«El Pozo de las Lamentaciones»: M.R. James; relato y análisis


«El Pozo de las Lamentaciones»: M.R. James; relato y análisis.




El Pozo de las Lamentaciones (Wailing Well) es un relato de fantasmas del escritor inglés M.R. James (1862-1936), publicado originalmente en 1928 y luego reeditado en la antología de 1931: Los relatos de fantasmas de M.R. James (The Collected Ghost Stories of M.R. James).

El Pozo de las Lamentaciones, uno de los mejores cuentos de M.R. James, narra la historia de dos boy scouts, Arthur Wilcox y Stanley Judkins, de aspecto muy similar entre sí, a tal punto que sus profesores tienen problemas en distinguirlos, pero con personalidades opuestas: Stanley es rebelde, incluso rudo, sin ningún respeto por la autoridad. Arthur, por otro lado, es el epítome de la responsabilidad.

Durante un viaje de campamento, los muchachos son informados acerca de cierto campo en el que no deben entrar, llamado Pozo de las Lamentaciones, el cual está embrujado por cuatro entidades. Naturalmente, la rebeldía de Stanley lidera a los incautos boy scouts para introducirse en aquel campo y beber agua del misterioso pozo.




El Pozo de las Lamentaciones.
Wailing Well, M.R. James (1862-1936)

En el año 19... el grupo de scouts de un colegio de renombre tenía entre sus miembros a dos chicos llamados respectivamente Arthur Wilcox y Stanley Judkins. Eran de la misma edad, se alojaban en la misma casa, estaban en la misma sección, y como es natural formaban parte de la misma patrulla. Eran tan parecidos físicamente que causaban desasosiego, contrariedad y hasta irritación en los profesores que les trataban. Pero ¡qué diferente era el hombre, o el niño, que llevaban dentro! Fue a Arthur Wilcox a quien dijo el director alzando los ojos con una sonrisa al entrar el chico en el despacho:

—¡Caramba, Wilcox, como sigas aquí mucho tiempo vas a hacer quebrar el fondo para premios! Toma, aquí tienes esta lujosa edición de la Vida y obras del obispo Ken; y con ella, mi sincera enhorabuena a ti y a tus excelentes padres.

Fue a Wilcox también a quien el secretario vio cruzar el campo de deportes, y deteniéndose un momento en su paseo, comentó al vicesecretario:

—¡Ese muchacho tiene una cabeza notable!

—Desde luego —dijo el vicesecretario—. Lo cual denota genialidad o hidrocefalia.

Como scout, Wilcox ganaba todas las medallas y lazos por los que competía: el Lazo de Cocina, el Lazo de Confección de Mapas, el Lazo de Salvamento, el Lazo de recopilar noticias de periódico, el Lazo de no dar portazos al salir de clase, y muchos más. En cuanto al Lazo de Salvamento, puede que diga unas palabras cuando hable de Stanley Judkins. No debe sorprenderles que el señor Hope Jones añadiera un verso especial a cada canción suya en alabanza de Arthur Wilcox, ni que se le saltaran las lágrimas al jefe de estudios al entregarle la Medalla de Buena Conducta en su elegante estuche color burdeos, medalla que se le había concedido por votación unánime de la Clase de Tercero. ¿He dicho unánime? No es verdad. Hubo un disidente, el Judkins más joven, que dijo que tenía fundadas razones para hacer lo que hacía.

Al parecer compartía habitación con el mayor. Tampoco debe sorprenderles que años después Arthur Wilcox fuese el primero —y hasta ahora el único— en ser nombrado capitán de los internos y los externos, ni de que la tensión de atender a sus obligaciones en ambos frentes, unida al trabajo normal de clase, fuera tan agotadora que el médico de cabecera le prescribiese la absoluta necesidad de seis meses de completo descanso, seguidos de un viaje alrededor del mundo.

Sería ameno seguir los pasos por los que llegó a las prodigiosas alturas que hoy ocupa; pero dejemos de momento a Arthur Wilcox. El tiempo apremia, y debemos abordar un asunto muy diferente: la carrera de Stanley Judkins: el Judkins mayor. Stanley Judkins, como Arthur Wilcox, llamaba la atención de las autoridades académicas, aunque de muy distinta manera. Fue a él a quien dijo el jefe de estudios con una sonrisa que no tenía nada de alentadora:

—Qué, Judkins, ¿otra vez? Tira un poco más de la cuerda, y tendrás motivos para lamentar haber entrado en este centro. ¡Toma, y toma, y toma! ¡Y considera una suerte no haberte ganado esto y esto!

