«El hombre sin cuerpo»: Edward Page Mitchell; relato y análisis


«El hombre sin cuerpo»: Edward Page Mitchell; relato y análisis.




El hombre sin cuerpo (The Man Without a Body) es un relato de ciencia ficción del escritor norteamericano Edward Page Mitchell (1852-1927), publicado originalmente en la edición del 25 de marzo de 1877 del periódico The New York Sun, y luego reeditado en la antología 1973: El hombre de cristal: un hito de la ciencia ficción (The Crystal Man: Landmark Science Fiction).

El hombre sin cuerpo, uno de los mejores cuentos de Edward Page Michell, relata la historia de un científico loco que consigue aislar los átomos de un gato y transmitir esa información a través de un cable de telégrafo. Desafortunadamente, la batería que alimenta el dispositivo se acaba cuando trata de teletransportarse a sí mismo, quedando literalmente sin cuerpo.

El hombre sin cuerpo de Edward Page Mitchell es el primer ejemplo de Teletransportación en la ficción, algo que llegaría a convertirse en un cliché de la ciencia ficción. En cierto modo, el relato combina el optimismo científico de finales del siglo XIX, donde la posibilidad de transmitir materia ya era analizada por Nikola Tesla, con el macabro pesimismo de Edgar Allan Poe.




El hombre sin cuerpo.
The Man Without a Body, Edward Page Mitchell (1852-1927)

En un estante del antiguo Museo del Arsenal en el Central Park, entre colibríes, armiños, zorros plateados y periquitos de brillantes colores embalsamados, puede contemplarse una espectral galería de cabezas humanas. Sin mencionar ni al peruano momificado, ni al jefe maorí, ni al indio de cabeza chata, hablaré, sin embargo de una cabeza caucásica que ha tenido para mí un fascinante interés desde que, hace poco más de un año, fue agregada a la siniestra colección.

Mucho me sorprendió la mencionada cabeza cuando la vi por primera vez. Me conquistó la pensativa inteligencia de sus rasgos faciales. Notable es el rostro aunque carezca de nariz y las fosas nasales estén en pésimas condiciones. Los ojos también están ausentes, pero las cuencas vacías poseen su propia expresión. La piel apergaminada se halla tan encogida que los dientes muestran sus mismas raíces en las mandíbulas. La boca ha sufrido mucho los efectos de la descomposición, pero lo restante manifiesta un fuerte carácter. Parece decir: ¡Salvo ciertas deficiencias de mi anatomía, contemplas a un hombre de grandes cualidades!.

Las facciones de la cabeza son del tipo teutónico y el cráneo es el de un filósofo. Me atrajo particularmente la vaga semejanza de este rostro destrozado con cierta cara que en una época me había sido conocida; un rostro cuyo recuerdo había quedado en mi memoria, pero que ahora me era inubicable.

No me sorprendí mucho, después de todo, cuando ya hacía casi un año que conocía a la cabeza, al ver que reconocía nuestra relación y expresaba su apreciación del interés amistoso que yo mostraba hacia ella guiñándome deliberadamente un ojo cuando me paraba ante su vitrina. Sucedió en un Día de Trustees. Era yo el único visitante en el salón. El fiel cuidador había salido a disfrutar una lata de cerveza con su amigo, el encargado de los monos. La cabeza me guiñó por segunda vez, aun con más cordialidad. Contemplé sus esfuerzos con el deleite crítico de un anatomista. Pude ver que el músculo masetero se flexionaba debajo de la piel correosa. Vi el juego de los glutinadores y el hermoso movimiento lateral de los músculos internos. Advertí que la cabeza estaba tratando de hablarme. Noté las contracciones convulsivas del músculo risorio y del zigomático mayor y supe que se esforzaba por sonreír.

Aquí tenemos —pensé— un caso de vitalidad mucho tiempo después de la decapitación, o un ejemplo de acción refleja donde no existe un sistema diastástico o excitador-motriz.

En cualquier caso, el fenómeno no tenía precedentes y debería ser cuidadosamente observado. Además, la cabeza me manifestaba evidentemente su buena disposición. Encontré en mi llavero una llave que abría la puerta de vidrio.

