«El santuario»: E.F. Benson; relato y análisis


«El santuario»: E.F. Benson; relato y análisis.




El santuario (The Sanctuary) es un relato de terror del escritor inglés E.F. Benson (1867-1940), publicado en la antología de 1934: Más relatos de fantasmas (More Spook Stories).

El santuario, quizás uno de los mejores cuentos de E.F. Benson, relata la historia de un hombre que hereda la vieja propiedad de su tío, naturalmente, una casa embrujada, donde finalmente descubre el oscuro pasado de su linaje, vinculado al satanismo y otros ritos detestables.

En este sentido, El santuario de E.F. Benson se aleja un poco de los clásicos relatos de fantasmas del autor, y se introduce en un plano mucho más siniestro que el de las apariciones fantasmagóricas, por momentos, rozando algunos elementos del horror cósmico.




El santuario.
The Sanctuary, E.F. Benson (1867-1940)

Era enero, y Francis Elton estaba pasando dos semanas de vacaciones en Engadine cuando recibió el telegrama que le anunció la muerte de su tío, Horace Elton, y su derecho de sucesión a una más que considerable fortuna. El telegrama añadía que la ceremonia de cremación de los restos se celebraría aquel mismo día, resultándole imposible acudir a la misma; no existía por tanto ninguna razón por la que debiera acelerar su regreso. En una carta que le llegó dos días más tarde, el notario, el señor Angus, le amplió los detalles:

La herencia consistía por una parte en bienes por la cantidad de 80.000 libras esterlinas, y por otra en la hacienda del señor Elton, situada a las afueras del pequeño pueblo de Wedderburn, en Hampshire. Ésta consistía en una encantadora casa con su respectivo jardín y en unos cuantos acres de terreno edificable. Todo esto le había sido dejado a Francis, pero la finca acarreaba consigo una renta de 500 libras al año a favor del Reverendo Owen Barton.

Francis apenas sabía nada de su tío, el cual se había comportado durante mucho tiempo como un recluso; de hecho hacía ya casi cuatro años que no le veía, desde que había pasado tres días con él en su casa de Wedderburn. Apenas le quedaban vagos aunque ligeramente inquietantes recuerdos de aquella estancia, y en su viaje de regreso, mientras yacía en la litera de aquel bamboleante tren, su cerebro, revolviendo adormecido entre sus enterrados recuerdos, empezó a desenterrarlos. En realidad no estaban nada definidos: consistían principalmente en sugestiones laterales e impresiones oblicuas, cosas observadas, por decirlo de alguna manera, a través del rabillo del ojo, y nunca examinadas de manera directa.

En aquella ocasión era sólo un muchacho que acababa de terminar la escuela y que disfrutaba de las vacaciones veraniegas durante un agosto caluroso y sofocante, y recordaba que su visita se había producido justo antes de ingresar en una academia en Londres para aprender francés y alemán. Allí estaba, ante todo, su tío Horace, y de él conservaba vívidas imágenes. Un hombre de mediana edad, con el pelo grisáceo, grande y extremadamente corpulento, hasta el punto de que la papada ocultaba su cuello, pero a pesar de aquella obesidad, era rápido y de movimientos ágiles, y poseía unos ojos azules alegres e igualmente alertas que parecían estar vigilándole constantemente.

También se encontraban allí dos mujeres, madre e hija, y en cuanto las recordó, sus nombres regresaron también a su memoria: eran la señora Isabel Ray y Judith. Judith, suponía, debía de ser uno o dos años mayor que él, y la primera tarde que había pasado por allí le había acompañado a dar un paseo por el jardín después de cenar. Le había tratado de inmediato como si fuesen viejos amigos, había caminado rodeándole el cuello con un brazo y le había preguntado muchas cosas sobre su escuela, y sobre si había alguna chica que le gustara. Todo muy amistoso, pero francamente embarazoso. Cuando regresaron al interior resultó evidente que la madre le dirigió una señal interrogativa a la hija, y Judith había respondido encogiéndose de hombros.

Entonces la madre le tomó de la mano; le hizo sentarse junto a ella al lado de una ventana, y le habló de la academia a la que iba a acudir: tendría en ella mucha más libertad de la que había tenido en el colegio, suponía, y él parecía la clase de muchacho que sabría hacer un buen uso de ella. Comprobó su francés y descubrió que podía hablarlo bastante correctamente, y le dijo que tenía un libro que acababa de leer y que podría prestárselo. Había sido escrito por aquel exquisito estilista, Huysmans, y se titulaba La-Bas.

No quiso decirle sobre qué versaba, eso lo tendría que descubrir por sí mismo. Durante todo aquel rato sus ojos estrechos y grises estaban fijos en él, y cuando decidió ir a acostarse le condujo hasta su habitación para darle el libro. Allí estaba Judith; ella ya lo había leído y se rió al recordarlo.

—Léelo, querido Francis —dijo—, y después duérmete de inmediato, y mañana podrás contarme qué es lo que has soñado, siempre que no sea desagradable.

El ritmo vibrante del tren hacía que Francis se sintiese adormecido, pero su mente quería seguir desenterrando aquellos fragmentos. En la casa también se encontraba otro hombre, el secretario de su tío, un joven, de quizá veinticinco años, pulcramente afeitado, delgado y tan alegre como los demás. Todos le trataban con una curiosa deferencia, difícil de definir pero fácil de percibir. Aquella noche se había sentado a su lado durante la cena y no había dejado de rellenarle su vaso de vino tanto si quería como si no, y a la mañana siguiente había entrado en su habitación vestido aún en pijama y, sentándose en su cama y contemplándole con una mirada extraña e interrogadora, le preguntó qué tal le iba con el libro, y después le acompañó a darse un baño en la piscina que había al fondo del jardín, oculta por una hilera de árboles.

No necesitaba traje de baño, le dijo, no era necesario, y juntos recorrieron la piscina de un extremo al otro y luego se tumbaron a tostarse al sol. Entonces, de entre los árboles, surgieron Judith y su madre, y Francis, avergonzado, se envolvió rápidamente en una toalla. Cómo se habían reído todos ante su delicioso pudor... ¿Cómo se llamaba aquel hombre? Ah, pero por supuesto, se trataba de Owen Barton, el mismo que había sido mencionado en la carta del señor Angus como Reverendo Owen Barton. ¿Pero por qué «reverendo»?, se preguntó Francis. Quizá se había ordenado con posterioridad.

Durante todo el día habían halagado su belleza, y su modo de nadar y de jugar al tenis: nunca nadie le había prestado tanta atención, todas las miradas se posaban sobre él, tentadoras y atrayentes. Por la tarde su tío había reclamado su presencia: debía acompañarle al piso de arriba y contemplar algunos de sus tesoros. Le condujo hasta su dormitorio y abrió un enorme armario ropero repleto de magníficas vestimentas. Había allí capas con empedrados de oro, estolas y casullas bordadas con perlas y guantes enjoyados, y el propósito de todo aquello era convertir en gloriosos a los sacerdotes que ofrecían sus plegarias al Señor de todas las cosas visibles e invisibles.