Fue en Judkins en quien el secretario tuvo motivo de fijarse también cuando cruzaba el campo de deportes, al darle en el tobillo una pelota de cricket que llevaba bastante fuerza y gritarle una voz a cierta distancia:

—¡Gracias por pararla!

—¡Creo —dijo el secretario deteniéndose un instante a frotarse el tobillo— que ese chico debería molestarse en venir a recoger en persona la pelota!

—Por supuesto —dijo el vicesecretario—; y como se ponga a mi alcance haré que se lleve algo más.

Como scout, Stanley Judkins no consiguió más lazos que los que pudo sustraer a los miembros de otras patrullas. En el concurso de cocina le sorprendieron intentando introducir petardos en el horno de los competidores de al lado. En el de costura, consiguió coser firmemente a dos chicos, con resultados catastróficos cuando trataron de levantarse. Para el lazo de aseo fue descalificado porque durante la clase del 24 de junio, día bastante caluroso, no fue posible disuadirle de tener los dedos metidos en el tintero para refrescárselos. Por cada papel que recogía tiraba seis pieles de plátano o de naranja. Cuando las ancianas le veían acercarse le pedían con lágrimas en los ojos que por favor no se empeñase en cruzarles el cubo de agua al otro lado de la calle; sabían demasiado bien cuál era la consecuencia inevitable.

Pero fue en el concurso de salvamento donde la conducta de Stanley Judkins se reveló más reprobable y tuvo más serias repercusiones. Como saben, el ejercicio consistía en arrojar a un chico de un curso inferior y de una estatura conveniente, vestido y atado de pies y manos, en el sitio más hondo de la presa del Cuco, y cronometrar el tiempo que cada scout tardaba en rescatarle. Siempre que Stanley Judkins había participado en esta competición había sufrido un calambre en el momento crucial que le había hecho caer rodando al suelo y empezar a gritar de manera alarmante. Esto naturalmente apartaba la atención de los presentes del niño que estaba en el agua, y de no haber estado allí Arthur Wilcox el número de muertes en esta prueba habría sido realmente abultado.

Ante tal situación, el jefe de estudios decidió cortar por lo sano y suprimir la competición. En vano el señor Beasley Robinson alegó que en cinco competiciones sólo se habían ahogado cuatro de los niños arrojados al agua; el jefe de estudios dijo que era el último en querer interferir poco ni mucho en las actividades de los scouts, pero que tres de los ahogados eran miembros valiosos de su coro, y tanto él como el doctor Ley consideraban que el extravío que habían ocasionado estas pérdidas pesaba más que el beneficio de la competición. Además, la correspondencia con los padres de estos chicos se había vuelto embarazosa, incluso penosa: ya no se conformaban con la notificación impresa que se les solía remitir, y más de uno se había presentado en Etony había acaparado gran cantidad de su precioso tiempo con sus quejas. Así que la prueba de salvamento es hoy cosa del pasado.

En resumen, Stanley Judkins no era un orgullo para los scouts, y más de una vez se había pensado en comunicarle que ya no eran necesarios sus servicios; medida que el señor Lambart defendió con calor. Pero al final se impusieron criterios más suaves, y se decidió darle una nueva oportunidad. Y así, le encontramos al principio de las vacaciones del verano de 19... en el campamento que tienen los scouts en la hermosa comarca de W (o X) del condado de D (o Y). Era una mañana radiante, y Stanley Judkins y un par de amigos —porque aún los tenía— tomaban el sol en lo alto de la colina. Stanley estaba boca abajo, con la barbilla apoyada en las manos, mirando a la lejanía.

—Me pregunto qué lugar será aquél —dijo.

—¿Cuál? —dijo uno de los otros.

—Aquella especie de arbolado que hay allá en mitad del campo.

—¿Eh? ¡Ah! ¡Vete a saber!

—¿Para qué quieres saberlo? —dijo el otro.

—No sé; me atrae. ¿Cómo se llama? ¿Tenéis un mapa? —dijo Stanley—. ¿Y os consideráis scouts?

—Aquí tengo uno —dijo Wilfred Pipsqueak, siempre previsor—; y viene señalado. Pero tiene un círculo rojo alrededor. No podemos ir.

—¿A quién le importan los círculos rojos? —dijo Stanley—. Pero en este mapa no pone cómo se llama.