—Gracias —dijo la cabeza—. Un poco de aire puro es realmente una delicia.

—¿Cómo se siente? —pregunté cortésmente—. ¿Cómo se experimenta la falta del cuerpo?

Suspirando, la cabeza se sacudió con pesar.

—Daría —dijo a través de su mutilada nariz y usando, por razones obvias, los tonos pectorales con mucha economía—, daría ambas orejas por una simple pierna. Mi ambición es principalmente ambulatoria y, sin embargo, no puedo hacerlo. No puedo ni siquiera dar saltitos o caminar como los patos. De buena gana viajaría, vagaría, pasearía, circularía por los transitados senderos de los hombres, pero estoy encadenado a este maldito estante. No estoy mucho mejor que esas cabezas de salvajes... ¡yo, un hombre de ciencia! Estoy obligado a quedarme aquí, sobre mi cuello y ver a las gallinetas y cigüeñas a mi alrededor con piernas en abundancia. Contemple las piernas de aquellas aves. Mire esos porfirios de cabezas grises. No tienen sesos, ni ambición, ni anhelos. Sin embargo, tienen patas, patas, patas, en profusión —Lanzó así una mirada envidiosa hacia el lugar donde se mostraban las atormentadoras extremidades de las aves en cuestión y agregó lúgubremente—: No queda de mi persona material suficiente como para componer un héroe de las novelas de Wilkie Collins.

No sabía exactamente como consolarlo en un asunto tan delicado, pero me aventuré a sugerir que tal vez su estado tenía sus compensaciones en el hecho de estar libre de los callos y la gota.

—En cuanto a los brazos —continuó diciendo— ¡ahí tiene otra desgracia que me aqueja! Estoy incapacitado para espantar las moscas que se meten aquí adentro (Dios sabe cómo) en el verano. Tampoco puedo extenderme para darle un golpe a esa maldita momia de Chinook que está sentada allí mirándome con una mueca parecida a un muñeco de caja de sorpresas. No puedo rascarme la cabeza o sonarme la nariz —¡su nariz!— en forma decente cuando me resfrío con esta corriente insoportable. En cuanto a comer y beber, no me importa. Mi alma entera está absorbida por la ciencia. La ciencia es mi novia, mi divinidad. Adoro sus huellas en el pasado y saludo la profecía de su futuro progreso. Yo...

Ya antes había oído expresar los mismos sentimientos. En un instante encontré la explicación de porqué me resultaba conocida la cabeza, pensamiento que me había acosado desde la primera vez.

—Discúlpeme —dije— ¿no es usted el celebrado profesor Dummkopf?

—Ese es o, mejor dicho, fue mi nombre —respondió dignamente.

—Y vivía usted antes en Boston, donde llevaba a cabo experimentos de asombrosa originalidad. Fue usted el primero en descubrir cómo fotografiar el olor, como embotellar la música, como congelar la aurora boreal. Fue usted el primero en aplicar el análisis espectroscópico de la Mente.

—Esos fueron algunas de mis realizaciones de menor importancia —dijo la cabeza, sacudiéndose tristemente—, pequeños cuando se las compara con mi invención final, el grandioso descubrimiento que constituyó al mismo tiempo mi más grande triunfo y mi ruina total. Perdí el cuerpo en el experimento.

—¿Cómo sucedió eso? —pregunté—. No me había enterado.

—No —dijo la cabeza—; como estaba solo y sin amigos, mi desaparición apenas fue advertida. Pero le contaré todo.

Se oyó un ruido en la escalera.

—Silencio... —exclamó la cabeza—. Viene alguien. No nos deben descubrir. Disimule, disimule.

Apresuradamente cerré la puerta de la vitrina y logré poner la llave a tiempo para evadir la vigilancia del cuidador que regresaba. Fingí entonces examinar, con gran interés, un objeto cercano.

El siguiente día de Trustees volví a visitar el museo y le di al cuidador de la cabeza un dólar con el pretexto de adquirir datos con respecto a las curiosidades a su cargo. Me acompañó por todo el salón, hablando continuamente con gran soltura.