Entonces sacó una sotana escarlata de seda gruesa y brillante, y una cota de la muselina más fina, guarnecida desde el cuello y hasta el dobladillo inferior por encajes irlandeses del siglo dieciséis. Eran las vestimentas para el chico que hiciera de monaguillo en la misa, y Francis, a petición de su tío, se despojó de su chaqueta y se cubrió con aquello. Después se descalzó para deslizar sus pies en las silenciosas zapatillas escarlatas que su tío llamó zapatos del santuario. En aquel momento entró Owen Barton, y Francis le oyó susurrarle a su tío:

—¡Dios! ¡Menudo monaguillo! —y después se colocó una de aquellas magníficas capas vestales y le dijo que se arrodillara.

El chico se había sentido completamente desconcertado. ¿A qué estarían jugando?, se preguntaba. ¿Era algún tipo de charada?

Allí estaba Barton, con su cara solemne y ansiosa, levantando su mano izquierda, como si le estuviera bendiciendo: más sorprendente resultaba su tío, relamiéndose los labios y tragando sonoramente, como si se le estuviera haciendo la boca agua. Detrás de aquellos disfraces se ocultaba algo, algo que para ellos significaba mucho. Se sentía incómodo e inquieto, y no estaba dispuesto a arrodillarse, de modo que se deshizo de la cota y de la sotana.

—No entiendo de qué va todo esto —dijo, y de nuevo, al igual que había sucedido entre Judith y su madre, vio que entre los dos hombres se cruzaban preguntas y respuestas. De algún modo, su falta de interés les había decepcionado, pero por lo que a él se refería no se trataba de un tema de interés: lo que sentía era más bien una ligera repulsión.

Se reemprendieron las diversiones: volvieron a jugar al tenis y a bañarse juntos, pero todos parecían haber perdido aquel interés que anteriormente habían demostrado por él. Aquella tarde se vistió para la cena antes que los demás, por lo que se sentó en un profundo sillón situado junto a una de las ventanas de la sala de estar, leyendo el libro que le había prestado la señora Ray. No conseguía avanzar; era demasiado extraño y el uso del francés demasiado rebuscado; pensó que se lo devolvería diciéndole que de momento estaba más allá de su capacidad. Justo en aquel momento entraron ella y su tío: estaban hablando entre sí y no advirtieron su presencia.

—No, no servirá de nada, Isabel —dijo su tío—. No tiene curiosidad, ni propensión a ello: sólo le desagradaría y le alejaría de nosotros. Ésa no es manera de ganar almas. Owen piensa de igual manera. Y además, es demasiado inocente: cuando yo tenía su edad... Vaya, aquí está Francis. ¿Qué estás leyendo, muchacho? ¡Ah, ya veo! ¿Y qué te está pareciendo?

Francis cerró el libro.

—Me rindo —dijo—. No puedo seguir.

La señora Ray se rió.

—Estoy de acuerdo, Horace —dijo—. ¡Pero qué lástima!

De algún modo Francis tuvo la impresión, recordaba, de que habían estado hablando de él. Pero si ese era el caso ¿qué era aquello para lo que no estaba preparado? Aquella noche se había ido a la cama bastante temprano, animado, o así lo creía, por los otros, a los que dejó jugando unas partidas de bridge. Se durmió rápidamente, pero se despertó pensando que había oído cánticos. Entonces se oyeron tres campanadas, seguidas de una pausa y, posteriormente, de otras tres. Estaba demasiado dormido para preocuparse por saber qué era aquello.

Aquella era la suma de sus impresiones, mientras el tren se apresuraba atravesando la noche, de aquella visita hecha al hombre cuyo patrimonio acababa de heredar a condición de que siguiera proporcionando 500 libras al año al Reverendo Owen Barton. Se sorprendió al comprobar lo vívidos y vagamente inquietantes que resultaban sus recuerdos tras pasar cuatro años enterrados en su mente. Mientras se hundía en un sueño profundo volvieron a desvanecerse, y a la mañana siguiente apenas pensó en ellos.

Tan pronto como llegó a Londres acudió a ver al señor Angus. Algunas acciones deberían venderse para poder pagar ciertas tasas, pero la administración del capital era por lo demás cosa fácil. Francis quiso saber algo más sobre su benefactor, pero el señor Angus poco pudo decirle. Durante varios años, Horace Elton había vivido una existencia extremadamente aislada allá en Wedderburn, relacionándose de manera frecuente únicamente con su secretario, el señor Owen Barton. Además de él, había también dos damas que solían acompañarle durante largas temporadas. ¿Cómo se llamaban?... El notario calló intentando recordar.

—¿La señora Isabel Ray y su hija Judith? —sugirió Francis.

—Exacto. Estaban allí a menudo. También, de manera no poco frecuente, solía llegar cierto número de personas a una hora bastante tardía, normalmente a las once, pero a veces más tarde incluso, que permanecían en la casa durante un par de horas antes de volver a marcharse. Todo un poco misterioso. Tan sólo una semana antes de la muerte del señor Elton, se presentó allí toda una congregación. Quince o veinte personas, creo.

Francis permaneció en silencio unos instantes: se sentía como si pequeñas piezas de un puzzle reclamaran ser colocadas en su sitio, pero sus formas eran excesivamente fantásticas...

—Y respecto a la enfermedad de mi tío y a su muerte... —dijo—. La cremación de sus restos se efectuó el mismo día en el que murió; al menos eso es lo que entendí en su telegrama.

—Sí, así fue —dijo el señor Angus.

—¿Pero por qué? Para estar presente en la ceremonia habría tenido que dejarlo todo y regresar inmediatamente a Inglaterra. ¿No resulta un procedimiento algo inusual?

—Sí, señor Elton, fue completamente inusual. Pero hubo buenas razones para ello.

—Me gustaría oírlas —dijo Francis—. Soy su heredero y lo más apropiado hubiera sido que me encontrara presente. ¿Por qué se obró de esa manera?

Angus dudó durante unos instantes.

—Es una pregunta razonable —dijo—, y me siendo obligado a responderle. Aunque para ello deberé retroceder un poco en el tiempo... Su tío mantuvo, aparentemente, un excelente estado físico hasta la semana previa a su muerte. Era muy robusto, cierto, pero también una persona muy activa. Entonces empezó a sufrir ataques. Sus primeras manifestaciones tomaron la forma de dolorosas molestias mentales y espirituales. Por alguna razón pensaba que iba a morir en breve plazo, y la idea de la muerte le producía un pánico y un terror anormales. Me telegrafió porque quería cambiar su testamento. Yo estaba fuera de Londres y no pude acercarme a su casa hasta el día siguiente, pero para entonces ya estaba demasiado enfermo como para dar instrucciones coherentes. Su intención, según creo, era dejar al señor Owen Barton fuera.

