo que podremos resolver todos sus problemas. Pero antes tenemos que entrar en el nudo de la cuestión, y eso siempre resulta peligroso.
—Me arriesgaré —replicó Bains—. No puedo resistir esto por más tiempo.
—Muy bien —dije—. Váyase y vuelva a las cinco en punto. Para entonces ya lo tendré dispuesto todo. Y no se preocupe por su salud. Usted se encuentra bien y verá como dentro de poco todo estará en orden. Así que anímese y no tenga pensamientos negativos.
II
Después de comer me puse a hacer los preparativos pertinentes al caso en la sala de experimentación, que se encuentra al otro lado del rellano. Cuando Bains volvió a las cinco en punto, estaba todo dispuesto, y le conduje inmediatamente hasta ella. Como no anochecía hasta eso de las seis y media, aún tenía tiempo para acabar mis preparativos antes de que estuviese oscuro. Siempre prefiero comenzar con luz del día. Bains me cogió del codo antes de entrar en la sala.—Hay algo que debía haberle contado —dijo, adoptando un aire más bien tímido—. Creo que me da un poco de vergüenza decírselo.
—Adelante —le animé.
Dudó un momento y después lo soltó de un tirón.
—Le hablé del gruñido de los cerdos —dijo—. Bueno, pues yo también gruño. Sé que es algo horrible. Cuando estoy echado en la cama y oigo que esos sonidos van hacia mí, entonces me pongo a gruñir yo también, como si les contestase. Soy incapaz de contenerme. Lo hago y punto. O algo me obliga a hacerlo. Jamás se lo conté al doctor Witton. Me fue imposible. Estoy seguro de que usted ahora pensará que estoy loco.
Me miró al rostro, lleno de ansiedad y extrañamente avergonzado.
—No es más que la secuencia natural de una serie de acontecimientos anormales, y estoy contento de que me lo haya dicho —dije, dándole una palmada en la espalda—. Es una justa consecuencia de lo que me había contado. Ya he tenido dos casos que, en cierto modo, se parecían al suyo.
—¿Y qué ocurrió? —me preguntó—. ¿Se curaron?
—Uno vive y goza de buena salud, señor Bains —contesté—. El otro quedó muy afectado de los nervios y, afortunadamente para todos, murió.
Mientras hablaba, había cerrado la puerta con llave. Barnes miró a su alrededor, más bien alarmado, me imagino, al ver mis aparatos.
—¿Qué va a hacer? —preguntó—. ¿No será un experimento peligroso?
—Bastante peligroso —contesté—, si no sigue mis instrucciones al pie de la letra. Ambos corremos el riesgo de no salir jamás vivos de esta habitación. ¿Tengo su palabra de que puedo confiar en que me obedecerá pase lo que pase?
Echó un vistazo alrededor y después me miró.
—Sí —afirmó.
Y fijaos, estuve seguro de que cuando llegase el momento demostraría que estaba hecho de buena madera. Comencé a disponer las cosas para trabajar con ellas en cuanto anocheciese. Le dije a Bains que se quitase la americana y el calzado, y le vestí de pies a cabeza con un traje de caucho de una pieza, una especie de mono, al que añadí unos guantes y un casco con orejeras, todo del mismo material. Yo también me vestí de la misma manera. Entonces comencé el siguiente estadio de los preparativos para la noche. Ante todo, debo deciros que la habitación mide treinta y nueve por treinta y siete pies, y que posee un piso de parqué bastante grueso, cubierto por una espesa capa de caucho de media pulgada de espesor. Había vaciado enteramente la habitación, para dejar exactamente en su centro una mesa tapizada, con patas de cristal, un montón de tubos de vacío y de baterías, y las tres partes del aparato especial que requería mi experimento.
—Ahora, Bains —ordené—, acérquese y quédese cerca de esta mesa. No dé vueltas. Voy a levantar una «barrera» protectora a nuestro alrededor, que, una vez que esté construida, ninguno deberá cruzar, ni siquiera sacando fuera un pie o una mano.
Volvimos al centro de la habitación y él se quedó al lado de la mesa, mientras yo comenzaba a montar a nuestro alrededor los tubos de vacío. Intentaba utilizar la nueva «defensa de espectro» que había estado perfeccionando últimamente. Consiste en siete tubos de vacío que adoptan las formas de siete circunferencias concéntricas, de los siguientes colores, comenzando de fuera a dentro: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo y violeta. Aunque la habitación estaba bastante iluminada, la atmósfera ya presagiaba la caída de la tarde, por lo que me di prisa en acabar. Mientras conectaba los tubos entre sí, me sentí ligeramente nervioso. Al mirar a Bains, que seguía estando junto a la mesa, vi que me miraba fijamente. Parecía completamente absorto en recuerdos desagradables.
—Por amor de Dios, deje de pensar en esos horrores —le dije, alzando la voz—. Ya tendrá tiempo de dedicarse a ello más tarde. Pero en esta habitación especialmente construida lo mejor es no pensar en esas cosas hasta que se hayan conectado las barreras. Concentre su mente en cualquier cosa normal o superficial. El teatro servirá: piense en la última obra que vio en el Gaiety. Charlaremos de ello en un momento.
Veinte minutos después, la «barrera» que nos rodeaba había sido completada, y procedí a conectar las baterías. Hasta entonces, la habitación había catado sumida en la tonalidad gris del crepúsculo, de modo que los siete tubos de diferentes colores resplandecieron con un efecto sorprendente, generando una fría luminosidad.
—¡Por Júpiter! —exclamó Bains—. ¡Esto es maravilloso..., realmente maravilloso!
El otro aparato que estaba montando en aquellos momentos constaba de una cámara de diseño especial, de un fonógrafo modificado con auriculares en lugar del altavoz, y de un disco de vidrio, compuesto de innumerables tubos de vacío dispuestos de un modo peculiar. De él salían dos hilos metálicos que iban a dar a un electrodo construido de manera que pudiese ajustarse alrededor de la cabeza. Cuando terminé de conectar las tres partes, se había hecho prácticamente de noche. Bajo el inusual resplandor de los siete tubos de vacío, la habitación, virtualmente a oscuras, adquirió una apariencia de lo más extraña.
—Ahora, Bains —dije—, quiero que se eche en esta mesa. Ponga las manos a lo largo de los costados y quédese quieto y pensando. Sólo tiene que hacer dos cosas. La primera, seguir echado y concentrarse en los detalles del sueño que siempre se repite; y la otra, no moverse de la mesa a pesar de lo que pueda oír o suceder, si yo no le digo lo contrario. ¿Entendido?
—Sí —contestó—. Creo que puede confiar en mí, no me comportaré estúpidamente. Sin saber por qué, me siento extrañamente a salvo con usted.
—Me alegro —comenté—. Pero no minimice el posible peligro que corremos. Puede haber un gran peligro. Ahora permítame que le ponga esta banda en la cabeza —y le ajusté el electrodo.
Le di unas cuantas instrucciones más, diciéndole que sobre todo concentrase sus pensamientos en los sonidos que siempre oía al despertarse, y volví a advertirle nuevamente que no se quedase dormido.
—No hable —dije—, y no fije su atención en mí. Si ve que interrumpo su concentración, cierre los ojos.
Se echó encima de la mesa y yo cogí el plato de vidrio, colocando la cámara frente a él, de manera que el objetivo estuviese enfocando exactamente el centro del mismo. Apenas había acabado de hacer esta operación, una oscilación de luz verdosa recorrió los tubos de vacío del disco. Luego desapareció, y quizá durante un minuto reinó una total oscuridad; pero no tardó en repetirse..., vacilando, como si girase, y pasando de una tonalidad a otra, desde un verde oscuro a un repugnante glauco; y así una y otra vez. Cada medio segundo más o menos, un relámpago amarillo de una tonalidad horrible, tremendamente desagradable, atravesaba la colección de resplandores verdes; acto seguido, una gran onda de color rojo ladrillo, que moría tan rápidamente como había llegado, recorría el disco, dando paso a los cambiantes verdes que no tardaban en ser cruzados por la repugnante tonalidad amarilla. Aproximadamente cada siete segundos, el disco era recubierto por la enorme pulsación de color rojo ladrillo, que vencía al resto de colores. «Se está concentrando en los sonidos», me dije, sintiendo una extraña excitación mientras seguía trabajando con mis aparatos. Volví la cabeza para comentar algo a Bains.
—No se asuste de lo que ocurra. Todo va bien.
Entonces comencé a manipular la cámara. En lugar de película o placa llevaba un largo rollo de cinta de un papel especial. Al girar la manivela, el rollo pasaba a través de la máquina, dejando que la cinta se impresionase. Me llevó cinco minutos exponer el papel, y durante ese tiempo predominaron las luces verdes; pero el oscuro color rojo ladrillo jamás dejaba de expandirse, cada siete segundos, por los tubos de vacío del disco. Era como el contrapunto de alguna muda melodía, particularmente desapacible. Saqué de la cámara el rollo que había expuesto, colocándolo horizontalmente en los dos soportes que, a tal efecto, había dispuesto en el fonógrafo modificado. En los lugares donde el papel había recibido la heterogénea luz del disco, su superficie aparecía surcada por unas pequeñas e irregulares ondulaciones un tanto curiosas. Desenrollé cerca de un pie de cinta, introduciendo su extremo libre en la hendidura de una bobina vacía (en el lado opuesto de la cámara), que también recibía el movimiento del gramófono. Cogí el diafragma y lo coloqué delicadamente sobre la cinta. En lugar de la usual aguja, el diafragma estaba provisto de una escobilla de filamentos metálicos, de buena apariencia y de cerca de una pulgada de ancha, que abarcaba la anchura de la cinta. La fina y frágil escobilla descansaba sobre la superficie especial del papel. Cuando conecté el dispositivo, la cinta comenzó a pasar bajo la escobilla y, mientras lo hacía, las delicadas sedas de filamento metálico se adaptaron a las más mínimas alteraciones de su superficie, generadas por las irregulares excrecencias de tipo sinusoidal que en ella habían producido las luces.
Me coloqué los auriculares y al instante comprendí que había conseguido registrar lo que Bains había oído en sueños. De hecho, lo que yo escuchaba «mentalmente» lo generaba el esfuerzo por recordarlo que hacía su memoria. Oía algo que me recordaba los lejanos y débiles chillidos y gruñidos de innumerables cerdos. Era extraordinario y, al mismo tiempo, exquisitamente terrible e infame. Me asustó, pues me dio la sensación de haberme acercado a algo abyecto y terriblemente peligroso. Tan fuerte e imperiosa era aquella sensación que me quité violentamente los auriculares de los oídos, y me quedé sentado un momento, mirando a mi alrededor en aquella habitación, en espera de que mis sensaciones volviesen a ser normales. La estancia me pareció extraña e imprecisa bajo el apagado resplandor de los tubos circulares, y tuve la sensación de que el olor de algo monstruoso llenaba el aire que me rodeaba. Recordé que Bains me había hablado de la sensación que siempre tenía después de volver de «aquel lugar», de que algo terrible le había seguido, impregnando con su presencia su dormitorio. En aquellos momentos comprendía perfectamente lo que quería decir... tan bien que incluso acabo de utilizar ahora inconscientemente los mismos términos, o casi, que él para intentar explicaros lo que entonces sentí.
