«Una habitación propia»: Virginia Woolf; ensayo y análisis.
Una habitación propia (A Room of One's Own) es un ensayo de la escritora inglesa Virginia Woolf (1882-1941), publicado originalmente en 1929.
Una habitación propia, uno de los más importantes ensayos de Virginia Woolf, examina el rol de la mujer en la literatura, y no únicamente en la ficción moderna, sino en contraste con el monopolio masculino de las letras a lo largo de los siglos.
Para Virginia Woolf, las condiciones sociales tienen una influencia casi decisiva en el desarrollo de una escritora, generalmente anestesiando sus ambiciones literarias e incluso impidiendo que pueda formarse debidamente. El feminismo, ciertamente, influyó sobre los temas centrales de Una habitación propia, pero de ningún modo determinó la agenda que Virginia Woolf explora a lo largo del ensayo.
Una habitación propia es, sin dudas, uno de los ensayos más agudos de Virginia Woolf; el cual, aún hoy, resulta esencial para todas las mujeres que quieren dedicarse a la literatura.
Una habitación propia.
A Room of One's Own, Virginia Woolf (1882-1941)
Fue decepcionante no haber traído de regreso, aquella velada, alguna afirmación importante, algún hecho auténtico. Las mujeres son más pobres que los hombres por esto y aquello. Tal vez ahora sería mejor renunciar a la busca de la verdad, para recibir en la cabeza una avalancha de opiniones caliente como lava, descolorida como agua tras el lavado. Sería hacer descender el telón, dejar fuera las distracciones, encender la lámpara, estrechar la investigación y pedir al historiador, quien no registra opiniones sino hechos, que describa las condiciones en las cuales vivían las mujeres, aunque no en todas las épocas sino en Inglaterra cuando, digamos, el reinado de Isabel.
Porque es un acertijo perenne la causa de que ninguna mujer escribiera una sola palabra de esa literatura extraordinaria cuando se diría que uno de cada dos hombres era capaz de componer una canción o un soneto. ¿En qué condiciones vivían las mujeres? me pregunté. Porque la ficción, es decir la obra de imaginación, no es lanzada contra el suelo como un guijarro, lo que tal vez sí ocurre con la ciencia; la ficción es como la tela de una araña, acaso sostenida del modo más ligero imaginable, y sin embargo sostenida de la vida por los cuatro costados. A veces tal vinculación es apenas perceptible.
Las obras de Shakespeare, por ejemplo, parecen colgar de allí por sí mismas, sin ayuda alguna. Pero cuando se tuerce la tela, cuando se la levanta por una orilla, se la rasga por el medio, recordamos que esas telas de araña no las tejen en medio del aire criaturas incorpóreas, sino que son la obra de seres humanos que sufren y están atados a cosas groseramente humanas, como la salud, el dinero y las casas en que vivimos.
Así pues, me acerqué al anaquel donde están los libros de historia y saqué uno de los más recientes, la History of England (Historia de Inglaterra), del profesor Trevelyan. Una vez más busqué en el índice la entrada Mujeres, encontré «posición de las» y fui a las páginas indicadas.
—Golpear a la esposa —leí— era un derecho que se le reconocía al hombre, y lo practicaban sin avergonzarse los de la clase alta y los de la clase baja. De modo parecido —continúa el historiador—, la hija que se rehusaba a casarse con el caballero elegido por los padres, corría el riesgo de que se la encerrara, se la golpeara, se la arrastrara por la habitación sin que la opinión pública sufriera choque alguno. El matrimonio no era cuestión de afectos personales, sino de avaricia familiar, sobre todo en las clases altas caballerescas. A menudo el compromiso ocurría cuando uno o los dos participantes estaban en la cuna y el matrimonio cuando apenas dejaban el cuidado de las ayas.
Esto sucedía hacia 1470, poco después de la época de Chaucer.
La siguiente referencia a la posición de las mujeres ocurre unos doscientos años más tarde, en tiempo de los Estuardos.
—Seguía siendo la excepción que las mujeres de clase alta y media eligieran sus maridos y, una vez asignado el esposo, se volvía dueño y señor; al menos hasta donde la ley y la costumbre lo permitían. Pese a todo esto —concluye el profesor Trevelyan—, ni las mujeres de Shakespeare ni aquellas de las memorias auténticas del siglo XVII, como las Verney y las Hutchinson, parecen ayunas de personalidad y de carácter.
