«El reloj que marchaba hacia atrás»: Edward Page Mitchell; relato y análisis


«El reloj que marchaba hacia atrás»: Edward Page Mitchell; relato y análisis.




El reloj que marchaba hacia atrás (The Clock that Went Backward) es un relato fantástico del escritor norteamericano Edward Page Mitchell (1852-1927), publicado originalmente en la edición del 18 de septiembre de 1881 del periódico The New York Sun, y luego reeditado en la antología de 1973: El hombre de cristal: un hito de la ciencia ficción (The Crystal Man: Landmark Science Fiction).

El reloj que marchaba hacia atrás, probablemente uno de los mejores cuentos de Edward Page Mitchell, narra una extraña historia que involucra el antiguo reloj de la tía Gertrudis, según se dice, fabricado en el siglo XVI, el cual al ser accionado por dos niños revierte el flujo natural del tiempo. Esto les permite viajar en el tiempo y participar en una corta aventura histórica, en la que ayudan a aliviar el asedio español de Leyden en el siglo XVI.

El reloj que marchaba hacia atrás de Edward Page Mitchell no solo es el primer relato de viajes en el tiempo en el que se utiliza un dispositivo tecnológico para poder realizarse, sino además el primer cuento en plantear una paradoja temporal en la ficción.




El reloj que marchaba hacia atrás.
The Clock that Went Backward, Edward Page Mitchell (1852-1927)

Una fila de álamos de Lombardía se erguía frente a la mansión de mi tía abuela Gertrudis, a la orilla del río Sheepscot. En su aspecto personal, mi tía abuela se parecía mucho a aquellos árboles. Poseía ese aire de anemia sin esperanza que los distingue de los de una especie más elegante. Era alta, de severo perfil y sumamente flaca. La ropa se pegaba a su cuerpo. Estoy seguro de que si los dioses hubieran tenido oportunidad de imponerle el destino de Dafne, ella hubiese ocupado su puesto en la sombría fila, sencilla y naturalmente, un álamo tan melancólico como cualquiera de los demás.

La imagen de esta venerable pariente es una de las más antiguas que conservo. Tanto viva como muerta, su participación en los acontecimientos que estoy a punto de narrar fue protagónica. Considero, por otra parte, que estos acontecimientos carecen de igual en toda la experiencia del género humano.

Durante nuestras obligadas visitas a la tía Gertrudis, en Maine, mi primo Harry y yo solíamos especular acerca de su edad. ¿Tenía sesenta años o doblaba esa edad? Nuestros datos no eran precisos y su edad podía ser tanto una como otra. Objetos anticuados rodeaban a la anciana dama, quien aparentemente vivía en el pasado. Durante sus breves momentos de comunicación después de la segunda taza de té, o en la plaza, donde los álamos proyectaban tenues sombras hacia el oriente, ella habituaba referirnos algo de sus supuestos antepasados.

Digo supuestos, porque jamás creímos completamente que tales antepasados hubiesen existido. Una genealogía es algo tonto. La que sigue es la de tía Gertrudis, reducida a su mínima expresión:

Su tatarabuela (1599-1642) era una holandesa, desposada con un refugiado puritano, quien zarpó de Leyden hacia Plymouth en la nave "Ann" en el año del Señor de 1632. Esta madre fundadora tuvo una hija, la bisabuela de la Tía Gertrudis (1640-1718), quien llegó al Distrito Oriental de Massachussets a principios del siglo pasado y fue raptada por los indígenas en las guerras de Penobscot. Su hija (1680-1776) llegó a ver estas colonias libres e independientes y aportó a la población de la naciente república no menos de diecinueve valientes hijos y hermosas hijas. Una de éstas (1735-1802) contrajo matrimonio con un capitán de barco de Wiscasset, dedicado al comercio con las Indias Occidentales, con quien embarcó.

Dicha mujer padeció dos naufragios, uno de ellos en lo que se conoce hoy como Seguin Island, y el otro en San Salvador, donde precisamente nació tía Gertrudis.

La narración de este relato familiar acabó por hartarnos y tal vez la repetición constante y la desconsiderada insistencia con que las mencionadas fechas fueron introducidas en nuestros jóvenes oídos haya sido lo que nos transformó en escépticos. Como ya he dicho, los antepasados de la tía Gertrudis nos merecían muy poca confianza, nos resultaban sumamente improbables. Y era nuestra impresión que las bisabuelas, abuelas, etc., etc., no eran sino mitos, mientras que la protagonista de todas las aventuras que se les atribuían no era otra que la misma tía Gertrudis, quien habría sobrevivido siglo tras siglo, en tanto que generaciones enteras de sus contemporáneos morían como todo el mundo.

