«Manteniendo su promesa»: Algernon Blackwood; relato y análisis


«Manteniendo su promesa»: Algernon Blackwood; relato y análisis.




Manteniendo una promesa (Keeping His Promise) es un relato de fantasmas del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado en la antología de 1906: La casa vacía y otros relatos de fantasmas (The Empty House and Other Ghost Stories).

Manteniendo su promesa, uno de los cuentos de Algernon Blackwood menos conocidos, narra la historia de dos estudiantes que, en su juventud, hacen la promesa de aparecer ante el otro después de la muerte. Tiempo después, uno de los estudiantes se encuentra leyendo para sus exámenes, de noche, en una habitación tranquila de Edimburgo, cuando de repente alguien llama a la puerta inesperadamente.

Al abrir, el estudiante se sorprende de encontrar a su viejo amigo de la infancia en la puerta, a quien no había visto en siete años. Parece pálido y hambriento. El estudiante lo alimenta, y lo deja dormir, mientras continúa estudiando en una habitación contigua. Más tarde, en plena madrugada, se acerca para ver cómo está su amigo, pero no lo encuentra en ninguna parte. Curiosamente, sin embargo, el sonido rítmico de su respiración permanece flotando en el aire.

Manteniendo su promesa de Algernon Blackwood no es el típico relato de terror de este gran autor. Posee matices más bien clásicos, que acaso homenajean al relato de fantasmas del siglo XIX. A propósito, aprovechamos para agradecer a Morgana Smith, quien nos ha permitido compartir su excelente traducción de este cuento.




Manteniendo una promesa.
Keeping His Promise, Algernon Blackwood (1869-1951)

Eran las once en punto de la noche y el joven Marriot estaba encerrado en su cuarto, estudiando tan duramente como podía. Era un hombre de cuarto año en la Universidad de Edimburgo y se había preparado para este examen en particular tantas veces, que sus padres habían declarado terminantemente que ya no podían seguir proporcionando los fondos para mantenerlo allí.

Su habitación era barata y deslucida, eran los permisos de lectura los que se llevaban todo el dinero. Así que Marriot reunió coraje final y definitivamente y se comprometió a aprobar o morir en el intento, y ya hacía algunas semanas que estaba leyendo tanto como un mortal puede leer. Quería compensar el tiempo y el dinero perdidos de una manera que mostraba a las claras que no entendía el valor de ninguno de los dos. Porque ningún hombre común y corriente —y Marriot era desde todo punto de vista un hombre común y corriente— puede darse el lujo de esforzar tanto la mente como él lo venía haciendo sin pagar luego las consecuencias.

Entre los estudiantes tenía pocos amigos o conocidos, y estos pocos habían prometido no molestarlo por la noche, sabiendo que era cuando podía leer por fin con total concentración. Fue, por lo tanto, con un sentimiento bastante más fuerte que la mera sorpresa que escuchó sonar la campanilla esta noche en particular y se dio cuenta de que tenía una visita. Algunos hombres simplemente hubieran ignorado la campana y continuado en paz con su trabajo. Pero Marriot no era de esa clase. Era del tipo nervioso. El hecho de no saber quién era el visitante y qué podría querer lo habría preocupado durante toda la noche, punzando su mente. Lo único que cabía hacer, por consiguiente, era dejarlo pasar —y luego salir— con la mayor rapidez posible.

La encargada se iba a la cama puntualmente a las diez, después de esa hora, nada podía inducirla a simular que había oído la campana, así que Marriot salió de sus libros con un quejido que no auguraba nada bueno para el recibimiento de su visitante, y se preparó a hacerlo entrar con sus propias manos.

Las calles de Edimburgo eran muy tranquilas tan tarde a la noche —era muy tarde para Edimburgo— y en el pacífico vecindario de la calle F., donde Marriot vivía en un tercer piso, raramente algún sonido rompía el silencio. Mientras se acercaba a la puerta, la campana sonó una segunda vez, con innecesaria insistencia, y él destrabó la puerta para pasar al pasillo con un enojo considerable, fastidiado por la insolencia de la doble interrupción.

—Ya saben que estoy preparándome para el examen, ¿por qué demonios vienen a molestarme a una hora tan inapropiada?