Es cierto que, si lo pensamos, Cleopatra debe haber sabido manejarse: es de suponer que lady Macbeth tenía voluntad propia; es de pensar que Rosalind era una chica atractiva. El profesor Trevelyan tan sólo expresa la verdad cuando subraya que las mujeres de Shakespeare no parecen ayunas de personalidad y carácter. Al no serse historiador, podría irse incluso más lejos y decir que desde el inicio de los tiempos las mujeres han ardido como faros en todas las obras de todos los poetas: Clitemnestra, Antígona, Cleopatra, lady Macbeth, Fedra, Cresida, Rosalinda, Desdémona, la duquesa de Malfi entre aquellas del teatro; entre los escritores de prosa, Millamant, Clarissa, Becky Sharp, Ana Karénina, Emma Bovary, Madame de Guermantes.
Los nombres se acumulan en la mente y no recuerdan a mujeres ayunas de personalidad y de carácter. A decir verdad, si la mujer sólo tuviera existencia en la ficción escrita por hombres, se la imaginaría una persona de la mayor importancia; muy variada; heroica y vil; espléndida y sórdida; infinitamente bella y horrible al extremo; tan grande como un hombre y algunos pensarían que incluso más. Pero aquí se trata de la mujer en la ficción. De hecho, como lo señala el profesor Trevelyan, se la encerraba, golpeaba y arrastraba por la habitación.
De esta manera, surge un ser muy extraño y mixto. En la imaginación es de la mayor importancia; en la práctica, del todo insignificante. Impregna la poesía de pasta a pasta; apenas si aparece en la historia. En la ficción domina la vida de reyes y conquistadores; en la realidad era esclava de cualquier muchacho cuyos padres le forzaran un anillo en el dedo. En la literatura brotaron de sus labios algunas de las palabras más inspiradas, algunos de los pensamientos más profundos; en la vida real apenas sabía leer, difícilmente escribía y era propiedad del marido.
De cierto que era un monstruo extraño el que se creaba leyendo primero a los historiadores y luego a los poetas: un gusano alado como águila; el espíritu de la vida y la belleza picando tocino en la cocina. Pero esos monstruos, no importa cuan entretenidos en la imaginación, no existen en el mundo de los hechos. Lo que debe hacerse para darles vida es pensar poética y prosaicamente en el mismo instante, para así mantener el contacto con los hechos: que se trata de la señora Martin, de treinta y seis años, vestida de azul, con sombrero negro y zapatos cafés. Mas sin perder de vista la ficción: se trata de una vasija en el cual todo tipo de espíritus y fuerzas luchan y destellan perpetuamente.
Pero sucede que en el momento mismo de intentar aplicar este método a la mujer isabelina, falla uno de los ángulos de iluminación; nos frena la escasez de datos. De esta mujer nada detallado sabemos, nada que sea totalmente cierto y substancial. La historia apenas la menciona. Una vez más fui al profesor Trevelyan, para ver qué entendía él por historia. Al mirar los nombres de los capítulos, descubrí que significaba:
—La finca solariega y los métodos de agricultura a campo abierto. Los cistercienses y la cría de ovejas. Las Cruzadas. La universidad. La Cámara de los Comunes. La Guerra de los Cien Años. Las Guerras de las Rosas. Los eruditos del Renacimiento. La disolución de los monasterios. La lucha agraria y la religiosa. Los orígenes del poder marinero de Inglaterra. La Armada...
Ocasionalmente se menciona alguna mujer en lo individual, una Isabel o una María; una reina o una gran dama. Pero las mujeres clase media, que sólo disponían de cerebro y de carácter, por ningún medio posible habrían conseguido participar en alguno de los grandes movimientos que, sumados, constituyen la visión que el historiador tiene del pasado. Tampoco la encontraremos en ninguna colección de anécdotas. Aubrey apenas la menciona. Nunca escribe sobre la vida propia y rara vez mantiene un diario; sólo existe un puñado de sus cartas. No dejó obras de teatro o poemas con qué juzgarla.