En el primer descanso de la escalinata en cuadro de la mansión, se alzaba un alto reloj holandés. Su caja medía más de ocho pies, estaba construida de una oscura madera roja que no era caoba, y poseía curiosas incrustaciones de plata. No se trataba de un mueble común. Cien años atrás, había prosperado en la ciudad de Brunswick un relojero llamado Cary, artesano industrioso y cabal. Eran pocas las casas acomodadas de aquella parte de la costa que carecían de un reloj Cary. Pero el de la tía Gertrudis había marcado las horas y los minutos de dos siglos enteros antes de que el artífice de Brunswick viniera a este mundo.

Ya funcionaba cuando Guillermo el Taciturno perforó los diques para socorrer a la asediada Leyden. El nombre del fabricante, Jan Lipperdam, y la fecha, 1572, eran todavía legibles en anchas letras y números negros que ocupaban casi todo el cuadrante. Las obras maestras de Cary eran plebeyas y recientes en comparación con este antiquísimo aristócrata. La alegre luna holandesa, hecha para mostrar sus fases sobre un paisaje de molinos de viento y polders estaba hábilmente pintada. Una mano experta había tallado el siniestro adorno que aparecía en la parte superior, una calavera atravesada por una espada de doble filo.

A semejanza de todos los relojes del siglo dieciséis, éste no poseía péndulo. Un sencillo escape de Van Wyck controlaba el descenso de las pesas hasta el fondo de la elevada caja.

Pero estas pesas no se movían nunca. Años tras años, cuando Harry y yo retornábamos a Maine, encontrábamos las manecillas del viejo reloj señalando las tres y cuarto, la misma hora que señalaban la primera vez que las vimos. La obesa luna colgaba perpetuamente en el tercer cuarto, tan inmóvil como la calavera de arriba. Algún misterio rodeaba a aquel movimiento silenciado y a aquellas manecillas paralizadas. Tía Gertrudis nos contó que el mecanismo había dejado de funcionar desde el día en que un rayo atravesó el reloj y nos mostró un oscuro orificio en el costado de la caja, cerca de la parte superior, al que acompañaba una abismal hendedura que descendía unos cuantos pies.

Esta explicación no llegó a conformarnos, pues no guardaba relación alguna con la violencia de su rechazo cuando le propusimos recurrir a los servicios de un relojero de la población, ni con la agitación desusada que exhibió en aquella ocasión en que sorprendió a Harry en una escalera de mano, con una llave prestada en la mano, a punto de poner a prueba por su cuenta la suspendida vitalidad del reloj.

Una noche de agosto, cuando ya habíamos dejado atrás nuestra niñez, fui despertado por un ruido que provenía de la sala. Sacudí a mi primo para despertarlo.

—Hay alguien en la casa —susurré.

Salimos sigilosamente de nuestra habitación y llegamos a las escaleras. Una luz mortecina llegaba desde abajo. Contuvimos la respiración y descendimos silenciosamente hasta el segundo descanso. Harry se aferró a mi brazo y señaló sobre el pasamanos, atrayéndome al mismo tiempo hacia las sombras. Vimos entonces algo extraño. Tía Gertrudis estaba de pie sobre una silla delante del viejo reloj, tan espectral con su blanco camisón y su blanca toca de noche, como uno de los álamos cubiertos de nieve. Entonces, el piso crujió ligeramente bajo nuestros pies. Ella se volvió con un movimiento repentino, escudriñando en la tinieblas y sosteniendo una vela en nuestra dirección, de modo que toda la luz bañaba su pálido rostro. Me pareció entonces mucho más vieja que cuando le había dado las buenas noches. Se quedó inmóvil durante unos minutos, de no ser por el brazo tembloroso que sostenía la vela. Después, evidentemente tranquilizada, colocó la luz en un anaquel y volvió a ocuparse del reloj.

