«Sombrío relato, narrador aún más sombrío»: Villiers de l'Isle-Adam; relato y análisis.
Sombrío relato, narrador aún más sombrío (Sombre récit, conteur plus sombre) es un relato fantástico del escritor francés Auguste Villiers de l'Isle-Adam (1838-1889), publicado en la antología de 1883: Cuentos Crueles (Contes Cruels).
Sombrío relato, narrador aún más sombrío, quizás uno de los mejores cuentos de Villiers de l'Isle-Adam de aquella clásica colección, nos sitúa en lo que parece ser una escena cotidiana, una simple conversación, que poco a poco se va tornando cada vez más inquietante.
Sombrío relato, narrador aún más sombrío.
Sombre récit, conteur plus sombre, Villiers de l'Isle-Adam (1838-1889)
Aquella noche yo estaba invitado, oficialmente, a tomar parte en una cena de autores dramáticos, reunidos para festejar el éxito de un colega. Era en B..., el restaurante de moda entre la gente de la pluma. Al principio, la cena fue naturalmente triste.
Sin embargo, tras haber bebido algunas copas de un Léoville añejo, la conversación se animó. Tanto más cuanto que giraba en torno a los incesantes duelos que ocupaban un gran número de las conversaciones parisinas del momento. Cada uno recordaba, con obligada desenvoltura, haber empleado la espada y trataban de insinuar, descuidadamente, vagas ideas de intimidación bajo sabias teorías y guiños sobreentendidos acerca de la esgrima y la pistola.
El más ingenuo, un poco achispado, parecía absorto en la combinación de una parada en segunda que imitaba, por encima del plato, con su tenedor y su cuchillo. Bruscamente, uno de los convidados, el señor D... (hombre experto en los entresijos del teatro, una lumbrera en cuanto a la armazón de cualquier situación dramática, en fin, quien, de todos los presentes, mejor había demostrado entender eso de «provocar un éxito»), exclamó:
—¡Ah!, ¿qué dirían, señores, si les hubiera sucedido mi aventura del otro día?
—¡Cierto! —respondieron los invitados—. ¿No eras el testigo del señor de Saint Sever?
—¡Vamos! ¿Si nos contaras (pero eso sí, francamente) lo que pasó?
—Encantado -respondió D.—, aunque aún se me encoge el corazón al pensar en ello.
Tras algunas silenciosas caladas al cigarrillo, D. comenzó en estos términos [Le dejo, estrictamente, la palabra]:
—La quincena última, un lunes, a las siete de la mañana, fui despertado por la campanilla de la puerta: creí que se trataba de Peregallo. Me entregaron una tarjeta; la leí: Raoul de Saint-Sever. Era el nombre de mi mejor compañero del colegio. No nos habíamos visto desde hacía diez anos.
Entró.
¡Claro que era él!
—¡Hace mucho tiempo que no te estrecho la mano! —le dije—. ¡Ah! ¡Qué contento estoy de volver a verte! Mientras desayunamos hablaremos de otros tiempos. ¿Vienes de Bretaña?
—Ayer mismo llegué —me respondió.
Me puse una bata, serví un poco de Madeira, y, una vez sentado:
—Raoul —continué—, tienes un aire preocupado; soñador... ¿has tomado esa costumbre?
—No, es por la emoción.
—¿Por la emoción? ¿Has perdido en la Bolsa?
Negó con la cabeza.
—¿Has oído hablar de los duelos a muerte? —me preguntó muy sencillamente.
La pregunta me sorprendió, lo confieso: era muy brusca.
—¡Divertida pregunta! —respondí por decir algo.
Y lo observé. Acordándome de sus inclinaciones literarias, creí que venía a consultarme el desenlace de alguna obra suya, creada en el silencio de provincias.
—¡Que si he oído hablar! ¡Pero si mi oficio de autor dramático es urdir, desarrollar y acabar los asuntos de ese género! Los desafíos son mi especialidad y reconocen que en ello soy excelente. ¿No lees nunca las gacetas de los lunes?
—Pues justamente se trata de algo parecido.
Le miré con más atención. Raoul parecía pensativo, distraído. Tenía la voz y la mirada tranquilas, normales. En ese momento tenía mucho de Surville, incluso del Surville de las buenas actuaciones. Yo pensé que estaba bajo la llama de la inspiración y que podía tener talento, un talento incipiente, pero, en fin, algo.
—¡Aprisa! —exclamé con impaciencia—, ¡la situación! ¡Dime la situación! Tal vez ahondándola...
