«Una velada agradable»: Robert W. Chambers; relato y análisis


«Una velada agradable»: Robert W. Chambers; relato y análisis.




Una velada agradable (A Pleasant Evening) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert W. Chambers (1865-1933), publicado en la antología de 1896: El hacedor de lunas (The Maker of Moons).

Una velada agradable, sin dudas uno de los mejores cuentos de Robert W. Chambers, se aleja un poco de los mitos siniestros del Rey Amarillo (King in Yellow), y se introduce en un género que, si bien no fue frecuente en su obra, tampoco le era desconocido: el relato de fantasmas.

El relato narra la historia de un artista de la ciudad de Nueva York, quien se encuentra con una misteriosa mujer de piel fría y portadora de cartas nefastas, húmedas, cuya procedencia resulta aún más inquietante que su enigmática apariencia.




Una velada agradable.
A Pleasant Evening, Robert W. Chambers (1865-1933)


Et pis, doucement on s'endort,
On fait sa carne, on fait sa sorgue,
On ronffle, et, comme un tuyau d'orgue,
Le tuyau se met à ronffler plus fort.


(Aristide Bruant)


Al ascender a la plataforma de un vagón funicular de Broadway de la calle Cuarenta y dos, alguien dijo:

—Hola, Hilton; Jamison te está buscando.

—Hola, Curtis —contesté—. ¿Qué es lo que desea Jamison?

—Quiere saber qué has estado haciendo toda la semana —dijo Curtis aferrándose desesperadamente de la barandilla al ponerse el coche en movimiento—; dice que pareces creer que el Manhattan Illustrated Weekly fue creado con el sólo propósito de procurarte salario y vacaciones.

—¡El viejo gato capón e hipócrita! —dije indignado—. Sabe perfectamente dónde he estado. ¡Vacaciones! ¿Cree que el Campamento del Estado en junio es cosa fácil de sobrellevar?

—Oh —dijo Curtis— ¿has estado en Peekskill?

—Yo diría que sí -respondí mientras sentía crecer mi cólera al pensar en mi cometido.

—¿Mucho calor? —preguntó Curtis con aire ensoñador.

—Treinta y dos a la sombra —respondí—. Jamison quería tres páginas completas y tres medias páginas para impresión policroma y un montón de dibujos lineales por añadidura. Podría haberlos inventado. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Fui lo bastante tonto como para preocuparme y deslomarme con el fin de lograr algunos dibujos honestos y este es el agradecimiento que recibo.

—¿Llevabas una cámara?

—No. La llevaré la próxima vez. No desperdiciaré ya mi tiempo trabajando a conciencia para Jamison —dije malhumorado.

—No compensa hacerlo —dijo Curtis—. Cuando se me asigna algún tema militar, no represento el acto del artista que hace rápidos bocetos, puedes apostarlo; voy a mi estudio, enciendo la pipa, busco un montón de Illustrated London News, elijo varias escenas de batallas de Caton Woodville y las utilizo.

El coche tomó la curva cerrada de la calle Catorce.

—Sí —continuó Curtis mientras el coche se detuvo por un momento frente a la casa Morton para lanzarse de nuevo hacia adelante en medio de furiosas campanas—, no compensa trabajar con honestidad para la pléyade de estúpidos que dirigen el Manhattan Illustrated. No son capaces de apreciarlo.

—Creo que el público sí lo aprecia —dije—, pero estoy seguro que Jamison no. Se merecería que hiciera lo que la mayoría de vosotros hacéis: echar mano de un montón de dibujos de Caton Woodville y Thulstrup, cambiar los uniformes, modificar con habilidad una figura o dos y crear un trabajo tomado del natural. De cualquier forma, todo esto me tiene harto. Casi todos los días de esta semana me he estado corriendo de aquí para allá en ese campamento tropical o galopando tras esos regimientos. Tengo una página completa del campamento a la luz de la luna, páginas enteras de ejercitación en artillería y regimientos en acción y una docena de dibujos menores que me costaron más gemidos y sudores que los que conocerá Jamison en toda su linfática vida.

—Jamison tiene ruedas —dijo Curtis—, más ruedas que bicicletas hay en Harlem. Quiere que tengas una página completa para el sábado.

—¿Una qué? —exclamé espantado.

—Sí, es lo que quiere. Iba a enviar a Jim Crawford, pero Jim debe ir a California para la feria de invierno, y tú tendrás que hacerla.

—¿De qué se trata? —pregunté frenético.

De los animales en el Central Park —dijo Curtis con una risa ahogada.

Yo estaba furioso. ¡Los animales! ¡Vaya! Le demostraría a Jamison que tenía derecho a cierta consideración. Era jueves; eso me dejaba un día y medio para terminar una página entera, y después del trabajo realizado en el Campamento del Estado, sentía que tenía derecho a un poco de descanso. Además, objetaba el tema. Tenía intención de decírselo a Jamison. Tenía intención de decírselo con firmeza. No obstante, muchas de las cosas que, a menudo teníamos intención de decirle a Jamison, no eran nunca dichas. Era un hombre peculiar, ancho de cara, de labios finos, voz suave, modales gentiles y movimientos flexibles como los de un gato. Por qué nuestra firmeza cedía cuando estábamos concretamente en su presencia, nunca lo supe de cierto. Hablaba muy poco, como también nosotros, aunque a menudo íbamos a su encuentro con otras intenciones.

La verdad era que el Manhattan Illustrated Weekly era el mejor periódico ilustrado y que mejor pagaba de América, y nosotros los jóvenes no estábamos ansiosos por ser arrojados a la deriva. El conocimiento que tenía Jamison del arte era probablemente tan vasto como el de cualquier otro director artístico de la ciudad. Eso, por supuesto, no quería decir nada, pero el hecho merecía escrupulosa consideración de nuestra parte y, por cierto, se la concedíamos no poco. Esta vez, sin embargo, decidí hacerle saber a Jamison que los dibujos no se producen por metro, y que yo no era un profesional de segunda mano. Exigiría respeto por mis derechos; le diría al viejo Jamison unas pocas cosas que pondrían en movimiento las ruedecillas bajo su sombrero de seda, y si intentaba utilizar conmigo su estilo gatuno, lo pondría al tanto de unos pocos hechos rotundos que le rizarían el poco pelo que le quedaba.

Fulgurante de espléndida indignación, salté del coche en City Hall seguido de Curtis y unos pocos minutos más tarde entré en las oficinas de la revista.

—El señor Jamison desea verlo, señor —dijo uno de los compositores al entrar yo en el prolongado vestíbulo.

Arrojé mis dibujos sobre la mesa y me pasé un pañuelo por la frente.

—El señor Jamison desea verlo, señor —dijo un niño pequeño y pecoso con una mancha de tinta en la nariz.

