«La nave de piedra»: William Hope Hodgson; relato y análisis


«La nave de piedra»: William Hope Hodgson; relato y análisis.




La nave de piedra (The Stone Ship) es un relato de terror del escritor inglés William Hope Hodgson (1877-1919), publicado originalmente en la edición de julio de 1914 de la revista The Red Magazine —con el título: El misterio del barco en la noche (The Mystery of the Ship in the Night)— y luego reeditado en la antología de 1916: La suerte de los fuertes (The Luck of the Strong).

La nave de piedra, probablemente uno de los mejores cuentos de W.H. Hodgson, narra una serie de extraños acontecimientos sufridos por la tripulación del Alfred Jessop, quienes tras atravesar las aguas tempestuosas producto de un sismo en el lecho oceánico, finalmente descubren una misteriosa embarcación petrificada surgida de las profundidades, la cual es habitada por extrañas y abominables criaturas de un pasado remoto.

En este sentido, La nave de piedra es uno de los grandes clásicos del relatos del mar de la época, que en cierta forma prefigura los horrores subacuáticos H.P. Lovecraft. De hecho, el surgimiento de la nave de piedra de W.H. Hodgson se asemeja bastante a la aparición de la ciudad sumergida de R'lyeh en la superficie del océano, también producto de un sismo, en La llamada de Cthulhu (The Call of Cthulhu).




La nave de piedra.
The Stone Ship, W.H. Hodgson (1877-1918)

Pasan cosas raras en el mar. Recuerdo que cuando estaba en el Alfred Jessop, un barco pequeño cuyo propietario era el patrón de a bordo, nos encontramos con algo sumamente extraordinario. Hacía veinte días que habíamos salido de Londres y nos habíamos adentrado en los trópicos. Era antes de que me tomara el período de descanso y estaba en el castillo de proa. El día había pasado sin un suspiro de viento y la noche nos encontró con todas las velas inferiores recogidas en los brioles.

Ahora bien, quiero que tomen muy en cuenta lo que voy a decir: Cuando cayó la oscuridad en la segunda guardia, no había una sola vela a la vista; ni siquiera el humo lejano de un vapor y ninguna costa más cercana que África, a unas mil millas al este. Nuestro turno sobre cubierta era de ocho a doce, la medianoche y mi turno de vigía de ocho a diez. Durante la primera hora, caminé de aquí para allá sobre el borde de la parte superior del castillo de proa, fumando la pipa y escuchando la serena. ¿Oyeron alguna vez el tipo de silencio que se puede conseguir en el mar? Tendrían que estar en uno de los antiguos veleros, con todas las luces apagadas, y el mar tan calmo y silencioso como una extraña planicie muerta. Y además deberían contar con una pipa y la soledad del castillo de proa, con el cabestrante para apoyarse mientras escuchan y piensan. Y rodeándolos por completo, extendiéndose por millas y millas, solamente y siempre el enorme silencio del mar, desplegándose mil millas marinas en toda dirección, hacia la noche eterna, pensativa.

Y ni una luz en ningún sitio, sobre el desierto de las aguas, ni un sonido, como ya dije, salvo el tenue quejido de los mástiles y los aparejos, cuando se rozan y gimen un poco ante el oscilar ocasional e invisible de la nave. Y de pronto, atravesando todo ese silencio, oí la voz de Jensen desde los últimos escalones de estribor, que decía:

—¿Oíste eso, Duprey?

—¿Qué? —pregunté, alzando la cabeza de golpe.

Pero mientras preguntaba, oí lo que él oía: el sonido constante de una corriente de agua, exactamente como el ruido de un arroyo que baja por el flanco de una colina. ¡Y con seguridad el extravagante sonido estaba a menos de ciento ochenta metros a babor de la proa!

—¡Por Dios! —dijo la voz de Jensen, surgiendo de la oscuridad—. ¡Esto es condenadamente extraño!

—¡Cállate! —susurré y crucé descalzo hasta la baranda de babor, donde me incliné en la oscuridad, mirando hacia donde provenía el curioso sonido.

El ruido de un arroyo corriendo colina abajo continuaba, pero no había el menor arroyo por mil millas en cualquier dirección.

—¿Qué es? —dijo otra vez la voz de Jensen, apenas más alta que un susurro. Bajo él, sobre la cubierta principal, se oían varias voces más interrogándose:

—¡Escuchen!

—¡Dejen de hablar!

—¡Allá!

—¡Oigan!

—¡Dios me libre! ¿Qué es?

Y después la voz de Jensen murmurándoles que hicieran silencio. Siguió un minuto entero en el que todos oímos el arroyo donde no podía correr ningún arroyo; y después llegó, surgiendo de la noche, un brusco sonido ronco, increíble: —uuaze, uuaze, arrr, arrr, uuaze— una tremenda especie de croar, profundo y por algún motivo abominable, saliendo de la negrura. En el mismo instante, me descubrí olfateando el aire. Había un curioso olor rancio, que se filtraba a través de la noche.

—¡Los de vigilia en la proa! —oí que voceaba el primero de a bordo, en la popa—. ¡Los de la proa! ¡Qué demonios están haciendo!

Los oí bajar estrepitosamente la escalera de babor de la cubierta de popa y después el sonido de los pasos corriendo sobre la cubierta mayor. Simultáneamente hubo un sordo resonar de pies descalzos, cuando el turno de descanso salió corriendo del castillo de proa, debajo de mí.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! —gritaba el primer oficial, mientras se lanzaba hacia la parte superior del castillo de proa—. ¿Qué pasa?

—Es algo a babor de la proa, señor —dije—. ¡Una corriente de agua! Y esa especie de aullido… Sus prismáticos nocturnos —sugerí.

—No puedo ver nada —gruñó, mientras miraba a través de la oscuridad—. Hay una especie de niebla. ¡Puf, qué hedor demoníaco!

—¡Miren! —dijo alguien abajo, sobre cubierta—. ¿Qué es eso?

Lo vi en el mismo instante y tomé al primer oficial del codo.

—Mire, señor —dije—. Hay una luz allí, a unas tres cuartas de la proa. Se está moviendo.

El primer oficial estaba mirando con los prismáticos nocturnos y de pronto me los puso en las manos:

—Fíjese si puede distinguirlo —dijo y de inmediato hizo bocina con las manos alrededor de la boca gritando hacia la noche—: ¡Eh, allí! ¡Eh, allí! ¡Eh, allí! —con la voz perdiéndose en el silencio y la oscuridad que nos rodeaban.

Pero no hubo respuesta comprensible, sólo aquel incesante ruido infernal de un arroyo corriendo en el mar, a mil millas de cualquier arroyo de la tierra y a lo lejos, a babor de la proa, un vago resplandor informe. Me llevé los prismáticos a los ojos y miré. La luz era más grande y más brillante vista con los binoculares; pero no pude descifrar qué era, sólo percibí un resplandor opaco, alargado, que se movía incierto en la oscuridad, aparentemente a unos ciento ochenta metros, sobre el mar.

—¡Eh, allí! ¡Eh, allí! —voceó el primer oficial otra vez. Después, a los hombres de abajo—: ¡Silencio sobre cubierta!

Siguió un minuto de intensa quietud, durante el que todos escuchamos; pero no hubo sonido, salvo el ruido constante del agua corriendo pareja. Yo estaba observando el curioso resplandor y lo vi apagarse de golpe ante el grito del primer oficial. Un momento después vi tres luces opacas, una bajo la otra, que se encendían y apagaban de modo intermitente.

—¡Deme los prismáticos! —dijo el primer oficial y me los arrebató. Miró con atención durante un momento; después juró y se volvió hacia mí—¿Pudo distinguir de qué se trata? —preguntó con aspereza.

—No sé, señor —dije—. Estoy confundido. Tal vez sea electricidad o algo por el estilo.

—¡Oh, infiernos! —replicó y se inclinó bien hacia afuera de la baranda, mirando con fijeza—. ¡Dios! —dijo, por segunda vez—. ¡Qué olor!

Mientras hablaba ocurrió algo extraordinario. Se oyó una serie de estallidos en la oscuridad, que en el silencio parecieron tan intensos como el sonar de cañones pequeños.

—¡Están disparando! —gritó de pronto un hombre sobre la cubierta principal.

El primer oficial no dijo nada; se limitó a olfatear el aire con violencia.

—¡Por Dios! —murmuró—. ¿Qué es esto?

Me llevé la mano a la nariz porque había un hedor terrible, a osario, que llenaba la noche sobre nosotros.

—Tome los prismáticos, Duprey —dijo el primer oficial, después de unos minutos más de observación—. No lo pierda de vista. Voy a llamar al capitán.

