«Una historia de mar y tierra»: Lord Dunsany; relato y análisis


«Una historia de mar y tierra»: Lord Dunsany; relato y análisis.




Una historia de mar y tierra (A Story of Land and Sea) es un relato fantástico del escritor británico Lord Dunsany (1878-1957), publicado originalmente en la antología de 1916: El último libro de las maravillas (The Last Book of Wonder), y más adelante en una de las reediciones de La espada de Welleran y otros relatos (The Sword of Welleran and Other Tales).

Una historia de mar y tierra, quizás uno de los cuentos de Lord Dunsany menos conocidos, a pesar de tratarse de uno de sus mejores relatos del mar, regresa sobre un clásico de El libro de las maravillas (The Book of Wonder), la historia del capitán Shard y su temible barco pirata, el Desperate Lark.




Una historia de mar y tierra.
A Story of Land and Sea, Lord Dunsany (1878-1957)

En el primer Libro de las Maravillas está escrito cómo el capitán Shard, del terrible barco pirata Desperate Lark, se retiró de la vida activa después de saquear la ciudad costera de Bombasharna; y cómo, renunciando a la piratería en favor de los más jóvenes, con el beneplácito del Atlántico Norte y Sur, se instaló con una reina cautiva en su isla flotante. A veces hundía un barco en memoria de los viejos tiempos, mas había dejado de merodear por las rutas comerciales y los asustadizos comerciantes temían ahora a otros hombres.

No fue la edad lo que le impulsó a abandonar su romántica profesión. Ni tampoco la indignidad de sus traiciones, ni ninguna herida de arma de fuego, ni la bebida. Fue la inexorable necesidad y la force majeure. Cinco navíos le perseguían. Cómo les dio el esquinazo un día en el Mediterráneo, cómo combatió contra los árabes, cómo fue oída una andanada de sus cañones por primera y última vez en un lugar a 23º de latitud norte y 4º de longitud este, junto a otras cosas desconocidas para los Almirantazgos, es lo que procederé ahora a contar.

Se había divertido un poco, sí, él, Shard, capitán pirata, y todos sus compinches llevaban perlas en sus pendientes. Y ahora la flota inglesa iba tras él a todo trapo a lo largo de la costa de España con un favorable viento del norte a popa. No conseguían ganar terreno al aerodinámico navío de Shard, el terrible barco pirata Desperate Lark; sin embargo, estaban más cerca de lo que a él le habría gustado y se entrometían en sus asuntos. Le habían estado persiguiendo durante un día y una noche, cuando, a la altura del Cabo de San Vicente, hacia las seis de la mañana, Shard dio aquel paso que decidió su retiro de la vida activa: viró hacia el Mediterráneo.

Si hubiera seguido hacia el Sur descendiendo por la costa africana, es dudoso que hubiese podido sacar provecho de la piratería, debido a la obstrucción de Inglaterra, Rusia, Francia, Dinamarca y España; mas, virando hacia el Mediterráneo, dio lo que podía llamarse el penúltimo paso de su vida, que para él significó establecerse. Desde su juventud Shard tuvo en mente tres grandes líneas de conducta, sobre las que meditaba de día y rumiaba de noche, consolándole de todos sus peligros; secretas incluso para sus hombres, eran tres medios con los que esperaba escapar de cualquier peligro que pudiera encontrar en el mar.

Una de ellas era la isla flotante de la que se habla en el Libro de las Maravillas; otra era tan fantástica que podemos dudar de que incluso la brillante audacia de Shard la hubiera podido encontrar practicable, al menos él nunca la intentó por lo que se sabe en esa taberna junto al mar en la que me he informado; y la tercera decidió llevarla a cabo cuando viró aquella mañana para el Mediterráneo. En realidad, a pesar del paso que había dado, podría haber practicado la piratería un poco más tarde cuando los mares recuperaran la calma, mas ese penúltimo paso fue como esa pequeña casa de campo a la que todo hombre de negocio le ha echado el ojo; como cualquier cómoda inversión reservada para la vejez, hay determinadas trayectorias decisivas en las vidas de los hombres que después de tomadas impiden a éstos volver a sus asuntos.

Ante el asombro de sus hombres viró, pues, para el Mediterráneo con la flota inglesa pisándole los talones.

—¡Qué locura es ésta —murmuró Bill, el contramaestre, al único oído del viejo Frank—, con toda la flota francesa esperándonos en Lyon y los españoles a lo largo de todo el trayecto entre Cerdeña y Túnez! (pues ellos conocían las rutas de los españoles).

Mandaron una delegación a hablar con el capitán Shard, todos ellos serios y vestidos con sus trajes más costosos. Le dijeron que el Mediterráneo era una ratonera, y lo único que él les respondió fue que el viento del norte les sostendría. Y la tripulación le contestó que estaban rendidos. De manera que penetraron en el Mediterráneo y la flota inglesa cerró el Estrecho de Gibraltar. Y Shard continuó dando bordadas por la costa marroquí con una docena de fragatas tras él.

Y el viento del norte se hizo más intenso. Y el Capitán no habló a su tripulación hasta que anocheció, momento en que les reunió a todos a excepción del timonel y les pidió cortésmente que bajaran a la bodega. Allí les mostró seis inmensos ejes de acero y una docena de enormes ruedas de hierro, que ninguno de ellos había visto antes; y contó a su tripulación que, sin que nadie lo supiera, su nave había sido especialmente adaptada a esos ejes y ruedas, y que tenía la intención de navegar en seguida de nuevo hacia el vasto Atlántico, aunque no a través del estrecho. Y cuando oyeron el nombre del Atlántico todos sus compinches se alegraron, pues lo consideraban un mar muy seguro.

Y cayó la noche y el capitán Shard mandó llamar a su buzo. Con el mar embravecido al buzo le era difícil trabajar, mas a media noche las cosas salieron a entera satisfacción de Shard; y el buzo dijo que de todos los trabajos que había desempeñado... Mas, al no encontrar adecuada comparación y estar necesitado de un trago, se calló y pronto se durmió, y sus camaradas lo llevaron a su hamaca. La persecución continuó durante todo el día siguiente con el inglés bien a la vista, ya que Shard había perdido tiempo por la noche con sus ruedas y ejes, y el peligro de encontrarse con los españoles aumentaba cada hora. Cuando anocheció cada minuto parecía cargado de peligro; sin embargo siguieron dando bordadas hacia el este, donde sabían que debían de estar los españoles.

Y finalmente divisaron sus gavias, y no obstante Shard siguió adelante. Se estaba aproximando, mas la noche avanzaba y la Union Jack que izaron ayudó a Shard con los españoles durante los últimos, ansiosos minutos, aunque esto pareció enojar al inglés. Mas, como dijo Shard, "no se puede contentar a todo el mundo" , y a continuación la oscuridad se tragó el crepúsculo.

—A estribor —dijo el capitán Shard.