—¿La situación? —respondió Raoul, abriendo mucho los ojos—, pues es de lo más sencillo. Ayer por la mañana, a mi llegada al hotel, encontré una invitación para un baile, esa misma noche, calle Saint-Honoré, en casa de la señora de Fréville. Debía acudir. Allí, en el transcurso de la fiesta (¡juzga lo que tuvo que pasar!) me vi obligado a lanzar mi guante al rostro de un caballero, delante de todo el mundo.
Comprendí que estaba representando la primera escena de su «trama».
—¡Oh!, ¡oh! —dije—, ¿cómo piensas continuarlo? Sí, es un comienzo. ¡Hay juventud, pasión!, pero ¿la continuación?, ¿el motivo?, ¿la trama de la escena?, ¿la idea del drama?, el conjunto? ¡A grandes rasgos!... ¡venga!, ¡va!
—Se trataba de una injuria hecha a mi madre, amigo mío —respondió Raoul, que parecía no escuchar—. Mi madre. ¿Es motivo suficiente?
(Aquí D. se interrumpió, mirando a los invitados que no habían podido impedir una sonrisa con sus últimas palabras.)
—¿Sonríen, señores? —dijo—. Yo también sonreí. El «me bato por mi madre», lo encontraba de un falso y pasado de moda que hacía daño. Era infecto. ¡Veía el drama en escena! El público se hubiera desternillado de risa. Deploraba la inexperiencia teatral del pobre Raoul e iba a disuadirlo de lo que yo tomaba por el abortado plan del más indigesto de los osos, cuando añadió:
—Abajo está Prosper, un amigo bretón: ha venido de Rennes conmigo. Prosper Vidal; me espera en el coche ante tu puerta. En París, sólo te conozco a ti. Bueno: ¿quieres servirme de segundo testigo? Los de mi adversario estarán en mi domicilio dentro de una hora. Si aceptas, vístete deprisa. Tenemos cinco horas de tren desde aquí a Erquelines.
¡Sólo entonces me di cuenta de que hablaba de un hecho real! Me quedé aturdido. Tuvieron que pasar unos momentos para que le estrechase la mano. ¡Yo sufría! No soy más aficionado a la espada que cualquier otro; pero pienso que me habría emocionado menos si se hubiera tratado de mí mismo.
—¡Es verdad!, ¡somos así! —exclamaron los invitados, empeñados en beneficiarse de la observación.
—¡Deberías habérmelo dicho enseguida! —le respondí—. Ya no te haré más escenas. Eso queda para el público. Cuenta conmigo. Baja, me reuniré contigo.
(Aquí D. se detuvo, visiblemente turbado por el recuerdo de los acontecimientos que acababa de referimos.)
—Una vez solo —continuó—, hice mi plan, mientras me vestía a toda prisa. Ya no se trataba de complicar las cosas: la situación (banal, es cierto para el teatro) me parecía archisuficiente en la realidad. Y su aspecto Closerie des Genêts, sin ofender, desaparecía a mis ojos cuando pensaba que lo que iba a jugarse era la vida de mi pobre Raoul. Bajé sin perder un minuto.
El otro testigo, el señor Prosper Vidal, era un joven médico, muy comedido en su aspecto y en sus palabras; un rostro distinguido, algo realista, que recordaba los antiguos Maurice Coste. Me pareció muy apropiado para la circunstancia. Se lo imaginan, ¿no? Todos los presentes, muy atentos, hicieron con la cabeza la señal que esta hábil pregunta exigía.
—Una vez terminada la presentación, llegamos al bulevar Bonne-Nouvelle, donde estaba la casa de Raoul (cerca del Gymnase). Subí. Encontramos en su casa dos señores abotonados de arriba abajo, en su color, aunque un poco pasados de moda también. (Entre nosotros, creo que en la vida real están un poco atrasados.) Nos saludamos. Diez minutos después, habían acordado las condiciones. Pistola, veinticinco pasos, a la cuenta de tres. En Bélgica. Al día siguiente. A las seis de la mañana. En fin, ¡de lo más normal!
—Podrías haber encontrado algo más nuevo —interrumpió, intentando sonreír, el convidado que combinaba estocadas secretas con su tenedor y su cuchillo.
