«Los niños de la charca»: Arthur Machen; relato y análisis


«Los niños de la charca»: Arthur Machen; relato y análisis.




Los niños de la charca (The Children of the Pool) es un relato de terror del escritor galés Arthur Machen (1863-1947), publicado en la antología de 1936: Los niños de la charca y otras historias (The Children of the Pool and Other Stories).

Los niños de la charca, sin dudas uno de los grandes relatos de terror de Arthur Machen, se desprende de los ingredientes típicos en la obra del autor, aspirando más al terror psicológico que a lo sobrenatural.

El argumento de Los niños de la charca relata la historia de un hombre que, tras visitar una charca de aspecto más bien tenebroso, depresivo, empieza a recordar, o mejor dicho, a ser acechado, por sus indiscreciones pasadas, como si de alguna forma la charca lo volviera consciente de sus sentimientos de culpa. De esta forma, Arthur Machen plantea sus reservas acerca del método psicoanalítico, al cual considera un delirio sin ninguna clase de sustento.

Aunque el escenario de este cuento de Arthur Machen parece sobrenatural al principio, es en realidad uno de los pocos ejemplos en donde las explicaciones racionales de lo que realmente está ocurriendo resultan mucho más interesantes que las sobrenaturales.

Un resumen de Los niños de la charca de Arthur Machen podría ser el siguiente:

Un hecho indiscreto, terrible, se desarrolla en el pasado, quemándose lentamente en el alma del protagonista. El tiempo transcurre, los hechos se olvidan, pero la culpa continúa erosionando los abismos de su mente, en aquellos resquicios subconscientes a los que no tenemos acceso. Entonces aparece un espejo de aquellos pecados; una forma negra, espesa, pestilente, simbólica, de aquella charca, ideal para que los monstruos del pasado se abran camino hacia la superficie de la consciencia.




Los niños de la charca.
The Children of the the Pool, Arthur Machen (1863-1947)

Hace algunos veranos atrás, en compañía de viejos amigos, me detuve en mi condado natal, en la frontera galesa.

Era un año seco y caluroso, y penetré en aquellos valles verdes y bien regados con una sensación muy reconfortante. Fue un alivio del ardor de las calles londinenses, de las noches sofocantes y cargadas, en las que los innumerables muros de ladrillo, piedra y hormigón y los interminables pavimentos arrojan a la cerrada oscuridad el fuego que a lo largo de todo el día han extraído del sol. Después de aquellas calzadas, que se han convertido en vías de ferrocarril con sus luces cambiantes, sus globos amarillos y sus barras y pernos de acero, y que amenazan de muerte instantánea si los pies no están al tanto, ¡qué descanso poder caminar en silencio bajo el verde follaje y escuchar el discurrir del arroyo desde el corazón de la colina!

Mis amigos eran viejos conocidos y me urgieron a que obrara a mi antojo.

El desayuno se servía a las nueve, pero era igual de excelente y copioso a las diez; y si quería podía tomar algo frío en el almuerzo o, en caso contrario, podía ausentarme hasta la cena a las siete y media. Entonces teníamos toda la noche para hablar de los viejos tiempos y de los cambios, confortados por la bebida, y luego acostarnos tranquilizados por los recuerdos y el tabaco, así como por el arroyo que serpenteaba abajo en el prado entre los sombríos alisos. ¡Y no se veía un solo “bungalow” en muchas millas a la redonda! A veces, cuando el calor era abrasador, incluso en esta lozana tierra, y el viento procedente de las montañas al oeste dejaba de soplar, pasaba todo el día a la sombra sobre el césped, pero, más a menudo, iba al campo y recorría los caminos que me eran familiares, tratando de descubrir otros nuevos en este feliz y desconcertante país. Vagaba por valles desconocidos y, a través de profundos y angostos senderos bordeados de setos, todavía más estrechos, supongo, que los viejos caminos de herradura, trepaba disimuladamente sin dirigirme obviamente a ningún lugar en particular.

El día en que me aventuré a emprender semejante expedición el viento era muy frío. No había nubes en el cielo, pero una espesa y luminosa niebla grisácea lo cubría todo. Por un momento parecía que el sol iba a brillar, dejando ver el azul del cielo; entonces, los árboles del bosque parecían florecer y los prados iluminarse; pero de nuevo la cargazón lo cubría todo. Me impresionó el pedregoso camino que subía desde la parte posterior de la casa hasta lo alto de la colina. Hacía muchos años que lo había recorrido por última vez, una tarde invernal en que las roderas estaban endurecidas por la helada, en los lugares altos los sombríos pinos sobresalían por encima de la nieve, y el sol estaba inflamado y todavía lucía por encima de la montaña. Recordé que el camino me había resultado bastante laborioso, con recodos a diestro y siniestro, y declives inesperados, seguidos de subidas a helechales y otros lugares espinosos que perturbaban la quietud de la noche invernal, y que volví a casa de mala gana. Entonces aproveché la oportunidad que me brindaba el día veraniego y resolví de alguna forma terminar con el asunto.

Pensé que habría sobrepasado el lugar en donde me detuve la otra vez, y retrocedí mientras la fría oscuridad y las resplandecientes estrellas se abalanzaban sobre mí. Recordé la inclinación del seto desde el que contemplé el redondo túmulo en lo alto de la barrera montañosa; en la ladera había una granja blanca, cuya granjera todavía llamaba a su perro con voz aguda y débil a lo lejos, como antes lo había hecho él o su padre. A partir de ahí, creí encontrarme en un país desconocido; los fresnos se apiñaban a ambos lados del camino y confluían por encima de él: proseguí mi camino hacia lo desconocido a la manera de las únicas buenas guías turísticas, o sea los cuentos de los caballeros de antaño.