El viento del norte, que había arreciado a lo largo del día, soplaba ahora como un vendaval. Ignoro a qué parte del litoral se dirigía Shard, mas él sí lo sabía, pues las costas del mundo eran para él lo que Margate para alguno de nosotros. En un lugar donde, impregnado de misterio y de muerte, y hasta del propio corazón de África, el desierto emerge por encima del mar, no menos grandioso, ni menos terrible, divisaron tierra muy próxima, casi en tinieblas. Shard mandó a todos los hombres a la parte trasera del barco y también el lastre. Y pronto el Desperate Lark, elevando un poco su proa por encima del agua, hizo dieciocho nudos a favor del viento, encalló en una playa arenosa y a continuación se enderezó, y lentamente se dirigió hacia el interior de África.

Los piratas habrían dado tres hurras, mas tras el primero Shard los silenció y, tomando él mismo el timón, les soltó un pequeño discurso, mientras las sólidas ruedas aporreaban lentamente la arena africana, haciendo apenas cinco nudos en medio del vendaval.

—Los peligros de la mar —dijo— se han exagerado mucho. Durante cientos de años, los barcos han estado navegando por la mar, y en la mar uno sabe lo que hay que hacer; mas en tierra es diferente.

Ahora estaban en tierra y no iban a olvidarlo. En la mar se puede hacer todo el ruido que se quiera sin sufrir ningún perjuicio, mas en tierra puede suceder cualquier cosa. Uno de los peligros de tierra firme que citó como ejemplo fue la horca.

—De cada cien hombres que son ahorcados en tierra —dijo—, en la mar no serían colgados más de veinte.

Los hombres se fueron a dormir junto a los cañones. Esa noche no irían lejos, pues el riesgo de naufragar de noche era un peligro característico de tierra firme, mientras que en el mar se puede navegar desde la puesta del sol hasta el amanecer. No obstante era esencial no dejarse ver desde el mar, pues, si alguien se enteraba de dónde se encontraban, tendrían a la caballería tras ellos. Y por eso había enviado de nuevo a Smerdrak (un joven lugarteniente pirata) a fin de que borrara las huellas que habían dejado en el lugar por donde habían salido del mar. Y los compinches asintieron enérgicamente con la cabeza aunque no se atrevieron a vitorear, y al poco subió corriendo Smerdrak y le arrojaron un cabo por la popa.

Después de hacer unos quince nudos echaron el ancla, y el capitán Shard reunió a sus hombres en torno suyo y, permaneciendo junto a la rueda de proa, bajo las nítidas y grandes estrellas de Argelia, les explicó su sistema de conducción. No había mucho que explicar; con considerable ingenuidad había separado y montado sobre un pivote la porción de quilla que sostenía el eje delantero, y podía moverla mediante cadenas controladas desde el timón de tierra, de manera que el par delantero de ruedas podía girar a voluntad aunque sólo un poco; y más tarde comprobaron que en cien yardas únicamente podían desviar el barco de su rumbo unas cuatro yardas. Mas los capitanes de cómodos acorazados, o incluso los propietarios de yates, no deben criticar demasiado severamente a un hombre que no era de esta época y que no conocía los inventos modernos; también debería recordarse que Shard no se encontraba ya en alta mar. Es posible que su forma de gobernar fuera torpe, mas hizo lo que pudo.

Cuando quedó claro para sus hombres el uso y las limitaciones de su timón de tierra, Shard les ordenó acostarse a todos a excepción de los vigías. Mucho antes del amanecer les despertó y con el primer rayo de luz se pusieron en marcha, de manera que aquellas dos flotas, que estaban tan seguras de tener rodeado a Shard en una amplia media luna frente a la costa argelina, no vieron ni rastro del Desperate Lark, ni en el mar ni en tierra firme; y las banderas del buque insignia prorrumpieron en enérgicos juramentos en inglés.

El temporal siguió soplando tres días más y, mediante el empleo de más trapo durante el día, corrieron por encima de la arena a casi diez nudos, aunque en el informe sobre las aguas agitadas que iban encontrando (así llamaba el vigía, antes de adaptarse a su nuevo medio, a las peñas, los pequeños cerros o el terreno accidentado), la velocidad fue muy disminuida. Como era verano los días eran muy largos y Shard, deseoso de dejar atrás el rumor de su propia aparición mientras el viento se mantuviera favorable, navegó durante diecinueve horas al día, acostándose a las diez de la noche y volviendo a izar velas a las tres de la madrugada, cuando empezaba a despuntar el alba. En aquellos tres días recorrió quinientas millas. Luego, el viento amainó hasta convertirse en una brisa, aunque sin dejar de soplar del norte, y en la semana siguiente no hicieron más de dos nudos por hora. Entonces los compinches empezaron a murmurar.

Al principio la suerte había favorecido a Shard claramente, pues la caballería había salido a dar una batida local y el navío, lanzado a diez nudos, atravesó las únicas regiones pobladas, pasando por delante de multitudes que habían decidido no huir. En cuanto a los fugitivos, pronto desaparecieron por las alturas cercanas a la costa en cuanto Shard les apuntó con su cañón, aunque no se atrevió a disparar. Por mucho que se burlara de la inteligencia del Almirantazgo inglés y del español, que no habían sospechado de su maniobra, única posible, según él, en aquellas circunstancias, sabía sin embargo que el estruendo del cañón descubriría su secreto. Por supuesto, la suerte le había ayudado, y cuando dejó de hacerlo tuvo que desplegar oportunamente todas sus posibilidades.

Por ejemplo, mientras el viento se mantuvo favorable nunca perdió ocasión de reabastecerse; si atravesaban una aldea, se apoderaba de sus cerdos y de sus aves de corral; y cada vez que pasaba cerca de donde había agua llenaba sus depósitos hasta el borde. Y cuando sólo podía hacer dos nudos, navegaba toda la noche precedido por un hombre provisto de farol; de esa manera hizo en aquella semana cerca de cuatrocientas millas cuando cualquier otro habría fondeado de noche, perdiendo cinco o seis de las veinticuatro horas diarias. No obstante sus hombres murmuraban:

—¿Es que acaso se cree que el viento durará eternamente? —decían.

Y Shard únicamente fumaba. Estaba claro que pensaba, pensaba mucho.

—Mas ¿en qué está pensando? —le dijo Bill a Jack el Malo.

Y éste le contestó:

—Puede pensar todo lo que le venga en gana, mas eso no nos sacará del Sahara si el viento amaina.

Y a finales de aquella semana, Shard se dirigió a su compartimento de cartas náuticas y trazó un nuevo rumbo un poco hacia el este, hacia terrenos cultivados. Y un día, hacia el atardecer, divisaron una aldea, y en esto llegó el ocaso y el viento amainó completamente. Entonces aumentaron los murmullos de los compinches hasta convertirse en juramentos, bordeando casi el motín.

¿Adónde iban ahora?, se preguntaban. ¿Estaban siendo tratados equitativamente?

Shard los tranquilizó preguntándoles qué deseaban hacer, y cuando a ninguno se le ocurrió nada mejor que acudir a los aldeanos y decirles que una tormenta había desviado su rumbo, Shard les reveló su plan. Había oído hacía mucho tiempo que en África es corriente que los bueyes tiren de las carretas; los bueyes eran muy numerosos en aquellos lugares donde no existía ningún tipo de cultivo. Por esa razón, cuando el viento empezó a amainar, había puesto rumbo en dirección a la aldea: aquella noche cuando oscureciera iban a llevarse cincuenta yuntas de bueyes; a media noche ya debían de estar uncidos y entonces inmediatamente galoparían. Un plan tan estupendo como ése asombró a sus hombres, los cuales se disculparon por su falta de fe en Shard, estrechándole la mano de uno en uno y escupiendo en ellas en señal de buena voluntad.

