Habitacion propia: segunda parte

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La habitación propia.
Segunda parte.


Que pudiera encontrarse alguna mujer en tal estado de mente durante el siglo XVI era, obviamente, imposible. Basta pensar en las lápidas isabelinas, llenas de niños hincados con las manos unidas; y sus tempranas muertes; y ver las casas de habitaciones oscuras y atiborradas, para darse cuenta de que ninguna mujer pudo escribir poesía en aquel entonces. Lo que se esperaría hallar, más bien bastante después, es alguna gran dama que, aprovechando su libertad y su comodidad relativas, publicara con su nombre algo, arriesgando el ser considerada un monstruo. Los hombres, desde luego, no son esnobs, agregué, haciendo de lado cuidadosamente "el feminismo infame" de Rebecca West; pero en su mayoría aprecian con espíritu de simpatía los esfuerzos de una condesa por escribir verso. Sería de esperar que una dama con título encontrara mucho más aliento que el que por esa misma época recibirían una desconocida señorita Austen o una señorita Brontë. Pero también sería de esperar que su mente estuviera perturbada por emociones ajenas, como el miedo y el odio, y que sus poemas mostraran huellas de tal perturbación. Tomemos como ejemplo a lady Winchilsea, pensé haciéndome de sus poemas. Nació el año 1661, fue noble por nacimiento y por matrimonio, no tuvo hijos, escribió poesía. Y basta con examinar su poesía para descubrirla explotando de indignación contra la posición de las mujeres:

¡Cómo hemos caído! A causa de reglas equivocadas,
y por Educación poco más que las tontas de Natura;
impedidas de todo mejoramiento de la mente
y verse obtusas, predecibles y planeadas;
y si alguna se elevara por encima de las otras,
la imaginación cálida y presionada por la ambición,
tan fuerte sigue pareciendo la facción opositora
que la esperanza de medrar nunca supera los miedos.

Está claro que su mente de ninguna manera "consumió todos los impedimentos y se volvió incandescente". Por el contrario, la hostigan y distraen odios y agravios. Para ella, la raza humana está dividida en dos partidos. Los hombres son la "facción opositora"; se los odia y teme porque tienen el poder de impedirle el avance hacia lo que desea hacer: escribir.

Ayl la mujer que se arriesga con la pluma
es considerada una criatura presuntuosa
y ninguna virtud redime esa falta.
Nos dicen que equivocamos sexo y camino;
buena crianza, moda, baile, vestido, juegos
son los logros que debemos desear;
escribir, leer, pensar o inquirir
empañaría nuestra belleza y agotaría nuestro tiempo,
interrumpiendo las conquistas de nuestra madurez,
mientras que el deslucido manejo de una casa servil
es para algunos nuestro uso y empleo máximos.

En verdad que debe darse aliento para escribir cuando supone que lo escrito nunca será publicado; consolarse con el triste canto:
Canta para algunos amigos y para tus tristezas,
que para boscajes de laurel nunca fuiste elegida;
sean oscuros tus matices y queda en ellos contenta.

Queda claro, sin embargo, que de haber librado su mente de odios y miedos, sin abrumarla con amargura y sentimiento, el fuego ardía dentro de ella. De vez en cuando surgen palabras que son poesía pura:

Ni compondrá en sedas marchitas
débilmente la rosa inimitable.

Con toda razón los alaba el señor Murry y Pope, se cree, recordó estos otros, de los cuales se apropió:

Ahora el junquillo conquista la mente débil,
y nos desmayamos bajo el dolor aromático.

Fue múltiple la lástima de que una mujer capaz de escribir así, cuya mente estaba en armonía con la naturaleza y la reflexión, se viera forzada al enojo y a la amargura. Pero ¿cómo evitarlo?, me pregunté imaginando las befas y la risa, la adulación de los zalameros, el escepticismo del poeta profesional. Acaso se encerró en una habitación, en el campo, para escribir, viéndose desgarrada por la amargura y tal vez los escrúpulos, aunque su esposo fuera de lo más comprensivo y perfecta la vida de casada. Digo "acaso" porque cuando se buscan los datos sobre lady Winchilsea, se descubre, como siempre, que casi nada se sabe de ella. Sufrió muchísimo de melancolía, la cual podemos explicar, por lo menos en alguna medida, cuando la sorprendemos deciéndonos cómo, presa de ella, imaginaba:

Mis versos rebajados y mi oficio considerado
una locura inútil o una falta presuntuosa.
El oficio así censurado era, hasta donde podemos ver, aquel inocuo de vagar por los campos y soñar:

Mi mano se deleita en trazar cosas desusadas,
desviándose de los caminos conocidos y usuales,
ni compondrá en sedas marchitas
débilmente la rosa inimitable.
Desde luego, si tal era su costumbre y tal era su deleite, sólo podía esperar que se rieran de ella; y, por lo mismo, se dice que Pope o Gay la satirizaron como "una media azul con la picazón de garrapatear". También se supone que ofendió a Gay riéndose de él. Dijo que su Trivia (Trivialidades) "era más adecuada para caminar ante una silla que para cabalgar en ella". Pero todos estos son "rumores dudosos" y, dice el señor Murry, "carentes de interés". Pero no estoy de acuerdo con él, pues me habría gustado tener incluso más de esos rumores dudosos, para así encontrar o componer alguna imagen de esta dama melancólica, que gustaba de pasearse por los campos, pensar en cosas desusadas y despreciar, tan atrevida, tan imprudentemente, "el deslucido manejo de una casa servil". Pero se volvió difusa, afirma el señor Murry. Su talento está rodeado de malas hierbas e impedido por zarzas. No tuvo oportunidad de mostrar cuán fino y distinguido don era. Así, tras ponerla de nuevo en el estante, fui a la otra gran dama, la duquesa amada por Lamb, la atolondrada y fantástica Margaret de Newcastle, mayor que él pero su contemporánea. Eran muy diferentes, aunque se parecían en que ambas eran nobles, no tenían hijos y estaban casadas con los mejores maridos posibles. En ambas ardía la misma pasión por la poesía y ambas están desfiguradas y deformadas por las mismas causas. Léase a la duquesa y se encuentra la misma explosión de rabia: "las mujeres viven como murciélagos o búhos, trabajan como bestias y mueren como gusanos..." También Margaret pudo ser poeta; en nuestros días, toda esa actividad habría puesto en movimiento algún tipo de engranaje. Según estaban las cosas, ¿qué podría haber atado, domado o civilizado para uso humano aquella inteligencia desenfrenada, generosa y extraviada? Se desbordó, confusamente, en torrentes de rima y prosa, poesía y filosofía que permanecen congelados en cuartos y folios que nadie lee jamás. Debieron ponerle en las manos un microscopio. Debieron enseñarle a mirar las estrellas y razonar científicamente. Su juicio se modificó a causa de la soledad y de la libertad. Nadie la cuidó. Nadie la enseñó. Los profesores se refocilaban ante ella. En la Corte se mofaron de ella. Sir Egerton Brydges se quejó de su tosquedad "porque procedía de una mujer de alto rango criada en la Corte". Se encerró en Welbeck para vivir sola.
¡Qué visión de soledad y desorden trae a mente el pensar en Margaret Cavendish! Como si un pepino gigantesco se hubiera extendido por encima de las rosas y los claveles del jardín, ahogándolos hasta matarlos. Qué desperdicio que quien escribiera "las mujeres mejor educadas son aquellas con las mentes más civilizadas" hubiera malgastado su tiempo emborronando tonterías y cayendo cada vez más hondo en la oscuridad y la locura, hasta que la gente se amontonó alrededor de su otomana en el momento del adiós. Es obvio que la loca duquesa se volvió un coco para asustar a las muchachas inteligentes. Aquí tenemos, recordé, apartando a la duquesa y abriendo las cartas de Dorothy Osborne, a Dorothy escribiendo en Temple acerca del nuevo libro de la duquesa: "De seguro la pobre mujer está un tanto perturbada, de otro modo no sería tan ridícula como para aventurarse a escribir libros y poesía también; aunque no durmiera yo toda esta quincena, no caería en eso".
Por tanto, y como ninguna mujer sensata y modesta podía escribir libros, Dorothy, sensible y melancólica, el opuesto total de la duquesa en temperamento, nada escribió. Las cartas no cuentan. Una mujer podía escribirlas mientras velaba junto a la cama del padre enfermo. Podía escribirlas junto al fuego mientras los hombres conversaban, sin molestarlos. Lo extraño, pensé, pasando las hojas de las cartas de Dorothy, es el don que esta chica sin educación y solitaria tenía para componer una oración, para idear una escena. Escúchenla ir hilando:

Tras la comida nos sentamos a platicar, hasta que el señor B. llega de visita y me retiro. El resto del día lo paso leyendo o trabajando y hacia las seis o siete en punto, paseo hasta un terreno común muy próximo a la casa, donde muchas mozas cuidan de ovejas y vacas y, sentadas a la sombra, cantan baladas. Me les acerco y comparo sus voces y su belleza con las de algunas pastoras del pasado sobre las que leí, y encuentro una vasta diferencia pero, créanme, pienso que éstas son tan inocentes como aquéllas. Les hago plática y descubro que nada les falta para ser la gente más feliz del mundo, excepto el saber que lo son. Muy a menudo, en medio de nuestro intercambio, una de ellas mira a su alrededor y descubre que su vaca está por entrar en el trigo y todas ellas corren, como si tuvieran alas en los talones. Yo, que no soy tan ágil, permanezco atrás y cuando las veo conducir el ganado a casa, pienso que también es hora de que me retire. Tras haber cenado salgo al jardín y me acerco a la orilla del pequeño río que pasa por allí y me siento, para desear que estuvieras conmigo...

Sería de jurar que tenía en sí las hechuras de una escritora. Pero "aunque no durmiera yo toda esta quincena, no caería en eso..." Se puede medir la oposición que había en esa atmósfera a que una mujer escribiera cuando se descubre que incluso aquella con una gran facilidad para la escritura, terminaba por creer que escribir un libro era caer en el ridículo, incluso manifestarse como perturbada. Y con esto, continué, volviendo a su lugar en el estante el breve tomo de las cartas de Dorothy Osborne, vayamos a la señora Behn.

