«Adiós, profesor»: Henry Kuttner y C.L. Moore; relato y análisis.
Adiós, profesor (Exit the Professor) —también publicado como El profesor sale de escena y Sale el profesor— es un relato fantástico de los escritores norteamericanos Henry Kuttner (1915-1958) y Catherine L. Moore (1911-1987), publicado originalmente en la edición de octubre de 1947 de la revista Thrilling Wonder Stories, y posteriormente reeditado en dos antologías: Hubo una vez un gnomo y otros relatos de ciencia ficción (A Gnome There Was and Other Tales of Science Fiction), de 1950; y Sin ataduras (No Boundaries), de 1955.
Adiós, profesor, uno de los grandes cuentos de Henry Kuttner, nos sitúa en un mundo donde ha ocurrido un terrible accidente nuclear, matando a casi todos, pero convirtiendo a la familia Hogbens en personas con poderes sobrenaturales, casi divinos, como la habilidad de volar, de volverse invisible, o de crear artefactos sumamente complejos de manera intuitiva. Desde entonces, la familia ha estado evitando a la sociedad y ocultando sus poderes.
No obstante, un profesor de Nueva York llega al remoto pueblo de Kentucky donde los Hogbens han estado viviendo, con la esperanza de de obtener más información sobre las extrañas y maravillosas habilidades de esta familia, cuyos miembros están más que satisfechos de continuar viviendo en paz en su ciudad sureña, apartada de todo, donde no hay demasiadas emociones, salvo un par de linchamientos, que reincorporarse a la ciudad.
Adiós, profesor, también considerado uno de los mejores cuentos de Catherine L. Moore, combina en su esencia algunos elementos del Gótico Sureño con la ciencia ficción, y el resultado es una pieza humorística realmente interesante.
Adiós, profesor.
Exit the Professor, Henry Kuttner (1915-1958) y C.L. Moore (1911-1987)
Los Hogben somos muy exclusivos. Ese fulano de la ciudad, el profesor, tuvo que haberlo sabido, pero se metió donde nadie lo había invitado, y ahora no tiene derecho a quejarse. En Kentucky la gente bien ubicada cuida de sus asuntos y no mete las narices donde no se le llama. La vez que corrimos a los Haley con esa pistola que habíamos armado —aunque nunca pudimos averiguar cómo funcionaba—, esa vez todo empezó porque Rafe Haley vino a husmear y curiosear por la ventana del cobertizo para echarle un vistazo a Pequeño Sam. Después fue comentando que Pequeño Sam tenía tres cabezas o algo por el estilo. A los Haley no se les puede creer una palabra. ¡Tres cabezas! No es natural, ¿verdad? Pequeño Sam tiene dos cabezas, y ni una más, desde el día que nació.
Así que Ma y yo disparamos esa pistola y acribillamos a los Haley. Como decía, nunca hasta ese momento habíamos podido averiguar cómo funcionaba. Conectamos algunas baterías y muchos alambres y cables y otras cosas raras, y Rafe quedó lleno de agujeros.
El forense informó que la muerte de los Haley fue instantánea, y el sheriff Abernathy vino a tomar whisky con nosotros y dijo que una más y me mataba a latigazos. No le hice caso. Sólo que algún maldito periodista yanqui debió enterarse del asunto, porque poco después llegó un grandote serio y gordinflón y se puso a hacer preguntas. Tío Les estaba sentado en el porche, con el sombrero echado en la cara.
—Mejor será que se vuelva a su circo, hombre —le dijo, algo socarrón—. El mismísimo Barnum ya ha venido a hacernos ofertas y las hemos rechazado, ¿no es cierto, Saunk?
—Claro que sí —dije—. Nunca confíe en Phineas. Ha llamado monstruo a Pequeño Sam...
El fulano de cara respetable, que se llamaba profesor Thomas Galbraith, se volvió a mí.
—¿Qué edad tienes, hijo?
—No soy su hijo —le dije—. Además, no lo sé.
—Pese a tu tamaño, no parece que tengas más de dieciocho. No pudiste haber conocido a Barnum.
—Claro que lo conocí. No trate de enredarme o le daré un golpe.
—No pertenezco a ningún circo —dijo Galbraith—. Soy biogenista.