—Bueno, pregúntaselo a ese vejestorio, si tantas ganas tienes de saberlo.

El vejestorio era un pastor que acababa de subir y estaba de pie detrás de ellos.

—Buenos días, señoritos —dijo—; un tiempo que ni pintado para disfrutar ahí al sol, ¿eh?

—Sí, muchas gracias —dijo Algernon de Montmorency con innata cortesía—.¿Podría decirnos cómo se llama aquel arbolado de allá? ¿Y qué es aquello que se ve en medio?

—Claro que puedo —dijo el pastor—: aquello es el Pozo de las Lamentaciones. Pero no tienen por qué asustarse.

—¿Entonces es un pozo? —dijo Algernon—. ¿Quién lo utiliza? El pastor se echó a reír.

—¡Dios nos libre! —dijo—; no hay un pastor ni una oveja en todo este contorno que usen el Pozo de las Lamentaciones; ni lo han usado desde que yo estoy en el mundo.

—Bueno, pues ese récord se rompe hoy —dijo Stanley Judkins—: porque ahora mismo voy a ir a traer un poco de agua para el té.

—¡Por Dios, señorito —dijo el pastor con voz asustada—, no hable así! ¿No les han advertido los maestros que no deben ir allí? Pues es lo primero que tenían que haber hecho.

—Sí, nos han advertido —dijo Wilfred Pipsqueak.

—¡Calla, borrico! —dijo Stanley Judkins—. ¿Qué le pasa al pozo? ¿No es buena el agua? En ese caso se hierve y en paz.

—Yo no sé si le pasa algo al agua o no —dijo el pastor—. Lo que sé es que mi perro no cruzaría ese campo; y yo tampoco, desde luego. Ni nadie con dos dedos de frente.

—Allá ellos —dijo Stanley Judkins, con repentina grosería—. ¿Ha sufrido alguien algún daño al ir allí? —añadió.

—Tres mujeres y un hombre —dijo el pastor gravemente—. Háganme caso: yo conozco este campo y ustedes no. Y una cosa les puedo asegurar: en los últimos diez años no ha entrado a pastar ni una sola oveja, ni se ha sacado de él una sola cosecha... Y eso que la tierra es buena. Desde aquí pueden ver bastante bien cómo está lleno de zarzas y maleza de toda clase. Veo que tiene usted anteojos —dijo a Wilfred Pipsqueak—; con ellos lo puede ver.

—Sí —dijo Wilfred—; pero veo senderos. Alguien debe de cruzarlo de cuando en cuando.

—¿Senderos? —dijo el pastor—. ¡Ya lo creo! Cuatro: de tres mujeres y un hombre.

—¿Qué quiere decir con eso de tres mujeres y un hombre? —dijo Stanley, volviéndose por primera vez a mirar al pastor (había estado hablando de espaldas a él hasta este momento: era un maleducado).

—¿Que qué significa? Pues lo que digo: que son de tres mujeres y un hombre.

—¿Quiénes son? —preguntó Algernon—. ¿Por qué van allí?

—A lo mejor queda alguien que les pueda decir quiénes eran —dijo el pastor—; pero murieron antes de que naciese yo. Y por qué siguen yendo allí es algo que nadie de carne y hueso les puede decir. Yo lo único que he oído contar es que no fueron buena gente.

—¡Por san Jorge, qué historia más extraña! —murmuraron Algernon y Wilfred.

Pero el comentario de Stanley fue insolente y mordaz:

—¡Vaya, no irá a decir que son fiambres! ¡Qué idiotez! Ustedes deben de ser una panda de bobos para creerse eso. ¿Quién los ha visto, si se puede saber?

—Yo los he visto, señorito —dijo el pastor—. Los he visto de cerca desde aquella loma; y mi perro, si hablara, podría decirles que los ha visto también: a eso de las cuatro de la tarde, un día como éste. Los vi asomar por detrás de los arbustos, levantarse, y echar a andar despacio por esos senderos, hacia el arbolado donde está el pozo.

—¿Y cómo eran? ¡Cuéntenos! —preguntaron ansiosamente Algernon y Wilfred.

—No eran más que andrajos y huesos los cuatro; andrajos volanderos y huesos blanquecinos. Casi me parecía oír cómo chascaban al andar. Caminaban despacio, y mirando a un lado y a otro.

—¿Cómo eran sus caras? ¿Las pudo ver?