De nuevo el abogado se detuvo.

—Descubrí —continuó—, que el mismo día que yo llegué a Wedderburn, pero por la mañana, había hecho llamar al cura de su parroquia, y que se había confesado. En qué consistió la confesión, por supuesto, no tengo ni la más remota idea. Hasta entonces había mostrado pánico por la muerte, pero físicamente seguía siendo el mismo. Sin embargo, inmediatamente después, una horrible enfermedad le invadió. Y la palabra justa es ésa: invasión. Los doctores que llegaron de Londres y Bournemouth no supieron de qué se trataba. Algún microbio desconocido, supusieron, que atacaba rápida y vorazmente tanto la piel como los tejidos y el hueso. Era como si se estuviera corrompiendo y pudriendo por dentro, como si ya estuviese muerto... Ciertamente, no sé de qué le servirá que le cuente esto.

—Quiero saberlo —dijo Francis.

—De su interior surgían organismos vivos como podrían hacerlo del interior de un cadáver. Sus enfermeras tenían que salir a vomitar cada dos por tres. Su habitación estaba constantemente repleta de moscas; moscas enormes y rollizas que invadían las paredes y la cama. Él seguía consciente, y persistía en su irracional pánico frente a la muerte, en unos momentos en los que cualquiera pensaría que su alma se mostraría agradecida de poder abandonar aquella morada.

—¿Estaba el señor Owen Barton con él? —preguntó Francis.

—Desde el momento en el que el señor Elton se confesó, se negó a volver a verle. Tan sólo en una ocasión entró en su habitación, produciéndose una espantosa escena. Su tío empezó a gritar y a chillar aterrorizado. Tampoco quiso ver a ninguna de las damas que ya hemos mencionado: ¿por qué, pese a todo, continuaron residiendo en la casa? No lo sé. Entonces, la última mañana de su vida, cuando ya no podía ni hablar, escribió un par de palabras sobre un trozo de papel: parecía que quería recibir la extremaunción. De modo que se avisó al párroco.

El viejo abogado se detuvo una vez más: Francis vio que sus manos estaban temblando.

—Entonces sucedió algo horrible —dijo—. Yo estaba en la habitación, ya que él me había hecho señas para que me acercara, y lo vi todo con mis propios ojos. El párroco había servido el vino en el cáliz, y había colocado la hostia sobre la bandeja. Estaba a punto de consagrar los elementos cuando una nube de aquellas moscas de las que le he hablado se abalanzaron sobre él. Se introdujeron en el cáliz como un enjambre de abejas y se posaron a cientos sobre la bandeja; en un par de minutos el cáliz estaba seco y la hostia había sido devorada. Entonces, como huéspedes satisfechos, podría decirse, se arrojaron sobre el rostro de su tío, cubriéndole de tal modo que resultaba imposible verle. Empezó a jadear y a atragantarse: a continuación sufrió una convulsión y se retorció. Después, gracias a Dios, todo terminó.

—¿Y después? —preguntó Francis.

—Ya no había moscas. Nada. Pero fue necesario incinerar el cuerpo de inmediato, y también su cama. ¡Fue espantoso, espantoso! Jamás se lo hubiera contado si no me hubiera presionado.

—¿Qué hicieron con las cenizas? —preguntó Francis.

—Ya verá que hay una cláusula en el testamento, ordenando que sus restos fuesen enterrados al pie del árbol del amor de Judas que hay junto a la piscina del jardín en Wedderburn. Así se hizo.

Francis era un joven bastante poco imaginativo, poco dado a los titubeos supersticiosos y a especular inútilmente, y aquella historia, por muy sugerente que fuese, y por muy repleta de espantosos matices que estuviera, no captó su interés ni le llevó a la creación de inquietantes fantasías. Resultaba horrible, cierto, pero ya se había terminado. Acudió a Wedderburn durante la Pascua, con una hermana suya viuda y con su hijo de once años, y a los tres les encantó la casa. Pronto acordaron que Sybill Marsham alquilaría su casa de Londres durante los meses del verano para establecerse allí. Dickie, que era un niño delicado, bastante extraño y enfermizo, podría beneficiarse del aire campestre, y Francis a su vez se beneficiaría de dejar el lugar a cargo de su hermana y de encontrarlo ocupado y acomodado cada vez que pudiera escabullirse de su trabajo.

La casa era de ladrillo y madera, tenía capacidad para una docena de personas, y estaba a un nivel más alto que el del pequeño pueblo. Francis la recorrió tan pronto como llegó a ella, y se asombró de cómo reaparecían en su memoria hasta los más mínimos detalles de su fisonomía a medida que la iba recorriendo. Allí estaba la sala de estar, con sus altas estanterías repletas de libros y sus profundos sillones enfrentados al jardín, en uno de los cuales se había sentado sin ser observado por su tío y la señora Ray cuando entraron hablando en la sala. En la parte superior se encontraba el dormitorio artesonado de su tío, que se propuso ocupar él mismo, con su enorme armario repleto de vestimentas. Lo abrió: allí estaban, cubiertos por papel de seda, lanzando destellos escarlatas y dorados, los más depurados linos jamás decorados con la cordelería irlandesa... un débil olor a incienso los recubría.

A su lado estaba la sala de estar de su tío, y un poco más allá la habitación en la que él había dormido en anteriores ocasiones, y que ahora sería ocupada por Dickie. Aquellas habitaciones se hallaban en la parte frontal de la casa, mirando hacia el este por encima del jardín, y salió al exterior para renovar su familiaridad con él. Bajo las ventanas se extendían los macizos de flores, alegremente coloridos por los brotes primaverales; después había una extensión de césped y, más allá, se encontraba la fila de árboles que ocultaba la piscina. Recorrió el sendero que se abría paso por encima del césped, rodeado de tapices de primaveras y anémonas, y llegó hasta el claro que rodeaba al agua. La piscina se hallaba al fondo del todo, junto a la compuerta contra la que chapoteaba ruidosamente el agua del canal que proporcionaba el líquido, y que llegaba rebosante debido a las lluvias de marzo.

En el extremo más alejado se imponía un árbol del amor de Judas gloriosamente cargado de flores, que se reflejaba sobre la inmóvil superficie del agua. En algún lugar bajo aquellas ramas cargadas de capullos rojos estaba enterrada la urna con las cenizas. Paseó alrededor de la piscina: allí se estaba a cubierto de las brisas de abril, y las abejas se afanaban entre los capullos. Las abejas, y también unas moscas enormes y rollizas. Bastantes, por cierto.