Se abrió paso a empujones por la escalera y corrió hacia la popa. Unos cinco minutos más tarde, regresó a proa con el capitán y el segundo y el tercero de a bordo, todos en camisa y pantalón.

—¿Algo nuevo, Duprey? —preguntó el primer oficial.

—No, señor —dije y le devolví los prismáticos—. Las luces han vuelto a desaparecer y creo que la niebla es más espesa. El sonido de la corriente de agua sigue.

El capitán y los tres oficiales se quedaron parados cierto tiempo junto a la baranda de babor del techo del castillo de proa, observando con los prismáticos nocturnos y escuchando. El primer oficial gritó dos veces, pero no hubo respuesta. Los oficiales intercambiaron algunas palabras y conjeturé que el capitán estaba pensando en investigar el asunto.

—Apreste uno de los botes salvavidas, señor Gelt —dijo, al fin—. El barómetro está firme; no habrá viento durante unas horas. Elija media docena de hombres. Selecciónelos en cualquiera de los dos turnos, si quieren venir. Volveré en cuanto me ponga la casaca.

—Duprey, diríjase a popa, y algunos de ustedes también —dijo el primer oficial—. Sáquenle la cubierta al bote de babor y bájenlo.

—Sí, sí, señor —contesté y me dirigí a popa con los demás.

Tuvimos el trote en el agua en veinte minutos, la cual es buen promedio para un velero, ya que por lo, general los botes son empleados como depósito de todo tipo de aparejos y herramientas. Yo era uno de los hombres que irían en el bote, con otros dos de mi turno y uno de estribor. El capitán bajó al bote por el extremo de una de las drizas mayores y el tercero de a bordo tras él. Este último tomó la caña del timón y dio órdenes de partir. Nos apartamos del navío y el patrón de a bordo nos indicó que detuviéramos los remos un momento, mientras determinaba el rumbo a seguir. Se inclinó hacia adelante para escuchar y todos hicimos lo mismo. El sonido de la corriente de agua se oía muy nítida a través de la serenidad del mar, pero me pareció que no era tan intensa como antes.

Ahora recuerdo que noté lo palpable que se había vuelto la niebla, una especie de neblina cálida, húmeda, muy poco densa, pero lo suficiente como para oscurecer, bien la noche y ser visible, en lentos remolinos de vapor tenue, alrededor de la luz lateral de babor, semejante a una nubosidad roja arremolinándose a través del rojo resplandor de la lámpara. No había otro sonido en ese momento, aparte del agua que corría; el capitán, después de tenderle algo al tercero de a bordo, dio órdenes de remar. Yo remaba cerca de los oficiales y así pude ver difusamente que el capitán le había pasado un pesado revólver al tercero de a bordo.

—¡Caramba! —pensé para mis adentros—. Así que el viejo tiene noción de que hay algo realmente peligroso allá afuera.

Deslicé con un movimiento rápido una mano a la espalda para asegurarme de que podría sacar sin contratiempos el cuchillo de la vaina. Remamos sin dificultad durante tres o cuatro minutos, con el sonido del agua haciéndose cada vez más nítido en algún punto de la oscuridad, adelante; a popa, un vago resplandor rojizo que atravesaba la noche y el vapor, nos indicaba dónde estaba nuestra nave. Remábamos fácilmente cuando de pronto el remero de proa murmuró:

—¡Buen Dios! —inmediatamente después hubo un fuerte sonido a agua salpicando sobre el costado del bote.

—¿Qué pasa en la proa? —preguntó el patrón con aspereza.

—Señor, hay algo en el agua, que entorpece el remo —dijo el hombre.

Dejé de remar y miré a mi alrededor. Todos hicieron lo mismo. Había más sonidos de golpes en el agua, que llovió sobre el bote. Entonces el remero de proa gritó:

—¡Algo me agarró el remo, señor!

Pude advertir que el hombre estaba asustado y de pronto supe que un curioso nerviosismo me había invadido: un temor incierto, incómodo, como el que provocaría el recuerdo de un cuento espantoso, en un lugar solitario. Creo que todos los hombres del bote tenían una sensación similar. Me pareció en ese momento que un silencio definido, bochornoso, nos rodeaba, a despecho del sonido de los golpes sobre el agua y del extraño ruido de una corriente que sonaba en algún punto ante nosotros, sobre el mar oscuro.

—¡Soltó el remo, señor! —dijo el hombre. Bruscamente, mientras él hablaba, llegó la voz del capitán en un rugido:

—¡Remen todos hacia atrás! ¡Por qué demonios no pusieron una linterna en el bote! ¡Atrás ahora! ¡Atrás! ¡Atrás!

Remamos hacia atrás con ferocidad, con toda el alma porque era evidente que el viejo tenía un buen motivo para querer apartar el bote con rapidez. Además, estaba en lo cierto, aunque no sé si lo adivinó o algún tipo de instinto lo hizo gritar en ese momento; sólo estoy seguro de que no pudo haber visto nada en aquella oscuridad absoluta. Como iba diciendo, hizo lo correcto al gritarnos que remáramos hacia atrás porque no nos habíamos movido más de diez metros cuando hubo un tremendo golpe sobre el agua hacia la proa, como si una casa hubiese caído al mar y una ola de regular tamaño se acercó a nosotros desde la oscuridad, elevando la proa y empapándonos de proa a popa.

—¡Buen Dios! —oí que boqueaba el tercero de a bordo—. ¿Qué demonios es esto?

—¡Remen hacia atrás! ¡Atrás! ¡Atrás! —voceó otra vez el capitán.

Después de unos momentos, hizo dar vuelta al timón y nos ordenó que remáramos como de costumbre. Lo hicimos con todas nuestras fuerzas, como podrán imaginarse y en pocos minutos estuvimos junto a la nave.

—Ahora bien, hombres —dijo el capitán, cuando estuvimos seguros a bordo—: No le ordenaré a ninguno de ustedes que venga, pero después que el despensero nos sirva un trago de grog a cada uno, los que deseen pueden venir conmigo y trataremos de averiguar por segunda vez qué obra satánica se está desarrollando ahí afuera.

Se volvió hacia el primer oficial, que había estado haciendo preguntas:

—Oiga, señor —dijo—, no está bien dejar ir el bote sin una lámpara a bordo. Ordene que un par de los muchachos vaya al armario de lámparas y traiga un par de luces de anclaje y esa linterna sorda de cubierta, que usamos por la noche para recoger las cuerdas.

Giró con rapidez hacia el tercero de a bordo:

—Dígale al despensero que apure con el grog, señor Andrews —dijo—, y ya que está, traiga las hachas del armero de mi cabina.

—Ahora bien, hombres —dijo el patrón, mientras tomábamos el trago—, los que vayan a venir conmigo harían bien en tomar un hacha de las que tiene el tercer oficial. Son armas muy buenas en cualquier tipo de contratiempo.

Todos dimos un paso adelante y el capitán lanzó una carcajada, golpeándose el muslo.

—¡Ese es el tipo de cosas que me gusta! —dijo—. Señor Andrews, las hachas no alcanzarán. Traiga el antiguo machete de la despensa. ¡Es una pieza de acero bien pesada!

Trajeron el antiguo machete y el hombre al que le faltaba un hacha lo aferró. Para ése entonces dos de los aprendices habían llenado (¡al menos supusimos que las habían llenado!) dos de las luces de anclaje de la nave; además habían llevado la linterna sorda que empleábamos cuando recogíamos las líneas en una noche oscura. Con las luces, las hachas y el machete nos sentíamos preparados para enfrentar cualquier cosa y volvimos a bajar al bote, con el capitán y el tercero de a bordo detrás de nosotros.

—Aseguren una de las lámparas a uno de los bicheros del bote y átenlo a proa — ordenó el capitán.

Lo hicimos y de este modo la luz iluminaba el agua hacia adelante por unos tres metros haciendo menos probable que algo se acercara a nosotros sin que lo supiéramos. Después soltaron la amarra del bote y remamos una vez más hacia el sonido de la corriente de agua en la oscuridad. Ahora recuerdo que me pareció que nuestra nave había derivado un poco porque los sonidos parecían más lejanos. Habían puesto la segunda lámpara de anclaje a popa del bote y el tercero de a bordo la sostenía con los pies, mientras timoneaba. El capitán llevaba la linterna sorda en la mano y le estaba pellizcando la mecha con la navaja de bolsillo.

Mientras remábamos, di un vistazo por sobre el hombro, pero no pude ver nada, salvo la lámpara y su halo amarillo en la niebla rodeando la proa del bote mientras avanzábamos. A popa, pude ver el apagado resplandor de la luz de babor de nuestra nave. Eso era todo y ni un sonido en todo el mar, podría decirse, salvo el roce de los remos en los soportes y en algún lugar, adelante, aquel curioso ruido a agua corriendo sin cesar, ahora sonando, como he dicho, más leve y al parecer más lejano.