—No se puede decir que fueran caras —dijo el pastor—. Lo que sí vi es que tenían dientes.

—¡Dios! —dijo Wilfred—; ¿y qué hicieron al llegar a los árboles?

—Eso no se lo puedo decir —dijo el pastor—. No estaba yo como para quedarme a mirar; y aunque lo hubiese estado, tenía que buscar a mi perro: ¡se había ido! Nunca me había dejado; pero había desaparecido. Y cuando al final di con él, estaba tan trastornado que ni me conocía; parecía como a punto de saltarme al cuello. Pero me puse a hablarle, y al rato reconoció mi voz, y se me acercó arrastrándose como el niño que pide perdón. No quiero volver a verle así; ni a ningún otro perro.

El perro, que se había acercado y se estaba haciendo amigo de todos, miró a su amo con expresión de conformidad con todo lo que decía. Los chicos meditaron unos momentos lo que acababan de oír, y seguidamente dijo Wilfred:

—¿Y por qué se llama el Pozo de las Lamentaciones?

—Si estuviese usted por aquí una noche cualquiera de invierno, no preguntaría por qué —fue todo lo que dijo el pastor.

—Bueno; yo no me creo una palabra de todo eso —dijo Stanley Judkins—; y voy a ir allí a la primera ocasión; maldito si no voy.

—Entonces ¿no me va a hacer caso? —dijo el pastor—. ¿Ni a sus maestros, que le han advertido que no vaya? Vamos, señorito, seguro que tiene un poco de sentido común. ¿Por qué iba yo a contarles una sarta de mentiras? A mí me importa un bledo que se meta nadie en ese campo; pero no tendría gracia ver cómo cae un joven en la flor de la vida como usted.

—Para mí que le importa bastante más —dijo Stanley—; para mí que destila allí whisky o algo por el estilo y quiere mantener alejada a la gente. Y digo que son bobadas. Venga chicos, vámonos.

Y emprendieron el regreso. Los otros dos dieron las buenas tardes y las gracias al pastor, pero Stanley no dijo nada. El pastor se encogió de hombros y se quedó mirándoles con tristeza mientras se alejaban. Camino del campamento sostuvieron una viva discusión sobre el particular en la que los amigos le dijeron a Stanley, con toda la claridad de que fueron capaces, la insensatez que cometería si iba al Pozo de las Lamentaciones.

Esa noche el señor Beasley Robinson preguntó, entre otras cosas, si todos los mapas tenían marcado el círculo rojo.

—Tened mucho cuidado de no penetrar en él —dijo.

Varias voces —entre ellas la gruñona de Stanley Judkins— exclamaron:

—¿Por qué no, señor?

—Porque no —dijo el señor Beasley Robinson—; y si no os parece razón suficiente, lo siento —se volvió, dijo algo en voz baja al señor Lambart, y añadió a continuación—:sólo os diré esto: se nos ha pedido que os advirtamos a todos que os mantengáis alejados de ese campo. El pueblo ha tenido la amabilidad de dejarnos acampar aquí y lo menos que podemos hacer es complacerles. Supongo que estaréis de acuerdo conmigo.

Todo el mundo dijo: ¡sí, señor!, menos Judkins, a quien se oyó murmurar: ¡Les va a complacer su tía!

Al día siguiente, a primera hora de la tarde, se oyó el siguiente diálogo:

—Wilcox, ¿estáis todos en la tienda?

—¡No, señor; falta Judkins!

—¡Ese muchacho es el incordio más grande que ha dado el mundo! ¿Dónde diablos está?

—No tengo ni idea, señor.

—¿Lo sabe alguien?

—Señor, no me extrañaría que hubiera ido al Pozo de las Lamentaciones.

—¿Quién ha hablado? ¿Pipsqueak? ¿Qué es el Pozo de las Lamentaciones?

—Señor, es el lugar del campo que... Bueno, está en medio de un grupo de árboles, en un campo baldío.

—¿Te refieres al marcado con el círculo? ¡Válgame Dios! ¿Qué te hace pensar que ha ido allí?

—Bueno, ayer tenía unas ganas tremendas de verlo; estuvimos hablando con un pastor que nos contó un montón de cosas sobre ese pozo, y nos aconsejó que no fuéramos allí. Pero Judkins no le creyó y dijo que iba a ir.

—¡El muy pollino! —dijo el señor Hope Jones—. ¿Se ha llevado algo?

—Sí, creo que ha cogido una cuerda y una lata. Le hemos dicho que era una insensatez.