La incursión de aquella noche tuvo un gran éxito; mas, por ingenioso que Shard se mostrara en tierra firme, y maestro en alta mar, debe admitirse que la falta de experiencia en este tipo de navegación le llevó a cometer un error, insignificante es cierto y completamente evitable con un poco de práctica: los bueyes no podían galopar. Shard los maldijo, los amenazó con su pistola, diciéndoles que no les daría de comer, mas todo fue inútil: aquella noche, empujado por ellos, el Desperate Lark no hizo más de un nudo a la hora. Shard utilizó sus fracasos, como todo lo que le acontecía, como materiales con que edificar su futuro éxito: se fue inmediatamente a su compartimento de cartas náuticas y revisó otra vez todos sus cálculos.

La cuestión de la lenta marcha de los bueyes imposibilitaba que pudieran eludir la persecución. Por tanto, Shard anuló su orden al lugarteniente de cubrir las huellas dejadas en la arena, y el Desperate Lark prosiguió con dificultad su curso a través del Sahara confiando en sus cañones. La aldea no era grande, y la escasa multitud que fue avistada a popa, desapareció a la mañana siguiente tras el primer disparo del cañón correspondiente. Al principio Shard hizo que los bueyes llevaran toscos y resistentes bocados de hierro, otro de sus errores.

Pues, si se desbocan, había dicho, podríamos también ser arrastrados delante de la tempestad, y es imposible decir dónde nos encontraríamos.

Mas, pasado uno o dos días, comprobó que los bocados no eran útiles y, como hombre práctico que era, corrigió inmediatamente su error. Y ahora la tripulación, sacando sus mandolinas y cornetas, cantó todo el día alegres canciones y vitoreó al capitán Shard. Todos estaban alegres excepto el Capitán, cuyo rostro parecía malhumorado y perplejo; únicamente esperaba tener más noticias de aquellos aldeanos. Cada día los bueyes se bebían toda el agua disponible, y él sólo temía que no pudieran conseguir más, desagradable temor sobre todo si el barco se detenía en pleno desierto por falta de viento. Durante una semana continuaron igual, haciendo diez nudos diarios, y la música y el canto crispaban los nervios del Capitán, mas él no se atrevía a contar a sus hombres cuál era el problema. Y entonces un día los bueyes apuraron las últimas existencias de agua. Y se presentó el lugarteniente Smerdrak a informar del hecho.

—Dadles ron —dijo Shard, mientras maldecía a los bueyes—. Lo que es bueno para mí —siguió diciendo— debería ser bueno para ellos —y juró que beberían ron.

—Sí, sí, señor —dijo el joven lugarteniente pirata.

No debería juzgarse a Shard por las órdenes de aquel día. Durante casi quince días había estado esperando el funesto destino que se le avecinaba lentamente; la disciplina le había llevado a aislarse de cualquier otro que pudiera compartir su miedo y discutirlo; y todo el tiempo había tenido que pilotar el barco, lo cual incluso en la mar es una ardua responsabilidad. Esas cosas habían alterado el sosiego de aquel claro juicio que en una ocasión había desconcertado a cinco armadas. Por consiguiente maldijo a los bueyes y les ordenó beber ron, y Smerdrak dijo: Sí, sí, señor, y se fue abajo.

Hacia el ocaso, Shard estaba de pie en la toldilla, pensando en la muerte; no se moriría de sed; antes habría un motín, pensó. Los bueyes rechazaron el ron por última vez y los hombres empezaron a mirar con inquietud al capitán Shard, sin murmurar mas observándole de reojo como si únicamente tuvieran un pensamiento que no necesitara palabras. Una veintena de gansos formando una gran V cruzaron el cielo nocturno, inclinaron sus pescuezos y los torcieron hacia abajo en dirección a algún lugar del horizonte. El capitán Shard se precipitó hacia el compartimento de cartas náuticas y pronto llegaron los hombres a la puerta con el viejo Frank al frente, visiblemente molesto y retorciendo la gorra entre sus manos.

—¿Qué ocurre? —dijo Shard, como si no pasara nada.

Entonces el viejo Frank dijo lo que había ido a decir:

—Queremos saber lo que va usted a hacer.

Y los hombres asintieron solemnemente con la cabeza.

—Conseguir agua para los bueyes —respondió el capitán Shard—, ya que los muy puercos no quieren ron. Los muy perezosos tendrán que trabajar para eso. ¡Levad el ancla!

Y al oír la palabra agua, una mirada afloró a sus rostros como cuando algún vagabundo piensa de repente en su hogar.

—¡Agua! —dijeron.

—¿Por qué no? —contestó el capitán Shard. Y ninguno de ellos llegó a enterarse de que, a no ser por los gansos, que inclinaron sus pescuezos y los torcieron hacia abajo, no hubieran encontrado agua esa noche ni ninguna otra, y que el Sahara los habría atrapado como ha atrapado a tantos otros y atrapará a muchos más. Aquella noche siguieron un nuevo rumbo: al alba encontraron un oasis y los bueyes bebieron.

Y decidieron quedarse en aquel acre de verdor con palmeras y manantial, rodeado por miles de millas de desierto y resistente al paso del tiempo; pues los que se han quedado sin agua durante algún tiempo en algún desierto africano llegan a sentir por ese fluido natural una estima que el lector difícilmente puede dar crédito. Cada hombre eligió un lugar donde edificaría su cabaña y se instalaría, y tal vez se casaría, e incluso olvidaría la mar. Cuando terminaron de llenar sus depósitos y barriles, el capitán Shard les ordenó perentoriamente levar anclas. Hubo mucho descontento, incluso algunas quejas; mas, cuando un hombre ha librado por dos veces de la muerte a sus camaradas con sólo la viveza de su mente, éstos llegan a sentir respeto por su buen juicio, que no vacila ante las insignificancias.

Debe recordarse que en el asunto del amaine del viento, y nuevamente cuando se agotó el agua, estos hombres no supieron qué hacer, eso mismo le ocurrió a Shard en aquella última circunstancia, mas ellos lo ignoraban. Shard sabía todo eso y eligió ese momento para consolidar su reputación entre los componentes de aquel navío mediante la explicación de sus motivos, que normalmente guardaba en secreto.

—El oasis —dijo— debe de ser un puerto de arribada para todos los viajeros en centenares de millas a la redonda: ¡hay que ver la de hombres que se juntan en cualquier parte del mundo donde existe una gota de whisky en los países decentes, incluso, tal es la peculiaridad de los árabes, más preciosa.

Otra cosa les indicó: los árabes eran gente singularmente indiscreta y si tropezaran con un barco en medio del desierto probablemente hablarían de ello; y como en todas partes existen lenguas maliciosas, nunca interpretarían correctamente sus discrepancias con las flotas inglesa y española, sino que simplemente tomarían partido por el más fuerte en contra del más débil.

