«Panorama desde la colina»: M.R. James; relato y análisis


«Panorama desde la colina»: M.R. James; relato y análisis.




Panorama desde la colina (A View from the Hill) es un relato de terror del escritor inglés M.R. James (1862-1936), publicado originalmente en la edición de mayo de 1925 de la revista The London Mercury, y luego reeditado en la antología de ese mismo año: Una advertencia a los curiosos y otros relatos de fantasmas (A Warning to the Curious and Other Ghost Stories).

Panorama desde la colina, uno de los grandes cuentos de fantasmas de M.R. James, narra la historia de un viaje y el descubrimiento de un sitio muy particular: El Monte de las Horcas, donde es posible ver aquello que habitualmente es invisible a los ojos, pero que resuena, como un eco inmemorial, en los lugares en donde han ocurrido grandes tragedias.




Panorama desde la colina.
A View from the Hill, M.R. James (1862-1936)

Qué agradable resulta viajar solo en un vagón de primera clase el primer día de unas largas y prometedoras vacaciones, y distraerse contemplando de cuando en cuando el paisaje inglés menos conocido, cada vez que el tren se detiene en una estación. Con el mapa sobre las rodillas, uno busca los pueblos apiñados a derecha e izquierda de los campanarios de sus iglesias. Y se maravilla ante la completa quietud que reina en los andenes, turbada sólo por el crujido de unos pasos en la grava. Sin embargo, esa sensación de quietud es más intensa en el crepúsculo, y el viajero en quien estoy pensando realizaba su viaje una soleada tarde de mediados de junio. Se había internado en los campos. Bastará con que diga que, si dividimos el mapa de Inglaterra en cuatro cuadrantes, tendríamos que situarle en el que corresponde al sudoeste.

Era nuestro hombre una persona dedicada a la enseñanza, y acababa de finalizar el curso académico. Había emprendido el viaje para visitar a un amigo mayor que él. Se conocieron no hacía mucho en unas investigaciones oficiales que realizaban en un pueblo; y habían descubierto que tenían hábitos comunes y que congeniaban, y el resultado fue que el hacendado Richards había invitado al señor Fanshawe a pasar unos días con él, cosa que iba en aumento de realizarse. El viaje tocó a su fin a eso de las cinco. Un alegre mozo de estación informó a Fanshawe que había pasado el coche de la finca y había dejado dicho que iba a recoger algo a una media milla de la estación, por lo que rogaba al señor que tuviera la amabilidad de esperar unos minutos a que regresara.

—Pero, bueno —prosiguió el mozo—, puesto que ha traído bicicleta, a lo mejor prefiere ir solo. Es todo recto por la carretera, y luego sé tuerce a la izquierda por el primer camino que cruza, a unas dos millas de aquí; ya me ocuparé yo de que recoja el coche su equipaje. Perdone que le sugiera esto, pero me parece que le resultará más agradable un paseo en bicicleta. Sí, señor, hace un tiempo espléndido para los amantes del ejercicio físico; a ver, aquí está el tablón de su máquina. Gracias, señor, muchas gracias. No tiene pérdida, etc., etc.

Un paseo de dos millas en bicicleta era precisamente lo que necesitaba, después de un día de tren, para despejarse del embotamiento y abrir el apetito para la hora del té. Y cuando divisó la mansión, le pareció también prometedora del descanso que necesitaba, después de varios días de juntas y reuniones académicas. No era ni apasionantemente vieja ni deprimentemente nueva. A medida que pedaleaba, Fanshawe iba observando algunos detalles: paredes revocadas, ventanas de guillotina, árboles añosos, césped recortado... El hacendado Richards, hombre fornido, de unos sesenta años escasos, le esperaba en la entrada con manifiesta alegría.

—Primero vamos a tomar el té —dijo—, ¿o prefieres algo más fuerte? ¿No? De acuerdo, el té está preparado en el jardín. Vamos allá, los criados se ocuparán de guardarte la bicicleta. A mí siempre me gusta tomar el té bajo un tilo que hay junto al río, en días como éste.

No podía elegirse paraje más idílico; el ambiente estival de la tarde, la sombra y la fragancia de un tilo enorme, y el agua fresca y rumorosa a cinco yardas escasas. Transcurrió bastante tiempo antes de que ninguno de los dos hablara de abandonar el sitio. Pero a eso de las seis, el señor Richards se incorporó, sacudió su pipa y dijo:

—Ahora que empieza a refrescar, podríamos dar una vuelta, ¿te parece bien? De acuerdo, entonces sugiero que subamos por el parque y que vayamos hacia la colina, desde donde se domina el panorama del campo. Nos llevaremos un mapa, así te iré enseñando dónde están las cosas; puedes ir en bicicleta, o vamos en coche, según quieras hacer ejercicio o no. Si estás dispuesto, podemos ponernos ya en camino. Estaremos de vuelta antes de las ocho con toda facilidad.

—Estoy dispuesto. Quisiera llevar mi bastón; ¿tienes gemelos? Yo le he dejado los míos a un individuo hace una semana, pero se ha marchado Dios sabe dónde y se los ha llevado consigo.

El señor Richards reflexionó:

—Sí —dijo—, tengo unos; pero no los utilizo, y además, no sé si te servirán. Son anticuados y pesan el doble que los que hacen hoy. Te los puedes llevar si quieres, pero no seré yo quien cargue con ellos. A propósito, ¿qué quieres de beber para después de cenar?

Manifestó que le era indiferente, y cuando entraron en el recibimiento habían llegado ya a un acuerdo; Fanshawe cogió su bastón, y el señor Richards, después de pellizcarse el labio pensativamente, abrió un cajón de la mesa, sacó una llave, se dirigió a una alacena, la abrió, sacó una caja y la colocó sobre la mesa.