—¡Me agarró el remo otra vez, señor! —exclamó de pronto el remero de proa, poniéndose de pie de un salto. Alzó el remo con un gran salpicón de agua, en el aire, y de inmediato algo se retorció y golpeó en el halo amarillo de luz sobre la proa del bote. Hubo un crujido de madera rota y el bichero se quebró. La lámpara se zambulló en el mar y se perdió. Después, en la oscuridad, hubo un poderoso golpe sobre el agua y un grito del remero de proa—: Se fue, señor. ¡Soltó el remo!

—¡Dejen de remar, todos! —voceó el patrón. La orden no era necesaria porque ni un hombre remaba. Se había puesto en pie de un salto y sacó de un tirón un gran revólver del bolsillo de la casaca. Lo llevaba en la mano derecha y la linterna sorda en la izquierda. Avanzó hacia la proa con rapidez por sobre los remos, de banco en banco, hasta que la alcanzó y allí hizo brillar la luz hacia elagua.—¡Que me maten! —dijo—. ¡Señor del Cielo! ¡Alguien vio alguna vez algo así!

Y dudo que algún hombre haya visto alguna vez lo que entonces vimos; varios metros alrededor del bote el agua estaba saturada y viviente de las anguilas más enormes que haya visto antes o después de ese momento.

—Remen, hombres —dijo el patrón, un minuto después—. Esto no explica el sonido extraño que estuvimos oyendo esta noche. ¡Remen, muchachos!

Se irguió en la proa del bote, haciendo brillar la linterna sorda de un lado a otro y dirigiéndola hacia el agua.

—¡Remen, muchachos! —dijo otra vez—. No les gusta la luz, eso las mantendrá apartadas de los remos. Remen parejo ahora. Señor Andrews, manténgalo en dirección al ruido de adelante.

Remamos durante unos minutos, durante los cuales sentí que tironeaban de mi remo en una o dos ocasiones, pero un rayo de la linterna del capitán parecía suficiente para hacer que los animales lo soltaran. El ruido de la corriente de agua parecía sonar ahora bastante cerca. Más o menos en ese momento, volví a tener la sensación de un tipo de silencio que se añadía a toda la serenidad natural del mar. Y recrudeció el curioso nerviosismo que me había afectado antes. Seguí escuchando con atención, como si esperase oír algún otro sonido que el del agua. De pronto se me ocurrió que tenía el tipo de impresión que siente uno en la nave de una vasta catedral. Había una especie de eco en la noche, una duplicación increíblemente tenue del ruido de los remos.

—¡Escuchen! —dije audiblemente, sin advertir al principio que hablaba en voz alta—. Hay un eco…

—¡Eso es! —interrumpió el capitán, bruscamente—. ¡Creí haber oído algo raro!

—…Creí haber oído algo raro —dijo un delgado eco fantasmal, surgido de la noche—… creía haber oído algo raro… oído algo raro.

Las palabras se movieron murmurando y susurrando de aquí para allá alrededor de nosotros, de modo bastante extraño.

—¡Buen Señor! —dijo el viejo en un susurro.

Todos habíamos dejado de remar y paseábamos la mirada por la tenue niebla que llenaba la noche. El patrón estaba de pie con la lámpara sorda sostenida sobre la cabeza, moviendo en círculo el rayo de luz de babor a estribor y viceversa. Bruscamente, mientras lo hacía, se me ocurrió que la niebla era menos densa. El sonido de la corriente de agua estaba muy cerca, pero no provocaba eco.

—El agua no provoca eco, señor —dije—. ¡Eso es condenadamente extraño!

—Eso es condenadamente extraño —me volvieron las palabras, desde la oscuridad a babor y estribor, en un murmullo múltiple—. ¡...Condenadamente extraño! ¡...extrañooooo!

—¡Remen! —dijo el viejo, en voz alta—. ¡Voy a acabar con esto!

—¡Voy a acabar con esto… Acabar con esto… esto! —rebotó el eco en una verdadera oscilación de sonidos inesperados.

Y después volvimos a hundir los remos y la noche se llenó del reiterado sonido oscilante de los remos contra los soportes. De pronto los ecos cesaron y tuvimos, extrañamente, la sensación de un gran espacio a nuestro alrededor y en el mismo momento el sonido de la corriente de agua pareció estar directamente ante nosotros, pero por algún motivo arriba, en el aire.

—¡Dejen de remar! —dijo el capitán y detuvimos los remos, mirando hacia la oscuridad de adelante. El viejo dirigió el rayo de la lámpara hacia arriba, haciendo círculos de luz en la noche, y de pronto vi algo que sobresalía incierto a través de la niebla de aspecto menos denso.

—Mire, señor —le grité al capitán—. ¡Rápido, señor, mueva la luz a la derecha encima de usted! ¡Hay algo allí!

El viejo hizo relampaguear la lámpara hacia arriba y descubrió lo que yo había visto. Pero era demasiado impreciso como para desentrañar de qué se trataba y en el momento en que lo veía, la oscuridad y la niebla parecieron envolverlo.

—¡Den un par de remadas, todos! —dijo el capitán—. ¡Dejen de hablar, ahí en el bote! ¡Otra vez! ¡Eso es! ¡Dejen de remar!

Dirigía el rayo de la lámpara constantemente frente a la zona de la noche donde habíamos visto el objeto y de pronto lo vi otra vez.

—¡Allí, señor! —dije—. Mueva la luz un poco a estribor.

Movió levemente la luz hacia la derecha y de inmediato todos vimos el objeto con claridad: un mástil extrañamente construido, erguido en medio de la noche, y distinto a cualquier palo que yo hubiera visto alguna vez. Ahora parecía que la niebla debía estar bastante baja sobre el mar en algunos sitios porque el mástil se erguía fuera de ella nítidamente por algunos metros, pero, más abajo, estaba oculto en la niebla, que, pensé, parecía más densa a nuestro alrededor, pero más tenue, como he dicho.

—¡Eh de la nave! —voceó el patrón, de repente—. ¡Eh de la nave!

Por unos momentos no nos contestó ningún sonido salvo el ruido constante de la corriente de agua, a menos de veinte metros y después, me pareció que un eco incierto rebotaba hacia nosotros surgiendo de la niebla, irregular:

—¡Nave! ¡Nave! ¡Nave!

—Hay algo que nos grita, señor —dijo el tercero de a bordo.

Ahora bien, ese «algo» era significativo. Demostraba el tipo de sensación que nos embargaba.

—¡Jamás he visto un mástil como ése! —oí que murmuraba el hombre que estaba delante de mi—. Parece sobrenatural.

—¡Eh de a bordo! —gritó el patrón otra vez, a toda voz—. ¡Eh de a bordo!

Con la brusquedad de un trueno estalló hacia nosotros un vasto, gruñente: uuaze, arrr, arrr, uuaze; un volumen de sonido tan tremendo que pareció hacerme vibrar el palo del remo en la mano.

—¡Buen Dios! —dijo el capitán y apuntó el revólver hacia la niebla, pero no disparó.

Yo había apartado una mano del remo y aferrado el hacha. Recuerdo haber pensado que la pistola del patrón sería de poca ayuda contra la cosa desconocida que hacía semejante ruido.

—No era adelante, señor —dijo el tercero de a bordo, bruscamente, desde donde estaba sentado timoneando—. Creo que vino de algún punto a estribor.

—¡Maldita niebla! —dijo el patrón—. ¡Maldita sea! ¡Qué olor del demonio! Pásenme esa otra luz de anclaje.

Me tendí hacia la lámpara y se la alcancé al hombre de adelante, que la siguió pasando.

—El otro bichero —dijo el patrón y cuando lo tuvo aseguró la lámpara al garfio, y después aseguró todo el aparato bien erguido en la borda, de modo que la lámpara quedara bien por encima de su cabeza— Ahora —dijo—. ¡Remen despacio! Y estén listos para reinar hacia atrás si se lo ordeno… Observe mi mano, señor —agregó dirigiéndose al tercero de a bordo—. Timonee como yo le indique.

Dimos una docena de golpes de remo y a cada golpe yo daba un vistazo por encima del hombro. El capitán estaba inclinado hacia adelante bajo la lámpara grande, con la linterna en una mano y el revólver en la otra. Seguía haciendo brillar el rayo de la linterna hacia arriba en la noche.

—¡Buen Dios! —dijo, de pronto—. Dejen de remar.