Y los hombres suspiraron, y cantaron la canción del cabrestante, y levaron anclas y uncieron los bueyes, y siguieron haciendo su nudo invariable, que nada podía hacer aumentar. Puede parecer extraño que, con todas las velas recogidas por la calma chicha y los bueyes parados, echaran el ancla. Mas la costumbre no se olvida fácilmente y su uso persiste durante bastante tiempo. Cabe preguntarse más bien cuántas de esas costumbres inútiles conservamos nosotros mismos: por ejemplo, los apéndices de la parte posterior de las botas camperas, aunque ya no se tira de ellos, o los lazos de nuestros zapatos de etiqueta, que ni se atan ni se desatan. Los hombres dijeron que así se sentían más seguros y sanseacabó. Shard trazó un rumbo sur cuarta al sudoeste y ese día hicieron diez nudos, mas el siguiente hicieron solamente siete u ocho y Shard tuvo que ponerse al pairo, intentando detenerse.

Llevaban a bordo muchas provisiones de forraje para los bueyes, y para los hombres un cerdo o poco más o menos, una cantidad suficiente de aves de corral, varios sacos de galletas y noventa y ocho bueyes (pues ya se habían comido dos de ellos); y se encontraban a tan sólo veinte millas del agua. Se quedarían allí, dijo el capitán, hasta que la gente se olvidara de sus pasados; alguien inventaría algo, o alguna cosa ocurriría para que la gente se olvidara de ellos y de los barcos que habían hundido. Olvidaba que hay hombres a los que les pagan muy bien por recordar. A mitad de camino del oasis estableció un pequeño depósito donde enterró sus barriles de agua. Tan pronto como se vaciaba un barril, ordenaba que una docena de hombres lo hiciera rodar por turnos hasta el depósito.

Esto lo hacían de noche, manteniéndose ocultos durante el día, y la noche siguiente se ponían en camino en dirección al oasis, llenaban el barril y lo volvían a traer rodando. Así pronto tuvo, a sólo diez millas de distancia, una reserva de agua, desconocida para los más sedientos nativos de África, con la cual podría fácilmente rellenar sus depósitos a voluntad. Permitió que sus hombres cantaran e incluso que encendieran fuego sin motivo. Fueron noches muy alegres, mientras duró el ron; a veces divisaban gacelas que les observaban con curiosidad; otras veces, pasaba cerca algún león y su rugido aumentaba la sensación de seguridad que tenían en el interior de su barco; a su alrededor, uniforme, inmenso, yacía el Sahara.

—Es mejor que una prisión inglesa —decía el capitán Shard.

Y la calma chicha permanecía todavía; ni siquiera susurraba la arena por las noches, acariciada por el viento. Cuando se agotó el ron y su falta empezó a ser problemática, Shard les recordó lo poco que lo habían consumido cuando era lo único que tenían y los bueyes no querían ni mirarlo. Y pasaron lentamente los días cantando, incluso a veces bailando, y las noches alrededor de un prudente fuego en una depresión de la arena, con sólo un vigía, contándose historias de la mar. Era un alivio tras arduas guardias alternadas con cabezadas junto a los cañones, un reposo para sus tensos nervios y sus fatigados ojos; y todos estuvieron de acuerdo en que, a pesar de lo mucho que echaban de menos el ron, el mejor lugar para un barco como el suyo era tierra firme.

Como he dicho fue a 23º de latitud norte y 4º de longitud este donde se oyó por primera y única vez una andanada procedente de un barco. Sucedió así. Habían permanecido allí durante varias semanas y se habían comido diez o tal vez doce bueyes, y en todo ese tiempo no había habido ni un soplo de viento y no habían visto a nadie. Mas una mañana, cuando la tripulación estaba desayunando, el vigía anunció la llegada de la caballería procedente de la costa. Shard, que ya había rodeado su barco de afiladas estacas, ordenó a todos sus hombres que subieran a bordo; el joven corneta, que se vanagloriaba de haber aprendido las costumbres de tierra firme, dio el toque de prepararse a recibir a la caballería.

Shard envió unos hombres con picas a las portillas más bajas, dos más con mosquetes a la arboladura y el resto a los cañones; cambió por balas la metralla o los botes con que cargaba los cañones en caso de sorpresa, despejó las cubiertas, tendió escalas por dentro y, antes de que la caballería se pusiera a tiro, todo estaba listo para recibirla. Los bueyes fueron uncidos para que Shard pudiera maniobrar su barco inmediatamente.

Cuando divisaron por vez primera a la caballería, ésta iba al trote, mas ahora que avanzaba a medio galope. Árabes vestidos de blanco a lomos de excelentes caballos. Shard estimó que serían unos doscientos o trescientos. Cuando llegaron a unas seiscientas yardas del barco, Shard abrió fuego con uno de los cañones; había calculado cuidadosamente la distancia, mas nunca había practicado por miedo a que le oyeran del oasis: el disparo fue alto. El siguiente se quedó corto y rebotó por encima de las cabezas de los árabes. Shard se encontraba ahora a tiro y, cuando dio a los diez cañones restantes de su batería de costado la misma elevación de su segundo cañón, los árabes habían llegado al lugar en donde había caído el último disparo.

La batería de costado alcanzó a los caballos, sobre todo por bajo, y rebotó contra ellos; una bala de cañón golpeó una roca junto a las patas de los caballos, la hizo pedazos, lanzó por los aires los fragmentos contra los árabes con el peculiar chirrido propio de los objetos liberados por los proyectiles de su estado inmóvil e inofensivo, y continuó con ellos en medio de un gran estrépito; sólo con este disparo murieron tres hombres.

—Muy satisfactorio —dijo Shard, frotándose el mentón—. Cargadlo ahora con metralla —añadió bruscamente.

La batería de costado no detuvo a los árabes, ni siquiera redujo su velocidad; sino que se apiñaron todavía más como buscando la compañía en aquellos momentos de peligro, lo cual no deberían haber hecho. Ahora estaban a cuatrocientas yardas, trescientas cincuenta; y entonces, los dos vigías empezaron a disparar de uno en uno los treinta mosquetes cargados que, junto a unas pocas pistolas, estaban apoyados contra la batayola. Cada disparo tuvo su efecto, mas los árabes siguieron todavía avanzando. Ahora galopaban. En aquellos tiempos llevaba algún tiempo cargar los cañones. Trescientas yardas, doscientas cincuenta, y los hombres seguían cayendo. Doscientas yardas.

El viejo Frank, a pesar de su única oreja, tenía una vista atroz. Ahora comenzaron a sonar las pistolas, pues habían disparado ya todos los mosquetes. Ciento cincuenta yardas. Shard había señalado cada cincuenta yardas con pequeños mojones blancos. El viejo Frank y Jack el Malo, desde lo alto de la arboladura, se sintieron bastante inquietos cuando vieron que los árabes habían llegado a aquel pequeño mojón blanco: ambos erraron sus tiros.

—¿Todo listo? —dijo el capitán Shard.

—Sí, sí señor —respondió Smerdrak.

—Bien —dijo el capitán Shard, alzando un dedo.