Lo que se está necesitando —¿y por qué no la aporta algún estudioso brillante de Newnham o Girton?— es una masa de información: ¿a qué edad se casaba, cuántos hijos tenía como regla, poseía una habitación propia, se encargaba del cocinado, había posibilidades de que tuviera una sirvienta?
Es de presumir que tales datos se encuentran en algún sitio, en los registros parroquiales y en los libros de contabilidad; es de creer que la vida de la mujer isabelina promedio está dispersa por algún sitio y de reunírsela se podría escribir un libro sobre ella. Es una ambición que supera mi atrevimiento, pensé mientras buscaba en los estantes libros que allí no estaban, para sugerir a los eruditos de esos colegios famosos que debieran reescribir la historia, aunque reconozco que a veces parece un tanto extraña tal como existe, irreal, desequilibrada. Más ¿por qué no agregarle un suplemento? Poniéndole, desde luego, algún nombre inconspicuo, de modo que en ella figuren las mujeres sin falta de decoro.
Porque a menudo se tiene un asomo de ellas en las vidas de los grandes, haciendo la limpieza allá al fondo, ocultando, me parece en ocasiones, un guiño, una risa, acaso una lágrima. Después de todo, tenemos más que suficientes vidas de Jane Austen y no parece necesario volver a examinar la influencia de las tragedias de Joanna Baillie en la poesía de Edgar Allan Poe; en cuanto a mí, no me importaría que las casas y los cotos de Mary Russell Mitford quedaran cerrados al público un siglo por lo menos.
Pero lo que me resultaba deplorable, continué, volviendo a examinar los estantes, es que nada se sabe de la mujer antes del siglo XVIII. No tengo en la mente modelo alguno al que mirar desde este o de aquel ángulo. Aquí estoy, preguntando por qué las mujeres no escribieron poesía en la época isabelina, cuando no estoy segura de que tuvieran una educación, si se las enseñaba a escribir, si disponían de una sala para ellas solas, cuántas mujeres tenían hijos antes de los veintiuno; en pocas palabras, qué hacían de las ocho de la mañana a las ocho de la noche.
Es obvio que no tenían dinero; de acuerdo con el profesor Trevelyan, les gustara o no se las casaba antes de que dejaran la adolescencia, seguramente a los quince o dieciséis años. Habría sido sumamente extraño, incluso dada esta exposición, que una de ellas hubiera escrito de pronto las obras de Shakespeare, concluí, y pensé en aquel anciano caballero, ya muerto pero que fue obispo, creo, quien declaró que a cualquier mujer, pasada, presente o por venir, le era imposible tener el genio de Shakespeare.
Escribió sobre esto a los periódicos. También dijo a una dama que acudió a él en busca de información, que de hecho los gatos no van al cielo aunque, agregó, tienen una especie de alma. ¡Cuántas meditaciones solían ahorrarnos esos ancianos caballeros! ¡Cómo se reducen las fronteras de la ignorancia cuando ellos se acercan! Los gatos no van al cielo. Las mujeres no pueden escribir las obras de Shakespeare.
Sea como fuere, no pude evitar el pensamiento mientras miraba las obras de Shakespeare en el estante, el obispo tenía razón al menos en esto: habría sido imposible, completa y totalmente imposible que mujer alguna hubiera escrito las obras de Shakespeare en la época de Shakespeare.
Permítaseme imaginar, ya que es tan difícil hacerse de datos, lo que habría sucedido si Shakespeare hubiera tenido una hermana maravillosamente dotada de nombre, digamos, Judith. El propio Shakespeare fue, muy probablemente —ya que su madre era una heredera—, a la escuela elemental, donde pudo tal vez aprender latín —Ovidio, Virgilio y Horacio— y los fundamentos de gramática y de lógica. Se sabe bien que fue un muchacho alocado, que cazaba conejos furtivamente, que tal vez haya matado un ciervo y que, más bien antes de lo debido, se había casado con una mujer del rumbo, quien le dio un hijo un tanto antes de lo correcto. Esa travesura lo hizo buscar fortuna en Londres. Al parecer, tenía gusto por el teatro, y comenzó cuidando caballos a la puerta de actores.
