«El hombre más capaz del mundo»: Edward Page Mitchell; relato y análisis


«El hombre más capaz del mundo»: Edward Page Mitchell; relato y análisis.




El hombre más capaz del mundo (The Ablest Man in the World) es un relato de ciencia ficción del escritor norteamericano Edward Page Mitchell (1852-1927), publicado originalmente en la edición del 4 de mayo de 1879 de la revista The New York Sun, y luego reeditado en la antología de 1973: El hombre de cristal: un hito de la ciencia ficción (The Crystal Man: Landmark Science Fiction).

El hombre más capaz del mundo, probablemente uno de los mejores cuentos de Edward Page Mitchell, relata la historia del barón Savitch, quien se crió en un manicomio y fue rescatado por el doctor Rapperschwyll, especie de científico loco que, mediante sus conocimientos de medicina y relojería, diseña un cerebro mecánico para Savitch con la capacidad de aumentar exponencialmente su inteligencia.

En este sentido, El hombre más capaz del mundo de Edward Page Mitchell se anticipa a la tecnología de su época. De hecho, se lo considera como el primer relatos de computadoras, con su correspondiente y maquiavélica inteligencia artificial incluída (ver: Historia de las computadoras en la ciencia ficción).




El hombre más capaz del mundo.
The Ablest Man in the World, Edward Page Mitchell (1852-1927)

Puede ser que se recuerde o no que en 1878 el general Ignatieff pasó varias semanas de julio en el Badischer Hof, en Baden. Los periódicos anunciaron que el general iba a visitar el balneario de aguas minerales por razones de salud y se decía que la suya estaba muy quebrantada por la prolongada ansiedad y las responsabilidades al servicio del Zar. Pero todos sabían que el general acababa de caer en desgracia en San Petersburgo y que su ausencia de los centros de la actividad de la política internacional en momentos en que la paz revoloteaba en Europa, como pluma a los caprichos del viento, entre Salisbury y Shouvaloff, no era ni más ni menos que un exilio cortésmente disfrazado.

Estoy en deuda por los siguientes datos a mi amigo Fisher, de Nueva York, quien llegó a Baden un día después que Ignatieff, anunciándose debidamente en la lista oficial de extranjeros como Herr Doctor Professor Fischer mit Frau Gattin und Bed, Nordamerika.

La escasez de títulos nobiliarios entre la aristocracia viajera de Norteamérica es una permanente ofensa para la ingeniosa persona que compila la lista oficial. Tanto el orgullo profesional como los instintos de hospitalidad lo impulsan a compensar esa carencia siempre que puede. Distribuye así títulos de gobernador, general de división y doctor profesor con tolerable imparcialidad, de acuerdo con el aspecto marcial o erudito que los visitantes norteamericanos posean. Fisher debía su título a sus anteojos. Acababa de abrirse la temporada. Las funciones teatrales todavía no habían empezado. Los hoteles estaban apenas llenos, los conciertos en el Pabellón del Conversationhaus eran escuchados por contados melómanos y los tenderos del bazar no tenían otra cosa que hacer que pasar el tiempo quejándose de la degeneración que sufría Baden-Baden desde que se había terminado el juego.

Pocos veraneantes perturbaban las meditaciones del apergaminado y viejo custodio de la torre del Mercuriusberg. Fisher encontró muy estúpido el lugar, tan insulso como Saratoga en junio o Long Branch en setiembre. Estaba impaciente por llegar a Suiza, pero su esposa, quien había hecho una íntima amistad con una condesa polaca, se negaba rotundamente a dar cualquier paso que pudiera romper una relación tan ventajosa.

Una tarde, Fisher se encontraba en uno de los puentecitos que atravesaban el diminuto Oosbach, contemplando ociosamente el agua y preguntándose si una trucha de buen tamaño podría nadar, sin inconvenientes, contra la corriente. El portero del Badischer Hof se le acercó entonces a la carrera.

—¡Herr Doctor Professor! —gritó el portero llevándose la mano a la gorra—. Le ruego que me perdone, pero Su Alteza, el Barón Savitch, quien procede de Moscú, del séquito del general Ignatieff, ha sufrido un terrible ataque, mortal, según parece.

En vano trato Fisher de asegurarle que estaba en un error, que él no era un experto en medicina, que la única ciencia que conocía era la del poker, que si existía una falsa impresión en el hotel todo se debía a una equivocación, de la cual no tenía culpa alguna y que, por mucho que lamentara la desgraciada situación de su alteza de Moscú, no creía que su presencia en la habitación del enfermo pudiera ser útil. Pero le fue imposible erradicar la idea que de él tenía el portero. Cuando se encontró literalmente siendo llevado a la rastra hacia el hotel, Fischer concluyó en que le convendría dejar sus explicaciones para los amigos del Barón. La suite del ruso estaba en el segundo piso, no muy lejos de donde se alojaba Fisher. Un valet francés, casi fuera de si a causa del terror, salió apresuradamente de la habitación para recibir al portero y al doctor profesor. Fisher intentó explicar nuevamente su situación, pero todo fue en vano.

