«La caja oblonga»: Edgar Allan Poe; relato y análisis


«La caja oblonga»: Edgar Allan Poe; relato y análisis.




La caja oblonga (The Oblong Box) es un relato de terror del escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849), publicado originalmente en la edición del 28 de agosto de 1844 del periódico Dollar Newspaper, de la ciudad de Filadelfia.

La caja oblonga, uno de los grandes cuentos de Edgar Allan Poe, narra la historia del extraño viaje del Independence, a bordo del cual uno de los pasajeros viaja en su camarote con una misteriosa caja de la cual se rehúsa a separarse, incluso cuando la embarcación naufraga.

Tras algunos incidentes e investigaciones posteriores, se nos permite descubrir qué hay en el interior de la misteriosa caja oblonga.

Algunos sitúan a La caja oblonga entre los relatos de detectives de Edgar Allan Poe, aunque por sus características y argumento sería más justo colocarlo entre sus mejores relatos náuticos.




La caja oblonga.
The Oblong Box, Edgar Allan Poe (1809-1849)

Hace algunos años reservé una plaza para viajar desde Charleston a la ciudad de Nueva York en el bonito paquebote Independence, del capitán Hardy. Zarparíamos el día 15 de Junio si el tiempo lo permitía; y el día 14 subí a bordo para arreglar algunas cosas en mi camarote.

Me enteré de que los pasajeros iban a ser numerosos y que figurarían entre ellos un numero de damas mayor que el de costumbre. En la lista aparecían los nombres de algunas de mis amistades y entre otros me alegré de ver al señor Cornelius Wyatt, un joven artista hacia el que yo sentía cálida amistad. Había sido condiscípulo mío en la Universidad de C. en la que éramos, además, íntimos amigos. Poseía el temperamento ordinario del genio y era una autentica mezcla de misantropía, sensibilidad y entusiasmo. A estas cualidades unía el mejor corazón que jamás haya latido en pecho humano.

Observé que su nombre figuraba en tres tarjetas adheridas al dintel de tres camarotes; y al consultar nuevamente la lista de pasajeros, vi que había reservado plaza para él, para su esposa y para dos hermanas suyas. Los camarotes eran suficientemente espaciosos y cada uno de ellos tenía dos literas, una sobre la otra. Por supuesto, estas literas eran tan estrechas que en ellas no cabía más de una persona. Aun así, no podía comprender por qué se habían reservado tres camarotes para aquellas cuatro personas. En aquella época me hallaba yo en uno de esos momentos en los que el hombre se siente anormalmente curioso por cualquier cosa, y confieso, con vergüenza, que me entretuve en hacer una serie de conjeturas malas y buenas sobre aquel asunto del exceso de camarotes. Por supuesto que nada de aquello era cosa mía; mas no por ello insistí menos en tratar de resolver el enigma. Por fin llegué a una conclusión que me hizo preguntarme cómo no lo había pensado antes.

—Se trataba de algún sirviente —me dije—. ¡Qué estúpido no haber caído antes en una solución tan evidente!

Y una vez más consulté la lista, pero allí no vi el nombre de ningún sirviente que formara parte del grupo, aunque sí me fije en que, al parecer, había anotado "y un criado" y luego se habían tachado las palabras.

—¡Oh, se tratará de equipaje extra! —me dije a continuación—. Algo que el desea no se almacene en las bodegas, algo que desea vigilar personalmente. ¡Ah! Ya lo tengo, seguramente se tratará de algún cuadro o así, y esto es lo que debió estar tratando con Nicolino, el judío italiana.

Esta idea me satisfizo, y por el momento, abandoné mi curiosidad. Yo conocía muy bien a las dos hermanas de Wyatt, dos muchachas muy amables e inteligentes. Wyatt estaba recién casado, pero yo todavía no conocía a su esposa. El me había hablado muy a menudo de ella, sin embargo, y arrastrado por el entusiasmo habitual que dedicaba a todas sus cosas, me la había descrito como mujer de sorprendente belleza, inteligencia y educada. Por lo tanto yo estaba deseando conocerla personalmente.