Los que habitaban el edificio eran, como él, estudiantes de medicina, estudiantes en general, escritores pobres y algunos otros cuya vocación quizás no era tan obvia. La escalera de piedra, iluminada a medias por un mechero de gas en cada piso, que no alcanzaba demasiada altura, bajaba paulatinamente al nivel de la calle, sin pretensiones de alfombra ni baranda. En algunos tramos estaba más limpia que en otros, dependía de la encargada de cada piso.

Las propiedades acústicas de una escalera de caracol parecen ser peculiares. Marriot, parado junto a la puerta abierta, libro en mano, pensaba a cada momento que el dueño de las pisadas estaba por aparecer a la vista. El sonido de las botas era tan cercano y tan fuerte, que parecía llegar desproporcionadamente antes que aquello que lo causaba. Preguntándose cómo podría ser, él esperaba, con todo tipo de saludos cortantes preparados para el hombre que se atrevía a interrumpir su trabajo. Pero este no aparecía. Los pasos sonaban casi bajo su nariz, pero no había nadie a la vista.

De pronto sintió una extraña sensación de miedo, una debilidad, un temblor en la baja espalda. Este se fue, en todo caso, tan rápido como vino, y él se quedó dudando si debería llamar en voz alta a su visitante invisible o dar un portazo y volver a sus libros, cuando el causante de la molestia giró la esquina lentamente y apareció ante sus ojos.

Era un desconocido. Vio a un joven, corto de estatura y bastante ancho. Su rostro era del color de la tiza y debajo de los ojos, muy brillantes, corrían gruesas líneas. Aunque las mejillas y el mentón estaban sin afeitar y su apariencia en general era descuidada, el hombre era evidentemente un caballero, ya que estaba bien vestido y se conducía con cierta distinción. Pese a ello, lo más extraño de todo, no llevaba sombrero ni lo traía en la mano; y aunque había estado lloviendo firmemente todo el anochecer, tampoco tenía sobretodo ni paraguas.

Mil preguntas asaltaron la mente de Marriot y se amontonaron en sus labios, la principal de ellas era algo como ¿Quién demonios eres?, y: ¿Para qué demonios vienes a verme a mí?. Pero ninguna de ellas encontró tiempo para expresarse en palabras, porque en ese instante el visitante giró un poco la cabeza y la luz del mechero cayó sobre sus rasgos. Inmediatamente Marriot lo reconoció.

—¡Field! ¡Estás vivo! ¿Eres verdaderamente tú? —dijo entrecortadamente.

El hombre de cuarto año no carecía de intuición y percibió en seguida que aquí había un caso para tratar con delicadeza. Adivinó, sin necesidad de pensarlo, que la catástrofe tantas veces predicha había llegado finalmente y que el padre del joven lo había echado de su casa. Habían estado juntos en una escuela privada tiempo atrás, y aunque desde entonces gracias si se habían visto una vez, las noticias no dejaban de llegarle de vez en cuando, con bastante detalle, ya que la familia vivía cerca de la suya y entre las hermanas de ambos había alguna intimidad. El joven Field se había descarriado últimamente, recordaba haber escuchado todo —tragos, una mujer, opio, o algo por el estilo— no podía recordarlo con exactitud.

—Pasa —dijo al momento, olvidando su enojo—. Ha sucedido algo malo, puedo verlo. Pasa y cuéntame al respecto y quizás pueda ayudarte.

Apenas sabía qué decir y esto lo hacía tartamudear más de lo habitual. El lado oscuro de la vida, y sus horrores, pertenecían a un mundo lejano a su pequeña selecta atmósfera de libros e ilusiones. Pero tenía un corazón de hombre después de todo.

Lo condujo a lo largo del pasillo y, cuando cerraba cuidadosamente la puerta de entrada, notó que el otro, aunque parecía sobrio, tenía un temblor en las piernas y estaba evidentemente exhausto. Marriot quizás no fuera capaz de aprobar sus exámenes, pero al menos conocía los síntomas de la inanición —inanición aguda, a no ser que se equivocara— cuando los tenía ante sus ojos.

—Ven —dijo alegremente, y con genuina simpatía en su voz—. Me alegro de verte. Estaba por prepararme algo de comer, llegaste justo para acompañarme.

El otro no dio respuesta audible, arrastraba los pies tan débilmente que Marriot tomó su brazo para servirle de apoyo. Notó por primera vez que las ropas le colgaban con penosa soltura. La aparente anchura era literalmente una apariencia: era delgado como un esqueleto. Pero, al tocarlo, la sensación de desmayo y miedo volvió. Solo duró un momento, y desapareció; él se la atribuyó naturalmente a la sorpresiva angustia de ver a un antiguo amigo en tan lastimoso estado.