El camino bajaba, subía y volvía a descender a través de la espesura del bosque. Luego desaparecieron los árboles a ambos lados, aunque los setos eran tan altos que no me dejaban ver el resto del camino. Y precisamente al final del bosque había una de esas sendas o pequeños senderos de los que he hablado, que partía a mi derecha y serpenteaba rápidamente fuera del alcance de la vista, bajo el follaje de avellanos, rosas silvestres, arces y carpes, con algún acebo salteado y la dorada madreselva y la oscura brionia brillando y trepando por todas partes.

No pude resistir la invitación de un sendero tan recóndito e incierto, que comenzaba con un rastro de verde y profusa hierba sobre tierra todavía blanda pese a la sequía de este caluroso verano. Hasta donde pude divisar, el camino serpenteaba por la falda de una colina, sin ascender ni descender, y bruscamente cesaba, después de poco más de una milla, y me encontré en una ladera rasa con una senda pedregosa que descendía hasta una casa gris. Por su aspecto y sus alrededores, en la actualidad era una granja, pero había indicios de su antiguo esplendor: ventanas con maineles del siglo Xvi y un pórtico jacobino en el centro, con un confuso blasón moldeado encima del dintel.

Se me ocurrió que sería agradable un poco de pan con queso y sidra, y golpeé la puerta con mi bastón; me abrió una simpática mujer.

—¿Sería usted tan amable? —empecé yo.

Entonces, en alguna parte al fondo del corredor de piedra, se oyó un grito y una soberbia voz.

—Adelante, pase, bribón, si se llama Meyrick, de lo cual estoy seguro.

Estaba asombrado. La simpática mujer sonrió abiertamente y dijo:

—Parece que es usted muy conocido aquí, señor. Pero tal vez haya oído que el señor Roberts reside aquí.

Mi viejo conocido James Roberts salió tambaleante de su guarida en la parte trasera. Le había conocido hacía mucho tiempo, pero no muy bien. Nuestros negocios en Londres seguían caminos diferentes y, por lo tanto, no nos vimos a menudo. Pero me alegraba verle en este inesperado lugar: era un hombre rechoncho, con el rostro cada vez más rubicundo con el paso de los años. Era paisano mío, pero apenas le había conocido antes de que ambos nos viniéramos a la ciudad, ya que vivía en el extremo septentrional del condado.

Me estrechó la mano cordialmente, pareciéndome como si quisiera darme una palmada en la espalda —era un poco ese tipo de personas—, y repitió su ¡adelante!, ¡adelante!, añadiendo a la simpática mujer:

—Traiga otro plato, señora Morgan, y todo lo demás. Espero que no se habrá olvidado del queso de Caerphilly, Meyrick. Le aseguro que nadie lo prepara mejor que la señora Morgan. Otra jarra de sidra, señora Morgan, y seidrdda, ¿le importa?

Nunca supe si de niño le habían enseñado a hablar en galés. En Londres había perdido hasta el más ligero rastro de acento, pero aquí en Gwent había recuperado en buena medida los dejos locales; su habla olía a tierra galesa tan intensamente como la de la alegre esposa del granjero. Estimé que su acento formaba parte de sus vacaciones.

Me condujo a un pequeño salón de vetusto mobiliario, agradable decoración pasada de moda y empapelado de flores casi imperceptibles; hizo que me sentara en un sillón junto a la mesa redonda, y me dio, como luego le dije, exactamente lo que tenía intención de pedirle: pan con queso y sidra. Todo muy bueno; estaba claro que la señora Morgan tenía la habilidad de hacer un suculento queso de Caerphilly —una especie de “bel paese” blanco—, muy diferente de los secos y pétreos quesos que a menudo deshonran el nombre de Caerphilly. Después hubo mermelada de grosellas con nata. Y el tabaco que se utiliza en el país: Shagon-the-Back, de Welsh Back, en Bristol. Y luego ginebra.

Esta última la compartimos al aire libre, en un viejo cenador de piedra, junto al jardín. Un rosal blanco había crecido por todo el cenador, dándole sombra y glorificándolo. Precisamente el agua de la gran jarra la habían sacado de un manantial en la roca caliza, y le dije a Roberts con gratitud que me sentía mucho mejor que cuando había golpeado la puerta de la granja. Le conté en dónde me había hospedado -conocía a mi anfitrión por el nombre-, y él, a su vez, me informó que ésta era su primera visita a Lanypwll, como se llamaba la granja.

Un vecino suyo en Lee le había recomendado encarecidamente la cocina de la señora Morgan, y, como él dijo, no se podía hablar demasiado bien de ella en ese aspecto ni en ninguno otro.

Estuvimos toda la tarde bebiendo tragos y fumando en aquel agradable refugio bajo el rosal blanco. Meditaba gratamente sobre el hecho de que en Londres no me atrevería a disfrutar tan profusamente del Shagon-the-Back: un tabaco fuerte, de sabor pleno y en sazón, pero inadecuado a las duras calles.

—¿Dice usted que la granja se llama Lanypwll? —interpuse yo—. Eso quiere decir junto a la charca, ¿no? ¿Dónde está la charca? No la veo.

—Venga —dijo Roberts—, y se la mostraré.

Me llevó por una pequeña puerta a través del jardín, rodeado de un espeso y alto seto de laurel, y torcimos a la izquierda de la casa, frente al lugar por donde había entrado. Escalamos un baluarte de los viejos tiempos rodeado de verdor, desde donde Roberts me señaló un angosto valle, circundando de escarpadas colinas pobladas de árboles. Al fondo había un llano, mitad marisma, mitad charca negra de aguas estancadas, con verdes islas de lirios y toda esa exuberante y rara vegetación que suele arraigar en el cieno.

—Ahí tiene usted la charca que buscaba —dijo Roberts.