En el día en que yo visite el barco, día 14, Wyatt y su familia también lo visitarían –así me informo el capitán— y esperé a bordo una hora más del tiempo que yo tenía pensado con la esperanza de ser presentado a la reciente esposa, pero entonces llegó hasta mí una nota de disculpa:

—La señora Wyatt se hallaba un poco indispuesta y no embarcará hasta el día siguiente, a la hora de zarpar.

Había llegado el día siguiente y yo me dirigía desde el hotel al muelle cuando me encontré con el capitán Hardy, quien me dijo que debido a ciertas circunstancias —frase estúpida, pero conveniente—, había decidido que el Independence no zarpase hasta dentro de un día o dos y que cuando todo estuviese preparado me lo haría saber.

Pensé que esto era extraño, ya que en aquellos momentos soplaba una buena brisa del sur, pero como las circunstancias no se revelaron, por mucho que insistí sobre ello, no me quedó más remedio que regresar al hotel y rumiar en solitario mi impaciencia. No recibí el esperado mensaje del capitán hasta que transcurrió una semana. Inmediatamente fui a bordo. El buque estaba abarrotado de pasajeros y por todas partes se evidenciaba el bullicio de una pronta salida del puerto. El grupo de Wyatt llego diez minutos después de haberlo hecho yo. Allí estaban las dos hermanas, la esposa y el artista; éste último, al parecer, abrumado por una de sus "venas" de misantropía.

Sin embargo, yo ya estaba muy acostumbrado a su temperamento para concederle alguna importancia. Ni siquiera me presentó a su esposa —esta cortesía corrió a cargo de su hermana Marian—, dulce e inteligente muchacha, quien, con pocas y apresuradas palabras, hizo la presentación.

La señora Wyatt ocultaba su rostro tras espeso velo y cuando lo alzó, ante mi cortés inclinación, confieso que me quede profundamente asombrado. Por supuesto, habría sentido en tales momentos un asombro mucho mayor de no haber estado acostumbrado a las entusiásticas descripciones de mi amigo, el artista, cuando las dedicaba a alguna mujer. Y si el tema era la belleza también conocía yo con cuánta facilidad se dejaba arrastrar hacia las regiones de lo profundamente ideal.

Lo cierto es que no podía yo considerar a la señora Wyatt más que como una mujer corriente, de aspecto vulgar. Aunque no positivamente fea, creo que no estaba muy lejos de serlo. Sin embargo, vestía con gusto exquisito, y entonces no me cupo la menor duda de que la mujer había conquistado el corazón de mi amigo por las duraderas gracias del intelecto y del alma. La mujer pronunció muy pocas palabras e inmediatamente se retiró a su camarote con el señor Wyatt.

Entonces se apoderó de mí, una vez más, la curiosidad.

No había sirvientes, esto estaba ya claro. Por lo tanto, esperé a que llegara el equipaje. Éste, tras alguna demora, llegó al muelle. Un carro transportando una caja oblonga de pino; esto parecía ser todo. Tras embarcar la extraña caja, el buque zarpó enseguida y al cabo de poco tiempo habíamos atravesado la barra para salir a alta mar. La caja en cuestión, repito, era oblonga. Tenía unos seis pies de longitud por dos y medio de anchura. La observé cuidadosamente y por esto deseo ser preciso. Ahora bien, esta forma era peculiar. Y tan pronto como la vi, casi me felicité a mí mismo por haber acertado en mis suposiciones.

Se recordará que había llegado a la conclusión de que extra de mi amigo, el artista, estaría formado por cuadros, o por lo menos un cuadro; pues yo sabía que desde hacia unas semanas estaba en contacto con Nicolino y ahora allí estaba aquella caja que, por su forma, no podía contener otra cosa que no fuese una copia de La Última Cena, de Leonardo da Vinci; y yo sabía que desde hacía algún tiempo, Nicolino poseía una copia de esta Última Cena pintada por Rubini, el joven, en Florencia. Por lo tanto, aquel punto quedaba aclarado.