Pronto consiguió trabajo en el teatro, llegó a ser un actor famoso y vivió en el centro del universo, pues se cruzaba con todo mundo, a todo mundo conocía, practicaba su arte en el escenario, ejercía su ingenio en las calles e incluso tenía acceso al palacio de la reina. Mientras tanto su extraordinariamente dotada hermana permanecía, supongamos, en casa. Se mostraba tan aventurera, tan llena de imaginación, tan inquieta por ver el mundo como él. Pero no la enviaron a la escuela. No tuvo oportunidad de aprender gramática y lógica y, menos aún, de leer a Horacio y Virgilio. De vez en cuando tomaba un libro, tal vez uno de los de su hermano, y leía unas cuantas páginas.
Pero entonces aparecían los padres y le decían que remendara las medias o cuidara el guisado y no perdiera el tiempo con libros y papeles. De seguro hablaron con rigor aunque amables, pues eran gente de medios que conocían las condiciones de vida de una mujer y amaban a la hija; de hecho, lo más probable es que ésta fuera la consentida del padre. Tal vez a escondidas haya garabateado algunas páginas en el desván de las manzanas, pero teniendo el cuidado de esconderlas o quemarlas. Sin embargo pronto, antes de salir de la adolescencia, se la comprometía con el hijo de un negociante en lanas vecino. Gritaba que el matrimonio le resultaba odioso y, a causa de esto, el padre la golpeaba severamente.
Luego, cesaba de regañarla. En lugar de eso, le rogaba que no lo lastimara, que no lo dejara en vergüenza en cuestiones de matrimonio. Le daría, afirmaba, un collar de abalorios o una falda fina. Todo esto con lágrimas en los ojos. ¿Cómo desobedecerlo? ¿Cómo romperle el corazón? La mera fuerza de su don la llevó a hacerlo. Una noche de verano preparó un bulto pequeño con sus pertenencias, se deslizó por una cuerda y tomó el camino hacia Londres. No llegaba a los diecisiete. Las aves que cantaban en los setos no eran más musicales que ella. Poseía, don igual al del hermano, la pronta disposición al sonido de las palabras. Como él, tenía gusto por el teatro. Se detuvo ante la entrada de artistas; quería actuar, dijo. Los hombres se rieron en su cara.
El administrador —un hombre gordo de labios colgantes— se carcajeó. Berreó algo acerca del baile y los perritos falderos y la actuación y las mujeres. No había la menor posibilidad, dijo, de que una mujer fuera actriz. Insinuó... ya se imaginarán qué. A ella no le era posible adiestrarse en el oficio. ¿Le era posible, incluso, buscar cena en una taberna o pasear por las calles a medianoche? Pero su genio era para la ficción y anhelaba nutrirse en abundancia con las vidas de hombres y mujeres y con el estudio de sus costumbres.
Por fin —porque era muy joven y tenía un curioso parecido con Shakespeare en el rostro, los mismos ojos grises, la misma frente abombada—, por fin Nick Greene, el administrador-actor, tuvo lástima de ella; así, se vio encinta de tal caballero y entonces —¿quién medirá el calor y la violencia en el corazón de un poeta cuando se ve preso y enredado en el cuerpo de una mujer?— se mató una noche de invierno y yace enterrada en algún cruce de caminos donde hoy día los autobuses se detienen frente al Elephant and Castle.
Así, poco más o menos, transcurriría la historia, pienso, si en los días de Shakespeare una mujer hubiera tenido el genio de éste.
Pero en cuanto a mí, estoy de acuerdo con el obispo muerto, si obispo era: es impensable que en época de Shakespeare una mujer hubiera tenido el genio de Shakespeare. Porque un genio como el de Shakespeare no nace entre gente trabajadora, ineducada y servil. No nació en Inglaterra entre los sajones y los britanos. No nace hoy de las clases trabajadoras. ¿Cómo podía haber nacido entonces entre mujeres cuyas labores comenzaban, de acuerdo con el profesor Trevelyan, casi antes de dejar los cuidados del aya, pues las forzaban a ello los padres y a ello se veían sujetas por todo el poder de la ley y la costumbre?