Con la señora Behn llegamos a un punto muy importante del camino. Atrás dejamos, encerradas en sus parques y entre sus folios, a esas grandes damas solitarias que escribieron sin tener público o crítica y sólo para el deleite propio. Llegamos a la ciudad y nos rozamos en la calle con gente común y corriente. La señora Behn era una mujer de clase media, llena con las virtudes plebeyas del buen humor, la vitalidad y el valor; mujer obligada por la muerte del marido y algunas infortunadas aventuras propias a ganarse la vida con su ingenio. Tuvo que trabajar de igual a igual con los hombres. Sacó, trabajando muy duro, lo bastante para vivir. La importancia de tal hecho supera cualquier cosa que haya escrito, incluso el espléndido "A Thousand Martyrs I have made" ("He creado mil mártires") o "Love in Fantastic Triumph Sat" ("El amor entronizado en triunfo fantástico"), pues aquí se inicia la libertad de la mente o, más bien, la posibilidad de que, en el transcurso del tiempo, la mente quede libre para escribir lo que se le antoje. Pues ahora que Aphra Behn lo ha conseguido, las chicas pueden ir con sus padres y decir: No necesitas darme un estipendio, ya que puedo ganar dinero con mi pluma. Desde luego, la respuesta será por mucho años venideros: Sí, pero ¡llevando la vida de Aphra Behn! ¡La muerte sería preferible! Y se cerraría la puerta con mayor rigor que antes. Aquí se ofrece para examen ese tema profundamente interesante: el valor que dan los hombres a la castidad de la mujer y el efecto sobre la educación de éstas. Produciría tal vez un libro interesante si alguna de mis estudiantes en Girton o Newnham se interesara en adentrarse en la cuestión. Serviría de frontispicio lady Dudley, sentada llena de diamantes entre los mosquitos de un páramo escocés. Lord Dudley, dijo The Times al otro día de la muerte de lady Dudley, "un hombre de gusto cultivado y de muchos talentos, era benévolo y generoso, pero caprichosamente déspota. Insistía en que su esposa vistiera a la perfección, incluso en la cabaña de caza más recluida en los Highlands; la cargaba de joyas suntuosas" y etc.; "le daba de todo siempre, excepto alguna medida de responsabilidad". Entonces Lord Dudley sufrió un infarto y a partir de ese momento ella lo cuidó y le gobernó sus propiedades con suprema competencia. También ese despotismo caprichoso se dio en el siglo XIX.

Pero volvamos a lo nuestro. Aphra Behn probó que podía ganarse dinero escribiendo con el sacrificio, tal vez, de algunas cualidades agradables; así, poco a poco, escribir no sólo fue una señal de locura y de una mente perturbada, sino de importancia práctica. El marido podía morir o algún desastre llegarle a la familia. Según avanzaba el siglo XVII, cientos de Mujeres comenzaron a sumarle dinero a su estipendio o a rescatar a sus familias mediante la traducción, o escribiendo esas innumerables novelas malas que ya no son registradas ni en los libros de texto, pero que están a la venta por unos cuantos centavos en las mesas de Charing Cross Road. La extrema actividad mental que se manifiesta entre las mujeres, hacia fines del siglo XVIII -las charlas, las reuniones, la escritura de ensayos sobre Shakespeare, la traducción de clásicos— tenía como fundamento el hecho sólido de que las mujeres podían ganar dinero escribiendo. El dinero dignifica aquello tomado por frívolo si no se lo paga. Bien pudiera seguir funcionando el burlarse de "medias azules con la picazón de garrapatear", pero nadie negaba ya que esas mujeres llevaban dinero a sus bolsas. De esta manera, hacia fines del siglo XVIII se produjo un cambio que, si estuviera yo reescribiendo la historia, describiría con mayor detalle que las Cruzadas o las Guerras de las Rosas, considerándolo de mayor importancia. La mujer de clase media comenzó a escribir. Porque si Pride and Prejudice (Orgullo y prejuicio) importa, y si importan Middlemarch y Villette y Wuthering Heights (Cumbres borrascosas), entonces importa mucho más de lo que me es dable probar en un discurso de una hora que la mujer en general, y no meramente la aristócrata solitaria encerrada en su casa de campo, entre sus folios y sus lambiscones, se dedicara a escribir. Sin esas precursoras, sin Jane Austen y sin las Brontë y sin George Eliot, no habrían podido escribir como no habría podido escribir Shakespeare sin Marlowe, o Marlowe sin Chaucer, o Chaucer sin esos poetas olvidados que allanaron el camino y domaron la barbarie natural de la lengua. Pues las obras maestras no son nacimientos únicos y solitarios, sino el resultado de muchos años de pensamiento en común, de ese pensamiento surgido de la totalidad de la gente, de modo que la experiencia de la masa se encuentra tras la voz singular. Jane Austen debería haber colocado una corona sobre la tumba de Fanny Burney, y George Eliot rendido homenaje a la sombra robusta de Eliza Carter, esa anciana Valiente que ató una campana a la cabecera de su cama, para así despertarse temprano y aprender griego. Todas las mujeres en conjunto debieran poner flores en la tumba de Aphra Behn, que se encuentra, escándalo supremo pero a la vez situación bastante razonable, en la abadía de Westminster, pues fue ella quien les consiguió el derecho de expresar lo que pensaban. Es ella -no importa cuán criticada y amorosa- que hace no del todo fantástico el que esta noche pueda decir yo: ganen quinientas libras al año mediante su ingenio.