Vimos entonces que la anciana dama extraía una llave de atrás de la esfera y procedía a dar cuerda a las pesas. Podíamos percibir su respiración breve y rápida. Sus manos se apoyaban a ambos lados de la caja y su cara se mantenía muy cerca del cuadrante, como si lo estuviera sometiendo a un ansioso escrutinio. Permaneció en esa posición largo tiempo. La oímos exhalar un suspiro de alivio y por un instante se volvió ligeramente hacia nosotros. Jamás olvidaré la expresión de salvaje alegría que transfiguró sus facciones en ese momento. Las agujas del reloj estaban moviéndose; y se movían hacia atrás. Tía Gertrudis rodeó el reloj con ambos brazos y apretó contra él su marchita mejilla. Lo besó varias veces. Lo acarició de cien maneras distintas como si hubiese sido algo viviente y amado. Lo mimaba y le hablaba con palabras que podíamos oír pero no entendíamos. Las manecillas continuaban moviéndose hacia atrás. Entonces, se echó hacia atrás con un grito repentino.

El reloj se había detenido. Vimos que su alto cuerpo tambaleaba por un instante sobre la silla. Extendió los brazos con un gesto convulsivo de terror y desesperación, llevó violentamente el minutero a su habitual posición de las tres y cuarto, y se desplomó en el suelo.


II.

Tía Gertrudis me legaba en su testamento sus acciones bancadas y de la empresa de gas, sus valores inmobiliarios, títulos ferroviarios y otros bienes; y confería a Harry el reloj. Pensamos entonces que era aquella una división muy desigual y más sorprendente aún por el hecho de que mi primo parecía haber sido siempre su favorito. No muy seriamente, hicimos un minucioso examen del antiguo aparato, auscultando su caja de madera en busca de gavetas secretas, y tanteando incluso con una aguja de tejer el no muy complicado mecanismo, a fin de asegurarnos de que nuestra caprichosa pariente no hubiese ocultado allí algún codicilo u otro documento similar que cambiara las apariencias del asunto. No descubrimos nada.

En el testamento se había establecido una provisión para nuestros estudios en la Universidad de Leyden. Abandonamos la academia militar en la cual habíamos aprendido un poco sobre las teorías de la guerra y mucho sobre el arte de quedarse parado con las narices perpendiculares a las puntas de los pies, y nos embarcamos sin demora alguna. Con nosotros vino el reloj, y a los pocos meses el aparato ya ocupaba un rincón en una habitación de la Breede Straat.

El producto del ingenio de Jan Lipperdam, repuesto así en su ambiente nativo, continuó dando las tres y cuarto con su antigua fidelidad. Hacía ya casi trescientos años que el creador del reloj yacía bajo la tierra. La habilidad de todos los herederos de su artesanía que residían en Leyden no logró hacerlo andar ni hacia adelante ni hacia atrás. Muy pronto aprendimos el holandés necesario para hacernos entender por la gente del pueblo, los profesores y muchos de los ochocientos y pico de estudiantes con los cuales nos relacionamos. Este idioma, que parece tan difícil al principio, es sólo una especie de inglés modificado. Déle usted unas cuantas vueltas y pronto le habrá entrado en la cabeza como uno de esos criptogramas que consisten en escribir de corrido todas las palabras de una frase, dividiéndola luego en los lugares que no corresponden. La adquisición del idioma y lo novedoso de lo que nos rodeaba se agotó al poco tiempo y nos dedicamos entonces a ocupaciones más o menos regulares. Harry se entregó con cierta asiduidad al estudio de la sociología, con énfasis especial en las amables doncellas de cara redonda de Leyden. Yo me interné en la metafísica superior.

Fuera de nuestros respectivos estudios, teníamos una base común de infatigable interés. Para nuestro asombro, descubrimos que ni uno de cada veinte miembros de la facultad o de los estudiantes sabía algo o daba un comino por la gloriosa historia de la ciudad, o al menos por las circunstancias en las cuales la universidad misma había sido fundada por el Príncipe de Orange. En marcado contraste con la indiferencia general estaba el entusiasmo del Profesor Van Stopp, el preceptor que yo había elegido para atravesar las nebulosas de la filosofía especulativa. Este eminente hegeliano era un viejecito consumido por el tabaco, con un casquete sobre unas facciones que me recordaban curiosamente las de tía Gertrudis.

No hubiera sido mayor la semejanza facial si hubiese sido su hermano. Así se lo expresé en una ocasión en que nos hallábamos en la Stadthuis, contemplando el retrato del héroe del asedio, el burgomaestre Van del Werf. El profesor se rió y dijo:

—Le mostraré lo que es una coincidencia aún más extraordinaria.

Y guiándome a través de! salón hasta el gran cuadro del sitio, pintado por Wanntrs, señaló la figura de un ciudadano que participaba en la defensa. Era verdad. Van Stopp podría haber sido perfectamente un hijo del ciudadano y el ciudadano podría haber sido el padre de tía Gertrudis.