Sin embargo, algún tipo de genio debe haber existido entre las mujeres, como debe haber existido en las clases trabajadoras. De vez en cuando una Emily Brontë o un Robert Burns surgen como un flamazo y certifican su presencia. Pero es seguro que nunca llegaron a ser noticia impresa. Sin embargo, cuando leemos del ahogamiento de una bruja, de una mujer poseída por el demonio, de una curandera que vende hierbas o incluso de un hombre muy notable cuya madre se menciona, pienso que estamos ante las huellas de una novelista perdida, de una poeta suprimida, de una Jane Austen muda y oscura, de alguna Emily Brontë que se deshizo los sesos en el páramo o que trajinaba y sufría por los caminos, enloquecida por las torturas a que la sujetaba su genio.
Me aventuro a suponer que Anon, quien escribió tantos poemas sin firmarlos, fue a menudo una mujer. Fue Edward Fitzgerald quien sugirió, creo, que una mujer compuso las baladas y las coplas, canturreándolas a los hijos, entreteniendo con ellas el cardado de lana o la extensión de las noches invernales.
Esto puede ser cierto o puede ser falso —¿cómo saberlo?—, pero lo que tiene de verdadero, me parece, tras revisar la historia de la hermana de Shakespeare como lo he hecho, es que cualquier mujer nacida en el siglo XVI con un gran don de seguro habría enloquecido, se habría suicidado o habría terminado sus días en alguna cabaña solitaria en las afueras del pueblo, mitad bruja y mitad curandera, temida y befada. Porque no se necesita mucha habilidad psicológica para estar seguro de que una chica sumamente dotada, quien hubiera intentado emplear ese don en la poesía, se habría visto tan frustrada y tan impedida por otras personas, tan torturada y tan dividida por sus instintos en oposición, que de seguro habría perdido la salud y la cordura.
Ninguna muchacha habría caminado hasta Londres, permanecido ante la entrada de artistas, forzado su paso hasta la presencia de los administradores-actores sin hacerse violencia y sin sufrir una angustia que acaso hubieran sido irracionales —pues la castidad pudiera ser un fetiche inventado por ciertas sociedades por razones oscuras— pero no por ello menos inevitables. Entonces, e incluso ahora, la castidad era de importancia religiosa en la vida de una mujer, y se la ha disfrazado de tal manera con nervios e instintos que el liberarla y sacarla a la luz del día exige un valor fuera de serie. Llevar una vida libre en el Londres del siglo XVI habría significado para una mujer que fuera poeta y dramaturga, un estrés nervioso y un dilema que bien hubieran podido matarla.
De haber sobrevivido, cualquier cosa que hubiera escrito habría quedado retorcida y deformada, por salir de una imaginación violentada y mórbida. Y sin duda, pensé mirando el estante donde no hay dramas escritos por mujeres, su obra habría aparecido en forma anónima. Es seguro que habría buscado ese refugio. El vestigio de tal sentido de la castidad dictaba el anonimato a las mujeres incluso muy entrado ya el siglo XIX. Currer Bell, George Eliot, George Sand, todas las víctimas de una lucha interior, como lo prueban sus escritos, buscaron sin resultados ocultarse por medio de un nombre masculino.
De esta manera, rindieron homenaje a la convención, que si bien no la implantó el sexo opuesto sí la fomentó liberalmente (la principal gloria de una mujer es que no se hable de ella, dijo Pericles, hombre del que mucho se habló): La publicidad en la mujer es detestable. El anonimato corre por sus venas.
Sigue poseyéndolas el deseo de quedar ocultas. Incluso ahora les preocupa menos que a los hombres la salud de su fama y, hablando en general, pasarán por una lápida o una señal de camino sin sentir el deseo irresistible de grabar allí su nombre, como sí lo harán Alf, Bert o Chas en obediencia a sus instintos, que le harán murmurar si ve a una mujer agradable o incluso a un perro: Ce chien est a moi. Desde luego, puede no tratarse de un perro, pensé, recordando Parliament Square, el Sieges Allee y otras avenidas; puede tratarse de un pedazo de tierra o de un hombre con rizos negros. Una de las grandes ventajas de ser mujer es que se puede pasar incluso ante una negra muy fina sin desear transformarla en inglesa.