Ciento cincuenta yardas es una deplorable distancia para ser alcanzado por la metralla (o bote, como la llamamos ahora): los artilleros difícilmente pueden errar y la carga tiene tiempo de esparcirse. Más tarde, Shard estimó que con sólo aquella andanada había alcanzado a treinta árabes y otros tantos caballos. Se habían aproximado unos doscientos de ellos, todavía montados en sus caballos, mas la andanada de metralla los había trastornado, y cuando rodearon el barco parecían indecisos acerca de lo que hacer. Portaban en sus manos espadas y cimitarras, aunque la mayoría llevaba colgando a sus espaldas extraños mosquetes de largo cañón; unos pocos los descolgaron y empezaron a disparar al azar. No podían alcanzar con sus espadas a los compinches de Shard.

De no haber sido por aquella andanada que recibieron, habrían tomado a la fuerza por su mayor número; mas deberían haberse mostrado más firmes, y la andanada lo echó todo a perder. Lo mejor que podían haber hecho era concentrar todos sus esfuerzos en prender fuego al barco, mas no lo intentaron. Parte de ellos pulularon alrededor del navío, blandiendo sus espadas y buscando inútilmente un fácil acceso. Tal vez esperaran encontrar alguna puerta, no eran gente marinera; mas sus jefes les instigaron manifiestamente a ahuyentar a los bueyes, imaginando que el Desperate Lark no dispondría de otros medios de transporte. Cosa que consiguieron hasta cierto punto.

Ahuyentaron a treinta cortando sus tirantes, a otros veinte los mataron en el mismo lugar con sus cimitarras, aunque el cañón de proa les alcanzó por dos veces mientras realizaban su misión, y diez más murieron víctimas desgraciadas del citado cañón de Shard. Antes de que pudieran dispararles por tercera vez desde proa, se alejaron al galope, volviendo a disparar sus mosquetes contra los bueyes y matando a otros tres, y, más que la pérdida de sus bueyes, lo que le preocupaba a Shard era su pérdida de capacidad de maniobra. Se alejaron al galope en el preciso momento en que el cañón de proa estaba listo, y pasaron al costado de babor, donde la batería no pudiera alcanzarles, lo que mostraba, a su entender, un mejor conocimiento del funcionamiento de los cañones de lo que pudieron haber aprendido aquella luminosa mañana. ¿Qué pasaría, pensaba Shard para sí mismo, si trajeran grandes cañones contra el Desperate Lark?

Sólo el pensarlo le hizo denostar al destino. Mas los piratas vitorearon cuando los árabes se alejaron. A Shard sólo le quedaban veintidós bueyes, y entonces alrededor de una veintena de árabes desmontaron, mientras el resto se alejó todavía más, llevándose sus caballos. Los que desmontaron se apostaron detrás de unas rocas, a unas doscientas yardas por el costado de babor, y empezaron a disparar contra los bueyes. Shard, que disponía todavía de un número suficiente de ellos para maniobrar su barco aunque con esfuerzo, lo hizo virar unos puntos hacia estribor a fin de lanzar una andanada contra las rocas. Mas en ese caso no servía la metralla: la única forma de poder alcanzar a algún árabe era que el disparo diera en una de las rocas que los protegían, y eso no era fácil salvo por casualidad; además, cada vez que Shard maniobraba su barco, los árabes cambiaban de posición. La situación se prolongó durante todo el día, mientras los jinetes árabes rondaban, fuera del alcance de los cañones, vigilando los movimientos de Shard. Y cada vez había menos bueyes, tal era la puntería de los árabes, hasta que sólo quedaron diez y el barco ya no pudo maniobrar. Mas entonces se fueron todos a caballo.

Los piratas quedaron encantados; calcularon que a un costado y a otro del barco habrían desmontado a un centenar de árabes, y ellos a bordo no tenían más que un herido: Jack el Malo había sido alcanzado en la muñeca, probablemente por una bala destinada a los artilleros, pues los árabes disparaban alto. Habían capturado un caballo, y sobre los cadáveres de los árabes habían encontrado pintorescas armas y una interesante especie de tabaco. Estaba anocheciendo. Hablaron del combate, bromearon acerca de sus disparos más afortunados, fumaron su nuevo tabaco y cantaron: en conjunto fue la velada más alegre que habían tenido. Mas Shard, solo en el alcázar, paseaba de un lado a otro meditabundo y perplejo, le había amputado a Jack el Malo su mano herida, poniéndole en su lugar un garfio del almacén, pues en estas ocasiones el Capitán hacía de médico y guardaba una media docena de miembros bien proporcionados y, por supuesto, un hacha.

Jack el Malo bajó blasfemando un poco y dijo que se echaría un rato; la tripulación fumaba y cantaba en la arena; Shard se quedó solo. Le turbaba un pensamiento: ¿qué harían los árabes? No parecía existir ninguna razón para que se hubieran ido. Y en lo más recóndito de su mente sólo pensaba en cañones y más cañones. Se persuadió a sí mismo de que no podrían arrastrarlos por la arena, que el Desperate Lark no merecía la pena, que lo habrían dejado por imposible. No obstante sabía en su fuero interno lo que harían. Sabía que en África había muchas ciudades fortificadas, y en cuanto a que su barco mereciera la pena, sabía que a aquellos hombres derrotados no les quedaba ahora otra opción salvo la venganza, y si el Desperate Lark vino por la arena, ¿por qué no los cañones? Sabía que el barco nunca podría resistir a los cañones y a la caballería; tal vez una semana, dos semanas, o incluso tres. ¿Qué más daba el tiempo? Y los hombres cantaron:


Nos vamos de aquí,
Ajá, ajá, ajá,
Una gota de ron para tí y otra para mí,
Y el mundo es tan redondo como la letra O,
Y la mar fluye a su alrededor.


La melancolía invadió a Shard. Hacia el ocaso subió el lugarteniente Smerdrak para recibir órdenes. Shard le mandó que cavara una zanja a lo largo del costado de babor del barco. Los hombres querían cantar y refunfuñaron por tener que cavar, sobre todo teniendo en cuenta que Shard no les había mencionado su temor a los posibles cañones de los árabes; mas el Capitán echó mano a sus pistolas y al final se salió con la suya. Nadie a bordo sabía disparar como el capitán Shard. Eso les ocurre a menudo a los capitanes de barcos piratas, cuya posición es bastante difícil de mantener. La disciplina es esencial para aquellos que tienen derecho a ondear la bandera de la calavera y las tibias cruzadas, y Shard era el encargado de hacerla respetar.

La luna ya había salido cuando terminaron de cavar la zanja a entera satisfacción del Capitán; y los hombres que ésta iba a proteger cuando llegara lo peor estuvieron blasfemando todo el tiempo mientras cavaban. Y cuando la finalizaron, reclamaron un banquete con alguno de los bueyes muertos, y Shard les dejó hacer. Y por primera vez encendieron una inmensa hoguera, quemando la abundante maleza; pensaban que los árabes no se atreverían a volver, y Shard sabía que de nada servía seguir ocultándolo. Los hombres pasaron toda la noche regalándose y cantando, mientras Shard permaneció sentado en su compartimento de cartas náuticas haciendo planes.