Él y Sybil se encontraban sentados en la sala de estar cuando empezó a caer la noche. Un criado entró para anunciarles que el señor Owen Barton había pedido su permiso. Ciertamente, se hallaban en casa, de modo que entró, y Sybil le fue presentada.

—Apenas se acordará de mí, señor Elton —dijo—, pero yo estaba aquí cuando vino usted a visitar a su tío: debió de ser hace cuatro o cinco años.

—Al contrario, le recuerdo perfectamente —dijo Francis—. Nos bañamos y jugamos al tenis juntos. Fue usted muy amable con un muchacho tímido. ¿Sigue viviendo aquí?

—Sí. Compré una casa en Wedderburn poco después de la muerte de su tío. Pasé seis años muy felices junto a él, siendo su secretario, y le tomé cariño a la región. Mi casa se encuentra justo al otro lado de la valla de su jardín, frente a la puerta con pestillo que da al camino del bosque que rodea a la piscina.

La puerta se abrió y entró Dickie. Vio que había un extraño y se detuvo.

—Dile «¿Cómo esta usted?» al señor Barton, Dickie —dijo su madre.

Dickie cumplió el encargo con completa corrección y permaneció allí, contemplándole. Normalmente era un muchacho tímido; pero, tras su inspección, se le acercó de nuevo y apoyó sus manos sobre las rodillas del otro.

—Me gusta usted —dijo con confianza, y se apoyó en él.

—No molestes al señor Barton, Dickie —dijo Sybil con autoridad.

—Oh, pero si no me molesta en absoluto —dijo Barton, y atrajo hacia sí al muchacho para que quedara cómodamente instalado entre sus rodillas.

Sybil se levantó.

—Vamos, Dick —dijo—. Daremos un paseo por el jardín antes de que oscurezca.

—¿Viene él también? —preguntó el muchacho.

—No; se queda para hablar con el tío Francis.

Cuando los dos hombres se hubieron quedado solos, Barton dijo un par de palabras sobre Horace Elton, quien siempre se había comportado con él como un amigo generoso. Su final, afortunadamente breve, había sido terrible, y terrible en especial para él había sido la negativa del moribundo a verle durante los dos últimos días de su vida.

—Su mente, supongo, debió de verse afectada —dijo— por sus espantosos sufrimientos. A veces sucede: la gente se vuelve contra aquellos con los que más intimidad han compartido. A menudo me he lamentado por ello, y lo he sentido mucho... Y le debo una explicación, señor Elton. Sin duda le sorprendería ver en el testamento de su tío que se refería a mí como «reverendo». Es cierto, aunque yo no me aplique el término. Ciertas dudas espirituales y dificultades me hicieron abandonar los votos, pero su tío siempre mantuvo que un sacerdote es siempre un sacerdote. En eso era inamovible, y sin duda tenía razón.

—No sabía que mi tío tuviera interés en los asuntos de la iglesia —dijo Francis—. ¡Ah, había olvidado sus vestimentas! Quizá se tratase de un interés artístico.

—En absoluto. Los consideraba objetos sagrados, consagrados para usos santos... ¿Y podría preguntarle qué ha sido de sus restos? Recuerdo haberle oído expresar en alguna ocasión que quería ser enterrado junto a la piscina.

—Su cuerpo fue incinerado —Dijo Francis—, y las cenizas se enterraron allí.

Barton no se quedó mucho tiempo más, y cuando Sybil regresó se sintió francamente aliviada al ver que se había marchado. Simplemente no le gustaba. Había en él algo extraño, algo siniestro. Francis se rió; a él le parecía bastante buen tipo. Los sueños son, por supuesto, tan sólo un compendio de imágenes mentales recientes y de asociaciones, y un sueño tan vívido como el que tuvo Francis aquella noche podría haber surgido fácilmente de dichos elementos.

Soñó que estaba bañándose en la piscina con Owen Barton, y que su tío, robusto y florido, estaba de pie bajo el árbol del amor de Judas, observándoles. Aquello parecía algo natural, como suele pasar en los sueños: sencillamente no había muerto. Cuando salieron del agua buscó su ropa, pero lo único que encontró fue una sotana escarlata y una cota guarnecida con encajes. También aquello le pareció natural; del mismo modo que se lo pareció el que Barton se cubriera con una capa vestal dorada. Su tío, muy feliz y relamiéndose los labios, se les unió, y cada uno de ellos le tomó de un brazo mientras caminaban en dirección a la casa cantando un himno. A medida que avanzaban, la luz del día se iba extinguiendo, y para cuando hubieron cruzado el césped ya era noche cerrada, y las ventanas de la casa aparecían iluminadas.

Subieron las escaleras, aún cantando, hasta llegar a la habitación de su tío, que ahora era la suya. Había abierta una puerta en la que hasta entonces no se había fijado, situada frente a su cama y desde cuyo interior llegaba un fuerte resplandor. Entonces empezó a sentir que se hallaba inmerso en una pesadilla, ya que sus dos acompañantes le agarraron con fuerza y le empujaron hacia la puerta, mientras él luchaba por liberarse sabiendo que en su interior acechaba algo terrible. Pero paso a paso le fueron arrastrando, pese a su violenta resistencia, y en aquel momento surgió de la puerta un enjambre de enormes y rollizas moscas que zumbaban y se posaban sobre él.

Cada vez llegaban más y más, cubriendo su cara, arrastrándose entre sus ojos, entrando en su boca cada vez que jadeaba buscando aire. El horror creció hasta ser insoportable, y entonces despertó sudando y con el corazón latiendo salvajemente. Encendió la luz, y allí estaba la habitación, en absoluta calma mientras el amanecer comenzaba a iluminar el exterior y los pájaros empezaban a afinar sus cantos.

Los escasos días de vacaciones de Francis pasaron rápidamente. Descendió hasta el pueblo para conocer la casa de Barton, juzgándola una vivienda pequeña y encantadora, y a su propietario un tipo de lo más agradable. Barton cenó con ellos una noche y Sybil llegó a admitir que quizá su primera impresión había sido un poco precipitada. Fue encantador con Dickie, y eso la dispuso en su favor, ya que el muchacho le adoraba. Pronto sería necesario encontrar un tutor para él, y Barton accedió de buen grado a encargarse de su educación. Cada mañana, Dickie trotaba a través del jardín y atravesaba el bosque junto al que se encontraba la piscina hasta llegar a la casa de Barton.

Su carácter enfermizo le había hecho retrasarse en sus estudios, pero ahora se mostraba ansioso por aprender y por complacer a su nuevo instructor, de modo que rápidamente se puso al día. Fue por aquel entonces cuando conocí a Francis, y durante los siguientes dos meses en Londres nos convertimos en buenos amigos. Me contó que hacía poco que un tío suyo le había dejado en herencia una propiedad en Wedderburn, pero hasta el momento ése era el único detalle que conocía de la historia que hasta ahora he registrado. En algún momento de julio me dijo que pretendía pasar allí el mes de agosto. Su hermana, la cual se encargaba de la casa, quería llevar a su hijo a la costa durante la primera o las dos primeras semanas del mes.