—¡Pequeño bruto! ¿Qué demonios se propone con esa clase de pertrechos? Bueno, venid conmigo los tres; vamos a buscarle. ¿Por qué no podrá la gente cumplir las órdenes más sencillas? ¿Qué es lo que os contó ese hombre? No, esperad; me lo contaréis por el camino.

Y se pusieron en marcha: Algernon y Wilfred hablando deprisa y los otros dos escuchando con creciente preocupación. Por fin llegaron a la loma que dominaba el campo al que se había referido el pastor el día antes. Desde aquí se dominaba todo el paraje: se veía el pozo en medio de una maraña de abetos torcidos y nudosos, y los cuatro senderos que serpeaban entre maleza y espinos. Era un día de calor tembloroso. El mar parecía una lámina de metal. No se notaba el más pequeño soplo de viento. Cuando llegaron arriba estaban los cuatro agotados, y se dejaron caer en la hierba caliente.

—Aún no se le ve —dijo el señor Hope Jones—; pero debemos descansar un poco. Vosotros estáis rendidos... y yo no digamos. Mirad bien —prosiguió un momento después—. Me ha parecido ver que se movían los arbustos.

—Sí —dijo Wilcox—; yo también. ¡Allí!... No; no puede ser él. Pero son varios, que han asomado la cabeza, ¿verdad?

—También a mí me lo ha parecido; pero no estoy seguro.

Callaron un momento.

A continuación:

—Aquél sí es; seguro —dijo Wilcox—. Está saltando la cerca. ¿Lo ve? Lleva una cosa brillante. Es la lata que decías que ha cogido.

—Sí, es él; va derecho hacia los árboles —dijo Wilfred.

En ese instante Algernon, que había estado observando con toda el alma, profirió una exclamación.

—¿Qué es eso que avanza a cuatro patas por el sendero? Pero si es... ¡una mujer! ¡Ah, no dejéis que la vea! ¡No lo permitáis! —y se arrojó al suelo, y trató de esconder la cabeza en la hierba.

—¡Basta! —gritó el señor Hope, aunque en vano—. Escuchad —dijo—: voy a bajar yo. Tú no te muevas de aquí Wilfred, y atiende a ése. Wilcox, tú ve lo más ligero que puedas al campamento y trae ayuda.

Echaron a correr los dos. Wilfred se quedó a solas con Algernon, haciendo lo posible por calmarle, aunque él no estaba mucho más entero. De cuando en cuando miraba hacia el campo; observó cómo el señor Hope Jones se aproximaba a la cerca; y de repente, sorprendentemente, se detuvo, miró hacia arriba y a su alrededor, ¡y se alejó deprisa en ángulo! ¿Cuál podía ser el motivo? Escrutó el campo, y descubrió una figura terrible... un ser envuelto en harapos negros entre los que asomaban unos bultos blancuzcos; la cabeza, en lo alto de un cuello largo y delgadísimo, la tenía medio oculta en una especie de cofia oscura sin forma definida. El ser agitaba sus brazos delgados en dirección al señor Hope Jones, que acudía a rescatar a Stanley, como para ahuyentarle.

Y entre las dos figuras, el aire parecía estremecerse y temblar como jamás había visto Wilfred. Y mientras miraba, empezó a experimentar una especie de ofuscamiento y sensación ondulante en el cerebro, lo que le hizo pensar en el efecto que tendría en alguien que estuviese más cerca de su radio de influencia. Miró a lo lejos, y descubrió a Stanley Judkins que avanzaba deprisa hacia el arbolado, a la manera característica de los scouts: mirando dónde ponía los pies para no pisar ramitas que chascasen ni engancharse en las zarzas. Aunque no veía nada, estaba claro que recelaba alguna clase de emboscada, y procuraba avanzar sin hacer ruido. Wilfred vio eso, y algo más también.

El corazón se le paralizó de súbito al descubrir a alguien apostado entre los árboles, y a otro ser —otra figura oscura y horrenda— que caminaba despacio por el sendero del otro lado del campo, a la vez que miraba a un lado y a otro tal como había descrito el pastor. Y lo peor: vio surgir una cuarta figura —ésta era inequívocamente un hombre— de los arbustos, unas yardas más atrás del pobre Stanley, y dirigirse trabajosamente hacia el sendero. La desventurada víctima tenía cortada la retirada por los cuatro costados.