Nos detuvimos, giré sobre el banco y miré. El capitán estaba parado bajo el resplandor de la luz de anclaje, dirigiendo la linterna hacia arriba, a una enorme masa que se alzaba opaca a través de la niebla. Cuando movió la luz de un lado a otro sobre el enorme bulto, advertí que el bote estaba a cinco o seis metros del casco de una nave.

—Otro golpe de remo —dijo el patrón, con voz serena, después de unos minutos de silencio—. ¡Despacio ahora! ¡Despacio! ¡No remen más!

Me di vuelta otra vez sobre el banco y miré. Ahora podía ver una parte de aquello con mayor claridad a medida que seguía el rayo de la linterna del capitán. Perfecto, era una nave, pero una nave como nunca había visto. Sobresalía extraordinariamente sobre el agua, parecía muy corta y se elevaba en una masa extraña en un extremo. Pero lo que me confundió más que nada, creo que fue el aspecto anormal de los costados por los que caía agua sin cesar.

—Eso explica el sonido de agua corriendo —pensé para mis adentros—, ¿pero de qué diablos está construida?

Comprenderán un poco mis sentimientos de perplejidad cuando les diga que al brillar el rayo de la lámpara del capitán sobre el costado del extraño navío, dejó ver piedra por todas partes, como si estuviera hecho de piedra. Nunca me sentí más atónito en mi vida.

—Es de piedra, capitán —dije—. ¡Mírela, señor!

Mientras hablaba, me hice cargo de cierto carácter horrible, de lo sobrenatural ¡Una nave de piedra, flotando en la noche en medio del solitario Atlántico!

—Es de piedra —dije otra vez, de ese modo absurdo en que uno repite las cosas, cuando está confundido.

—¡Miren el limo que la cubre! —murmuró el hombre que estaba dos bancos más allá —. Es la nave indicada para Davy Jones. ¡Por Dios! ¡Hiede como un cadáver!

—¡Eh de la nave! —rugió el capitán a toda voz—. ¡Eh de la nave!

¡Eh de la nave!

El grito rebotó hacia nosotros en un eco curioso, húmedo, aunque metálico, algo así como sonaría la voz de uno en una cantera abandonada.

—No hay nadie a bordo ahí arriba, señor —dijo el tercero de a bordo—. ¿Arrimo el bote?

—Sí, hágalo, señor —dijo el viejo—. Voy a acabar con este asunto. ¡Den un par de golpes de remo, a popa! Y en la proa estén listos para frenar el choque.

El tercero de a bordo arrimó el bote y nosotros desarmamos los remos de la mano contra el costado rígido de la nave. El agua que corría sobre él, me bañó la mano y la muñeca en una catarata, pero no pensé en que me mojaba pues sentí que apretaba piedra sólida. La retiré con una sensación extraña.

—Es de piedra, realmente, señor —le dije al capitán.

—Pronto veremos qué es —dijo—. Levante el remo, apóyelo contra el costado y trepe. Le pasaremos la lámpara en cuanto esté a bordo.

Lleve el hacha en la parte de atrás del cinturón. Lo cubriré con el revólver hasta que esté a bordo. Puse el remo enhiesto contra el costado, salté hacia arriba desde el banco y en un momento me aferré por sobre la cabeza de la baranda de la nave, completamente empapado por el agua que bajaba de ella, bañándome a mí y al remo. Me aferré bien a la baranda y me alcé hasta que pude mirar por encima, pero no pude ver nada a causa de la oscuridad y del agua que tenía en los ojos. Supe que no era momento de andar despacio, si es que había algún peligro a bordo, así que sobrepasé la baranda de un salto, con las botas tocando cubierta con un sonido horrible, vibrante, hueco, pétreo. Me quité el agua de los ojos y el hacha del cinturón, todo al mismo tiempo; después miré con atención a proa y a popa, pero estaba demasiado oscuro como para ver algo.

—¡Vamos, Duprey! —gritó el patrón—. Agarre la lámpara.

Me incliné de costado sobre la baranda, tendí la mano izquierda en busca de la lámpara, teniendo el hacha preparada en la derecha, y mirando hacia el interior del navío porque les aseguro que estaba mortalmente asustado en aquel momento por lo que pudiera haber a bordo. Sentí el roce del anillo de la lámpara en la mano izquierda y lo aferré. Después la entré a bordo de un tirón y la moví con cuidado para ver dónde me había metido. Bueno, nunca verán un barco como ése, ni en cien años, ni en doscientos, creo. Tenía una cubierta principal rara, pequeña, de unos doce metros, después venía un escalón de unos sesenta centímetros de altura y otro trozo de cubierta, con una cabinita encima. Así era el extremo de popa y no podía ver más porque la luz de la lámpara no iba más allá, salvo para mostrarme vagamente su popa grande, alzada hacia arriba, que se perdía en la oscuridad. Nunca vi un navío construido de ese modo, ni siquiera en una estampa de naves antiguas.

Un poco hacia la proa con respecto a mí, estaba el mástil: también era un enorme palo, a juzgar por el tamaño. Y otra cosa asombrosa: el mástil parecía de roca sólida.

—¿Extraño, verdad, Duprey? —dijo la voz del patrón a mis espaldas y me volví hacia él de un salto.

—Sí —dije—. Estoy confundido. ¿Usted no, señor?

—Bueno —dijo—, lo estoy. Si fuéramos como los viejos marineros de los que hablan los libros ya estaríamos haciéndonos cruces. Pero, personalmente, con que me den un buen y sólido Colt o el poderoso pedazo de acero que estás acariciando.

Se apartó de mí y asomó la cabeza por sobre la baranda.

—Páseme la amarra, Jales —dijo al remero de proa. Después, al tercero de a bordo— Tráigalos a todos arriba, señor. Si va a pasar algo raro, es mejor que integremos un grupo de paseantes todos juntos. Ata la amarra a esa abrazadera, Duprey —agregó dirigiéndose a mí—. ¡Parece buena roca sólida! Eso es. Vamos.

Hizo oscilar el delgado rayo de la linterna de proa a popa y después una vez más hacia adelante.

—¡Señor! —dijo—. Mire ese mástil. Es de piedra. Déle un golpe con la parte posterior del hacha, hombre; ¡aunque recuerde que es de los viejos tiempos! Así que sea suave.

Tomé el hacha cerca de la hoja, golpeé el mástil y vibró sordo y sólido, como un pilar de piedra. Lo golpeé otra vez, más fuerte, y una filosa astilla de piedra me pasó junto a la mejilla. El patrón alzó la lámpara acercándola para mirar el sitio donde había golpeado el mástil.

—Por San Jorge —dijo—. Es completamente de piedra… piedra sólida, flotando salida de la Eternidad, en medio del amplio Atlántico.. ¡Caramba! Debe pesar mil toneladas más de lo que puede mantener a flote. Es imposible Es...

Volvió la cabeza con rapidez, ante un sonido en la oscuridad de las cubiertas. Dirigió la luz hacia allí, a través de las cubiertas de popa, pero no pudimos ver nada.

—¡A ver si se mueven en el bote! —dijo ásperamente, acercándose a la baranda y mirando hacia abajo—. Por una vez realmente preferiría contar con vuestra compañía… —Giró sobre sí mismo como un relámpago—. ¿Duprey, qué fue eso? —preguntó en voz baja.

—Ciertamente oí algo, señor —dije—. Me gustaría que los demás se apuraran. ¡Por Júpiter! ¿Qué es eso?

—¿Dónde? —dijo el capitán y dirigió el rayo de luz de la lámpara hacia donde señalé con el hacha.

—No hay nada —dijo después de mover la luz en un círculo por toda la cubierta—. No se ponga a imaginar cosas. Hay suficientes hechos sobrenaturales aquí como para agregarles más.

Se oyó el chapoteo y el golpe sordo de pies detrás cuando el primero de los tripulantes llegó por encima de la baranda y saltó torpemente hacia los imbornales de sotavento, que tenían agua en ellos. Bueno, la nave estaba inclinada hacía ese lado y supuse que el agua se había juntado allí. Llegó el resto de los tripulantes y después el tercero de a bordo. Hacíamos un total de seis hombres, todos bien armados; me sentí un poco más cómodo, como podrán imaginarse.

—Levante la lámpara, Duprey, y guíenos —dijo el patrón—. ¡En este viaje tiene el lugar de honor!

—Sí, sí, señor —dije y me adelanté sosteniendo la lámpara en alto con la mano izquierda y llevando en la derecha el hacha tomada del medio del mango.

—Probaremos antes a popa —dijo el capitán y abrió el camino, haciendo brillar la linterna sorda de aquí para allá. En la parte elevada de la cubierta, se detuvo.