—Lo sé —dije, y empecé a quitarme los guantes.

—El señor Jamison desea verlo, señor —dijo un flaco mensajero que llevaba un paquete de pruebas a la planta de abajo.

—Que el diablo se cargue a Jamison —dije para mí.

Me dirigí hacia el oscuro pasaje que lleva a la guarida de Jamison, repasando mentalmente el discurso claro y sarcástico que venia componiendo desde hacía diez minutos. Jamison levantó la cabeza que movió lentamente de arriba hacia abajo cuando entré al despacho. Me olvidé el discurso.

—Señor Hilton —dijo—, queremos una página completa sobre el Zoo antes de que sea trasladado al parque del Bronx. El sábado a las tres de la tarde el dibujo debe estar en manos del grabador. ¿Pasó una semana agradable en el campamento?

—Hacía calor —musité furioso por no recordar mi discursillo.

—El tiempo —dijo Jamison con suave cortesía— está agobiante en todas partes. ¿Los dibujos están prontos, señor Hamilton?

—Sí. Hacía un calor infernal y trabajé como un demonio.

—Supongo que debió de haberse sentido abrumado. ¿Es por eso que hizo un viaje de dos días a Catskills? Espero que el aire de la montaña le haya permitido recuperarse, pero, ¿fue prudente ir a Cranston para el cotillón el martes? Bailar con un tiempo tan abrumador es verdaderamente desaconsejable. Buenos días, señor Hamilton, recuerde que el grabador debe tener sus dibujos el sábado a las tres.

Salí del despacho a medias hipnotizado, a medias furioso. Curtis me sonrió al pasar. Le habría dado un golpe en la cabeza.

—¿Por qué diablos me trago la lengua cada vez que ese viejo gato capón ronronea? —me pregunté al entrar al ascensor y bajar al primer piso—. No aguantaré esto mucho más. ¿Cómo, en nombre de todo lo que es zorruno, sabía que fui a las montañas? Supongo que me considera holgazán por no querer morir hervido. ¿Cómo supo del baile en Cranston? ¡El viejo gato capón!

El bramido y el torbellino de la maquinaria y de los hombres afanados me aturdieron cuando crucé la avenida y me dirigí al parque de la Ciudad. Desde el asta en la torre la bandera pendía al sol caliente sin que hubiera casi brisa suficiente como para agitar sus barras carmesíes. En lo alto se extendía un espléndido cielo sin nubes, de un azul profundo en el que refulgían los rayos enjoyados del sol. Las palomas revoloteaban y giraban sobre el tejado gris de la Oficina de Correos o se dejaban caer desde el azul para aletear en torno a la fuente de la plaza. En la escalinata del parque de la Ciudad, se demoraba el desagradable político explorándose la pesada mandíbula inferior con un mondadientes de madera, retorciéndose los negros bigotes caídos o desparramando jugo de tabaco por los escalones de mármol o el césped recortado.

Mis ojos erraron desde esas sabandijas humanas a la serena cara despectiva de Nathan Hale, sobre su pedestal, y luego hacia el policía del Parque enfundado en una chaqueta gris, cuya misión consistía en mantener apartados a los niños del césped fresco. Un joven de manos delgadas y círculos azules bajo los ojos dormitaba en un banco junto a la fuente; el policía se le acercó y le golpeó la suela de los zapatos con una corta porra. El joven se levantó mecánicamente, miró a su alrededor enceguecido por el sol, se estremeció y se alejó renqueando. Lo vi sentarse en la escalinata del edificio de mármol blanco, me le acerqué y le hablé. El no me miró, ni advirtió la moneda que le ofrecía.

—Está enfermo —le dije—. Haría bien en ir al hospital.

—¿Dónde? —preguntó vacuamente—. He ido, pero no me reciben.

Se inclinó y se ató el fragmento de cordón que sujetaba el resto del zapato al pie.

—Usted es francés —le dije.

—Sí.

—¿No tiene amigos? ¿No ha ido a ver al cónsul francés?

—¡El cónsul! —replicó—. No, no he ido a ver al cónsul francés.

Al cabo de un momento le dije:

—Habla usted como un caballero.

Se puso de pie y se irguió muy derecho delante de mí mirándome por primera vez directamente a los ojos.

—¿Quién es usted? —le pregunté de súbito.

—Un paria —dijo sin emoción, y se alejó renqueando con las manos en los raídos bolsillos.

—¿Eh? —dijo el policía del parque, que se me había acercado a mis espaldas a tiempo para escuchar mi pregunta y la respuesta del vagabundo—. ¿No sabe quién es ese vago? ¿Y siendo usted un periodista?

—¿Quién es, Cusick? —pregunté mientras observaba la desgastada figura que cruzaba Broadway en dirección del río.

—¿De veras no lo sabe, señor Hilton? —repitió Cusick sospechosamente.

—No, no lo sé; nunca lo había visto antes.

—¡Vaya! —dijo el policía de gorriones—. Es Soger Charlie, ya recuerda, el oficial francés que vendía secretos al emperador holandés.

—¿Y que debió haber sido fusilado? Ya lo recuerdo, hace cuatro años. Y escapó. ¿De veras es él?

—Todo el mundo lo sabe —dijo Cusick resoplando por las narices—. Supongo que vosotros los hombres de prensa deberíais de saberlo antes que nadie.

—¿Cómo es su nombre? —pregunté al cabo de un momento de reflexión.

—Soger Charlie.

—Me refiero al nombre en su patria.

—Oh, algún nombre francés como los que ésos tienen. Ningún francés aquí le dirige la palabra; a veces lo maldicen y lo patean. Supongo que se está muriendo centímetro por centímetro.

Ahora recordaba el caso. Dos jóvenes oficiales de caballería franceses fueron arrestados, acusados de vender planes de fortificaciones y otros secretos militares a los alemanes. La víspera de su condena, uno de ellos, Dios sabe cómo, logró escapar y apareció en Nueva York. El otro fue debidamente fúsilado. El asunto hizo algún ruido porque ambos jóvenes pertenecían a familias de alcurnia. Había sido un episodio lamentable, y yo me había apresurado a olvidarlo. Ahora que me volvía a la mente, recordé las crónicas periodísticas del caso, pero me había olvidado de los nombres de esos miserables jóvenes.

—Vendió a su patria —observó Cusick mientras vigilaba con el rabillo del ojo a un grupo de niños—. No es posible confiar en los franceses, ni en los latinos, ni en los holandeses, tampoco. Creo que los yanquis son los únicos blancos.

Miré la noble cara de Nathan Hale y asentí con la cabeza.

—No tenemos nada de solapados nosotros ¿no es cierto, señor Hilton?

