«El jardinero»: E.F. Benson; relato y análisis.
El jardinero (The Gardener) es un relato de fantasmas del escritor inglés E.F. Benson (1867-1940), publicado originalmente en la edición de agosto de 1922 de la revista Hutchinson's Magazine, y reeditado en la antología de 1923: Visible e invisible (Visible and Invisible).
El jardinero es, sin dudas, uno de los grandes cuentos de E.F. Benson, el cual incluye prácticamente todos los ingredientes que luego se convertirían en lugares comunes del relato paranormal y sobre todo de las historias de casas embrujadas; además de otros muy infrecuentes en la época, como la utilización del Tablero Ouija como detonador del fenómeno paranormal.
El jardinero.
The Gardener, E.F. Benson (1867-1940)
Durante las vacaciones dos amigos míos, Hugh Grainger y su esposa, habían alquilado durante un mes la casa en la que íbamos a presenciar esas extrañas manifestaciones, y cuando recibí la invitación para pasar con ellos quince días les devolví una respuesta afirmativa y entusiasta. Conocía ya muy bien esa agradable zona rural cubierta de brezales, y todavía era más íntimo mi conocimiento de los riesgos sutiles de su atractivo campo de golf. Me habían dado a entender que el golf nos ocuparía el día entero a Hugh y a mí, por lo que Margaret no se vería nunca obligada a tocar los instrumentos con los que se practicaba ese juego que tanto detestaba.
Todavía había luz cuando llegué allí, y como mis anfitriones estaban fuera di un paseo por el lugar. La casa y el jardín se encontraban sobre una meseta que daba al sur; abajo había un par de acres de pasto que descendían en pendiente hasta un torrente errabundo que cruzaba una pasarela, a cuyo lado se levantaba una cabaña de techo de paja rodeada por una parcela de huerta. Pegado al huerto corría un camino que cruzaba los pastos desde una puerta del jardín, y llevaba hasta la pasarela, por lo que recordaba yo de la geografía del lugar debía constituir un atajo hasta el campo de golf, situado a menos de un kilómetro de allí.
La cabaña estaba en las tierras de la finca, por lo que supuse enseguida que sería la casa del jardinero. Lo que se oponía a esa teoría simple y evidente era que parecía no estar habitada. Aunque la tarde era fría, de su chimenea no salían espirales de humo, y al acercarme más pensé que tenía ese aire de espera que tan a menudo comunican las casas deshabitadas. Allí estaba, sin el menor signo de vida, dispuesta, como parecía garantizar su estado perfecto, a que nuevos inquilinos volvieran a introducir en ella el aliento de la vida. La misma sensación provocaba el pequeño jardín, aunque las vallas estaban limpias y recién pintadas; los arriates se hallaban desatendidos y cubiertos de hierbas, y en la zona floral, junto a la puerta principal, había una fila de crisantemos que se habían marchitado en los tallos. Pero todo aquello no era sino la impresión de un momento, y no me detuve al pasar, sino que crucé la pasarela y subí por la pendiente de brezo que se extendía desde ella. Mi sensación geográfica no había fallado, pues inmediatamente vi delante de mí la sede del Club. Sin duda Hugh estaría a punto de llegar de su ronda vespertina, así que podríamos regresar juntos dando un paseo.
Pero al llegar a la sede el camarero me dijo que no hacía ni cinco minutos que la señora Grainger había venido en coche a buscar a su marido, por lo que tuve que regresar a pie por el camino que me había llevado hasta allí. Di un rodeo, como haría cualquier jugador de golf, para recorrer la calle de los hoyos diecisiete y dieciocho sólo por el placer de reconocerlos, y miré con respeto el enorme arenal que tan inexorablemente defiende el green, preguntándome en qué circunstancias llegaría hasta allí en la siguiente ocasión, si con un paso complaciente y superior, sabedor de que mi pelota reposaba con seguridad sobre el green, o el caminar pesado de aquél que sabe que le aguardan laboriosos esfuerzos.