—Los gemelos están aquí —dijo—. El estuche tiene un truco para abrirlo, pero lo he olvidado. Inténtalo tú.

Así, pues, Fanshawe probó a abrirlo. No tenía agujero de cerradura; era una caja sólida, pesada, suave; evidentemente había que apretar en alguna parte para abrirla. «Debe de ser en las aristas —se dijo—. Además, son condenadamente cortantes», añadió llevándose el pulgar a la boca, tras hacer fuerza en una de las aristas inferiores. —¿Qué te ha pasado? —dijo el hacendado.

—Que tu maldita caja Borgia me ha arañado, demonio —dijo Fanshawe.

El hacendado chascó la lengua con disgusto.

—Bueno, pero en definitiva, has conseguido abrirla —dijo.

—¡Es cierto! Bueno, no vamos a regatear una gota de sangre en una noble causa; aquí están los gemelos. Desde luego, pesan lo suyo.

—¿Listo? —dijo el hacendado—. Vamos, pues; saldremos por el jardín.

Así lo hicieron; salieron al parque que subía directamente hacia la cima de, la colina que, como Fanshawe había visto desde el tren, dominaba todo el panorama. Era una estribación de una loma que se extendía detrás. Por el camino, el hacendado, asomándose al borde de los terraplenes, le iba indicando diversos puntos donde se distinguían o parecía haber vestigio de trincheras y demás.

—Y aquí —dijo, deteniéndose en un paraje más o menos llano, con un gran círculo de árboles alrededor— está la villa romana de Baxter.

—¿De Baxter? —dijo Fanshawe.

—Se me olvidaba; tú no le conocías. Era el dueño de esos gemelos. Creo que los hizo él mismo. Era un viejo relojero del pueblo, y un gran anticuario. Mi padre le dio permiso para que excavara donde quisiera; y cuando hacía un descubrimiento, tenía costumbre de pedirle prestado uno o dos hombres para que le ayudaran a cavar. Llegó a reunir un número sorprendente de objetos; y al morir, hará unos diez o quince años, compré yo todas sus pertenencias y las regalé al museo del pueblo. Un día de estos pasaremos a verlas. Los gemelos formaban parte del lote, pero me los quedé, naturalmente. Si los examinas, verás que son un trabajo de aficionado, el armazón; las lentes, por supuesto, no son obra suya.

—Sí, ya veo que es exactamente el tipo de trabajo que un artesano podría ejecutar en un campo distinto al suyo. Pero lo que no comprendo es por qué los hizo tan pesados. ¿De veras encontró aquí una villa romana?

—Sí; aquí donde estamos ahora hay un pavimento, completamente cubierto por la hierba. Es demasiado tosco y simple para que valga la pena descubrirlo; aunque, desde luego, le sacó el plano de su trazado; la cerámica y los objetos pequeños que extrajo eran bastante buenos. Era un individuo habilidoso el viejo Baxter; parecía que tenía un instinto especial para estas cosas.

Representaba una ayuda inestimable para nuestros arqueólogos. A veces cerraba su tienda durante una temporada y se dedicaba a merodear por el término municipal, marcando lugares sobre un mapa militar en los puntos donde se olía que había algo; tenía, además, un libro con anotaciones detalladas de los lugares marcados. Desde su muerte se han hecho exploraciones de sondeo en muchos de estos puntos señalados por él, y se ha comprobado que en todos estaba en lo cierto.

—¡Sí que era bueno! —exclamó Fanshawe.

—¿Bueno? —dijo el hacendado, deteniéndose de repente.

—Me refiero a que era útil tenerle aquí —dijo Fanshawe—. ¿Es que era mala persona?

—No lo sé —dijo el hacendado—; lo único que puedo decir es que, si era bueno, no tenía suerte. No le miraban con buenos ojos... A mí, desde luego, no me caía bien —añadió tras una pausa.

—¿No? —dijo Fanshawe en tono interrogante.

—No; pero dejemos en paz a Baxter; además, este trecho que estamos subiendo es el más difícil, y prefiero no hablar mientras subimos.

Verdaderamente, esa tarde hacía calor, mientras subían por aquella hierba resbaladiza.

—Te dije que te traería por el camino más corto —jadeó el hacendado—, pero ahora estoy arrepentido. De todos modos, no nos vendrá mal un baño cuando regresemos. Ya estamos; éste es el sitio.

Un pequeño grupo de pinos coronaba la cima del cerro, y en el borde, dominando lo mejor del paisaje, había un sólido y amplio asiento en el que se acomodaron los dos, se enjugaron la frente y recobraron el aliento.

—Bueno —dijo el hacendado tan pronto como fue capaz de hablar con normalidad —, aquí es donde entran en función los gemelos. Pero será mejor que eches primero una mirada general. Nunca se había visto tan espléndido como hoy, ¡palabra!

Escribiendo, como estoy haciendo ahora, de noche, con el viento invernal azotando las ventanas y el mar embistiendo y estrellándose a un centenar de yardas, me resulta difícil referir los sentimientos y palabras que podrían darle a mi lector la idea de una tarde de junio, así como del maravilloso paisaje inglés del que estaba hablando el hacendado. Más allá de la extensa llanura contemplaban una cadena de colinas en cuyas partes elevadas —cubiertas de una verde hierba unas y de bosque otras— daba la luz de un sol poniente no muy bajo todavía. Toda la llanura era fértil, aunque el río que la atravesaba no aparecía a la vista. Había matorrales, campos de trigo verde, cercas y pastos; una espesa nubecilla blanca se deslizaba marcando la trayectoria del tren de la tarde.