Vaya si nos reímos. El hombre se enfureció y nos preguntó cuál era el chiste.
—Esa palabra no existe —dijo Ma, y en ese momento Pequeño Sam se puso a berrear, y Galbraith se puso blanco como un ala de ganso y tembló como una hoja. Casi se desmaya. Cuando le levantamos, quiso saber qué había pasado.
—Era Pequeño Sam —dije—. Ma fue a calmarle. Ya se ha callado.
—Esas eran ondas subsónicas —dijo el profesor—. ¿Qué es Pequeño Sam? ¿Un transmisor de onda corta?
—Pequeño Sam es el bebé —le dije sin vueltas—. Le aconsejo que lo llame por su nombre. Ahora, ¿qué tal si nos cuenta lo que anda buscando...
Sacó una libreta y se puso a hojearla.
—Soy... científico —dijo—. Nuestra fundación estudia la eugenesis, y tenemos algunos informes sobre vosotros. Suenan increíbles. Uno de nuestros hombres sostiene que las mutilaciones naturales pueden pasar inadvertidas en regiones de subdesarrollo cultural y... —se calló y miró fijamente a tío Les—. ¿De veras puede usted volar?
Bien, no nos gusta hablar de esas cosas. Una vez el predicador nos dio una buena reprimenda. Tío Les había bebido de más y se puso a revolotear sobre los riscos y casi mata del susto a dos cazadores de osos. Y el Libro de Dios no menciona hombres que vuelen. Tío Les generalmente lo hace a escondidas, cuando nadie le ve.
El caso es que tío Les se caló bien el sombrero y refunfuñó.
—Qué estupidez. Los hombres no vuelan. Y en cuanto a esos inventos modernos que se comentan por ahí... Vea, mi amigo; entre nosotros, es mentira que vuelen. Son puras patrañas...
Galbraith parpadeó y volvió a estudiar su libreta.
—Pero tengo muchos testimonios sobre muchas cosas insólitas relacionadas con esta familia. El vuelo es sólo una de ellas. Sé que teóricamente es imposible... Y no estoy hablando de aviones, pero...
—Oh, cállese la boca.
—El ungüento de las brujas medievales incluía acónito para dar una ilusión de vuelo, absolutamente subjetiva, desde luego.
—Deje de fastidiarme —dijo tío Les, irritado, supongo que porque se sentía incómodo. Después se levantó, tiró el sombrero en el porche y se fue volando. Un minuto después bajó a buscar el sombrero y le hizo una mueca al profesor. Salió volando por la cañada y no le vimos por un buen rato.
Yo también perdí los estribos.
—No tiene derecho a molestamos —le dije—. La próxima vez tío Les hará como Pa, y eso sí que es un fastidio. A Pa no le vemos el pelo desde que vino ese otro fulano de la ciudad. Un cencista, creo.
Galbraith no dijo nada. Parecía un poco alterado. Le di un trago y me preguntó por Pa.
—Oh, anda por aquí —dije—. Sólo que ya no le vemos más. Dice que lo prefiere así.
—Sí —dijo Galbraith, bebiendo otro trago—. Oh, Dios. ¿Qué edad dijiste que tenías?
—Yo no he dicho nada.
—Bien, ¿cuál es el recuerdo más viejo que tienes?
—No sirve de nada recordar cosas. Embota demasiado la cabeza.
—Es fantástico —dijo Galbraith—. No esperaba poder enviar un informe así a la fundación.
—No queremos que nadie venga a curiosear —le dije—. Váyase y déjenos en paz.
—¡Pero, cielo santo! —se asomó por la baranda del porche y se interesó por la pistola—. ¿Qué es eso?
—Una cosa —dije.
—¿Qué hace?
—Cosas —le dije.
—Oh, ¿puedo echarle una ojeada?
—Claro —le dije—. Se la regalo, si después se larga.
Se acercó a mirarla. Pa, que estaba sentado junto a mí, se levantó y me dijo que me librara del yanqui y me metiera en la casa. El profesor volvió.
—¡Extraordinario! —dijo—. Entiendo algo de electrónica, y me parece que este artefacto es muy raro. ¿Cuál es el principio?
—¿El qué? —dije—. Abre agujeros en las cosas.