—Eso que ve allá —dijo cuando nos paramos frente a la cabeza—, es una reliquia de la moralidad que fue donada al museo hace quince meses. La cabeza de un notorio asesino guillotinado en París en el siglo pasado, señor.

Creí advertir un leve tirón en las comisuras de la boca del profesor Dummkopf y una depresión casi imperceptible en lo que una vez había sido su párpado izquierdo pero, dadas las circunstancias, mantuvo su rostro bastante bien controlado. Me deshice de mi guía con abundantes muestras de agradecimiento por sus inteligentes servicios y, como había anticipado, el mismo partió en el acto, a gastar en cerveza el dólar ganado con tanta facilidad, dejándome tranquilo para continuar mi conversación con la cabeza.

—¿Cómo se les ocurre poner un idiota de cabeza hueca como ese —dijo el profesor, después que hube abierto la puerta de la prisión de vidrio— a cargo de una porción, aunque sea pequeña, de un hombre de ciencia, del inventor del Telepompo ¡París! ¡Asesino! ¡El siglo pasado! ¡Qué sandeces!—. Y la cabeza se estremeció de risa hasta el punto en que temí que cayera del estante.

—Acaba usted de mencionar su invento, el Telepompo —sugerí.

—Ah, sí —dijo la cabeza, recobrando a un mismo tiempo su gravedad y su centro de gravedad—. Prometí contarle cómo llegué a convertirme en el Hombre sin Cuerpo. Resulta que hace tres o cuatro años descubrí el principio de la transmisión del sonido por medio de la electricidad. Mi teléfono, como le denominé, habría sido de gran utilidad práctica, si se me hubiesen dejado presentarlo al público. Pero, ¡ay!

—Disculpe mí interrupción —dije—, pero debo informarle que otra persona ha logrado inventar lo mismo hace muy poco tiempo. El teléfono ya es una realidad.

—¿Han llegado más lejos aún? —preguntó con ansiedad—. ¿Han descubierto el gran secreto de la transmisión de átomos? En otras palabras, ¿han realizado el Telepompo?

—No me he enterado de nada por el estilo —me apresuré a asegurarle—, pero, ¿qué quiere decir con eso?

—Escúcheme —dijo—. En el curso de mis experimentos con el teléfono me convencí de que el mismo principio tenía una infinita capacidad de expansión. La materia está formada de moléculas y las moléculas, a su vez, están compuestas por átomos. El átomo, usted sabe, es la unidad del ser. Las moléculas difieren de acuerdo a la cantidad y la disposición de los tomos que las conforman. Los cambios químicos se efectúan por medio de la disolución de los átomos en las moléculas y sus disposiciones en moléculas de otra clase. Esta disolución puede llevarse a cabo por la afinidad química o por medio de una corriente eléctrica de suficiente potencia. ¿Me sigue hasta aquí?

—Perfectamente.

—Bien, entonces, continuando con esta serie de ideas, concebí una gran teoría. No existía ningún impedimento para que la materia o pudiera ser telegrafiada o, para ser etimológicamente preciso, telepompeada. Se necesitaba efectuar la desintegración de las moléculas en átomos en un extremo de la línea y llevar las vibraciones de la disolución química por medio de la electricidad hasta el otro polo, donde se podría realizar la correspondiente reconstrucción a partir de otros átomos. Puesto que todos los átomos son parecidos, sus disposiciones en moléculas del mismo orden y el ordenamiento de esas moléculas en una organización similar a la original, sería prácticamente una reproducción del original. Sería una materialización, no en el sentido de la jerga de los espiritistas, sino en todo el verdadero sentido y la lógica de la severa ciencia ¿Aún me sigue?

—Es un poco más oscuro ahora —dije—, pero creo que entiendo su idea general. Telegrafiaría usted la idea de la materia, para usar la palabra idea como la definía Platón.