Al volverme para hablarle, vi que había algo insólito en el centro de la «defensa». Llegados a este punto, debo explicaros, amigos míos, que aquella nueva «defensa» tenía ciertas cualidades de lo que llamaré «focalización», una nueva teoría que estaba experimentando. El Manuscrito Sigsand ya había dicho algo al respecto: «Evita la diversidad del color; no permanezcas en el interior de la barrera de luces coloreadas, pues Satán se complace en el color. Dejará de estar contenido en el Abismo si te aventuras por él revestido de rojo púrpura. Así pues, sé prevenido. Y no olvides que en el azul, el color de los Cielos de Dios, hallarás la salvación.» Como veis, de aquel pasaje del Manuscrito Sigsand había sacado la idea de la nueva «defensa». Mi intención había sido hacer una, pero con las mismas propiedades de «focalización» o de «atracción» de que hablaba el Ms. Sigsand. Había experimentado muchísimo, consiguiendo demostrar que los rojos púrpura —formados por los dos colores extremos del espectro visible, el rojo y el violeta—, son tremendamente peligrosos; hasta el punto de que son capaces de «atraer» o «focalizar» las fuerzas del Exterior.
Cualquier acción o «intervención» por parte del experimentador puede tener resultados terriblemente amplificados si la acción es realizada en el interior de barreras compuestas por estos colores, en determinadas proporciones y matices. Del mismo modo, por lo general el azul es una «buena defensa». El amarillo suele ser neutro y el verde supone una protección maravillosa dentro de ciertos límites. El naranja, por lo que puedo decir, es ligeramente atractivo, y el índigo es peligroso en sí mismo, de forma limitada, pero en ciertas combinaciones con los demás colores se convierte en una «defensa» poderosa. Ni siquiera he descubierto la décima parte de las posibilidades de mis tubos circulares de vacío. En cierta manera, forman como una especie de órgano de colores, sobre el que tengo la impresión de estar tocando una melodía de notas de colores que pueden generar resultados liberadores o infernales. No sé si sabréis que tengo un clavijero que me permite conectar a voluntad los diferentes tubos de color.
Bueno, amigos míos, creo que ahora comprenderéis lo que sentí cuando vi el aspecto tan singular que adquiría el piso, justo en medio de la «defensa». Parecía como si en él se encontrase una forma circular, pero no a nivel del suelo, sino a unas pulgadas por encima. Mientras la miraba, la sombra pareció hacerse más espesa y oscura en su interior. Se extendió desde el centro hacia el exterior y se oscureció al mismo tiempo. Yo seguía vigilando, por lo demás bastante intrigado, pues la combinación de luces que había preparado se correspondía con bastante exactitud a lo que pudiera llamarse «defensa general». Pero no tenía intenciones de crear una focalización hasta no conocer más de sus propiedades. De hecho, en aquella experiencia, la primera, había decidido no ir más allá de un mero intento destinado a hacerme una idea de aquello con lo que debía enfrentarme. Me arrodillé rápidamente y toqué el piso con la palma de la mano.
Me pareció perfectamente normal, lo cual me dio la seguridad de que no se había producido ninguna manifestación Saaitii; es uno de los peligros que pueden ocurrir al hacer uso de la «defensa», ya que estas manifestaciones son capaces de utilizar sus mismísimos materiales y materializarse en cualquier lugar, excepto en el fuego. Mientras seguía de rodillas, de repente me di cuenta de que las patas de cristal de la mesa sobre la que se había echado Bains aparecían parcialmente cubiertas de una oscuridad que se iba haciendo cada vez más espesa. Incluso mis manos perdían su contorno al aproximarlas al piso. Me puse en pie de un salto y retrocedí un par de pasos para observar el fenómeno desde un poco más lejos. Lo que me dejó atónito fue ver que la mesa parecía diferente. Era inexplicablemente más baja. «Será la sombra que tapa las patas —me dije—. Esto promete ser interesante; pero mejor será impedir que las cosas vayan más lejos.» Así que le pedí a Bains que dejase de concentrarse en sus pensamientos.
—Deje de pensar durante unos instantes —dije, pero no me contestó, y de repente me di cuenta de que la mesa estaba aun más baja.
—¡Bains! —exclamé—. ¡Deje de pensar durante unos instantes!
Y entonces comprendí lo que estaba pasando.
—¡Despierte, hombre, despierte! —exclamé.
Se había quedado dormido..., justamente lo último que debía hacer, ya que así duplicaba el peligro. ¡No me extrañaba que hubiera conseguido tan buenos resultados! Aquel pobre hombre estaba agotado después de tantas noches sin dormir. No se movió, ni dijo nada, mientras corría hacia él.
—¡Despierte! —grité de nuevo, zarandeándole por los hombros.
Mi voz suscitó ecos desagradables en la habitación, tan grande y vacía; Bains seguía tan inmóvil como un muerto. Mientras le zarandeaba una vez más, descubrí que me hundía hasta las rodillas en la sombra circular. Parecía la boca de un pozo. A partir de las rodillas no me veía las piernas, aunque sintiese que el piso seguía siendo firme y sólido; pero, al mismo tiempo, tenía la sensación de que las cosas estaban un poco más lejos de lo que debieran. Por eso me dirigí rápidamente al panel de control y conecté la «defensa total». Al volver rápidamente a la mesa, sufrí una terrible impresión que me dio ganas de vomitar. La mesa había vuelto a hundirse. Su extremo superior estaba sólo a un par de pies por encima del piso, y sus patas tenían la apariencia recortada que observamos al mirar un bastón metido en el agua. Se veían vagas y en la penumbra, rodeadas por el peculiar círculo de oscuras sombras que tanto se parecía a la negra boca de un pozo. Sólo podía ver claramente el extremo superior de la mesa, con Bains echado, inmóvil, sobre ella... y mientras seguía mirando, se iba hundiendo lentamente en el círculo negro.
III
No había un instante que perder. Rápido como el rayo, pasé mis brazos por debajo del cuerpo y el cuello de Bains y le levanté de la mesa. Pero, mientras lo hacía, lanzó un gruñido, como el de un cerdo enorme, que me dejó sordo. Aquel sonido me espantó tanto que llegué a pensar que lo que llevaba en brazos era un cerdo y no una persona. Poco me faltó para dejar caer mi carga. Entonces, acerqué su rostro a la luz y lo examiné. Tenía los ojos medio abiertos y me miraba como si me estuviese viendo. Volvió a gruñir de nuevo. Y pude sentir que su diminuto cuerpo se agitaba ante aquel sonido. Le llamó.—¡Bains! ¿Puede oírme?
Sus ojos seguían mirándome; y, mientras intercambiábamos nuestras miradas, volvió a gruñir como un cerdo. Soltando una mano, le sacudí una fuerte bofetada.
—¡Despierte, Bains! —exclamé—. ¡Despierte!
Pero lo mismo me hubiese dado abofetear a un cadáver. Siguió mirándome fijamente. Me acerqué aún más a él y escruté sus ojos más intensamente. Y vi un horror demente, petrificado y lúcido, como jamás había contemplado. ¿Comprendéis lo que quiero decir? Miré rápidamente hacia donde estaba la mesa. Había recobrado su altura normal, y se la veía como siempre. La curiosa sombra que me había sugerido la negra boca de un pozo había desaparecido. Me sentí aliviado y supuse que al conectar la «defensa total» había conseguido eliminar la posibilidad de que se crease un «foco parcial». Deposité a Bains en el piso y eché una mirada alrededor para ver que era lo mejor que se podía hacer. No me atreví a dar un paso fuera de las barreras, al menos no hasta que las «tensiones peligrosas» que pudiese haber en la habitación hubieran sido eliminadas. Además, no era prudente dejar que Bains volviera a dormirse y que sufriese nuevamente el tipo de sueño que le asaltaba, ni siquiera dentro de la «defensa total»; o, al menos, no hasta haber realizado ciertas operaciones que aún no había llevado a cabo. Puedo confesaros que estaba enormemente agitado. Volví a mirar a Bains y a sentirme anonadado, pues la peculiar sombra circular había vuelto a formarse alrededor de él, justo donde le había dejado en el suelo. Sus manos y rostro aparecían curiosamente imprecisos y distorsionados, como si estuvieran sumergidos bajo varias pulgadas de agua poco limpia. Pero sus ojos seguían siendo visibles en cierta modo. Me miraban fijamente, mudos y terribles, a través de aquella horrible y sombría penumbra.
Me detuve, y rápidamente, con un simple movimiento, levanté a Bains del suelo. Por tercera vez volvió a gruñir como un cerdo, mientras lo tenía en brazos. Fue algo abominable. Me paré en seco, siempre dentro de la barrera y con Bains en brazos, y eché una rápida mirada a toda la habitación y después al piso. La espesa sombra se había formado alrededor de mis pies, y tuve que irme rápidamente al otro lado de la mesa. Miré hacia donde había estado la sombra y vi que se había desvanecido; volví a mirar a mis pies y me asusté tremendamente, porque, aunque muy imprecisa, la sombra había vuelto a formarse alrededor de donde me encontraba. Di un paso y esperé a que se hiciese invisible; pero otra vez una especie de mancha comenzó a dibujarse alrededor de mis pies. Avancé otro paso y recorrí con la mirada la habitación, pensando en salir corriendo hacia la puerta. Y en aquel instante vi que aquello sería ciertamente imposible, ya que había algo indefinido en la atmósfera de la habitación..., algo que se movía en círculos alrededor de la barrera?. Volví a mirarme los pies y nuevamente observé que la sombra se había hecho más espesa cerca de ellos. Di un paso hacia la derecha y, mientras desaparecía, volví a echar una mirada por todo lo largo y ancho de la gran habitación... Me pareció ver algo tremendamente grande y en absoluto familiar. Me pregunto si sabéis a qué me refiero. Mientras estaba mirando, volví a ver la indefinida silueta de algo que flotaba en el aire de la habitación. La observé detenidamente cerca de un minuto, que fue el tiempo que invirtió en dar dos vueltas alrededor de la barrera. Y súbitamente la vi con más detalle. Parecía una pequeña bocanada de humo negro.
En aquellos momentos tenía otras cosas en qué pensar, pues de repente me asaltó una extraña sensación de vértigo y la impresión de que caía... Era como un cuerpo cayendo en el vacío. Al mirar hacia abajo me sentí mareado, y en aquel momento vi que me había hundido hasta los muslos en lo que parecía ser la sombría e inconfundible boca de un pozo. ¿Os dais cuenta? Me estaba hundiendo dentro de esa cosa, con Bains en los brazos. Una furiosa sensación de cólera me invadió, y con el pie derecho di una violenta patada hacia abajo. Pero no encontré nada tangible, sino que atravesé limpiamente la masa de sombras y fui a dar un violento golpe contra el piso. Había pasado a través de algo que había hecho que se me pusiese carne de gallina..., algo invisible y vago que parecía desarrollar algún campo eléctrico. Y comprendí que, si hubiese sido más fuerte, no me habría resultado posible franquearlo. ¿Me explico con claridad? Me volví en redondo, pero la cosa bestial ya se había ido. Sin embargo, mientras estaba junto a la mesa, la lenta forma gris de una sombra circular comenzó a formarse alrededor de mis pies. Me fui al otro lado de la mesa y me apoyé en ella durante un instante, pues estaba temblando de pies a cabeza a causa del indecible terror que se estaba apoderando de mí, diferente a cualquier otro que hubiera conocido. Era como si me encontrase cerca de algo a lo que ningún ser humano debe aproximarse, a riesgo de perder su alma. Y me pregunté si no habría sentido el mismo horror que Bains, continuamente en tensión, sufría en aquellos momentos, mientras seguía llevándole en brazos. En aquel momento, fuera de la barrera había varias de aquellas nubecillas oscuras, idénticas a pequeñas bocanadas de humo negro. Estuve mirándolas unos minutos y, mientras miraba, aumentaron en número; en todo ese tiempo no dejé de moverme de un lado para otro dentro de la «defensa», para impedir que la sombra se formase otra vez alrededor de mis pies.