La luz de la tarde invernal había menguado, y cuando al regresar crucé la pasarela había caído el crepúsculo. A mi derecha, poco más allá del camino, estaba la cabaña, cuyos muros desprendían un brillo blanquecino; y cuando desde allí desvié la vista a la estrecha plancha que cruzaba el torrente creí ver una luz en una de sus ventanas, lo que desautorizaba mi teoría de que estaba deshabitada. Pero cuando volví a mirar hacia allí directamente comprobé que me había equivocado: debió engañarme algún reflejo de las líneas rojizas crepusculares en el cristal, pues en el inclemente anochecer parecía más desolada que nunca. Me entretuve sin embargo junto a la puerta de la cerca baja, pues, aunque toda evidencia exterior afirmaba que estaba vacía, una sensación inexplicable me aseguraba, aunque irracionalmente, que no era así, que allí había alguien. Desde luego que no había nadie visible, pero aquella idea absurda me sugería que podía encontrarse en la parte trasera de la cabaña, tapado por la estructura intermedia, y aunque fuera extraño e irrazonable cobró importancia para mí el averiguar si era o no así, tan claramente mis percepciones me habían informado de que el lugar estaba vacío y tan firmemente una convicción me aseguraba de que la cabaña estaba habitada. Para ocultar mi curiosidad, en caso de que hubiera alguien, podía preguntar si aquel camino era un atajo hasta la casa en la que me albergaba, y aunque rebelándome contra lo que estaba haciendo, crucé el pequeño jardín y llamé a la puerta. No hubo respuesta, y tras aguardar después de llamar por segunda vez, y haber intentado abrir la puerta, encontrándola cerrada, rodeé la casa. No había nadie allí, evidentemente, y me dije a mí mismo que era como un hombre que mira bajo su cama en busca de un ladrón, pero que se quedaría realmente sorprendido si lo encontrara.
Al llegar a la casa estaban ya allí mis anfitriones, y pasamos dos alegres horas, antes de la cena, en esa conversación inconexa y vehemente adecuada entre amigos que hacía tiempo que no se habían visto. Con Hugh Grainger y su esposa es imposible tocar un tema que no interese vivamente a uno u otro de ellos, y el golf, la política, las necesidades de Rusia, la cocina, los fantasmas, la posible victoria sobre el monte Everest y los impuestos se encontraron entre los temas de los que discutimos apasionadamente. Con todas aquellas posibilidades en juego era fácil estimular cualquiera de ellas, y en general se abordó una y otra vez el tema de los espectros.
—Margaret ha tomado el camino a la locura —comentó Hugh en una de esas ocasiones—, pues ha empezado a utilizar el tablero ouija. Me han dicho que si utilizas el tablero durante seis meses los doctores más cuidadosos estarán dispuestos a certificar tu locura. Le quedan cinco meses antes de ir a Bedlam.
—¿Funciona? —pregunté.
—Sí, y te informa de cosas interesantísimas —contestó Margaret—. Dice cosas que nunca habían pasado por mi cabeza. Esta noche podemos probar.
—Oh, esta noche no —intervino Hugh—. Tengamos una noche de descanso.
Margaret no le prestó atención.
—No hay que hacer preguntas al tablero —siguió diciendo—, porque en la mente tienes entonces algún tipo de respuesta. Si yo pregunto si mañana hará buen tiempo, por ejemplo, es probable que yo misma haga que el lápiz conteste afirmativamente, aunque no esté tratando de empujarlo.
—Y entonces suele llover —comentó Hugh.
—No siempre, pero no interrumpas. Lo interesante es dejar que el lápiz escriba lo que él quiera. Muy a menudo sólo da vueltas y traza curvas, aunque podrían significar algo, pero de vez en cuando sale una palabra de cuyo significado no tengo la menor idea, por lo que es evidente que no podría haberla sugerido. Por ejemplo, ayer por la noche escribió jardinero una y otra vez. ¿Qué significará? El jardinero de aquí es un metodista. ¿Puede referirse a él? Oh, es la hora de vestirnos. Por favor, no llegues tarde, mi cocinera es muy sensible con respecto a la sopa.
Nos levantamos y en ese momento se produjo en mi mente una conexión de ideas con la palabra jardinero.
—A propósito, ¿de quién es esa cabaña que hay en el campo, junto a la pasarela? ¿Es la casa del jardinero?
—Solía serlo —contestó Hugh—. Pero él no vive allí: en realidad allí no vive nadie. Está vacía. ¿Por qué lo has preguntado?
Me di cuenta de que Margaret me contemplaba con bastante atención.
—Curiosidad —contesté—. Mera curiosidad.
—No creo que fuera eso —intervino ella.
—Pues lo era —contesté yo—. Simple curiosidad por saber si la casa estaba habitada. Cuando pasé junto a ella al dirigirme al Club me sentía convencido de que estaba vacía, pero al regresar tenía tanta seguridad de que había allí alguien que llamé a la puerta, y hasta la rodeé.
Hugh nos había precedido en las escaleras, pero ella se demoró un poco.
—¿Y no había nadie allí? —preguntó—. Es extraño: yo tuve la misma sensación.
—Eso explica que el tablero escribiera «jardinero» una y otra vez —contesté yo—. Tenías la cabaña del jardinero en la mente.
—¡Qué ingenioso! —exclamó Margaret—. Subamos rápidamente a vestirnos.