Cloqueé con la garganta un par de veces cuando pense en mi agudeza mental. Era la primera vez —al menos así yo lo creía— que Wyatt me ocultaba uno de sus secretos artísticos; era, pues, evidente, que estaba tratando de evitar mi curiosidad y contrabandear el hermoso cuadro llevándolo hasta Nueva York, ante mis propias narices; y esperando sin duda alguna que yo no intuyera nada del asunto. Resolví seguir su juego y a la vez chancearme de él a placer.

Sin embargo, hubo una cosa que me molestó un poco. La caja no fue a parar al camarote extra. Quedó depositada en el propio camarote de Wyatt, y allí permaneció ocupando casi la totalidad del suelo, sin duda molestando mucho al artista y a su esposa, mucho más aún debido a la brea o pintura que aparecía en el rotulo de la caja en forma de grandes letras, pintura que emitía, al menos para mi, un olor fuerte y desagradable. Sobre la caja se leía: Señora Adelaide Curtis. Albany, Nueva York. Envío de Cornelius Wyatt, esq. Este costado hacia arriba. Manéjese con cuidado.

También yo sabía que la señora Adelaide Curtis, de Albany, era la madre de la esposa del artista, pero en aquel instante consideré la dirección en cuestión como una mixtificación dirigida especialmente a mi persona. Decidí, sin embargo, que la caja y su contenido nunca llegarían más al norte del país que el punto donde se encontraba el estudio de mi amigo, en Chambers Street, Nueva York. Durante los primeros tres o cuatro días disfrutamos de muy buen tiempo, aunque el viento había amainado mucho en cuanto perdimos la costa de vista. Consecuentemente, los pasajeros mostraban un magnifico espíritu jovial. Sin embargo, debo exceptuarme yo, Wyatt y sus hermanas, que se comportaban muy rígidamente, y a mi parecer, poco cortésmente con el resto de la gente.

No me extrañaba nada la conducta de Wyatt. Se mostraba tristón, incluso más que de costumbre, pero su comportamiento repito que para mi no tenía nada de particular porque ya lo conocía. Sin embargo, yo no hallaba excusas para el caso de sus hermanas. Se encerraron en sus camarotes durante la mayor parte de la travesía y se negaron totalmente, a pesar de mis esfuerzos, a relacionarse con nadie a bordo.

La señora Wyatt se mostraba mucho más agradable. Es decir, se mostraba más bien locuaz, y el ser locuaz no es cosa recomendable en el mar. Intimaba excesivamente con la mayor parte de las damas; y ante mi profundo asombro, mostraba también cierta disposición a coquetear con los caballeros. Nos divertía a todos mucho. Digo divertía, y apenas sé cómo explicar esto. La verdad es que muy pronto supe que la gente se reía más de ella que con ella. Los caballeros decían muy pocas cosas de ella; pero las damas, de vez en cuando, la declaraban mujer de buen corazón, de aspecto indiferente, ineducada y decididamente vulgar.

Lo verdaderamente extraño era cómo Wyatt había aceptado semejante unión. La riqueza parecía ser la lógica respuesta, pero yo también sabia que no lo era; porque Wyatt me había dicho que su esposa no tenía un solo dólar ni esperanzas de tenerlo. Dijo que se había casado porque la amaba, por amor, y solamente por amor, y que su esposa era digan de algo mucho más valioso que su amor. Cuando yo pensaba en estas expresiones por parte de mi amigo, confieso que me sentía enormemente desorientado. ¿Sería posible que estuviera volviéndose loco? ¿Qué otra cosa podía yo pensar? ¡Él, tan refinado, tan intelectual, tan remilgado, con percepción tan exquisita para lo defectuoso y tan aguda para apreciar lo bello!