También el valet tenía algo que explicar y su perfecta pronunciación francesa le permitió monopolizar la conversación. No, allí no había nadie, nadie sino él mismo, Auguste, fiel sirviente del Barón. Su Excelencia el general Ignatieff, Su Alteza el Príncipe Koloff, el Dr. Rapperschwyll, el séquito íntegro, todos, se habían marchado aquella mañana rumbo a Gernasbach. Mientras tanto, el Barón había contraído una horrible enfermedad, y él, Auguste, desfallecía de ansiedad. Suplicaba a Monsieur, por tanto, que no perdiera tiempo en pláticas inútiles y corriera junto al lecho del Barón, quien se hallaba ya en la agonía final. Fisher siguió a Augusto hasta una habitación interior. El Barón, con las botas puestas, yacía sobre la cama, con el cuerpo casi doblado en dos por los efectos de la inexorable opresión de un dolor insoportable. Tenía los dientes fuertemente apretados y los rígidos músculos de la boca distorsionaban la expresión natural de su rostro.

Cada pocos segundos, un prolongado gemido escapaba de sus labios. Sus magníficos ojos giraban lastimosamente en sus órbitas y al presionar entonces con ambas manos su abdomen, un escalofrío sacudió sus miembros en un intenso sufrimiento. Fisher olvidó sus explicaciones. Si hubiese sido realmente un médico, no podría haber observado los síntomas del mal del Barón con mayor interés.

—¿Puede curarlo, Monsieur? —murmuró el aterrorizado Augusta.

—Tal vez —dijo Monsieur secamente.

Fisher redactó una nota para su esposa en el reverso de una tarjeta y la despachó por medio del portero del hotel. El empleado regresó con gran rapidez, trayendo una botella negra y un vaso. Procedía la botella del baúl de Fisher y había hecho todo el viaje desde Liverpool a Baden, había cruzado el océano desde Nueva York a Liverpool y había viajado a Nueva York directamente de Bourbon County, en el estado de Kentucky. Fisher la tomó con avidez aunque reverentemente y la miró a contraluz. Aún quedaban unos ocho o diez centímetros en el fondo. Emitió un gruñido de placer.

—Todavía hay esperanzas de salvar al Barón —indicó a Auguste.

La mitad del precioso líquido fue vertida en el vaso y administrada sin demora al paciente que gemía y se retorcía de dolor. En pocos minutos Fisher tuvo la satisfacción de ver que el Barón se incorporaba en su lecho. Los músculos de su boca se aflojaron y la expresión de agonía fue reemplazada por una mirada de plácida satisfacción. Fisher logró observar entonces las características físicas del Barón ruso. Se trataba de un hombre joven, de unos treinta y cinco años. Su rostro era muy hermoso y de rasgos nítidos y su cabeza resultaba muy peculiar. Tal peculiaridad provenía de la perfecta redondez de la parte superior de la misma, es decir, que su diámetro de oreja a oreja parecía igual al diámetro anterior y al posterior.

El curioso efecto de esta desacostumbrada conformación se hacia más notable por la total carencia de cabellos. Sólo cubría la cabeza del Barón un casquete de seda negra muy ceñido al cráneo y una engañosa peluca colgaba de uno de los postes de la cama. Habiéndose recuperado lo suficiente como para reconocer la presencia de un desconocido, Savitch lo saludó con una cortés reverencia.

—¿Cómo se siente usted ahora? —interrogó Fisher en su deficiente francés.

—Mucho mejor, gracias a Monsieur —replicó el Barón en un excelente inglés pronunciado con una voz encantadora—. Mucho mejor, a pesar de que siento aún alguna debilidad —agregó, apretándose la frente con la mano.

Ante una señal de su señor, el valet se retiró del aposento seguido por el portero. Fisher se aproximó hasta el borde del lecho y tomó la muñeca del Barón. Aún con su falta de práctica pudo percibir que el pulso del noble era alarmantemente acelerado. Perplejo y no poco intranquilo ante el giro de las circunstancias, pensó: ¿Me habré metido con el ruso en un lío infernal? Pero, no; ya no es un adolescente y medio vaso de un whisky de esta clase no marearía ni a un niño.

Sin embargo, los nuevos síntomas se presentaron con una rapidez y gravedad que lo hicieron sentir desacostumbradamente ansioso. El rostro de Savitch se puso blanco como la nieve, palidez más acentuada aún por el constraste con el negro casquete. El cuerpo se sacudía en el lecho y el hombre se aferraba convulsivamente la cabeza con ambas manos como si temiera que ésta pudiese estallar.

—Es mejor que llame a su valet —dijo Fisher con voz nerviosa.

—No, no haga eso —tartamudeó el Barón—. Usted es médico y tendré que confiar en su habilidad. Hay algo que anda mal... aquí —y con un gesto espasmódico indicó la parte superior de su cabeza con ademán incierto.

—Pero, yo no soy... —dijo Fisher tartamudeando.

—No diga una sola palabra —exclamó el Barón con voz imperiosa—. Actúe ya. No debo haber ninguna demora. ¡Desatornille el tope de mi cabeza!

Savitch se arrancó el casquete y lo tiró a un costado. Fisher no encontró palabras para describir el asombro con que contemplaba el verdadero material del cráneo del Barón. El casquete ocultaba el hecho de que toda la parte superior de la cabeza de Savitch era una cúpula de plata pulida.

—¡Desatorníllelo! —volvió a decir.

Muy a su pesar, Fisher colocó sus manos sobre el cráneo de plata y ejerció una ligera fuerza hacia la izquierda. El tope cedió, girando suave y seguramente sobre sus roscas.

—¡Más rápido! —dijo el Barón con voz muy débil—. Le aseguro que no podemos perder tiempo—. Entonces se desvaneció.

En ese momento, se oyó un clamor de voces en la habitación exterior, y la puerta que conducía a los aposentos del Barón fue abierta con violencia y cerrada del mismo modo. El recién llegado era un hombre enjuto, de baja estatura y edad mediana, su rostro manifestaba astucia y la mirada de sus pequeños ojos grises era penetrante. Se quedó observando con curiosidad a Fisher con una mirada aguda llena de feroz recelo. El Barón recobró el sentido y abrió los ojos.