—Precisamente. La llama de una vela es la misma llama de una vela aunque el gas en combustión está cambiando continuamente. Una ola en la superficie del agua es la misma ola, aun cuando el agua de la cual se compone se modifica a medida que se desplaza por el mar. Un hombre es el mismo hombre aunque no exista en su cuerpo ninguno de los átomos que lo formaban cinco años antes. Lo esencial es la forma, la idea. Las vibraciones que otorgan individualidad a la materia pueden ser transmitidas a cierta distancia por un alambre de la misma manera que las vibraciones que dan individualidad al sonido. De tal manera, construí un instrumento con el que podía derrumbar la materia, por así decirlo, en el ánodo y volverla a construir con el mismo plan en el cátodo. Este era mi Telepompo.

—Pero en la práctica, ¿cómo funcionaba el Telepompo?

—¡A la perfección! En mis habitaciones en Joy Street, en Boston, tenía aproximadamente cinco millas de alambre. No tuve dificultad alguna en transmitir compuestos sencillos, tales como cuarzo, almidón y agua, de una habitación a la otra por medio de esta bobina de cinco millas. Jamás olvidaré la alegría que me embargó cuando logré desintegrar un sello de correos de tres centavos en una habitación y lo hallé inmediatamente reproducido en el instrumento receptor situado en otra. Este éxito con la materia inorgánica me animo a intentar lo mismo con un organismo vivo. Atrapé a un gato, negro y amarillo, y le apliqué una terrible corriente de una batería de doscientas cubetas. El gato desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Corrí a la habitación contigua y, para mi inmensa satisfacción, encontré allí a Thomas, así se llamaba el gato, vivo y ronroneando, aunque algo asombrado. El instrumento funcionó como un encantamiento.

—Ciertamente, muy notable.

—¿No es cierto? Después de mi experimento con el gato, se apoderó de mí una gigantesca idea. Si podía transmitir un felino, ¿por qué no hacerlo con una mano? Si podía trasmitir alámbricamente un gato a una distancia de cinco millas por medio de la electricidad en un instante, ¿por qué no trasmitir un hombre a Londres por el cable trasatlántico y con igual prontitud? Resolví reforzar mi ya poderosa batería y hacer el experimento. Como concienzudo adorador de la ciencia, decidí experimentar el aparato en mi propia persona.

»No me gusta entrar en detalles sobre este capítulo de mi experiencia —continuó la cabeza, secando con un guiño una lágrima que se había escurrido hasta su mejilla y que yo enjugué suavemente con mi propio pañuelo—. Es suficiente decir que tripliqué las cubetas de mi batería, extendí el alambre sobre los tejados hasta mis habitaciones en Phillips Street, preparé todo y, con una calma soberana, fruto de mi confianza en la teoría, me coloqué en el instrumento receptor del Telepompo en mi oficina de Joy Street. Estaba seguro que cuando hiciera la conexión con la batería me hallaría transportado a mis habitaciones en Phillis Street, tanto como me cabía la seguridad de llegar allí vivo. Después, levanté la llave que conectaba la electricidad. ¡Ay de mí!

Durante algunos instantes mi amigo fue incapaz de hablar. Pero, con un visible esfuerzo, continuó finalmente su narración.

—Comenzaron por desintegrarse mis pies y empecé entonces a desaparecer lentamente ante mis propios ojos. Se fueron esfumando las piernas y luego el tronco y los brazos. Advertí que algo andaba mal a causa de la extremada lentitud de mi disolución, pero nada podía hacer para remediar la situación. Después desapareció mi cabeza y perdí el sentido totalmente. Según mi teoría, habiendo sido mi cabeza la última en desaparecer, debería haber sido lo primero en materializarse en el otro extremo del alambre. La teoría fue confirmada por los hechos. Recuperé el sentido y abrí los ojos en mi departamento de Phillips Street. Se me estaba materializando la barbilla y con gran satisfacción vi que mi cuello iba tomando forma. Imprevistamente, más o menos a la altura de la tercera vértebra cervical, el proceso se detuvo. En un santiamén comprendí la causa. Me había olvidado de rellenar las cubetas de mi batería con ácido sulfúrico y no había suficiente electricidad para materializar el resto de mi cuerpo. Era una cabeza pero mi cuerpo estaba sólo Dios sabe dónde.

No intenté ofrecerle mi consuelo. Las palabras habrían parecido una burla ante el doloroso trance del profesor Dummkopf.