Con esto hemos alcanzado los principios del siglo XIX. Y aquí, por primera Vez, encuentro varios estantes totalmente dedicados a las obras de mujeres. Pero, me fue imposible dejar de preguntar, mientras pasaba la mirada por ellos, ¿por qué, fuera de algunas excepciones muy escasas, casi todos de novela? El impulso original fue hacia la poesía. Fue mujer "la cabeza suprema de la canción''. Tanto en Francia como en Inglaterra las poetas precedieron a las novelistas. Más aún, pensé mirando a los cuatro nombres famosos, ¿Que tenían en común George Eliot y Emily Brontë? ¿No le fue imposible a Charlotte Brontë comprender a Jane Austen? Excepto por el hecho acaso relevante de que ninguna tuvo hijos, es imposible reunir en una habitación cuatro personajes más incongruentes, tan así que es tentador inventarles una reunión y ponerlas a dialogar entre sí. Por alguna fuerza extraña se vieron competidas, cuando escribieron, a escribir novelas. ¿Tendría algo que ver, me pregunté, con el que nacieran en la clase media y con el hecho, demostrado más tarde, del modo más categórico, por Emily Davies de que a principios del siglo XIX la familia clase media sólo poseía una sala en común? De escribir, la mujer tendría que hacerlo en esa sala de todos. Y, como fue la queja vehemente de la señorita Nightingale -"las mujeres nunca tienen media hora... que puedan llamar suya"--, siempre se la interrumpía. Con todo, resultaba más fácil escribir prosa y narrativa allí que poesía o una obra de teatro. Se necesita menos concentración. Así escribió Jane Austen hasta el final de sus días. "De qué manera consiguió todo eso", escribió en sus memorias su sobrino, "es sorprendente, pues no tenía un estudio al cual retirarse, y la mayoría del trabajo debió hacerse en la sala común, sujeta a todo tipo de interrupciones fortuitas. Tenía cuidado de que no sospecharan su ocupación los sirvientes o los visitantes o cualquier persona ajena al grupo familiar". Jane Austen ocultaba sus manuscritos o los cubría con un trozo de papel secante. Por otro lado, todo el adiestramiento literario de una mujer, a principios del siglo XIX, era aquel de observar el carácter de las personas, de analizar las emociones. Su sensibilidad había sido educada por siglos mediante la influencia de esa sala común. En esa mujer quedaba la impresión de los sentimientos de las personas, y siempre tenía ante los ojos las relaciones personales. Por tanto, cuando la mujer de clase media daba en escribir, era natural que escribiera novelas, incluso aunque, como es bastante evidente, dos de esas cuatro famosas mujeres no eran por naturaleza novelistas. Emily Brontë debió escribir dramas poéticos; los sobrantes de la capaz mente de George Eliot debieron encaminarse, una vez gastado el impulso creador, hacia la historia o la biografía. Sin embargo, escribieron novelas. Incluso se puede ir más allá de esto y decir, tomando del estante Pride and Prejudice, que escribieron buenas novelas. Sin presunciones o sin causar molestias al sexo opuesto, puede afirmarse que Pride and Prejudice es un buen libro. En todo caso, no se habría sentido vergüenza de ser sorprendido en el acto de escribirlo. Pero a Jane Austen la alegraba el rechinido de una puerta, pues así tenía tiempo de ocultar su manuscrito antes de que entrara nadie. Para ella, algo de desacreditable había en escribir Pride and Prejudice. Me pregunté si Pride and Prejudice habría sido una novela mejor de no considerar Jane Austen necesario ocultar el manuscrito de los visitantes. Leí una o dos páginas por ver, pero no encontré señales de que las circunstancias hubieran dañado la obra en lo más mínimo. Tal vez esto sea el mayor milagro al respecto. He aquí una mujer que hacia el año 1800 escribía sin odio, sin amargura, sin miedo, sin protestas, sin prédicas. Así fue como escribió Shakespeare, pensé mirando el Antony and Cleopatra. Cuando la gente compara a Shakespeare con Jane Austen, tal vez quieran decir que en ambos casos las mentes consumieron todo impedimento; y en razón de esto no conocemos a Jane Austen y no conocemos a Shakespeare, y en razón de eso Jane Austen impregna toda palabra que escribiera y lo mismo Shakespeare. Sí Jane Austen sufrió de alguna manera sus circunstancias, fue en la estrechez de vida que se le impuso. Le era imposible a una mujer moverse por sí sola. Nunca viajaba, nunca paseó por Londres en un ómnibus o almorzó por sí sola en algún local. Pero acaso estuviera en la naturaleza de Jane Austen no desear lo que no tenía. Había un acuerdo total entre su don y sus circunstancias. Pero dudo que tal sea cierto de Charlotte Brontë", me dije, abriendo Jane Eyre y poniéndola al lado de Pride and Prejudice.