—Dr. Rapperschwyll —exclamó.

Con rápidas zancadas, el Dr. Rapperschwyll se acercó a la cama, midiendo con la mirada a Fisher y a su paciente.

—¿Qué significa todo esto? —demandó enfurecido.

Sin esperar una respuesta, puso rudamente una mano sobre Fisher y lo apartó del Barón. Fisher, con creciente asombro, no opuso resistencia y se dejó conducir, o empujar, hacia la puerta. El Dr. Rapperschwyll la abrió lo suficiente como para hacer salir al norteamericano, cerrándola luego con fuerza. Un ruido sordo y rápido le dio a entender de que la puerta había sido cerrada con llave.

A la mañana siguiente, Fisher se encontró con Savitch. Venía éste del Trinkhalle. El Barón lo saludó con seca cortesía y continuó su camino sin dirigirle la palabra. Más tarde, ese mismo día, un sirviente entregó a Fisher un pequeño paquete con el siguiente mensaje: El Dr. Rapperschwyll supone que este dinero será suficiente.

El paquete contenía dos monedas de oro de veinte marcos cada una. Fisher apretó los dientes. Le devolveré sus cuarenta marcos —murmuró para sí—, pero a cambio conseguiré extraerle su maldito secreto.

Fue entonces que Fisher descubrió que hasta las condesas polacas sirven para algo en las relaciones sociales. Cuando la abordó, por intermedio de su esposa, sobre el tema del Barón Savitch, de Moscú la ocasional amiga de la señora Fisher resultó ser la amabilidad personificada. ¿Si sabía algo del Barón Savitch? Claro, que sí, y también conocía y sabía vida y milagros de todas las otras personalidades dignas de conocerse en Europa. ¿Si tendría la amabilidad de darle alguna información referente al Barón? Naturalmente que deseaba hacerlo, encantada de complacer el menor deseo de la encantadora curiosidad del norteamericano. Era muy reconfortante para una vieja dama hastiada de la vida como ella, que hacía mucho tiempo había dejado de interesarse en los hombres, las mujeres, las cosas y los acontecimientos contemporáneos, encontrar a alguien recién llegado de las interminables praderas del nuevo mundo y que atesorara tan sabrosa curiosidad por los asuntos de la alta sociedad. Ah, sí, con mucho gusto le relataría lo que sabía del Barón Savitch, si eso la divertía.

La condesa polaca cumplió con creces su promesa, agregando como adorno muchos chismes y anécdotas escandalosas sobre la aristocracia moscovita, totalmente superfluas en esta narración. Su historia, resumida por Fisher, era esta: El Barón Savitch había aparecido recientemente en los círculos elegantes. Su verdadero origen era un misterio que nunca había sido satisfactoriamente explicado, ya fuera en San Petersburgo o en Moscú. Algunas personas decían que era un niño expósito procedente del Vospitatelnoi Dom. Otros creían que era el hijo no reconocido de cierto distinguido personaje muy allegado a la Casa de los Romanoff. Esta última teoría era la más probable, puesto que servía para explicar hasta cierto punto el incomparable éxito de su carrera profesional desde el día de su graduación en la Universidad de Dorpat. Brillante y rápida, como no había precedente, había sido esta carrera. Ingresó el Barón al servicio diplomático del Zar y durante varios años fue agregado a las legaciones rusas en Viena, Londres y París.

Nombrado Barón antes de su vigésimo quinto aniversario como recompensa por la maravillosa capacidad desplegada en la conducción de negociaciones de suprema importancia con la Casa de los Habsburgos, se convirtió en favorito de Gortchakoff y se le brindaron todas las oportunidades para ejercer su genio en la diplomacia. Hasta se dijo en bien informados círculos de San Petersburgo que la inteligencia rectora que dirigía el rumbo de la política rusa a través de todos los enredos en el frente oriental, que planeó la campaña en el Danubio, efectuó las combinaciones que dieron la victoria a los soldados del soberano ruso y que mientras tanto mantenían a Austria al margen del conflicto, en fin, la inteligencia que neutralizó el inmenso poder de Alemania y exasperó a Inglaterra sólo hasta el punto en que la ira se disipa, convirtiéndose en inocuas amenazas, era el cerebro del joven Barón Savitch.

Era cierto que él había estado con Ignatieff en Constantinopla, cuando por vez primera se provocó el conflicto, con Shouvaloff en Inglaterra, en la época en que se realizó la conferencia secreta del acuerdo, con el Gran Duque Nicolás en Adrianópolis cuando se firmó el protocolo de un armisticio, y pronto se encontraría en Berlín, tras las bambalinas, en el Congreso, donde se esperaba que superaría a todos los estadistas de Europa, y jugaría con Bismark y Disraeli tal como un hombre fuerte juega con dos bebés.

Pero poco había hablado la condesa de los logros de este joven elegante y buen mozo en la política internacional. Se había dedicado con más detenimiento a su carrera social. Sus éxitos en esa esfera habían sido casi tan notables como en las otras. Aunque nadie conocía con certeza el nombre de su padre, el Barón había conquistado una supremacía absoluta en los círculos más exclusivos en torno de la corte imperial. Se suponía que su influencia sobre el mismo Zar era ilimitada. A pesar de su oscuro origen, se lo consideraba el partido más codiciado de Rusia. Surgido de la pobreza y por medio de la simple fuerza de su intelecto había amasado una fortuna colosal.