Evidentemente, la mujer parecía apreciarle mucho —particularmente en ausencia de él — cuando ella hacía el ridículo citando todas las cosas que le decía su amado esposo, el señor Wyatt. La palabra esposo parecía estar siempre, según una de sus propias expresiones. Mientras tanto, y esto lo observaba todo el mundo a bordo, él la evitaba en forma inequívoca, y durante la mayor parte del tiempo, Wyatt permanecía encerrado en su camarote, dejando que su esposa se divirtiese libremente en el salón principal de a bordo.

La conclusión a que finalmente llegué, tras oír y ver, fue que el artista, debido a un imprevisible fallo del destino, o quizá dejándose arrastrar por un rapto de entusiasmo y fantástica pasión, que se había unido a una persona que estaba muy por debajo de él y que el resultado natural había sido un repentino desagrado. Yo le compadecía profundamente, pero no por esto podía perdonarle la falta de amistad que me había demostrado en el asunto de La Última Cena. Y sólo por esta razón resolví vengarme.

Un día subió a cubierta y tomándole por un brazo, deliberadamente, comencé a pasear con él de un lado a otro. Sin embargo, no parecía que su tristeza desapareciese en absoluto (cosa que yo consideraba natural, dadas las circunstancias). Habló poco, y lo poco que dijo lo expresó de mal humor y con evidente esfuerzo. Aventuré un chiste o dos, y realizó un tremendo para esbozar una sonrisa. ¡Pobre animal! Al pensar en su esposa me pregunté de dónde sacaría fuerzas el hombre para poner aquella cara tan triste. Finalmente quise esbozar una finta de ataque. Inicié una serie de insinuaciones sobre la caja oblonga, nada más que para hacerle percibir, gradualmente, que yo no era víctima de su poco agradable mixtificación.

Mi primera observación fue un disparo de batería camuflada. Dije algo acerca de la peculiar forma de aquella caja, y al mismo tiempo que hablaba, sonreí condescendientemente, guiñé un ojo y a continuación toqué cariñosamente sus costillas con la yema del dedo índice.

La manera en que Wyatt recibió este gesto amistoso me convenció inmediatamente de que estaba loco. Al principio me miró como si hallase imposible comprender la agudeza de mi observación; pero cuando la idea comenzó a penetrar gradualmente en su cerebro, tuve la impresión de que los ojos se le iban a saltar de sus órbitas. Se sonrojó violentamente y después palideció, y acto seguido, como si lo que acabara yo de insinuarle fuese el chiste más divertido del mundo, comenzó a reír a carcajadas, con creciente vigor. Esta actitud duro por lo menos diez minutos. En consecuencia, el hombre cayó sobre cubierta, pesadamente. Cuando me apresuré a levantarle, parecía hallarse muerto.

Pedí ayuda, y con grandes dificultades conseguimos hacerle recuperar el conocimiento. Al hacerlo así habló incoherentemente durante algún tiempo. Finalmente, se le hizo una sangría y le acostamos. A la mañana siguiente se había recuperado bastante, al menos en lo que se refería a su salud corporal. Por supuesto, de su mente no afirmo nada. Le evité durante el resto de la travesía por consejo del capitán, quien parecía coincidir conmigo totalmente sobre mis puntos de vista acerca del estado mental de mi amigo, pero al mismo tiempo me advirtió que no se lo comunicara a nadie de a bordo.

Inmediatamente después de todo esto surgieron circunstancias que contribuyeron a acrecentar la curiosidad que ya me abrumaba. Entre otras cosas, la siguiente: me sentía nervioso, bebía té con exceso y dormía mal por la noche. En realidad, hacia dos noches que no dormía casi en absoluto. Mi camarote estaba orientado al salón principal o comedor, como ocurría con los demás camarotes de los solteros. Los tres alojamientos de Wyatt se hallaban más allá del salón principal separados de éste sólo por una ligera puerta corrediza que jamás se cerraba, ni siquiera por las noches. Como constantemente navegábamos con buen viento, el buque escoraba de vez en cuando hacia estribor.