—Ahora vamos a darle una miradita a esto… —dijo con su extraño modo de ser—. Golpéelo con el hacha, Duprey… ¡Ah! —agregó cuando lo golpeé con la parte posterior del hacha—. Esto es lo que llamamos piedra allá en casa, ya lo creo. Es tan raro como cualquier otra cosa que haya visto desde que estoy pescando. Seguiremos a popa y le daremos un vistazo a la cabinita de cubierta. Mantengan las hachas preparadas, hombres.

Subimos caminando lentamente hasta la curiosa cabinita sobre la cubierta que se alzaba en un declive considerable. En el costado de estribor de la pequeña camareta, el capitán se detuvo e hizo brillar la linterna sorda hacia la cubierta. Vi que estaba mirando lo que evidentemente era el muñón del mástil posterior. Se acercó a él y lo golpeó con el pie; emitió la misma nota sorda y sólida que había emitido el palo de trinquete. Era obvio que se trataba de un trozo de piedra. Sostuve la lámpara en alto para poder ver con mayor claridad la parte superior de la cabina. La pared de proa tenía dos pequeñas ventanas cuadradas, pero no había vidrios en ninguna de las dos; la absoluta oscuridad dentro del extraño lugarcito, parecía mirarnos con fijeza. Y de repente vi algo, una gran cabeza hirsuta y pelirroja que se alzaba lentamente, a través de la ventana de babor, la más cercana a nosotros.

—¡Mi Dios! ¿Qué es eso, capitán? —grité. Pero desapareció cuando aún estaba hablando.

—¿Qué? —preguntó el capitán, sobresaltado por mi grito.

—En la ventana de babor, señor —dije—. Una gran cabeza pelirroja.

Ocupó exactamente la ventana y desapareció en un instante. El patrón se adelantó hasta la pequeña ventana oscura y metió la linterna en la oscuridad. Hizo brillar la luz en redondo; después retiró la linterna.

—¡Pavadas, hombre! —dijo—. Es la segunda vez que imaginas cosas. ¡Calme los nervios un poco!

—¡La vi! —dije casi con furia—. Era como una gran cabeza pelirroja.

—¡Basta, Duprey! —dijo, aunque sin hacer ademán despectivo—. La cabina está absolutamente vacía. ¡Rodeémosla hasta la puerta, si es que los albañiles infernales que la construyeron usaron puertas!

Entonces lo verá con sus propios ojos. De todos modos, mantengan las hachas preparadas, muchachos. Me parece que hay algo bastante extraño aquí. Rodeamos la cabina hasta llegar al extremo de popa y allí vimos algo que parecía una puerta. El patrón tocó la manija extraña, de forma extravagante, y empujó la puerta, pero estaba adherida al marco.

—¡Eh, uno de ustedes! —dijo, dando un paso atrás—. Golpeen esto con el hacha. Mejor con la parte de atrás.

Uno de los tripulantes se adelantó y se apartó un poco para tomar espacio. Cuando el hacha golpeó, la puerta se hizo pedazos con el mismo sonido que haría una losa de piedra al romperse.

—¡Piedra! —le oí murmurar al capitán—. ¡Por Dios! ¿Qué es esta nave?

No esperé al patrón. Él me había irritado un poco por lo que entré estrepitosamente a través del marco de la puerta, con la lámpara en alto y llevando el hacha pronta; pero no había nada ahí, salvo un asiento de piedra que recorría todo el perímetro, menos el sitio donde se abría la salida a cubierta.

—¿Encontró su monstruo pelirrojo? —preguntó el patrón junto a su codo.

No dije nada. De repente fui consciente de que él estaba nervioso por algún temor inexplicable. Vi que echaba una mirada al lugar. Sus ojos se encontraron con los míos y captó que yo entendía. Era un hombre casi insensible al miedo, es decir, al miedo del peligro en lo que yo llamaría cualquier forma marítima normal. Aquella nerviosidad palpable me afectaba mucho. Era obvio que el capitán estaba haciendo todo lo que podía para ocultarla. De pronto sentí una cálida comprensión hacia él y temí que los hombres advirtieran su estado. Es curioso que en ese momento fuera capaz de advertir algo fuera de mi propio temor perplejo y el miedo de encontrarme en cualquier instante con algo monstruoso. Sin embargo describo con exactitud los sentimientos que experimentaba mientras estaba de pie en la cabina.

—¿Probamos abajo, señor? —dije y me volví hacía el sitio donde un tramo de escalones de piedra bajaban en una oscuridad total, de la que se alzaba un extraño y húmedo aroma a mar… una mezcla imponderable de agua salada y oscuridad.

—¡El valeroso Duprey dirige la vanguardia! —dijo el patrón; ahora yo no me sentía irritado.

Sabía que él debía ocultar su miedo hasta que pudiera controlarse y creo que sentía, en cierto modo, que yo lo estaba respaldando. Recuerdo ahora que bajé aquellos escalones dentro de la cabina desconocida y antigua, tan consciente en ese momento del estado del capitán como de la cosa extraordinaria que acababa de ver por la pequeña ventana, o de mi propio retraimiento ante lo que podríamos ver en cualquier momento. El capitán caminaba junto a mi hombro, mientras bajaba, y detrás venía el tercero de a bordo y luego los tripulantes, en fila india, porque las escaleras eran estrechas. Conté siete escalones hacia abajo y en el octavo mi pie chapoteó en agua. Bajé la lámpara y observé. No había captado el menor indicio de reflejo, y vi que se debía a una película curiosa, opaca, gris, que cubría el agua, pareciendo combinar con el color pétreo de los escalones y los mamparos.

—¡Deténganse! —dije—. ¡Hay agua!

Bajé el pie con lentitud y toqué el próximo escalón. Después sondeé con el hacha y descubrí el piso del fondo. Di un paso hacia abajo y me encontré hundido en agua hasta el muslo.

—Todo está bien, señor —dije, susurrando de pronto. Alcé la lámpara y miré con rapidez a mi alrededor—. No es profunda. Aquí hay dos puertas.

Hice girar el hacha mientras hablaba porque de repente había advertido que una de las puertas estaba un poco abierta. Me pareció que se movía y miré, y puedo haber imaginado que una vaga ondulación corría hacia mí, a través del agua cubierta por la película opaca.

—¡La puerta se abre! —dije, en voz alta, con una repentina sensación enfermiza—. ¡Cuidado!

Me aparté de la puerta, mirándola, pero no apareció nada. Bruscamente volví a mis cabales porque advertí que la puerta no se estaba moviendo. No se había movido en absoluto. Sencillamente estaba entreabierta.

—Todo marcha bien, señor —dije—. No se está abriendo.

Avancé otra vez un paso hacia las puertas, mientras el patrón y el tercero de a bordo bajaban de un salto, salpicándome por completo. El capitán seguía invadido por los «nervios», según creo haberlo sentido, incluso entonces, pero lo ocultaba bien.

—Pruebe la puerta, señor. ¡Se me apagó la maldita lámpara al saltar! —le gruñó al tercero de a bordo; quien empujó la puerta que estaba a mi derecha, pero estaba atascada en los veinte o veinticinco centímetros que se había entreabierto.

—Veamos esta otra, señor —murmuré, y alcé la linterna hacia la puerta cerrada que se erguía a mi izquierda.

—Pruébela —dijo el patrón en voz muy baja.

Lo hicimos, pero también estaba inmovilizada. De pronto hice girar el hacha, golpeé la puerta con violencia en medio del panel más grande y toda la superficie se destrozó en astillas de piedra que cayeron con chapoteos huecos en la oscuridad que había más allá.

—¡Mi Dios! —dijo el patrón, con voz alarmada porque mi acción había sido instantánea e inesperada. Ocultó el desliz de inmediato, haciendo una advertencia— ¡Cuiden de que haya aire! —pero yo ya estaba adentro con la lámpara y sosteniendo el hacha preparada.

Había aire porque frente a mí se veía una limpia rajadura en el costado de la nave, por la que podría haber pasado los dos brazos, exactamente encima del nivel del agua cubierta de materia gris. El lugar en el que había entrado era algún tipo de cabina, pero parecía extraña y húmeda, y demasiado estrecha como para poder respirar en ella; hacia donde me volviera, veía piedra. El tercero de a bordo y el patrón expresaron simultáneamente su disgusto ante la húmeda lobreguez del lugar.

—Es todo de piedra —dije y golpeé el hacha contra una especie de armarito rechoncho, que estaba construido contra el mamparo de popa.

Se hundió hacia adentro, con un ruido de piedra astillada.

—¡Vacío! —dije y me aparté de inmediato.

