«La cruz que anda»: Paul Féval; relato y análisis.
La cruz que anda (La Croix-Qui-Marche) —a veces titulado en español como Los fantasmas o Los vengadores— es un relato fantástico del escritor francés Paul Féval (1817-1887); en realidad el cuarto capítulo de la novela de 1853: Una historia de fantasmas (Une Histoire de revenants).
La cruz que anda, uno de los mejores relatos de Paul Féval, narra una leyenda muy singular: una misteriosa cruz se ha levantado para asistir a un caballero francés arrinconado por sus enemigos (naturalmente, ingleses), y a punto de morir desangrado. El resto pertenece a la leyenda, y a la sutil destreza de Paul Féval.
La cruz que anda.
La Croix-Qui-Marche; Paul Féval (1817-1887)
Desde entonces el pobre sargento Mathurin ya no vivía en un mundo real. Tenía fiebre, y el contenido de su cantimplora sólo exaltaba su espanto. Aquel jinete de larga capa negra, plantado en el centro del bosque, le había parecido más grande que un roble; sus deslumbrados ojos habían visto fuego detrás de aquellos otros dos jinetes, cuya carrera desordenada había levantado torbellinos en el polvo del camino.
La presencia de Roland ya no lo tranquilizaba; al contrario, no era sin terror como medía la marcha firme de su joven compañero; ¡si ese Roland Montfort permanecía tan tranquilo era porque se sentía en su ambiente! Y ahora que el pobre Mathurin pensaba en ello, recordaba haberle visto una expresión extraña cuando lo encontró, la víspera, por el camino de París. Tal vez el mismo Roland fuera uno de esos muertos que regresan y que conducen a los vivos al centro del desenfreno de los espíritus.
Ya se había visto antes y esa sospecha tardía no carecía de cordura. Mathurin se lo confesaba temblando. Y, sin embargo, seguía a Roland; lo seguía como un perro, puede decirse, dando los mismos rodeos y sin atreverse a perderlo de vista ni un instante. Siempre ocurre así. Una cadena misteriosa, más fuerte que el acero, más dura que el diamante, une al vivo al muerto. Es cierto que por la tarde, cuando estaba sentado bajo el soportal de la taberna, en el arrabal de Redon, aquel Roland Montfort tenía una cara buena y honesta, Mathurin no podía decir lo contrario; pero eso no lo tranquilizaba, porque pensaba:
—¿Por qué no enseña el rostro?
Y, efectivamente, Roland no se había dado la vuelta ni una sola vez desde el puente de Saint-Pern. Caminaba hacia adelante, sin titubear, como si el sol iluminara los obstáculos del camino. Hacía tiempo ya que el ruido de los caballos al galope se había perdido bajo la techumbre del bosque. Roland Montfort, se apoyó sobre su bastón en mitad del cruce.
—¡He reconocido claramente al seminarista! —susurró hablando para sus adentros—, ha seguido el mismo sendero que el comendador Malo. El otro ha tomado el atajo que conduce a la mansión de Treguern... ¡Mathurin!
—¿Sí? —dijo éste que se encontraba a unos cuantos pasos, apoyado también sobre su bastón.
—Tu madre te ha hablado en sus cartas de Marianne la hermanastra...
—¡Dios quiera que pueda volver a ver en este mundo, a mi pobre y anciana madre! —murmuró entre dientes Mathurin—. Ella me ha hablado de esto y de aquello, señor Roland —añadió— pero a estas horas no tengo un recuerdo muy claro.
—¿Por qué me llamas señor Roland? —preguntó el joven sargento, que se volvió sorprendido.
Mathurin observó el gesto y cerró los ojos, como si hubiera temido ver la cabeza de la Medusa.
—No es por malicia —replicó tratando de sonreír—. En cuanto a Marianne de Treguern, la hermanastra de Filhol, hay una historia en la que el nombre de Gabriel se encuentra de nuevo mezclado. Pero ¿qué nos importa eso? Daría con gusto todo lo que llevo en mi bolsa por estar saliendo de la Gran Landa y encontrarme ya ante el molino de Guillaume Féru.
—Ya llegaremos —dijo el joven sargento que se puso de nuevo a andar— y conservarás todo lo que llevas en tu bolsa, amigo Mathurin... pero de aquí hasta allá, necesito tener noticias.
—¿Noticias? y ¿a quién se las preguntará? Desde aquí al molino de Guillaume Féru no hay más que la Gran Landa, y en ella no conozco ni una sola vivienda humana.