—No puede disparar cápsulas. Hay un par de lentes donde tendría que estar la recámara... ¿Cómo has dicho que funciona?
—No sé.
—¿Lo has hecho tú?
—Yo y Ma.
Me preguntó varias cosas más.
—No lo sé —dije—. El problema de las pistolas es que hay que cargarlas. Pensamos que si le añadíamos varias cosas no tendríamos que cargarla más. Y nos ha dado resultado.
—¿De verdad, me la regalas?
—Si deja de molestarnos.
—Escucha —dijo—, es milagroso que tu familia haya pasado inadvertida tanto tiempo.
—Tenemos nuestros recursos.
—La teoría de las mutaciones debe ser cierta. Hay que estudiar a tu familia. Este es uno de los descubrimientos más importantes desde...
Siguió la cháchara. No decía más que bobadas. Finalmente decidí que había sólo dos maneras de encarar las cosas, y después de lo que había dicho el sheriff Abernathy no me parecía conveniente matar a nadie hasta que al sheriff se le pasara el mal humor. No me gusta provocar escándalos.
—Suponga que voy con usted a Nueva York —dije—. ¿Dejará en paz a mi familia?
Lo prometió de mala gana. Pero después juró y perjuró que me haría caso, pues le amenacé con despertar a Pequeño Sam. Claro que quiso ver a Pequeño Sam, pero le dije que no convenía. De cualquier modo Pequeño Sam no podía ir a Nueva York. Tiene que permanecer en el tanque, o se pone muy mal. Sea como fuera, llegué a un acuerdo con el profesor, y él se fue después de que le prometí que a la mañana siguiente nos veríamos en el pueblo.
Pero les aseguro que el asunto no me gustaba nada. No me he separado de mi familia desde ese escándalo en la madre patria, cuando tuvimos que poner pies en polvorosa. Recuerdo que fuimos a Holanda. Ma siempre tuvo debilidad por el hombre que nos ayudó a salir de Londres. A Pequeño Sam le bautizó así en memoria de él. No me acuerdo cómo se llamaba; Gwynn o Stuart o Pepys... Cuando pienso en algo anterior a la Guerra Civil se me mezclan las cosas. Esa noche charlamos. Como Pa estaba invisible, Ma pensaba que estaba tomando más whisky de la cuenta, pero después se ablandó y le dejó beber una garrafa. Todos me aconsejaban que tuviera cuidado.
—Ese profesor es muy listo —decía Ma—. Como todos los profesores... No vayas a molestarle. Pórtate bien, o no volveremos a verte.
—Me portaré bien, Ma —dije; Pa me dio un golpe en la cabeza, no era justo pues yo no podía verle.
—Eso es para que no te olvides —dijo.
—Somos gente sencilla —rezongó tío Les—. Si quieres darte aires, te llegarán problemas.
—De veras, no es ésa mi intención —dije—. Sólo me ha parecido que...
—¡No te metas en líos! —dijo Ma, y entonces oímos al Abuelo en el desván; a veces el Abuelo no se mueve durante todo un mes, pero esta noche parecía bastante inquieto.
Naturalmente, subimos a ver qué quería. Estaba hablando del profesor.
—¿Un forastero, eh? —dijo—. Maldito canalla inmundo. ¡Vaya hato de imbéciles que tengo por descendencia! Saunk es el único que tiene un poco de seso, y ¡voto a tal! que es un tonto de capirote.
Yo me contoneaba y murmuraba cosas, pues no me gustaba mirar directamente al Abuelo. Pero él no me hacía caso. Siguió rezongando.
—¿Así que te vas a Nueva York? ¡Rayos y centellas! ¿Has olvidado ya cómo tuvimos que escapar de Londres y Amsterdam y Nueva Amsterdam por temor a la inquisición? ¿Quieres que te expongan en una feria? Y ese no es el mayor peligro...
Abuelo es el más viejo de nosotros y a veces usa expresiones raras. Supongo que las palabras aprendidas de joven se pegan... Eso sí, sabe maldecir mejor que nadie.
—Caray —dije—, Sólo trataba de ayudar.
—No te hagas el bobo —dijo Abuelo—. Tú tienes la culpa. Por construir ese aparato. Ese con que liquidaste a los Haley, quiero decir. De lo contrario ese científico no habría venido aquí.