El patrón y el tercero de a bordo, junto a los tripulantes que se habían asomado a la puerta, salieron en montón; en ese momento me puse el hacha bajo el brazo y metí la mano dentro del cofre de piedra reventado. Lo hice dos veces, a la velocidad del relámpago, y empujé lo que había visto dentro del bolsillo lateral de mi casaca. Después seguí a los demás y ninguno de ellos notó nada. En cuanto a mí, estaba tan excitado que me temblaban las rodillas; había captado el resplandor inconfundible de joyas y las había tomado en aquel único instante veloz. Me pregunto si alguien puede imaginar lo que sentí entonces. Sabía que, si mis suposiciones eran correctas, en aquel único momento milagroso, me había apropiado del poder que me alzaría desde la triste vida de un marinero maduro a la vida cómoda que había conocido en la juventud. Les aseguro que en aquel instante, mientras tambaleaba casi a ciegas para salir del pequeño departamento oscuro, no pensaba en ninguno de los horrores que podía reservar el increíble navío que flotaba en medio del vasto Atlántico.

Estaba invadido por una idea cegadora: ¡posiblemente era rico! Y quería estar a solas en algún sitio lo más pronto posible para ver si estaba en lo cierto. Además, tenía intenciones de volver a aquel armarito de piedra, si se daba la oportunidad porque sabía que los dos puñados de los que me había apoderado habían dejado una buena cantidad atrás. Hiciera lo que hiciese, no debía permitir que nadie lo adivinara porque entonces era probable que lo perdiera todo o que me dieran una especie de limosna en el reparto de la riqueza que según creía significaban los objetos centelleantes que llevaba en el bolsillo lateral de la casaca. Empecé a preguntarme de inmediato qué otros tesoros podía haber a bordo y entonces, bruscamente, advertí que el capitán me estaba hablando:

—¡La luz, Duprey, maldito sea! —estaba diciendo, con tono grave —. ¡Qué diablos le pasa! Álcela.

Volví en mí y alcé la luz por sobre mi cabeza. Uno de los tripulantes estaba blandiendo el hacha para golpear la puerta que parecía entreabierta desde la eternidad; los demás se habían echado atrás, para darle espacio. ¡Crash! hizo el hacha y la mitad de la puerta cayó hacia adentro, en una lluvia de piedra rota, que provocó lúgubres chapoteos en la oscuridad. El hombre volvió a golpear y el resto de la puerta cayó, hundiéndose con un sonido solemne en el agua.

—La lámpara —murmuró el capitán. Pero yo había entrado en mis cabales y avancé lentamente a través del agua que me llegaba al muslo, mientras él aún hablaba.

Avancé un par de pasos por el negro agujero de la puerta y entonces me detuve sosteniendo la lámpara de manera que me brindara un panorama del lugar. Cuando lo hice, recuerdo cómo me impactó el intenso silencio. Seguramente todos nosotros retuvimos el aliento; debe de haber habido cierta cualidad densa, ya fuera en el agua o en la materia que flotaba sobre ella que, con los movimientos que hacíamos, le impedía formar olitas contra los costados de los mamparos. Al principio, mientras sostenía la lámpara (que ardía mal), no pude ubicarla de modo que me mostrara algo, salvo que estaba en una cabina muy amplia para un navío tan pequeño. Después vi que había una mesa en el centro, cuya parte superior sobresalía apenas unos centímetros sobre el agua. A cada lado, se alzaban los respaldos de lo que evidentemente eran sillas macizas, de aspecto antiguo. En el extremo más alejado de la mesa, había algo enorme, inmóvil, encorvado.

Lo miré durante unos instantes; después me adelanté con lentitud tres pasos y me detuve otra vez; porque a la luz de la lámpara aquello resultó ser la figura de un hombre enorme, sentado en la extensa mesa, con el rostro inclinado hacia adelante, sobre los brazos. Yo estaba atónito y estremecido por temores nuevos y vagos pensamientos imposibles. Sin dar un paso más, acerqué la luz estirando el brazo. El hombre era de piedra, como lo era todo en aquella nave extraordinaria.

—¡Ese pie! —dijo la voz del capitán, repentinamente chillona—. ¡Miren ese pie!

La voz sonó asombrosamente alarmante, hueca en el silencio y las palabras parecieron rebotar hacia mí agudamente desde los mamparos apenas entrevístos. Moví con rapidez la luz a estribor y vi lo que quería decir: un enorme pie humano sobresalía del agua, al costado izquierdo de la mesa. Era inmenso. Nunca he visto un pie tan grande. Y también era de piedra. Entonces, mientras lo miraba, vi que había una gran cabeza sobre el agua, junto al mamparo.

—¡Me he vuelto loco! —dije en voz alta, cuando vi algo más increíble aún.

—¡Dios mío! ¡Miren el pelo de la cabeza! —dijo el capitán—. ¡Está creciendo! —gritó otra vez.

Yo estaba mirando. Sobre la gran cabeza, se había hecho visible una mata enorme de pelo rojo, que se alzaba segura e inconfundiblemente mientras lo observábamos.

—¡Es lo que vi en la ventana! —dije—. ¡Es lo que vi en la ventana! ¡Le dije que lo había visto!

—Salga de ahí, Duprey —llegó la voz calma del tercero de a bordo.

—¡Salgamos de aquí! —murmuró un tripulante. Dos o tres de ellos expresaron lo mismo y un momento después emprendieron una huida demencial escaleras arriba.

Me quedé mudo donde estaba. El pelo se alzaba de una forma horriblemente vivaz sobre la gran cabeza, oscilando y moviéndose. Se rizó bajando sobre la frente y se desparramó bruscamente sobre todo el gargantuesco rostro de piedra, ocultando los rasgos por completo. De pronto, juré hacia la cosa como un loco y le arrojé el hacha. Después retrocedí enajenado en busca de la puerta, lanzando la materia gris y flotante hasta las tablas de la cubierta en mi apuro feroz. Llegué a las escaleras y me tomé de la baranda de piedra, que estaba modelada como una cuerda; de ese modo me alcé fuera del agua. Llegué a la cabina de arriba, donde había visto la gran cabeza de pelo. Salté a través del marco de la puerta, salí a cubierta y sentí el suave aire nocturno sobre la cara.

¡Dios sea loado! Corrí a proa sobre la cubierta. Había una Babel de gritos en aquella parte de la nave y ruido de pies corriendo. Algunos de los hombres gritaban para subir al bote, pero el tercero de a bordo estaba diciendo que debían esperarme.

—Ahí viene —anunció alguien. Y después estuve entre ellos.

—Levántale la llama a la lámpara, idiota —dijo la voz del capitán—. ¡Es justo el momento en que más luz necesitamos!

Miré hacia abajo y advertí que la lámpara estaba casi apagada. Le levanté la llama, que ardió, y empezó a disminuir otra vez.

—Los malditos muchachos no la llenaron —dije—. Se merecen que les rompan el cuello.

Los hombres estaban tropezando literalmente sobre el costado y el patrón los apuraba.

—Baje al bote —me dijo—. Dame la lámpara. Se las alcanzaré. ¡Muévase!

Era evidente que el capitán había recobrado el ánimo. Se parecía más al hombre que yo conocía. Le tendí la lámpara y salté por el costado. Todos los demás se habían ido y el tercero de a bordo ya estaba a popa, esperando. Cuando aterricé sobre el banco de remos, se oyó un súbito ruido extraño a bordo de la nave: un sonido como si algún objeto de piedra rodara bajando por la cubierta inclinada, desde la popa. Fue ése el único momento en que me invadieron lo que podríamos llamar con propiedad escalofríos de espanto. De pronto parecía capaz de creer en posibilidades increíbles.

—¡Los hombres de piedra! —grité—. ¡Salte, capitán! ¡Salte! ¡Salte!

La nave pareció oscilar extrañamente. De pronto, el capitán aulló algo, que ninguno de los del bote pudo comprender. Siguió una sucesión de sonidos tremendos a bordo del navío y vimos la sombra del capitán recortarse enorme contra la leve niebla, cuando se dio vuelta de pronto con la lámpara. Disparó dos veces el revólver.

—¡El pelo! —gritó—. ¡Miren el pelo!

Todos lo vimos: la gran mata de pelo rojo que habíamos visto crecer a ojos vista sobre la monstruosa cabeza de piedra, en la cabina de abajo. Se alzó por sobre la baranda y hubo un momento de total inmovilidad, en el que oí boquear al capitán. El tercero de a bordo le disparó seis veces a la cosa y me descubrí apoyando un remo contra el costado de aquella nave abominable, para subir a bordo. Mientras lo hacía, se oyó un estallido espantoso, que sacudió la nave de piedra de un extremo al otro y el remo se deslizó y cayó dentro del bote. Entonces la voz del capitán emitió un grito ahogado sobre nosotros. La nave se alzó hacia adelante y se detuvo. Después llegó otro estallido y se inclinó hacia nosotros; luego volvió a apartarse. El movimiento de alejamiento prosiguió y se hizo vagamente visible el fondo redondeado del navío.