Así, esa mujer, nacida en el siglo XVI con el don de la poesía, era una mujer infeliz, una mujer en lucha contra sí misma. Todas las condiciones de su vida, todos sus instintos, eran hostiles al estado mental que se necesita para liberar aquello que está en el cerebro. Pero, pregunté, ¿cuál es el estado mental más propicio al acto de la creación? ¿Puede uno hacerse de alguna noción sobre el estado que estimula y hace posible esa extraña actividad?
Aquí abrí el volumen con las tragedias de Shakespeare.
¿En qué estado mental se encontraba Shakespeare cuando, por ejemplo, escribió Lear y Antony and Cleopatra (Marco Antonio y Cleopatra)? De cierto que era el estado mental más favorable a la poesía que haya existido nunca. Pero Shakespeare nada dice al respecto. Sabemos de casualidad y por azar que nunca estropeó un verso. De hecho, nada dijo artista alguno sobre su estado mental hasta, quizás, el siglo XVIII. Tal vez Rousseau lo iniciara. De cualquier manera, para el siglo XIX la conciencia de sí mismo se había desarrollado tanto, que era hábito en los hombres de letras describir sus mentes en confesiones y autobiografías. También se escribía sobre sus vidas y, ya muertos, se publicaban sus cartas.
Así, aunque no sabemos por lo que pasó Shakespeare al escribir Lear, sí sabemos por lo que pasó Thomas Carlyle al escribir French Revolution (La revolución francesa); por lo que pasó Flaubert al escribir Madame Bovary, por lo que pasaba John Keats cuando intentó escribir poesía luchando contra la llegada de la muerte y la indiferencia del mundo.
Y se deduce de esa enorme literatura moderna confesional y de autoanálisis que escribir una obra de genio es, casi siempre, una proeza de dificultad prodigiosa. Todo se opone a la posibilidad de que surja de la mente del escritor íntegra y completa. Por lo general están en su contra circunstancias materiales. Los perros ladran, la gente interrumpe, es necesario ganar dinero, la salud falla. Más aún, para acentuar todas esas dificultades y volverlas más duras de soportar, está la notoria indiferencia del mundo. No le pide a la gente que escriba poemas y novelas e historias; no las necesita.
No le importa si Flaubert halla la palabra adecuada o si Carlyle verifica escrupulosamente este o aquel hecho. Claro, no pagará por lo que no desea. De esta manera el escritor —Keats, Flaubert, Carlyle— sufre, en especial en los años creadores de la juventud, toda suerte de distracción y descorazonamiento. De esos libros de análisis y confesión brota una maldición, un grito de agonía. Poetas poderosos en su miseria muertos: tal es la caiga de su canción. Si algo se consigue a pesar de todo esto, se trata de un milagro; es probable que ningún libro nazca como se lo concibió: completo y sin mutilaciones.
Mas para las mujeres, pensé mirando a los estantes vacíos, esas dificultades eran infinitamente más formidables. En primer lugar, tener habitación propia —y no digamos tranquila o a prueba de ruidos— era impensable, a menos que los padres fueran excepcionalmente ricos o muy nobles, incluso a principios del siglo XIX. Como su dinero para menudencias, que dependía de la buena voluntad del padre, apenas bastaba para mantenerla vestida, estaba impedida de los alivios que recibían incluso Keats, Alfred Tennyson o Carlyle, todos ellos hombres pobres: una excursión a pie, un viajecito por Francia, un albergue apartado que, incluso siendo de lo más modesto, los preservaba de las exigencias y la tiranía de la familia.
Esas dificultades materiales eran formidables; mas peores lo eran las inmateriales. La indiferencia del mundo que Keats y Flaubert y otros hombres de genio hallaron tan difícil de soportar, en el caso de ella se volvía hostilidad. El mundo no le decía, como a ellos, escribe si lo prefieres, me importa un comino. El mundo decía entre risotadas: ¿Escribir? ¿De qué sirve que escribas? Aquí pudieran ayudarnos los psicólogos de Newnham y de Girton, pensé volviendo a mirar los espacios vacíos en los estantes. De seguro es hora ya de que se mida el efecto del descorazonamiento en la mente del artista, como he visto que las compañías lecheras miden los efectos de la leche común y corriente y de la clase A en el cuerpo de las ratas.