Cuando llegó la mañana aparejaron el cúter, así llamaban al caballo capturado, y designaron su tripulación. Como sólo había dos hombres que sabían montar un poco, éstos se convirtieron en la tripulación del cúter. Eran Dick el Español y el contramaestre Bill. Las órdenes de Shard eran que tomaran el mando del cúter por turno y patrullaran durante el día unas cinco millas en dirección noreste, mas que regresaran de noche. Y equiparon el caballo con una bandera al frente de la silla, que de esta forma sería su enseña, y se llevaron un ancla por temor a que se desbocara. Tan pronto como partió Dick el Español, Shard envió a algunos hombres para que llevaran rodando todos los barriles al depósito, donde fueron enterrados en la arena, con órdenes de vigilar al cúter todo el tiempo y, en caso de recibir señales de él, volver lo más rápidamente posible.

Aquel día enterraron a los árabes muertos, quitándoles sus cantimploras y cualquier provisión que llevaran encima, y aquella misma noche enterraron todos los barriles. Nada sucedió durante varios días. No obstante, ocurrió un acontecimiento de singular importancia: un día el viento se levantó, mas como procedía del sur y el oasis estaba al norte de donde ellos se encontraban y pasado éste debían tomar un sendero de camello, Shard decidió quedarse donde estaba. Si hubiera creído que iba a durar, tal vez habría izado velas, mas amainó al atardecer como sabía que ocurriría, y en cualquier caso no era la clase de viento que él quería. Y pasaron más días, dos semanas, sin una brisa.

Los bueyes muertos no se conservaban y tuvieron que matar tres más; ahora solamente quedaban siete. Los hombres nunca habían pasado tanto tiempo sin ron. El capitán Shard había doblado la guardia, ordenando además que durmieran otros dos hombres junto a los cañones. Se habían cansado de sus sencillos juegos y de la mayoría de sus canciones; y sus relatos, siempre inventados, ya no constituían ninguna novedad. Y entonces un día la monotonía del desierto se les echó encima.

El Sahara tiene un encanto especial: un día allí es delicioso, una semana agradable, una quincena cuestión de opinión, mas llevaban ya meses. Los hombres eran perfectamente corteses, mas el contramaestre quería saber cuándo pensaba irse Shard. Cualquier pregunta al capitán de un barco atrapado en el desierto en medio de una calma chicha era irracional, mas Shard respondió que se haría a la vela, ya le avisaría, en uno o dos días. Y pasaron uno o dos días en medio de la monotonía del Sahara, que no tiene igual en las demás partes del mundo. Ni los grandes pantanos, ni las praderas, ni la mar pueden igualarla; sólo el Sahara permanece inalterable al paso de las estaciones, sin que se altere su superficie, sin flores que se marchiten o crezcan, invariable año tras año en centenares y centenares de millas. Y el contramaestre regresó y, quitándose la gorra, preguntó al capitán Shard si era tan amable de comunicarles el nuevo rumbo. Shard dijo que tenía la intención de quedarse hasta que se hubiesen comido tres bueyes más, ya que sólo podían llevarse tres en la bodega. Ahora quedaban solamente seis.

—Mas ¿y si no hubiera viento? —preguntó el Contramaestre.

Y en aquel preciso momento una ligerísima brisa del norte agitó un mechón de pelo del Contramaestre, que permanecía de pie con la gorra en la mano.

—No me hables del viento —dijo el capitán Shard, y Bill se asustó un poco, ya que la madre de Shard había sido gitana.

Mas sólo era una brisa extraviada, un ardid del Sahara. Y pasó otra semana y se comieron dos bueyes más. Ahora obedecían al capitán Shard con ostentación, mas presentaban un aspecto siniestro. Bill volvió de nuevo y Shard le respondió en caló. Así estaban las cosas cuando una calurosa mañana del Sahara el cúter hizo señales. El vigía las comunicó al Capitán y éste leyó el mensaje: Caballería a popa, leyó, y luego un poco más adelante: con cañones.

—¡Ah! —exclamó el capitán Shard.

Shard abrigó un resquicio de esperanza: las banderas ondeaban en el cúter. Por primera vez en cinco semanas soplaba una ligera brisa del norte, tan ligera que apenas se notaba. Dick el Español regresó y fondeó su caballo a estribor, mientras la caballería avanzaba lentamente hacia el costado de babor. No los avistaron hasta llegada la tarde, y mientras tanto estuvo soplando aquella ligera brisa.

—Un nudo —dijo Shard al mediodía—. Dos nudos —dijo al sonar las seis campanadas, y la velocidad siguió aumentando mientras los árabes se acercaban al trote. A las cinco en punto, la tripulación del Desperate Lark pudo vislumbrar doce anticuados cañones de largo alcance sobre carretas arrastradas por caballos, y lo que parecían cañones más ligeros a lomos de camellos. Ahora el viento soplaba un poco más fuerte.

—¿Izamos las velas, señor? —dijo Bill.

—Todavía no —respondió Shard.

A las seis en punto, los árabes estaban a punto de ponerse a tiro del cañón y se detuvieron. Luego siguió una hora de inquietud poco más o menos, mas los árabes no se aproximaban. Evidentemente tenían la intención de esperar a que oscureciera para acercar sus cañones. Probablemente intentaban excavar un parapeto, desde el cual pudieran disparar el cañón sin peligro.

—Estamos haciendo casi tres nudos —dijo Shard para sus adentros, mientras recorría el alcázar de un lado a otro con pasos pequeños y muy rápidos. Y entonces se puso el sol y oyeron rezar a los árabes, y los compinches de Shard maldijeron a voz en grito para demostrarles que eran tan buenos como ellos.

En espera de que llegara la noche, los árabes no se habían acercado más. No sabían hasta qué punto lo deseaba también Shard, quien suspiraba con los dientes apretados, e incluso habría rezado si no hubiera tenido miedo de que el cielo se acordara de él y de sus compinches. Llegó la noche y brillaron las estrellas.

—Izad velas —dijo Shard.

Los hombres acudieron rápidamente a sus puestos, estaban hartos de aquel solitario y silencioso lugar. Subieron los bueyes a bordo y arriaron las velas mayores, y al igual que un amante procedente de ultramar, con el que se ha soñado durante mucho tiempo y al que se ha esperado largamente, como un amigo perdido al que se vuelve a ver pasados muchos años, el viento del norte llegó hasta las velas de los piratas. Y antes de que Shard pudiera evitarlo, unos estruendosos hurras en inglés salieron disparados en dirección a los perplejos árabes. Se pusieron en camino a unos tres nudos y medio y pronto alcanzaron casi los cuatro, mas Shard no quería arriesgarse de noche. El viento se mantuvo favorable toda la noche y, a razón de tres nudos a la hora desde las diez hasta las cuatro, cuando se hizo de día habían perdido de vista a los árabes. Entonces Shard izó las velas y el barco hizo cuatro nudos, y cuando dieron las ocho estaban haciendo cuatro y medio.

Los ánimos de aquellos hombres volubles se elevaron considerablemente y la disciplina llegó a ser absoluta. Mientras hubiera viento en las velas y agua en los depósitos, el Capitán se sentía por lo menos a salvo de un motín. Los grandes hombres únicamente pueden ser vencidos cuando su suerte está al mínimo. Si no habían logrado deponer a Shard cuando sus planes se vieron expuestos a la crítica y él apenas sabía qué hacer, era poco probable que pudieran hacerlo ahora; y, con independencia de lo que pensemos acerca de su pasado y de su forma de vida, no podemos negar que Shard era uno de los hombres más grandes de su tiempo.