Hubo un aplastamiento de vidrios encima nuestro y el resplandor difuso de la luz de a bordo se apagó. Después el navío cayó limpiamente apartándose, con un gigantesco chapuzón. Una ola enorme surgió de la noche e inundó a medias el bote. Casi se dio vuelta, luego se enderezó y un momento después quedó firme.

—¡Capitán! —gritó el tercero de a bordo—. ¡Capitán!

Pero no le contestó el menor sonido; sólo, un momento después, surgiendo de toda la noche, un extraño murmullo del agua.

—¡Capitán! —gritó otra vez, pero la voz sonó perdida y remota en la oscuridad.

—¡Se fue a pique! —dije.

—Saquen los remos —voceó el tercero de a bordo—. Dedíquense a eso. ¡No se detengan a sacar el agua!

Recorrimos en círculo el lugar durante media hora. Pero el extraño navío había ido realmente a pique, hundiéndose con sus propios misterios, dentro del misterio del mar profundo. Por último viramos y regresamos al Alfred Jessop. Ahora bien, quiero que se hagan cargo de que lo que les estoy contando es lisa y llanamente una historia real. No es un cuento de hadas y aún no he terminado; creo que esta historia increíble les demostrará que en el mar ocurren algunas cosas poderosamente extrañas y siempre ocurrirán mientras dure el mundo. Es el hogar de todos los misterios porque es el único sitio realmente difícil de investigar para los seres humanos. Ahora escuchen:

El primer oficial había hecho que la campana sonara de vez en cuando, así que volvimos bastante rápido, provocando, mientras avanzábamos, una extraña repetición del sonido de los remos; pero no hablamos una palabra porque después de lo que habíamos pasado, ninguno de nosotros quería oír otra vez aquellos ecos horrendos. Creo que todos teníamos la impresión de que aquella noche había algo un poco infernal a bordo. Subimos a la nave y el tercero de a bordo le explicó al primer oficial lo que había ocurrido, pero este último difícilmente creería en semejante historia. Sin embargo, no había nada por hacer, salvo esperar la luz del día, así que nos ordenaron permanecer en cubierta y mantener los ojos y los oídos bien abiertos.

Hubo un detalle que mostró que el primer oficial estaba más impresionado de lo que admitía. Hizo que amarraran todas las linternas de la nave alrededor de las cubiertas y no nos ordenó en ningún momento que abandonáramos las hachas y el machete. Fue mientras estábamos en cubierta que tuve oportunidad de darle un vistazo a lo que había arrebatado. Les aseguro que lo que descubrí casi me hizo olvidar al patrón y todas las cosas raras que habían ocurrido. En el bolsillo tenía veintiséis piedras y cuatro de ellas eran diamantes, respectivamente de 9, 11, 13 1/2 y 17 kilates, sin tallar, quiero decir.

Conozco algo sobre diamantes. No voy a decirles cómo aprendí lo que conozco, pero no aceptaría ni mil libras por los cuatro, tal como descansaban en mi mano. Había además una piedra grande, opaca, que parecía roja en el interior. La habría tirado por sobre la borda, tal era el escaso valor que le concedía; sólo que razoné que debía valer algo o nunca habría estado entre aquel montón. ¡Señor! No tenía idea de lo que había conseguido; no entonces. Caramba, era del tamaño de una nuez grande. Pueden creer que es extraño que hubiera pensado primero en los diamantes, pero comprendan, reconozco los diamantes cuando los veo. Son cosas de las que entiendo, pero nunca vi un rubí en bruto, antes o después de entonces. ¡Buen Señor! ¡Y pensar que no había pensado en nada mejor que arrojarlo por sobre la borda!

Bueno, muchas de las piedras no valían demasiado, es decir, no en el mercado moderno. Había dos topacios grandes y varias ónices y cornalinas… poca cosa. Había cinco lingotes de oro repujado de unas dos onzas cada uno. Y después un botín: una endiablada esmeralda verde y parpadeante. Hay que conocer una esmeralda para buscarle el «ojo», en bruto; pero ahí está: el ojo de un diablo oculto mirándole a uno. Sí, había visto antes una esmeralda y sabía que esa piedra representaba por sí sola un montón de dinero. Y entonces recordé lo que había perdido y me maldije por no haber tomado un tercer puñado. Pero tal impresión duró sólo un momento. Pensé en la parte espantosa que le había correspondido al patrón, mientras que allí estaba yo, a salvo bajo una de las lámparas, con una fortuna en las manos.

Y entonces, de pronto, como comprenderán, se me llenó la mente con el enigma y la perplejidad demencial de lo que había pasado. Sentí la absurda inutilidad de la imaginación para captar algo comprensible en todo aquello, excepto que el capitán se había ido con seguridad y que yo había contado ciertamente con una racha de suerte imposible. Con frecuencia, durante ese tiempo de espera, me detuve a darle un vistazo a lo que llevaba en el bolsillo, siempre cuidando que nadie de la cubierta se acercara a ver qué estaba mirando. De pronto llegó la voz estridente del primer oficial sobre cubierta:

—Uno de ustedes, llame al doctor —dijo—. Díganle que encienda el fuego y prepare el café.

—Sí, señor —dijo uno de los hombres; advertí que el alba crecía incierta sobre el mar.

Media hora más tarde, el «doctor» asomaba la cabeza por la puerta de la cocina y anunciaba que el café estaba listo. El turno de descanso salió y tomaron el café con el turno que estaba sobre cubierta, todos sentados a lo largo de la barra que se tendía bajo la baranda de babor. A medida que crecía la luz diurna, manteníamos una vigilia continua sobre el costado; pero aun entonces no pudimos ver nada porque la tenue niebla seguía baja sobre el mar.

—¿Oyeron eso? —dijo uno de los tripulantes, de pronto. Y, en realidad, el sonido debe haberse oído en media milla a la redonda.

Uuaze, uuaaze, arr, arrrr, uuaaze...

—¡Por San Jorge! —dijo Tallett, uno de los del otro turno—. Es algo espantoso de oír.

—¡Miren! —dije—. ¿Qué es eso, allá?

La niebla iba disminuyendo bajo los efectos del sol naciente y formas tremendas parecían elevarse a lo lejos, a babor, apenas visibles. Pasaron unos minutos, mientras observábamos. Entonces, bruscamente, oímos la voz del primero de a bordo:

—¡Todos a cubierta! —gritaba a las cubiertas.

Corrí unos pasos.

—Los dos turnos están afuera, señor —grité.

—¡Muy bien! —dijo el primer oficial—. Manténganse todos preparados. Que algunos tomen las hachas. Los demás harían bien en armarse con las barras del cabestrante y estar prontos hasta que descubra qué clase de cosa demoníaca es la que está allí afuera.

—Sí, sí, señor —dije y me dirigí a proa.

Pero no había necesidad de repetir las órdenes del primer oficial porque los hombres lo habían oído y se precipitaban hacia las barras del cabestrante, que constituyen una especie de garrote bastante pesado, como cualquier viejo marino sabe. Nos alineamos otra vez ante la baranda y miramos a babor.

—¡Cuidado, diablos del mar! —gritó Timothy Galt, un irlandés enorme, agitando la barra con excitación y mirando por sobre la borda hacia la niebla, que disminuía con rapidez, a medida que avanzaba el día.

De pronto hubo un grito unánime:

—¡Rocas! —gritamos todos.

Nunca vi un espectáculo semejante. Cuando desapareció el último rastro de niebla, pudimos verlas. Todo el mar a babor estaba literalmente cortado por vastos arrecifes de roca. En algunos puntos los arrecifes estaban un poco sumergidos, pero en otros se alzaban en agujas y bóvedas de roca extraordinarias y fantásticas, y en islas de roca dentada.

—¡Por Jehová! —oí que gritaba el tercero de a bordo—. ¡Mire eso, señor! ¡Mire eso! ¡Dios mío! ¡Cómo pudimos pasar con el bote sin desfondarlo!

Todo quedó tan inmóvil durante un momento, con los hombres que no hacían más que mirar y asombrarse, que pude oír cada palabra que recorría la cubierta.

—Seguramente hubo un terremoto submarino en algún punto —decía el primer oficial—. El fondo del mar se alzó aquí, en silencio y suavemente, durante la noche y demos gracias a Dios que no estemos en el tope de uno de esos adornos.