—El que me dará noticias —dijo el joven soldado cuya voz bajó en contra de su voluntad— tal vez no se encuentre en ninguna vivienda humana.
El sargento Mathurin no pensaba que su horror pudiera aumentar, pero se equivocaba, y su corazón desfalleció, mientras que el vértigo se le subió al cerebro.
—¡En nombre de Dios!, señor Roland —tartamudeó—, ¡no tiente los secretos de la tumba!
—Me has dicho que Geneviève estaba viuda y libre —contestó Roland con tono firme—, quiero saber si es verdad.
—¡Desgraciadamente! —empezó a decir el pobre sargento.
—Quiero saberlo de labios del que debe decírmelo.
—Escucha, Roland, mi amigo y mi hermano —exclamó Mathurin que en su angustia encontró incluso valor para acercarse al joven sargento—. Veo adónde quieres ir: ¡Es el camino de las Piedras Plantadas, es el camino de la Cruz que anda! ¡Siempre les ocurre alguna desgracia a los que pasan por allí!
—Sin embargo, es por allí por donde debo pasar —contestó Roland.
Mathurin intentó detenerlo y adoptó un tono de súplica más intenso.
—¡Ése no es el camino al pueblo! —dijo con lágrimas en los ojos, pues en aquel momento se sentía más débil que un niño—. ¡Roland, dime si estás muerto, y no me empujes a la perdición! Una sonrisa se dibujó en el pálido rostro del joven sargento.
—Es necesario que vaya esta noche a sentarme en los peldaños de la Cruz que anda —dijo.
Mathurin cayó de rodillas y exclamó, juntando las manos:
—Roland, hermano, si es para tener la certeza de la muerte del último Treguern, no vayas tan lejos, porque desgraciadamente yo puedo dártela: Filhol de Treguern falleció en su mansión hace casi un año.
—¡No te creo! —dijo Roland.
Unas horas antes no habría sido muy prudente hablar así al sargento Mathurin. ¡Pero Dios sabe que en aquel momento no estaba muy susceptible!
—No te creo —repitió Roland—, y aunque toda la parroquia viniera a decirme lo mismo, contestaría: ¡Es imposible!. Entre Treguern y yo hay un pacto. Treguern es hijo de caballeros, ¿por qué iba a olvidar su promesa?
El paso del joven soldado se alargaba pese a él mismo, y ahora hablaba con cierta agitación.
—Entonces —dijo Mathurin, cuya voz se le ahogaba—, ¿crees que el difunto te espera en las Piedras Plantadas?
—Ruego a Dios que no haya ningún difunto —contestó Roland. Luego añadió al ver que Mathurin ralentizaba su paso:
—Éste es mi camino. Ese otro sendero conduce directamente al burgo de Orlan. No te necesito para ir a la Cruz que anda. Separémonos aquí.
Habían llegado a la linde del bosque, la landa se encontraba ante ellos iluminada por esa luz fantástica y cambiante que las nubes dejaban caer en su recorrido. Era como una inmensa alfombra lisa y negra sobre la que destaban, aquí y allá, rocas de una blancura deslumbrante. Tan lejos como la mirada podía llegar, las cosas eran así: puntos blancos sobre un fondo negro. Ahí están, inhiestas y alineadas en un extraño orden. Se dice que cada año llega una nueva durante la noche de Viernes Santo. ¿Quién ha colocado ahí, a esos colosos de piedra que ninguna fuerza humana podría levantar?
Los dos senderos indicados por Roland formaban un ángulo muy agudo. Uno de ellos subía hacía el centro de la landa, hacia lo más profundo de las Piedras Plantadas; el otro seguía por lo llano y se dirigía hacia los campos cultivados. Mathurin dudaba. La idea de introducirse solo por uno de los senderos de la landa le proporcionaba el sabor anticipado de su agonía.
—¡Está bien! —dijo con voz rota— Te acompaño. ¡Pero que mi condena eterna recaiga sobre ti si no tengo confesión en mi última hora!