De su derrota a mano de los árabes no estaba tan seguro. Era inútil tratar de ocultar sus huellas aun cuando hubiera dispuesto de tiempo; la caballería árabe los podría haber atrapado en cualquier parte. Y tenía miedo de sus camellos con aquellos cañones a bordo; se había enterado de que podían hacer siete nudos y continuar así la mayor parte del día, y aunque algún disparo alcanzase el palo mayor... Olvidándose de temores inútiles, Shard siguió consultando su carta marina pese a que los árabes estaban a punto de alcanzarles. Les dijo a sus hombres que el viento se mantendría favorable durante una semana y, gitano o no, desde luego sabía del viento tanto como un marino necesita saber.

Solo en su compartimento de cartas náuticas, resolvió lo siguiente: los árabes emplearían un par de horas más en sorprenderles y en encontrar su pista y en demorar su partida, digamos tres horas si montaban los cañones en sus parapetos, por lo que comenzarían a atacar a las siete. Suponiendo que los camellos caminaran doce horas diarias a razón de siete nudos, harían ochenta y cuatro nudos al día, mientras que Shard, haciendo tres nudos de diez a cuatro, y cuatro nudos el resto del tiempo, completaría noventa y realmente les tomaría más delantera. Mas llegado el momento, no se arriesgaría a hacer más de dos nudos por la noche mientras el enemigo se mantuviera fuera del alcance de la vista, pues justamente consideraba que navegar de noche por tierra firme era más peligroso que cualquier otra cosa, por lo que también haría ochenta y cuatro nudos diarios. Fue una bonita carrera.

No me he molestado en comprobar si Shard exageró erróneamente sus cifras o si subestimó el paso de los camellos, mas, fuera lo que fuese, los árabes disminuyeron ligeramente su desventaja, pues al cuarto día, a unos cinco nudos de popa de lo que llamaban el cúter, Jack el Español divisó a los camellos a lo lejos y avisó a Shard. Habían dejado atrás a la caballería tal y como Shard supuso que ocurriría. El viento se mantenía favorable, todavía les quedaban dos bueyes, y siempre podrían comerse su cúter, disponiendo de una regular, aunque no abundante, provisión de agua. Mas la aparición de los árabes fue un duro golpe para Shard, ya que le demostraba que no había escapatoria posible; lo que más temía de ellos era sus cañones. Ante sus hombres quitó importancia a este hecho: les dijo que acabarían con el grupo en menos de media hora de enfrentamiento; sin embargo, temía que cuando llegaran los cañones sería sólo cuestión de tiempo que derribaran el aparejamiento o pusieran fuera de uso el gobierno.

En una cosa, y además muy útil, aventajaba el Desperate Lark a los árabes: en el preciso momento en que estaban a punto de descubrirles oscureció y entonces Shard utilizó un farol delantero, como no se había atrevido a hacer la primera noche en que se acercaron los árabes, y con su ayuda lograron hacer tres nudos. Los árabes acamparon al anochecer, y el Desperate Lark adelantó veinte nudos. Mas al siguiente atardecer aparecieron de nuevo en el horizonte, y esta vez avistaron las velas del Desperate Lark. Al sexto día estaban cerca. Al séptimo, mucho más cerca. Y entonces Shard descubrió a través de sus amuras una franja de vegetación: era el río Níger.

Puede que supiera que, durante unas mil millas, el río seguía su curso a través de la selva, o puede incluso que ignorara su existencia; mas lo cierto es que jamás contó a sus hombres cuáles eran sus planes, o si vivía al día como un hombre cuyas horas están contadas. Tampoco me es posible añadir nada a este respecto, basándome en lo que oí a algunos marineros borrachos en ciertas tabernas que yo me sé. Su rostro se mantuvo inexpresivo y su boca cerrada, y su barco siguió el rumbo por él trazado. Al anochecer llegaron al comienzo de la selva, y los árabes acamparon y se retrasaron diez nudos más; el viento había amainado un poco.

Shard fondeó allí, un poco antes del ocaso, y desembarcó en seguida. Al principio exploró un poco la selva a pie. Luego mandó llamar a Dick el Español. Habían izado a bordo el cúter hacía algunos días, al comprobar que no podía resistir más. Shard no sabía cabalgar, mas mandó llamar a Dick el Español y le dijo que debía tomarle como pasajero. Así es que Dick el Español le montó en la parte delantera de la silla, "delante del mástil", como la llamaba Shard, y en seguida se alejaron al galope.

—Tiempo borrascoso —dijo Shard, mas siguió inspeccionando la selva según la atravesaba; y en resumidas cuentas descubrió un lugar en donde la espesura era mucho menor, permitiendo el paso del Desperate Lark, aunque tendrían que talar unos veinte árboles. Shard señaló personalmente los árboles a derribar, mandó a Dick el Español que regresara inmediatamente a vigilar a los árabes y llevó al resto de la tripulación hasta aquellos veinte árboles. Era tremendamente arriesgado: el Desperate Lark quedaba vacío con el enemigo a no más de diez nudos, mas era ya tiempo de tomar medidas drásticas y Shard se arriesgó a abandonar su barco en el corazón de África con la esperanza de que sería compensado, escapando finalmente.

Los hombres trabajaron toda la noche en la tala de aquellos veinte árboles; los que no tenían hachas se tuvieron que conformar con sus leznas y después relevaron a los que sí las tenían. Shard era infatigable; iba de árbol en árbol, mostrando exactamente la forma en que debía caer cada uno y lo que iba a hacerse con ellos cuando fueran derribados. Algunos tenían que ser cortados para que sus ramas no estorbaran a los mástiles, otros porque sus troncos se interponían al paso de las ruedas; en cuanto a estos últimos, el tocón debía ser cepillado y rebajado con sierras, y tal vez una porción del tronco aserrada y apartada. Ése era el trabajo más duro. Y todos eran grandes árboles; por otra parte, si hubieran sido pequeños, serían más numerosos y no habrían podido seguir adelante ni cien metros sin tener que talar alguno de ellos. Shard confiaba en disponer de tiempo para poder hacer todo eso.

Llegaron los primeros resplandores del amanecer y parecía que nunca iban a terminar. Finalmente amaneció y sólo faltaba un árbol por talar; la parte más pesada del trabajo la habían realizado por la noche, y una especie de ímpetu final acabó con todo a excepción de un árbol enorme. Entonces el cúter avisó que los árabes se habían puesto en movimiento. Habían rezado sus oraciones al alba y ahora habían levantado su campamento. Shard mandó inmediatamente a todos sus hombres al barco, excepto a diez, que dejó en el susodicho árbol; siempre tenían la posibilidad de irse, y además, los árabes se habían puesto en marcha sólo diez minutos antes de que ellos llegaran. Shard se metió en el cúter, perdiendo cinco minutos en la operación; luego izó la vela sin ayuda de nadie, lo que le llevó cinco minutos más, y lentamente se puso en camino.