A continuación fueron descubriendo granjas rojizas y casas grises, y próximas a la propiedad se divisaban numerosas cabañas diseminadas por los alrededores; después estaba la mansión solariega, cobijada al pie de un cerro. El humo de las chimeneas subía azulenco y perpendicular. Había olor a heno en el aire, y a rosas silvestres en los matorrales de alrededor: era el apogeo del verano. Tras unos minutos de muda contemplación, el hacendado comenzó a indicarle los rasgos más sobresalientes, los cerros y los valles, y a explicarle dónde estaban situadas las aldeas y los pueblos.

—Bueno —dijo—, con los gemelos podrás divisar la abadía de Fulnaker. Mira hacia aquel inmenso campo verde, por encima del bosque que hay allá detrás, al otro lado de la granja que se ve encima de la loma.

—Sí, sí —dijo Fanshawe—. Ya lo veo. ¡Qué preciosa es la torre!

—Creo que te has equivocado —dijo el hacendado—; por lo que recuerdo, no hay ninguna torre, a no ser que sea la iglesia de Oldbourne lo que estás viendo. Y si esa torre te parece preciosa es que tienes muy buen conformar.

—Bueno, a mí me parece preciosa —dijo Fanshawe, que seguía mirando a través de los gemelos—, tanto si es la de Oldbourne como si no. Y debe de pertenecer a una iglesia bastante grande; da la impresión de que es una torre central; tiene cuatro pináculos grandes en las esquinas y otros cuatro más pequeños entre medias. Desde luego, tengo que ir a verla. ¿Estará muy lejos?

—Oldbourne está a unas nueve millas, quizá menos —dijo el hacendado—. Hace mucho que no he estado allí, pero no recuerdo haber visto nada interesante. Voy a enseñarte otra cosa.

Fanshawe había bajado los gemelos, pero seguía mirando en la misma dirección.

—No —dijo—; a simple vista no se ve nada. ¿Qué era lo que me ibas a enseñar?

—Es bastante más a la izquierda, no es difícil de localizar. ¿Ves la colina que forma como una abrupta prominencia cubierta de espeso bosque? Está lindando con aquel árbol solitario que hay en lo alto del cerro grande.

—Claro que la veo —dijo Fanshawe—, y me parece que puedo decirte cómo se llama.

—¿De veras? —dijo el hacendado—. A ver.

—El Monte de las Horcas —contestó.

—¿Cómo lo has adivinado?

—Bueno, si no querías que lo adivinara, no haber mandado poner ese simulacro de horca con una figura colgando.

—¿Cómo? —dijo el hacendado con brusquedad—. En esa colina no hay más que bosque.

—Ni hablar —dijo Fanshawe—; en la parte de arriba hay un espacio bastante grande cubierto de hierba, con la horca de marras en el centro; y hasta me había parecido antes que había gente. Pero no se ve a nadie, ¿o sí? No estoy seguro.

—Tonterías, Fanshawe; en esa colina no hay ni simulacros de horcas ni nada por el estilo. Es todo bosque, está repoblada de árboles relativamente jóvenes. Yo mismo he estado allí hará cosa de un año. Déjame los gemelos, aunque supongo que no voy a ver nada —y tras una pausa, añadió—. No, ya lo sabía yo; no se ve ni rastro de lo que dices.

Entre tanto, Fanshawe escudriñaba la colina. Debía de estar a unas dos o tres millas solamente.

—Vaya, es muy extraño —dijo—; mirando sin los gemelos, parece enteramente un bosque —los tomó y volvió a mirar con ellos—. Es un efecto de lo más raro. La horca se ve perfectamente; igual que el prado de hierba; y hasta me parece que hay gente, y carruajes, al menos un carruaje, con dos personas en él. Pero sin los gemelos no hay nada. Debe de ser cuestión de algún efecto de esta luz sesgada del atardecer; otro día subiré a una hora más temprana, cuando el sol esté alto.

—¿Dices que has visto gente y un carruaje en aquel monte? —dijo el hacendado con incredulidad—. Aunque hubieran talado los árboles, ¿qué iban a hacer allí a estas horas? No digas tonterías..., mira otra vez.

—Bueno..., juraría que he visto gente. Sí, la hay; muy poca, desde luego, y ya se están marchando, ¡por Júpiter!, parece como si colgara algo de la horca. Estos gemelos son tan terriblemente pesados que me es imposible estarlos sosteniendo todo el rato. De todos modos, te aseguro que no hay bosque de ninguna clase. Me tienes que indicar el camino en el mapa para ir mañana mismo a ver eso.

El hacendado, con el ceño fruncido, permaneció en silencio durante un rato. Por último, se levantó y dijo:

—Bueno, supongo que será mejor ir a cerciorarse. Ahora lo más conveniente es que nos marchemos. Vamos a tomar un baño y a cenar —y durante el camino de regreso estuvo poco comunicativo.

Volvieron por el jardín y pasaron al vestíbulo principal a dejar los bastones, etc., en su sitio. Y aquí encontraron a Patten, el viejo mayordomo, en un estado de evidente excitación.

—Perdone, amo Henry —empezó inmediatamente—, pero me temo que alguien ha estado aquí haciendo de las suyas —y señaló el estuche de los gemelos abierto.

—¿No es más que eso, Patten? —dijo el hacendado—. ¿Es que no puedo coger mis gemelos y dejárselos a un amigo? Los compré con mi dinero en la subasta del viejo Baxter, ¿no?

Patten asintió poco convencido.

—Bueno, por supuesto, amo Henry; además, que ya le conocía usted de sobra. Pero me parece conveniente recordarle que ese estuche no lo ha tocado nadie desde que el señor lo guardó ahí; y, con perdón, desde que pasó...