¿Querría yo acompañarle y compartir su soledad, lo que de paso me permitiría avanzar con cierto trabajo que se me estaba acumulando sin que nadie me interrumpiera? Parecía un plan realmente atractivo, de modo que una calurosísima tarde que amenazaba tormenta, a principios de agosto, nos desplazamos hasta allí en coche. Owen Barton, que había sido secretario de su tío, me dijo, iba a cenar con nosotros aquella noche.

Cuando llegamos todavía faltaba algo más de una hora hasta el momento de sentarse a cenar, y Francis me invitó, si me apetecía darme un chapuzón, a que estrenara la piscina que había más allá del césped, entre los árboles. Él tenía que dedicarse a resolver varios asuntos caseros, de modo que fui solo. Era un lugar cautivador: el agua, completamente transparente e inmóvil, reflejaba el cielo y el follaje de los árboles. Me desnudé y me sumergí. Floté haciendo el muerto sobre la refrescante superficie, nadé y también buceé, y entonces vi, caminando cerca del extremo más alejado de la piscina, a un hombre extremadamente corpulento que no debía de superar en mucho la mediana edad. Iba vestido de noche, con chaqueta y corbata negra, e instantáneamente asumí que debía de tratarse del señor Barton, que venía desde el pueblo para cenar con nosotros.

Debía de ser por tanto más tarde de lo que me había parecido, así que nadé hasta la caseta en la que se encontraban mis ropas. Cuando salí del agua, miré a mi alrededor. Allí no había nadie. Aquello me sorprendió, aunque sólo fuera ligeramente. Resultaba extraño que hubiera aparecido tan inesperadamente de entre los árboles y que volviera a desaparecer tan súbitamente, pero tampoco era algo que me preocupase excesivamente. Me apresuré a regresar a la casa, me cambié rápidamente y bajé las escaleras, convencido de que iba a encontrar a Francis y a su invitado sentados en la sala de estar. Pero lo cierto es que no hubiera tenido por qué darme tanta prisa, ya que mi reloj me indicó que aún faltaba un cuarto de hora hasta el comienzo de la cena. En cuanto a los otros, supuse que el señor Barton se encontraría con Francis en su propio salón, de modo que elegí un libro al azar para matar el rato y me puse a leer.

Pero cada vez se hacía más oscuro, y cuando me levanté para encender la luz vi a través de la ventana francesa, en el jardín, la figura de un hombre silueteada contra la tormentosa puesta de sol. Estaba mirando hacia la habitación en la que yo me encontraba.

No tuve ni la más mínima duda de que se trataba de la misma persona que había visto mientras me bañaba, y encender la luz no hizo sino confirmármelo, ya que el resplandor cayó directamente sobre su cara. Seguramente el señor Barton, al darse cuenta de que había llegado demasiado pronto, había estado matando el tiempo paseando por el jardín hasta que llegara la hora de la cena. Pero lo cierto es que a mí se me habían quitado las ganas de compartirla con él: le había podido echar un buen vistazo y había en su rostro algo horrible. ¿Era humano? ¿Era terrestre en absoluto? Entonces se retiró lentamente, y de inmediato alguien llamó a la puerta, y oí a Francis descendiendo las escaleras.

Él mismo abrió la puerta: oí unas palabras de bienvenida, y entonces entró en la habitación acompañado de un tipo alto y delgado al que me presentó. Pasamos una velada muy agradable: Barton hablaba de una manera fluida y simpática, y en más de una ocasión se refirió a su amigo y pupilo Dick. A eso de las once se levantó para marcharse, y Francis le sugirió que atravesase el jardín, que representaba una ruta más corta hasta su casa. La amenaza de tormenta aún no se había materializado, aunque el cielo ya se mostraba especialmente cubierto cuando nos despedimos frente a la ventana francesa, en el exterior. Barton pronto fue tragado por la oscuridad. En aquel momento un relámpago provocó un brillante resplandor que me permitió ver en mitad del césped, como si le estuviera esperando, al hombre que había visto ya en dos ocasiones.

«¿Quién es ése?», estuve a punto de preguntar, pero de inmediato percibí que Francis no le había visto, de modo que permanecí en silencio, ya que en aquel momento supe algo que ya había medio imaginado: que el hombre que yo había visto no era de carne y hueso. Un par de gruesas gotas se estrellaron sobre el sendero, y mientras nos refugiábamos en el interior Francis gritó:

—¡Buenas noches, Barton! —y la alegre voz le respondió.

No pasó mucho tiempo antes de que nos fuéramos a la cama, y cuando pasamos frente a su habitación Francis me invitó a verla. Se trataba de una gran cámara artesonada con un enorme armario junto a la cama. Cerca de él colgaba un retrato al óleo de reducido tamaño.

—Mañana te enseñaré lo que hay en el armario —dijo—. Unos artefactos maravillosos... Ése es un retrato de mi tío.

Yo ya había visto aquel rostro aquella tarde. Durante los siguientes dos o tres días no volví a ver a aquel espantoso visitante, pero en ningún momento pude sentirme relajado, ya que notaba su presencia. Qué instinto o qué sentido era el que lo percibía, no lo sé: quizá se tratase tan sólo del pavor que me producía la idea de volver a verle lo que me había producido semejante convicción. Pensé decirle a Francis que debía regresar a Londres; lo que evitó que lo hiciera file el deseo de saber más, y aquello me hizo enfrentarme al miedo. Entonces, muy pronto, empecé a darme cuenta de que Francis parecía tan intranquilo como yo. A veces, mientras estábamos sentados juntos después de cenar, se mostraba extrañamente alerta: se interrumpía en mitad de alguna frase como si algo hubiese atraído su atención, o apartaba la mirada de nuestra partida de bezique y centraba su atención durante un segundo en algún rincón de la habitación o, más a menudo, en el oscuro vacío de la abierta ventana francesa. ¿Acaso había visto algo, me preguntaba, que resultaba invisible para mí y, al igual que hacía yo, temía hablar de ello?

Aquellas impresiones fueron momentáneas e infrecuentes, pero mantuvieron vivo en mí el sentimiento de que allí estaba pasando algo, y que aquel algo, que surgía de la oscuridad y lo desconocido, estaba cobrando fuerza. Había penetrado en la casa y estaba presente en todas partes... Pero luego me encontraba al despertar con unas mañanas tan brillantes y soleadas que me autoconvencía de que me estaba inquietando por nada. Llevaba allí una semana cuando ocurrió algo que precipitó todo lo que sucedió luego. Dormía en la habitación que normalmente ocupaba Dickie, y me desperté una noche sintiéndome incómodamente acalorado. Tiré de una sábana con la intención de retirarla, pero se resistió porque estaba firmemente embutida entre los colchones por el lado de la cama que daba a la pared.