Era un lugar de lo más extraño, pensé, escondido entre las colinas como si guardara algún secreto. Las empinadas cuestas que descendían hasta ella eran una maraña de maleza, formada por todo tipo de ramas entremezcladas, por encima de la cual sobresalían los árboles más altos, algunos de los cuales habían sucumbido a las aguas pantanosas, apareciendo sus troncos descoloridos, pelados y cadavéricos, y sus ramas descortezadas.

—Un lugar inquietante —dije a Roberts.

—Estoy completamente de acuerdo con usted. Es un lugar bastante inquietante. Me han contado en la granja que no es prudente acercarse a él, pues puede uno coger unas fiebres y no sé qué cosas más. Y, efectivamente, si uno no desciende con cuidado, vigilando sus propios pasos, fácilmente puede encontrarse metido hasta el cuello en aquel lodo negro.

Regresamos al jardín y a nuestro cenador, y poco después tuve que volver a casa.

—¿Cuánto tiempo ha estado con Nichol? —me preguntó Roberts cuando partíamos. Se lo dije y él insistió en cenar conmigo el fin de semana.

—Enviaré por usted —dijo—. Le llevaré por un atajo a través de los campos y verá usted cómo no se extravía. Pato asado y guisantes —añadió con fascinación—, y algo bueno para la digestión después.

La siguiente vez que visité la granja hacía una tarde excelente, pero, efectivamente, aquel maravilloso verano nos hartamos de proclamar tiempo excelente. Encontré a Roberts animado y acogedor, pero, pensé para mí, a duras penas tan optimista como en mi visita anterior. Estábamos en el cenador tomando un cóctel que él había preparado, mientras el magnífico pato alcanzaba el perfecto punto en su dorado, y advertí que su conversación no fluía tan libremente como la vez anterior. Una o dos veces se calló y pareció pensativo. Me contó que se había aventurado a bajar a la charca, el lugar pantanoso del fondo.

—Y no parece mejor cuando se ve de cerca. Un líquido negruzco y aceitoso que no parece agua, cubierto de espuma y de algas como monstruos. Nunca vi plantas tan raras y tan desagradables. Allá abajo existe una tupida exuberancia cubierta de sombrías flores carmesí, hinchadas y moteadas como un sapo.

—Usted no es botánico, ¿verdad? —observé yo.

—No, no lo soy. Conozco los ranúnculos y las margaritas y poco más.

La señora Morgan se asustó mucho cuando le conté dónde había estado. Dijo que esperaba que no tuviera que arrepentirme. Pero me siento igual que siempre. No creo que queden muchos lugares en este país en los que todavía pueda cogerse la malaria.

Continuamos con el pato y los guisantes y gozamos de su perfección.

Quedaba un poco de ale que el señor Morgan había comprado cuando quebró una vieja taberna de los alrededores; su vejez y su excelencia original combinadas la habían convertido en una bebida rara. El ‘algo bueno para la digestión’ resultó ser un brandy añejo que Roberts se había traído de la ciudad. Le dije que nunca lo había pasado mejor. Se animó con la excelente comida y bebida y estaba bastante alegre; sin embargo, pensé que había una reserva, algo oscuro en el fondo de su mente que de ningún modo era alegre. Nos servimos una segunda copa del brandy añejo, y Roberts, tras una indecisión momentánea, habló con claridad. Abandonó completamente el festivo asunto del campesino galés.

—¿Creería usted —empezó— que un hombre vendría a un lugar como éste para ser chantajeado al final del viaje?

—¡Dios mío! —dije con voz entrecortada por el asombro—. En efecto, no lo creería. ¿Qué ha ocurrido?

Me miró muy serio. Incluso pensé que parecía asustado.

—Bien, se lo contaré todo. Hace un par de noches fui a dar una vuelta después de cenar. Era una noche hermosa en que brillaba la luna y soplaba una brisa suave y limpia. Así es que ascendí por la colina y luego tomé la senda que conduce hacia abajo, desde el bosque al arroyo. Me había introducido en el bosque unas cincuenta yardas más o menos cuando oí que una voz aguda y penetrante, una voz de jovencita, me llamaba por mi nombre: ¡Roberts!, ¡James Roberts!; me llevé un susto tremendo, se lo aseguro. Me detuve en seco y miré fijamente en torno mío. Por supuesto, no pude ver nada más que el radiante claro de luna, sombras negras y todos aquellos árboles: cualquiera podía ocultarse tras ellos. Entonces se me ocurrió que podía ser alguna joven lugareña jugando al escondite con su novio: James Roberts es un nombre bastante común, especialmente en esta parte del país. Así es que iba a proseguir mi camino, sin preocuparme por los asuntos amorosos locales, cuando aquel grito me llegó directamente al oído: ¡Roberts! ¡James Roberts!, y luego media docena de palabras con las que no le molestaré; en todo caso, todavía no.

Ya he dicho que Roberts no era, de ninguna manera, íntimo amigo mío. Pero siempre lo había considerado un tipo afable y cordial, una persona perfectamente amable; y sentía, y asimismo me indignaba, verle allí sentado, desdichado y consternado. Parecía que hubiera visto un fantasma; peor que eso: parecía como si hubiese visto el terror. Pero era demasiado prematuro apremiarle. Le dije:

—¿Qué hizo usted entonces?

—Di media vuelta y regresé corriendo a través del bosque, saltando por encima de la valla. Llegué a casa más rápidamente de lo que nunca pude y me encerré en esta habitación, bañado en sudor del susto y respirando con dificultad. Creo que casi enloquecí. Anduve de un lado para otro. Me sentaba en la silla y volvía a levantarme. Me preguntaba si despertaría en mi cama comprobando que había tenido una pesadilla. Finalmente lloré, la verdad sea dicha: apoyé la cabeza en mis manos y las lágrimas corrieron por mis mejillas. Estaba completamente deshecho.

—Pero, oiga —le dije—, ¿no estará preocupándose demasiado por muy poco? Puedo entender perfectamente que ha debido ser un sobresalto desagradable. Pero ¿cuánto tiempo dice usted que ha permanecido aquí? ¿Diez días?