Pensé en Benedict Arnold y me miré los zapatos. Entonces el policía dijo:

—Bien, adiós, señor Hilton —y se fue a asustar a una niña de cara pálida que se había trepado a la barandilla y se inclinaba para oler la hierba fragante.

—¡Cuidado, el poli! —gritaron sus amiguitas con aguda voz, y toda la bandada de golfillas se dispersó corriendo por la plaza.

Con un sentimiento de depresión me volví y fui andando hacia Broadway, donde muchos vagones funiculares amarillos iban de un lado a otro y el sonido de las campanadas y el retumbo ensordecedor de los pesados camiones resonaba en los muros de mármol de la Casa de Justicia y en la masa de granito de la Oficina de Correos. Multitudes de personas afanadas iban de prisa de un lado al otro de la ciudad, empleados de delgada cara sobria, atildados cambistas de ojos fríos, aquí y allí algún político de cuello rojo del brazo de algún paniagudo favorito, aquí y allí algún abogado del ayuntamiento de rostro amarillento y saturnino. A veces un bombero en su severo uniforme azul pasaba entre la muchedumbre, a veces un policía de chaqueta azul se pasaba la mano por el pelo corto mientras sostenía el casco en su mano enguantada de blanco.

Había mujeres también, empleadas de tiendas de cara pálida y bonitos ojos, altas jóvenes rubias que podrían ser dactilógrafas o quizá no, y muchas, muchas mujeres mayores cuya misión en esa parte de la ciudad nadie se habría aventurado a adivinar, pero que se apresuraban de un lado al otro de la ciudad, todas ocupadas en algo que daba a la inquieta muchedumbre entera una cualidad común: la expresión de quien se apresura hacia una meta sin esperanzas.

Conocía a algunos de los que pasaban a mi lado. La pequeña Jocelyn del Mail Express; Hood, que tenía más dinero del que le hacía falta y que tendría menos del que necesitaría cuando abandonara Wall Street; el coronel Tidmouse del 450 Regimiento de Infantería de Nueva York, que probablemente vendría de la oficina del Army and Navy Journal, y Dick Harding, que escribía los mejores cuentos sobre la vida de Nueva York nunca publicados. La gente decía que el sombrero ya no le sentaba, especialmente algunos de los que también escribían cuentos acerca de la vida de Nueva York y cuyos sombreros amenazaban sentar en tanto les durara la vida. Miré la estatua de Nathan Hale, y luego la corriente humana que fluía en torno a su pedestal.

Quand méme —musité y me dirigí andando hacia Broadway e hice señas al guarda de un coche funicular que iba al norte de la ciudad.

Entré al parque por la Quinta Avenida y el portal de la calle 59; nunca pude decidirme aentrar por el portal que guarda la horrible estatua pigmea de Thorwaldsen. El sol de la tarde se vertía por las ventanas del hotel New Netherland, haciendo resplandecer todos los paneles con cortinas anaranjadas y llamear las alas de los dragones de bronce. Maravillosos macizos de flores refulgían a la luz del sol en las grises terrazas del Savoy, el patio enrejado del palacio Vanderbilt y los balcones de la plaza de enfrente. La fachada de mármol blanco del Club Metropolitan era un bienvenido alivio en el universal resplandor, y mantuve en ella fija la mirada hasta que hube cruzado la calzada polvorienta y penetrado en la sombra de los árboles. Antes de llegar al Zoo, lo olí. La semana próxima sería trasladado a los frescos prados y bosques del parque del Bronx, lejos del aire asfixiante de la ciudad, lejos del infernal ruido de los autobuses de la Quinta Avenida. Un noble venado me miró fijamente desde su jaula entre los árboles mientras yo pasaba por el sendero serpenteante de asfalto.

—No te aflijas, viejo —le dije—, la semana próxima estarás chapoteando en el río del Bronx y comiendo brotes de arce a tu entera satisfacción.

Seguí adelante pasando junto a manadas de ciervos de mirada fija, grandes alces y renos de arbórea cornamenta y antílopes africanos de larga cara, hasta que llegué a la guarida de los grandes carnívoros. Los tigres estaban esparrancados al sol, guiñando y lamiéndose las patas; los leones dormían a la sombra o, sentados, bostezaban con gravedad. Una esbelta pantera se paseaba de un extremo al otro de su jaula, deteniéndose a veces para atisbar ansiosa el libre mundo soleado. Las criaturas silvestres enjauladas me partían el corazón, y seguí adelante encontrándome a veces con la mirada vacía de un tigre o los mezquinos ojos huidizos de una hiena maloliente. Más allá del prado podía ver los elefantes que mecían sus grandes cabezas, los sobrios bisontes que babeaban solemnes sobre sus vástagos, la sarcástica expresión de los camellos, las pequeñas cebras malignas y un montón de animales más de la tribu del camello y de la llama, todos parecidos entre sí, todos igualmente ridículos, estúpidos, mortalmente faltos de interés. En algún sitio detrás del viejo arsenal chillaba un águila, probablemente un águila yanki; oí el "chung, chung" de un hipopótamo que resoplaba, el grito de un halcón y el "yap" que gruñían los lobos en contienda.

—¡Lindo sitio para un día caluroso! —medité con amargura, y pensé algunas cosas acerca de Jamison que no insertaré en este volumen.

Encendí un cigarrillo para atenuar el aroma de las hienas, abrí mi libro de esbozos, afilé mi lápiz y me puse a trabajar sobre un grupo de la familia de hipopótamos. Deben de haberme tomado por un fotógrafo, porque todos ellos sonreían como para dar la bienvenida a un amigo, y mi libro de esbozos ofrecía una serie de mandíbulas abiertas, tras las que los informes cuerpos abultados se desvanecían en una alarmante perspectiva. Los caimanes eran fáciles; me miraban como si no se hubieran movido desde la fundación del Zoo, pero pasé un mal momento con el gran bisonte que constantemente me volvía la cola y me mrraba impertérrito por sobre su flanco para comprobar qué tal me impresionaba. De modo que fingí estar absorto en las travesuras de dos oseznos, y el viejo bisonte cayó en la trampa, porque hice de él algunos buenos bocetos y me le reí en la cara cuando cerré el libro. Había un banco junto a la morada de las águilas, y me senté para dibujar los buitres y los cóndores, inmóviles como momias entre las rocas apiladas. Gradualmente fui ampliando el esbozo incorporando la plaza con grava, la escalinata que conducía a la Quinta Avenida, el somnoliento policía del parque frente al arsenal, y una esbelta joven de blanca frente con un vestido negro y gastado que estaba silenciosa a la sombra de los sauces.

Al cabo de un rato descubrí que el boceto, en lugar de ser un estudio de las águilas, era en realidad una composición en la que la joven de negro ocupaba el punto principal de interés. Sin advertirlo, lo había subordinado todo a ella: los reflexivos buitres, los árboles y las veredas, y los grupos apenas esbozados de los que se paseaban al sol. Estaba totalmente inmóvil, con la pálida cara inclinada y las manos blancas cogidas flojamente por delante.