—Mejor déjame que te guíe. Está vergonzosamente oscuro… este pasillo. Siempre me estoy quejando —dijo como si nada, reconociendo por el peso en su brazo, que su guía era urgentemente necesitada—, pero la vieja casera no hace más que prometer.

Lo condujo al sofá, preguntándose todo el tiempo de dónde vendría y cómo habría conseguido la dirección. Debía hacer por lo menos siete años desde aquellos días en el colegio privado en que eran tan amigos.

—Ahora, si me disculpas un minuto —dijo—, prepararé la cena, algo sencillo. No te molestes en hablar, solo relájate en el sofá. Veo que estás muerto de cansancio. Puedes contarme todo más tarde y haremos algún plan.

El otro estaba sentado en el borde del sofá y miraba en silencio, mientras Marriot sacaba scones de una bolsa marrón y un gran pote de mermelada que los estudiantes de Edimburgo siempre tenían en sus aparadores. Sus ojos presentaban un brillo que sugería drogas, pensó Marriot, echándole una mirada furtiva desde detrás de la puerta del aparador. No se sentía cómodo aun como para mirarlo directamente a la cara. El muchacho estaba mal, y hubiera sido como una revisación, observar y esperar las explicaciones. Además, estaba evidentemente demasiado exhausto como para hablar. Así que por cuestiones de delicadeza y por otra razón que no podía formularse con exactitud, dejó que su visitante descansara aparentemente inadvertido, mientras se ocupaba de la cena. Encendió la lámpara para preparar chocolate caliente y cuando el agua hirvió, acercó la mesa con las cosas al sofá para que Field no tuviera que realizar siquiera el esfuerzo de moverse a una silla.

—Ahora, comamos y después fumaremos y charlaremos. Estoy leyendo para un examen, sabes, y siempre tomo algo a esta hora. Es agradable tener un compañero.

Levantó la vista y se encontró con los ojos de su invitado clavándose en los suyos. Un escalofrío involuntario lo recorrió de pies a cabeza. La cara que estaba frente a la suya era de una palidez mortecina y tenía una expresión atroz de dolor físico y sufrimiento mental.

—¡Por Dios! —dijo de pronto el estudiante—. Casi lo olvido, tengo algo de whisky por algún lado. Qué tonto soy, nunca lo toco cuando estoy con tanto trabajo.

Se acercó al armario y sirvió un vaso, que el otro bebió puro de un trago. Marriot lo miraba mientras bebía y se percató de otra cosa: el abrigo de Field estaba lleno de polvo y en un hombro relucía un pedazo de telaraña. Estaba perfectamente seco: había llegado en una noche lluviosa, sin sombrero, paraguas ni sobretodo y sin embargo estaba perfectamente seco, hasta polvoriento. Por lo tanto, había estado bajo techo. ¿Qué quería decir? ¿Había estado escondiéndose en el edificio?

Era muy extraño. Aun así, el hombre no intentaba ninguna explicación y Marriot se había decidido a esta altura a no hacer ninguna pregunta hasta que no hubiera comido y dormido. Comida y sueño eran obviamente lo que el pobre diablo más necesitaba y primeramente estaba complacido con sus poderes de rápido diagnóstico, así que no estaría bien presionarlo hasta que no se hubiera recuperado un poco.

Comieron la cena juntos, mientras el anfitrión continuaba su conversación unilateral, mayormente sobre él y sus exámenes y la gata vieja de su casera, con lo que el visitante no necesitaba pronunciar palabra a no ser que realmente quisiera –cosa que evidentemente no era así. Pero, mientras él jugaba con su comida, sin deseos de comer, el otro comía con voracidad. Ver a un hombre hambriento devorar scones fríos, tortas de avena rancias y pan negro cargado de mermelada era una revelación para este estudiante inexperto, que nunca había conocido lo que es vivir con menos de tres comidas al día.

Lo observaba aunque no quería, preguntándose cómo no se atragantaba en el proceso.