—Mañana se cumplirán dos semanas.

—Bien; usted conoce las costumbres de esta tierra tan bien como yo. Tenga la seguridad que todo el mundo en un radio de tres o cuatro millas alrededor de Lanypwll sabe de un caballero de Londres, un tal señor James Roberts, hospedado en la granja. Y dondequiera que uno vaya, siempre encuentra jóvenes molestos. Deduzco que esta chica utilizó un lenguaje insultante cuando le llamó. Probablemente pensó que era gracioso. ¿No ha admitido usted que anteriormente caminó por el bosque un par de veces por la tarde? Sin duda repararon en usted siguiendo ese camino y la chica y su amigo o amigos planearon darle un susto. Si yo fuera usted, no pensaría más en ello.

Casi clamó.

—¡No pensar más en ello! ¿Qué pensará el mundo?

En su voz había una terrible congoja. Pensé que era ya hora de pasar a los hechos. Hablé bastante enérgicamente.

—Mire, Roberts, de nada sirve andarse con rodeos. Antes de poder hacer algo, tenemos que conocer todo el asunto, directamente. Lo que yo he deducido es lo siguiente: una tarde usted fue a dar un paseo por un bosque cercano, y una chica —dice usted que fue una voz femenina— le llamó por su nombre y a continuación vociferó una sarta de insultos. ¿Hay algo más?

—Bastante más que eso. Iba a pedirle a usted que no permita ir allá a nadie más; pero, por lo que veo, ya no podrá mantenerse el secreto por más tiempo. Existe otro final de esta historia, y se remonta a un buen número de años, a la época en que llegué a Londres de joven. Eso ocurrió hace veinticinco años.

Dejó de hablar. Cuando comenzó de nuevo, tuve la impresión de que hablaba con indecible repugnancia. Cada palabra era para él un suplicio.

—Usted sabe tan bien como yo que en Londres existe toda clase de caminos que un joven puede seguir: buenos, malos e indiferentes. En eso hubo bastante mala suerte. Lo creo de verdad. Era demasiado joven para saber o preocuparme de adónde iba; pero me metí por una senda que terminaba en un negro abismo.

Me hizo señas para que me inclinara sobre la mesa, y durante uno o dos minutos me habló al oído. Por mi parte, yo escuché con horror. No dije nada.

—Eso fue lo que oí gritar en el bosque. ¿Qué dice usted?

—¿Hace tiempo que acabó todo eso?

—Acabó tan pronto como empezó. No fue más que un mal sueño. Y luego todo volvió a mí de repente como un rayo devastador. ¿Qué me dice usted? ¿Qué puedo hacer?

Le dije que debía admitir que de nada servía tratar de atribuir el asunto del bosque a un simple accidente, el fortuito lenguaje obsceno de una depravada chica pueblerina. Como dije, no podía tratarse de una simple casualidad.

—Debe haber alguien detrás de todo esto. ¿Piensa usted en alguien?


—Sí; pero en estos tiempos la gente puede regresar de cualquier parte del mundo bastante rápidamente. Yokohama no está mucho más lejos que Yarmouth. Pero ¿ha tenido noticias de alguno de ellos recientemente?

—Como dije, hace años que no. Pero el secreto se ha desvelado.

—Veamos. ¿Quién es la chica? ¿Dónde vive? Debemos ponernos en contacto con ella y tratar de asustarla por todos los medios. En primer lugar, descubriremos el origen de su información. Entonces sabremos dónde nos encontramos. Supongo que habrá descubierto quién es ella.

—Tengo una idea de quién es ella y en dónde vive.

—Quizás no le importe hacer más preguntas a los Morgan. Pero, volviendo al principio, usted habló de chantaje. ¿Le ha pedido dinero esa condenada chica por mantener cerrada la boca?

—No; no debería llamarlo chantaje. Ella no habló para nada de dinero.

—Bien, eso parece más alentador. Veamos: hoy es sábado. Su desgraciado paseo fue hace un par de noches; el jueves por la noche. Y desde entonces no ha vuelto a tener más noticias. Yo en su lugar me mantendría alejado del bosque y trataría de descubrir quién es la joven dama. Evidentemente eso es lo primero que hay que hacer.

Intentaba animarle un poco, pero él únicamente fijó en mí sus horrorizados ojos.

—Esto no acabó en el bosque —dijo con voz quejumbrosa—. Mi dormitorio está contiguo a esta habitación en donde estamos ahora. Cuando me hube tranquilizado un poco aquella noche, me serví una copa bien cargada, con el doble de mi ración habitual, y me fui a la cama. Me despertaron unos golpecitos en la ventana, exactamente junto a la cabecera de la cama. Tac, tac, volvió a sonar. Pensé que sería una rama golpeando en el cristal. Entonces oí esa voz que me llamaba: James Roberts, ¡abra, abra!

»Le confieso que se me puso la carne de gallina. Habría gritado si hubiese podido emitir algún ruido. La luna había descendido, y existía un enorme y viejo peral cerca de la ventana; todo estaba a oscuras. Me incorporé en la cama, tembloroso de miedo. Empecé a pensar que el susto recibido en el bosque me había provocado una pesadilla. Entonces la voz llamó de nuevo, y más fuerte: James Roberts ¡abra, rápido!

»Y tuve que abrir. Saqué medio cuerpo de la cama, alcancé el picaporte, y abrí un poco la ventana. No me atrevía a mirar. Pero la excesiva oscuridad impedía que pudiera verse nada bajo el árbol. Entonces ella empezó a hablarme. Me contó todo desde el principio. Conocía todos los nombres. Sabía dónde trabajaba yo en Londres y dónde vivía, y quiénes eran mis amigos. Dijo que ellos lo sabrían todo. Y añadió: Usted mismo se lo contará, ¡y no podrá ocultar ni una simple palabra!