Finalmente conseguí liberarla, y al hacerlo oí algo que caía al suelo con un aleteo. Por la mañana me acordé y encontré bajo la cama un pequeño cuadernillo de notas. Lo abrí perezosamente y encontré una docena de páginas escritas con una caligrafía redonda e infantil. Las siguientes palabras engancharon mi atención: Jueves 11 de julio. Esta mañana he vuelto a ver al tío abuelo Horace en el bosque. Me ha contado algo sobre mí mismo que no he conseguido entender, pero ha dicho que cuando juera mayor me gustaría. No debo decirle a nadie que está aquí, ni tampoco lo que me ha contado. Sólo al señor Barton.

Me importaba un bledo estar leyendo el diario privado de un muchacho. Aquella había dejado de ser una consideración digna de tener en cuenta. Pasé la hoja y encontré otra entrada: Domingo 21 de julio. He vuelto a ver al tío abuelo Horace. Le he dicho que le había contado al señor Barton lo que él me había contado a mí, y que el señor Barton me había contado algunas cosas más, y que estaba satisfecho, y que había dicho que estaba prosperando y que pronto me llevaría consigo a orar. No puedo describir el estremecimiento y el horror que aquellas entradas me provocaron. Convertían a la aparición que yo mismo había visto en algo muchísimo más real y siniestro.

Aquel lugar estaba siendo encantado por un espíritu corrupto y maligno que además intentaba transmitir su corrupción. ¿Pero qué podía hacer yo? ¿Cómo podía yo, sin antes recibir alguna indicación por parte de Francis, decirle que el espíritu de su tío (del cual en aquel momento lo ignoraba todo) no sólo había sido visto por mí, sino también por su sobrino, y que éste estaba siendo influenciado por el primero? Y además estaban aquellas menciones a Barton. Ciertamente, aquello no podía quedar así. Estaba colaborando en aquella tarea maldita. Ante mis ojos empezaba a delinearse un culto de corrupción (¿o quizá estaba siendo demasiado fantasioso?) ¿Y qué significaba aquella frase de que le llevaría a orar? Gracias al cielo, Dickie se hallaba lejos de allí en aquellos momentos, y había tiempo para pensar en el problema. Y en cuanto a aquel lastimoso cuadernillo, lo guardé en un portafolios con cerradura.

El día, en lo que se refiere a signos externos y visibles, transcurrió agradablemente. Dediqué la mañana a trabajar y después los dos pasamos la tarde en el campo de golf. Pero bajo aquella aparente tranquilidad se escondía algo; el descubrimiento del diario no dejaba de intervenir mediante llamadas mentales preguntando:

«¿Qué vas a hacer?» Francis, por su parte, se mostraba turbado; algo le reconcomía y yo no sabía lo que era.

Entre nosotros se imponía el silencio, pero no ese silencio natural y desapercibido que surge entre los que se conocen bien, y que no representa sino un símbolo de su intimidad, sino esos silencios que se imponen entre quienes están pensando en algo sobre lo que temen hablar. Estos últimos habían ido volviéndose cada vez más severos a lo largo del día, se notaba una tensión creciente: todos los temas que tratábamos eran banales, ya que sólo enmascaraban un tema en concreto. Antes de cenar, aquella tarde bochornosa, nos sentamos en el césped, y rompiendo uno de aquellos intervalos silenciosos Francis señaló la fachada de la casa.

—Esto sí que es curioso —dijo—, ¡Mira! La planta baja tiene tres habitaciones, ¿verdad? El comedor, la sala de estar y el pequeño estudio en el que escribes. Ahora mira hacia arriba. Allí también hay tres habitaciones: tu dormitorio, el mío y mi sala de estar. Las he medido. Faltan unos tres metros y medio. Parece como si en alguna parte hubiera una habitación sellada.

Aquello, al menos, era algo sobre lo que merecía la pena hablar.

—¡Qué excitante! —dije—. ¿No deberíamos buscarla?

—Lo haremos. Empezaremos a buscarla tan pronto como hayamos acabado de cenar. Pero hay otra cosa que quería contarte, aunque no tenga nada que ver con esto. ¿Te acuerdas de aquellas vestimentas que te enseñé el otro día? Hace una hora he abierto el armario en el que están guardadas, y un puñado de moscas enormes y rollizas han salido zumbando del interior. Sonaban como una docena de aeroplanos sobrevolando el cielo, lejanas pero fuertes, si entiendes lo que quiero decir. Y después han desaparecido.

De algún modo sentí que aquello que habíamos estado callando estaba a punto de quedar al descubierto. Podría ser perjudicial contemplar... Francis saltó de su silla.

—¡Acabemos de una vez con estos silencios! —gritó—. Está aquí. Mi tío, me refiero. No te lo había contado, pero murió ahogado por un enjambre de moscas. Pidió la extremaunción, pero antes de que el vino pudiera ser sacramentado llenaron el cáliz hasta rebosar. Y sé que está aquí. Parece una chifladura pero es así.

—Ya lo sabía —dije—. Le he visto.

—¿Y por qué no me lo habías dicho?

—Porque pensé que te reirías de mí.

—Hace un par de días lo habría hecho —dijo—, pero ahora desde luego que no. Adelante.

—La tarde que llegamos le vi junto a la piscina. Esa misma noche, cuando estábamos despidiendo a Owen Barton cayó un relámpago, y ahí estaba otra vez, en medio del césped.

—¿Pero cómo supiste que era él? —preguntó Francis.

—Lo supe cuando me enseñaste su retrato aquella misma noche, en tu cuarto. ¿Tú le has visto?

—No. Pero sé que está aquí. ¿Algo más?

Aquella era la oportunidad, no sólo natural sino inevitable.

—Sí, mucho más —respondí—. Dickie también le ha visto.

—¿El niño? Imposible.

La puerta de la sala de estar se abrió y la camarera de Francis nos trajo el jerez en una bandeja. Colocó la jarra y dos vasos sobre la mesa de mimbre que había entre nosotros, y yo le pedí que fuera a mi habitación y que me trajera mi portafolios. Saqué el cuaderno de notas de su interior.

—Anoche encontré esto entre los colchones de mi cama. Es el diario de Dickie. Escucha.

Y le leí el primer extracto.

Francis lanzó una de aquellas rápidas y desconcertantes miradas por encima del hombro.

—Pero estamos soñando —dijo—. Esto es una pesadilla. ¡Dios mío, aquí está pasando algo terrible! ¿Y por qué no debe Dickie contárselo a nadie excepto a Barton? ¿Hay algo más?