Los informes oficiales la hacían ascender a la suma de cuarenta millones de rublos y, sin duda alguna, tales informes no excedían la realidad. Todas las empresas de índole especulativa que emprendía, y fueron muchas y variadas, resultaron ser un verdadero éxito, mediante las mismas cualidades de frío e infalible juicio, sagacidad de gran alcance y poderes casi sobrehumanos para organizar, combinar y controlar, facultades que lo habían convertido en el fenómeno político de su tiempo. ¿Y sobre el Doctor Rappenschwyll? Sí, la condesa sabía de su reputación y lo conocía de vista. Era un médico que se encontraba siempre al lado del Barón Savitch, atendiéndolo constantemente, ya que los enormes esfuerzos mentales del noble lo sometían a súbitas y alarmantes enfermedades.

El Doctor era suizo, en su origen una especie de relojero o artesano, según se decía. En cuanto al resto, era un anciano pequeño muy común, dedicado a su profesión y al Barón, y era evidente que carecía de ambiciones, puesto que despreciaba totalmente las oportunidades que su posición y sus relaciones podían brindarle para acrecentar su fortuna personal.

Fortificado por esta información, Fisher se sintió en mejores condiciones para tratar de extraer al Doctor su secreto. Acechó al médico suizo durante cinco días. La deseada oportunidad se presentó al sexto día, de manera inesperada. A mitad de camino hacia el Mercuriusberg y bien entrada la tarde, encontró al guardián de la torre en ruinas, quien regresaba a la población.

—No, la torre no está cerrada al público. Un caballero está allí arriba, haciendo observaciones de la campiña —dijo el hombre, añadiendo que él mismo regresaría en un par de horas. De esta manera, Fisher siguió su camino.

La cumbre de la torre se hallaba en un estado desastroso. La falta de una escalinata era subsanada por una provisoria escalera de madera. La cabeza y los hombros de Fisher acababan de franquear la puerta-trampa que daba a la plataforma cuando descubrió que quien allí se encontraba era precisamente la persona que andaba buscando. El doctor Rappenschwyll estaba estudiando la topografía de la Selva Negra con un par de poderosos largavistas de campaña. Fisher anunció su llegada con un oportuno tropiezo y un ruidoso esfuerzo para no perder el equilibrio, al mismo tiempo que atinaba un furtivo puntapié en el último peldaño de la escalera y se encaramaba ostentosamente en el borde de la trampa. La escalera se precipitó ruidosamente unos nueve o diez metros, golpeando contra las paredes de la torre. El doctor Rappenschwyll comprendió inmediatamente la situación y volviéndose bruscamente observó con una sonrisa malévola.

—Monsieur es inexplicablemente torpe —dijo con un gesto de desagrado, enseñando los dientes, pues había reconocido a Fisher.

—Infortunada ocasión —dijo el neoyorkino con imperturbable tranquilidad—. Estaremos encerrados aquí un par de horas por lo menos. Considerémonos felices de contar con una compañía inteligente, además de un encantador paisaje para contemplar.

El suizo le hizo una fría reverencia y reanudó sus estudios topográficos. Fisher encendió un cigarro.

—También deseo —continuó Fisher, lanzando nubéculas de humo en dirección al Teufelmühle—, aprovechar esta oportunidad para devolverle sus cuarenta marcos, que me fueron enviados, presumo, por error.

—Si Monsieur el médico norteamericano no está satisfecho con sus honorarios —respondió Rapperschwyll con tono venenoso— podrá sin duda alguna hacer que se reajusten sus honorarios dirigiéndose al valet del Barón.

Fisher no prestó mayor atención a la estocada y depositó serenamente las monedas de oro sobre el parapeto, delante de las narices del suizo.

—No podría ni pensar en aceptar honorarios —dijo con deliberado énfasis—. Consideré abundantemente recompensados mis insignificantes servicios con la novedad e interés del caso.

El suizo escudriñó las facciones del norteamericano larga e intensamente con sus penetrantes ojitos grises. Por fin dijo, con descuido:

—¿Monsieur es un hombre de ciencia?

—Sí —replicó Fisher, haciendo una reserva mental a favor de todas las ciencias, salvo la que ilumina y dignifica nuestro juego nacional.

—Entonces —continuó diciendo Rapperschwyll—, Monsieur tal vez estará dispuesto a reconocer que muy rara vez ha visto un caso más hermoso y amplio de trepanación craneana.

Fisher alzó las cejas con curiosidad y sorpresa.

—Y Monsieur comprenderá también, siendo un médico, —continuó el suizo—, la susceptibilidad del propio Barón y de sus amigos sobre el tema. Por lo tanto sabrá disculpar mi aparente rudeza en el momento en que descubrió usted nuestro secreto.

Es más listo de lo que creía —pensó Fisher—. Tiene todos los naipes y yo nada... nada que no sea descaro suficiente como para desafiarlo.

—Lamento profundamente esa susceptibilidad —continuó, ahora en voz alta—, porque se me ha ocurrido que un detallado relato de lo que vi, publicado en una de las revistas científicas de Inglaterra o Norteamérica, suscitaría amplia atención y sería recibida, sin ninguna duda, con interés en el continente europeo.

—¿Lo que usted vio? —gritó el suizo bruscamente—. Es todo falso; usted no vio nada... cuando entré ni siquiera había retirado el...

Se detuvo entonces y empezó a murmurar para sí, como si estuviera maldiciendo su propia impetuosidad. Fisher festejó la ventaja lograda arrojando su cigarro a medio fumar y encendiendo uno nuevo.