El desdichado hombre cayó de espaldas en su silla, estremeciéndose y jadeando. Batió palmas de arriba abajo con un gesto de dolor, miedo y desesperación; y sus labios expresaron una mueca de pavor.

No diré que empezaba a ver claro. Pero vislumbré un indicio acerca de ciertas posibilidades de claridad o —digamos— disminución de la oscuridad. Le dije una o dos palabras tranquilizadoras, y dejé que se apaciguara un poco. La narración de esta extraordinaria y espantosa experiencia le había puesto muy nervioso; y, sin embargo, habiéndolo confesado todo, pude comprobar que se sentía más aliviado.

Sus manos permanecieron quietas sobre la mesa, y sus labios dejaron de hacer muecas horribles. Me miró con una ligera expectación, pensé; como si hubiera empezado a abrigar la débil esperanza de que yo podía ayudarle de alguna manera. No era capaz por sí mismo de descubrir alguna posibilidad de salvación; sin embargo, uno nunca sabe los recursos y destrezas que puede aportar otro hombre. Eso fue, al menos, lo que me pareció a mí que expresaba su pobre y miserable rostro; y esperaba estar en lo cierto, permitiéndole que se calmara un poco e hiciera acopio de toda la esperanza de que fuera capaz. Entonces comencé de nuevo:
—Eso fue la noche del jueves. Pero ¿y la pasada noche? ¿Hubo alguna otra visita?

—Igual que la anterior. Casi palabra por palabra.

—Y ¿era verdad todo lo que decía? ¿No mentía la chica?

—Todo lo que dijo era cierto. Había algunas cosas que yo había olvidado, pero cuando me habló de ellas las recordé inmediatamente. Una de ellas, por ejemplo, era el número de una casa en determinada calle. Si usted me hubiera preguntado por ese número hace una semana, le habría dicho, con toda sinceridad, que no sabía nada de él. Pero cuando lo oí, al momento lo reconocí: podía ver ese número a la luz de un farol callejero. Aquella noche de noviembre el cielo estaba oscuro y encapotado, y soplaba un viento cortante que provocaba el arremolinamiento de las hojas sobre el pavimento.

—¿Cuándo se encendió el fuego?

—Aquella noche. Cuando aparecieron ellos.

—¿Vio usted a la chica? ¿Podría describirla?

—Ya le confesé que tenía miedo de mirar. Esperé a que dejara de hablar. Estuve sentado durante medía hora o una hora. Luego encendí mi vela y cerré el pestillo de la ventana. Eran las tres en punto y la luz aumentaba.

Advertí que Roberts confesó que todas las palabras pronunciadas por su visitante eran auténticas. No le habían cogido por sorpresa; no existía indicación alguna acerca de la existencia de nuevos detalles, nombres o circunstancias. Se me ocurrió que tendría cierto —posible— significado; y también era interesante conocer las circunstancias actuales de Roberts, su dirección comercial, su domicilio particular, y los nombres de sus amigos. Había atisbos de una posible hipótesis. No podía estar seguro; pero le comuniqué a Roberts que pensaba que podía hacerse algo. Para empezar, dije, le iba a hacer compañía durante la noche. Nichol supondrá que he evitado regresar a casa después del anochecer; que será mucho mejor. Y por la mañana iba a pagarle a la señora Morgan las dos semanas extras que había decidido quedarse, un poco a modo de compensación.

—Debe ser algo bueno —añadí yo, emocionado, pensando en el pato y en la añeja ale—. Y luego —terminé— le despacharé al otro lado de la isla.

Le hice beber para provocarle sueño. No necesitaba la hipnosis para nada; el terror que había padecido y la tensión al contarlo le habían agotado. Le vi caerse sobre la cama y quedarse dormido en un momento, y mientras, yo me arrellané, bastante confortablemente, en un espacioso sillón. No hubo problemas durante la noche, y cuando me desperté vi a Roberts durmiendo plácidamente. Le dejé a solas y me paseé por la casa y el radiante jardín matutino, hasta tropezar con la señora Morgan, atareada en la cocina.

Acabé con su preocupación. Le dije que temía que el lugar no fuera del todo conveniente para el señor Roberts.

—En efecto —dije—, se puso tan mal la pasada noche que temí dejarle solo. Sus nervios estaban en muy mal estado.

—Realmente, no me sorprende nada —replicó la señora Morgan, con cara solemne. Pero yo pensé bastante en esta observación suya, al no tener ni idea de lo que quería decir.

Pasé a explicar lo que había decidido para nuestro paciente, como le llamaba: brisas costeras del este, y multitudes de gente, cuanto más ruidosas mejor, Y, efectivamente, ése era el remedio que yo tenía en mente. Dije que estaba seguro de que el señor Roberts haría exactamente lo que debía.

—Estoy segura, señor, que todo saldrá bien: no se preocupe por eso. Pero cuanto más pronto se marche usted después de que les sirva a ambos el desayuno, más contenta estaré yo. Puedo decirle que estoy muerta de miedo por su suerte.

—Y se puso manos a la obra, murmurando algo que sonaba como Plant y pwll, plant y pwll.

No le di tiempo a Roberts para reflexionar. Le desperté, le hice salir apresuradamente de la cama, le llevé a toda prisa a desayunar, le vi hacer su maleta, se despidió de los Morgan, y antes de que la familia regresara de la iglesia aguardaba sentado a la sombra en el césped de Nichol. Ofrecí a Nichol un resumen de los detalles —depresión nerviosa y todo lo demás—, los expuse uno a uno, y dejé que hablaran por sí mismos de las Montañas Negras, lugar de procedencia de Roberts. Al día siguiente fui a despedirle a la estación; se iba a Great Yarmouth, vía Londres. Le dije con aire autoritario que ya no tendría más problemas. Y quedó en escribirme al cabo de una semana a mi domicilio particular en la ciudad.