Durante un cuarto de hora, avanzaron sin hablar. Roland ofrecía al viento su cabeza descubierta y ardiente. Por momentos, gotas de lluvia, grandes como monedas, caían ruidosamente y sonaban a su alrededor. No bastaba para aplacar el polvo del camino. Al cabo de unos segundos, el cielo se cerraba y la luna, que descendía hacia el horizonte, hacía brillar las cimas húmedas de los macizos. Hay rocas blancas y erguidas sobre casi toda la superficie de la Gran Landa. Más en concreto, se denomina Piedras Plantadas a una especie de recinto irregularmente oval formado por dos filas de rocas concéntricas en medio del cual se encuentra una mesa de granito, semejante a la que hemos descrito con el nombre de Piedra de los paganos. Alrededor del recinto, las rocas se alejan como rayos y si se viera desde arriba, el conjunto de este gigantesco monumento, se comprobaría que se asemeja a una estrella de trece brazos desiguales.
La Cruz que anda está situada a unos cien pasos del recinto, en un lugar en el que la landa, menos árida. Es mucho más alta que la mayoría de las cruces de encrucijada y tallada en un único bloque de granito. Por el tipo de esculturas a medio borrar que la recubren debe datar de fecha muy antigua. Esas esculturas, efectivamente, representan no sólo temas cristianos, sino que se encuentran también esas fantasías cabalísticas a las que tan aficionada era la Edad Media. Hay en particular sobre el árbol de la cruz monstruos cornudos y cabezas de demonios. Está levantada sobre tres peldaños y rodeada de grandes pizarras. Un día, en una época que no sabríamos precisar, Tanneguy de Treguern, el buen caballero, perseguido por una docena de ingleses y perdiendo su sangre abundantemente, vino a caer sobre los peldaños de la cruz.
La cruz estaba entonces un poco más lejos y se ve bien la huella cuadrada de su base a unos pasos de allí. Cuando los ingleses salieron de entre las rocas, Treguern tomó su espada e intentó levantarse, pero no pudo porque toda su sangre bañaba los peldaños de la cruz. Entonces dijo:
—¡Santa Cruz, devuélveme mi sangre para que pueda morir de pie como un caballero, o ven en mi ayuda!
La cruz se puso a andar arrojando a un lado al bueno de Tanneguy de Treguern; cuando los ingleses contemplaron aquel milagro, se apretaron unos contra otros aterrorizados, de tal forma que los doce no ocupaban más que el peldaño inferior de la cruz. Ésta vino hasta ellos, se levantó de tierra y con su amplia base les hizo una tumba después de haberlos aplastado a todos.
Así se cuenta el origen de ese nombre de la Cruz que anda; pero también lo cuentan de modo diferente, existiendo sobre este asunto al menos medio centenar de leyendas. Roland penetró en el recinto de las Piedras Plantadas, y se detuvo al pie de la cruz.
—Aquí —dijo descubriéndose— vinimos una vez, Filhol de Treguern y yo, a medianoche. Aquí dijimos ambos bajo juramento: Si muero el primero, regresaré para decirte qué hay bajo la lápida de la tumba.
Las piernas de Mathurin flaqueaban y le parecía que la tierra iba a abrirse.
—Estábamos sentados sobre los peldaños de la cruz —dijo Roland—, voy a sentarme en el mismo lugar.
Tal como lo dijo lo hizo. A Mathurin no le quedaba ya sangre en las venas.
—¡Filhol! —dijo Roland con voz temblorosa, no por el miedo, sino por la emoción— ¡Si estás muerto, acuérdate de tu promesa!
Una voz clara se elevó en el silencio de la noche para contestar:
—Estoy muerto, y me acuerdo de ella.
Mathurin lanzó un grito de angustia y cayó de bruces. No volvió a moverse. Roland se levantó, respirando con fuerza y paseando una mirada ávida por las zarzas que rodeaban la cruz. El rubor de la fiebre estaba en su frente, la audacia de la fiebre estaba en su corazón. No vio nada; el viento mantenía inmóviles las zarzas, y ningún objeto vivo se veía sobre el fondo negro del brezo.
—¿Dónde estás? —preguntó Roland.
—En el aire que respiras —contestó la voz.
Hubo un silencio, y el primer relámpago desgarró las nubes. Cuando la voz respondió de nuevo, parecía haberse alejado, y como el viento soplaba furiosamente, Roland apenas pudo comprender el sentido de sus frases. La voz decía:
—Cuando estés solo y la luna haya descendido bajo el campanario de Orlan, te daré cita en la Piedra de los paganos.
Paul Féval (1817-1887)
Relatos góticos. I Relatos de Paul Féval.
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El análisis y resumen del cuento de Paul Féval: La cruz que anda (La Croix-Qui-Marche), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejoogotico@gmail.com
1 comentarios:
La traducción en español para revenants es revinientes.
saludos!
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