Abrí la novela en el capítulo doce y mi mirada cayó sobre la frase "puede culparme quien lo desee". ¿De qué culpaban a Charlotte Brontë?, me pregunté. Y leí sobre cómo Jane Eyre acostumbraba salir al tejado cuando la señora Fairfax hacía compotas, para mirar los campos a la distancia. Y entonces ansiaba -y justo de esto la culpaban- y entonces ansiaba una fuerza de visión que sobrepasara ese límite; que alcanzara el mundo activo, los pueblos, las regiones llenas de vida sobre las que había oído pero que nunca había visto. Entonces deseaba una experiencia práctica mayor de la que poseía; más intercambios con los de mi clase conocimiento de una mayor variedad de caracteres de la que estaba aquí, a mi alcance. Valoraba lo que de bueno había en la señora Fairfax y lo que de bueno había en Adèle, pero creía en la existencia de otros tipos de bondad más vividos, y deseaba contemplar aquello en lo que creía.

¿Quiénes me culpan? Muchos sin duda, y me llamarán descontenta. No podía evitarlo: en mi naturaleza estaba el desasosiego, que a veces me agitaba hasta el dolor...
Es en vano decir que los seres humanos deben satisfacerse con la tranquilidad; deben tener acción, y la fabricarán si no la encuentran. Millones viven condenados a una inmovilidad mayor que la mía, y millones están en revuelta silenciosa contra esa suerte. Nadie sabe cuántas rebeliones fermentan en las masas de vida que pueblan la tierra. Se supone que, en general, las mujeres son muy calmadas, pero las mujeres sienten tanto como los hombres, necesitan ejercitar sus facultades y un campo para sus esfuerzos en igual medida que sus hermanos; sufren restricciones demasiado rígidas, un estancamiento demasiado absoluto, justo como lo sufrirían los hombres; y es de mente estrecha que sus prójimos más privilegiados digan que las mujeres deben confinarse a hornear budines y tejer medias, a tocar el piano y bordar bolsas. Es inconsiderado condenarlas o reírse de ellas cuando buscan aprender más de lo que la costumbre ha pronunciado como suficiente para su sexo.

Cuando me encuentro sola de esta manera, no es infrecuente que escuche la risa de Grace Poole...

He aquí una ruptura incómoda, pensé. Es desconcertante tropezarse de pronto con Grace Poole. La continuidad se perturba. Podría decirse, continué, poniendo el libro junto a Pride and Prejudice, que quien escribió estas páginas tenía más genio que Jane Austen; pero si se las lee de nuevo y se señalan en ellas dichos saltos, esa indignación, se comprende que nunca expresará su genio de modo total e íntegro. Sus libros quedarán deformes y retorcidos. Escribirá llevada de la rabia cuando debería escribir en calma. Escribirá disparatadamente cuando debería escribir con sabiduría. Escribirá sobre sí misma cuando debería escribir sobre sus personajes. Está en guerra contra su suerte. ¿Cómo evitar entonces el morir joven, impedida y frustrada?

No se puede sino jugar por un momento con la idea de lo que habría sucedido si Charlotte Brontë hubiera tenido, digamos, trescientas libras al año. Pero la tonta mujer vendió los derechos de sus novelas en el acto, por ciento cincuenta libras; si por alguna razón hubiera poseído más conocimiento del mundo activo y de los pueblos y de esas regiones llenas de vida; más experiencia práctica e intercambio con sus iguales y conocimiento de una variedad de caracteres. Con esas palabras pone el índice exactamente no sólo sobre sus propios defectos como novelista, sino sobre aquellos de su sexo por entonces. Sabía, mejor que nadie, cuán enormemente habría aprovechado su genio de no haberlo gastado en visiones solitarias de los campos lejanos; si se le hubiera concedido experiencia e intercambios y viajes. Pero no se le concedieron; se los rehusaron; y hemos de aceptar el hecho de que todas esas buenas novelas — Villette, Emma, Wuthering Heights, Middlemarch— fueron escritas por mujeres sin mayor experiencia de la vida que aquella permisible en la casa de un clérigo respetable; escritas además en la sala común de esa casa respetable y por mujeres tan pobres que no podían permitirse comprar de golpe sino unas cuantas manos de papel donde escribir Wuthering Heights o Jane Eyre. Cierto, una de ellas -George Eliot- escapó tras muchas tribulaciones, pero a una villa aislada en St. John's Wood. Y allí se acomodó, a la sombra de la desaprobación del mundo. "Deseo que se comprenda", escribió, "que jamás invitaré a nadie a visitarme que no solicite la invitación", pues ¿no vivía en pecado con un hombre casado y simplemente el mirarla no dañaba la castidad de la señora Smith o de cualquiera que por casualidad llamara a la puerta? Debemos someternos a las convenciones sociales y vernos "apartados de lo que se llama el mundo". Al mismo tiempo, al otro lado de Europa, había un joven que vivía en plena libertad con esta gitana o con aquella gran dama, que iba a la guerra, que acumulaba sin impedimentos y sin censuras toda la variada experiencia de la vida humana, que más tarde le sirvió tan espléndidamente cuando se puso a escribir libros. De haber vivido Tolstói en el priorato, en reclusión con una dama casada y "apartado de lo que se llama el mundo", difícilmente, pensé, habría escrito Guerra y paz, no importa cuán edificante sea la lección moral.