Entonces comprendí todo. Lo que había parecido demencial e imposible empezó a ser natural, aunque no por ello menos asombroso y admirable. Durante la noche había habido un lento alzarse del fondo marino, debido a la acción de presiones internas. Las rocas se habían elevado con tal suavidad que no habían hecho el menor sonido y la nave de piedra se había alzado con ellas desde las profundidades. Era evidente que había descansado sobre uno de los arrecifes sumergidos y así nos había parecido que flotaba sobre el mar. Y eso explicaba el agua que oímos correr. Naturalmente estaba llena hasta el tope, podríamos decir, y le llevó más tiempo librarse del agua que elevarse. Era probable que tuviera grandes agujeros en el fondo.

Empecé a utilizar mis sondas, como podríamos decir en jerga marinera. ¡Las maravillas naturales del mar superan a cualquier cuento increíble que se haya inventado! El primer oficial ordenó que preparásemos el bote una vez más y le dijo al tercero de a bordo que lo dirigiera al sitio donde perdimos al patrón y diéramos un último vistazo, por si había alguna posibilidad de descubrir el cadáver del viejo en algún lado.

—Que un hombre preste atención a las rocas hundidas en la proa, señor —le dijo el primer oficial al tercero, mientras nos apartábamos—. Avancen despacio. No habrá viento por un tiempo aún. Mientras revisan, vean si pueden descubrir qué es lo que hizo esos ruidos.

Remamos en línea recta sobre unos cincuenta metros de agua clara y en un minuto nos encontramos entre dos grandes bóvedas de roca. Fue entonces que advertí que la duplicación del ruido de los remos era el eco que provocaban éstas a cada lado de nosotros. Incluso a la luz del sol, era extraño volver a oír el mismo extraño eco catedralicio que habíamos oído en la oscuridad. Pasamos bajo las bóvedas enormes, completamente cubiertas con el limo de las profundidades. Y poco después enfilábamos derecho hacia un hueco, donde dos arrecifes bajos penetraban hasta el ápice de una herradura enorme. Remamos por unos tres minutos, y entonces el tercero dio órdenes de dejar de remar.

—Tome el bichero, Duprey —dijo—. Vaya a proa y vea que no choquemos contra nada.

—Sí, sí, señor —dije y entré mi remo al bote.

—¡Remen despacio! —dijo el tercero de a bordo y el bote avanzó por unos cincuenta o sesenta metros más.

—Estamos sobre un arrecife, señor —dije, un momento después, mientras miraba hacia abajo sobre la borda. Sondeé con el bichero—. Hay unos noventa centímetros de agua, señor.

—Dejen de remar —ordenó el tercero—. Supongo que estamos exactamente sobre la roca donde descubrimos ese extraño navío anoche— se inclinó sobre el borde y miró hacia abajo.

—Hay un cañón de piedra sobre la roca, exactamente bajo la proa del bote —dije. De inmediato grité—¡Ahí está el pelo, señor! ¡Ahí está el pelo! Sobre el arrecife. ¡Hay dos! ¡Hay tres! ¡Hay uno sobre el cañón!

—¡Está bien! ¡Está bien, Duprey! Cálmese —dijo el tercero de a bordo—. Puedo verlos. Usted tiene la inteligencia necesaria como para no ser supersticioso ahora que todo se ha explicado. Son algún tipo de oruga marina grande. Empuje una con el bichero.

Lo hice, un poco avergonzado de mi repentino azoramiento. El animal giró veloz como un tigre, hacia el bichero. Se enroscó una y otra vez a su alrededor, mientras que las partes posteriores del animal seguían aferradas a la roca y lo mismo podría haber intentado yo volar que retirar el bichero, aunque tiré de él hasta sudar.

—Tóquelo con la punta del machete, Varley —dijo el tercero de a bordo—. Atraviéselo.

El remero de proa lo hizo, el animal soltó el bichero y se enroscó alrededor de un trozo de roca, parecido a una gran pelota de pelo rojo. Levanté el bichero y lo examiné.

—¡Dios mío! —dije—. Eso es lo que mató al viejo… ¡una de estas cosas! Mire las marcas de la madera, donde se aferró con cien patas. Pasé el bichero a popa, para que lo viera el tercero de a bordo—. Son de lo más peligroso que hay —le dije—. Hace pensar en los ciempiés africanos, aunque éstos creo que tienen la fuerza y el tamaño como para matar a un elefante.

—¡No se inclinen todos sobre el mismo costado del bote! —gritó el tercero de a bordo cuando todos los hombres miraron sobre el borde—. Vuelvan a sus sitios. ¡Remen, vamos!… Manténgase atento a cualquier indicio de la nave o el capitán, Duprey.

Durante casi una hora remamos de aquí para allá sobre el arrecife, pero no volvimos a ver ni a la nave ni al viejo. La extraña embarcación debía de haber rodado a las profundidades que se abrían a cada lado del arrecife. Mientras me inclinaba sobre la proa, mirando hacia abajo las rocas sumergidas, pude comprender casi todo, salvo los diversos ruidos extraordinarios.

El cañón hacía evidente que la nave alzada del fondo del mar junto con el arrecife, había sido al principio un navío normal de madera, en una época muy alejada de la nuestra. Era evidente que en el fondo del mar había sufrido un proceso de mineralización natural y eso explicaba el aspecto pétreo. Evidentemente los hombres de piedra habían sido seres humanos que se habían ahogado en la cabina y los tejidos hinchados se habían visto sometidos al mismo proceso natural que, sin embargo, había depositado además densas incrustaciones sobre ellos, de tal modo que su tamaño, comparado con el de un hombre normal, era prodigioso.

Ya había descubierto el misterio del pelo, pero quedaban, entre otras cosas, los estallidos tremendos que habíamos oído. Estos, posiblemente, quedaron explicados más tarde, cuando estábamos haciendo un examen final de las rocas que daban al oeste, antes de volver a nuestra nave. Allí descubrimos los cuerpos reventados e hinchados de varias extraordinarias criaturas marinas, del tipo de las anguilas. Deben de haber tenido en vida una periferia de varios pies y una que medimos aproximativamente con un remo, debe haber tenido unos doce metros de largo. Al parecer, habían reventado al ser levantadas desde la presión tremenda del mar profundo, a la leve presión del aire sobre el agua, y eso podía dar cuenta de los fuertes sonidos que habíamos oído, aunque, personalmente, me inclino a pensar como más probable que estos fuertes estallidos fueran causados por el restallar de las rocas bajo nuevas tensiones.

En cuanto a los sonidos rugientes, sólo puedo concluir que los causaron una especie particular de peces como orcas, de tamaño enorme, que descubrimos muertos y muy hinchados sobre una de las masas rocosas. Este pez debe haber pesado al menos cuatro o cinco toneladas y cuando los empujamos con un pesado remo, exhalaron por las bocas parecidas a hocicos un sonido grave, ronco, que parecía una débil imitación de los sonidos tremendos que habíamos oído durante la noche anterior. En lo referente al pasamanos aparentemente tallado como una cuerda de las escaleras de la cabina inferior advertí que, sin duda, había sido alguna vez una verdadera cuerda.

Recordando los sonidos pesados, rodantes, justo después de bajar al bote, sólo pude suponer que fueron provocados por algún objeto de piedra, posiblemente una cureña fosilizada, que bajó las cubiertas cuando la nave empezó a inclinarse fuera de las rocas y la proa se hundió en el agua. Las distintas luces deben de haber sido los cuerpos muy fosforescentes de algunas de las criaturas de las profundidades, moviéndose sobre los arrecifes recién alzados. En cuanto al gigantesco golpe en el agua que se oyó en la oscuridad delante del bote, debe haberse tratado de alguna gran porción de la roca levantada que perdió el equilibrio y volvió a rodar al mar.

A bordo nadie se enteró nunca del asunto de las joyas. ¡Me cuidé bien de eso! Vendí mal el rubí, según supe después, pero ni siquiera ahora me quejo. Un comerciante de Londres me dio veintitrés mil libras por esa sola piedra. Después supe que la vendió al doble, pero no arruino mi placer quejándome. Con frecuencia me pregunto cómo llegaron las piedras y las cosas al sitio donde las encontré, pero la nave llevaba cañones, como ya he dicho, según creo y pasan cosas raras en el mar; ¡sí, por San Jorge!

El aroma, creo que eso puede deberse al limo de las profundidades que fue alzado para que lo olieran narices humanas. Por supuesto que esta historia es bien conocida en círculos náuticos y se la menciona brevemente en el antiguo Nautical Mercury de 1879. La serie de arrecifes volcánicos (que desapareció en 1883) fue cartografiada bajo el nombre de «Bancos y Arrecifes Alfred Jessop», así llamados en honor de nuestro capitán, que los descubrió y perdió la vida sobre ellos.

W.H. Hodgson (1877-1918)




Relatos góticos. I Relatos de W.H. Hodgson.


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El análisis y resumen del cuento de William Hope Hodgson: La nave de piedra (The Stone Ship), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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