—Puesto que me obliga a ser franco —continuó diciendo el Dr. Rapperschwyll con visible y creciente nerviosidad—, deseo informarle que el Barón me ha asegurado que usted no vio nada. Yo mismo lo interrumpí en el acto de retirar el casquete de plata.

—Del mismo modo le seré sincero —respondió Fisher preparando su rostro para un esfuerzo final—. Con respecto a eso, el Barón no es un testigo competente. Estuvo inconsciente durante algún tiempo antes que usted llegara. Tal vez yo estaba retirando el casquete de plata cuando usted me interrumpió...

El Doctor se puso muy pálido.

—Y tal vez —dijo Fisher con toda calma—, estaba colocándolo de nuevo en su lugar.

La simple mención de esta posibilidad pareció golpear a Rapperschwyll como un rayo del cielo. Se le separaron las rodillas y estuvo a punto de desplomarse al suelo. Cubriendo los ojos con sus manos, se puso a llorar como un niño o, mejor dicho, como un anciano agotado y arruinado.

—¡Lo publicará! ¡Lo publicará para que lo lean en la corte y en todo el mundo! —gritaba histéricamente—. Y en vísperas de esta crisis...

Luego con un esfuerzo desesperado, el suizo recobró hasta cierto punto el control de sí mismo. Recorrió a grandes pasos el diámetro de la plataforma durante varios minutos, con la cabeza gacha y los brazos doblados sobre el pecho. Volviéndose nuevamente a su compañero, dijo:

—Cualquier suma que usted mencionara podría...

Con una sonora carcajada, Fisher lo interrumpió antes de que pudiera terminar su proposición.

—Entonces —dijo Rapperschwyll con desesperación—, si... si le suplico que sea generoso...

—¿Y bien? —demandó Fisher.

—Y le pido que prometa, por su honor de caballero, guardar absoluto silencio en lo concerniente a lo que ha visto...

—¿Silencio hasta que el Barón Savitch haya fallecido?

—Eso será suficiente —dijo Rapperschwyll—. Pues cuando deje de existir, yo moriré. ¿Y sus condiciones son...?

—Toda la historia, aquí, ahora y sin reserva alguna.

—Es terrible el precio que me pide —dijo Rapperschwyll—, pero están en juego intereses mayores que los de mi orgullo. Le prometo que oirá todo lo que desea. Fui criado como relojero —continuó después de una prolongada pausa— en el Cantón de Zurich. No es por vanidad que digo que logré alcanzar un grado maravilloso de habilidad en mi oficio. Desarrollé una capacidad de invención que me condujo a realizar una serie de experimentos con las posibilidades de combinaciones puramente mecánicas. Estudié y perfeccioné los mejores autómatas jamás construidos por el ingenio humano. La máquina calculadora de Babbage me interesaba especialmente. En sus ideas vislumbré el germen de algo infinitamente más importante para el mundo entero.


»Después, abandoné mis ocupaciones y me fui a París a estudiar fisiología. Pasé tres años en La Sorbona donde perfeccioné mis conocimientos en esa rama del saber humano. Entretanto, mis estudios se habían extendido mucho más allá de las ciencias puramente físicas. Por un tiempo la psicología ocupó mi interés y luego me elevé a los dominios de la sociología, la cual, cuando se entiende en forma adecuada, es el compendio y aplicación final de todos los conocimientos. Fue después de largos años de preparación y como corolario de todos mis empeños que la gran idea de mi vida, la cual me había perseguido vagamente desde mi infancia en Zurich, asumió por fin una forma perfecta y definida.

Los modales del Dr. Rapperschwyll habían pasado de una desconfiada reticencia a un sincero entusiasmo. El hombre mismo parecía haberse transformado. Fisher lo escuchaba con atención y sin interrumpir su relato. No podía dejar de imaginar que la necesidad de revelar el secreto, que el galeno había guardado por tanto tiempo y tan celosamente, no era enteramente desagradable para el entusiasmado suizo.

—Ahora, présteme atención, Monsieur —continuó el Dr. Rapperschwyll—, pues mencionaré varias proposiciones separadas que al principio pueden parecer inconexas las unas con las otras. Mis logros en la mecánica habían producido una máquina que sobrepasaba a la de Babbage en sus facultades de realizar cálculos. Con los datos proporcionados no existía ningún límite para sus posibilidades en esta dirección. Los engranajes y piñones de Babbage calculaban logaritmos y elipses. Se le introducían números y producía resultados con números. Ahora bien, las relaciones de causa y efecto son tan fijas e inalterables como las leyes de la aritmética. La lógica es, o debería ser, una ciencia tan exacta como las matemáticas.

»Mi nueva máquina se alimentaba de hechos y producía conclusiones. En pocas palabras, razonaba; y los resultados de su proceso de razonamiento eran siempre verdaderos, mientras que los resultados del razonamiento humano son a menudo, si no siempre, falsos. El origen de los errores en la lógica humana es lo que los filósofos denominan 'la ecuación personal'. Mi máquina eliminaba esa ecuación y avanzaba de la causa al efecto, de la premisa a la conclusión, en precisión constante. El intelecto humano es falible; mi máquina era, y es, infalible en sus procesos razonadores.

»Además, la fisiología y la anatomía me habían enseñado la falacia de la superstición médica que sostiene que la materia gris del cerebro y el principio vital son inseparables. Había visto hombres continuar viviendo con balas de pistola en la médula oblongada del cerebro. Había sido testigo de la extracción de los hemisferios y el cerebelo de los cráneos de pájaros y animales pequeños que, sin embargo, no morían. Creía que aunque se sacara el cerebro de un cráneo humano, el paciente no moriría, aunque ciertamente quedaría despojado de la inteligencia que regía todas las actividades de su cuerpo, con excepción de las puramente involuntarias.

