«Recuerdos ocultos»: Auguste de Villiers de L'Isle-Adam; relato y análisis


«Recuerdos ocultos»: Auguste de Villiers de L'Isle-Adam; relato y análisis.




Recuerdos ocultos (Souvenirs occultes) es un relato de terror del escritor francés Auguste de Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889), publicado originalmente en 1867 y luego reeditado en la antología de 1883: Cuentos crueles (Contes cruels).

Recuerdos ocultos, uno de los grandes cuentos de Auguste de Villiers de L'Isle-Adam, prefigura de algún modo las ensoñaciones macabras de H.P. Lovecraft y Lord Dunsany; de hecho, y a pesar de haber sido concebido a mediados del siglo XIX, Recuerdos ocultos no hubiese estado fuera de lugar en Weird Tales o cualquier otra revista pulp de la época.




Recuerdos ocultos.
Souvenirs occultes, Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889)

Y no hay en toda la región un castillo más lleno
de gloria y de años que mi melancólica casa.
(Edgar Allan Poe)


Yo desciendo —me dijo—, yo, el último Gaël, de una familia de Celtas, duros como nuestras rocas. Pertenezco a esa raza de marinos, ilustre flor del Amor, origen de singulares guerreros, cuyas brillantes acciones figuran entre las joyas de la Historia.

Uno de mis antepasados, joven aún, pero agotado por la visión del fastidioso comercio de sus parientes, se exiló para siempre, con el corazón lleno de un olvidadizo desprecio, de su casa natal. Había entonces expediciones a Asia; allí se fue a combatir a favor del bailío de Suffren y muy pronto se distinguió, en las Indias, por los misteriosos golpes de mano que llevó a cabo, él solo, en el interior de las Ciudades Muertas.

Esas ciudades, bajo cielos blancos y desiertos, yacen hundidas en medio de horribles bosques. Las faréoles, la hierba, las ramas secas obstaculizan y obstruyen los senderos que antaño fueron populosas avenidas, en las que se ha desvanecido el ruido de los carros, de las armas y de los cánticos guerreros. Ni aliento humano, ni ramajes, ni fuentes existen en la horrorosa calma de esas regiones. Los mismos bengalíes se alejan de los viejos ébanos que antes fueron sus árboles.

Entre los escombros, acumulados en los claros del bosque, crecen inmensas y monstruosas erupciones de enormes flores, cálices funestos donde arden, sutiles, los espíritus del Sol, estriadas de azul, matizadas de fuego, con venas de cinabrio, semejantes a los radiantes despojos de una miríada de pavos reales desaparecidos. Un aire cálido de mortales aromas pesa sobre los mudos restos: y es como un vapor de cazoletas funerarias, un azul, embriagante y torturante sudor de perfumes.

El azaroso buitre que, peregrino de las llanuras de Kabul, se detiene en esa comarca y la contempla desde algún datilero negro, no se posa en las lianas, sino para debatirse, de golpe, en una repentina agonía. Aquí y allá, arcadas rotas, informes estatuas, piedras con inscripciones más carcomidas que las de Sardes, Palmira o Khorsabad. En algunas, las que adornaban el frontis, antes perdido en los cielos, de las puertas las ciudades, el ojo puede descifrar aún y reconstruir el zendo, apenas legible, de esta soberana divisa de los pueblos libres de entonces:

¡Y DIOS NO PREVALECERÁ!

El silencio sólo es turbado por el deslizamiento de los crótalos, que reptan, entre los derribados fustes de las columnas, o se enroscan, silbando, bajo los rojizos musgos. A veces, en los crepúsculos de tormenta, el lejano grito del hemíono, alternado tristemente con los estallidos del trueno, inquieta la soledad. Bajo las ruinas se prolongan galerías subterráneas de perdidos accesos. Allí, desde hace numerosos siglos, duermen los primeros reyes de esas regiones, de esas naciones, más tarde sin dueño, y cuyo nombre ya no existe. Pues tales reyes, según los ritos de alguna sagrada costumbre, fueron sepultados bajo esas bóvedas con sus tesoros. Ninguna lámpara ilumina sus sepulturas.

Nadie recuerda que el eco de los pasos de un cautivo de las preocupaciones de la Vida y del Deseo haya jamás importunado su sueño. Sólo la antorcha del brahmán -ese alterado espectro de Nirvana, ese espíritu mudo, simple testigo de la universal germinación de los aconteceres- tiembla, imprevista, en ciertos instantes de penitencia o ensueños divinos, en la cima de los desiguales escalones y proyecta, de peldaño en peldaño, su oscura llama de humo hasta lo más hondo de las cuevas. ¡Entonces las reliquias, repentinamente inundadas con su luz, brillan en una especie de milagrosa opulencia!... Las preciosas cadenas que se entrelazan en las osamentas parecen surcarlas con súbitos rayos. ¡Las reales cenizas, totalmente polvorientas de pedrerías, centellean! Como el polvo de un camino que enrojece, antes de la oscuridad definitiva, con el último rayo de poniente.