—Se le ve como perdida en amargas reflexiones —pense—, probablemente no tiene trabajo.

Entonces vi el resplandor de un anillo de diamantes en el dedo medio de su mano izquierda.

—No se va a morir de hambre con semejante piedra —me dije, mirando con curiosidad sus ojos oscuros y su boca sensitiva.

Los ojos y la boca eran hermosos... hermosos, pero tocados por el dolor. Al cabo de un rato me puse de pie y volví sobre mis pasos para hacer un esbozo o dos de los leones y los tigres. Evité los monos; no puedo soportarlos y nunca me parecieron graciosas esas degradadas criaturas de todo lo que hay de innoble en nosotros.

—Ya tengo bastante —pensé—; iré a casa y prepararé una página completa que probablemente complacerá a Jamison.

De modo que coloqué la banda elástica alrededor de mi libro de bocetos, guardé el lápiz y la goma en el bolsillo del chaleco y me dirigí hacia la Alameda para fumar un cigarrillo a la luz de la tarde antes de volver a mi estudio y trabajar hasta medianoche, hasta ensuciarme la barbilla de gris con la carbonilla y de blanco con la tinta china. A través del extenso prado podía ver los tejados de la ciudad que asomaban ligeramente sobre los árboles. Una niebla por detrás de ella, chapitel y bóveda, tejado y torre, y las altas chimeneas donde delgadas hebras de humo se rizaban ociosas, se habián transformado en pináculos de berilo y llameantes minaretes, bañados en delgado fulgor. Lentamente el encantamiento se acrecentaba; todo lo que era feo y desgastado y mezquino se había desvanecido de la ciudad distante, y se alzaba ahora hacia el cielo del atardecer, espléndido, dorado, magnífico, purificado en el horno feroz del sol poniente.

El disco rojo estaba a medias oculto ahora; el encaje de los árboles, el sauce plumoso y el abedul en flor; se oscurecían recortados sobre el fulgor; los rayos de fuego se disparaban lejos por el prado dorando las hojas muertas, manchando de suave carmesí los oscuros troncos húmedos a mi alrededor. A lo lejos, al otro extremo del prado, pasó un pastor tras la estela de un rebaño con el perro a sus talones, motas grises apenas en movimiento.

Una ardilla estaba en un sendero de grava frente a mí, corrió unos pocos pies y volvió a detenerse, tan cerca, que me era posible ver sus flancos palpitantes. En algún lugar de la hierba un insecto escondido ensayaba los últimos soles del verano; oí el ¡tap, tap! ¡tat-tat-t-t-tat! de un pájaro carpintero entre las ramas por sobre mi cabeza y la nota quejumbrosa de un petirrojo somnoliento. El atardecer volvíase más denso; desde la ciudad la música de las campanas llegaba flotante al bosque y el prado; ligeras sirenas dulces venían de las barcas del río a lo largo de la ribera norte, y el distante trueno de un cañón anunciaba el fin de un día de junio. El extremo de mi cigarrillo empezó a resplandecer con una luz más roja; el pastor y el rebaño se habían desvanecido en el crepúsculo y sólo sabía que aún se trasladaba por el cencerro de las ovejas que tintineaba ligero.

Entonces esa extraña inquietud que todos han conocido, esa sensación a medias ensoñada de haberlo visto todo antes, de haberlo experimentado todo, me sobrecogió, y levanté la cabeza y me volví lentamente. Una figura estaba sentada a mi lado. Mi mente luchaba con el instinto del recuerdo. Algo vago y sin embargo familiar, algo que se evadía de él y sin embargo lo incitaba, algo... ¡Dios sabe qué! me perturbaba. Y ahora, al mirar, sin interés, la figura oscura a mi lado, una urgencia, totalmente involuntaria, una impaciencia por comprender se apoderó de mí; suspiré y me volví otra vez inquieto hacia el oeste en sombra. Me pareció escuchar el eco de mi suspiro; apenas le presté atención; y en un instante suspiré otra vez y arrojé la colilla consumida de mi cigarrillo sobre la grava a mis pies.

—¿Me habló usted? —dijo alguien en voz baja, tan cerca que me volví caso con brusquedad.

—No —respondí al cabo de un momento de silencio.

Era una mujer. No le podía ver la cara claramente, pero vi en sus manos entrelazadas, que tenía apoyadas distraídamente en el regazo, la chispa de un gran diamante. La reconocí en seguida. No me hizo falta examinar su gastado vestido negro, la cara pálida, una mancha blanca en el crepúsculo, para saber que tenía su retrato en el libro de bocetos.

—¿Tendría... tendría inconveniente en que le hablara? —preguntó con timidez.

La desconsolada tristeza de su voz me conmovió y le dije:

—¡Pues, no, por supuesto que no! ¿Puedo hacer algo por usted?

—Sí —dijo ella animándose un poco—, si sólo... si sólo usted quisiera.

—Lo haré si puedo —dije animoso—. ¿De qué se trata? ¿Está corta de fondos por el momento?

—No, no se trata de eso —dijo ella echándose atrás.

Le pedí perdón, algo sorprendido, y saqué la mano del bolsillo donde llevo el cambio.

—Se trata sólo... sólo deseo que toma usted estas... —sacó un delgado paquete del escote— estas dos cartas.

—¿Yo? —pregunté asombrado.

—Sí, si tiene la bondad.

—Pero ¿qué he de hacer con ellas? —inquirí.

—No lo sé; sólo sé que debo dárselas. ¿Las tomará?

—Oh, sí —dije riendo—. ¿Es preciso que las lea? —Y añadí para mí: Es seguramente alguna treta de mendicidad.

—No —respondió lentamente—, no debe leerlas; debe entregarlas a alguien.

—¿A alguien? ¿A cualquiera?

—No, no a cualquiera. Sabrá usted a quién cuando llegue el momento.

—¿Entonces debo guardarlas hasta recibir nuevas instrucciones?

—Su propio corazón será el que lo instruya —dijo en voz apenas audible.

Me tendió el delgado paquete y yo, para darle gusto, lo tomé. Estaba húmedo.

—Las cartas cayeron al mar —dijo—. Había una fotografía que debía acompañarlas, pero el agua salada la estropeó. ¿Tiene inconveniente en que le pida algo más?

—¿Yo? Oh, no.

—Entonces, deme el retrato que hoy me hizo.

Reí nuevamente y le pregunté cómo sabía que la había dibujado.

—¿Se me parece? —preguntó.

—Creo que se le parece mucho —respondí sinceramente.

—¿No quiere dármelo?