Había bajado la voz, y Fanshawe no pudo oír lo demás. El hacendado replicó con unas palabras y una risa áspera, e invitó a Fanshawe a que le acompañara para mostrarle su habitación. Yo no creo que sucediera nada más la noche a la que se refiere mi relato. Salvo, quizá, la sensación que le invadió a Fanshawe, durante las primeras horas de la madrugada, de que se le había manifestado algo que no debía. Algo que se había introducido en sus sueños: paseaba por un jardín que le daba la impresión de conocer, y se detuvo ante unas ruinas; había visto viejas piedras labradas, fragmentos de tracerías de ventanales de iglesia, e incluso trozos de imágenes. Una de éstas atrajo su curiosidad; parecía un capitel con varias escenas esculpidas.

Sintió la necesidad de sacarlo de donde estaba; se abrió paso, y con una facilidad que le dejó asombrado, apartó las piedras que estorbaban y tiró del bloque. Al hacerlo, cayó a sus pies un letrero de hojalata con un ligero estrépito metálico. Lo tomó y lo leyó:

«No quite esta piedra bajo ningún concepto. Suyo affmo., J. Patten».

Como suele suceder en los sueños, comprendió que esta advertencia era de extrema importancia; y con una ansiedad próxima a la angustia, miró a ver si por fin había movido la piedra de su sitio. Efectivamente, la había movido; de hecho, no sabía dónde había ido a parar. Y al quitarla de su sitio, había dejado al descubierto la entrada de una madriguera, y se asomó por ella. Algo se agitó en la oscuridad; luego, horrorizado, vio surgir de allí una mano derecha muy pulcra, con un impecable puño de camisa rodeado de su correspondiente bocamanga, la cual adoptó exactamente el ademán de la mano que trata de estrechar la tuya. Se preguntó si no sería una falta de delicadeza no corresponder a ese gesto. Pero al mirarla con atención vio que se iba cubriendo de pelos a la vez que se volvía flaca y sucia. Entonces cambió de actitud e hizo un movimiento como si intentara agarrarle la pierna. Así que, dejando a un lado todo sentido de la educación, echó a correr gritando, y se despertó.

Éste fue el sueño que recordaba, pero tenía la impresión (como suele ocurrir con frecuencia) de que había tenido antes otros sueños de la misma índole, aunque no tan insistentes. Siguió echado en la cama durante un rato, fijando los detalles del último sueño en su mente y tratando de recordar las figuras que había visto labradas en el capitel. Eran completamente absurdas, estaba seguro; pero eso era cuanto podía recordar. Tanto si fue por el sueño que había tenido, o porque era su primer día de vacaciones, el caso es que no se levantó muy temprano; ni se lanzó enseguida a explorar el campo. Se pasó la mañana, entre ocioso e interesado, hojeando los volúmenes de las actas de la Sociedad Arqueológica Comarcal, en las que había muchas contribuciones del señor Baxter sobre descubrimientos de utensilios de sílex, villas romanas, ruinas de edificios monásticos, en fin, de las más diversas ramas de la arqueología.

Sus colaboraciones estaban escritas en un estilo extraño, pomposo y poco culto. De haber cursado estudios elementales, pensó Fanshawe, habría sido un anticuario verdaderamente notable; o podría haberlo llegado a ser (corrigió un momento después), de no ser por su afición a la disputa y la controversia y, sí, por el tono protector que adoptaba, propio del que está en posesión de conocimientos superiores, lo que resultaba de mal gusto. Podía haber sido un artista de talla. Porque encontró el dibujo de una reconstrucción imaginaria de un priorato, muy bien trazado. El detalle más sobresaliente era una preciosa torre central coronada de pináculos; a Fanshawe le recordaba la que había visto desde la colina, la que había dicho su anfitrión que debía de ser de Oldbourne. Pero no era Oldbourne; era el priorato de Fulnaker.

«Vaya —se dijo—, a lo mejor construyeron la iglesia de Oldbourne los monjes de Fulnaker, y Baxter copió la torre de Oldbourne. A ver qué dice el texto. ¡Vaya!, esto fue publicado después de su muerte, lo encontraron entre sus papeles».

Después de la comida, el hacendado preguntó a Fanshawe qué pensaba hacer.

—Bueno —dijo Fanshawe—, me parece que voy a dar una vuelta en bicicleta, iré hasta Oldbourne y luego volveré por el Monte de las Horcas. Será un paseo de quince millas, ¿no?

—Más o menos —dijo el hacendado—; pasarás por Lambsfield y Wanstone, dos lugares que merece la pena ver. Lambsfield tiene una pequeña vidriera, y luego está la piedra de Wanstone.

—Bien —dijo Fanshawe—; tomaré el té en cualquier parte. ¿Puedo llevarme los gemelos? Los ataré en el portaequipajes de la bicicleta.

—Por supuesto —dijo el hacendado—. En realidad, debería tener unos mejores. Si voy al pueblo, veré si puedo comprar otros.

—Para qué quieres comprarlos si no los vas a usar —dijo Fanshawe.

—No sé; considero que está bien tener unos gemelos decentes... además, el viejo Patten no cree prudente que se utilicen ésos.

—¿Es que es él el juez?

—Creo que se ha enterado de algo, no sé de qué; debe ser algo referente al viejo Baxter. Le he prometido escucharle. Creo que le está dando vueltas desde anoche.

—¿Por qué? ¿Ha tenido alguna pesadilla como yo?

—Algo así, parecía más viejo esta mañana, y dice que no ha pegado ojo en toda la noche.

—Bueno, dile que no te cuente nada hasta que regrese yo.

—De acuerdo; veré si es posible. ¿Vas a volver tarde? ¿Y si tienes un pinchazo a ocho millas de aquí? Yo no me fío de estas bicicletas; diré que nos preparen una comida fría para cenar.

—No había pensado en eso. De todos modos, llevo lo necesario para arreglar un pinchazo. Así que hasta luego.