—Sí. Domingo 21 de julio. He vuelto a ver al tío abuelo Horace. Le he dicho que le había contado al señor Barton lo que él me había contado a mí, y que el señor Barton me había contado algunas cosas más, y que estaba satisfecho, y que había dicho que estaba prosperando y que pronto me llevaría consigo a orar. No sé qué significa.

Francis saltó de la silla como si tuviera un resorte.

—¡¿Qué?! —gritó—. ¿Llevarle a orar? Espera un momento. Deja que recuerde mi primera visita a este sitio. Yo era un muchacho de diecinueve años, absurda y temblorosamente inocente para mi edad. Una mujer que estaba viviendo aquí me dio un libro para que lo leyera: La-Bas. En aquel entonces no me enteraba de demasiadas cosas, pero ahora sé sobre qué trataba.

—Misas Negras —dije yo—. Adoradores de Satán.

—Sí. Un día mi tío me vistió con una sotana escarlata, y entonces entró Barton, se puso una capa sacerdotal, y dijo algo sobre que yo hiciera de monaguillo. En sus tiempos fue sacerdote, ¿lo sabías? Y una noche me desperté oyendo cánticos y una campana. Por cierto, Barton iba a venir a cenar mañana.

—¿Y qué vas a hacer?

—¿Con él? Aún no lo sé. Pero esta noche sí tenemos algo que hacer. En esta casa han pasado cosas horribles. Debían de llevar a cabo sus misas en alguna habitación, en una capilla. Vaya, ya sabemos en qué consiste ese hueco del que te he hablado hace un momento.

Después de cenar nos pusimos en marcha. En algún lugar del área frontal del primer piso se encontraba aquel espacio que no cuadraba con las dimensiones de las habitaciones. Encendimos las luces de todas ellas, y entonces, saliendo al jardín, vimos que las ventanas del dormitorio de Francis y las de su sala de estar estaban más separadas de lo que deberían. En algún lugar entre ellas, por lo tanto, se escondía aquel hueco al que no parecía haber acceso, de modo que volvimos a subir las escaleras. La pared de su sala de estar parecía sólida, era de ladrillo y madera y estaba atravesada por grandes vigas con escasa separación entre ellas. Sin embargo, la pared de su dormitorio estaba artesonada, y cuando la golpeamos no pudimos oír ningún ruido en la habitación de al lado.

Empezamos a examinarla. Los criados se habían acostado ya, y la casa estaba en silencio, pero mientras nos trasladábamos del jardín al interior y de una habitación a la otra, había podido sentir una presencia que nos vigilaba y nos seguía. Habíamos cerrado la puerta que conectaba su dormitorio con el pasillo, pero en el momento en el que estábamos observando y palpando el artesonado, la puerta se abrió y volvió a cerrarse sola, y algo entró rozando mi hombro al pasar.

—¿Qué ha sido eso? —dije—. Alguien acaba de entrar.

—No importa —dijo Francis—. Mira lo que he encontrado.

En el borde de uno de los paneles había un botón negro, como un timbre de ébano. Lo presionó y tiró hacia sí, y una sección del artesonado se deslizó hacia un lado, revelando una cortina roja que cubría una entrada. La descorrió con un entrechocar de anillas metálicas. El interior estaba oscuro y de él surgía un olor a incienso rancio. Recorrí el marco de la entrada con la mano, encontré un interruptor y la oscuridad se inundó con una luz deslumbrante. En el interior había una capilla. No había ventana, y en su extremo occidental (no en el oriental) reposaba un altar. Sobre él colgaba un cuadro, evidentemente de alguna primitiva escuela italiana, y seguía el patrón de la Anunciación de Fray Angélico. La Virgen se sentaba en un recinto abierto y desde el floreado espacio que la rodeaba el ángel le brindaba su saludo. Sus alas extendidas eran las alas de un murciélago, y su cabeza y su cuello, completamente negros, eran los de un cuervo.

Con la mano izquierda alzada, y no con la derecha, dibujaba el signo de la bendición. La toga de la Virgen era roja y de la más fina muselina, y estaba guarnecida con símbolos repugnantes. Su cara era la de un perro jadeante con la lengua extendida. En el extremo oriental había dos nichos, y en cada uno de ellos reposaba la estatua de mármol de un hombre desnudo, con las inscripciones: «San Judas» y «San Gilles de Rais». Uno estaba agachado recogiendo unas monedas de plata desparramadas a sus pies, el otro se reía mientras contemplaba lascivamente el cuerpo mutilado y puesto boca abajo de un muchacho. El cuarto estaba iluminado por una araña que colgaba del techo: tenía la forma de una corona de espinas, y las bombillas se acomodaban entre una maraña de ramas de plata. Una campana colgaba del techo, detrás del altar.

La primera impresión que tuve mientras miraba aquellas obscenas blasfemias fue de que eran simplemente grotescas, y que no podían tomarse más en serio que los sucios mensajes que algunos escribían sobre las paredes de la calle. Aquella indiferencia pronto se disolvió, y me sobrevino una horrorizada conciencia de la devoción profesada por aquellos que habían diseñado y construido aquellas decoraciones. Diestros pintores y hábiles artesanos las habían realizado para que estuvieran allí, al servicio de todo lo que era malvado; aquel espíritu de adoración vivía en ellas dinámica y activamente. Y la habitación rebosaba con el placer exultante de aquellos que habían llevado a cabo sus adoraciones en su interior...

—Mira esto —me llamó Francis. Señaló un pequeño tablón que había apoyado contra la pared junto al altar.

Sobre él habían situado varias fotografías, una era la de un muchacho sobre el trampolín de la piscina, a punto de saltar.

—Ése soy yo —dijo—. La hizo Barton. ¿Y qué pone debajo? «Ora pro Francisco Elton». Y ésa es la señora Ray, y ése es mi tío, y ahí está Barton, con la capa. Reza también por él, por favor. ¡Esto es una chiquillada!

De repente rompió a reír estrepitosamente. El techo de la capilla estaba abovedado y el eco que produjo fue sorprendentemente fuerte: la habitación se llenó con él. Su risa cesó, pero el eco no. Alguien más se estaba riendo. ¿Pero dónde? ¿Quién? Excepto por la nuestra, la capilla estaba vacía de toda presencia visible. La risa seguía y seguía, y nos miramos el uno al otro asaltados por el pánico. La brillante luz de la araña empezó a disminuir, las sombras empezaron a imponerse, y entre ellas se destilaba una fuerza infernal y mortal. Y a través de la tenue luz pude ver, flotando en el aire y oscilando ligeramente, como si estuviera en mitad de una corriente de aire, el rostro sonriente de Horace Elton. Francis también lo vio.

—¡Lucha! ¡Enfréntate a él! —gritó señalándole—. ¡Profana todo lo que esté santificado! Dios, ¿hueles el incienso y la corrupción?