Estuve a punto de negárselo, pero pensé que tenía bastantes bocetos como para una página completa sin necesidad de ése, de modo que se lo di, hice señal de que se lo merecía y me puse de pie. También ella lo hizo, con el diamante que le resplandecía en el dedo.

—¿Está segura de que no está necesitada? —le pregunté no sin un cierto de sarcasmo buenhumorado.

—¡Atención! —susurró—. ¡Escuche! ¿No oye las campanas del convento?

Miré la noche neblinosa.

—No suena ninguna campana —dije—, y además no hay campanas conventuales aquí. Estamos en Nueva York, mademoiselle —había notado su acento francés—, nos encontramos en una tierra de yanquis protestantes, y las campanas que suenan son mucho menos dulces que las de Francia.

Me volví con agrado para despedirme. Había desaparecido.


—¿Ha dibujado alguna vez un cadáver? —me preguntó Jamison a la mañana siguiente cuando entré a su despacho privado con un boceto de la página completa propuesta sobre el Zoo.

—No, y no quiero hacerlo —repliqué de manera insociable.

—Deje que vea la página sobre el Central Park —dijo Jamison con su voz gentil mientras yo la desplegaba. No tenía casi valor alguno desde el punto de vista artístico, pero a Jamison le gustó tal como yo de antemano lo sabía—. ¿Puede terminarla para esta tarde? —preguntó mirándome con ojos persuasivos.

—Oh, supongo que sí —dije con cansancio—. ¿Algo más, señor Jamison?

—El cadáver —contestó—; quiero un boceto para mañana, terminado.

—¿Qué cadáver? —inquirí controlando mi indignación mientras miraba los ojos dulzones de Jamison.

Hubo un mudo duelo de miradas. Jamison se pasó la mano por la frente levantando ligeramente las cejas.

—Lo quiero tan pronto como sea posible —dijo con voz acariciadora.

Lo que pensé fue: ¡Maldito gato ronroneante!

Lo que dije fue:

—¿Dónde se encuentra el cadáver?

—En la Morgue. ¿No ha leído los periódicos de la mañana? ¿No? Ah, como correctamente lo observa usted, se encuentra demasiado ocupado como para leer los periódicos de la mañana. Los jóvenes deben aprender la industria primero, claro, claro. Lo que ha de hacer es lo siguiente: la policía de San Francisco ha dado la alarma acerca de la desaparición de una tal señorita Tufft... la hija del millonario, ya lo sabe usted. Hoy un cadáver fue transportado a la Morgue de Nueva York, aquí, y se lo identificó como el de la joven desaparecida, por un anillo de diamante. Ahora bien, estoy convencido de que no lo es, y le diré por qué, señor Hilton.

Tomó una pluma e hizo un esbozo de un anillo en el margen del Tribune de la mañana.

—Así es la descripción del anillo que nos llegó de San Francisco. Observará que el diamante está engarzado en el centro del anillo donde se cruzan las dos colas de las serpientes de oro. Pues bien, el anillo del dedo de la mujer que está en la Morgue es así —y rápidamente esbozó otro anillo en el que el diamante reposaba entre los colmillos de las dos serpientes de oro—. Esa es la diferencia —dijo con su voz placentera y regular.

—Los anillos de esa clase son infrecuentes —dije, recordando que había visto un anillo semejante en el dedo de la joven de cara pálida en el Parque la tarde antes. Entonces, un súbito pensamiento adquirió forma: ¡Quizás el cuerpo que yacía en la Morgue era el de esa joven!

—Bien —dijo Jamison mirándome—, ¿en qué piensa?

—En nada —respondí, pero toda la escena se desplegaba ante mis ojos, los buitres agazapados entre las rocas, el gastado vestido negro y la cara pálida y el anillo resplandeciente en la delgada mano blanca—. En nada —repetí—. ¿Cuándo debo partir, señor Jamison? ¿Quiere un retrato o qué?

—Un retrato, un cuidadoso dibujo del anillo y una vista de la Morgue por la noche. No estaría mal comunicar el horror a la gente de paso.

—Pero —dije—, la política de este periódico...

—No se preocupe, señor Hilton —ronroneó Jamison—, soy capaz de dirigir la política de este periódico.

—No me cabe duda —dije con enfado.

—Lo soy —repitió imperturbable y sonriente—; este caso de la Tufft interesa a la sociedad, sabe usted. Yo estoy... también interesado.

Me tendió un periódico de la mañana y me señaló un titular.


¡La señorita Tufft muerta! Novia del señor Jamison, el conocido Redactor.


—¡Qué! —exclamé con horrorizado asombro.

Pero Jamison había abandonado el despacho, y lo oí charlar y reír suavamente con algunos visitantes en el despacho de al lado. Dejé caer el periódico y salí.

—¡Ese sapo de sangre fría! —exclamé una y otra vez—. ¡Hacer dinero con la desaparición de su prometida! Bien, que me cuelguen, sabía que no tenía sangre, ni corazón, que era codicioso, pero nunca pensé... nunca imaginé... —Las palabras me faltaron.

Apenas consciente de lo que hacía, saqué un ejemplar del Herald de mi bolsillo y vi una columna titulada:


¡Encuentran a la señorita Tufft! Identificada por un anillo. Terrible dolor del señor Jamison, su prometido.


Era demasiado. Salí a la calle y me senté en el parque del Ayuntamiento. Mientras estaba allí sentado, llegué a una terrible resolución; dibujaría la cara de la joven muerta de tal manera que la sangre morosa de Jamison se congelaría, poblaría las sombras negras de la Morgue con formas y caras fantasmales, y cada cara tendría algo de la de Jamison. ¡Oh, ya lo arrancaría de su apatía de serpiente! Lo enfrentaría con la Muerte de modo tan espantable que, desapasionado, bajo, inhumano como era, se sobrecogería ante ella como ante un puñal que le fuera arrojado. Perdería mi colocación, claro, pero eso no me importaba, pues me había decidido a renunciar de cualquier manera, pues no me sentí inclinado a mantener contactos sociales con los reptiles humanos.

Y mientras me estaba sentado allí, furioso, tratando de imaginar un cuadro cuyo sombrío horror dejaría en su mente una cicatriz imborrable, pensé de pronto en la joven pálida vestida de negro del Central Park. ¡Quizá su pobre cuerpo esbelto era el que yacía en las sombras de la lúgubre Morgue! Si hubo nunca reflexiva desesperación estampada en una cara, la había visto en la de ella cuando se me dirigió en el Parque y me dio las cartas. ¡Las cartas! No había vuelto a pensar en ellas desde entonces, pero ahora me las quité del bolsillo y examiné las direcciones.

—Es raro —pensé—, las cartas están todavía mojadas; huelen a agua salada, además.