Pero Field parecía tener tanto sueño como hambre. Más de una vez su cabeza cayó y dejó de masticar la comida en su boca. Marriot tenía que sacudirlo literalmente para que continuara comiendo. Una emoción fuerte se impone sobre aquella más débil, pero esta lucha entre el aguijón del hambre y el opio mágico del sueño era un espectáculo curioso para el estudiante, que miraba con asombro fundido con alarma. Había oído sobre el placer de alimentar a una persona hambrienta y mirarla comer, pero nunca lo había experimentado de hecho y no tenía idea de que fuera así. Field comía como un animal—engullía, se atiborraba, se atracaba. Marriot olvidó sus lecturas y empezó a sentir algo como un nudo en la garganta.

—Lamento que hubiera tan poco para ofrecerte, amigo —logró articular cuando el último scon hubo desaparecido y la rápida cena unilateral llegó a su fin.

Field aún no daba respuesta, ya que estaba casi dormido en su asiento. Simplemente miraba hacia arriba, agotado y agradecido.

—Ahora tienes que dormir, sabes —continuó—, o terminarás en pedazos. Yo voy a estar toda la noche leyendo para este bendito examen. Eres más que bienvenido a usar mi cama. Mañana desayunaremos y… y veremos qué se puede hacer… y haremos planes… Soy bastante bueno para hacer planes, sabes —agregó intentando un tono casual.

Field mantenía su silencio, pero parecía estar de acuerdo, así que el otro lo condujo al dormitorio, disculpándose con el hambriento hijo de un barón —cuya mansión era casi un palacio— por el tamaño de la habitación. El cansado visitante, en todo caso, no fingió ningún agradecimiento ni cortesía. Simplemente se aferraba al brazo de su amigo mientras avanzaba tambaleando y luego, con la ropa puesta, dejó caer su cuerpo exhausto en la cama. En menos de un minuto tenía toda la apariencia de estar profundamente dormido.

Por algunos minutos Marriot permaneció en la puerta mirándolo; rogando devotamente jamás encontrarse en una situación semejante, y entonces empezó a preguntarse qué haría con su inesperado visitante por la mañana. Pero no se detuvo mucho a pensar, pues la llamada de sus libros era imperativa, y pasara lo que pasara, tenía que aprobar el examen.

Cerró bien la puerta que daba al pasillo, se sentó con sus libros y retomó sus notas sobre materia médica donde las había dejado al sonar la campana. Pero le fue difícil por un tiempo concentrarse en el asunto. Su pensamiento vagaba a la imagen de ese hombre de rostro blanco y ojos extraños, hambriento y sucio, que yacía con las ropas y las botas puestas en su cama. Recordaba sus días escolares juntos, antes de que se distanciaran, y cómo se habían jurado amistad eterna. ¡Y ahora! En qué horrible aprieto se encontraba. ¿Cómo podía dejar uno que el amor por la vida disipada lo llevara a tal extremo?

Pero Marriot parecía haber olvidado completamente una de las promesas que se habían hecho. En ese momento, en cualquier caso, había quedado demasiado al fondo de su memoria como para que la recordara.

A través de la puerta semiabierta —el dormitorio daba al comedor y no tenía otra puerta—, llegaba el sonido de una respiración profunda y pausada, la respiración regular y continua de un hombre cansado, tan cansado que solo de escucharlo daban ganas de irse a dormir,

—Lo necesitaba —reflexionó el estudiante—, y quizás llegó justo a tiempo.

Probablemente fuera así, ya que afuera el viento recio aullaba cruelmente y agitaba la lluvia en fríos latigazos contra las ventanas, y sobre las calles desiertas. Mucho antes de que Marriot se sentara de nuevo apropiadamente a leer, escuchó a la distancia, como si fuera entre las oraciones del libro, la pesada y profunda respiración del durmiente en el cuarto de al lado.

Un par de horas después, cuando bostezaba y cambiaba de libro, aun escuchaba la respiración, y se acercó con cautela a la puerta para echar un vistazo.

Primeramente la oscuridad del cuarto debió engañarlo, o bien sus ojos estaban confusos y deslumbrados por el reciente brillo de la lámpara de lectura. Por un minuto o dos no pudo ver nada más que oscuros bultos de muebles en la oscuridad, la masa del armario junto a la pared, y el parche blanco donde estaba la tina en el centro del cuarto. Entonces empezó a ver la cama y sobre ella el contorno del cuerpo dormido empezó a tomar forma gradualmente ante sus ojos, creciendo extrañamente en la oscuridad, hasta resaltar en marcado relieve, la larga forma oscura contra el blanco cubrecama.