Menos mal que el hacendado había ordenado preparar esa cena fría, pensó Fanshawe, y no una sola vez, mientras empujaba su bicicleta por la alameda, a las nueve. Y lo mismo pensó y dijo repetidamente el hacendado al reunirse con él en el recibimiento, con más complacencia en ver confirmada su escasez de confianza en las bicicletas que simpatía para con su sudoroso, rendido, sediento y desaliñado amigo. De hecho, lo más amable que se le ocurrió decir fue:

—¿Vas a querer un buen trago esta noche? ¿Te gusta la sidra? De acuerdo. Ya lo ha oído, ¿no, Patten? Sidra bien fría y en cantidad —luego se volvió a Fanshawe—: No te vayas a pasar la noche en el baño.

Hacia las nueve y media se encontraban sentados cenando, y Fanshawe le contaba sus progresos, si es que podían llamarse así.

—Hasta Lambsfield he ido la mar de a gusto por terreno llano, y he visto la vidriera. Es una pieza muy interesante, pero tiene un montón de inscripciones que no he conseguido leer.

—¿No lo has intentado con los gemelos? —dijo el hacendado.

—Esos gemelos tuyos no hay forma de emplearlos en el interior de una iglesia... ni de ningún edificio. Digo yo. En los únicos interiores que he intentado emplearlos eran de iglesia.

—¡Hum! Bueno, continúa —dijo el hacendado.

—De todos modos, he tomado una fotografía del ventanal; así podré leerlas cuando la amplíe. Luego he ido a Wanstone; la piedra me parece verdaderamente extraordinaria; ahora que yo no entiendo de esa clase de antigüedades. ¿Ha excavado alguien en el montículo donde se levanta?

—Baxter era quien quería hacerlo, pero el granjero no le dejó.

—Vaya, pues a mí me parece que valdría la pena. En fin, después he pasado por Fulnaker y Oldbourne. Desde luego, es muy extraño que viera yo aquella torre desde el cerro. La iglesia de Oldbourne no se parece en nada, y desde luego en Fulnaker no hay nada que tenga más de treinta pies de altura, aunque se ve el lugar donde hubo una torre central. A propósito, no te he dicho aún que la reconstrucción que dibujó Baxter de Fulnaker tiene una torre exactamente igual que la que vi yo ayer.

—Según le parecía a él, más bien —puntualizó el hacendado.

—No, no fue cuestión de imaginación. El boceto representaba exactamente la que vi, y yo estaba convencido de que se trataba de la de Oldbourne antes de leer el nombre debajo.

—Bueno, Baxter tenía unas ideas muy claras sobre arquitectura. Yo diría que no debió de serle difícil dibujar una torre así.

—Puede ser, por supuesto, pero dudo que aun tratándose de un profesional hubiera podido trazar un boceto tan exactamente igual. No queda nada de la torre de Fulnaker, aparte de los contrafuertes que la sostenían. Pero, con todo, no es eso lo más extraño.

—¿Has pasado por el Monte de las Horcas? —preguntó el hacendado—. Patten, por favor, venga un momento. Ya le he contado a usted lo que el señor Fanshawe ha visto desde el cerro.

—Sí, amo Henry; y bien mirado, no puedo decir que me haya sorprendido mucho.

—De acuerdo, de acuerdo. Guárdese sus opiniones de momento. Ahora quiero oír lo que el señor Fanshawe tiene que contarnos. Continúa, Fanshawe. Has regresado por Ackford y Thorfield, ¿no?

—Sí, y he visitado las dos iglesias. Después he cogido el camino que pasa por el Monte de las Horcas. Pensaba que si subía con la bicicleta hasta lo alto del monte podía volver por este lado. Serían las seis y media cuando coroné la cuesta. A mano derecha encontré una verja por donde se entraba en la franja plantada de árboles.

—¿Oye eso, Patten? Una franja, dice.

—Eso es lo que yo creía, que era una franja. Pero tenías toda la razón; estaba totalmente equivocado. No logro entenderlo. La cima del monte está completamente repoblada de árboles. En fin, me metí por entre los árboles empujando la máquina con la mano, esperando a cada momento desembocar en algún claro, y entonces empezaron mis desdichas. Supongo que serían espinos; primero me di cuenta de que tenía floja la rueda de delante, y luego la de atrás. Si me paraba allí, lo único que me cabía hacer era localizar los pinchazos y marcarlos; pero eso no arreglaría nada. Conque seguí adelante con las ruedas mal, y cuanto más me internaba, menos me gustaba el lugar.

—No entran muchos cazadores furtivos por allí, ¿eh, Patten? —dijo el hacendado.

—Desde luego que no, amo Henry; hay poca cosa allí...

—No, ya lo sé; no importa eso ahora. Sigue, Fanshawe.

—No culpo a nadie de que no le guste transitar por allí. Lo que sé es que he tenido toda clase de figuraciones, a cuál más desagradable; crujidos de ramas de unos pasos que sonaban a mi espalda, siluetas confusas de individuos que se ocultaban detrás de los árboles que me salían al paso; sí, hasta me pareció notar que una mano me agarraba por el hombro. Me zafé enseguida y miré a mí alrededor, pero no descubrí las ramas o arbustos que podían haberme causado esta impresión. Después, cuando me encontraba más o menos en el centro del terreno, tuve la viva impresión de que alguien me estaba mirando desde arriba, y no precisamente con benevolencia. Me paré o aflojé el paso para mirar otra vez. Y entonces me caí, dándome un golpe horrible en la espinilla, ¿a que no sabes con qué?, con un bloque de piedra que tenía un gran agujero cuadrado en la parte superior. Y a poca distancia de allí había dos más, exactamente iguales. Los tres estaban dispuestos en forma de triángulo. A propósito, ¿podrías decirme para qué los habrán puesto allí?