Examiné la dirección nuevamente, escrita con la larga letra fina de una mujer culta, educada en un convento francés. Las dos cartas tenían la misma dirección, en francés:


CAPITAN D'YNIOL.
(Por bondad de un desconocido)


—Capitán d'Yniol —repetí en voz alta—. ¡Que me cuelguen, ya he oído mencionar ese nombre! ¿Dónde diablos... dónde, en nombre de todo lo que es extraño?

Alguien que se había sentado en el banco junto a mí, me puso una mano pesada sobre el hombro. Era el francés, Soger Charlie.

—Ha pronunciado usted mi nombre —dijo con tono apático.

¡Su nombre!

—Capitán d'Yniol —repitió—; es mi nombre.

Lo reconocí a pesar de las gafas protectoras negras que llevaba y, al mismo momento, como un rayo relumbró en mi mente que d'Yniol era el nombre del traidor que había escapado. ¡Ah, ahora lo recordaba!

—Soy el capitán d'Yniol —dijo otra vez, y vi sus dedos cerrarse en la manga de mi americana.

Pudo haber sido mi involuntario movimiento de rechazo, no lo sé, pero el individuo me soltó y se sentó tieso en el banco.

—Soy el capitán d'Yniol —dijo por tercera vez—, acusado de traición y sentenciado a muerte.

—¡Es inocente! —musité antes de tener conciencia de haber hablado.

Qué fue lo que me arrancó esas palabras involuntarias de los labios, no lo sabré nunca quizá; pero era yo, no él, el que temblaba, poseído de extraña agitación, y fui yo, no él que le tendió una mano impulsiva rozando la suya. Sin el menor temblor me tomó la mano, me la apretó casi imperceptiblemente y la dejó caer. Entonces yo le tendí las dos cartas y, como no las miraba, ni tampoco me miraba a mí, se las puse en la mano. Entonces él se sobresaltó.

—Léalas —dije—, son para usted.

—¡Cartas! —dijo con voz ahogada que nada tenía de humano.

—Sí, son para usted... ahora lo sé..

—¡Cartas! ¿Cartas dirigidas a mí?

—¿No puede verlo? —grité.

Entonces levantó una mano frágil y se quitó las gafas de protección de los ojos y, cuando lo miré, vi dos pequeñas manchas blancas exactamente en el centro de las pupilas.

—¡Ciego! —dije tartamudeando.

—Hace dos años que no me es posible leer —dijo.

Al cabo de un momento puso las yemas de los dedos sobre las cartas.

—Están húmedas —dije—. ¿Querría que yo se las leyera?

Durante largo tiempo se quedó sentado a la luz del sol jugueteando con su bastón y yo lo miraba sin hablar. Por último dijo:

—Léalas, monsieur.

Yo tomé las cartas y rompí los sellos. La primera carta contenía una hoja de papel, húmeda y descolorida, sobre las que había escritas unas pocas líneas: Mi querido, sabía que eras inocente.

Allí terminaba la escritura, pero en el texto borroso por debajo, leí: París lo sabrá. Francia lo sabrá, porque por fin tengo las pruebas e iré a tu encuentro, soldado mío, y las pondré en tus manos de valiente. Lo saben ahora en el Ministerio de Guerra —tienen una copia de la confesión del traidor—, pero no se atreven a darlo a publicidad y enfrentar el asombro y la cólera del pueblo. Por tanto me embarcaré el lunes en Cherburgo en la línea transatlántica de la Cruz Verde, y te devolveré a lo que te pertenece, donde podrás erguirte ante el mundo sin temor ni vergüenza. Aline

—¡Esto es terrible —tartamudeé—. ¿Es posible que Dios exista y permita cosas semejantes?

Pero me asió el brazo con su mano pidiéndome que leyera la otra carta; y yo me estremecí ante la amenaza que había en su voz. Entonces, con sus ojos sin vista fijados en mí, saqué la otra carta del sobre mojado y manchado. Y antes que tuviera conciencia, antes que hubiera entendido el sentido de lo que veía, había leído en alta voz la mitad de las líneas borroneadas: El Lorient se está hundiendo... un iceberg... mitad del océano... adiós... eres inocente... te amo...

—¡El Lorient! —exclamé—. El vapor francés del que nunca volvió a saberse nada. ¡El Lorient de la línea transatlántica de la Cruz Verde! Me había olvidado... Me...

El fuerte estruendo de un revólver me ensordeció; los oídos me retumbaban y me dolían cuando me aparté bruscamente de una figura andrajosa y polvorienta que se desmoronaba en el banco junto a mí, se estremecía un momento y caía sobre el asfalto a mis pies. Las pisadas de la multitud ansiosa y de mirada dura, el polvo y el olor de la pólvora en el aire caliente, la estrepitosa alarma de la ambulancia que avanzaba por la calle Mail. Todas estas cosas recuerdo mientras estaba allí arrodillado, sosteniendo impotente las manos del muerto en las mías.

—¿Soger Charlie —murmuró el policía de los gorriones— se suicidó, no, señor Hilton? Usted lo vio, señor, se voló la tapa de los sesos ¿no es cierto, señor Hilton?

—Soger Charlie —repetían—, un francés oscuro que se suicidó. —Y las palabras resonaban como un eco en mis oídos mucho tiempo después que la ambulancia se alejara y se dispersara la multitud de mala gana cuando un par de policías despejó un espacio alrededor del charco de espesa sangre sobre el asfalto.

Me querían como testigo y le di mi tarjeta a uno de los policías que me conocía. El populacho trasladó sobre mí su mirada fascinada, y yo me volví abriéndome camino entre asustadas empleadas de tiendas y ociosos malolientes, hasta que me perdí en el torrente humano de Broadway. El torrente me trasladó hacia donde fluía. ¿Al Este? ¿Al Oeste? No lo sabía ni me importaba, sino que iba entre la multitud sin hacer caso de nada, mortalmente cansado de tratar de resolver la justicia de Dios, de luchar por comprender Sus fines, Sus leyes, Sus dictámenes que son justos y sin tacha por entero.


—Más deseables son que el oro, sí, mucho más que el oro fino. Más dulces también que la miel y que los panales.

Me volví hacia el que hablaba, que andaba renqueando tras de mí. Tenía los ojos hundidos opacados y sin brillo, la cara lucía pálida como una máscara de la muerte sobre un jersey rojo como sangre, el emblema de los soldados de Cristo. No sé por qué me detuve demorándome, pero al pasar junto a mí, le dije:

—Hermano, también yo estaba meditando sobre la sabiduría de Dios y Sus testimonios.

El pálido fanático me lanzó una mirada, vaciló y se ajustó a mi paso caminando a mi lado. Bajo la visera de su gorra del Ejército de Salvación, los ojos brillaban en la sombra con un extraño fulgor.