El profesor parecía habernos tomado afecto. A menudo íbamos a visitarlo en sus habitaciones en un anticuo caserón de la Ripenburg Straat, una de las pocas casas que, construidas antes de 1574, se mantenían aún en pie. Él solía acompañarnos a pie a través de los hermosos suburbios de la ciudad, por rectos caminos bordeados de álamos que nos retrotraían mentalmente a la orilla del Sheepscot. Nos llevaba a la cima de la derruida torre romana en el centro de la población y desde las mismas murallas almenadas desde las cuales ojos ansiosos habían observado, trescientos años atrás, el lento avance de la flota del almirante Boisot sobre los polders sumergidos, nos indicó el gran dique del Larrelscheiding, excavado para que los océanos pudieran ayudar a los Zelandeses de Boisot a reunir a los aliados y alimentar a los hambrientos habitantes.

Nos mostró el cuartel general del español Valdez en Leyderdorp y nos contó cómo un ciclón envió un violento viento del noroeste la noche del primero de octubre, acumulando el agua donde había sido de escasa profundidad y arrastrando a la flota entre Zoetrnvoude y Zweiten, hasta las murallas mismas de la fortaleza de Lammen, el último baluarte de los sitiadores y el último obstáculo en la ruta de socorro a los famélicos habitantes. Después, nos enseñó el lugar donde, la noche anterior a la retirada del ejército del asedio, una enorme brecha fue abierta por los valones procedentes de Lammen en la muralla de Leyden, cerca de Cow Gate.

—¡Caramba! —gritó Harry, contagiado por la elocuencia de la narración del profesor—, ese fue el momento decisivo del asedio.

El profesor no dijo nada. Permaneció con los brazos cruzados, mirando intensamente a los ojos de mi primo.

—Porque —continuó Harry—, si ese lugar no hubiese sido vigilado, o si la defensa hubiese fallado y hubiera tenido éxito la irrupción del asalto nocturno desde Lammen, la ciudad habría sido incendiada y el pueblo masacrado ante los ojos del almirante Boisot y la flota de socorro. ¿Quién defendió la brecha?

Van Stopp respondió con mucha lentitud, como si midiera cada palabra:

—La historia registra la explosión de la mina bajo la muralla de la ciudad la última noche del asedio; pero no relata lo que sucedió en la defensa ni menciona el nombre del defensor. Sin embargo, no hay hombre viviente que haya tenido sobre sus espaldas una responsabilidad tan grande como la que el destino confió a este héroe desconocido. ¿Fue el azar el que lo envió a enfrentar ese peligro inesperado? Consideren algunas de las consecuencias que hubiera acarreado su fracaso. La caída de Leyden habría aniquilado la última esperanza del Príncipe de Orange y de los estados libres. La tiranía de Felipe habría sido restablecida. El nacimiento de la libertad religiosa y del gobierno del pueblo habría sido postergado por quién sabe cuántos siglos. ¿Quién sabe si podría haber habido una república de los Estados Unidos de Norteamérica si no hubiera existido una Holanda Unida? Nuestra universidad, que ha dado al mundo a Grocio, Scaliger, Arminio y Descartes, fue fundada como consecuencia de la exitosa defensa de la brecha por este héroe. Es a él a quien debernos nuestra presencia hoy aquí. Más aún, le deben ustedes su propia existencia. Sus antepasados eran oriundos de Lévele, y él fue quien esa noche se interpuso entre sus vidas y los carniceros de fuera, de las murallas.

El pequeño profesor pareció agigantarse ante nosotros, un gigante de entusiasmo y patriotismo. Los ojos le brillaban y sus mejillas estaban enrojecidas.

—¡Vuelvan a su hogar, muchachos —dijo Van Stopp— y agradezcan a Dios la existencia de aquel par de ojos vigilantes y aquel intrépido corazón en las murallas de la ciudad, más allá de la Cow Gate, mientras los ciudadanos de Leyden se esforzaban por ver la flota en el Zoeterwonde!


III.

La lluvia salpicaba las ventanas una velada en el otoño de nuestro tercer año en Leyden, cuando el profesor Van Stopp nos honró con una visita en la Breede Straat. Jamás había visto al anciano caballero de tan buen humor. No cesaba de hablar. Los chismes de la ciudad, las noticias de Europa, las novedades de la ciencia, la poesía, la filosofía, eran mencionadas a su debido momento y tratadas con la misma alegría. Traté de hacerlo hablar de Hegel, con cuyo capítulo sobre la complejidad e interependencia de las cosas estaba lidiando a la sazón.