Pero acaso pueda profundizarse un poco más en esta cuestión de la escritura de novelas y el efecto del sexo sobre el novelista. Si se cierran los ojos y se piensa en la novela como un todo, se la diría una creación que debe a la vida una cierta apariencia de espejo, aunque desde luego con innumerables simplificaciones y distorsiones. De cualquier manera, es una estructura que deja una forma en el ojo de la mente, erigida ahora como una plaza, después con aspecto de pagoda, más tarde irradiando alas y arcadas, luego sólidamente compacta y con un domo, como la catedral de Santa Sofía en Constantinopla. Esa forma, pensé, regresando a ciertas novelas famosas, fomenta en uno el tipo de emoción que le es apropiada. Pero esa emoción de inmediato se combina con otras, pues la "forma" no se construye poniendo una piedra sobre otra, sino mediante la relación de un ser humano con otro. Por tanto, una novela inicia en nosotros todo tipo de emociones antagónicas y opuestas. La vida entra en conflicto con algo que no es la vida. De aquí la dificultad de llegar a acuerdos sobre las novelas, y del enorme peso que nuestros prejuicios íntimos ejercen sobre nosotros. Por un lado sentimos que Tú -John el héroe- debe vivir o me encontraré en las honduras de la desesperación. Por el otro sentimos que tú, John, ay, debes morir porque así lo requiere la forma del libro. La vida entra en conflicto con algo que no es la vida. Pero dado que en parte es vida, lo juzgamos como vida. James es el tipo de hombre que debo detestar, decimos. O esto es un fárrago de absurdos y jamás podría sentir yo algo parecido.

Toda la estructura, es obvio si pensamos en cualquier novela famosa, es de complejidad infinita, pues la componen muchos juicios diferentes, muchos tipos de emoción diferentes. La maravilla es que cualquier libro así compuesto se mantenga unido por más de un año o dos, o que signifique para el lector inglés lo que significa para el ruso o el chino. Pero en ocasiones sí se mantienen unidos del modo más notable. Y lo que les mantiene juntos en esos raros ejemplos de supervivencia (pensaba en Guerra y paz) es algo que podemos llamar integridad, aunque nada tenga que ver con pagar las deudas o comportarse de modo honorable en una emergencia. Lo que se quiere decir por integridad, en el caso de los novelistas, es la convicción que nos dejan de que están diciendo la verdad. Sí, siente uno, nunca habría pensado que esto pudiera ser así; nunca conocí gente que se comportara así. Pero me has convencido de que es así, de que así sucede. Se pone cada frase, cada escena ante la luz según se lee, pues se diría que la Naturaleza, del modo más extraño, nos ha dotado de una luz interna para juzgar la integridad o la falta de integridad del novelista. O acaso suceda más bien que la Naturaleza, en su momento más irracional, trazó con tinta invisible, en los muros de la mente, una premonición que esos grandes artistas confirman; un esbozo que tan sólo necesita quedar ante el fuego del genio para volverse visible. Cuando así se lo expone y se lo ve adquirir vida, se exclama en arrebato: ¡Pero si esto es lo que siempre sentí y supe y desee! Y se hierve de excitación y, tras cerrar el libro con una especie de reverencia, como si fuera algo muy precioso, un refugio al cual volver mientras se tenga vida, se lo regresa al estante, dije tomando Guerra y paz y poniéndola en el estante. Por otro lado, si esas oraciones pobres que se toman y sujetan a prueba despiertan primero una respuesta rápida y anhelante, dados sus colores brillantes y sus gestos atrevidos, pero allí quedan, es como si algo las hubiera frenado en su desarrollo; o si sólo traen a luz un garabato débil en este rincón y una mancha por allá y nada surge íntegro y completo, se lanza un suspiro de decepción y se dice: Otro fracaso. Esta novela cayó en desgracia en algún punto.

Y en su mayoría, desde luego, las novelas caen en desgracia en algún punto. La imaginación vacila dada la presión enorme. La percepción es confusa, ya no puede distinguir entre lo que es cierto y lo que es falso, ya no tiene la fuerza para continuar con la vasta labor que a cada momento solicita el empleo de las facultades más diversas. Pero ¿de qué manera se ve afectado todo esto por el sexo de la novelista?, me pregunté, echando una mirada a Jane Eyre y las otras. El hecho de su sexo ¿interfiere de alguna manera con la integridad de la escritora, esa integridad que acepto como columna vertebral del autor? En los párrafos que cité de Jane Eyre queda claro que la rabia interfería con la integridad de Charlotte Brontë la novelista. Abandonó su historia, a la cual debía su entera devoción, para atender alguna queja personal. Recordó que se la había robado de su cuota de experiencia, se la había estancado en una rectoría remendando calcetines cuando su deseo era vagar libre por el mundo. Su imaginación se extravió debido a la indignación y la sentimos extraviarse. Pero muchas más influencias que la mera rabia estaban halando de su imaginación y desviándola del camino. La ignorancia, por ejemplo. El retrato de Rochester está trazado en la oscuridad. Sentimos en él la influencia del miedo, tal y como sentimos constantemente una acidez que es el resultado de la opresión, un sufrimiento oculto que arde en rescoldos bajo la pasión, un rencor que contrae esos libros, no importa cuán espléndidos, con un espasmo de dolor.