Siempre que ocurría esto, la puerta corredera se deslizaba hacia un lado y quedaba abierta sin que nadie se tomara la molestia de cerrarla. Pero mi camarote ocupaba tal posición, que cuando yo tenía mi puerta abierta, y a la vez se hallaba abierta la del salón, veía perfectamente los otros camarotes (yo siempre tenía mi puerta abierta a causa del calor), y en consecuencia distinguía el lugar donde se hallaban los camarotes del señor Wyatt. Bien, pues durante dos noches (no consecutivas), mientras yo permanecía tendido despierto en mi litera, vi claramente a la señora Wyatt que salía cautelosamente del camarote de su esposo y entraba al camarote extra donde permanecía hasta el amanecer, momento en que su esposo la llamaba para que regresara al primer camarote.

Estaba claro que, virtualmente, se hallaban separados. Y tampoco había duda de que disponían de camarotes separados, quizá esperando el momento en que el divorcio fuese mucho más permanente. En todo aquello, después de todo, estaba el misterio que tanto me había intrigado. El misterio del camarote extra. Había otra circunstancia que también me interesaba mucho. Durante aquellas dos noches que permanecí despierto e inmediatamente después de la desaparición de la señora Wyatt en el camarote extra me llamaron la atención ciertos ruidos extraños y ahogados que partían del camarote de mi amigo Wyatt. Tras escuchar durante cierto tiempo, por fin logré traducir perfectamente su origen. Eran los ruidos del artista que abría la caja oblonga con auxilio de algún cincel y martillo, y quizá este último se hallaba envuelto en algún trapo o almohadilla para evitar ruidos más estridentes.

De esta forma, mi imaginación veía el momento preciso en que Wyatt alzaba la tapa de la caja y cómo depositaba esta última sobre la litera inferior de su camarote. Esto último lo imaginaba yo, a juzgar por el ruido de la madera contra los bordes de la litera, ya que en el suelo no le quedaba espacio para colocarla. Tras estos ruidos seguía un silencio de muerte, y no se volvía a oír nada hasta el amanecer; a no ser, quizá, que debo mencionar un suave sollozo o murmullo, tan reprimido que casi era inaudible, aunque también es posible que tal sonido solo se debiese a mi imaginación. Digo que se parecía a un sollozo, murmullo o suspiro, pero, por supuesto puede que no fuese ninguna de estas cosas. Más bien creo que fue un suave zumbido en mis oídos. El señor Wyatt, sin duda alguna, se hallaba inmerso en uno de sus favoritos raptos de entusiasmo artístico.

Había abierto la caja oblonga con objeto de disfrutar de la vista de su tesoro pictórico. Sin embargo, aquello no era motivo para emitir ningún sollozo. Por lo tanto, repetiré que, probablemente, tal sonido se debiese, más bien, a mi imaginación, exaltada sin duda por el fuerte té verde del capitán Hardy. Poco antes del amanecer, en cada una de las dos noches que menciono, escuché claramente como el señor Wyatt colocaba la tapa sobre la caja oblonga y volvía a clavarla empleando los clavos y el martillo con la cabeza envuelta en algo suave. Habiendo hecho esto, había salido de su camarote, totalmente vestido, y se había acercado al otro camarote para llamar a la señora Wyatt.

Hacía siete días que navegábamos, y nos encontrábamos en aquel momento cerca del cabo Hatteras, cuando llegó un fuerte viento desde el sudoeste. Estábamos bien preparados para ello, ya que el tiempo había estado avisando a intervalos. Bajo este viento navegamos perfectamente durante cuarenta y ocho horas. El buque estaba demostrando estar muy bien acondicionado para cualquier eventualidad. Sin embargo, al final de este período de tiempo, el fuerte viento se había convertido en un huracán hasta el punto de que llegamos a perder una de las velas mayores que inmediatamente quedo hecha trizas. Las enormes olas comenzaron a saltar sobre la cubierta y muy pronto perdimos tres hombres, la cocina y casi la totalidad de las amuradas de babor.