—De paso —dije, un poco antes de que el tren se deslizara por el andén—, voy a hacerle una pregunta en galés. ¿Qué significa plant y pwll? ¿Algo de una charca?

Plant y pwll —explicó— significa niños de la charca.

Cuando se terminaron mis vacaciones y hube regresado a la ciudad, comencé a investigar el caso de James Roberts y su visitante nocturno. Al comenzar a contarme su historia me angustió sumamente -podía estar seguro de su veracidad- y me sobresaltó pensar en un hombre tan amable amenazado por la desgracia y el desastre más abrumadores. Nada parecía imposible en el relato, extensamente detallado, ni en su primer esbozo. No es del todo inaudito que los hombres más decentes tengan un mal momento en sus vidas, y hagan todo lo posible por expiarlo y conseguir olvidarlo. Bastante a menudo no es difícil buscar la explicación de semejante desventura. Supongamos que un joven, de comportamiento ejemplar y sencilla educación campesina, irrumpe súbitamente, como hizo el desgraciado de Roberts, en el laberinto de Londres: sus muchos recovecos le llevarán al desastre o a algo peor. Los hombres más expertos, de agudos instintos y percepciones, conocen el aspecto de estos atractivos pasadizos y los evitan; algunos tienen el buen juicio de retroceder a tiempo; unos pocos caen finalmente en la trampa. Y en algunos casos, aunque pueda haber una presunta escapatoria, y paz y seguridad por muchos años, los dientes del cepo rondan todo el tiempo las piernas humanas, y se cierran finalmente sobre los sumamente honorables jefes, prebostes y pilares de todo tipo de instituciones decentes. Y después la cárcel, o a lo más el abucheo y la extinción.

Así pues, a primera vista, no estaba yo de ningún modo preparado para despreciar el relato de Roberts.

Pero cuando entró en detalles, y tuve tiempo para pensar con calma, esa facultad completamente ilógica, que a veces se hace cargo de nuestros pensamientos y opiniones, me reveló que en todo este asunto había un fallo enorme, que de una forma u otra las cosas no habían sucedido así. Este proceso mental, debo decir, es estrictamente indefinible e injustificable para cualquier escuela de pensamiento de las que tengo noticias. Lo cual no es razón para que nos basemos en el obispo Butler y declaremos con él que la probabilidad es ley de vida, deduciendo de esta premisa la conclusión de que lo improbable no sucede. Cualquiera que se moleste en echar un vistazo a su propia experiencia del mundo y de las cosas en general es consciente que los sucesos más insensatamente improbables constantemente acontecen.

Por ejemplo, tomo el periódico de hoy seguro de encontrar algo que me sirva, y en un momento tropiezo con el titular ‘Destrozado un modelo de elefante’. Un padre, hombre de fortuna manifiesta, acusa a su hijo de este extraño delito. El verano pasado, contó el padre al tribunal, su hijo construyó en el jardín delantero un modelo gigantesco de elefante, con materiales comprados ante testigos. Hizo el esqueleto del elefante con tubería, lo cubrió de tierra y fibras, y lo sujetó con tela metálica. Plantó flores encima, y costó todo tres libras y cinco chelines. Una fotografía del elefante fue mostrada en el tribunal, y el escribano comentó: ‘es algo espantoso’.

Y entonces se produjo la catástrofe. El hijo conoció a una mujer casada mucho mayor que él, sus padres lo desaprobaron y hubo peleas. Y así, una noche, el joven fue a casa de su padre, saltó la tapia del jardín e intentó volcar el elefante. Al no conseguirlo, procedió a destriparlo con un par de cizallas.

¡Vaya! Esa historia parece de lo más improbable, pero todo sucedió de esa manera, como asegura el “Daily Telegraph”, y yo me lo creo. Y no dudo de que si me molestara en buscar, encontraría en las columnas del periódico algo tan improbable, o incluso más, tres o tal vez cuatro veces por semana. ¿Qué ha sido del viejo desconocido sin identificar encontrado en el Támesis con un Buda de piedra en el bolsillo y en el otro una cartera de cuero con la inscripción: ‘la gallina que incuba huevos de porcelana es mejor que lo deje’?

Constantemente acontece lo improbable; pero, utilizando esa facultad que me siento incapaz de definir, rechacé el relato de Roberts sobre la chica del bosque y de la ventana. No sospeché que estuviera bromeando de una manera ofensiva y malintencionada.

Su aflicción y su pavor eran demasiado evidentes para eso, y, aunque estaba seguro de que padecía una espantosa y grave conmoción, no me creí la historia que me había contado. Estaba convencido de que no había habido ninguna chica, ni en el bosque ni en la ventana. Y, cuando Roberts me contó, con creciente terror, que todo lo que había referido era cierto, que ella incluso le había recordado cuestiones por él ya olvidadas, sentí que mi creciente suposición se fortalecía enormemente. Pues me parecía al menos probable que, si todo había ocurrido como él suponía, deberían existir en la historia nuevas e irrefutables circunstancias, absolutamente desconocidas e insospechadas para él. Pero, tal como estaban las cosas, él aceptaba todo lo que me había contado, como en sueños se aceptan sin vacilar las fantasías más disparatadas tal cual si se tratase de asuntos e incidentes de la propia experiencia diaria. Decididamente, no existía ninguna chica.

El domingo que pasó conmigo en el Wern, local de Nichol, me aproveché de su mayor sosiego —el descanso nocturno le había sentado bien— para sonsacarle algunos datos y fechas, y, al regresar a la ciudad, los puse a prueba. Era una investigación nada fácil ya que, en apariencia al menos, los asuntos investigados eran eminentemente triviales: los primeros pasos de un joven campesino en Londres en determinada firma comercial; y hace veinticinco años. Hasta los más escandalosos juicios por asesinato y los cambios ministeriales acaban por volverse confusos e inciertos, si no olvidados, en veinticinco años, o doce en este caso; y, en comparación con tales sucesos, el asunto de James Roberts parecía peligrosamente insignificante.