Entonces observé que mi constante cambio de posición se había convertido en un lento caminar, más bien monótono, de aquí para allá, dentro de la «defensa», llevando continuamente el cuerpo anormalmente rígido del pobre Bains. Comenzaba a cansarme, pues aunque él era menudo, su rigidez resultaba terriblemente molesta y difícil de soportar, como podéis imaginar. Sin embargo, no se me ocurría otra cosa. Había desistido de zarandearle o de intentar que despertase, por la simple razón de que mentalmente estaba tan despierto como yo, aunque físicamente inanimado. Se trataba de una de esas disociaciones espirituales de carácter parcial, que siempre había intentado comprender. Ya había desconectado los tubos rojo, naranja, amarillo y verde, de manera que aún seguía funcionando la «defensa total», o sea la gama azul del espectro... Sabía que las vibraciones repulsivas de cada uno de los tres colores: azul, índigo y violeta eran lanzadas al espacio. Sin embargo, estaban demostrando que eran insuficientes, por lo que me veía en la disyuntiva de realizar alguna acción desesperada para estimular a Bains a realizar un mayor esfuerzo de voluntad del que me parecía que estaba haciendo, o arriesgarme a experimentar con las combinaciones de los colores defensivos. Tal como estaban las cosas en aquel momento, el peligro iba cada vez más en aumento, pues, para decirlo rápidamente, lo que se veía en el aire de fuera de la barrera indicaba que se estaban generando tensiones muy peligrosas. Lo mismo pasaba dentro de ella, pues la tenaz recurrencia de la sombra, probaba que la «defensa» era insuficiente.
En resumen, tenía miedo de que Bains, debido a su peculiar condición, fuese literalmente una «puerta» abierta en la «defensa»; así pues, si no conseguía despertarle o encontrar las combinaciones de tubos correctas que me permitiesen suscitar vibraciones con la energía suficiente para repeler aquel particular peligro, la cosa se nos pondría bastante fea. Comprendí que había dado pruebas de una estupidez increíble al no haber previsto la posibilidad de que Bains se quedase dormido por el efecto, deliberadamente hipnótico, de recordar lo que le había sucedido durante el sueño. Si no lograba aumentar la energía repulsiva de las barreras o despertar a Bains, no me quedaría otra salida, por lo que estaba viendo, que elegir entre una carrera desesperada hacia la puerta —y lo que veía al otro lado de la barrera me mostraba que era prácticamente imposible—, y lanzarle a él fuera de la barrera, lo que tampoco parecía factible. Durante todo aquel tiempo no había dejado de moverme dentro de la barrera; de repente vi que el peligro que nos amenazaba adquiría una nueva forma. Exactamente en el centro de la «defensa», la sombra había formado un círculo de un pie de diámetro, de un intensísimo color negro. Aumentaba de tamaño según lo miraba. Era horrible verlo crecer. Pareció reptar hasta convertirse en un círculo bastante amplio de una yarda de diámetro.
Sin pérdida de tiempo, dejé a Bains en el suelo. Era evidente que alguna fuerza de «fuera» estaba realizando un tremendo esfuerzo por penetrar en la «defensa», lo que me obligaba a llevar a cabo un intento final para ayudar a Bains a que «despertase». Así que cogí una lanceta y levanté la manga izquierda de su traje aislante. Lo que iba a hacer comportaba un terrible riesgo, y lo sabía, pues es evidente que, de alguna manera, la sangre ejerce un extraordinario poder de atracción. El Manuscrito Sigsand menciona particularmente este hecho en un pasaje que dice, más o menos, así: «En la sangre reside la Voz que llama a través del espacio. Los Monstruos de la Profundidad lo oyen, y, al oírla, se les suscita el deseo. De manera análoga, también se demuestra eficaz para reclamar el alma que vaga alocadamente fuera del cuerpo en el que encuentra su natural morada. Pero, ¡ay de aquellos que malgastan su sangre en la hora fatal! Pues no faltarán Monstruos que oigan el Grito de su Sangre.» Aquel era el riesgo que tenía que correr. Sabía que la sangre atraería a las fuerzas de fuera, pero que llamaría aún con más fuerza a la porción de la «esencia» de Bains que se había desprendido de él al caer a las profundidades. Antes de herirle con la lanceta, miré hacia la sombra. Había crecido y su borde se encontraba a menos de dos pies del hombro derecho de Bains. Mientras la miraba, continuaba acercándose, como si reptase, con el mismo tipo de movimiento que hace el borde de un papel al quemarse y ennegrecerse. Aquella cosa ya tenía menos apariencia de sombra, no parecía tan espectral como antes. Se asemejaba, lisa y llanamente, a la negra boca de un pozo.
—Ahora, Bains —dije—, levántese, hombre. ¡Despierte!
Y al mismo tiempo que le hablaba, usé mi lanceta, rápida, aunque superficialmente. Observé cómo manaba la pequeña gota roja de sangre y le corría a lo largo del puño, para caer al suelo de la «defensa». Y ocurrió lo que había estado temiendo. En la habitación hubo un ruido, como una especie de trueno sordo, y unos extraños relámpagos de apariencia ominosa culebrearon desordenadamente en la parte del piso que se encontraba al otro lado de la barrera. Le interpelé una vez más, intentando hablarle con voz tranquila y firme, mientras veía que el horrible círculo de sombra había recubierto por completo cada pulgada cuadrada del centro de la «defensa», hasta tal punto que habría podido decirse que Bains y yo estábamos suspendidos sobre un vacío de negrura indecible..., el negro vacío que me contemplaba desde el fondo de aquel sombrío pozo. Y, sin embargo, durante todo el tiempo, mientras me arrodillaba junto a Bains y le cogía del puño, podía sentir la solidez del piso bajo mis rodillas.
—¡Bains! —insistí una vez más, intentando no gritar demasiado alto—.¡Bains, despierte! ¡Despierte, hombre! ¡Despierte!
Pero él seguía sin moverse, y me miraba fijamente con ojos llenos de silencioso horror, que parecían contemplarme desde las profundidades de alguna terrible eternidad.
IV
La sombra se había hecho más espesa y oscura a nuestro alrededor. Una vez más, sentí apoderarse de mí aquel extraño y terrible vértigo. Levantándome de un salto, cogí a Bains en brazos y franqueé el primero de los círculos protectores —el violeta—, para quedarme entre él y el de color índigo, manteniendo a Bains lo más cerca de mí que podía, para impedir que cualquier parte de su cuerpo inerte sobresaliese de los círculos índigo y azul. De la boca de tinieblas que en aquellos momentos llenaba totalmente el centro de la «defensa» llegó un débil sonido..., que parecía provenir de abismos desconocidos. Sonaba lejano y débil, muy débil, pero lo reconocí al momento y sin temor a confundirme: era el murmullo, infinitamente lejano, de un incontable número de cerdos. Y en ese mismo momento, como si contestase a aquel sonido, Bains, mientras lo llevaba en brazos, gruñó como uno de ellos. Permanecí entre los tubos de vacío de los círculos, mirando confuso a la izquierda, hacia la boca del pozo, cubierta de negras sombras, que parecía conducir directamente al Infierno. Los acontecimientos habían llegado mucho más lejos de lo que hubiera podido imaginar y, como se habían producido de manera cada vez más súbita y terrible, me encontraba por debajo de mis condiciones normales. Me sentía mentalmente paralizado, y no podía pensar en nada, excepto que a menos de veinte pies se encontraba la puerta que daba a un mundo totalmente natural, y que allí me las tendría que ver cara a cara con un peligro impensado sin saber qué hacer para escapar de él. Lo comprenderéis mejor si os digo que el resplandor azulado de los tres tubos me mostraba que en aquel momento había centenares de aquellas pequeñas nubecillas negras girando alrededor de la barrera, en continua e interminable procesión.Y yo seguía llevando en brazos el cuerpo rígido de Bains, intentando no dar rienda suelta al disgusto que sentía cada vez que gruñía, cosa que hacía cada veinte o treinta segundos, como en respuesta a los sonidos que llegaban muy debilitados a mi oído. Aquello era peor que estar con un cadáver en brazos, ya que me balanceaba entre la muerte física y la destrucción de mi alma. De repente, del abismo que se encontraba tan cerca de mí que uno de mis hombros caía sobre él, llegó nuevamente un tenue y fantástico sonido de cerdos, tan débil que se hubiera dicho que era tan remoto como un eco perdido. Bains contestó con un chillido porcino que suscitó en cada una de mis fibras un humano sentimiento de protesta y me hizo padecer un sudor frío de pies a cabeza. Sacando fuerzas de flaqueza, intenté penetrar con la vista la sombría boca del abismo. Por segunda vez, un trueno sordo retumbó en la habitación, haciendo que cada articulación de mi cuerpo me pareciese que se rompía y comenzara a arder. Al volverme hacia el pozo, había dejado inadvertidamente que un talón de Bains sobresaliera ligeramente, durante un momento, del círculo azul, con lo que una fracción de la «tensión» de fuera de la barrera se descargó a través de Bains y de mí. Si me hubiese encontrado en el corazón de la «defensa», en lugar de estar «aislado» por el círculo violeta, sin duda las consecuencias habrían sido mucho más serias. No obstante, había sentido, psíquicamente hablando, la espantosa sensación de sentirme sucio que todo ser humano experimenta siempre que se acerca demasiado a ciertas Monstruosidades del Exterior. ¿Recordáis, amigos míos, que tuve la misma sensación cuando la Mano se me acercó demasiado en «El caso de la Puerta»?
Los efectos físicos fueron lo suficientemente interesantes para que os los mencione: Bains tenía rota la bota del pie izquierdo y llevaba subida hasta la rodilla la correspondiente pernera de su mono, por lo que pude ver alrededor de la pierna gran número de marcas azuladas que formaban espirales irregulares. Seguí de pie, con Bains en brazos, temblando por todo mi cuerpo. Me dolía la cabeza y tenía todas las articulaciones curiosamente entumecidas; pero mis dolores físicos no eran nada comparados con mis padecimientos psíquicos. ¡Sentía que estábamos acabados! No tenía el suficiente espacio para darme la vuelta o moverme, ya que el comprendido entre la circunferencia violeta, que era la más interior, y la azul, la más exterior, era de treinta y una pulgadas, incluida la pulgada del grosor del tubo índigo. Así que, como veis, me veía obligado a permanecer tan tieso como una estatua, temiendo a cada momento recibir un nuevo susto, e incapaz de pensar lo que debía hacer. Me atrevería a decir que pasé así cinco minutos. Bains no había gruñido desde que la «tensión» se descargara a través de él, lo que me daba una tremenda alegría, aunque al principio llegué a temer que estuviese muerto. Ningún nuevo sonido había salido de la oscura boca del pozo que se encontraba a mi izquierda, por lo que me sentí con el suficiente autocontrol para mirar lo que ocurría a mi alrededor y comenzar a reflexionar. Me incliné una vez más para poder observar directamente el fondo del sombrío pozo. El borde de la boca circular, que tenía una curiosa apariencia sólida, como si estuviese formada de alguna substancia similar a vidrio negro, estaba perfectamente definido. Dentro del pozo podía distinguir la misma apariencia de solidez hasta una profundidad considerable, aunque de forma un tanto fluctuante. El centro de aquel extraordinario fenómeno estaba formado por una simple y absoluta negrura..., una completa negrura aterciopelada que parecía absorber toda la luz de la habitación. No podía ver más, y si algo salió de aquel abismo, además de un silencio absoluto, fue la atmósfera cargada de miedo que me iba afectando cada vez más a medida que pasaban los minutos.