—¿Qué importancia tiene el resto de mi relato? —continuó con tristeza—. La casa de Phillips Street estaba repleta de estudiantes de medicina. Supongo que algunos de ellos encontraron mi cabeza y, sin saber nada de mí, o del Telepompo, se la apropiaron para sus estudios anatómicos. Supongo, también, que intentaron preservarla por medio de preparados de arsénico. Lo mal que resultó el trabajo está demostrado por mi nariz defectuosa. Me imagino que pasé de un estudiante de medicina a otro y de un gabinete de anatomía a otro hasta que algún bromista me donó a esta colección, como un asesino francés del siglo pasado. Durante algunos meses permanecí ignorante de todo, hasta que recuperé por fin el sentido y me encontré aquí.

»¡Así —añadió la cabeza con una risa áspera y seca— es la ironía del destino!

—¿Hay algo que pueda hacer por usted? —pregunté después de una pausa.

—Gracias —replicó la cabeza—. Se puede decir que me siento tolerablemente alegre y resignado a mi suerte. He perdido la mayor parte de mi interés en la ciencia experimental. Estoy aquí día tras día observando los objetos de interés zoológico, ictiológico, etnológico y conquiliológico que abundan en este admirable museo. No se me ocurre nada que pueda hacer por mí. Quédese —agregó, mientras su vista se posaba una vez más en las exasperantes patas de los zancudos que tenía enfrente—. Si hay algo que realmente necesito, es un poco de ejercicio al aire libre. ¿No podría hacer algún arreglo para sacarme a pasear?

Confieso que me quedé un poco asombrado por el pedido, pero prometí hacer lo que pudiera. Después de deliberar un poco, elaboré un plan de acción que se llevó a cabo de la siguiente manera:

Regresé al museo esa misma tarde poco antes de la hora de cierre y me oculté detrás de la enorme vaca marina o Manatus Americanos. El cuidador, después de una somera inspección de todo el salón, cerró el edificio con llave y se marchó. Emergí entonces de mi escondite osadamente y saqué a mi amigo de su estante. Con un trozo de cuerda resistente sujeté fuertemente una o dos de sus vértebras a las vértebras sin cabeza del esqueleto de un dinornis.

Este enorme pájaro extinguido de Nueva Zelandia tiene pesadas patas, buche abultado y es tan alto como un hombre y de grandes patas extendidas. Provisto ya de piernas y brazos mi amigo manifestó un júbilo extraordinario. Se dedicó a pasearse, golpear los enormes pies en el piso, agitar las alas y de vez en cuando estallaba en un hilarante chancleteo. Me vi obligado a recordarle que debía tener en cuenta la dignidad del venerable pájaro cuyo esqueleto había tomado en préstamo. Despojé luego al león africano de sus ojos de vidrio, insertándolos en las cuencas vacías de la cabeza. Ofrecí también al profesor Dummkopf una lanza guerrera de Fiji para que la usara como bastón, lo cubrí con una manta Sioux y salimos después del antiguo arsenal hacia la fresca brisa nocturna, iluminada por la luna, y paseamos del brazo sin rumbo fijo a lo largo de las orillas del tranquilo lago y a través de los senderos laberínticos de la Rambla.

Edward Page Mitchell (1852-1927)




Relatos góticos. I Relatos de Edward Page Mitchell.


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El análisis y resumen del cuento de Edward Page Mitchell: El hombre sin cuerpo (The Man Without a Body), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

3 comentarios:

animus_in_vitro dijo...

Buen relato, y muy acertado en la teoria sobre la traslacion del contenido de cada particula (en resumen, asi es como se plantea hoy en dia la teletransportacion, la informacion de una particula a otra mas que el hecho de trasladar la particula misma en sí).
Interesante blog, a ver que mas encuentro por aca. Saludos.

Anónimo dijo...

exelente...ami que adoro los relatos de fantasia y ficcion buen referente al tema de teletransportacion 0u0

Edna Díaz dijo...

Muy buen cuento y tiene hasta una Buena dosis de humor. Gracias, amigo. De parte de Edna



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