Y como una novela tiene esta correspondencia con la vida real, en alguna medida sus valores son aquellos de la vida real. Pero es obvio que los valores de las mujeres difieren muy a menudo de los valores trazados por el otro sexo; es natural que sea así. Sin embargo, son los valores masculinos los que prevalecen. Hablando sin finura, lo "importante" es el fútbol y los deportes; lo "trivial" la adoración por la moda y la compra de ropa. Y de modo inevitable se transfieren esos valores de la vida a la ficción. Este libro es importante, asume la crítica, porque trata de la guerra. Este libro es insignificante porque aborda los sentimientos de las mujeres en una sala de estar. Una escena en un campo de batalla es más importante que una escena en una tienda; en todos sitios y con mucha mayor sutileza, la diferencia de valores persiste. Por consiguiente, toda la estructura de la temprana novela del siglo XIX estaba erigida, cuando se era mujer, por una mente ligeramente apartada de la vertical, a la que se obligaba a alterar su clara visión en deferencia a una autoridad externa. Basta con hojear esas antiguas novelas olvidadas y escuchar el tono de voz en el cual se las escribió, para adivinar que la escritora tropezaba con la crítica; decía esto como vía de agresión o aquello como vía de conciliación. Admitía que "tan sólo era una mujer" o protestaba que era "tan buena como un hombre". Se enfrentaba a esa crítica según se lo dictara su temperamento, con docilidad y encogimientos de ánimo o con enojo y vehemencia. No importa cuál, la novelista pensaba en alguna otra cosa que el objeto mismo. Su libro viene a golpearnos en la cabeza. Había en su centro una falla. Pensé en todas esas novelas de mujer que, como manzanitas cacarañadas en un huerto, están dispersas por las librerías de viejo londinenses. Fue esa falla en el centro que las pudrió. La escritora había alterado sus valores en deferencia a la opinión de otros.

Pero cuán imposible debió serles no moverse hacia la derecha o la izquierda. Cuánto genio, cuánta integridad debió exigir ante tanta crítica, en medio de esa sociedad puramente patriarcal, el atenerse al objeto tal y como lo veían, sin amilanarse. Únicamente lo consiguieron Jane Austen y Emily Brontë. Es otra medalla, quizás la más fina, en sus pechos. Escribieron como escriben las mujeres y no los hombres. De las miles de mujeres que entonces escribieron novelas, sólo ellas ignoraron por completo las admoniciones perpetuas del pedagogo eterno: escribe esto, piensa aquello. Sólo ellas fueron sordas a esa voz persistente, si ahora gruñona luego condescendiente, si ahora dominante luego agraviada, sacudida, si ahora enojada luego afable; esa voz que no puede dejar a las mujeres solas, sino estar encima de ellas, como una especie de ama de llaves concienzuda, instándolas, como Sir Egerton Brydges, para que sean refinadas, incluso trayendo a la crítica poética la crítica del sexo; aconsejándolas, de ser buenas y ganar, imagino, algún premio rutilante, a mantenerse dentro de ciertos límites que el caballero en cuestión piensa adecuados: "...las novelistas tan sólo deben aspirar a la excelencia reconociendo valerosamente las limitaciones de su sexo". Ahí queda resumida la cuestión; y cuando les digo, para su sorpresa, que esta oración no fue escrita en agosto de 1828 y sí en agosto de 1928, supongo que estarán de acuerdo en que, no importa cuán deliciosa nos resulte ahora, representa un vasto campo de opinión —pero no agitaré esos viejos espejos de agua; me limito a tomar lo que el azar hizo flotar hasta mis pies— que fue mucho más vigoroso y mucho más sonoro hace un siglo. En 1828 se habría necesitado una joven muy vigorosa para que se desentendiera de esos desaires e increpaciones y promesas de premio. Se debió ser algo parecido a una tea para decirse: Ah, pero no pueden comprar la literatura también. La literatura está abierta a cualquiera. Me rehuso a permitirle, por bedel que sea, a sacarme del prado. Cierre sus bibliotecas si quiere, pero no hay puerta, ni cerradura, ni pestillo que pueda colocarle a la libertad de mi mente.