Me di la vuelta, lenta y cuidadosamente, para no correr el riesgo de que ninguna parte del cuerpo de Bains o del mío propio sobresaliesen fuera de la circunferencia azul. Entonces vi que las cosas que se encontraban al otro lado del círculo azul se habían desarrollado considerablemente: las extrañas y oscuras bocanadas de humo, similares a nubes, habían crecido enormemente en número, de suerte que, al fundirse unas con otras, habían formado una gran muralla, sombría y circular, como de jirones de nube, que giraba, giraba y giraba sin cesar, ocultando el resto de la habitación de mi vista. Quizá pasó un minuto mientras estuve mirando aquello; y entonces, fijaos, la habitación tembló ligeramente. El temblor duró tres o cuatro segundos y se desvaneció; pero volvió al cabo de medio minuto y fue repitiéndose de vez en cuando. En aquellos temblores había una leve oscilación que me hizo recordar lo ocurrido en «El caso del embrujamiento del Jarvee». ¿Os acordáis? La sacudida volvió a repetirse, acompañada por una especie de relámpago de luz espectral que pareció recorrer por fuera toda la barrera; súbitamente, un extraño gruñido inundó la habitación..., un aullido enormemente bestial, una tormenta de gruñidos de cerdo. De repente se hizo el silencio, y Bains, a quien seguía llevando en brazos, igual de rígido que siempre, gruñó dos veces, como respondiendo. Volvió la tormenta de ruidos porcinos, hasta convertirse en una avalancha gigantesca de sonidos bestiales que inundaron la habitación, silbando, chillando, gruñendo, y aullando. Después, al ir apaciguándose aquella algarabía, se oyó un único y gargantuesco gruñido que provenía de la espantosa garganta de alguna monstruosidad, y durante un instante el aplastante coro de millones de cerdos invisibles se elevó de nuevo, atronador y rabioso por toda la habitación.
En aquel sonido había algo más que caos..., un ritmo poderosamente diabólico. Al principio era un multitudinario susurro porcino, al que venía a sumarse el conjunto de los gruñidos poco ruidosos de impensables millones de cerdos; y, casi al momento, con un sonido ensordecedor, aquello se convertía en un único y enorme gruñido. Entonces, como si se sintiese animado por éste, el estruendo producido por tan gran número de animales sacudía la habitación; y cada siete segundos, como yo sabía perfectamente sin necesidad de consultar mi reloj de pulsera, llegaba el único y tempestuoso sonido del gran gruñido, que era emitido por la garganta de alguna monstruosidad desconocida..., mientras seguía llevando en brazos a Bains, el humano que gruñía al compás de la melodía porcina..., un monstruo de cuerpo rígido que gruñía en mis brazos. Estaba temblando de pies a cabeza y cubierto de sudor. Creo que comencé a rezar, pero si lo hice no recuerdo el tipo de oraciones que empleé. Nunca hasta entonces había sentido ni sufrido aquello por lo que estaba pasando, mientras seguía de pie, confinado en un espacio de treinta y una pulgadas de ancho, con aquella cosa que gruñía en brazos y la infernal melodía subiendo del gran Abismo, asediado por las «tensiones» que se encontraban a mi derecha, capaces de reducirme a un montón informe de carne chamuscada si llegaba a saltar por encima de las barreras. Y entonces, con un efecto análogo al restallar de un trueno inesperado, la vasta tormenta de sonidos cesó; y la estancia quedó llena de silencio y de un inimaginable horror.
El silencio continuó. Sé que voy a decir algo que puede sonaros a una simpleza, pero la verdad es que el silencio parecía ir vertiéndose poco a poco en la habitación. No sé el motivo que me indujo a sentir eso, pero creo que mis palabras pueden dar una idea exacta de lo que creía sentir, mientras seguía llevando entre mis brazos el cuerpo de Bains, quien aún gruñía débilmente. La sombría y circular muralla formada por una continua nube negra que rodeaba la barrera con mayor opacidad que nunca, se movía a su alrededor una y otra vez, con un lento movimiento que parecía «eternizarse». Y, detrás de aquella negra y nubosa muralla que no dejaba de moverse en círculo, un silencio de muerte pareció derramarse por la habitación más allá de mi vista. ¿Comprendéis...? Aquello me indicaba muy claramente el estado en que se encontraba mi salud mental, rayana en la locura, y la tensión psíquica a la que estaba expuesto... La forma que mi cerebro tenía de insistir en afirmar que el silencio se derramaba alrededor de la habitación me interesó profundamente. En efecto, me indicaba que o bien me encontraba en un estado que se acercaba a una fase de locura o que había alcanzado, psíquicamente hablando, un estado anormal de lucidez y sensibilidad, en donde el silencio dejaba de ser una cualidad abstracta para convertirse en un elemento definido y concreto, al menos para mí, de la misma manera (para emplear una comparación estúpidamente grosera) que la humedad invisible de la atmósfera se convertía en un elemento visible y concreto cuando se precipitaba como agua.
Me pregunto si esta idea os atrae tanto como a mí. Y entonces, fijaos, poco a poco fue creciendo en mí la sensación de que se me iba acercando un nuevo horror. Ese presentimiento o conocimiento, o como se lo quiera llamar, era tan fuerte que de repente sentí que me ahogaba... y creí que no podría resistirlo por más tiempo. Comprendí que, si ocurría algo, no tendría más remedio que sacar el revólver y pegarle a Bains un tiro en la cabeza, y después hacer otro tanto conmigo mismo, acabando de una vez aquel espantoso asunto. Sin embargo, aquella sensación opresiva pasó al poco tiempo, y me sentí con mas fuerzas y ánimos para enfrentarme nuevamente con la situación. Además, por primera vez tenía una idea, aunque sin elaborar, de cómo conseguir que las cosas pudiesen mejorar; pero aún estaba demasiado aturdido para ver cómo podría ponerla en práctica.
Y entonces una queja casi inaudible y lejana sonó en la habitación, lo que me dio a entender que el peligro era inminente. Me incliné lentamente hacia mi izquierda, cuidando de que los pies de Bains no sobrepasasen los límites del círculo azul, y escruté la negrura del pozo, que justamente por debajo de mi codo izquierdo se hundía en lo Desconocido. Murió aquel lamento; pero muy lejos, en la negrura, había algo..., como una remota mancha luminosa. Permanecí en un ominoso silencio quizá durante diez largos minutos, mirando a la cosa. En todo ese tiempo estuvo aumentando continuamente de tamaño, de suerte que pude distinguirla mejor, aunque seguía estando muy lejos, dentro de aquel insondable y tremendo Abismo. Mientras seguía mirando, aquel sordo lamento subió nuevamente hasta mí, y Bains, que había estado todo el tiempo más tieso que un palo, le respondió con un quejido largo e inhumano, que suponía una nueva abominación más.
En aquel momento sucedió una cosa muy curiosa. Alrededor de la boca del pozo, que tenía la peculiar apariencia del vidrio oscuro, se produjo un súbito y brillante resplandor. Iba y venía de un modo extraño, ardiendo sin flama alrededor del borde, mientras giraba incesantemente en sentido contrario al de la muralla formada por la nube negra y compacta que rodeaba la barrera. Aquel peculiar resplandor acabó por desaparecer. Entonces algo comenzó a salir del tremendo Abismo, y de repente fui consciente de la nefanda cualidad o «atmósfera» de aquella monstruosidad. Si dijera que fue como una vaharada, creo que describiría fielmente su aspecto externo; pero sería incapaz de expresar la sensación del mal que causó en mi espíritu. Y algo me advirtió que aquello sería capaz de mancillar hasta lo más íntimo de mi yo, si no lo apartaba de mí con un gran esfuerzo de voluntad.
Así que me aparté rápidamente del pozo, inclinándome hacia la más externa de las circunferencias luminosas. Intentaba estar atento a que ninguna parte de mi cuerpo sobresaliese por encima del pozo, mientras aquella Potencia abominable subía desde profundidades desconocidas. Y al hacer aquello, al apartarme con tanta premura del centro de la «defensa», pude ver algo nuevo: que al otro lado de la muralla oscura que se movía incesantemente alrededor de la barrera había una cosa. No, más bien muchas cosas, me dije a mí mismo. Lo primero que observé fue una extraña deformación de la muralla de humo que seguía dando vueltas a nuestro alrededor. Aquella deformación estaba a menos de dieciocho pulgadas del piso, justo delante de mí. En la muralla de humo se estaba dando un curioso fenómeno de «pudelación», como si algo se incorporase a ella. El área que sufría aquella pequeña deformación no era más ancha que un pie y no se mantenía enfrente de mí, sino que seguía el movimiento circular de la muralla.
Al pasar a mi lado, observé que presentaba una ligera excrecencia y, al alejarse, vi que se formaba otra deformación similar, y después una tercera y una cuarta, todas en diferentes partes de la muralla negra, que seguía girando lentamente; las cinco deformaciones no estaban a más de dieciocho pulgadas del piso. Cuando la primera excrecencia estuvo a mi altura, observé que se había convertido en una clara protuberancia que apuntaba hacia mí. También alrededor de la móvil muralla aparecieron unas curiosas hinchazones. Comenzaron a alargarse y a ensancharse, siguiendo el movimiento de la nube que giraba. Una de ellas estalló, o se abrió, en su extremidad, permitiéndome ver el extremo de un pálido, aunque inconfundible, hocico. Sólo duró un instante, pero fue lo suficiente para verlo perfectamente. Un minuto después, vi surgir otro a mi derecha través de la pared, y desaparecer con la misma rapidez. Me resultaba imposible mirar a la base de aquella extraña, negra y móvil muralla que rodeaba la barrera sin ver aquí o allá un hocico porcino curioseando furtivamente. Observaba todo aquello en un estado mental ciertamente peculiar. Era tan grande la opresión de las cosas anormales que me rodeaban delante y detrás, por todas partes, que en cierta medida actuaba como un antídoto contra el miedo, ¿comprendéis? El efecto que producía en mí era como una confusión pasajera, en donde las cosas y el horror que estas me hacían sentir iban disolviendo su realidad. Me quedaba mirándolas lo mismo que un niño, en un tren a toda velocidad, contempla arrobado el paisaje nocturno que desfila rápidamente ante sus ojos, iluminado anormalmente por los hornos de industrias que no conoce. Eso es lo que intento explicaros.
Seguía llevando en los brazos a Bains, tan silencioso y tieso como siempre. Los brazos y la espalda me dolían tanto que su tormento repercutía en todo mi cuerpo, aunque sólo me daba cuenta de ello cuando mi lucidez pasaba del plano psíquico al físico, o sea, cuando me movía para cambiarme a una posición o postura que resultase menos intolerable a mi espalda y brazos doloridos. Entonces ocurrió un hecho nuevo... Un único gruñido, sordo pero enorme, resonó, tremendo y brutal, en la habitación, que hizo estremecerse el cuerpo inerme de Bains y que este le respondiera tres veces, con la voz de un lechón. En la parte superior de la muralla que giraba alrededor de la barrera vi deshilacharse una parte de la nube oscura, y una pata de cerdo pasó a través de ella, hasta el corvejón, a unos nueve o diez pies sobre el piso. Mientras desaparecía gradualmente, oí un gruñido sordo al otro lado del velo de nubes, que fue creciendo en intensidad hasta convertirse en un estruendo bestial, formado por gruñidos, chillidos y aullidos de cerdo, armonizándose, si tal cosa puede decirse, en un sonido que constituía la melodía esencial del animal..., una mezcla de gruñido, chillido y aullido, que iba creciendo, fundiéndose por una parte los gruñidos, por otra los chillidos y por otra los aullidos, en un crescendo de horrores: los bestiales prolegómenos, anhelos, placeres y afanes que podrían oírse en cualquier gruta del Infierno...