—Creo que sí —dijo el hacendado, que escuchaba seria y atentamente el hilo del relato—. Siéntese, Patten.

Ya era hora, porque el anciano estaba apoyándose sobre una mano y basculaba pesadamente sobre ella. Se dejó caer en una butaca, y dijo con voz temblona:

—Pero no se metió en el centro de esas piedras, ¿verdad, señor?

—No, desde luego —dijo Fanshawe con vehemencia—. Me he portado como un idiota, pero el caso es que al caer en la cuenta de dónde me encontraba, me cargué la bici al hombro y eché a correr todo lo deprisa que pude. Me daba la sensación de que estaba en una especie de cementerio maldito, y di gracias al cielo de que fuera hoy uno de los días más largos del año y de que aún fuera de día. Bueno, ha sido una carrera horrible, a pesar de tratarse de unos cientos de yardas nada más. Todo se me iba enganchando en todas partes; el manillar, los rayos, el portaequipajes, los pedales, todo se me iba enganchando obstinadamente; al menos, eso me parecía. Me caí cuatro o cinco veces. Por último, descubrí la cerca y no me molesté en buscar la entrada de la finca.

—No hay entrada por la parte que linda con mis tierras —comentó el hacendado.

—De todos modos, no perdí el tiempo en buscarla... Como pude, pasé la máquina por encima de la cerca, y no tardé en llegar al camino próximo a la carretera principal; en el último momento se me enganchó una rama o algo parecido en el tobillo. El caso es que logré salir del bosque, y nunca me he sentido más aliviado ni más magullado. Luego emprendí la tarea de arreglar los pinchazos. Llevaba desmontables y lo necesario, y suelo darme maña para estas cosas; pero esta vez no había manera. Eran las siete cuando salí del bosque, y tardé lo menos cincuenta minutos en arreglar la rueda. En cuanto encontré el pinchazo, y le puse el parche y acabé de montar la rueda, se me volvió a desinflar; así que me hice el ánimo y volví a pie. El monte ese estará a unas tres millas escasas, ¿no?

—A campo través, quizá a menos; pero por carretera hay cerca de seis.

—Eso me ha parecido a mí, y pensé que no podía tardar más de una hora en recorrer menos de cinco millas, aun llevando la bici del manillar. Bueno, ésa es la historia de lo que me ha pasado. ¿Cuál es la tuya y la de Patten?

—¿La mía? Yo no tengo ninguna historia que contar —dijo el hacendado—. Pero no andabas muy descaminado al pensar que te encontrabas en un cementerio. Debe de haber unos cuantos allí arriba, ¿no cree usted, Patten? Allí los dejaban cuando empezaban a caerse a trozos, me imagino.

Patten asintió, demasiado impresionado para hablar.

—Por favor —dijo Fanshawe.

—Bueno, Patten —dijo el hacendado—; ya ha oído todo lo que ha dicho el señor Fanshawe. ¿Qué le parece? ¿Tiene eso algo que ver con el señor Baxter? Tómese esta copa de oporto y cuéntenos.

—¡Ah! Falta me iba haciendo, amo Henry —dijo Patten después de beberse lo que tenía delante—. Si de veras quiere saber lo que pienso, mi respuesta es completamente afirmativa. Sí —prosiguió, hablando con más ardor—; yo diría que la experiencia vivida hoy por el señor Fanshawe tiene bastante que ver con la persona que usted acaba de nombrar. Y creo, amo Henry, que yo podría contar algunas cosas, dado que han sido muchos los años que he vivido en buenas relaciones con él, y tuve, además, que prestar declaración en la encuesta, hará unos diez años, cuando andaba usted por el extranjero, si mal no recuerdo, y no había nadie aquí que representara a la familia.

—¿Encuesta? —dijo Fanshawe—. ¿Es que hubo una encuesta sobre el señor Baxter?

—Sí, señor; sobre..., sobre él mismo. Los hechos que dieron lugar a esta contingencia fueron los siguientes: el difunto, como usted habrá adivinado, era un individuo de costumbres muy extrañas..., al menos a mi modo de ver, pero cada uno debe decir las cosas tal como las siente. Vivió completamente solo, no tenía ni perro que le ladrara, como dice el dicho. Y poquísima gente encontrará que sepa decirle en qué empleaba el tiempo.

—Vivía en el anonimato, y cuando murió hubo muy pocos que se enteraron —murmuró el hacendado para su pipa.

—Perdone usted, amo Henry, ahora justamente iba a hablar de eso. Pero cuando digo en qué empleaba él el tiempo, desde luego, ya sabemos lo aficionado que era a hurgar y revolver por todo el contorno y la de cosas que logró coleccionar; bueno, se hablaba en varias millas a la redonda del museo de Baxter, y muchas veces, cuando se sentía de buen humor, y yo tenía un rato libre, me enseñaba sus piezas de cerámica, que se remontaban, según él, a los tiempos de los romanos. Pero usted sabe de eso más que yo, amo Henry. Lo único que yo iba a decir es esto: que aunque tuviera la fama que tenía de ser una persona de conversación interesante, había algo en él... bueno, no recuerda nadie haberle visto jamás en una iglesia o capilla asistiendo a los oficios religiosos. Y eso dio que hablar. Nuestro párroco no fue a verle más que una vez.

»—Que nadie me pregunte jamás lo que me ha dicho ese hombre —esto es todo lo que le pudimos sonsacar al reverendo.

»¿Y en qué empleaba sus noches, sobre todo cuando llegaba esta época del año? Las gentes del campo se lo encontraban de regreso cuando iban al trabajo, y se cruzaba con ellos sin decirles una palabra; caminaba como el que acaba de salir del manicomio. Iba con los ojos desorbitados. Y solía llevar una cesta de pescado, cosa que les llamaba la atención, y regresaba siempre por el mismo camino. Y se llegó a rumorear que había llevado a cabo ciertos trabajos, no muy encomiables precisamente, allá donde ha estado usted esta tarde sobre las siete, señor.