Apenas no habíamos dado cuenta de lo que estaba ocurriendo cuando la copa de trinquete se hizo mil pedazos. A continuación, el viento se calmó y durante algunas horas más navegamos a gran velocidad aún cuando el viento no se había calmado por completo. No parecían presentarse señales de que la tempestad fuese a calmar. Todo el aparejo se hallaba en muy malas condiciones, y al tercer día de haber estallado la tormenta, nuestro palo de mesana saltó por la borda, y durante una hora o más, tratamos en vano de desembarazarnos de los cordajes que le sujetaban aún a bordo, en vano a causa del formidable movimiento del buque; y antes de que hubiésemos logrado el éxito, llegó el carpintero a popa para anunciar que había cuatro pies de agua en las bodegas. Para que las cosas resultaran aún más complicadas, las bombas estaban atascadas y casi inútiles.

Todo era confusión y desesperación, pero hicimos un esfuerzo para aligerar el barco arrojando por la borda toda la carga que nos fuera posible y hasta cortamos los dos mástiles que quedaban en pie. Esto último lo conseguimos bien, pero todavía no lográbamos hacer nada con las bombas; y mientras tanto, la vía de agua de las bodegas estaba agrandándose más y más. A la puesta del sol, la galerna había disminuido en su violencia muy sensiblemente, y, a medida que la mar fue calmándose, aumentaron nuestras esperanzas de poder salvarnos en los botes. A las ocho de la tarde, las nubes se abrieron bajo el viento y vimos la luna llena, espectáculo que alegró un tanto nuestros decaídos espíritus. Tras increíble trabajo conseguimos colocar el largo bote salvavidas a lo largo de una banda sin que ocurriera nada grave, y embarcaron en él toda la tripulación y la mayor parte de los pasajeros. Este grupo partió inmediatamente, y tras penosos sufrimientos, llegó sano y salvo a Ocracoke Intel, al tercer día de navegación.

Catorce pasajeros, con el capitán, permanecimos a bordo resueltos a probar fortuna con el bote de popa. Le hicimos descender sin dificultad, aunque fue un milagro que no se estrellara al tocar con el agua. Contenía al capitán y su esposa, el señor Wyatt y familia, un oficial mexicano, su esposa y cuatro niños, y yo, más un mayordomo negro. Por supuesto, no teníamos espacio más que para los instrumentos más necesarios, algunas provisiones y las ropas que cargábamos en la espalda. Nadie había intentado salvar ninguna cosa más. Lo que asombró a todo el mundo fue que cuando habíamos descendido unas cuantas brazas, el señor Wyatt se puso en pie en popa y fríamente exigió que el bote regresara con el propósito de cargar en él su caja oblonga.

—Siéntese, señor Wyatt —replicó el capitán, con tono un tanto duro—. Hará usted que el bote oscile si no se está quieto. Ya casi tocamos el agua.

—¡La caja! —vociferó el señor Wyatt todavía en pie—. La caja... ¡Oiga, capitán! ¡Capitán Hardy!... usted no puede negarme eso. Su peso nada significará porque pesa muy poco. ¡Por la madre que le dio el ser, por el amor del cielo, por sus esperanzas de salvación, le ruego que me ayude a cargar esa caja!

El capitán, durante un momento, pareció conmoverse por la angustiosa apelación del artista, pero al cabo de unos segundos volvió a adoptar su dura actitud, y simplemente dijo:

—Señor Wyatt, usted está loco. No puedo escucharle. Siéntese, o de lo contrario, volcará la embarcación ¡Agarradle! ¡Va a saltar afuera!

Cuando el capitán grito esto, el señor Wyatt, en efecto, había saltado desde el bote y como aún nos hallábamos a sotavento, realizando un esfuerzo prodigioso, puedo agarrar la soga que colgaba de las cadenas de proa. Al cabo de unos instantes se hallaba a bordo nuevamente, corriendo frenéticamente hacia el camarote. Mientras tanto, nosotros habíamos sido arrastrados hacia la popa del barco y al alejarnos de su sotavento quedábamos a merced del arbolado mar que aún permanecía agitado. Hicimos un esfuerzo por acercarnos más al buque, pero nuestro bote era como una pluma bajo el soplo de la tempestad. De una sola ojeada nos dimos cuenta de que se había firmado la sentencia del artista.