Sin embargo, saqué el mejor partido posible de la información que me había dado Roberts; y una carta que recibí de él me reafirmó en mi cometido. Me contaba en ella que no se había repetido el apuro (así lo expresaba), que se sentía perfectamente bien, y que se estaba divirtiendo enormemente en Yarmouth. Decía que los espectáculos y las distracciones en la playa le estaban haciendo ‘un bien inmenso. Hay un verdugo retirado que desempeña su viejo oficio en una tienda de campaña, con telón y todo lo demás. Y también un tipo que se llama a sí mismo Arzobispo de Londres, el cual ayuna en una vitrina con la mitra y las vestiduras puestas’. Desde luego, mi paciente estaba recuperado, o en vías de una recuperación muy favorable: podía ponerme a investigar con un sosegado espíritu de curiosidad científica, desprovisto de la tensión nerviosa del cirujano convocado con poca antelación para llevar a cabo una operación a vida o muerte.

En realidad, todo era más simple de lo que yo había pensado. Verdaderamente los resultados fueron nulos o casi nulos; pero eso era, exactamente, lo que había esperado y deseado.

Progresé bastante, partiendo de un leve bosquejo de sus primeros años en Londres, que me proporcionó Roberts , con omisión de los horrores, a petición mía, y tras manejar un par de nombres y fechas. ¿Hasta dónde llegué? Simplemente a esto: un muchacho —diecisiete años recién cumplidos— criado en las solitarias colinas y educado en una pequeña escuela rural, a quien un tío de Londres había proporcionado un pequeño puesto en una oficina de la City. De mutuo acuerdo, establecido tras una larga y complicada correspondencia, debía alojarse en casa de unos primos lejanos que vivían en la zona de Cricklewood-Kilburn-Brondesbury, y se instaló bastante cómodamente, según parece, aunque Prima Ellen se opuso a que fumara en el dormitorio, y le rogó que desistiera. La familia consistía en Prima Ellen, su marido, Henry Watts, y sus dos hijas, Helen y Justine. Esta última tenía, más o menos, la edad de Roberts; Helen tres o cuatro años más. El señor Watts se había casado bastante tarde y alrededor de un año después se había retirado. Le interesaban sobre todo las begonias de raíces tuberosas, y en la temporada recorría unas pocas millas hasta su club de cricket y veía los partidos los sábados por la tarde.

Todas las mañanas desayunaba a las ocho, y todas las tardes tomaba el té a las siete; entretanto, el joven Roberts hacía todo lo que podía en la City y disfrutaba lo bastante con su trabajo. Al principio era tímido con las dos chicas; Justine era alegre y no podía evitar tener una voz de pavo; Helen era adorable. Las cosas continuaron muy agradables durante un año, o tal vez dieciocho meses, sobre las mismas bases: Justine era una gran bromista y Helen era adorable. El problema fue que Justine no creía ser una gran bromista.

Pues debe decirse que la estancia de Roberts con sus primos acabó desastrosamente. Tengo entendido que el joven y la silenciosa Helen fueron culpables de —digamos— amables indiscreciones, aunque sin graves consecuencias. Pero parece ser que Prima Justine, de ojos y pelo negro, hizo unos descubrimientos que la ofendieron cruelmente, y denunció a voces a los ofensores, con esa aguda voz suya, durante las horas muertas de una noche de Brondesbury, ante la enorme rabia y consternación de toda la casa. En realidad, alguien tenía que pagar el pato, y el señor Watts expulsó inmediatamente de la casa al joven Roberts. Y no cabe duda de que debería avergonzarse de sí mismo. Pero los jóvenes...

Poco más sucedió. El viejo Watts gritó furioso que contaría toda la historia al jefe de Roberts en la City; pero, pensándolo bien, se contuvo la lengua. Durante el resto de la noche, Roberts vagó por Londres, refrescándose de vez en cuando en puestos ambulantes de café. Cuando abrieron las tiendas, tomó un baño y se arregló, y fue a su oficina, radiante y puntualmente. Al mediodía, en la sala para fumadores en los bajos de la tienda de té, consultó con un compañero de oficina mientras jugaban al dominó, y decidió compartir unas habitaciones con él lejos del camino de Norwood. Desde entonces, la carrera de Roberts ha sido eminentemente sobria, sin incidentes, próspera.

Ahora, todo el mundo, supongo, se da cuenta de que en los últimos años el absurdo negocio de la interpretación de los sueños ha dejado de ser una broma para convertirse en una ciencia muy seria. La llaman ‘psicoanálisis’, y es complicada. Yo diría que es una mezcla de una parte de sentido común y cien de puro disparate.

De los sueños más simples y más obvios, el psicoanalista deduce las más incongruentes y extravagantes consecuencias. Un negro salvaje le cuenta que ha soñado que le perseguían leones, o quizás cocodrilos, y el psicoanalista sabe inmediatamente que el negro padece el complejo de Edipo. Es decir, está locamente enamorado de su propia madre, y teme, por tanto, la venganza de su padre. Todo el mundo sabe, por supuesto, que el ‘león’ y el ‘cocodrilo’ son símbolos del padre. Y tengo entendido que hay gente culta que se cree estas tonterías.

Es un completo disparate, por supuesto; el mayor de los disparates, ya que la verdadera interpretación de muchos sueños —de cualquier modo no todos— apunta, puede decirse, en dirección contraria al método del psicoanálisis. El psicoanalista infiere lo monstruoso y lo anormal a partir de una insignificancia; con toda seguridad, a menudo se invierte el proceso.