—Amigo mío —respondió D. con amarga ironía—, ¡eres listo!, ¡te crees muy ingenioso!, pero ves siempre las cosas a través de unos anteojos de teatro. Si tú hubieras estado allí, te habrías apuntado, como yo, a la simplicidad. No se trataba de ofrecer, como arma, el cuchillo de papel de l’Affaire Clémenceau. ¡Hay que entender que no todo es comedía en la vida! Yo, ven ustedes, me lanzo fácilmente hacia las cosas verdaderas, las cosas naturales, ¡y que ocurren! No todo está muerto en mí, ¡diablos!... y les aseguro que no fue en absoluto divertido cuando, media hora después, tomamos el tren de Erquelines, con las armas en una maleta. ¡El corazón me palpitaba!, ¡palabra de honor!, más de lo que nunca me ha palpitado en un estreno.
Aquí D. se interrumpió, bebió de un gran trago un vaso de agua: estaba pálido.
—¡Continúa! —dijeron los convidados.
—Les ahorro el viaje, la frontera, la aduana, el hotel y la noche —murmuró D. con una voz ronca.
Nunca había sentido hacia el señor de Saint-Sever una mayor amistad. A pesar de la fatiga nerviosa que sentía, no dormí un segundo. Finalmente amaneció. Eran las cuatro y media, hacía buen tiempo. Había llegado el momento. Me levanté, me eché agua fría sobre la cabeza. Mi aseo no fue muy largo. Entré en la habitación de Raoul. Había pasado la noche escribiendo. Todos nosotros hemos madurado esa escena. Sólo tenía que acordarme de ella para estar a tono. Dormía junto a la mesa, en un sillón: aún ardían las velas. Con el ruido que hice al entrar, se despertó y miró el reloj. Lo esperaba, yo conozco ese gesto. Entonces comprendí qué oportuno es.
—Gracias, amigo mío —me dijo—. ¿Prosper está dispuesto? Tenemos una medía hora de camino. Sería necesario avisarle.
Algunos instantes después, bajamos los tres y, cuando daban las cinco, estábamos en el camino de Erquelines. Prosper llevaba las pistolas. Ciertamente, yo tenía miedo, ¡me oyen! No me avergüenzo de ello. Hablaban juntos de asuntos de familia, como si no sucediese nada. Raoul estaba soberbio, todo de negro, un aire grave y decidido, muy tranquilo, ¡imponía verle tan natural! Una autoridad en su aspecto. ¿Han visto a Bocageli en Rouen, en las obras del repertorio de 1830-1840? Ha tenido aciertos allí, quizás mayores que en París.
—¡Eh!, ¡eh! —objetó una voz.
—¡Oh!, ¡oh!, ¡exageras demasiado! —interrumpieron dos o tres invitados.
—En fin, Raoul me entusiasmaba como nadie lo había hecho —prosiguió D.—, créanlo. Llegamos al lugar al mismo tiempo que nuestros adversarios. Yo tenía un mal presentimiento.
El adversario era un hombre frío, con aspecto de oficial, un hijo típico de buena familia; una fisonomía a lo Landrol; pero menos amplio en su aspecto. Como eran inútiles las divagaciones se cargaron las armas. Yo conté los pasos, y tuve que sostener mi alma (como dicen los árabes) para no dejar traslucir mis apartes. Lo mejor era estar clásico. Mi actuación era contenida. No vacilé. Finalmente se marcó la distancia. Me volví hacia Raoul. Lo abracé y estreché su mano. Yo tenía lágrimas en los ojos, no lágrimas de rigor, sino de las verdaderas.
—Vamos, vamos, mi buen D. —me dijo él—, tranquilidad. ¿Qué es eso?
Ante tales palabras, lo miré. El señor de Saint-Sever estaba magnífico. ¡Se hubiera podido decir que estaba en escena! Lo admiraba. Yo había creído hasta entonces que tal sangre fría sólo existía en el escenario. Los dos adversarios se colocaron el uno frente al otro. Los pies en sus marcas. Hubo una especie de pausa. ¡Mi corazón temblaba! Prosper entregó a Raoul la pistola cargada, preparada; luego, apartando la vista con una espantosa zozobra, volví al primer plano, al lado de la fosa. ¡Y los pájaros cantaban! ¡Yo veía flores al pie de los árboles!, ¡verdaderos árboles! ¡Nunca Cambon ha firmado un amanecer más bello! ¡Qué terrible antítesis!
—¡Uno!... ¡dos! ¡tres! —gritó Prosper, a intervalos regulares, dando palmadas.
Tenía yo tan turbada la cabeza que creí oír los tres golpes del regidor. Una doble detonación sonó al mismo tiempo. ¡Ay! ¡Dios mío, Dios mío!