A medida que aumentaba nuestra distancia del buque, el loco (pues sólo así se le podía considerar), surgió por la escalera de la cámara, con un esfuerzo que parecía gigantesco, cargando con la caja oblonga. Mientras todos le mirábamos extremadamente asombrados, Wyatt enrolló dos o tres veces alrededor de la caja una soga de tres pulgadas y luego hizo lo mismo con su propio cuerpo. Al cabo de un instante, cuerpo y caja cayeron al agua, desapareciendo súbitamente para siempre. Nos inclinamos tristemente sobre nuestros remos sin apartar los ojos de aquel punto. Finalmente nos alejamos. Durante casi una hora reinó el silencio entre todos nosotros. Luego aventuré una observación.

—¿Se dio cuenta usted, capitán, cuán rápidamente se hundió? ¿No ha sido eso algo singular? Confieso que aún albergaba algunas esperanzas de que se salvara al ver lo que hizo consigo mismo y con la caja para lanzarse al agua.

—Efectivamente, se hundieron como una bala de cañón —respondió el capitán—, pero volverán a flotar, sin embargo, pero no hasta que no se disuelva la sal.

—¡La sal! –exclamé.

—¡Cállese! –replicó el capitán, llevándose un dedo a los labios, al mismo tiempo que señalaba a la esposa y hermanas del desaparecido—. Hablaremos de eso en otro momento.

Lo pasamos muy mal y logramos salvarnos; la fortuna nos favoreció al igual que a nuestro compañeros del bote grande. Llegamos a tierra más muertos que vivos al cabo de cuatro días de intensos sufrimientos, atracando en la playa que había frente a Roanoke Island. Permanecimos allí durante una semana, donde no se nos trató mal del todo, y por fin, logramos pasaje para Nueva York. Un mes después de la pérdida del Independence, me encontré con el capitán Hardy en broadway. Nuestra conversación giro, naturalmente alrededor del desastre, y, especialmente, acerca del triste destino del pobre Wyatt. Así fue como me enteré de los detalles.

El artista había reservado pasaje para él, su esposa, sus dos hermanas y una sirviente. Su esposa era, tal y como él había asegurado, una mujer bella y encantadora. En la mañana del 14 de Junio (día en el que visité yo el barco por primera vez), la dama se había puesto súbitamente enferma y había fallecido. El joven esposo casi se había vuelto loco de dolor, pero las circunstancias impedían que demorase su viaje a Nueva York. Era necesario llevar el cuerpo de la adorada esposa a la madre de ésta, y, por otra parte, era evidente el perjuicio que se produciría a la compañía naviera si así se hacía.

Casi todos los pasajeros habrían cancelado el viaje porque a nadie le agradaría viajar con un cadáver a bordo. Ante este dilema, el propio capitán Hardy dispuso que el cadáver se embalsamara y se cubriese con cierta cantidad de sal en una caja de dimensiones adecuadas que se embarcaría como mercancía. Se guardaría silencio sobre el fallecimiento de la dama, y como todo el mundo sabia que el señor Wyatt había reservado pasaje para su esposa, se hizo necesario que alguna persona la representara durante el viaje. Y así lo hizo la doncella de la difunta.

Por esta razón se había mantenido la reserva del camarote extra que era donde dormía la falsa esposa todas las noches. Durante el día, la doncella desempeñaba lo mejor que podía el papel de su fallecida señora, a la que, por supuesto, no conocía personalmente ninguna persona de las que se encontraban abordo.

Desde luego, mis propios errores fueron fruto de un temperamento descuidado, inquisitivo y demasiado impulsivo, pero desde hace ya tiempo no duermo bien. Hay un rostro que me observa constantemente. Y unas carcajadas histéricas que sonarán para siempre en mis oídos.

Edgar Allan Poe (1809-1849)




Relatos góticos. I Relatos de Edgar Allan Poe.


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El análisis y resumen del cuento de Edgar Allan Poe: La caja oblonga (The Oblong Box), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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