—¿No comprende usted el retorno del sí mismo al sí mismo a través de lo otro? —dijo sonriente—. Bien, ya lo comprenderá algún día.

Harry permanecía callado y preocupado. Su silencio poco a poco llegó a afectar incluso al profesor. La conversación declinó y continuamos allí sentados durante un buen rato sin decir palabra. De vez en cuando brillaba un relámpago seguido por un trueno lejano.

—Su reloj no funciona —notó súbitamente el profesor—. ¿Lo ha hecho alguna vez?

—Nunca, desde que tenemos memoria —respondí—. Es decir, una sola vez, y entonces anduvo hacia atrás. Fue cuando tía Gertrudis...

Advertí que Harry me dirigía una mirada de advertencia. Me reí y tartamudeé.

—El reloj es viejo e inútil. No se puede hacer que funcione bien.

—¿Sólo hacia atrás? —dijo el profesor, tranquilamente y como si no notase mi turbación—. Bueno, ¿y por que no podría un reloj retroceder? ¿Por qué no daría vuelta el tiempo mismo, su propio curso?

Parecía aguardar una respuesta. Yo no tenía ninguna para dar.

—Lo creía suficientemente hegeliano como para admitir —prosiguió— que toda condición incluye su propia contradicción. El Tiempo es una condición, no un elemento esencial. Visto desde el punto de vista de lo Absoluto, la secuencia por la cual el futuro sigue al presente y el presente sigue al pasado es puramente arbitraria. Ayer, hoy, mañana; no existe razón en la naturaleza de las cosas por la cual el orden no pudiera ser mañana, hoy, ayer.

Un trueno más nítido interrumpió las especulaciones del profesor.

—El día es producido por la rotación del planeta sobre su eje de oeste a este. Supongo que podrá usted concebir condiciones en las cuales pudiera girar de este a oeste, como si estuviera desenrollando las rotaciones de eras pretéritas. ¿Es tanto más difícil imaginar al Tiempo desenrollándose? ¿El reflujo de la marea del Tiempo, en vez del flujo de la misma; el pasado desplegándose, mientras el futuro se aleja; los siglos retrocediendo; el curso de los acontecimientos dirigiéndose al Comienzo y no, como ahora, hacia el fin?

—Pero —interpuse— sabemos sin embargo que, hasta donde nos concierne, el...

—¡Sabemos! —exclamó Van Stopp, con sorna creciente—. Su inteligencia no tiene vuelo. Siguen los pasos de Compte y su lodosa caterva de arrastrados y cobardes. Hablan con asombrosa seguridad de su posición en el universo. Parecen creer que su miserable y pequeña individualidad tiene un firme punto de apoyo en el Absoluto. No obstante esta noche se acostarán para soñar con la existencia de hombres, mujeres, niños y bestias del pasado o del futuro. ¿Cómo puede saber si en este momento usted, usted mismo, con toda la vanidad de sus pensamientos decimonónicos, no es más que la creación de un sueño del futuro, soñado, digamos, por algún filósofo del siglo dieciséis? ¿Cómo puede usted saber si es algo más que la creación de un sueño del pasado, soñado por algún hegeliano del siglo veintitrés? ¿Cómo puede usted saber, muchacho, que no ha de desvanecerse en el siglo XVI o el año 2060 en el instante en que el que está soñando, despierte?

No había réplica posible para esta metafísica pura. Harry bostezó. Me puse de pie y fui hasta la ventana. El profesor Van Stopp se acercó al reloj.

—Ah, hijos míos —dijo—, no existe un devenir señalado para el acontecer humano. Pasado, presente y futuro están urdidos juntos en una malla inextricable. ¿Quién puede decir que este reloj no está en lo justo al retroceder?

El estallido de un trueno sacudió la casa. La tormenta ya se hallaba sobre nosotros. No bien hubo desaparecido aquel brillo enceguecedor, el profesor Van Stopp ya se hallaba sobre una silla ante el elevado aparato. Su rostro se asemejaba más que nunca al de tía Gertrudis y su posición era la misma que ella había adoptado en aquel último cuarto de hora en que dio cuerda al reloj. El mismo pensamiento nos sacudió a Harry y a mí.

—¡Deténgase! —gritamos mientras él empezaba a dar cuerda al mecanismo—. Puede significar la muerte si...