Wilfred no sabía qué hacer. Agarró a Algernon y lo sacudió.

—¡Levántate! —dijo—. ¡Grita! Grita con todas tus fuerzas. ¡Ah, ojalá tuviera aquí un silbato!

Algernon se animó.

—Hay uno —dijo—; el de Wilcox. Debe de habérsele caído.

Y mientras el uno gritaba el otro tocaba el silbato. El alboroto se propagó por el aire inmóvil. Lo oyó Stanley: se detuvo. Dio la vuelta, y entonces se oyó un grito más penetrante y espantoso que los que los chicos proferían desde la colina. Fue demasiado tarde. La figura agazapada detrás saltó sobre Stanley y lo agarró por la cintura. La otra figura espantosa que se había detenido y agitaba los brazos empezó a hacer gestos de alegría. La que acechaba entre los árboles salió trabajosamente, y extendió los brazos también como para agarrar a alguien que fuese a su encuentro; y la cuarta, más distante, aceleró el paso moviendo la cabeza con jubiloso asentimiento.

Los chicos lo presenciaban todo en medio de un silencio tremendo, y apenas podían respirar mientras veían el horrible forcejeo entre el hombre y su víctima: Stanley golpeaba con la lata, única arma de que disponía. Saltó el ala rota del sombrero que llevaba el ser aquél, y quedó al descubierto una calavera blancuzca con unas manchas negras que podían ser mechones de cabello. Entretanto, una de las mujeres había llegado al lugar de la lucha y tiraba de la cuerda que Stanley llevaba colgada al cuello. Le dominaron en seguida entre los dos: cesaron al punto los gritos espantosos, y un momento después se internaron entre los abetos y se perdieron de vista los tres.

Sin embargo, por un momento pareció que iba a llegarle el rescate: el señor Hope Jones, que regresaba hacia ellos, se detuvo de repente, se volvió, se frotó los ojos, y echó a correr otra vez hacia el campo. Y más aún: miraron los chicos hacia atrás, y vieron no sólo a un grupo de figuras procedentes del campamento y que acababan de coronar la loma vecina, sino también al pastor que subía deprisa a donde ellos estaban. Le hicieron señas, le gritaron, corrieron unas yardas hacia él y luego volvieron a subir. El pastor aceleró el paso.

Los chicos miraron otra vez en dirección al campo. No veían nada. ¿O había algo entre los árboles? ¿Por qué había como una bruma en el arbolado? El señor Hope Jones había saltado la cerca y se internaba en los arbustos. El pastor se detuvo jadeante al llegar a donde estaban ellos. Los chicos fueron a su encuentro y se agarraron a sus brazos.

—Lo han atrapado ¡Lo tienen en los árboles! —era cuanto podían decir, y lo repetían una y otra vez.

—¿Qué? ¿Me están diciendo que ha ido allí a pesar de lo que le dije ayer? ¡Pobre muchacho!

Habría dicho más, pero sonaron otras voces: había llegado el grupo de rescate del campamento. Intercambiaron unas palabras atropelladas, y echaron todos a correr cuesta abajo. Nada más entrar en el campo se encontraron con el señor Hope Jones. Llevaba al hombro el cadáver de Stanley Judkins. Lo acababa de descolgar de una rama, donde lo encontró balanceándose. No había una sola gota de sangre en su cuerpo.

Al día siguiente el señor Hope Jones salió con un hacha dispuesto a talar los árboles y quemar todos los arbustos del campo. Regresó con un serio corte en la pierna y el mango del hacha roto. No pudo encender fuego, ni hacer la más pequeña mella en ninguno de los árboles.

He oído decir que la actual población del campo donde se halla el Pozo de las Lamentaciones consta de tres mujeres, un hombre y un niño. La impresión que sufrieron Algernon de Monmorency y Wilfred Pipsqueak fue enorme. Los dos se vieron obligados a abandonar el campamento inmediatamente; y el suceso sumió a los que se quedaron en una honda —aunque pasajera— melancolía. Uno de los primeros en recobrar el ánimo fue el Judkins más joven. Ésta es, señores, la historia de la carrera de Stanley Judkins, y de una parte de la carrera de Arthur Wilcox. Creo que no se había contado hasta hoy. Si tiene moraleja, espero que se vea claramente: si no, no sé cómo remediarlo.

M.R. James (1862-1936)




Relatos góticos. I Relatos de M.R. James.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de M.R. James: El pozo de las lamentaciones (Wailing Well), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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