Apenas pudo contener una sonrisa, Field no se había movido una pulgada. Lo contempló unos momentos y volvió a sus libros. La noche estaba llena de las voces cantoras del viento y la lluvia. No había ruido de tráfico, no se escuchaban carruajes repiqueteando en los adoquines y era aun demasiado temprano para los carros de leche. Trabajó firme y concienzudamente, parando solo de vez en cuando para cambiar de libro, o sorber un poco de la bebida venenosa que lo mantenía despierto y hacía su cerebro tan activo, y en estas ocasiones la respiración de Field era perfectamente audible en el cuarto. Afuera, la tormenta continuaba aullando, pero dentro de la casa todo era quietud. La pantalla de la lámpara de lectura dirigía toda la luz a la mesa, dejando el resto del cuarto en comparativa oscuridad. La puerta del dormitorio estaba exactamente opuesta a él. No había nada que perturbara su trabajo, excepto por el ocasional golpe de viento contra las ventanas y un ligero dolor en su brazo.

Este dolor, sin embargo, del que no podía dar cuenta, se hizo muy agudo en un par de ocasiones; le molestaba y trató de recordar cómo o cuándo se había golpeado, pero sin éxito. Lentamente, la página amarilla que estaba frente a él se tornó gris y empezó a llegar de la calle el sonido de ruedas. Ya eran las cuatro de la mañana. Marriot se reclinó en la silla y bostezó prodigiosamente. Entonces se levantó y descorrió las cortinas. La tormenta había amainado y Castle Rock estaba envuelto en la niebla. Con otro bostezo se apartó del sombrío panorama y se preparó para dormir las cuatro horas restantes hasta el desayuno en el sofá. Pero primero fue en puntas de pie a echarle un vistazo a Field, que continuaba respirando pesadamente en el cuarto contiguo. Espiando cuidadosamente a través de la puerta semiabierta, su vista recayó en la cama, ahora plenamente visible a la luz de la madrugada. Miró fijamente. Luego se refregó los ojos. Luego se refregó los ojos otra vez y empujó la cabeza por la abertura de la puerta. Con la mirada clavada, forzó más y más la vista.

Pero no hubo caso. Estaba mirando un cuarto vacío.

Súbitamente retornó la sensación de miedo que había experimentado cuando apareció Field en escena, pero con mayor intensidad. Al mismo tiempo se dio cuenta de que su brazo izquierdo estaba palpitando fuertemente y le causaba gran dolor. Se quedó duro, dudando y observando, intentando ordenar sus pensamientos. Temblaba de pies a cabeza.

Con un gran esfuerzo de voluntad se desprendió del marco y avanzó audazmente hacia el cuarto. Allí, sobre la cama, se notaba la impresión de un cuerpo, donde Field había estado durmiendo. Estaba la marca de la cabeza en la almohada y la leve hendidura de las botas a los pies de la cama. Y allí estaba, más clara que nunca —ya que estaba bien cerca— ¡la respiración!

Marriot trató de sobreponerse, recuperó la voz y con un gran esfuerzo llamó a su amigo.

—¡Field! ¿Eres tú? ¿Dónde estás?

No hubo respuesta; pero la respiración continuó sin interrupción, viniendo directamente de la cama. Su voz había sonado tan extraña que no quiso repetir las preguntas; en cambio, se arrodilló y examinó la cama, abajo y arriba. Finalmente, sacó el colchón y separó las cubiertas una por una. Pero aunque el sonido continuaba, no había ninguna señal visible de Field, ni había ningún espacio en que un ser humano, por pequeño que fuera, se pudiera haber ocultado. Separó la cama de la pared, pero el sonido siguió donde estaba. No se movió con la cama.

Marriot, a quien le resultaba difícil mantener el control, cansado como estaba, empezó una cuidadosa búsqueda por el cuarto. Revisó el armario, la cajonera, el hueco donde colgaba la ropa, todo. Pero no encontró ningún rastro. La pequeña ventana cerca del cielorraso estaba cerrada, y después de todo no era lo suficientemente grande como para dejar pasar a un gato. La puerta del cuarto de estar estaba cerrada por el otro lado, de ninguna manera podría haber salido por allí. Extraños pensamientos empezaron a ocupar la mente de Marriot, trayendo consigo sensaciones indeseables. Comenzó a excitarse más y más; volvió a revisar la cama hasta que pareció el escenario de una guerra de almohadas. Revisó los dos cuartos, sabiendo de antemano que era inútil. Y volvió a revisar. Un sudor frío recorría su cuerpo y el sonido de respiración pesada no dejó en ningún momento de hacerse sentir, desde el lugar en que Field había estado echado.