Pero es inútil, no podría narrároslo. Así que callaré, ya que me resulta imposible hacer que mis palabras puedan comunicaros el efecto que aquella melodía de gruñidos, aullidos y gritos me producía. Debido a su monstruosidad y su abominación, en aquel tumulto había algo, situado por debajo del horizonte del alma, de manera tan inexplicable, que el simple y ordinario miedo a morir, con toda su secuela de agonía, dolores y terrores, se convertía en un pensamiento de serenidad y santidad infinitas al compararlo con el miedo a los elementos desconocidos que subyacían en aquella melodía de rugidos espantosos. Y, por si fuera poco, aquel sonido estaba junto a mí, dentro de la habitación..., sí, en aquella misma habitación, a mi lado. Sin embargo, no tenía la sensación de hallarme encerrado entre cuatro paredes, sino en medio de pasillos gargantuescos capaz de suscitar mil ecos. ¡Curioso! Esas fueron las dos palabras que acudieron a mi mente: pasillos gargantuescos.
Mientras el caos rampante de la melodía porcina repercutía en toda la habitación, llegó a través de él un único gruñido, el único y recurrente gruñido del CERDO; pues ya no tenía ninguna duda de que estaba oyendo los compases de una monstruosidad, los compases del CERDO. En el Manuscrito Sigsand, la cosa se describe en términos parecidos a estos: «Sobre el Cerdo sólo el Todopoderoso tiene poder. Si durante tu sueño o en la hora de peligro oyes la voz del Cerdo, deja lo que estés haciendo y huye. Pues el Cerdo forma parte de los Monstruos de Fuera, y ningún ser humano debe acercarse a él, ni proseguir sus quehaceres si ha oído su voz, pues, al principio de la vida del mundo, el Cerdo tenía poder y lo volverá a tener al final. Y como el Cerdo tuvo antaño poder sobre la Tierra, ansia tenerlo una vez más. Por tanto, terrible será el daño de tu alma si prosigues tu quehacer y dejas que la Bestia se te acerque. Y yo digo que si has atraído sobre ti este horrendo peligro, no te olvides de la Cruz, pues de todos los Signos es aquel por el que el Cerdo siente más horror.»
El pasaje es bastante más largo, pero no consigo recordarlo ahora. De todos modos, esto resume lo esencial. Bueno, pues seguía con Bains en brazos, quien, durante todo aquel tiempo, había estado gruñendo como un cerdo. Y yo me preguntaba si no me iba a volver loco. Creo que el antídoto del aturdimiento que me producía aquella tensión constante me ayudó en todo momento. Un minuto después, o quizá fueron cinco, experimenté una nueva y súbita sensación, como si se tratase de una advertencia que despertase todos mis embotados sentidos. Volví la cabeza, pero no vi nada detrás de mí. Al inclinarme hacia mi izquierda eché un vistazo a las negras profundidades que se abrían bajo mi codo izquierdo. En aquel momento, el estruendo porcino cesó, y me pareció estar mirando a través de millas de éter negro hacia algo que flotaba a lo lejos..., un pálido rostro flotando en la remota lejanía..., la cara de un puerco gigantesco. Mientras miraba, atónito, aumentó de tamaño. Aparentemente sin moverse, la pálida cara del puerco se elevaba de las profundidades. Y entonces comprendí que estaba mirando al Cerdo.
V
Durante quizá un minuto entero me quedé mirando fijamente, a través de la negrura, a aquella cosa que se acercaba como un lejano planeta, pálido como la muerte, flotando en medio del vacío. Y entonces, sencillamente me desperté, como si dijéramos, a la plena posesión de mis facultades. Pues, lo mismo que cierto exceso en la tensión nerviosa a la que estuviera sometido había generado una especie de anestesia que tenía mucho de estupor y que me había resultado sumamente beneficiosa, aquel súbito y apabullante acto supremo de horror produjo la acción contraria, llevándome de la inercia a la acción. En un momento pasé de la apatía a una intensa actividad. Sabía que había penetrado accidentalmente más allá de las «fronteras» usualmente establecidas, que me encontraba en un lugar donde ningún alma humana tenía derecho a estar y que en unos pocos minutos del miserable tiempo terrestre podría estar muerto. No podría decir si Bains había pasado o no la línea de «no retorno». Le dejé cuidadosa, pero rápidamente, en el piso, entre las circunferencias interiores —o sea, entre los tubos violeta e índigo—, donde se quedó, gruñendo lentamente. Sintiendo que se acercaba el momento fatal, saqué mi revólver.Me parecía mejor asegurar nuestro propio fin antes de que aquella cosa de las profundidades estuviese más cerca, ya que cuando Bains, en su condición actual, cayera dentro del campo de lo que pudiera llamarse «fuerzas inductivas» del monstruo, dejaría de ser humano. Podía pasarle lo mismo que a Aster, quien se había quedado fuera de los pentáculos en «El caso del Velo Negro», o sea, lo que sólo puede ser descrito con los términos de cambio patológico o espiritual... En otras palabras, destrucción del alma. Entonces me pareció que algo me decía que no disparase. Aquello me sonó un poco a superstición, pero en aquellos momentos estaba decidido a matar a Bains, y lo que me detuvo era un claro mensaje que me llegaba de fuera. Sentí un gran escalofrío, pero de esperanza, porque pensé que las fuerzas que hacen girar la Esfera Exterior estaban interviniendo. Pero el mismo hecho de la intervención me probaba de nuevo el enorme peligro espiritual al que estábamos expuestos, ya que aquella inescrutable Fuerza Protectora sólo interviene interponiéndose entre el alma humana y las Monstruosidades del más Allá.
Desde el momento en que recibí el mensaje, me erguí con la rapidez del relámpago y me volví hacia el pozo, franqueando el círculo violeta, y salté hacia la boca de la tiniebla. Debía correr el riesgo si quería alcanzar el cuadro de control que había quedado olvidado bajo la mesa, en el centro de la habitación. No podía quitarme de encima la espantosa idea de que me arriesgaba a caer al fondo de aquellas abominables tinieblas. El piso era sólido bajo mis pies, pero me parecía caminar sobre un vacío oscuro, como si lo hiciese sobre el cielo invertido, carente de estrellas, de una noche oscura, mientras la cara del Cerdo, que estaba cada vez más cerca, seguía subiendo de las lejanas profundidades hacia mis pies —una cosa silenciosa e increíble que surgía del abismo—, pálida, flotante, porcina, recortándose sobre la tremenda negrura. Con dos rápidas y nerviosas zancadas, llegué hasta la mesa, que seguía en medio de la habitación, y cuyas patas de cristal parecían no descansar sobre nada.
Agarré el tablero de mandos, haciendo deslizar la placa de vulcanita con que se ajustaba el control del tubo azul. La batería que lo alimentaba estaba a la derecha de una fila de siete, cada una marcada con la inicial del color correspondiente, de forma que en caso de emergencia se pudiesen localizar al instante. Mientras conectaba el interruptor marcado con la correspondiente inicial, la «A», tuve un siniestro presentimiento de los peligros desconocidos a los que me había expuesto aquel corto viaje de dos pasos, pues la horrible sensación de vértigo volvió rápidamente, y durante un momento terrible todo a mi alrededor pareció enturbiarse, como si me encontrase mirando a través del agua. Por debajo de mí, muy lejos, podía ver al Cerdo... De algún modo que no pude explicar, me pareció diferente..., más nítido, mucho más cercano, y sobre todo... enorme. Sentí que se me acercaba por momentos. De pronto tuve la impresión de que me estaba cayendo.
Sentí que una fuerza tremenda estaba siendo utilizada con la finalidad de obligarme a arrojarme al interior de aquella sima; entonces, sacando fuerzas de flaqueza, salté en medio de aquella especie de humo que parecía ocultarlo todo y llegué al círculo violeta, donde Bains yacía justo enfrente de mí. Me senté en cuclillas y, proyectando ambos brazos hacia delante, deslicé las uñas de los dedos índice bajo la base de vulcanita de la circunferencia azul, levantándola del piso con el cuidado suficiente para poder meter debajo de ella los extremos de los dedos. Estuve atento para no sobrepasar el borde interno del reluciente tubo que seguía apoyado en su soporte de vulcanita, de dos pulgadas de ancho. Me levanté muy lentamente, manteniendo el tubo azul de la manera indicada. Mis pies estaban entre las circunferencias índigo y violeta, y sólo la azul me separaba de una muerte instantánea: pues sabía que, si llegaba a partirse, debido al esfuerzo desacostumbrado que le estaba haciendo sufrir, al mantenerlo levantado de aquella manera, mis posibilidades de encontrarme en el otro mundo serían enormes.
Así pues, queridos amigos, imaginaos cómo me sentía. Era consciente de un ligero y desagradable picor que era más intenso en los extremos de los dedos y en los puños. El tubo azul parecía vibrar de manera extraña, como si se precipitase sobre él una lluvia de diminutas partículas, cayendo por millones. A lo largo de los tubos de cristal que estaban encendidos, y que distaban de mis manos un par de pies, una extraña bruma compuesta de minúsculas chispas que crepitaban y se retorcían formaba un halo de apariencia extraordinaria. Pasando por encima de la circunferencia índigo, empujé el tubo azul hacia la muralla de tinieblas en movimiento, que se desplazaba lentamente, lo que ocasionó que se suscitase una ondulación de minúsculos relámpagos que saltó hacia él. Los relámpagos corrieron a lo largo del tubo de vacío hasta que llegaron al lugar en donde éste se intersecaba con el índigo, desapareciendo en él con unos chasquidos claramente audibles. Mientras avanzaba lenta y cuidadosamente, llevando el tubo azul, ocurrió algo extraordinario: la móvil muralla de tinieblas retrocedió ante él, formando una gran bolsa de sombras, y pareció disminuir de grosor. Bajando el borde del tubo hacia el piso, pasé por encima de Bains y me dirigí derecho hacia la boca del pozo, levantando el otro borde del tubo sobre la mesa. Dio un crujido, como si fuese a partirse en dos mientras lo levantaba, pero finalmente resistió.
Cuando volví a mirar de nuevo hacia las profundidades de la sombra, vi debajo de mí la cabeza terriblemente pálida del Cerdo, flotando en un nimbo de noche. Me extrañó el hecho de que pareciese brillar débilmente... con una vaga luminosidad. Y que estuviese muy cerca..., relativamente hablando, ya que en aquel vacío oscuro resultaba imposible apreciar las distancias. Cogiendo nuevamente el extremo del tubo azul, como había hecho antes, lo llevé por delante de mí, hasta que sobrepasó en su mitad la circunferencia índigo. Cogí a Bains y le conduje hasta la porción de piso que se hallaba guardado por la parte de la circunferencia azul que se encontraba fuera de la «defensa».