»Bueno, pues después de una de esas noches, el señor Baxter cerró la tienda, y la vieja que le asistía recibió orden de no volver; y conociendo como conocía la manera que tenía de decir las cosas, procuró obedecer. Pero ese día sucedió que, a eso de las tres de la tarde, estando la casa cerrada como digo, sonó un espantoso alboroto en el interior, y empezó a salir humo de la chimenea, al tiempo que Baxter gritaba como si le estuvieran matando. Conque el hombre que vivía al lado echó a correr, dio la vuelta al edificio, derribó la puerta trasera y entró, junto con otros hombres. Bueno, el hombre este me decía que jamás había sentido un olor tan repugnante, como el que despedía el hogar de la chimenea. Parecía como si Baxter hubiera estado cociendo algo en una olla y se le hubiera derramado sobre la pierna. Estaba tendido en el suelo, tratando de reprimir los gritos; pero sus dolores eran insoportables. Y cuando vio entrar a gente...

»¡Menudo aspecto tenía! Y si no le salieron más ampollas en la lengua que en la pierna, no fue por culpa suya. El caso es que lo levantaron, lo sentaron en una silla y corrieron en busca de un médico, y al ir uno de ellos a tomar la olla, empezó Baxter a gritar que la dejara en paz. Así lo hizo, aunque lo único que vio que contenía eran unos cuantos huesos viejos y tiznados. Entonces van y le dicen:

»—El doctor Lawrence estará aquí en un minuto, señor Baxter; ya verá cómo él le pone de pie en un dos por tres.

»Entonces tomó y se levantó. Debía subir a su habitación, no podía permitir que entrara el médico y viera todo aquel revoltijo; pidió que le echaran algo por encima, lo que fuera, el mantel de la mesa del comedor; bueno, lo hicieron así. Pero la porquería de la olla debía de tener algo venenoso, porque tuvieron que pasar dos meses antes de que Baxter pudiera levantarse otra vez. Perdón, amo Henry, ¿iba usted a decir algo?

—Sí —dijo el hacendado—. Me extraña que no me contara usted todo eso. Pero lo que iba a decir es que recuerdo que el viejo Lawrence me contó que había asistido a Baxter. Fue un caso extraño, dijo. Un día subió Lawrence a su dormitorio, y tomando una pequeña máscara cubierta de terciopelo negro, se la puso en broma y fue a mirarse al espejo. Pero no tuvo tiempo de hacerlo en realidad, porque el viejo Baxter le gritó desde la cama: ¡Deje eso ahí, estúpido! ¿Es que quiere mirar por los ojos de un muerto?, conque dio un respingo y dejó aquello, y luego le preguntó qué quería decir. Baxter insistió en que se lo diera, y luego le dijo que el hombre que se la había vendido había muerto o no sé qué tontería. Pero al tomarla de nuevo para dársela, Lawrence me confesó que tuvo la seguridad de que estaba hecha con el hueso frontal de una calavera. Y me contó también que cuando se subastaron las pertenencias de Baxter, compró su alambique, pero que no lo había podido utilizar; por más que lo limpiaba, seguía manchando lo que metía en él. Pero siga, Patten.

—Sí, amo Henry; ya casi he terminado; además, no tengo tiempo, porque no sé qué van a pensar de mí los demás criados. Bueno, el caso es que el incidente en que se escaldó ocurrió unos años antes de que se lo llevaran; había vuelto a su vida normal, y seguía con sus costumbres de siempre. Por cierto, uno de los últimos trabajos que hizo fue terminar los gemelos que cogió usted ayer tarde. Tenía hecha la montura desde hacía tiempo y las piezas de cristal que necesitaba; pero le hacía falta algo para darlos por concluidos, no sé qué; conque un día tomé la montura, y digo:

»—Señor Baxter, ¿por qué no termina este trabajo de una vez?

»Y va y me contesta:

»—¡Ah!, cuando yo termine eso, oirá usted cosas sorprendentes, ya verá; no habrá un par de gemelos como los míos cuando estén llenos y sellados.

»Calló, y yo le digo:

»—Vaya, señor Baxter, habla usted de los gemelos como si fueran botellas de vino: llenos y sellados, ¿qué necesidad hay de hacer eso?

»—¿He dicho llenos y sellados? —dice—. ¡Ah!, estaría hablando conmigo mismo.

»Era por esta época del año; y pasé una noche por delante de su tienda, camino de casa, y él, que estaba en la puerta la mar de satisfecho, va y me dice:

»—Ya los tengo completos; acabo de poner punto final a mi mejor trabajo, y mañana voy a salir a probarlos.

»—El qué, ¿sus gemelos? —digo—. ¿Me deja mirar un poco con ellos?

»—No, imposible —dice—; los he dejado encima de mi cama para esta noche; y el día que yo le deje mirar, lo pagará, se lo aseguro

»Y éstas fueron, señores, las últimas palabras que le oí.

»Eso fue el 17 de junio, y justo una semana después le sucedió algo muy extraño, que en el juicio calificaron de perturbación mental; pero salvo eso, ninguno de los que conocíamos a Baxter habría sido capaz de acusarle de una cosa así. El caso es que esa misma noche se despertó George Williams, el que vivía en la casa de al lado y vive todavía, por un estrépito de forcejeos y cosas derribadas que sonó en la casa del señor Baxter; entonces saltó de la cama y se asomó a la ventana que da a la calle pensando que sería algún cliente con malas pulgas. Y como hacía una noche muy clara, pudo comprobar que no era ése el caso. Entonces se quedó escuchando, y oyó al señor Baxter que bajaba la escalera, pasito a pasito, muy despacio, y parecía como si le empujaran o tiraran de él, y él se resistiera cuanto podía. Después oyó abrirse la puerta de la entrada y vio salir al señor Baxter vestido de calle con sombrero y todo, con los brazos tiesos y pegados a los costados, y hablando consigo mismo y sacudiendo la cabeza a uno y otro lado y caminando de una manera rara, como si anduviera en contra de su voluntad.