—Es un profesor —dije—. Se llama Thomas Galbraith.
—Lo sé. Le he leído los pensamientos a través de la mente de Pequeño Sam. Un sujeto peligroso. Nunca conocí a un sabio que no lo fuera. Salvo Roger Bacon, quizás. Y tuve que sobornarlo para... Pero Roger era un hombre excepcional. Oíd: Ninguno de vosotros debe ir a Nueva York. En cuanto abandonemos este refugio, en cuanto nos investiguen, estamos perdidos; la chusma se nos vendrá encima. Y por mucho que aletees en el cielo, no podrás salvarte... ¿Me oyes, Lester?
—¿Pero qué haremos, entonces? —preguntó Ma.
—Oh, demonios —dijo Pa—. Ajustaré cuentas con ese profesor. Lo arrojaré en la cisterna.
—¿Para contaminar el agua? —chilló Ma—. ¡Pobre de ti si lo intentas!
—¡Qué vástagos necios han brotado de mi simiente! —exclamó Abuelo, realmente furioso—. ¿No habéis prometido al sheriff que no habría más muertos, al menos por el momento? ¿No tenéis en cuenta la palabra de un Hogben? A través de los siglos, dos cosas han sido sagradas para nosotros: nuestro secreto y el honor de los Hogben. ¡Matad a Galbraith y responderéis ante mí!
Todos nos pusimos blancos. Pequeño Sam despertó de nuevo y se puso a chillar.
—¿Pero qué hacemos? —dijo tío Les.
—Nuestro secreto debe ser guardado —dijo Abuelo—. Haced lo que podáis, pero sin muertes. Consideraré el problema.
Después se durmió, al parecer. Aunque con Abuelo nunca se sabe. Al día siguiente me encontré con Galbraith en el pueblo, pero antes tropecé en la calle con el sheriff Abernathy, que me clavó una mirada inquietante; me advirtió que no me metiera en líos, que tuviera cuidado. No supe qué decirle. De todos modos vi a Galbraith y le dije que Abuelo no me dejaba ir a Nueva York. Me parece que no le gustó demasiado, pero vio que no había nada que hacer. Su habitación de hotel estaba atiborrada de aparatos científicos. Asustaban un poco. Tenía a la vista la pistola, tal como se la di, al parecer. Se puso a discutir.
—Es inútil —dije—. No nos marcharemos a las montañas. Ayer hablé por hablar, es todo.
—Escucha, Saunk —dijo—. En el pueblo estuve haciendo preguntas sobre tu familia, pero no he sacado demasiado en limpio. Aquí son muy reservados. De todos modos, esos testimonios sólo serían elementos laterales. Sé que nuestras teorías son correctas. Tú y tu familia son mutantes, y hay que estudiarlos.
—No somos mutantes —dijo—. Los científicos siempre nos ponen nombres raros. Roger Bacon nos llamó “homúnculos”, sólo...
—¿Qué? —gritó Galbraith—. ¿Qué has dicho?
—En... Es un granjero de un condado vecino —me apresuré a decir, pero noté que el profesor no se tragaba la píldora. Se paseó por la habitación.
—Es inútil —dijo—. Si no vienes a Nueva York, haré que la fundación envíe una comisión aquí. Es necesario que les estudiemos, por la gloria de la ciencia y el progreso de la humanidad.
—Oh, caray —dije—. Ya sé de qué se trata. Nos expondrían como bichos raros. Pequeño Sam moriría. Lárguese y déjenos en paz.
—¿Dejaros en paz? ¿Y cuando fabricáis aparatos como éste? —señaló la pistola—. ¿Cómo funciona? —quiso saber de repente.
—Ya le he dicho que no sé. Lo armamos, es todo. Escuche, profesor. Si la gente viniera a mirarnos habría problemas. Muchos problemas. Lo dijo Abuelo.
Galbraith se tironeó la nariz.
—Bien, tal vez... Supón que me respondes unas pocas preguntas, Saunk.
—¿Y la comisión?
—Veremos —Galbraith inhaló profundamente—. Si me dices lo que quiero saber, no informaré de vuestro paradero.
—Creí que esa función o fundación sabía dónde encontrarnos...