Las demacradas facciones del profesor brillaban con el mismo extraño entusiasmo que había transformado las de tía Gertrudis.

—Es verdad —dijo—, puede ser la muerte para mí; pero también puede significar el despertar. El pasado, el presente y el futuro entrelazados unos con otros. La lanzadera va de aquí para allá, adelante y atrás...

Había dado cuerda al reloj. Las agujas empezaban a barrer vertiginosamente el cuadrante de derecha a izquierda con rapidez inconcebible, y parecía que en su movimiento nos arrastraba también a nosotros. Las eternidades parecían contraerse en minutos, en tanto, que las vidas humanas eran expulsadas a cada latido. Van Stopp, con los brazos extendidos, se tambaleaba en su silla como si estuviera borracho. La casa volvió a estremecerse por un tremendo estallido de la tormenta. En ese mismo instante una bola de fuego que dejó una estela de vapor de sulfuro y llenó la habitación con su luz deslumbrante pasó sobre nuestras cabezas y atropello el reloj. Van Stopp estaba postrado. Las manecillas dejaron de girar.


IV.

El estampido del trueno sonaba como un continuo cañoneo. El resplandor de los relámpagos semejaba la sostenida luz de una conflagración. Cubriéndonos los ojos con las manos, Harry y yo nos precipitamos hacia la noche. Bajo un cielo rojizo, la gente se encaminaba apresuradamente hacia la Stadthius. Llamas en la dirección de la torre romana nos indicaron que el corazón de la ciudad estaba ardiendo. Las caras de los que vimos eran macilentas y demacradas. De todos lados nos llegaban frases inconexas de queja y desesperación.

—La carne de caballo a diez chelines la libra —dijo alguien— y el pan a dieciséis chelines.

—¡Pan, realmente! —replicó una anciana—. Hace ocho semanas que no veo una migaja. Mi nietita, la renga, se murió anoche.

—¿Saben lo que hizo Gekke Betje, la lavandera? Estaba muerta de hambre. Se le murió el bebé y ella y su esposo...

Un cañonazo más fuerte interrumpió bruscamente esta revelación. Nos dirigimos hacia la ciudadela, cruzándonos aquí y allá algunos soldados y a muchos ciudadanos con rostros tristes bajo sus aludos sombreros de fieltro.

—Allá donde está la pólvora hay pan suficiente, y completo perdón, también. Valdez lanzó la proclama de otra amnistía por sobre las murallas esta mañana.

Una excitada multitud rodeó inmediatamente al orador gritando.

—Pero, ¿y la flota?

—La flota está encallada en el polder de Greemway. Boisot puede volver los ojos hacia el mar esperando un viento favorable, hasta que el hambre y la pestilencia se hayan llevado a todos los hijos de la ciudad y su arca no estará por eso ni siquiera un cabo más cerca. Muerte por la plaga, muerte por el hambre, muerte por el fuego y las descargas de la fusilería... eso es lo que el burgomaestre nos ofrece a cambio de la gloria para sí mismo y el reino para Orange.

—Él nos pide —dijo un fornido ciudadano— que resistamos solamente veinticuatro horas más y que mientras tanto imploremos un viento procedente del océano.

—Ah, sí —dijo el que había tronado antes—. Sigan rezando. Hay suficiente pan guardado bajo llave en la bodega de Pieter Adrianzoon Van der Werf. Yo les garantizo que eso es lo que le da tan maravilloso estómago para resistir al Muy Católico Rey.

Una muchacha con trenzas rubias se abrió paso a través del gentío y enfrentó al demonio.

—Buena gente —dijo la doncella—, no lo escuchéis. Es un traidor con corazón de español. Soy la hija de Pieter. No tenemos pan. Comimos tortas de malta y nabos silvestres, como el resto de ustedes, hasta que se nos terminó. Luego pelamos las hojas verdes de los tilos y los sauces de nuestro jardín y las comimos. Hemos comido hasta los cardos y las malezas que crecían entre las piedrecitas junto al canal. Ese cobarde miente.

Sin embargo, la insinuación había tenido su efecto. La muchedumbre, que se había convertido en una turba, ya marchaba, como una furiosa marea, en dirección a la casa del burgomaestre. Un rufián alzó la mano para golpear a la muchacha y apartarla del camino. En un instante el canalla se encontraba caído en el suelo bajo los pies de sus compañeros y Harry, jurando y lleno de furia, estaba al lado de la doncella, lanzando desafíos en buen inglés a espaldas de la multitud que se retiraba rápidamente. La muchacha rodeó espontáneamente su cuello y lo besó.