Acto seguido, volví a coger el tubo y lo moví hacia delante todo lo deprisa que podía, temblando cada vez que oía crujir sus juntas debido al esfuerzo a que le estaba sometiendo. Durante todo el tiempo, la móvil muralla hecha de jirones de nube retrocedía ante el borde del tubo azul, creando una concavidad sorprendente, como si recibiese el soplo de un viento inaudible. De cuando en cuando, el tubo azul era recorrido por pequeñas descargas luminosas, lo que motivó que comenzase a preguntarme si podría soportar la «tensión» hasta que le hubiera sacado de la «defensa». Una vez hecho, esperaba que el esfuerzo anormal que se ejercía sobre nosotros cesase, para concentrarse principalmente alrededor de la «defensa», respondiendo a las atracciones de la «tensión» negativa. Justo en aquel momento, oí un golpe seco a mi espalda, y el tubo azul, que se hallaba fuera de los de color violeta e índigo, vibró y cayó al suelo. En el mismo instante hubo como un lento estruendo de trueno y un extraño bramido. La negra muralla circular se hizo menos densa y la habitación volvió a ser la de siempre, aunque no pude ver en ella nada nuevo, excepto un peculiar resplandor azulado que pareció retorcerse sobre el piso.
Al volverme para mirar la «defensa» observé que estaba rodeada por la muralla circular de la nube negra que, vista desde fuera, tenía un aspecto sumamente extraño. En cierta forma parecía un embudo truncado de bruma negra que girase, llegando desde el techo hasta el piso, y en cuyo interior pudiesen verse, en ocasiones claramente, en otras no tanto, los tubos índigo y violeta. Mientras la estaba mirando, toda la habitación pareció llenarse súbitamente de una ominosa presencia que me oprimió con ese tipo de terror que siempre anuncia la auténtica esencia de la muerte del espíritu. Me arrodillé al lado de Bains, dentro del círculo azul, completamente confuso y sin saber qué iniciativa tomar; como si dijéramos, temporalmente paralizado. Era incapaz de pensar en ningún plan de escapatoria, y tampoco parecía que nada me importase en aquel momento. Comprendía que había escapado por muy poco de la destrucción inmediata y eso tenía como resultado que me encontrase en un sorprendente estado de indiferencia en lo concerniente a cualquier horror menor que pudiese sobrevenirme. Entre tanto, Bains había permanecido inmóvil tumbado sobre un costado.
Le puse boca arriba y miré su rostro. Dada su actual condición, tuve cuidado de no mirarle fijamente a los ojos, ya que en caso de haber franqueado la «línea de no retorno», podría ser peligroso. Quiero decir que, si la porción vagabunda de su esencia hubiera llegado a ser asimilada por el Cerdo, éste habría tenido acceso espiritual a Bains, quien ya podría no ser más que una forma exterior de hombre, cargada con las radiaciones del monstruoso yo del Cerdo, y por tanto capaz de ejercer lo que, a falta de un término más apropiado, podría definirse como «fuerza de contaminación psíquica»; en efecto, ese tipo de fuerzas se transmite más deprisa con la mirada que mediante cualquier otro medio y es capaz de producir desarreglos mentales de características extremadamente peligrosas.
Pero no me pareció apreciar en la mirada de Bains nada más que un cansancio extraordinario. No me refiero a lo que vi en sus pupilas, sino a lo que me fue comunicado por una acción refleja transmitida por el «ojo mental» al ojo físico, que confiere a éste el pensamiento en lugar de la vista. No sé si me comprendéis. Repentinamente, de todos los puntos de la habitación llegó el estruendo de innumerables pezuñas, como si el lugar resonase con los ecos suscitados por mil cerdos que, sin previo aviso, hubiesen pasado de la inmovilidad más absoluta a la más demencial de las carreras. Aquel tumulto de gritos bestiales parecía dirigirse como una ola hacia el extraño embudo formado por las oscuras nubes que giraban alrededor de los tubos violeta e índigo, yendo del piso hasta el techo. Cuando cesó aquel estruendo, vi que una cosa se estaba materializando en medio de la «defensa». Se iba elevando lenta y regularmente. Parecía lívida y enorme a través del anublado vórtice... Era un pálido y monstruoso hocico surgiendo de aquel abismo insondable. Cada vez se encontraba más alto. A través del tenue y brumoso velo, vi un diminuto ojo... Jamás podré volver a ver el ojo de un cerdo sin revivir de nuevo algo de lo que entonces sentí. Era el ojo de un cerdo, pero animado de una especie de nefanda inteligencia.
VI
Fui presa de un terror mortal, pues comenzaba a ver el comienzo del fin que había estado temiendo todo el tiempo... A través del lento movimiento giratorio de la cortina de nubes, vi que el tubo violeta había comenzado a levantarse del piso. Estaba siendo impulsado hacia arriba por el empuje del monstruoso hocico. Entornando los párpados para ver a través del embudo de nubes que giraban, observé que el tubo violeta había comenzado a fundirse y a convertirse en riachuelos de llamas de color violeta que resbalaban por las pálidas comisuras del hocico. Y mientras se fundía, la atmósfera de la habitación experimentó un cambio. El negro embudo comenzó a brillar con un resplandor rojo oscuro, y una vivida luminosidad roja llenó la habitación. El cambio era similar al que se observa cuando se está mirando, a través de un vidrio ahumado, algún objeto luminoso y de repente se quita el vidrio. Pero, además, había otro cambio que pude comprobar directamente. Era como si la horrible presencia que había en la habitación se hubiese acercado a mi alma. No sé si me explico claramente. Antes había experimentado un sentimiento de opresión espiritual muy parecido al que se siente cuando, en un día lúgubre y sombrío, uno se entera de la muerte de alguien. Pero en aquellos momentos estaba sufriendo una amenaza salvaje y tenía la sensación evidente de que una cosa nefanda estaba muy cerca de mí. Era horrible, sencillamente horrible.Y entonces Bains se movió. Por primera vez desde que se quedó dormido dejaba de estar en tensión; de repente, poniéndose boca abajo, adoptó curiosamente una postura de animal y se lanzó a la carrera, intentando saltar por encima del tubo azul, hacia la cosa que estaba en la «defensa». Lancé un alarido y di un brinco para intentar atraparle; pero no fue mi voz la que lo detuvo, sino el tubo circular de color azul. Le hizo retroceder como si una mano invisible le hubiese empujado hacia atrás. Levantó la cabeza como un cerdo, chillando de la misma manera, y comenzó a dar vueltas en los confines interiores del tubo azul. No dejó de correr, intentando en dos ocasiones cruzarlo para ir al encuentro del horror que permanecía en el interior del remolinante embudo de tinieblas. En ambas ocasiones fue repelido hacia atrás, chillando como un cerdo de buen tamaño, mientras el sonido repercutía horriblemente en el interior de la habitación, como si proviniese de algún lugar en la lejanía.
Yo ya estaba completamente seguro de que Bains había franqueado la «línea de no retorno», lo que añadió un nuevo horror y una nueva desesperanza a mi pena, así como otro temor más que añadir al que ya me embargaba. Sabía que, si aquel pensamiento era cierto, entonces no era Bains quien se encontraba conmigo en el interior del círculo, sino un monstruo, y que, si quería tener una última posibilidad de salvación, tenía que arrojarle fuera de él. Ya había dejado de dar vueltas en vano y estaba echado de costado, gruñendo continua y débilmente, de una manera un tanto lúgubre. Como la cortina de nubes que seguían girando se había adelgazado un poco, podía ver con cierta nitidez aquella pálida cara. Seguía elevándose, pero lentamente, muy lentamente, lo que suscitó en mí la esperanza de que hubiera sido contenida por la «defensa». Entonces vi claramente que el horror estaba mirando a Bains. En aquel momento, salvé la vida y el alma al volver la cabeza hacia donde se encontraba Bains, ya que la cosa que estaba en el piso cerca de mí y que tenía su misma apariencia se disponía a cogerme de los tobillos. Otro segundo más y habría sido arrojado fuera. ¿Os imagináis lo que eso habría significado?
No era momento de dudas, así que me limité a dar un salto y caer de rodillas encima de la espalda de Bains. Tras una breve lucha, se tranquilizó; pero me quité los tirantes y los utilicé para atarle las manos. Debo añadir que entonces me estremecí, como si estuviese tocando algo monstruoso. Para entonces, el resplandor rojizo de la habitación era considerablemente más oscuro y toda la habitación estaba menos iluminada. La destrucción del círculo violeta había reducido perceptiblemente la luz; pero las tinieblas a que me refiero se debían a algo más que a eso. Daba la impresión de que algo había venido a sumarse a la atmósfera de la habitación..., una especie de penumbra que, a pesar de la luz que emitían los círculos azul e índigo dentro del embudo de nubes, era fundamentalmente rojiza. Enfrente de mí, el imponente monstruo amortajado de nubes, que se encontraba en el interior del círculo índigo, parecía inmóvil.
Durante todo el tiempo podía ver su vaga silueta, pero sólo cuando el embudo de nubes disminuyó su espesor pude verlo claramente..., un hocico enorme, grande cómo un montículo, desprendiendo una débil luminosidad blancuzca, con uno de sus gargantuescos costados vuelto hacia mí y, cerca de la base de aquella enormidad, una minúscula rendija donde relucía un ojillo blanquecino. Al poco tiempo, a través de la delgada capa de vapores oscurorrojizos, vi algo que fulminó todas mis esperanzas y que me llenó de horrible desesperanza: el tubo índigo, la última barrera de la defensa, iba siendo empujado lentamente hacia arriba... El Cerdo había comenzado a levantarse. Podía ver su espantoso hocico sobresaliendo fuera de la nube. Despacio, muy despacio, se iba elevando hacia el techo, arrastrando consigo el tubo índigo. En el silencio de muerte de la habitación tuve la extraña sensación de que la eternidad estaba en suspenso y detenida, como si algunas Potencias estuviesen enteradas del horror que había llevado al mundo... Y sentí que estaba llegando algo..., algo que venía de lejos, de muy lejos.
Era como si una parte recóndita de mi cerebro lo supiese. ¿Comprendéis? En algún lugar de las alturas del espacio, había una luz que se dirigía hacia mí. Me parecía oírla llegar. Podía ver el cuerpo de Bains en el suelo, encogido, informe e inerte. Dentro del oscilante velo de nubes, el monstruo aparecía como un vasto y pálido montículo, tenuemente luminoso, con una jeta enorme..., una infernal colina de monstruosidad, pálida y mortal bajo la luz rojiza que llenaba la atmósfera de la habitación.
Algo me decía que la abominación estaba realizando un esfuerzo final para acabar antes de que llegara la ayuda que estaba en camino. Observé que el tubo índigo ya estaba a algunas pulgadas por encima del suelo, y a partir de entonces esperé verlo explotar en cualquier momento y transformarse en un torrente de llamas de color índigo, derramándose sobre las pálidas comisuras de la jeta. Pude ver el tubo moviéndose hacia arriba a velocidad perceptible. El monstruo iba a vencer. Llegando de alguna región del espacio, retumbó el sonido bajo y continuo de un trueno. La cosa enorme se acercó rápidamente, pero no pudo llegar a tiempo. El trueno pasó de un sonido bajo, casi un murmullo, a otro muchísimo más profundo... Siguió creciendo en intensidad y entonces vi que el círculo índigo, que aún relucía a través de la neblina rojiza de la habitación, estaba a una altura de un pie sobre el piso.