—Dígame algo más —dije mientras mi voz se hundía bajo el bramido del tránsito, el clang, clang de los coches carriles y el ruido de las pisadas sobre el pavimento gastado—, hábleme de Sus testimonios.

—Además por ellas Tu sirviente es advertido y en su cumplimiento hay gran recompensa. ¿Quién puede entender Sus errores? Límpiame de mis pecados secretos. Aparta también a Tu sirviente de los pecados de la presunción. Que no tengan dominio sobre mí. Entonces seré enderezado y me volveré inocente de la gran trasgresión. Que las palabras de mi boca y la meditación de mi corazón sean aceptables a Tu vista, ¡oh, Señor! ¡Mi fuerza y mi Redentor!

—Es la Sagrada Escritura lo que cita —dije—; también yo puedo leer eso cuando quiero. Pero no me aclara las razones, no me hace comprender...

—¿Qué? —preguntó, y murmuró para sí.

—Eso, por ejemplo —repliqué señalando a un tullido que había nacido sordo, mudo y horriblemente deforme, un desdichado bulto enfermo en la acera junto a la iglesia de San Pablo, una criatura de ojos vacíos que boqueaba y mugía y hacía resonar peniques en un bote de lata como si el sonido del cobre pudiera detener a la banda humana que avanzaba caliente tras el olor del oro.

Entonces el hombre que renqueaba a mi lado se volvió y me miró largamente y con severidad a los ojos. Y al cabo de un momento un opacado recuerdo se agitó en mí, un algo vago que parecía el despertar de un recuerdo de un pasado mucho, mucho tiempo olvidado, penumbroso, oscuro, demasiado sutil, demasiado frágil, demasiado indefinido. ¡Ah, el viejo sentimiento que todos han conocido! La vieja extraña inquietud, esa inútil lucha por recordar cuándo y dónde todo había ocurrido antes.

Y la cabeza del hombre se hundió en su jersey carmesí. y murmuró, murmuró para sí sobre Dios, el amor y la compasión hasta que me di cuenta de que el terrible calor de la ciudad le había afectado el cerebro, y me alejé y lo dejé parloteando de los misterios que ningún otro, salvo alguien como él, osa nombrar. Así avancé a través del polvo y el calor; y el cálido aliento de los hombres me rozaba las mejillas y sus ojos ansiosos miraban los míos. Ojos, ojos que se encontraban con los míos, atravesaban mi mirada y seguían más allá, mucho más allá, donde el oro resplandecía en medio del espejismo de la eterna esperanza. ¡Oro! Estaba en el aire donde la luz del sol doraba las motas flotantes, estaba bajo los pies en el polvo que el sol doraba, resplandecía desde el panel de cada ventana donde los largos rayos rojos hacían saltar chispas doradas sobre las jadeantes hordas hambrientas de oro de wall Street.

Altos, muy altos se alzaban en el cielo profundo los edificios, y la brisa de la bahía movía las banderas del comercio teñidas por el sol hasta que flameaban sobre el torbellino de las colmenas por debajo; flameaban comunicando coraje, esperanza y fuerza a los que sentían la codicia del oro. El sol se hundía tras el Castillo William al dirigirme yo distraído hacia la Batería, y las largas sombras rectas de los árboles se extendían sobre el césped y la acera de asfalto.

Ya las luces eléctricas brillaban entre el follaje aunque la bahía refulgía como latón pulido y las velas de los barcos resplandecían como un matiz más profundo allí donde los rayos rojos del sol daban oblicuamente sobre los aparejos. Algunos viejos avanzaban trabajosamente a lo largo del rompeolas, golpeando el asfalto con gastados bastones; algunas viejas se arrastraban de aquí para allá en el crepúsculo, viejas que cargaban cestos entreabiertos en demanda de limosna o paquetes abultados. ¿Comida, ropa? No lo sabía; no me importaba saberlo. El pesado trueno de los parapetos del Castillo William murió a la distancia en la plácida bahía, el último brazo rojo del sol se extendió por el mar, y se agitó y se desvaneció en los tonos sombríos del crepúsculo.

Entonces llegó la noche, tímida en un comienzo, rozando el cielo y el agua con dedos grises, envolviendo el follaje en suaves formas macizas, avanzando reptante más y más, cada vez más veloz, hasta que el color y la forma desaparecieron de toda la tierra y el mundo se convirtió en un mundo de sombras. Y mientras estaba sentado sobre el rompeolas oscuro, gradualmente los amargos pensamientos me fueron abandonando y contemplé la noche serena con algo de la paz que gana a todos cuando termina el día.

La muerte a mi lado del pobre desdichado ciego en el parque me había afectado, pero ahora la tensión de mis nervios se relajó y empecé a pensar en todo el asunto: las cartas y la extraña mujer que me las había dado. Me pregunté dónde las habría encontrado, si en realidad habrían sido arrastradas por una corriente errante desde el naufragio fatal del Lorient. Nada más que estas cartas habían quedado del Lorient, nada más que ellas habían visto de él ojos humanos, aunque creíamos que el fuego o un iceberg había sido su suerte; pues no había habido tormentas cuando el Lorient partió de Cherburgo. ¿Y qué era de la joven de cara pálida que me había dado las cartas diciéndome que el corazón me dictaría dónde colocarlas?

Me palpé el bolsillo en busca de las cartas donde las había metido arrugadas y húmedas. Allí estaban, y decidí entregarlas a la policía. Luego pensé en Cusick y en el parque del Ayuntamiento, y estos pusieron mi mente en funcionamiento al encuentro de Jamison y mi propio trabajo. ¡Ah, me había olvidado de eso! Me había olvidado que había jurado conmover la fría y morosa sangre de Jamison. ¡Especular con el suicidio o asesinato de su prometida! Es verdad que me había dicho que no creía que el cuerpo de la Morgue fuera el de la señorita Tufft, pues la descripción del anillo no coincidía con el de su prometida. Pero ¡qué clase de hombre era ése! ¡Ir arrastrándose y olfateando por las morgues y las tumbas en busca de ilustraciones para páginas enteras que podrían ser ocasión de que se vendieran algunos millares de ejemplares adicionales! Jamás había conocido a un hombre semejante.

Era extraño además, porque esa no era la especie de ilustración que solía publicar el Weekly; estaba en contra de todo precedente, en contra de toda política del periódico. Perdería un centenar de suscriptores por cada uno que ganara con semejante trabajo.

—¡Ese bruto desalmado! —musité—. ¡Ya haré que se despierte, ya...!

Estaba sentado derecho en el rompeolas y miraba fijamente la figura que se me acercaba bajo la chisporroteante luz eléctrica. Era la mujer que había encontrado en el parque. Vino derecho hacia mi, con la cara pálida que lucía como mármol en la oscuridad y sus manos delgadas extendidas.