—Gracias, —dijo—. Eres un valiente muchacho. Mi nombre es Gertruyd van der Wert.

Harry buscaba torpemente las apropiadas frases en holandés pero ella no podía aguardar sus cumplidos.

—Le harán daño a mi padre —dijo—, y nos guió apresuradamente por estrechas callejuelas hacia la plaza del mercado, a la que dominaba la iglesia con sus dos agujas—. Allí está —exclamó—, en los escalones de San Pancracio.

En el mercado había un tumulto. La conflagración que rugía más allá de la iglesia y las voces de los cañones españoles y valones fuera de las murallas eran menos airadas que el bramido de esta multitud de hombres desesperados clamando por el pan que una sola palabra de los labios de su conductor les traería.

—Ríndete al Rey —gritaban—, o enviaremos tu cadáver a Lammen como prenda de sometimiento de parte de Leyden.

Un hombre alto, que llevaba una cabeza a cualquiera de los ciudadanos que lo enfrentaban y de tez tan oscura que nos preguntamos cómo podía ser el padre de Gertruyd, oyó la amenaza en silencio. Cuando el burgomaestre habló, la turba prestó atención a pesar de su furia.

—¿Qué solicitáis, amigos míos? ¿Qué quebremos nuestro voto y rindamos Leyden a los españoles? Eso significa someternos a un destino mucho más horrible que la muerte por falta de alimentos. ¡Debo cumplir el juramento! Matadme, si tenéis que hacerlo. Sólo puedo morir una vez ya sea por vuestras manos o por las del enemigo o por la mano de Dios. Muramos de hambre, si es nuestro destino, y demos a la muerte nuestra bienvenida si llega en lugar del deshonor. Vuestras amenazas no me afectan; mi vida está a vuestra disposición. Tomad, aquí está mi espada, hundidla en mi pecho, y dividios mi carne para aplacar vuestra hambre. Mientras viva, no esperéis rendición ninguna.

Se hizo un nuevo silencio mientras la turba vacilaba. Luego se oyeron algunos murmullos a nuestro alrededor y, dominándolos, resonó entonces la voz clara de la muchacha cuya mano Harry todavía aferraba... sin necesidad, o por lo menos así me parecía.

—¿No sentís el viento del mar? Por fin ha llegado. ¡A la torre! Y el primero que llegue allí verá las hinchadas velas blancas de las naves del príncipe a la luz de a luna.

Durante varias horas recorrí las calles de la ciudad buscando en vano a mi primo y a su compañera; el súbito desplazamiento de la multitud hacia la torre romana nos había separado. Por todos lados vi señales evidentes del severo castigo que había llevado a este valiente pueblo al borde de la desesperación. Un hombre de mirada hambrienta perseguía a una rata flaca por la orilla del canal. Una joven madre, con dos bebés muertos en los brazos, estaba sentada en una puerta a la cual llevaban los cadáveres de su esposo y su padre, recién muertos en las murallas.

En medio de una calle desierta, pasé cerca de una pila de cadáveres insepultos que superaba mi altura. La pestilencia había actuado allí... más generosa que los españoles, porque no ofrecía ninguna promesa traicionera mientras daba sus golpes mortales. Hacia la mañana, el viento aumentó hasta convertirse en un huracán. Ya no se dormía en Leyden ni se hablaba más de rendición, ya no se pensaba en la defensa ni importaba. Estas palabras estaba en los labios de todos los que yo encontré:

—¡La luz del día traerá la flota!

¿Trajo a la flota la luz del día? La historia dice que sí, pero yo no fui testigo del hecho. Sólo sé que antes del amanecer el huracán culminó en una violenta tormenta de truenos, y que al mismo tiempo una explosión sorda, más violenta que la tormenta, sacudió a la ciudad. Yo estaba en la muchedumbre que observaba desde el Montículo Romano, esperando ver las primeras señales del socorro que se aproximaba. La sacudida alejó la esperanza de todos los rostros.

—¡Su mina ha alcanzado la muralla!

Pero, ¿dónde? Me abrí paso hasta que hallé al burgomaestre entre el resto de la gente.

—Pronto —murmuré—. Es pasando la Cow Gate y de este lado de la Torre de Borgoña.