Pero no importa qué efecto ejercieran sobre su escritura el desánimo y la crítica —y opino que tuvieron un efecto muy grande-, carecía de importancia si comparado con la otra dificultad a que se enfrentaban (seguía pensando en esas novelistas de principios del XIX) cuando se disponían a poner por escrito sus ideas: Que no tenían una tradición respaldándolas, o era tan breve y parcial que poco ayudaba. Porque si somos mujeres vemos el pasado a través de nuestras madres. Es inútil acudir en busca de ayuda a los grandes escritores, no importa cuánto se vaya a ellos en busca de placer. Lamb, Browne, Thackeray, Newman, Sterne, Dickens, De Quincey -trátese de quien se trate- no han ayudado a mujer alguna hasta la fecha, aunque ella pueda haberles aprendido algunos trucos y los haya adaptado a su uso. El peso, el ritmo, el paso de la mente de un hombre son demasiado disímiles a los de una mujer para que ésta tenga fortuna en tomar algo substancial de él. El mono está demasiado lejos para que pueda ser diligente. Tal vez lo primero que iba a descubrir, al poner la pluma sobre el papel, es que no había disponible para su empleo una oración común y corriente. Los grandes novelistas como Thackeray, Dickens y Balzac han escrito una prosa natural, rápida sin ser descuidada, expresiva pero no preciosista, dándole su propio matiz sin impedirle ser propiedad común. La basaron en la oración que circulaba en su tiempo. La oración usual a principios del XIX sonaba tal vez algo así como esto: "La grandeza de sus obras era, para ellos, un argumento no para detenerse, sino para avanzar. Ninguna excitación o satisfacción mayor que el ejercicio de su arte y la infinita generación de verdad y belleza. El triunfo promueve la acción, y el hábito facilita el triunfo". Es la oración de un hombre. Tras ella se siente a Johnson, a Gibbon y al resto. Era una oración inadecuada para su aprovechamiento por una mujer. Charlotte Brontë, pese a su espléndido don para la prosa, tropezó y cayó con esa arma torpe en las manos. George Eliot cometió con ella atrocidades para las que no hay palabras capaces de describir. Jane Austen la miró, se rió de ella e inventó una oración perfectamente natural y bien formada para uso propio, y nunca se apartó de ella. Así, con mucho menos genio para la escritura que Charlotte Brontë, dijo infinitamente más. De hecho, dado que la libertad y la cabalidad de expresión son la esencia del arte, esa falta de tradición, esa escasez e inadecuación de las herramientas, debió pesar enormemente sobre la escritura de las mujeres. Además, un libro no está formado de oraciones encadenadas, sino de oraciones erigidas, si esta imagen ayuda, como arcadas o domos. Pero también esta forma fue creada por hombres a partir de sus necesidades y para su propio uso. No hay razón para suponer que la forma de la épica o del drama se adapta mejor a una mujer que dicha oración. Todas las formas de literatura antigua estaban ya endurecidas y definidas por el tiempo cuando la mujer llegó a escritora. Sólo la novela era lo bastante joven para mostrarse suave en sus manos, otra razón, acaso, para que haya escrito novelas. Pero ¿quién dirá que incluso hoy día "la novela" (la pongo entre comillas para señalar mi sensación de que las palabras son inadecuadas), quién dirá que incluso ésta, la más flexible de todas las formas, se modela correctamente para empleo de la mujer? Sin duda que veremos a ésta darle forma cuando tenga libertad de uso de sus miembros; y cuando se aporte algún vehículo nuevo, no necesariamente el verso, para la poesía que hay en ella. Porque es a la poesía que se le sigue negando salida. Y pasé a considerar cómo una mujer podría escribir hoy en día una tragedia poética en cinco actos. ¿Emplearía el verso? ¿No se inclinaría más bien por la prosa?

Pero son cuestiones difíciles, que se encuentran en el anochecer del futuro. Debo abandonarlas, aunque sólo sea porque me estimulan a apartarme de mi tema para adentrarme en bosques sin sendas, donde me perderé y, seguramente, me devorarán las bestias salvajes. No deseo, y estoy segura de que ustedes no desean, que introduzca ese tema tan pantanoso, el mañana de la narrativa, de modo que haré aquí una pausa momentánea para llevar, su atención hacia el enorme papel que en cuanto a las mujeres concierne le toca interpretar en el futuro a las condiciones físicas. Por algún medio el libro debe adaptarse al cuerpo y, un tanto a la ventura, se diría que los libros de las mujeres deben ser más cortos, más concentrados, que los de los hombres, y de tal modo concebidos que no exijan largas horas de trabajo estable e ininterrumpido. Porque siempre habrá interrupciones. Porque, de nuevo, los nervios que alimentan el cerebro parecerían diferentes en hombres y mujeres, y si se los quiere hacer trabajar del mejor modo posible y a su máximo, es necesario hallar qué tratamiento les conviene —si estas horas de conferencias, por ejemplo, que, es de suponer, los monjes idearon hace cientos de años, les conviene—, qué alternación de labor y descanso necesitan, pero interpretándose descanso no como nada hacer, sino como hacer algo, pero algo diferente. Y ¿cuál debe ser esa diferencia? Es necesario examinarla y descubrirla; todo ello es parte de esta cuestión: las mujeres y la narrativa. No obstante, agregué, acercándome una vez más al librero, ¿dónde encontrar ese complejo estudio de la psicología femenina hecho por una mujer? Si a causa de su incapacidad para jugar al fútbol no va a permitírsele a las mujeres practicar la medicina...
Por fortuna, mis pensamientos tomaron en ese momento otro giro.

Virginia Woolf (1882-1941)


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