Me pareció observar un ligero crepitar en su luz... El último tubo de la barrera había comenzado a fundirse. En aquel instante, el atronar de la cosa que venía volando del espacio, y que mi cerebro percibía con tanta claridad, se convirtió en un rugido ensordecedor por el efecto de la aplastante velocidad, haciendo que la habitación vibrase y se estremeciese por la inmensidad del estruendo. Un extraño relámpago de llamas azuladas hendió de arriba abajo en un instante el nuboso embudo y, durante una fracción de segundo, vi la monstruosidad del Cerdo, rígida, pálida y espantosa. Se cerraron los bordes del embudo, volviendo a ocultar de mi vista aquella cosa, mientras el oscuro vórtice era rápidamente contenido en un domo de intenso color azul... ¡El mismísimo color de Dios! De repente, me pareció que la nube había desaparecido, y desde el piso hasta el techo de la habitación, con una majestuosidad imponente, como si fuese una Presencia viviente, no hubo más que aquel domo de fuego azul, rodeado de tres anillos de fuego verde equidistantes entre sí. No hubo ningún sonido ni movimiento, ni incluso ninguna vacilación, ni yo pude ver nada en aquella luz; pues mirar en ella era como contemplar el frío azul del cielo. Pero yo estaba seguro de que lo que había venido en nuestra ayuda era una de aquellas inescrutables fuerzas que gobiernan la revolución de la Esfera Exterior, ya que el domo de luz azul, rodeado de los tres anillos verdes de silencioso fuego, era el signo externo o visible de una enorme fuerza, indudablemente de carácter defensivo.
Durante diez minutos de absoluto silencio permanecí en el interior del círculo azul, vigilando el fenómeno. Minuto a minuto, vi cómo realmente aquel repulsivo color rojo iba desapareciendo de la habitación, mientras la claridad iba aumentando de forma notable. Y según había más claridad, el cuerpo de Bains comenzó a destacarse del informe dominio de las sombras, detalle tras detalle, hasta que pude ver los tirantes con los que le había atado las muñecas. Y mientras le miraba, se movió ligeramente, y con voz débil, pero perfectamente cuerda, dijo:
—¡He vuelto a tenerlo! ¡Dios mío! ¡He vuelto a tener el sueño!
VII
Me arrodillé rápidamente a su lado y aflojé los tirantes de sus muñecas, ayudándole a darse la vuelta y a sentarse. Me cogió un brazo con ambas manos, un poco asustado.—A pesar de todo, me quedé dormido —dijo—. Y otra vez he vuelto a estar allá abajo. ¡Dios mío! Por poco me coge esta vez. Estaba allá abajo, en aquel lugar odioso, y parecía estar justamente detrás de una esquina enorme, y yo no podía retroceder. Me parecía que llevaba siglos luchando. Sentía que me iba a volver loco, ¡loco! Por poco me quedo en el Infierno. Podía oír que usted me llamaba desde una altura espantosa. Podía oír su voz que despertaba ecos a lo largo de pasillos amarillos. Eran amarillos. Lo sé. Y aunque quería volver no podían.
—¿No me vio? —le pregunté, cuando dejó de hablar, ya sin resuello.
—No —contestó, apoyando la cabeza contra mi hombro—. Le diré que poco le faltó esta vez para cogerme. Jamás me atreveré a dormir mientras viva. ¿Por qué no me despertó?
—Lo intenté —le dije—. Le he llevado en brazos casi todo el tiempo. Usted me miraba a los ojos como si supiera perfectamente donde se encontraba.
—Lo sé —murmuró—. Ahora recuerdo; pero usted parecía estar en lo alto de algún pozo espantoso, millas y millas por encima de mí, mientras aquellos horrores gruñían, chillaban y aullaban, intentando atraparme e impedirme que volviera. Pero yo no podía ver nada..., sólo las paredes amarillas de aquellos pasillos. Y, durante todo el tiempo, sabía que había algo al otro lado del pasillo.
—En cualquier caso, ahora ya está a salvo —comenté—. Y le garantizo que lo estará en el futuro.
La habitación se encontraba a oscuras, excepto por la luz del círculo azul. El domo había desaparecido, el remolinante embudo de nube oscura se había desvanecido, el Cerdo se había marchado y el tubo índigo se había apagado. La atmósfera de la habitación había vuelto a ser la de siempre, como comprobé al mover el mando que estaba cerca de mí y disminuir la potencia defensiva del círculo azul para poder «sentir» la tensión exterior. Acto seguido me volví hacia Bains.
—Venga conmigo —le dije—. Antes de ir a descansar, tomemos algo.
Pero Bains se había quedado dormido, como un niño cansado, apoyando la cabeza sobre sus manos, como si fuesen una almohadas.
«¡Pobre diablo! —recuerdo haber dicho para mí, mientras le cogía en brazos— ¡Pobre Diablo!» Fui hasta el cuadro de control y corté la corriente, para interrumpir la pulsación protectora en «V» que llegaba hasta las cuatro paredes y la puerta; entonces saqué fuera de la habitación a Bains, para que encontrase de nuevo la dulce normalidad cotidiana. Era maravilloso salir de aquella cámara de horrores, y más maravilloso aún ver al otro lado del pasillo la puerta de mi dormitorio, abierta de par en par, con la cama tan confortable y con las sábanas tan blancas como de costumbre..., algo tan corriente y tan humano. ¿Lo comprendéis, queridos amigos? Llevé a Bains a la habitación y le acosté en el diván; entonces fui consciente del estado en que me encontraba, pues, cuando quise servirme de beber, derramé la botella y tuve que ir a coger otra. Después de haber dado de beber a Bains, me fui a la cama.
—Ahora —dije—, míreme fijamente a los ojos. ¿Me oye? A partir de este momento va a dormir, tranquila y profundamente y, si algo le molesta, obedézcame y despiértese. Ahora... ¡duerma..., duerma..., duerma!
Hice unos pases sobre sus ojos media docena de veces y se quedó dormido como un niño. Sabía que, si el peligro volvía de nuevo, me obedecería y se despertaría. Había decidido curarle, en parte mediante sugestión hipnótica, y en parte aplicándole un determinado tratamiento eléctrico del que se encargaría el doctor Witton. Aquella noche dormí en el diván. Cuando, a la mañana siguiente, eché un vistazo a Bains, vi que aún dormía. No le desperté y me fui a la sala de experimentación para examinar los resultados de lo que nos había sucedido. Y lo que encontré me resultó sorprendente. Al entrar en la habitación tuve una extraña sensación, como podéis imaginaros. Era extraordinario encontrarse allí, bajo la luz azulada de las ventanas «tratadas», y ver el círculo azul que aún seguía luciendo, allí donde lo había dejado; y, más allá, la «defensa» formada por sus circunferencias concéntricas, todas apagadas; y en el centro, la mesa de patas de cristal, donde, pocas horas antes, me había visto desbordado por la terrible monstruosidad del Cerdo. Os diré que mientras me encontraba allí, mirando, todo aquello me parecía como un sueño salvaje y terrible. Antes de lo sucedido ya había realizado en aquella habitación algunos experimentos ciertamente curiosos, como sabéis, pero jamás había estado tan cerca de la catástrofe.
Dejé la puerta abierta, porque no me apetecía estar encerrado, y me dirigí a la «defensa». Tenía gran curiosidad por ver lo que había ocurrido, físicamente hablando, por efecto de una fuerza tan grande como la del Cerdo. Encontré signos inconfundibles que probaban que aquella cosa había sido una manifestación Saaitii, pues la fusión del tubo violeta no había sido una ilusión psíquica ni física. Nada quedaba de él, excepto un anillo de manchas de vidrio fundido. La base de caucho se había fundido totalmente, pero el piso y todo lo demás estaba intacto. Como veis, con frecuencia las manifestaciones Saaitii pueden atacar y destruir el material defensivo, sirviéndose incluso de él para sus fines. Pasando por encima del círculo externo, observé de cerca el círculo índigo y vi que su vidrio se había fundido claramente en varios lugares. Un poco más y el Cerdo hubiese podido liberarse y expandirse en la atmósfera de la Tierra como una niebla invisible de horror y destrucción. Pero en el instante preciso, había llegado la salvación. Me pregunto si comprendéis los sentimientos que me asaltaban mientras seguía allí, mirando la «barrera» destruida. Carnacki comenzó a vaciar su pipa, lo que siempre era señal de que había terminado su narración y estaba listo para responder a las preguntas que quisiésemos hacerles.
Taylor fue el primero en hacer uso de la palabra.
—¿Por qué no utilizaste el pentáculo eléctrico además del nuevo, compuesto por círculos de colores?
—Porque el pentáculo es solamente defensivo, y por el hecho de que lo que yo quería era tener la posibilidad de operar una «focalización» durante la primera parte del experimento, y en el crítico momento cambiar las combinaciones de los colores para obtener una «defensa» contra lo que hubiese obtenido mediante la «focalización». Creo que me sigues. Veréis —prosiguió, al ver que no habíamos captado lo que quería decir—, no puede realizarse una «focalización» en el interior de un pentáculo, ya que este sólo posee carácter «defensivo». Incluso si hubiese cortado la corriente del pentáculo eléctrico, habría tenido que contentarme con su peculiar e indudable poder «defensivo», que parece ser debido a su forma, y eso habría sido suficiente para «perturbar» la focalización. En las nuevas investigaciones que estoy llevando a cabo me veo obligado a operar una «focalización», lo que me impide recurrir al pentáculo. Pero no estoy muy seguro de todo esto. Estoy convencido de que mi nueva «defensa de espectro» se revelará absolutamente invulnerable, cuando haya aprendido a utilizarla, lo que me llevará algún tiempo. Este último caso me ha enseñado algo. Jamás había pensado combinar el verde con el azul; pero los tres anillos verdes del domo azul me han dado qué pensar. ¡Si conociese las combinaciones correctas! Estas combinaciones de colores son lo que tengo que estudiar. Conoceréis mejor su importancia si os recuerdo que el verde es, en cierto modo, más mortal que el mismísimo rojo..., que es el más peligroso de todos los colores.
—Carnacki —dije—, explícanos, si puedes, qué era el Cerdo. Me refiero a qué tipo de monstruosidad pertenecía. ¿De veras lo viste, o sólo fue una especie de sueño horrible y peligroso? ¿Cómo sabías que era uno de los Monstruos del Exterior? ¿Y cuál es la diferencia entre el peligro que representaba y la manifestación que observaste en «El caso de la Puerta del Monstruo»? ¿Y qué...?
—¡Calma! —exclamó Carnacki, con una sonrisa—. Cada cosa a su tiempo. Contestaré a todas tus preguntas, pero no creo que lo haga en el orden en que me las formulas. Así pues, si me preguntas que si he visto al Cerdo, te diré que, desde un punto de vista general, las cosas de naturaleza «espectral» no se ven con los ojos, sino a través del «ojo de la mente» que, como es de características psíquicas, no siempre se encuentra desarrollado hasta el estado deseado que nos permitiría utilizarlo para completar la información que al cerebro le llega mediante los ojos físicos. Comprended que, si vemos cosas «espectrales», se debe a que el ojo de la mente está trabajando en dos niveles: el primero informa al cerebro de lo que está viendo; el segundo, de lo que están viendo los ojos físicos. Estas dos visiones se mezclan de tal suerte que tenemos la impresión de ver a través de nuestros ojos físicos todo lo que está siendo revelado al cerebro. Y así nos parece que vemos tanto lo material como lo inmaterial de las situaciones , que cada parte recibe y revela al cerebro, gracias a los mecanismos apropiados, de forma que todo lo que vemos de esa manera parece tener una misma característica de realidad..., o sea, que se nos aparece igual de real. ¿Me seguís?