—Ah, sí. Claro que sí —dijo Galbraith—. Pero no sabe cómo sois.
Eso me dio una idea. Pude haberle matado fácilmente, pero en ese caso Abuelo me habría molido los huesos, y además había que pensar en el sheriff. Así que dije "Caray" y asentí.
¡Vaya las preguntas que hacía ese hombre! Me dejó mareado. Y cada vez se entusiasmaba más.
—¿Qué edad tiene tu abuelo?
—Demonios, no lo sé.
—Homúnculos... Hmmm. ¿Dijiste que en un tiempo fue minero?
—No, ese fue el pa de Abuelo —dije—. Minas de estaño, en Inglaterra. Sólo que Abuelo dice que entonces se llamaba Bretaña. Fue durante una especie de peste mágica que hubo. La gente tenía que llamar a los doctores. ¿Drunas? ¿Drudas?
—¿Druidas?
—Aja. Los druidas eran los doctores de entonces, dice Abuelo. El caso es que todos los mineros empezaron a morir en Cornualles, así que cerraron las minas.
—¿Qué clase de peste era?
Le dije lo que recordaba por las charlas de Abuelo, y el profesor se excitó mucho y dijo algo sobre emisiones radiactivas, por lo que pude entender. Idioteces, como siempre.
—¿Mutaciones artificiales provocadas por radiactividad? —preguntó, y se le colorearon las mejillas—. ¡Tu abuelo nació mutante! Los genes y cromosomas habrán sufrido una alteración estructural. ¡Tal vez todos sois superhombres!
—No, señor —le respondí—. Somos Hogben, nada más.
—Un dominante, obviamente un dominante. ¿Todos tus familiares han sido... hum, raros?
—¡Un momento! —dije.
—Quiero decir, si todos podían volar.
—Yo mismo no lo sé. Supongo que somos un poco diferentes. Abuelo fue listo. Siempre nos enseñaba a no alardear, y...
—Camuflaje protector —dijo Galbraith—. Dentro de una cultura social rígida, las variaciones respecto de la norma se enmascaran con más facilidad. En una cultura moderna y civilizada, sobresalen como un pulgar hinchado. Pero allí, en los bosques, sois prácticamente invisibles.
—Sólo Pa —dije.
—Oh, Dios —suspiró—. Ocultar esos increíbles poderes naturales... ¿Sabes todo lo que podríais haber hecho? —y de pronto se excitó aún más, no me gustó mucho cómo le brillaron los ojos—. Cosas maravillosas —insistió—. Es como descubrir la lámpara de Aladino.
—Quiero que nos dejen en paz —dije—. Usted y su comisión.
—Olvidaba la comisión. He resuelto llevar este asunto por mi cuenta, durante un tiempo. Siempre que cooperes. Que me ayudes, quiero decir. ¿Lo harás?
—No señor.
—Entonces traeré a la comisión de Nueva York —dijo con aire triunfal.
Reflexioné.
—Bien —dije por fin—. ¿Qué quiere de mí?
—Todavía no lo sé —dijo lentamente—. Mi mente no ha vislumbrado aún las posibilidades.
Pero pronto las vislumbraría. Claro que sí. Conozco esa mirada. Yo estaba asomado a la ventana cuando de golpe se me ocurrió una idea. Pensé que no convenía confiar mucho en el profesor, de cualquier modo. Así que me acerqué a la pistola y le hice unos cambios. Sabía lo que quería hacerle, sí. Pero si Galbraith me hubiera preguntado por qué retorcía un alambre aquí y doblaba un tubo allá no habría podido contestarle. No tengo educación. Sólo sabía que la pistola ahora haría lo que yo quería. El profesor hacía anotaciones en su libreta. Levantó la vista y me vio.
—¿Qué estás haciendo? —quiso saber.
—Esto no está bien —dije—. Parece que usted le ha hecho algo a las baterías. Pruébela ahora.
—¿Aquí adentro? —dijo sobresaltado—. No quiero pagar una fortuna por daños. Hay que probarla en condiciones de seguridad.
—¿Ve esa veleta en el techo? —se la señalé—. Si apunta allí no hará ningún daño. Usted se queda junto a la ventana y dispara hacia afuera.