Entonces trató algo diferente. Volvió a poner la cama exactamente en su posición original y se echó él mismo en el lugar en que había estado recostado su visitante. Pero al mismísimo instante saltó de la cama como si hubiera rebotado. La respiración estaba cerca, a su lado, casi en su mejilla, ¡entre él y la pared! Ni una criatura podría haberse escurrido en ese espacio.

Volvió al cuarto de estar, abrió las ventanas para que entraran toda la luz y el aire posibles y trató de repensar toda la situación tranquila y claramente. Sabía que aquellos que leen mucho y duermen demasiado poco pueden llegar a tener alucinaciones muy vívidas. Revisó una vez más, con calma, los incidentes de la noche anterior, las sensaciones exactas, los detalles que lo habían impresionado, las emociones experimentadas, el horrible festín. Ninguna alucinación podía reunir todos estos aspectos y durar tanto tiempo. Pero con menos satisfacción recordó los desvanecimientos y la sensación de horror que habían sobrevenido una o dos veces por la noche; y los fuertes dolores en el brazo, de los que no recordaba la causa. Más aún, ahora que empezaba a examinar y analizar la cuestión, hubo otro detalle que se le vino súbitamente a la memoria y fue como una revelación: ¡en toda la noche Field no había pronunciado una sola palabra! Y, sin embargo, como una burla a sus reflexiones, seguía viniendo del cuarto el sonido de la respiración profunda, lenta y regular. La cosa era increíble. Era absurda.

Acosado por la idea de una posible fiebre cerebral o ataque de locura, Marriot se puso capa y piloto y salió a la calle. El aire matutino del Asiento de Arturo limpiaría las telarañas de su mente; junto con el aroma de los arbustos y, sobre todo, la vista del mar. Vagó por las mojadas pendientes de Holyrood por un par de horas y no regresó hasta que el ejercicio hubo sacudido un poco el horror de sus huesos, dándole un apetito voraz por añadidura.
Ni bien entró, vio que había otro hombre en el cuarto, parado contra la ventana y dando la espalda a la luz. Reconoció a su compañero Greene, que se estaba preparando para el mismo examen que él.

—Estuve leyendo toda la noche, Marriot —dijo—, y pensé en venir aquí a comparar notas y desayunar. ¿Saliste temprano? —agregó con curiosidad.

Marriot contestó que tenía jaqueca y el paseo le había ayudado. Greene asintió y dijo:

—¡Ah! —pero cuando la chica que había entrado a dejar el porridge humeante en la mesa se retiró, continuó con un tono un poco forzado—. No sabía que tenías amigos que bebían, Marriot.

Esta era una pregunta obviamente tentativa, así que Marriot contestó secamente que él tampoco lo sabía.

—Pues suena como si alguien estuviera durmiendo la mona ahí adentro, ¿no? —insistió el otro, cabeceando en dirección al cuarto y mirando intrigado a su amigo. Los dos hombres se miraron firmemente por unos segundos y luego Marriot dijo francamente:

—¡Entonces, tú lo oyes también, gracias a dios!

—Claro que lo oigo, la puerta está abierta. Perdón, si no tenía que oír.

—Oh, no quiero decir eso —dijo Marriot bajando la voz—, es que estoy terriblemente aliviado. Déjame que te explique; por supuesto, si tú también lo oyes, está bien; pero realmente me asustó más de lo que podría decirte. Pensé que me había dado una fiebre cerebral, o algo así, y ya sabés lo importante que es este examen. Siempre empieza con sonidos o visiones o algún tipo de alucinación fantástica y yo…

—¡Hombre! —exclamó el otro impaciente— ¿De qué estás hablando?

—Ahora, escúchame, Greene —dijo Marriot, tan calmado como podía, siendo que la respiración era aún plenamente audible—, y te diré lo que quiero decir, pero no me interrumpas.

Entonces le relató exacta y detalladamente lo que había sucedido esa noche; le contó todo, hasta lo del dolor en el brazo. Cuando terminó, se levantó de la mesa y cruzó el cuarto.

—Tú escuchas la respiración claramente, ¿no? —dijo y Greene asintió—. Bueno, ven conmigo entonces y revisaremos el cuarto juntos.

El otro, sin embargo, no se movió de su silla.