D. se interrumpió y colocó su cabeza entre las manos.
—¡Vamos!, ¡venga! Sabemos que eres sensible. ¡Acaba! —gritaron por todas partes los convidados, emocionados a su vez.
—Pues bien —dijo D.—, Raoul había caído sobre la hierba, apoyado en su rodilla, tras haber dado una vuelta sobre sí mismo. La bala le había dado en pleno corazón... ¡aquí! (¡Y D... se golpeaba el pecho!) Me precipité hacia él.
—¡Mi pobre madre! —murmuró.
(D. contempló a los invitados, quienes, como gente de tacto, comprendieron esta vez que habría sido de bastante mal gusto repetir la sonrisa de la «cruz de mi madre». El «mi pobre madre» pasó pues como una carta en la oficina de correos; la palabra, si se estaba realmente en situación, era muy plausible.)
—Eso fue todo —retomó D.—. La sangre le salió a borbotones.
Miré al adversario: él tenía un hombro roto. Lo estaban curando. Tomé en mis brazos a mi pobre amigo. Prosper le sujetaba la cabeza.
¡En un minuto, figúrense, recordé nuestros años de infancia; los recreos, las alegres risas, los días de salida, las vacaciones, cuando jugábamos a la pelota!
(Todos los convidados inclinaron la cabeza, para señalar que apreciaban la comparación.)
D., que se exaltaba visiblemente, se pasó la mano por la frente. Continuó en un tono extraordinario y con los ojos fijos en el vacío:
—¡Era como un sueño! Yo lo miraba. Él ya no me veía: expiraba. ¡Y tan sencillo!, ¡tan digno! Ni una queja. Sobrio. Yo estaba sobrecogido. ¡Y dos gruesas lágrimas cayeron de mis ojos! ¡Dos verdaderas! Sí, señores, dos lágrimas. Quisiera que Frederick las hubiera visto. ¡Él las hubiera comprendido! Balbucí un adiós a mi pobre amigo Raoul y lo extendimos en tierra.
Rígido, sin falsa posición —¡sin pose!—, VERDADERO, como siempre, ¡él estaba allí! ¡La sangre en la ropa! ¡Los puños rojos! ¡La frente muy blanca! Los ojos cerrados. Yo sólo tenía este pensamiento: lo encontraba sublime. Sí, señores, ¡sublime! ¡Tal es la palabra! ¡Oh! ¡Aún me parece verlo! Ya no podía más de admiración! ¡Me desmayaba! ¡Ya no sabía de qué se trataba! ¡Estaba confuso! ¡Yo aplaudía! Yo... yo quería llamarlo de nuevo...
Aquí D., que se había enardecido hasta llegar a gritar, se paró bruscamente, luego, sin transición, con una voz muy calmada y con una triste sonrisa añadió:
—¡Lástima! ¡Sí! Hubiera querido llamarlo de nuevo... a la vida.
(Un aprobador murmullo acogió esta feliz palabra.)
—Prosper me llevó consigo.
(Aquí D. se irguió, con los ojos fijos; parecía estar realmente transido de dolor; luego, dejándose caer en su sillón):
—¡En fin!, ¡todos somos mortales! —añadió con una voz muy baja.
(Después bebió un vaso de ron que depositó, ruidosamente, en la mesa, y lo empujó en seguida como un cáliz.)
D., al terminar así, con una voz rota, había acabado cautivando de tal forma a su auditorio, tanto por el lado impresionable de su historia como por la vivacidad de su relato, que cuando se calló, estallaron los aplausos. Yo creí que debía unir mis felicitaciones a las de sus amigos.
Todos estaban muy emocionados. Muy emocionados.
—¡Prestigioso éxito! —pensé.
—¡Realmente, tiene talento este D.! —murmuraba cada cual al oído de su vecino.
Todos se acercaron para estrecharle calurosamente la mano. Yo salí. Unos días después me encontré con uno de mis amigos, un literato, y le narré la historia del señor D. tal y como yo la había oído.
—¡Y bien! —le pregunté yo al acabar—: ¿qué te parece?
—¡Sí! ¡Casi es un cuento! —me respondió tras un silencio—. ¡Escríbela!
Lo miré fijamente.
—Sí —le dije—, ahora puedo escribirla: ya está completa.
Villiers de l'Isle-Adam (1838-1889)
Relatos góticos. I Relatos de Villiers de l'Isle-Adam.
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El análisis y resumen del cuento de Auguste Villiers de l'Isle-Adam: Sombrío relato, narrador aún más sombrío (Sombre récit, conteur plus sombre), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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