—¿No es... peligrosa? —se moría por probar la pistola, era evidente; como le dije que no mataría a nadie, él hinchó sus pulmones y se acercó a la ventana y se apoyó la culata en la mejilla.
Retrocedí. No quería que me viera el sheriff. Estaba enfrente, sentado en un banco ante la tienda de ramos generales. Pasó tal como lo había previsto. Galbraith apretó el gatillo, apuntando hacia la veleta, y del cañón del arma salieron anillos de luz. Hubo un ruido espantoso. Galbraith cayó de espaldas, y la conmoción fue de veras sorprendente. Hubo aullidos en todo el pueblo. Me pareció oportuno volverme invisible un rato, y lo hice. Galbraith estaba examinando la pistola cuando irrumpió el sheriff Abernathy. El sheriff es un caso serio. Ya había sacado el arma y las esposas, e insultaba al profesor de arriba abajo.
—¡Le he visto! —aulló—. Ustedes los de la ciudad creen que aquí pueden hacer lo que se les antoje. ¡Bien, no es así!
—¡Saunk! —gritó Galbraith, mirando a su alrededor. Pero por supuesto, no podía verme.
Luego hubo una discusión. El sheriff Abernathy había visto a Galbraith disparar la pistola, y no es nada de tonto. Bajó a Galbraith a la rastra, y yo les seguí sin hacer ruido. La gente correteaba como loca. Casi todos se tapaban la cara con las manos. El profesor seguía gimiendo que no entendía.
—¡Le he visto! —dijo Abernathy—. ¡Usted disparó con esa cosa por la ventana y enseguida todos los del pueblo tuvieron dolor de muelas! ¡Ahora, dígame que no entiende!
El sheriff era listo. Conoce a nuestra familia desde hace tiempo, así que no se sorprende cuando pasan cosas raras. Además, sabía que ese fulano Galbraith era científico. Se armó una batahola fenomenal y en cuanto la gente se enteró de lo que había pasado, quiso linchar a Galbraith. Pero Abernathy se lo llevó. Vagabundeé un rato por el pueblo. El pastor estaba mirando los vitrales de la iglesia, y parecía asombrado. Eran de vidrio coloreado y él no lograba entender por qué estaban calientes. Yo sí. Los vitrales tienen oro; lo usan para producir ciertos tonos rojizos. Finalmente fui a la cárcel, todavía invisible. Así pude escuchar todo lo que Galbraith le explicaba al sheriff Abernathy.
—Fue Saunk Hogben —insistía el profesor—. ¡Le digo que él arregló el proyector!
—Yo lo vi a usted —dijo el sheriff—. Usted lo hizo. ¡Ay! —se apoyó la mano en la mandíbula—. Y mejor que se calle de una vez. Esa multitud me traerá problemas. La mitad de los habitantes de pueblo tiene dolor de muelas. Supongo que la mitad de los habitantes del pueblo llevará coronas de oro.
Luego Galbraith dijo algo que no me sorprendió demasiado.
—Haré venir una comisión de Nueva York. Esta noche me proponía llamar a la fundación. Ellos responderán por mí, verá...
Así que, pese a todo, estaba resuelto a entrometerse. Ya me lo sospechaba.
—¡Me va a curar este dolor de muelas, y el de todo el mundo, o abriré la puerta y dejaré que le linchen! —aulló el sheriff.
Luego fue a buscar una bolsa de hielo para ponerse en la mejilla. Yo retrocedí, me hice visible de nuevo y entré metiendo bulla para que Galbraith me oyera. Esperé a que se cansara de maldecirme. Puse cara de imbécil.
—Bueno, supongo que me equivoqué —dije—. Pero lo arreglaré. Creo que podré hacerlo...
—¡Ya has hecho suficientes arreglos! —se interrumpió—. Espera un minuto. ¿Qué has dicho? ¿Podrás curar el dolor... Qué es?
—He estado mirando la pistola —dije—. Creo que ya sé cuál fue mi error. Ahora está sintonizada en el oro, y todo el oro de la ciudad despide rayos o calor o algo por el estilo.
—Radiactividad selectiva inducida —Galbraith murmuró los disparates de costumbre—. Escucha. Esa multitud allá fuera... ¿Hay linchamientos en este pueblo?