Los Maharajás hacen guardar, por hordas escogidas, los linderos de estos sagrados bosques y, sobre todo, los accesos a los claros donde comienza la confusión de tales vestigios. También están prohibidos los ribazos, las aguas y los hundidos puentes de los éufrates que los atraviesan. Taciturnas milicias de cipayos, con corazón de hiena, incorruptibles y sin piedad, rondan, sin cesar por todas partes, en esos mortales parajes. Muchas tardes, el héroe burló sus tenebrosas trampas, evitó sus emboscadas y confundió su errante vigilancia. Haciendo sonar súbitamente el cuerno en la noche, en diferentes puntos, los aislaba con esas engañosas alertas, y luego, bruscamente, surgía en la sombra, de las altas flores, para acuchillar el vientre de los caballos.

Los soldados se aterrorizaban por esta inesperada presencia, como ante un espectro maligno. ¡Dotado del vigor de un tigre, el Aventurero los derribaba entonces, uno a uno, de un solo golpe!, los ahogaba, primero, a medias, en un breve abrazo, para después, tras volver sobre ellos, matarlos placenteramente.

El Exilado se convirtió, así, en el azote, el terror y el exterminio de aquellos crueles guardas de rostros terrosos. En fin, era él quien los abandonaba clavados a gruesos árboles, con sus propios yataganes en el corazón. Aventurándose, en seguida, en el pasadizo destruido, en las avenidas, plazas y calles de esas ciudades antiguas, llegaba, a pesar de los perfumes, a la entrada de los singulares sepulcros donde yacen los restos de aquellos reyes hindúes.

Al no estar defendidas las puertas sino por colosos de jade, especie de monstruos o de ídolos con vagas pupilas de perlas y esmeraldas —formas creadas por la imaginación de teogonías olvidadas—, penetraba tranquilamente, aunque cada peldaño que descendía hiciera remover las largas alas de esos dioses. Allí, tanteando a su alrededor, en la oscuridad, domando el vértigo asfixiante de los negros siglos cuyos espíritus aleteaban, chocando su frente con las membranas, recogía, en silencio, mil maravillas. De la misma manera que Cortés, en Méjico, y Pizarro, en Perú, se apropiaron de los tesoros de los caciques y de los reyes, aunque con menos intrepidez.

Con los sacos de piedras preciosas en medio de su barca, remontaba, sin ruido, los ríos, guardándose de las peligrosas claridades de la Luna. Nadaba, aferrado a los remos, por entre los juncos, sin enternecerse con las infantiles quejas de los caimanes que lagrimeaban a su lado. En pocas horas, alcanzaba una caverna alejada, conocida sólo por él, y en la cual descargaba su botín. Sus hazañas se extendieron. De ahí, las leyendas aún hoy cantadas en las fiestas de los nababs, con gran acompañamiento de tiorbas, por los faquires. Esos miserables trovadores, con un viejo estremecimiento de odiosa envidia o de respetuoso temor, le otorgaron al abuelo el título de Explorador de tumbas.

Sin embargo, una vez, en una circunstancia peligrosa, el intrépido barquero se dejó seducir por los insidiosos y dulces discursos del único amigo que jamás tuvo. Este, por un singular prodigio, escapó. Hablo del famoso, del demasiado célebre coronel Sombra. Gracias a este oblicuo Irlandés, el Buen Aventurero cayó en una emboscada. Cegado por la sangre, acribillado a balazos, cercado por veinte cimitarras, fue tomado de improviso y pereció entre horribles suplicios.

Las hordas himalayas, ebrias por su muerte y con los furiosos saltos de una danza triunfal, corrieron a la cueva. Una vez recuperados los tesoros, retornaron a la comarca maldita. Los jefesarrojaron piadosamente tales riquezas al fondo de aquellos fúnebres antros donde yacen los manes caídos de esos reyes de la noche del mundo. Y las viejas pedrerías allí brillan todavía. semejantes a unas miradas siempre encendidas sobre las razas.

Yo he heredado —yo, el Gaël— sólo los deslumbramientos, ¡ay!, del sublime soldado, y de sus esperanzas.

Vivo aquí, en Occidente, en esta vieja ciudad fortificada a la que me encadena la melancolía. Indiferente a las preocupaciones políticas de este siglo y de esta patria, a las fechorías pasajeras de quienes la representan, me detengo cuando los atardeceres del solemne otoño inflaman la nublada cima de los bosques circundantes. Entre los resplandores de la aurora camino, solo, bajo las bóvedas de las negras avenidas, como el Abuelo caminaba bajo las criptas del brillante obituario. También, por instinto, evito, no sé por qué, los nefastos claros de luna y los malignos contactos humanos.

¡Sí, los evito cuando camino así, con mis sueños! Porque siento, entonces, que llevo en mi alma el reflejo de las estériles riquezas de un gran número de reyes olvidados.

Auguste de Villiers de L'Isle-Adam (1838-1889)




Relatos góticos. I Relatos de Villiers de L'Isle-Adam.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Auguste de Villiers de L'Isle-Adam: Recuerdos ocultos (Souvenirs occultes), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Magnífico.
Sencillamente, magnífico.
Sean buenas tus lunas, Aelfwine.

Sebastian Beringheli dijo...

Saludos para ti, Dama.
Cuidate..



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