—Ya estuve ahí —respondió tímidamente—. Escuché el sonido y pensé que eras tú. La puerta estaba entreabierta, así que entré.

Marriot no hizo ningún comentario y abrió la puerta de par en par. Mientras se abría, la respiración se hacía más fuerte.

—Tiene que haber alguien ahí —dijo Greene en voz baja.

—Hay alguien ahí, pero dónde —dijo Marriot y de nuevo instó a su amigo a que lo acompañara al cuarto. Pero éste se negó de plano. Dijo que ya había estado una vez allí, había revisado todo y no había encontrada nada. No volvería entrar por ningún motivo.

Cerraron la puerta y se retiraron a la otra habitación para seguir conversando entre pipas. Greene interrogó cuidadosamente a su amigo, pero no logró echar más luz al asunto, ya que las preguntas no pueden alterar los hechos.

—Lo único que debe tener una explicación lógica, apropiada, es el dolor en mi brazo —dijo Marriot, frotándolo con un intento de sonrisa—. Es un dolor infernal y una picazón que llega hasta el hombro, pero no puedo recordar habérmelo golpeado.

—Deja que te examine —dijo Greene—, soy terriblemente bueno con los huesos, pese a que los profesores opinen lo contrario.

Era agradable ser atendido por un rato, así que Marriot se quitó el abrigo y se arremangó:

—¡Pero, por San Jorge —exclamó—, estoy sangrando! Mira aquí, ¿qué demonios es esto?

En el antebrazo, bastante cerca de la muñeca, había una delgada línea roja. En ella había una gota de sangre, aparentemente fresca. Greene se acercó y miró atentamente por unos minutos. Luego se sentó en la silla y dirigió una mirada llena de curiosidad a su amigo.

—Te rascaste sin darte cuenta —afirmó—. No hay señal de moretón, debió ser otra cosa lo que te causara picazón.

Marriot se sentó y se quedó quieto, mirando silenciosamente su brazo, como si la solución de todo el misterio estuviera de hecho allí, escrita sobre su piel.

—¿Cuál es el problema? No veo nada demasiado raro en un arañazo —dijo Greene con poca convicción—. Debieron ser los gemelos. Anoche, con toda la excitación…

Pero Marriot, blanco hasta los labios, estaba intentando hablar. El sudor permanecía en gruesas gotas sobre su frente. Finalmente se inclino hacia el rostro de su amigo.

—Mira —dijo con una voz baja que temblaba ligeramente—, ¿ves esa marca roja, digo, por debajo de lo que llamas un arañazo?

Greene admitió que podía ser que viera algo; Marriot limpió el lugar con su pañuelo y le pidió que se fijará otra vez con más atención.

—Sí, lo veo —respondió levantando la cabeza tras una breve inspección—. Parece una vieja cicatriz.

—¡Es una vieja cicatriz! —murmuró Marriot con labios temblorosos—. Ahora lo recuerdo todo.

—¿Todo qué? —Greene se agitó en la silla. Intentó sonreír, pero sin éxito; su amigo parecía al borde del colapso.

—¡Shhhhhhhh! Estate quieto y… te contaré —dijo—. Field me hizo esa cicatriz.

Por un minuto entero los dos hombres se miraron de lleno las caras sin hablar.

—Field me hizo esa cicatriz —repitió Marriot lentamente, en una voz más audible.

—Field… quieres decir ¿anoche?

—No, anoche no, hace años… en la escuela, con su cuchillo. Y yo le hice una cicatriz a él en su brazo con el mío —Marriot hablaba ahora con rapidez—. Intercambiamos gotas de sangre en los cortes, el puso una gota en el mío y yo en el suyo…

—Por dios, ¿para qué?

—Era un pacto de varones. Hicimos un compromiso sagrado, un convenio. Lo recuerdo perfectamente ahora. Habíamos estado leyendo una historia de terror y nos juramos aparecer el uno al otro, es decir, el que muriera primero se le aparecería al otro. Y sellamos el trato con nuestra propia sangre. Lo recuerdo todo claramente ahora: la tarde calurosa de verano en el patio, hace siete años; uno de los maestros nos descubrió y confiscó los cuchillos… y no había vuelto a pensar en eso hasta este momento…

—Y quieres decir… —tartamudeó Greene. Pero Marriot no contestó; se levantó, cruzó el cuarto y se desplomó agotado en el sofá, escondiendo el rostro entre las manos.