Me lanzó una mirada y luego se alejó dando grandes zancadas, sin hacer intento alguno de tranquilizar el pánico general. Lo seguí de cerca. Fue una dura carrera de casi media milla hasta el baluarte en cuestión. Cuando llegamos a la Cow Gate, lo que vimos fue una gran brecha, donde había estado la muralla, abierta hacia los pantanosos campos; en el foso, afuera y abajo, una confusión de rostros mirando hacia arriba, rostros de hombres que bregaban como demonios para llenar la abertura y que ora ganaban unos pocos metros y ora eran empujados hacia atrás; sobre el destrozado baluarte, un puñado de soldados y gente del pueblo formaban una verdadera muralla viviente donde faltaban los materiales; un puñado de mujeres y muchachas pasaba piedras a los defensores, baldes de agua hirviente, brea, aceite y cal viva, y algunas de ellas arrojaban aros de alquitrán ardiente sobre cabezas de los españoles del foso; mi primo Harry dirigía a los hombres mientras Gertruyd... la hija del burgomaestre, animaba a las mujeres.

Pero lo que más atrajo mi atención fue la frenética actividad de una diminuta figura de negro que, con un enorme cucharón, derramaba plomo fundido sobre las cabezas de los asaltantes. Cuando se volvió hacia la fogata y la caldera que le proveía la munición, sus rasgos se exhibieron a la luz. Di un grito de sorpresa; el que lanzaba el plomo fundido era el profesor Van Stopp. El burgomaestre Van der Werf se volvió al oír mi repentina exclamación y entonces le dije:

—¿Quién es ese? ¿El hombre que está en la caldera?

—Ese —replicó Van der Werf— es el hermano de mi esposa, el relojero Jan Lipperdam.

El problema de la brecha terminó antes de que tuviéramos tiempo de entender la situación. Los españoles que habían derribado la pared de ladrillos y piedras descubrieron que la muralla humana era inexpugnable. Ni siquiera pudieron mantener sus posiciones en el foso; fueron empujados hacia las tinieblas. En ese momento, sentí un agudo dolor en el brazo izquierdo. Algún proyectil perdido debe haberme golpeado mientras contemplaba la lucha.

—¿Quién ha hecho esto? —demandó el burgomaestre— ¿Quién se ha mantenido alerta vigilando hoy, mientras el resto de nosotros nos esforzábamos como tontos por ver lo que pasaría mañana?

Gertruyd van de Werf se adelantó orgullosamente, guiando a mi primo.

—Padre mío, —dijo—, él me ha salvado la vida.

—Eso es mucho para mí —dijo el burgomaestre—, pero no es todo. Él ha salvado a Leyden y, por lo tanto, a toda Holanda.

Yo empezaba a sentir los efectos del mareo. Las caras a mi alrededor parecían irreales. ¿Por qué estábamos aquí con esta gente? ¿Por qué seguían los truenos y los relámpagos? ¿Por qué el relojero Jan Lipperdam se volvía hacia mí con el rostro del profesor Van Stopp?

—¡Harry! —dije— volvamos a nuestras habitaciones.

Pero, si bien tomó fuerte y afectuosamente mi mano, su otra mano todavía asía la de la muchacha, y no se movió. Luego, una especie de náusea se apoderó de mi, y mi cabeza empezó a dar vueltas y la brecha y sus defensores desaparecieron de mi vista.


V.

Tres días más tarde me hallaba sentado con un brazo vendado en mí acostumbrado asiento en el salón de conferencias de Van Stopp. El lugar a mi lado estaba vacante.

—Oímos hablar mucho —dijo el profesor hegeliano, leyendo de una libreta de notas con su seco y apresurado tono usual— de la influencia del siglo dieciséis sobre el diecinueve. Ningún filósofo, por lo que yo sé, ha estudiado la influencia del siglo diecinueve sobre el dieciséis. Si la causa produce el efecto, ¿el efecto nunca induce la causa? La ley de la herencia, a diferencia de todas las otras leyes de este universo de mente y materia, ¿opera sólo en una dirección? ¿Le debe el descendiente todo al antepasado, y el antepasado nada al descendiente? El destino, que puede apoderarse de nuestra existencia y por sus propias razones llevarnos hacia el lejano futuro, ¿nunca nos lleva al pasado?

Regresé a mis habitaciones en la Breede Straat, donde mi único compañero era el silencioso reloj.

Edward Page Mitchell (1852-1927)




Relatos góticos. I Relatos de Edward Page Mitchell.


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El análisis y resumen del cuento de Edward Page Mitchell: El reloj que marchaba hacia atrás (The Clock that Went Backward), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Mercedes dijo...

Genial relato, me encanta. Gracias por ponerlo.



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