El viento estaba amainando ya y, cuando el Desperate Lark llegó al comienzo de la franja de selva a través de la cual había trazado su rumbo, los árabes estaban a no más de cinco nudos de distancia. Shard había navegado hacia el este una media milla, que debió hacer de noche para estar preparado para el ataque, mas no pudo disponer de tiempo para pensar ni de hombres útiles, ocupados todos en la tala de árboles. Entonces Shard se metió en la selva y los árabes se quedaron atrás. Y cuando vieron que el Desperate Lark penetraba en la selva se apresuraron.

—Estamos haciendo diez nudos —dijo Shard, mientras vigilaba a sus hombres desde cubierta. El Desperate Lark no hacía más de un nudo y medio, pues el viento era flojo al abrigo de los árboles. No obstante, durante algún tiempo todo fue bien. El árbol grande acababa de ser derribado, no muy lejos, y los diez hombres estaban troceando el tronco con sus sierras.

Entonces Shard avistó una rama que no había señalado en la carta náutica y que estaba a punto de alcanzar el extremo superior del palo mayor. Inmediatamente fondeó y envió a un hombre a la arboladura, el cual aserró el palo a medias, haciendo el resto con una pistola; ahora los árabes se encontraban a sólo tres nudos a popa. Durante un cuarto de milla, Shard les condujo a través de la selva hasta llegar al lugar en donde se encontraban los diez hombres y aquel nefasto árbol grande; todavía hubo que rebajarle otro pie a una de las esquinas del tocón para que las ruedas pudieran pasar. Shard envió a todos sus hombres disponibles al tocón y fue entonces cuando los árabes se pusieron a tiro.

Sin embargo, no habían desembalado todavía su cañón. Y antes de que lo montaran, Shard se había largado. Si lo hubieran tenido cargado, podría haber sido diferente. Cuando vieron al Desperate Lark navegando de nuevo, los árabes avanzaron unas trescientas yardas y montaron allí dos cañones. Shard los vigilaba desde su cañón de popa, mas no pensaba disparar. Cuando los árabes comenzaron a disparar, los piratas se encontraban ya a seiscientas yardas; como dispararon prematuramente, los dos cañones fallaron. Y entonces Shard y sus compinches avistaron agua a sólo diez brazas al frente. Shard cargó su cañón de popa con metralla en lugar de proyectiles y en aquel mismo momento los árabes cargaron con sus camellos;venían al galope a través de la selva, portando largas lanzas.

Shard dejó el gobierno a Smerdrak y permaneció junto al cañón de popa. Aunque los árabes estaban a menos de cincuenta yardas no disparó todavía; tenía a su lado, en la popa, a la mayor parte de sus hombres armados con mosquetes. Aquellos lanceros a lomos de camello tenían una gran ventaja sobre los espadachines a caballo: podían alcanzar a los hombres de cubierta. Los piratas podían ver las horribles puntas de hierro de las lanzas; ya los tenían casi encima cuando Shard disparó. Y en aquel mismo momento la reseca y agrietada quilla del Desperate Lark asomó por la ribera más alta del Níger y cayó en picado hacia adelante como si se zambullera. El cañón disparó entre las copas de los árboles, una ola invadió las amuras y barrió la popa, el Desperate Lark se enderezó y comenzó a deslizarse: estaba otra vez en su elemento.

Los piratas contemplaron las cubiertas mojadas y sus ropas goteantes. Agua, dijeron casi perplejos. Los árabes siguieron avanzando un poco más por la selva, mas cuando comprendieron que en lugar de a un solo cañón de popa tenían que enfrentarse a una batería de costado, y se dieron cuenta de que un barco a flote es menos vulnerable todavía a la caballería que en tierra firme, renunciaron a sus planes de venganza y se consolaron con unos versículos de su libro sagrado, que hacen referencia a cómo en otros tiempos y otros lugares nuestros enemigos serán castigados según nuestro deseo. Impulsado por la corriente del Níger, y con la ayuda de ocasionales vientos, el Desperate Lark se dirigió hacia el mar por espacio de unas mil millas.

Al principio, el curso del río seguía un poco hacia el este y luego hacia el sur, hasta llegar a Akassa y de allí a mar abierta. No relataré aquí cómo tomaron peces y patos, ni cómo atacaron por sorpresa alguna aldea ocasionalmente y llegaron por fin a Akassa, pues ya he contado bastante acerca del capitán Shard. Imagínenselos acercándose cada vez más al mar y sintiendo, no obstante, algo parecido a lo que nosotros sentimos por nuestro rey, nuestra patria o nuestro hogar, sentimiento que les abrasaba en su interior no menos ardientemente que a nosotros los nuestros: su pasión por el mar. Imagínenselos aproximándose al mar hasta ver aparecer las aves marinas y sentir los efectos de las brisas de alta mar; entonces, cantarían de nuevo canciones que no habían cantado durante semanas. Imagínenselos finalmente navegando de nuevo por el salado Atlántico.

Ya he contado bastante acerca del capitán Shard y temo fatigarte, amable lector, si añado algo más acerca de tan cruel pirata. En lo alto de una torre, en solitario, yo también estoy cansado. Y, sin embargo, es conveniente que semejante historia sea contada. Un viaje hacia el sur, casi en línea recta, desde las cercanías de Argel hasta Akassa, en un barco apenas equiparable a un yate, constituye un estímulo para los jóvenes.


Garantía para el lector

Desde que puse por escrito en tu honor, amable lector, esta larga historia que escuché en una taberna junto al mar, he viajado por Argelia y Túnez así como por el desierto. Gran parte de lo que vi en esos países parece poner en duda la historia que el marinero me contó. Para empezar, el desierto se encuentra a centenares de millas de la costa y lo atraviesan más montañas de lo que se suele suponer, en particular el Atlas. Es más que posible que Shard lo atravesara por El Cantara, siguiendo la ruta de los camellos, varias veces centenaria; o que pasara por Argel y Bou Saada, a través del desfiladero de El Finita Dem, aunque se trata de un paso bastante dificultoso para los camellos (y mucho más para unos bueyes arrastrando un barco), por cuya razón los árabes lo llaman Finita Dem, que quiere decir Sendero de Sangre.

Si el marinero hubiera estado sobrio cuando me la contó, no me habría atrevido a imprimir esta historia, por miedo a defraudarte, amable lector. Mas ése no fue el caso, como tuve buen cuidado de asegurarme: in vino veritas es un antiguo proverbio de comprobada eficacia, y nunca tuve motivo para dudar de su palabra... a menos que el proverbio mienta. Únicamente aceptaría que me hubiera engañado a mí; mas si resultara también, querido lector, que has sido tú el engañado, lo poco que sé de él, el vulgar chismorreo de aquella vieja taberna cuyas ventanas emplomadas miran al mar, lo contaré inmediatamente a todos los jueces que conozco y será digno de ver cuál de ellos le ahorcará primero. Entre tanto, amable lector, créete la historia en la seguridad de que, si te han dado gato por liebre, el asunto acabará en manos del verdugo.

Lord Dunsany (1878-1957)




Relatos góticos. I Relatos de Lord Dunsany.


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El análisis y resumen del cuento de Lord Dunsany: Una historia de mar y tierra (A Story of Land and Sea), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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