Todos asentimos, y Carnacki continuó.
—Del mismo modo, si algo amenaza a nuestro cuerpo psíquico, en general tendremos la impresión de que nuestro cuerpo físico se halla amenazado, por el hecho de que nuestras sensaciones e impresiones psíquicas se superponen a las físicas, de la misma manera que lo hacen las visiones psíquica y física. Nuestras sensaciones se mezclan de tal manera que resulta imposible distinguir lo que sentimos físicamente de lo que sentimos psíquicamente. Para explicarlo mejor, pondré el siguiente ejemplo: en el transcurso de una aventura «espectral», un hombre puede experimentar la sensación de que está cayendo. Es decir, en el sentido físico del término; quizá sea su entidad psíquica o ser (llamadlo como queráis) lo que esté cayendo. Pero lo que se presenta a su cerebro es la sensación de caída, y nada más, ¿comprendéis? Por cierto, tened la amabilidad de no olvidar que, aunque sea el cuerpo psíquico el que cae, el peligro no es menor. Me refiero a la sensación que tuve de caerme cuando me situé en la boca del pozo. Mi cuerpo físico podía caminar sobre él con completa libertad, sintiendo bajo los pies la solidez del piso; pero mi cuerpo psíquico estaba corriendo el auténtico peligro de caerse en él. Con toda seguridad puedo deciros que tiré hacia arriba de mi cuerpo psíquico, gracias a la fuerza que me proporcionó el instinto de conservación.
Pues para mi cuerpo psíquico, el pozo era tan real e inmediato como lo habría sido el pozo de una mina de carbón para mi cuerpo físico. Sólo el empujón de mi fuerza vital impidió a mi cuerpo psíquico separarse de mí, y caer como una pluma hacia las interminables profundidades, obedeciendo al gigantesco influjo del monstruo. Como recordaréis, el influjo del Cerdo era tan grande, comparado con mi instinto de conservación, que psíquicamente comencé a caer. Inmediatamente, mi cerebro registró una sensación idéntica a la que habría acusado de haber sido mi cuerpo físico el que caía. Me estaba arriesgando de manera temeraria, pero bien sabéis que no tenía otro remedio si quería llegar hasta el tablero de control y las baterías. Cuando tuve la sensación física de caída y me pareció ver a mi alrededor los sombríos y brumosos bordes del pozo, era mi ojo de la mente el que transmitía al cerebro lo que estaba viendo. En aquel momento, mi cuerpo psíquico había comenzado a caer y ya se encontraba por debajo del agujero del pozo, pero aún seguía en contacto conmigo. En otras palabras, mis «auras» físico-magnética y psíquica aún estaban entremezcladas. Mi cuerpo físico seguía firmemente apoyado en el piso de la habitación, pero si no hubiese estado realizando durante todo el tiempo un esfuerzo de voluntad para mantenerlo cerca, mi cuerpo psíquico habría roto completamente el contacto conmigo, y se habría ido, como un meteorito espectral, obedeciendo el influjo del Cerdo.
La curiosa sensación que había tenido al abrirme camino a través de un obstáculo, no era en absoluto una sensación física, al menos en el sentido en que entendemos este término, sino más bien la sensación psíquica de que estaba obligando a mi yo a que volviese de aquella «discontinuidad» que ya se había abierto entre mi cuerpo psíquico, que estaba cayendo y que se encontraba por debajo del borde del pozo, y mi cuerpo físico, que seguía estando de pie en el piso de la habitación. Y aquella «discontinuidad» estaba ocupada por una energía que se esforzaba por impedir que mi cuerpo y mi alma volviesen a unirse. Fue una experiencia terrible. ¿Recordáis cómo podía ver con mi cerebro a través de los ojos de mi cuerpo psíquico, que éste estaba cayendo por debajo de mí? ¡Eso sí que fue algo extraordinario para guardar en el recuerdo! Mas sigamos con el tema. Todos los fenómenos «espectrales» resultan extremadamente difusos en estado normal. Sólo son activos, y muy peligrosos desde el punto de vista físico, cuando se hallan concentrados.
El mejor ejemplo que se me ocurre es el de la electricidad, que a todos nos resulta familiar (un fenómeno que, dicho sea de paso, todos nos sentimos propensos a comprender, por haberle dado un nombre y haberlo «domesticado», por utilizar una expresión coloquial), pero sin llegar a comprenderlo del todo, pues aún sigue siendo para nosotros un misterio total. Bueno, pues la electricidad, cuando se difunde, viene a ser «algo imaginado e indefinible», pero cuando se concentra puede matarle a uno. ¿Entendido? Considerad esta explicación como una ilustración muy, pero que muy, pedestre de lo que es el Cerdo. Es una de esas nubes de «nebulosidad», millones de millas de largas, que se encuentran en la Esfera Exterior. Este es el motivo por el que a esas nubes de fuerza les doy el nombre de Monstruos del Exterior.
Pero, ¿cuál es su naturaleza?... Bueno, ésta sí que es una pregunta difícil de responder. A veces me pregunto si Dodgson se da cuenta de lo imposible que resulta contestar a algunas de sus preguntas —y al decir aquello, Carnacki se rió—. Intentaré contestarle de manera rápida. Alrededor de este planeta, y, presumiblemente alrededor de otros, hay esferas de lo que podíamos llamar «emanaciones». Se trata de un gas extremadamente luminoso, al que llamaré éter. ¡Pobre éter, lo que trabajó en su época! Recordad por un momento vuestros días de escolares, y retened en la memoria que antaño la Tierra fue una esfera de gases extremadamente calientes. Estos gases se condensaron para formar materias «sólidas»; pero hubo algunos que no se solidificaron..., como, por ejemplo, el aire. Bien, pues ya tenemos la esfera terrestre, hecha de materia sólida sobre la que podemos dar una patada todo lo fuerte que queramos; y alrededor de esta esfera se encuentran otras más de gases cuyos componentes son, en gran parte, responsables de la vida tal como la conocemos..., o sea, el aire.
Pero no es esa la única esfera de gas que flota a nuestro alrededor. Me he visto en la necesidad de postular la existencia de otras esferas de gas, más amplias y sutiles, que forman capas superpuestas y que se encuentran alrededor de nosotros, pero a gran altitud. Forman lo que he llamado las «Esferas Interiores». A su vez se hallan rodeadas por una esfera o capa constituida por lo que, a falta de un término mejor, denominaré «emanaciones». Esta esfera que he denominado no puede encontrarse a menos de cien mil millas de la Tierra, y tiene un espesor que he estimado que ha de encontrarse comprendido entre los cinco y diez millones de millas. Creo, aunque no pueda probarlo, que gira en sentido opuesto al de la Tierra, ya que en ello se basa la teoría que ha permitido construir cierta máquina eléctrica.
Tengo razones para creer que la revolución de la Esfera Exterior se ve perturbada, de vez en cuando, por causas que me resultan completamente desconocidas, pero que considero que deben basarse en fenómenos físicos. Bien, pues esta Esfera Exterior es la Esfera Psíquica, que también lo es física. Para ilustrar lo que quiero decir, volveré al ejemplo de la electricidad: de la misma forma que se nos reveló como algo que era totalmente diferente de nuestras anteriores concepciones de la materia, la Esfera Exterior, o Psíquica, difiere de todo lo que habíamos pensado respecto a la materia. Sin embargo, no deja de ser de naturaleza física en sus orígenes; y en el sentido en que la electricidad es de carácter físico, la Esfera Exterior o Psíquica, está compuesta de elementos físicos. Físicamente y hablando en imágenes, es a la Esfera Interior lo que ésta es a las capas superiores del aire, y ese aire (que nos resulta familiar) es a las aguas lo que éstas al mundo sólido. ¿Captáis el sentido de mi razonamiento?
Todos asentimos con la cabeza, y Carnacki prosiguió.
—Bueno, pues ahora apliquemos todo esto adonde quiero llegar. Sugiero que esas nubes de Monstruosidad de varios millones de millas de longitud, que flotan en la Esfera Psíquica o Exterior, han nacido de los elementos que la componían. Se trata de tremendas fuerzas psíquicas, engendradas por sus elementos, de la misma manera que un pulpo o un tiburón lo son por el mar, o un tigre o cualquier otra fuerza física nace de los elementos de su entorno terrestre o aéreo. Vayamos más lejos. El hombre físico está constituido en su totalidad por los elementos de la tierra y del aire, contando entre ellos la luz del sol, el agua y otros «condimentos». En otras palabras, sin tierra ni aire no podría EXISTIR. Pero, para formularlo de otra manera, la tierra y el aire engendran los materiales del cuerpo y del cerebro, y tal vez por ello la maquinaria de la inteligencias. Apliquemos ahora esta línea de pensamiento a la Esfera Psíquica o Exterior, la cual, aunque de una manera tan sutil que sólo podría compararla pedestremente a nuestra concepción del éter, contiene, no obstante, todos los elementos necesarios para la producción de algunas fases de la fuerza y de la inteligencia. Pero estos elementos se parecen tan poco a la materia como las emanaciones de una esencia aromática a la propia esencia. Del mismo modo, la capacidad de la Esfera Exterior para producir fuerza e inteligencia se parece tan poco a la capacidad análoga que poseen la tierra y el aire, que los resultados de la actividad de la Esfera Exterior son parecidos a los generados por la tierra y el aire. No sé si os habrá quedado claro. Así pues, me parece que nos encontramos ante el concepto de un inmenso mundo psíquico, generado a partir del físico, situado muy lejos de él y rodeándolo completamente, a excepción de las puertas de las que espero hablaros otra tarde. Este enorme mundo psíquico de la Esfera Exterior «procrea», si se me permite la expresión, sus propias fuerzas psíquicas e inteligencias, monstruosas o no, exactamente igual que nuestro mundo produce sus propias fuerzas físicas e inteligencias..., seres, animales, insectos, etc., monstruosos o no.
Las monstruosidades de la Esfera Exterior son hostiles a todo lo que consideramos como deseable, de la misma manera que un tiburón o un tigre pueden ser considerados hostiles, desde el punto de vista físico, a todo lo que consideramos deseable. Son depredadoras..., lo mismo que cualquier fuerza positiva. Tienen deseos que proyectan sobre nosotros, mucho más terribles que los nuestros para una oveja inteligente que fuese capaz de comprender los móviles por los que ansiamos conseguir sus despojos. Saquean y destruyen para satisfacer sus deseos y apetitos, exactamente igual que otras formas de existencia saquean y destruyen para satisfacer los suyos. Y los apetitos de esos monstruos, fundamentalmente, si no siempre, se hallan dirigidos hacia la entidad psíquica de los seres humanos. Pero creo que esto es todo lo que puedo contaros esta noche. Algotra tarde intentaré hablaros del misterio tremendo que suponen las Puertas Psíquicas. Mientras tanto, ¿he conseguido aclararte algunas cosas, Dodgson?
—Sí y no —respondí—. Has hecho lo posible por conseguirlo, pero aún quedan mil cosas más que me gustaría conocer.
Carnacki se levantó.
—¡Fuera todo el mundo! —dijo, usando su fórmula, ya acuñada, en términos cariñosos—. ¡Fuera todo el mundo! Tengo ganas de dormir.
Le estrechamos la mano y nos fuimos caminando hacia el Embankment, que se encontraba en silencio.
William Hope Hodgson (1877-1918)
Relatos góticos. I Relatos de William Hope Hodgson.
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