Disponían lado a lado, en jaulas, a dos ratas; una de las dos era furtiva, tímida y pequeña; la otra lustrosa, atrevida y grande. Ahora bien, ¿con cuál alimento alimentamos a las mujeres que son artistas?, me pregunté, recordando sin duda aquella cena de ciruelas pasas y flan. Para responder a tal pregunta sólo tengo que abrir el periódico vespertino y leer que lord Birkenhead opina... pero vaya, no me tomaré la molestia de copiar la opinión de lord Birkenhead sobre la escritura de las mujeres. Dejaré en paz lo dicho por el rector Inge. El especialista de Harley Street podrá incitar los ecos de Harley Street con sus vociferaciones sin que se mueva un pelo de mi cabeza.
Pero sí citaré al señor Oscar Browning, porque en algún momento el señor Oscar Browning fue una gran figura en Cambridge, y solía examinar a los estudiantes en Girton y Newnham. Al señor Oscar Browning le apeteció declarar:
—Que la impresión quedada en mi mente, tras mirar cualquier grupo de exámenes, es que, sin que importen las calificaciones asentadas, la mujer más destacada era intelectualmente inferior al peor hombre.
Tras decir lo anterior el señor Browning volvió a sus habitaciones —y esta secuela es la que lo vuelve querible y una figura humana de cierta dimensión y majestad—, volvía a sus habitaciones, digo, y encontraba a un muchacho de establo yaciendo en el sofá, un mero esqueleto, las mejillas cavernosas y hundidas, los dientes negros, al parecer sin el uso cabal de sus extremidades.
—Ése es Arthur —decía el señor Browning—. En verdad que es un chico adorable y de lo más noble.
A mi parecer, las dos imágenes se completan. Y felizmente en estos tiempos de biografías, las dos imágenes sí suelen completarse, de modo que podemos interpretar las opiniones de los grandes hombres no sólo por lo que dicen, sino por lo que hacen.
Pero aunque esto es posible hoy día, hace incluso cincuenta años esas opiniones debieron ser formidables, viniendo de los labios de gente importante. Supongamos que un padre, llevado de los motivos más elevados, no quisiera que su hija abandonara el hogar para volverse escritora, pintora o erudita. Ve lo que dice el señor Browning, diría. Y no sólo estaba el señor Browning, sino el Saturday Review, el señor Greg —lo esencial del ser de una mujer, dijo enfáticamente, es que los hombres las mantienen y ellas los atienden— un cuerpo enorme de opinión masculina en el sentido de que nada debe esperarse del intelecto de las mujeres. Incluso si el padre no leyera en voz alta esas opiniones, cualquier muchacha las podía leer por sí misma; y esa lectura, incluso en el siglo XIX, debió abatirle la vitalidad y afectado profundamente su obra.
Siempre existiría esa afirmación —no puedes hacer esto, eres incapaz de hacer aquello— contra la cual protestar, a la cual superar. Es probable que para las novelistas ese germen no afecte ya mucho, pues se han dado mujeres novelistas de mérito. Pero en cuanto a pintoras, debe seguir teniendo alguna fuerza; y en cuanto a los músicos, imagino, continúa siendo activo y venenoso en extremo. La compositora se encuentra donde se encontraba la actriz en época de Shakespeare. Nick Greene, pensé recordando la historia que inventé acerca de la hermana de Shakespeare, dijo que una mujer actuando lo hacía recordar a un perro danzando. Johnson repitió la oración doscientos años más tarde, respecto a las predicadoras.
Y aquí, dije, abriendo un libro sobre música, tenemos las palabras exactas empleadas este año de gracia de 1928, sobre las mujeres que intentan escribir música:
—De la señorita Germaine Tailleferre sólo puede repetirse la sentencia del doctor Johnson respecto a las predicadoras, pero transpuesta a términos musicales. Señor, una mujer compositora es como un perro que caminara sobre sus patas traseras. No lo hace bien, pero es de sorprenderse que algo logre.
Así de precisa se repite la historia.