Rompimos las fotos y destrozamos el tablón sobre el que habían estado. Arrancamos el frontal del altar y escupimos sobre su maldita mesa: la empujamos hasta que volcó y la losa de mármol se partió por la mitad. Arrastramos las dos estatuas que se encontraban en los nichos y las estrellamos contra el suelo. Entonces, horrorizados por el desenfreno de nuestro iconoclastia, nos detuvimos. La risa había cesado y ninguna cara oscilante se balanceaba sobre la oscuridad. Entonces abandonamos la capilla y cerramos la puerta con el panel que la cubría. Francis vino a mi habitación a dormir, y charlamos durante mucho tiempo, preparando nuestros planes para el día siguiente.

Nos habíamos olvidado de destruir el cuadro que colgaba sobre el altar, pero ahora nos serviría en lo que nos proponíamos llevar a cabo. Después nos dormimos, y la noche discurrió sin molestias. Al menos habíamos roto todos aquellos artilugios que habían sido santificados para usos malditos, y aquello ya era algo. Pero aún quedaba una tenebrosa labor por realizar, y el resultado era inconjeturable. Barton vino a cenar a la noche siguiente, y en la pared, frente a su silla, colgaba el cuadro de la capilla. Al principio no se fijó en él, ya que la habitación estaba bastante oscura, aunque no lo suficientemente oscura como para necesitar luz artificial. Se mostró alegre y vivaz como siempre, habló entretenida e inteligentemente y preguntó cuándo regresaría su amigo Dickie. Cuando estábamos acabando de cenar se encendieron las luces, y entonces vio el cuadro. Yo le estaba observando, y el sudor empezó a brotar de su cara, la cual había adquirido en un instante el color del barro. Después se recompuso.

—Qué cuadro tan extraño —dijo—. ¿Estaba aquí antes? Creo que no.

—No: estaba en una habitación del primer piso —dijo Francis—. ¿Me preguntaba sobre Dickie? Lo cierto es que no sé con seguridad cuándo regresará. Hemos encontrado su diario, y de momento creo que deberíamos hablar sobre eso.

—¿El diario de Dickie? ¡Vaya! —dijo Barton, y se humedeció los labios con la lengua.

Creo que adivinó que le aguardaba una situación desesperada, y me imaginé a un hombre condenado a ser ahorcado esperando en su celda a que llegase la hora, rodeado por sus guardianes, tal y como Barton esperaba en aquel momento. Se sentó apoyando un codo sobre la mesa y sosteniendo su frente con la mano. En aquel momento un criado trajo el café y nos dejó.

—El diario de Dickie —dijo Francis tranquilamente—. Su nombre figura en él. Y también el de mi tío. Dickie le ha visto en más de una ocasión. Pero, claro, eso usted ya lo sabía.

Barton bebió de su vaso de coñac.

—¿Me está contando una historia de fantasmas? —dijo—. Le ruego que siga.

—Sí, en parte se trata de una historia de fantasmas, aunque no del todo. Mi tío, su fantasma, si lo prefiere usted, le contó ciertas historias y le dijo que debería mantenerlas en secreto salvo con usted. Y usted le contó algunas más. Y le dijo que debería ir a orar con usted dentro de poco. ¿Dónde iba a suceder eso? ¿En esa habitación que pende sobre nosotros?

El coñac le había otorgado al condenado un valor momentáneo.

—Una sarta de mentiras, señor Elton —dijo—. Ese muchacho tiene una mente corrupta. Me contó cosas que ningún chico de su edad debería saber: y se divirtió a su costa y se rió con ellas. Quizá debería habérselo dicho a su madre.

—Es demasiado tarde para pensar en eso ahora —dijo Francis—. El diario del que le acabo de hablar estará mañana a las diez en punto en manos de la policía. También inspeccionarán la habitación de arriba en la que usted ha vestido el hábito para celebrar sus Misas Negras.

—¡No, no! —gritó—. ¡No haga eso! ¡Se lo suplico y se lo imploro! Le confesaré la verdad. No ocultaré nada. Mi vida ha sido una blasfemia. Pero lo siento: me arrepiento. De ahora en adelante abjuro de todas esas abominaciones: renuncio a todas ellas en nombre de Dios Todopoderoso.

—Demasiado tarde —dijo Francis.

Y entonces, el horror que aún me atormenta empezó a manifestarse. Aquel desdichado se echó hacia atrás en la silla, y de su frente surgió un gusano que fue a caer sobre su blanca camisa, donde se quedó retorciéndose. En aquel momento, sobre nuestras cabezas, se oyó el sonido de una campana, y Barton se puso rápidamente en pie.

—¡No! —gritó de nuevo—. Me retracto de todo lo dicho. No abjuro de nada. Y mi Señor está esperándome en el santuario. Debo darme prisa y ofrecerle mi humilde confesión.

Con los movimientos de un animal sigiloso se escurrió de la habitación y oímos sus pasos subiendo ligeramente las escaleras.

—¿Has visto eso? —susurré—. ¿Y qué hacemos ahora? ¿Está ese hombre en su sano juicio?

—Ya no está en nuestras manos —dijo Francis.

Se oyó un golpe en el techo, como si alguien se hubiera caído, y sin mediar palabras subimos corriendo al dormitorio de Francis. La puerta del armario en el que estaban guardadas las vestimentas estaba abierta, y algunas yacían en el suelo. El panel también estaba abierto, pero en su interior sólo había oscuridad. Aterrorizado por lo que pudieran encontrar nuestros ojos, tanteé en busca del interruptor y encendí la luz. La campana que había sonado hacía un par de minutos seguía moviéndose, aunque ya no repicaba. Barton, vestido con su capa vestal bordada de oro, yacía frente al altar, derrumbado, con la cara agitándose, crispada. Entonces cesó todo movimiento, un estertor surgió de su garganta, y su boca se abrió. Enjambres de enormes moscas que llegaban de ninguna parte se posaron sobre él.

E.F. Benson (1867-1940)




Relatos góticos. I Relatos de E.F. Benson.


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El análisis y resumen del cuento de E.F. Benson: El santuario (The Sanctuary), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Unknown dijo...

Quedé bastante complacido con este relato, es en verdad extraordinario. En mi opinión, yo diría que sí se puede enmarcar dentro del horror cósmico. Cuestión de enfoques e interpretaciones. Quizá podríamos considerar las apariciones del tío como proyecciones desde otra dimensión. En fin, lo que sí es incuestionable, es que la estructura y el argumento del cuento sigue el típico script de la mayoría de los relatos pertenecientes al horror cósmico. ¿Qué elementos le faltan a este relato para ser considerado dentro del horror cósmico? Quizá la consulta de antiguos y ominosos libros y uno que otro tentáculo por mencionar algunos. Saludos y muchas gracias por este magnífico espacio de lectura y consulta.

Rodrigo dijo...

Es un relato que tiene partes francamente incomodas



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