—Una o dos veces por año, a lo sumo —dije—. Ya hubo dos este año, así que la cuota está cumplida. Sin embargo, ojalá pudiera llevarle a casa... Allá le ocultaríamos fácilmente.
—¡Mejor que hagas algo! —dijo—. O tendré que llamar a la comisión de Nueva York. No te gustaría, ¿verdad?
Nunca había visto a nadie que fuera capaz de mentir con tanta compostura...
—Es muy fácil —dije—. Puedo arreglar la pistola para que detenga los rayos de inmediato. Pero no quiero que la gente relacione a mi familia con lo que está pasando. Nos gusta vivir tranquilos. Mire, suponga que vuelvo al hotel y arreglo la pistola. Luego, todo lo que usted tiene que hacer es reunir a la gente con dolor de muelas y apretar el gatillo.
—Pero... Bien, pero...
Temía más problemas. Tuve que convencerle. Afuera rugía la turba, así que no me costó demasiado. Me marché, pero después volví invisible y escuché lo que Galbraith le decía al sheriff. Se pusieron de acuerdo. Todos los que tenían dolor de muelas se reunirían en el Ayuntamiento. Después Abernathy llevaría al profesor con la pistola para solucionar las cosas.
—Curará los dolores de muela o... ¿Está seguro? —quiso saber el sheriff.
—Estoy... totalmente seguro.
Abernathy captó el titubeo.
—Mejor que primero pruebe conmigo. Por si acaso... No confío en usted.
Parece que nadie confiaba en nadie. Volví al hotel y arreglé la pistola. Y después me vi en un brete. Mi invisibilidad se estaba terminando. Eso es lo peor de ser pequeño. Cuando tenga varios siglos más podré ser invisible todo el tiempo que quiera. Pero todavía me falta experiencia. El caso es que ahora necesitaba ayuda pues tenía que hacer algo, y no podía hacerlo si la gente me miraba. Subí al techo y llamé a Pequeño Sam. Después de comunicarme con él, le pedí que le pasara la llamada a Pa y tío Les. Poco después tío Les bajó volando del cielo. Le costaba un poco porque traía a Pa. Pa maldecía porque les había perseguido un halcón.
—Pero creo que nadie nos ha visto —dijo tío Les.
—Hoy la gente del pueblo ya tiene demasiados problemas —dije—. Necesito ayuda. Ese profesor llamará a una comisión para estudiarnos, prometa lo que prometiera.
—Entonces no podemos matarle —dijo Pa.
Así que les conté mi idea. Si Pa se hacía invisible, todo sería fácil. Después nos hicimos un lugarcito en el techo para poder mirar a través de él, y observamos la habitación de Galbraith. Llegamos justo a tiempo. El sheriff estaba allí, esperando, con el arma desenfundada, y el profesor, bastante paliducho, apuntaba la pistola a Abernathy. Todo salió a la perfección. Galbraith apretó el gatillo, brotó un anillo de luz púrpura, y eso fue todo. Sólo que el sheriff abrió la boca y balbuceó:
—¡No me engañaba! ¡El dolor de muelas se me ha ido!
Galbraith estaba sudando, pero actuó con bastante naturalidad.
—Claro que funciona —dijo—. Desde luego, yo se lo había dicho...
—Vamos al Ayuntamiento. Todos esperan. Mejor que nos cure a todos, de lo contrario lo pasará mal...
Salieron. Pa les siguió, y tío Les me recogió y voló tras ellos manteniéndose a la altura de los tejados para que no nos vieran. Poco después estábamos observando desde una de las ventanas del Ayuntamiento. Desde la gran peste de Londres que no oía tantos quejidos. El edificio estaba atestado; todos tenían dolor de muelas, y gemían y aullaban. Abernathy entró con el profesor, que traía la pistola, y se oyó un alarido general. Galbraith puso el aparato en la tarima, apuntando a la concurrencia, mientras el sheriff desenfundaba otra vez el arma y pronunciaba un discurso en el que le advertía a todo el mundo que, si quería librarse del dolor de muelas, se callara.