Si un hombre sueña haber cometido un vergonzoso pecado, con toda seguridad conjeturará que, por puro despiste, llevaba corbata roja, o botas marrones, con el traje de etiqueta. Una ligera discusión con el pastor puede llevarle en sueños a las garras de la Inquisición española, y al suplicio de la hoguera. Dejar de recibir cartas importantes en el buzón arruinará a veces un gran reino en el mundo de los sueños. Y aquí tenemos, no me cabe la menor duda, la explicación o parte de la explicación del caso Roberts. Sin duda había sido mal chico; en el fondo de su problema existía algo más que una fruslería.

Pero su falta primera, por grave que nos pareciera, había crecido desmesuradamente en su oculta conciencia hasta convertirse en una monstruosa mitología del mal. Hace algún tiempo, un docto y extraño investigador demostró que Coleridge había tomado una escueta frase de un viejo cronista, convirtiéndola en el núcleo de “El Viejo Marino”. Con una vasta muestra de vitalidad había pescado inconscientemente en su red toda clase de criaturas procedentes de los cuatro mares de sus vastas lecturas: hasta que la escueta idea del viejo libro se transmutó brillantemente en una de las grandes obras maestras de la poesía universal. Roberts carecía de las facultades poéticas, del poder transformador de la imaginación, y de las dotes expresivas mediante las cuales el artista libera su alma de su carga. En él, como en muchos otros, había un profundo abismo entre la conciencia y el inconsciente, de manera que lo que no podía salir a la luz crecía y se inflamaba en la oscuridad secretamente, enormemente, terriblemente.

Si Roberts hubiera sido un poeta o un pintor o un músico, podíamos haber obtenido una obra maestra. Como no era ninguna de esas cosas, tuvimos un monstruo. Y no me creo del todo que se viera afectado conscientemente por un profundo sentimiento de culpabilidad. Descubrí en el curso de mis investigaciones que, poco después de la huida de Brondesbury, Roberts se enteró de unos desgraciados incidentes de la saga de los Watts —si se nos permite este honorable término— que le convencieron de que existían circunstancias atenuantes en su delito, y excusas para su comportamiento. Había olvidado, sin duda, la realidad o la recordaba muy ligeramente, raramente, ocasionalmente, sin que ningún sentimiento de solemnidad o culpabilidad le atara a ella. Mientras tanto, todo el tiempo iba tomando forma secretamente en los recovecos de su alma un desfile de horrores. Y, finalmente, tras varios años de crecimiento y expansión en la oscuridad, el monstruo salió a la luz y, con tal violencia, que la víctima lo tomó por una entidad concreta y objetiva.

Y, en cierto sentido, había surgido de las aguas negras de la charca. Hace unos pocos días leía yo, en una reseña de un serio libro de psicología, las siguientes palabras tan sorprendentes: Las cosas que distinguimos como cualidades o valores son inherentes al verdadero entorno que configura nuestra respuesta sensorial a ellas. Existe algo parecido a un paisaje ’triste’, incluso cuando los que lo contemplamos somos joviales; y si creemos que es ’triste’ solamente porque le atribuimos una parte de nuestros propios recuerdos de la tristeza, el profesor Koffka nos da buenas razones para considerar esta opinión como superficial. Pues no se achacan atributos humanos a aquello que en el entorno solemos describir como ’personajes exigentes’, más que dando reconocimiento apropiado al otro extremo de un vínculo, del cual solamente un extremo está organizado en nuestra propia mente.’ La psicología, estoy seguro, es una ciencia difícil y sutil, que, tal vez por naturaleza, deba expresarse en una lengua difícil y sutil.

Pero, en resumen, lo único que puedo deducir de este pasaje que he citado es que un paisaje, una cierta configuración de bosques, agua, cumbres y abismos, luces y sombras, flores y rocas, es, de hecho, una realidad objetiva, una cosa; lo mismo que el opio y el vino son cosas, no fantasías amazacotadas, simples creaciones de nuestra simulación, a las que concedemos una especie de realidad y eficiencia espúreas. Los sueños de De Quincey eran una síntesis del propio De Quincey, “más” el opio; la desenfrenada alegría de Charles Surface y sus amigos era el producto y resultado del vino que habían bebido, más sus personalidades.

Así, el profundo profesor Koffka —cuyo libro se titula “Principios de Psicología de la Forma”— insiste en que la ‘tristeza’ que atribuimos a un paisaje concreto está realmente en el paisaje y no sólo en nosotros mismos; y, en consecuencia, que el paisaje puede afectarnos y actuar sobre nosotros, exactamente igual que las drogas, la comida y la bebida nos afectan cada una a su manera. Poe, que conocía muchos secretos, conocía también éste, y nos enseñó que la jardinería paisajista era tan artística como la poesía o la pintura, ya que sirve para difundir los misterios del espíritu humano.

Y quizás la señora Morgan de Lanypwll Farm se refería a todo esto en forma simbólica, cuando murmuró acerca de los niños de la charca.

Pues si existe un paisaje de la tristeza, existe también, por supuesto, un paisaje del horror a las tinieblas y al mal; y ese abismo negro y grasiento, con su vegetación de hierbas fétidas y sus árboles muertos de ramas descortezadas, era, ciertamente, un potente foco de terror. Para Roberts era como una droga dura, una droga evocadora; el abismo negro de afuera llamando al abismo negro de adentro, y convocando a comparecer a los habitantes del mismo. No he tratado de sonsacarle a la señora Morgan la leyenda de aquel tenebroso lugar; supongo que ella no habría estado muy comunicativa si le hubiera preguntado. Pero me parece posible, e incluso probable, que Roberts no fuera el primero en experimentar el poder de la charca.

Las viejas historias a menudo resultan ser auténticas.

Arthur Machen (1863-1947)




Relatos góticos. I Relatos de Arthur Machen.


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El análisis y resumen del relato de Arthur Machen: Los niños de la charca (The Children of the Pool), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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