»George Williams abrió la ventana y oyó que decía:

»—¡Piedad, señores, piedad! —y luego calló como si alguien le hubiera tapado la boca con la mano; y entonces el señor Baxter echó la cabeza hacia atrás y se le cayó el sombrero.

»Y al verle Williams la expresión de desamparo que reflejaba, no se pudo contener y le gritó:

»—¡Eh, señor Baxter!, ¿se encuentra bien? —Y ya iba a decirle si quería que llamara al doctor Lawrence, cuando oyó que le contestaba:

»—Será mejor que se ocupe de sus asuntos. Apártese de la ventana.

»Pero dice que no está completamente seguro de que fuera el propio señor Baxter quien le contestó esto con voz ronca y apagada. No había nadie en la calle más que él; y a Williams le sentó tan mal aquello que se retiró inmediatamente de la ventana y fue a sentarse en la cama. Pero oyó los pasos del señor Baxter que proseguían calle arriba, y al cabo de un minuto o más, no pudiendo contenerse, se asomó otra vez y vio que seguía andando de la misma extraña manera que antes. Y una cosa que le chocó fue que el señor Baxter no se había parado a recoger el sombrero que se le había caído, y no obstante lo llevaba puesto otra vez. Bueno, amo Henry, ése fue el único que vio al señor Baxter, al menos durante una semana o más.

»Muchos dijeron que había salido de viaje de negocios o que había huido porque se había metido en un lío; pero le conocían en varias millas a la redonda, y ni los empleados del ferrocarril ni los de los hoteles le habían visto; y hasta dragaron los estanques sin resultado; pero finalmente una noche, Fakes, el guarda forestal, bajó al pueblo diciendo que en el Monte de las Horcas había visto enormes bandadas de pájaros, lo que era muy extraño, porque jamás había visto por allí el menor signo de vida. Conque se miraron unos a otros, hasta que saltó uno y dijo: Yo voy a verlo, y luego otro: Si tú vas, yo también; así que se pusieron en camino una media docena, de noche como era, y con ellos el doctor Lawrence; y para que vea usted, amo Henry; allí es donde le encontraron, entre las tres piedras, con el cuello roto.

Huelga imaginar la conversación a que dio pie este relato. No hay constancia de ella. Pero antes de marcharse Patten, le dijo a Fanshawe:

—Perdone, señor, pero creo que se ha llevado hoy los gemelos, ¿verdad? Me lo imaginaba; ¿puedo preguntarle si los ha llegado a utilizar?

—Sí; sólo para mirar algo en una iglesia.

—¡Ah, vaya!; conque ha entrado en una iglesia con ellos, ¿eh, señor?

—Sí, así es; en la iglesia de Lambsfield. A propósito, los he dejado atados en la bicicleta, creo que en el patio de las caballerizas.

—No se preocupe, señor. Yo mismo iré a traerlos mañana, en cuanto me levante; entonces podrá examinarlos.

Así, pues, antes de desayunar, y tras un tranquilo y bien ganado descanso, Fanshawe salió al jardín con los gemelos y los enfocó hacia un monte lejano. Pero los bajó inmediatamente, los examinó por un extremo y por otro, hizo girar la rosca, los probó una y otra vez, hasta que, encogiéndose de hombros, los volvió a colocar sobre la mesa del recibimiento.

—Patten —dijo—, están completamente estropeados. No se ve nada; es como si alguien hubiera pegado una cosa negra en los cristales.

—Conque me has estropeado los gemelos, ¿eh? —dijo el hacendado—. Hombre, muchas gracias; eran los únicos que tenía.

—Examínalos tú mismo —dijo Fanshawe—; yo no les he hecho nada.

De modo que, después de desayunar, salió el hacendado con ellos a la terraza, y se detuvo al borde de la escalinata.

—¡Caramba, sí que pesan! —dijo impaciente, y en ese preciso momento se le fueron de las manos, estrellándose en el suelo; los cristales se hicieron añicos y se rajaron los tubos; en las losas se formó un charquito de líquido. Era negro como la tinta, y despedía un olor repugnante.

—Llenos y sellados, ¿eh? —exclamó el hacendado—. Si fuera capaz de tocarlos, seguro que encontraría el sello. ¡Conque esto era lo que cocía y destilaba el viejo carroñero!

—¿Qué demonios quieres decir?

—¿Es que no lo ves, alma de Dios? ¿Recuerdas que le dijo al médico que no mirara por los ojos de un muerto? Bueno, pues ésta es otra versión de lo mismo. Pero se conoce que a ellos no les gustó que les hirvieran los huesos, digo yo, y vinieron a llevárselo. Bien, voy a traer una azada; enterraremos esto decentemente.

Cuando terminó de allanar la tierra por encima, el hacendado le dio la azada a Patten, que lo había presenciado todo con un respeto reverencial, y le comentó a Fanshawe:

—Ha sido una lástima que te metieras con ellos en una iglesia; podías haber visto mucho más de lo que viste. Baxter los tuvo una semana, creo, pero parece que no les sacó mucho provecho.

—No sé —dijo Fanshawe—; ahí tienes el dibujo del priorato de Fulnaker.

Montague Rhodes James (1862-1936)




Relatos góticos. I Relatos de M.R. James.


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El análisis y resumen del cuento de M.R. James: Panorama desde la colina (A View from the Hill), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

warlord dijo...

Buen relato



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