El propio Greene estaba un poco desconcertado. Dejó a su amigo tranquilo unos momentos, repensando todo el asunto. De pronto, pareció asaltarlo una idea. Fue hasta el sofá donde Marriot yacía aún inmóvil y lo despertó. En todo caso, era mejor enfrentar la cuestión, hubiera una explicación lógica o no. Darse por vencido era siempre la salida más tonta.

—Digo, Marriot —empezó, mientras el otro levantaba su cara pálida hacia él—, no sirve de nada ponerse mal por esto, quiero decir… si es un a alucinación, ya sabemos qué hacer. Y si no lo es… bueno, ya sabemos qué creer, ¿no?

—Supongo… pero me asusta horriblemente por alguna razón —respondió su amigo con voz apagada—, y ese pobre diablo…

—Pero, después de todo, si lo peor fuera cierto… y ese tipo mantuvo su promesa… bueno, la mantuvo y eso es todo, ¿verdad? —Marriot asintió—. Sólo hay una cosa que se me ocurre —continuó Greene—, y es… ¿estás seguro de que… de que realmente comía así?, quiero decir, ¿de que de hecho comía? —terminó, diciendo bruscamente lo que pensaba. Marriot lo miró por un momento y luego dijo que tenía toda la certeza. Habló tranquilamente, tras el shock inicial, poco podía perturbarlo un detalle menor.

—Saqué la bandeja yo mismo —dijo—, después de que terminamos. Las cosas están en el armario de la cocina, en el tercer estante, nadie las volvió a tocar —Señaló el mueble sin levantarse y Greene entendió la indicación y fue a revisar.

—Exactamente —dijo tras un breve examen—, justo lo que había creído. Fue parcialmente una alucinación, en todo caso: las cosas no fueron tocadas. Ven a verlo por ti mismo.

Examinaron el estante juntos. Allí estaba el pan negro, los scones viejos, la torta de avena, todo intacto. Incluso el vaso de whisky que Marriot había servido estaba allí, con todo su contenido.

—Estabas alimentando a nadie… —dijo Greene—. Field no comió ni bebió, ¡nunca estuvo ahí!

—Pero… ¿y la respiración? —se apuró el otro en voz baja, mirando con una expresión de desconcierto en la cara.

Greene no contestó. Se dirigió directamente al dormitorio, mientras Marriot lo seguía con los ojos. Abrió la puerta y escuchó. No hubo necesidad de palabras. El sonido profundo y regular de la respiración llegó flotando por el aire. Eso no era ninguna alucinación, en cualquier caso. Marriot la escuchaba claramente aún desde el otro extremo de la habitación. Greene cerró la puerta y volvió.

—Solo hay una cosa por hacer —declaró con firmeza—. Escribe a tu casa, preguntando por él. Mientras tanto, puedes venir a estudiar a mi cuarto, tengo una cama de más.

—Hecho —respondió el hombre de cuarto año—. Si hay algo que no es una alucinación es ese examen; tengo que pasarlo cueste lo que cueste.

Y así lo hicieron. Una semana después, Marriot recibió noticias por su hermana. Parte de la carta se la leyó en voz alta a Greene y decía así:


»Es curioso que en tu carta hayas preguntado por Field. Parece algo terrible, pero ya sabes que recientemente la paciencia de Sir John se había agotado y lo había echado de la casa, dicen que sin un centavo. Bueno, ¿qué crees? Field se suicidó. O al menos, eso parece. En lugar de abandonar la casa, bajó a la bodega y simplemente se dejó morir de hambre. Están tratando de taparlo todo, por supuesto, pero yo me enteré por la mucama, que habló con el lacayo de Sir John. Encontraron el cadáver el 14 y el médico dijo que debía haber muerto unas 12hs. antes… Estaba espantosamente delgado...


—Entonces murió el 13 —dijo Greene.

Marriot asintió.

—Es la misma noche en que te vino a ver.

Marriot volvió a asentir.

Algernon Blackwood (1869-1951)




Relatos góticos. I Relatos de Algernon Blackwood.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Algernon Blackwood: Manteniendo su promesa (Keeping His Promise), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Buenisimo este relato, tiene un dejo de grandiosidad que adoro. Muchas gracias!



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Mitología.
Poema de Emily Dickinson.
Relato de Vincent O'Sullivan.

Taller gótico.
Poema de Robert Graves.
Relato de May Sinclair.