»Una vez más, un profundo estudio de la historia desde un punto de vista sociológico y no despreciable, una experiencia práctica de la naturaleza humana, me habían convencido de que los más grandes genios que han existido estaban situados en un plano no muy alejado del intelecto promedio. Los picos montañosos de mi país natal, aquellos que todo el mundo conoce por su nombre, se elevan sólo unos pocos centenares de metros por encima de los incontables picos sin nombre que los circundan. Napoleón Bonaparte era un poco más inteligente que los hombres más hábiles que lo rodeaban. Sin embargo, esa pequeña diferencia lo era todo, y fue así como pudo dominar toda Europa. Un hombre que superara a Napoleón, como el Gran Corso superaba a Murat, con las cualidades mentales que pueden transmutar el pensamiento en hechos, se habría convertido en amo del mundo entero.

»Ahora, fusionando estas tres proposiciones en una sola: supongamos que eligiera a un hombre y, extrayendo el cerebro que atesora todos los errores y fracasos de sus antepasados hasta los orígenes de la raza humana, eliminara todas las causas de debilidad en su carrera futura. Supongamos que en lugar del intelecto falible, que he sacado, lo dotara de una inteligencia artificial que operara con la certeza de las leyes universales. Supongamos, también, que echara a este ser superior, que razona con la verdad, en medio de las conmociones de sus inferiores, que razonan con la falsedad, y esperara el inevitable resultado con la tranquilidad de un filósofo.

»Monsieur, aquí tiene mi secreto. Eso es precisamente lo que he hecho. En Moscú, donde mi amigo el Dr. Duchat estaba a cargo de la nueva institución de San Basilio, para idiotas incurables, encontré un niño de once años llamado Stépan Bórovitch. Desde su nacimiento, jamás había visto, oído, hablado o pensado. La naturaleza le había otorgado una fracción del sentido del olfato y quizás una fracción del gusto, pero ni siquiera esto se podía asegurar con precisión. La Providencia se había encargado de encerrar su alma de manera muy efectiva. Ocasionales murmullos incoherentes e incesantes movimientos nerviosos de los dedos eran sus únicas señales de actividad. Los días de brillante sol solían ponerlo en una mecedora, donde hubiera más luz y calor, y se mecía durantes horas sin parar, moviendo los dedos con nerviosidad y murmurando su satisfacción por el calor con las quejumbrosas y monótonas frases de la idiotez. Así estaba cuando lo vi por primera vez.

»Le rogué a mi amigo el Dr. Duchat que lo dejara a mi cuidado. Si ese magnífico caballero no hubiera fallecido hace tiempo ya, ciertamente habría compartido mi triunfo. Llevé a Stépan a mi hogar y puse manos a la obra con el serrucho y el bisturí. Podía operar a esa pobre, inútil y desahuciada parodia de ser humano con tanta libertad y falta de cuidado como si fuera un perro comprado o atrapado para ser disecado. Esto sucedió poco más de veinte años atrás. En la actualidad Stépan Bórovitch posee más poder que cualquier otro hombre sobre la faz de la tierra. Dentro de diez años será el autócrata de Europa, el amo del mundo. Nunca comete errores; porque la máquina que razona debajo de su caja craneana jamás se equivoca."

Fisher señaló hacia abajo, al viejo guardián de la torre, a quien se veía ascendiendo trabajosamente la colina.

—Los visionarios —continuó el Doctor— especularon sobre la posibilidad de encontrar entre las ruinas de las antiguas civilizaciones alguna breve inscripción que pueda cambiar los fundamentos del saber humano. Los hombres más sabios se burlan de ese sueño y se ríen de las ideas de cábalas científicas. Los más sabios son tontos. Supongamos que Aristóteles hubiese descubierto estas pocas palabras en una tableta llena de caracteres cuneiformes en Nínive: Supervivencia de los Aptos. La filosofía habría ganado dos mil doscientos años. Le diré ahora, en la misma cantidad de palabras, una verdad igualmente fecundada. La máxima evolución de la criatura es hacia el creador. Tal vez pasen dos mil doscientos años antes de que esta verdad encuentre aceptación general pero no es menos verdad por eso. El Barón Savitch es mi creación, y yo soy su creador... el creador del hombre más capaz del mundo.

»Aquí tenemos nuestra escalera, Monsieur. He cumplido entonces con mi parte del acuerdo. Recuerde la suya.


Después de una gira de dos meses por Suiza y los lagos de Italia, los Fisher se encontraron en el Hotel Splendid de París rodeados de gente de su propio país. Para Fisher era un alivio, después de la experiencia que lo había dejado perplejo, en Baden, seguida por un exceso de estupendos picos cubiertos de nieve, estar una vez más entre personas que sabían distinguir entre una seguidilla de cartas del mismo palo en el poker y una jugada deshonesta, y cuyos pechos se emocionaban del mismo modo que el suyo ante la vista de la bandera de las barras y las estrellas. Fue particularmente agradable para él encontrarse en el Hotel, entre un grupo de personas procedintes del este norteamericano que habían venido a ver la Gran Exposición, a la señorita Bella Ward, de Portland, una bonita y talentosa muchacha, comprometida con su mejor amigo de Nueva York. Con mucho menos placer.