—He estado buscándolo todo el día —dijo con los mismos tonos bajos y excitados—. Quiero recuperar las cartas. ¿Las tiene aquí?

—Sí —dije—. Lléveselas, en nombre del Cielo. ¡Ya han hecho bastante daño por el día!

Ella tomó las cartas de mis manos; vi el anillo hecho de las dos serpientes que le resplandecía en el dedo delgado; me le acerqué y la miré a los ojos.

—¿Quién es usted? —le pregunté.

—¿Yo? Mi nombre no tiene importancia para usted —respondió.

—Tiene razón —dije—. No me importa cuál sea su nombre. Ese anillo suyo...

—¿Qué pasa con mi anillo? —murmuró.

—Nada, una mujer muerta que yace en la Morgue lleva un anillo semejante. ¿Sabe lo que han ocasionado sus cartas? ¿No? Pues bien, se las he leído a un pobre desdichado y se ha saltado la tapa de los sesos.

—¡Se las ha leído a un hombre!

—Lo hice. Y se mató.

—¿Quién era ese hombre?

—El capitán d'Yniol.

Con algo entre sollozo y una risa, me tomó la mano y me la cubrió de besos, y yo, asombrado e indignado, aparté la mano de sus labios fríos y me senté en el banco.

—No es preciso que me lo agradezca —dije con aspereza—; si lo hubiera sabido... pero no importa. Quizá después de todo el pobre diablo se encuentra mejor en otras regiones con su novia ahogada. Sí, imagino que así es. Estaba ciego y enfermo, y con el corazón destrozado.

—¿Ciego? —preguntó con suavidad.

—Sí. ¿Lo conocía usted?

—Lo conocia.

—¿Y a su novia, Aline?

—Aline —repitió suavemente—. Está muerta. Vengo a agradecérselo en su nombre.

—¿Agradecerme qué? ¿Su muerte?

—Si, eso.

—¿Cómo consiguió usted esas cartas? —le pregunté de súbito.

No respondió y se quedó tocando con la yema de los dedos las cartas mojadas. Antes de que pudiera volver a hablar se alejó entre la sombra de los árboles, ligera, silenciosamente, y a lo lejos, en el sendero oscuro, vi resplandecer su diamante.

En lúgubre meditación, me puse de pie y me dirigí a través de la Batería hacia la escalinata del ferrocarri elevado. Las ascendí, compré mi billete y salí a la húmeda plataforma. Cuando llegó el tren, subí a él haciendo con el resto, aún reflexionando en mi venganza, sintiendo y creyendo que iba a fustigar la conciencia de un hombre que había especulado con la muerte. Por fin el tren se detuvo en la calle Veintiocho, y yo lo abandoné de prisa y descendí las escaleras para dirigirme a la Morgue. Cuando entré a ella, Skeldon, el sereno, estaba en pie junto a una losa que brillaba débilmente bajo los mezquinos picos de gas. Oyó mis pasos y se volvió para ver quién se acercaba. Entonces saludó con la cabeza diciendo:

—Señor Hilton, eche usted una mirada a este cadáver; yo volveré en un momento; esta es la que dicen que es la señorita Tufft, pero se equivocan todos, porque este cadáver ha estado aquí desde hace ya dos semanas.

Saqué el cuaderno de bocetos y los lápices.

—¿Cuál es, Skelton? —pregunté mientras buscaba la goma.

—Esta, señor Hilton, la joven que sonríe. La sacaron de Sandy Hook. ¿No parece como si estuviera dormida?

—¿Qué es lo que tiene apretado en la mano? Oh, una carta. Sube el gas, Skelton. Quiero verle la cara.

El viejo giró la llave y la llama resplandeció y silbó en el húmedo aire fétido. Entonces súbitamente fijé la mirada en la muerta.

Rígido, respirando apenas miré el anillo formado por dos serpientes retorcidas en las que había engarzado un gran diamante; vi las cartas mojadas apretadas en la mano delgada. Miré y ¡Dios me ayude! Vi la cara muerta de la joven con la que había estado hablando en la Batería.

—Hace un mes que ha muerto cuando menos —dijo Skelton con serenidad.

Entonces, al sentir que mis sentidos me abandonaban, grité y, en el mismo instante, alguien por detrás me cogía del hombro y me sacudía salvajemente; me sacudió hasta que abrí los ojos boqueando y tosiendo.

—Vamos, pues, joven —dijo un policía del parque inclinado sobre mi—, si se duerme en un banco, alguien le robará el reloj.

Me volví frotándome los ojos desesperadamente.

Entonces, todo había sido un sueño: ninguna joven tímida había acudido a mí con cartas mojadas, no había ido a la oficina, no existía la tal señorita Tufft, Jamison no era un villano insensible, no por cierto. Nos trataba a todos mejor de lo que merecíamos y era bueno y generoso por añadidura. ¡Y el espantoso suicidio! Gracias a Dios también eso era un mito, y la Morgue y la Batería por la noche en que la joven de cara pálida.

Me palpé en busca del cuaderno de bocetos y lo encontré; volví las páginas donde aparecían todos los animales que había dibujado, los hipopótamos, los búfalos, los tigres. ¿Dónde estaba el boceto en el que había hecho de la mujer del negro vestido gastado la figura principal, con los buitres meditativos alrededor y la multitud a la luz del sol? Había desaparecido. Busqué por todas partes, en cada bolsillo. Había desaparecido. Por fin me puse de pie y avancé por el estrecho sendero de asfalto a la luz del crepúsculo. Y cuando doblé por la vereda más amplia, vi a un grupo de personas, un policía que sostenía una linterna, algunos jardineros y un conjunto de ociosos que rodeaban algo, una masa oscura sobre el suelo.

—Los encontré así —decía uno de los jardineros—, es mejor no tocarlos hasta que llegue el pesquisador.

El policía alzó la linterna un poco; los rayos cayeron sobre dos caras, sobre dos cuerpos, a medias sostenidos contra el banco del parque. En el dedo de la joven resplandecía un espléndido diamante engarzado entre los colmillos de dos serpientes de oro. El hombre se había disparado un tiro; tenía apretadas en la mano dos cartas mojadas. La ropa y los cabellos de la joven estaban mojados y su cara era la cara de una ahogada.

—Bien, señor —dijo el policía mirándome—; usted parece conocer a estas dos personas, pero su aspecto...

—Nunca los he visto en mi vida —dije jadeante, y seguí mi camino temblando de pies a cabeza.

Desde entre los pliegues del gastado vestido negro había visto el extremo de un papel: ¡El dibujo que había perdido!

Robert W. Chambers (1865-1933)




Relatos góticos. I Relatos de Robert W. Chambers.


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El análisis y resumen del cuento de Robert W. Chambers: Una velada agradable (A Pleasant Evening), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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