Claro que yo no podía ver a Pa, pero supe que estaba en la tarima. Algo raro le pasaba a la pistola. Nadie lo notó, excepto yo, que para eso miraba. Pa —invisible, por supuesto— estaba haciendo unos cambios. Yo le había dicho cómo aunque él conocía el asunto tan bien como yo. Así que muy pronto la pistola quedó como queríamos.
Lo que pasó después fue impresionante. Galbraith apuntó la pistola y disparó. Saltaron anillos de luz, amarillos esta vez. Le había dicho a Pa que regulara el alcance para que nadie sufriera los efectos fuera del Ayuntamiento. Pero adentro... Bueno, claro que les calmó el dolor de muelas. Las coronas de oro no duelen si no se tiene corona de oro, qué diablos. La pistola estaba regulada de tal modo que afectaba a todas las cosas que no crecen. Pa le había dado el alcance justo. Los asientos desaparecieron de golpe, y también parte de la araña. La concurrencia, que estaba toda apretujada, recibió el disparo de lleno. El ojo de vidrio de Pegleg Jaffe también desapareció. Los que tenían dentadura postiza la perdieron. Todos sufrieron un ligerísimo corte de pelo.
Además, todos perdieron la ropa. Los zapatos no crecen, y tampoco los pantalones ni las faldas ni los vestidos. En un santiamén todos quedaron como Dios los echó al mundo. Pero caray, ya no les dolían las muelas, ¿no? Una hora más tarde estábamos de vuelta en casa, todos menos tío Les, cuando se abrió la puerta y entró tío Les seguido por el profesor. Galbraith estaba hecho una piltrafa. Se sentó y sollozó mirando hacia la puerta temerosamente.
—Qué gracioso —dijo tío Les—. Estaba volando cerca del pueblo y vi al profesor, que corría seguido por una gran multitud de personas, muchas de ellas envueltas con sábanas. Así que lo recogí. Me pidió que lo trajera a casa —tío Les me guiñó el ojo.
—¡Oooh! —decía Galbraith—. ¡Aaaah! ¿Vienen?
Ma fue hasta la puerta.
—Suben muchas antorchas por la montaña —dijo—. Esto huele mal.
El profesor me fulminó con la mirada.
—¡Me dijiste que podías ocultarme! Por tu bien, espero que sí. ¡Esto es culpa tuya!
—Caray —dije yo.
—¡Ocúltame! —chilló Galbraith—. ¡De lo contrario, llamaré a esa comisión!
—Mire —dije—, si lo ocultamos, ¿promete olvidarse de esa bendita comisión y dejarnos en paz?
El profesor lo prometió.
—Espere un minuto —le dije, y subí al desván para hablar con Abuelo.
Estaba despierto.
—¿Qué te parece, Abuelo? —pregunté.
Escuchó un segundo a Pequeño Sam.
—¡Miente! —me dijo enseguida—. De todos modos quiere seguir adelante, y al demonio con su promesa.
—¿Entonces tendríamos que esconderle?
—Sí —dijo Abuelo—. Los Hogben han dado su palabra. No debe haber más muertes. Y ocultar a un fugitivo de sus perseguidores no sería una mala acción, por cierto.
Tal vez me guiñara el ojo. Con Abuelo nunca se sabe. Así que bajé las escaleras. Galbraith estaba en la puerta, observando las antorchas que subían por la montaña. Me aferró el brazo.
—¡Saunk! Si no me ocultas...
—Le ocultaremos —dije—. Venga conmigo.
Así que lo llevamos al sótano. Cuando llegó la turba, precedida por el sheriff Abernathy, nos hicimos los tontos. Dejamos que registraran la casa. Pequeño Sam y Abuelo se hicieron invisibles un rato, para que nadie se fijara en ellos. Y naturalmente la turba no le vio el pelo a Galbraith. Le ocultamos bien, como habíamos prometido. Eso fue hace unos años. El profesor progresa. Pero no nos estudia a nosotros. A veces nosotros sacamos el frasco donde te tenemos guardado y lo estudiamos a él. ¡Un frasco bien pequeño, además!
Henry Kuttner (1915-1958)
Catherine L. Moore (1911-1987)
Catherine L. Moore (1911-1987)
Relatos góticos. I Relatos de Henry Kuttner. I Relatos de C.L. Moore.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Henry Kuttner y C.L. Moore: Adiós, profesor (Exit the Professor), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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