Fisher se enteró de que el Barón Savitch también estaba en París, recién llegado desde el Congreso de Berlín y que era el hombre del momento entre los pocos individuos escogidos que podían leer el significado oculto en los comunicados políticos y distinguir los falsos diplomáticos de los verdaderos jugadores en este tremendo torneo. El Dr. Rapperschwil no se hallaba junto al Barón. Se había demorado en Suiza, junto al lecho de su anciana madre. Esta última noticia fue bien recibida por Fisher. Cuanto más reflexionaba sobre la entrevista en el Mercuriusberg, más sentía que era su deber convencerse de que todo el asunto era una ilusión y no una dura realidad. Se habría alegrado, aun a costa de su propia sagacidad, de poder creer que el doctor suizo había estado divirtiéndose a causa de su credulidad.

Pero el recuerdo de la escena en e! aposento del Barón en el Badiseher Hof era demasiado vívida para dar el menor fundamento a esta teoría, estaba obligado a contentarse con el pensamiento de que pronto el ancho océano Atlántico estaría entre él y un ser tan inhumano, tan peligroso, y tan monstruosamente imposible como el Barón Savitch.

No acababa de transcurrir una semana cuando volvió a encontrarse en la compañía de esa imposible persona. Las damas del grupo de norteamericanos conocieron al Barón ruso en un baile de gala en el New Continental Hotel, y quedaron inmediatamente encantados con su hermoso rostro, sus modales refinados, su inteligencia y su ingenio. Volvieron a encontrarse en el baile del embajador norteamericano y ante la indecible consternación de Fisher, las relaciones así establecidas empezaron a evolucionar rápidamente en dirección a algo más íntimo. El Barón Savitch se convirtió en un frecuente visitante del Hotel Splendid. Disgusta a Fisher el recuerdo de este período. Durante un mes, su paz espiritual fue quebrada por la aprensión y la repugnancia. Se reconoce obligado a admitir que el comportamiento del Barón era de lo más amistoso, aunque ninguna de las partes hiciese alusión alguna al incidente en Baden.

Pero la noción de que nada bueno resultaría de la asociación de sus amigos con un ser cuyos principios morales habían sido reemplazados sin duda alguna por un sistema de engranajes, lo mantenía en un constante estado de perturbación. De buena gana le habría explicado a sus compatriotas la verdadera naturaleza del ruso, que no era un hombre de una sana organización mental, sino simplemente una maravilla mecánica, construido sobre un principio que constituía una subversión de todo lo que la sociedad representaba en la actualidad... en pocas palabras, un monstruo cuya existencia misma debía ser considerada con repugnancia por todas las personas rectas y honradas. Pero la solemne promesa hecha al Dr. Rapperschwyll sellaba sus labios.

Un incidente sin importancia le hizo abrir los ojos ante las alarmantes características de la situación, llenando su corazón de un nuevo sentimiento de horror. Un anochecer, pocos días antes de la fecha designada para la partida de los norteamericanos desde el El Havre de regreso a la patria, Fisher acertó a entrar en el salón privado que era, de común acuerdo, el cuartel general del grupo de turistas. Creyó al principio que la estancia estaba desierta. Pero advirtió muy pronto que en un rincón del ventanal, ocultadas por las cortinas, se adivinaban las siluetas del Barón Savitch y la señorita Ward, quienes no se percataron de su presencia. La mano de la norteamericana estaba en la del Barón y la dama miraba directamente el hermoso rostro del ruso con una expresión que Fisher no podía dejar de comprender.

Fisher tosió cortésmente y dirigiéndose a la otra ventana fingió interesarse en lo que pasaba en el Boulevard. La pareja emergió del rincón. El rostro de la señorita Ward estaba rojo de confusión y se retiró del lugar enseguida. Ningún signo de embarazo era visible en cambio en las facciones impávidas del Barón. Saludó a Fisher y empezó a comentar acerca del enorme globo aerostático en la Place du Carrousel. Fisher sintió pena por la joven dama pero no pudo culparla de nada. Él creía que en el fondo de su corazón ella todavía era fiel a su compromiso de Nueva York. Sabía muy bien que los halagos de ningún hombre podrían hacer mella en su lealtad. Reconoció que se encontraba bajo el hechizo de un poder sobrehumano.

Sin embargo, ¿cuál sería el resultado? No podía contarle toda la verdad porque su promesa se lo impedía. Sería en vano apelar a la generosidad del Barón: ningún sentimiento humano gobernaba sus fines inexorables. ¿Debía dejar que la relación continuara su curso mientras él observaba atado de pies y manos? ¿Era posible que esta encantadora e inocente muchacha fuera sacrificada a los caprichos pasajeros de un autómata? Aún admitiendo que las intenciones del Barón fueran las más honorables del mundo, ¿hacía eso la situación menos horrible? ¿Casarse con una máquina? La propia lealtad a su amigo neoyorkino y su afecto por la joven, le reclamaban por igual que actuara con prontitud.

Y, aparte de todo interés particular ¿no tenía un sencillo deber hacia la sociedad, hacia las libertades del mundo? ¿Se le permitiría a Savitch continuar con la carrera preparada por su creador el Dr. Rapperschwyll? Fisher era la única persona en el mundo en posición de desbaratar un programa tan ambicioso. ¿Alguna vez había sido un Bruto tan necesario como en ese momento? Sumido en una confusión de dudas y temores, los últimos días de Fisher en París fueron indescriptiblemente miserables. La mañana de la partida del vapor había decidido actuar de acuerdo a sus sentimientos. El tren para El Havre partía al mediodía y a las once de la mañana el Barón Savitch se hizo presente en el Hotel Splendid para despedirse de sus amigos norteamericanos. Fisher vigilaba muy de cerca a la señorita Ward. La clama mostraba cierta reticencia que no hizo más que fortificar su resolución.