Por tanto, concluí, cerrando la vida del señor Oscar Browning y haciendo de lado el resto, queda bastante claro que, incluso en el siglo XIX, no se fomenta en la mujer el que sea artista. Por el contrario, se la rebaja, se la abofetea, se le predica y se la exhorta. Su mente debe haber estado tensa y su vitalidad disminuida ante la necesidad de oponerse a esto, de refutarlo. Porque una vez más hemos entrado en terrenos de ese complejo masculino tan interesante y oscuro, que tanta influencia ha tenido sobre el movimiento de las mujeres; ese deseo con raíces profundas, empeñado menos en que ella sea inferior que en probarlo a él superior, que lo sitúa en cualquier punto al que miremos, no sólo al frente de las artes, sino impidiendo el paso a la política, incluso cuando el riesgo para él parece infinitesimal y la suplicante humilde y devota.
Hasta lady Bessborough, recordé, con toda su pasión por la política, debe inclinarse humildemente y escribir a lady Granville Leveson-Gover:
—...pese a toda mi violencia en la política y a tanto que hablo sobre el tema, estoy totalmente de acuerdo con usted en que nada se le perdió a mujer alguna en ese o en cualquier otro negocio serio, excepto para dar su opinión (sí se le pide).
Y continua malgastando su entusiasmo allí donde éste no encuentra obstáculo alguno, en ese tema de importancia inmensa que es el discurso de entrada de lord Granville a la Cámara de los Comunes. El espectáculo es de cierto extraño, pensé. La historia de la oposición de los hombres a la emancipación de las mujeres es tal vez más interesante que la historia misma de esa emancipación. Un libro muy divertido saldría de esto, si alguna estudiante joven de Girton o Newnham recogiera ejemplos y dedujera una teoría. Pero necesitaría gruesos guantes en las manos y rejas de oro sólido que la protegieran.
Pero lo que hoy resulta divertido, recordé cerrando a lady Bessborough, alguna vez fue tomado con grave desesperación. Les aseguro que opiniones hoy guardadas en un álbum llamado el quiquiriquí, que se tiene para leer a públicos selectos en noches de verano, alguna vez provocaron lágrimas. Entre sus abuelas y bisabuelas muchas hubo que se gastaron los ojos llorando. Florence Nightingale aulló en su agonía. Además, fácil es para ustedes, que consiguieron entrar a la universidad y gozan de una sala propia -¿o es tan sólo una combinación de salita y dormitorio?- afirmar que el genio debe desentenderse de tales opiniones; que el genio debe estar por encima de lo que se diga de él.
Por desgracia, son los hombres y las mujeres de genio quienes más se interesan en lo que se dice de ellos. Recuérdese a Keats. Recuerden las palabras que hizo grabar en su lápida. Piensen en Tennyson. Piensen... pero no vale la pena multiplicar ejemplos del hecho innegable, si bien infortunado, que está en la naturaleza del artista preocuparse excesivamente por lo que se dice de él. La literatura abunda en restos de naufragio de los hombres que se preocuparon más allá de lo razonable por las opiniones ajenas.
Y esta susceptibilidad es doblemente infortunada, pensé volviendo a mi inquisición original, qué estado mental es el más propicio a la obra de creación, porque la mente del artista, para lograr el esfuerzo prodigioso de liberar íntegra y completa la obra que está en él, debe incandescerse, como la de Shakespeare, conjeturé, mirando el libro que había quedado abierto en Antony and Cleopatra. No debe presentarse obstáculo alguno en ella, ninguna materia ajena sin consumir.
Porque si bien decimos que nada conocemos del estado mental de Shakespeare, al momento de decirlo algo decimos sobre el estado mental de Shakespeare. Tal vez la razón de que tan poco sepamos de Shakespeare —en comparación con John Donne, Ben Jonson o Milton— es que nos esconde sus envidias, despechos y antipatías. No nos desvía ninguna revelación que nos recuerde al escritor. No hay el deseo de protestar, de predicar, de proclamar la injuria recibida, de ponerse a mano, de transformar al mundo en testigo de alguna penuria o queja disparada por el autor y consumida.
Por tanto, su poesía fluye libre y sin impedimentos. Si hubo ser humano que sólo expresara su obra, ése fue Shakespeare. Si hubo una mente incandescente, libre de impedimentos, pensé volviéndome de nuevo hacia el librero, fue la de Shakespeare...
Sigue leyendo la segunda parte de: «Una habitación propia», de Virginia Woolf.
El análisis y resumen del ensayo de Virginia Woolf: Una habitación propia (A Room of One's Own), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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