El Barón observó incidentalmente que se impondría la obligación y el placer de visitar los Estados Unidos en unos pocos meses y que esperaba entonces renovar las relaciones interrumpidas por esta separación. Mientras hablaba Savitch, Fisher notó que sus ojos se encontraban con los de la señorita Ward, mientras una leve nube de rubor cubría sus hermosas mejillas. Fisher advirtió que la situación era desesperada y demandaba un remedio similar.

Se unió entonces a las señoras del grupo para solicitar al Barón a que las acompañara en el apresurado refrigerio que iba a preceder al viaje en coche hasta la estación. Savitch aceptó de buen grado la cordial invitación. Rechazó muy cortésmente el vino, arguyendo que su médico se lo había prohibido absolutamente, Fisher salió de la sala por un instante y regresó con la botella negra que había jugado un papel tan importante en el suceso de Baden.

—El Barón —dijo— ya ha expresado su aprobación al más noble de los productos de nuestro país, y sabe que esta bebida goza de buenas recomendaciones médicas.

Y, con esas palabras, virtió el resto del contenido de la botella de whisky de Kentucky en un vaso y se lo ofreció al ruso. Savitch vaciló por un instante. Su experiencia anterior con aquel néctar era tanto una tentación como una advertencia, pero al mismo tiempo no deseaba parecer descortés. Un comentario casual de la señorita Ward forzó su decisión.

—El Barón —dijo ella, con una sonrisa— naturalmente no se negará a desearnos un bon voyage al estilo norteamericano.

Savitch vació el vaso y la conversación se volvió hacia otros temas. Los coches ya esperaban abajo. Se estaba efectuando la despedida cuando Savitch de repente se puso las manos en la frente, aferrándose al respaldo de una silla. Las damas lo rodearon alarmadas.

—No es nada —dijo con voz desfalleciente—, simplemente un mareo.

—No hay tiempo que perder —dijo Fisher, adelantándose—. El tren sale dentro de veinte minutos. Prepárense en seguida y, mientras tanto, yo lo atenderé.

Fisher se apresuró a llevar al Barón a su propio dormitorio. Savitch se desplomó en la cama. Volvían a repetirse los síntomas de Baden. En unos minutos, el ruso quedó inconsciente. Fisher miró su reloj. Le quedaban solamente tres minutos. Cerró la puerta con llave y ajustó la perilla de la campanilla eléctrica. Luego, dominando sus nervios con un supremo esfuerzo, Fisher sacó la engañosa peluca y el casquete negro de la cabeza del Barón.

¡Que el Cielo me perdone si estoy cometiendo un error lamentable! —pensó—. Pero creo que es lo mejor para nosotros y para el mundo.

Rápidamente, pero con mano firme, desenroscó la cúpula de plata. El mecanismo quedó así expuesto ante sus ojos. El Barón exhaló un quejido. Sin ningún escrúpulo Fisher arrancó la maravillosa máquina. No tenía ni tiempo ni deseos de examinarla. Recogió un periódico y precipitadamente la envolvió en el. Metió el paquete en su maleta de viaje aún abierta. Luego atornilló la tapa de plata con firmeza en la cabeza del Barón y volvió a colocar el casquete y la peluca. Hizo todo esto antes de que el sirviente contestara a su llamado.

—El Barón Savitch no se siente bien —dijo Fisher al criado cuando éste se hizo presente—. No hay razón para alarmarse. Mande llamar en seguida a su valet Auguste, que está en el Hotel de l'Athénée.

Veinte segundos más tarde Fisher se encontraba en un coche de alquiler, viajando velozmente hacia la Estación St. Lazare. Cuando el vapor Pereire se hallaba, ya mar adentro, con Ushant a setecientos kilómetros atrás y grandes cantidades de agua bajo su quilla, Fisher extrajo un bulto envuelto de su maleta. Con los dientes bien apretados y los labios rígidos llevó el pesado paquete al costado del barco y lo arrojó a los abismos del Océano Atlántico. El envoltorio produjo un pequeño remolino en las tranquilas aguas y se hundió desapareciendo de su vista. Fisher creyó imaginar que había oído un grito salvaje y desesperado y se apretó los oídos con las manos para ahogar el ruido. Una gaviota estaba revoloteando sobre el barco; el grito podía haber sido producido por el pájaro. Fisher sintió un leve toque en el brazo. Se dio vuelta con rapidez y la señorita Ward estaba parada a su lado, apoyada en la barandilla.

—¡Válgame Dios! ¡Qué blanco que está usted! —dijo—. ¿Qué diablos ha estado haciendo?

—Preservando la libertad de dos continentes —respondió Fisher lentamente— y tal vez salvando, al mismo tiempo, su propia tranquilidad espiritual.

—¿De verdad? —dijo ella— ¿y cómo lo ha hecho?

—Lo he hecho —contestó Fisher con voz grave— tirando al Barón Savitch por la borda.

La risa cantarilla de la señorita Ward resonó alegremente.

—A veces es usted demasiado chistoso, señor Fisher —dijo.

Edward Page Mitchell (1852-1927)




Relatos góticos. I Relatos de Edward Page Mitchell.


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El análisis y resumen del cuento de Edward Page Mitchell: El hombre más capaz del mundo (The Ablest Man in the World), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

abi dijo...

este cuento está buenísimo me encantó, la verdad es que está buenisiimoooooooooooo :)



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