Cuando subí al dormitorio se introducía por entre las cortinas un rayo de luna que me hizo mirar al exterior. Mi habitación daba al jardín y a los campos que había atravesado aquella tarde. Veía con toda claridad la cabaña con sus paredes blancas junto al torrente, y de nuevo supuse que el reflejo de la luz en el cristal de una de sus ventanas daba la impresión de que la habitación estuviera iluminada. Me pareció raro que en ese mismo día hubiera tenido dos veces la misma ilusión, pero entonces sucedió algo todavía más raro. Mientras miraba con fijeza, la luz se apagó.
La mañana no trajo el buen tiempo que había prometido la noche clara, cuando desperté el viento gemía y chocaban contra los cristales de mi ventana capas de lluvia del sudoeste. El golf estaba fuera de cuestión, y aunque la tormenta se redujo un poco por la tarde, la lluvia caía con hosquedad uniforme. Me aburría en casa, y como mis dos amigos se negaron en redondo a poner un pie en el exterior, cogí un impermeable y salí a respirar un poco de aire. Para darle un objetivo al paseo tomé el camino que lleva al campo de golf en lugar del atajo embarrado que cruza los campos, con la idea de contratar un par de caddies para Hugh y para mí a la mañana siguiente, y me quedé un rato en la sala de fumadores ojeando las revistas ilustradas. Debí quedarme leyendo más tiempo del que pensé, pues repentinamente un rayo de luz crepuscular iluminó la página, y al levantar la vista vi que había cesado la lluvia y que la noche se aproximaba con rapidez. Por eso, en lugar de dar otra vez el largo rodeo del camino principal, regresé a casa por el sendero que cruza los campos. Aquel rayo había sido el último del día, y otra vez, como veinticuatro horas antes, crucé la pasarela al anochecer. Hasta ese momento no había pensado en la cabaña, pero ahora la luz que había visto allí la última noche, y que se extinguió de repente, pasó en un destello por mi mente, teniendo al mismo tiempo la convicción de que la cabaña estaba habitada. Simultáneamente miré hacia ella y vi de pie junto a la puerta a un hombre. En la oscuridad no pude distinguir ningún rasgo del rostro, aunque estaba vuelto hacía mí, y sólo obtuve la impresión de que era un hombre alto y de constitución gruesa. Abrió la puerta, por la que salió una luz débil, como de una lámpara, entró en la cabaña y cerró tras él.
Mi convicción, por tanto, era acertada. Aunque me habían dicho de manera terminante que la cabaña estaba vacía: entonces, ¿quién había entrado en ella como si regresara a casa? Una vez más, pero esta vez con cierta sensación de miedo, llamé a la puerta con la intención de plantear alguna pregunta trivial; volví a llamar, con más fuerza, para que no cupiera duda de que me habían oído. Seguí sin obtener respuesta y finalmente traté de abrir la puerta yo mismo. Estaba cerrada; entonces, dominando con dificultad un terror creciente, rodeé la cabaña mirando el interior por las ventanas que no estaban cerradas. Dentro estaba todo oscuro, aunque dos minutos antes había visto el resplandor de una luz que salía por la puerta abierta.
De regreso empezó a formarse en mí mente una cadena de conjeturas y preferí no hacer alusión a aquella extraña aventura, pero tras la cena Margaret, entre las protestas de Hugh, sacó el tablero, que había persistido en escribir la palabra «jardinero». Mi suposición era desde luego absolutamente fantástica, y no quería sugerirle nada a Margaret... Durante bastante tiempo el lápiz resbaló por el papel trazando lazos, curvas y cumbres, como si fuera un diagrama de temperatura, y ella había empezado a bostezar y a cansarse del experimento antes de que apareciera ninguna palabra coherente. Después, de la manera más extraña dejó caer la cabeza hacia delante y pareció haberse quedado dormida. Hugh levantó la vista del libro que estaba leyendo y me habló en susurros.
—La otra noche también se quedó dormida encima —dijo.
Los ojos de Margaret estaban cerrados y tenía la respiración prolongada y tranquila del sueño, hasta que su cabeza empezó a moverse con una curiosa firmeza. Sobre la hoja grande de papel trazó una línea de escritura y al final su mano se detuvo con una sacudida, momento en el que despertó. Miró el papel.
—Vaya —exclamó—. Así que uno de vosotros está tratando de gastarme una broma.
Le aseguramos que no había sido así, y leyó lo que había escrito.
—Jardinero, jardinero. Soy el jardinero. Quiero entrar. No puedo encontrarla aquí.
—¡Dios mío, otra vez el jardinero! —exclamó Hugh.
Al levantar la vista del papel vi que Margaret tenía sus ojos fijos en los míos, y antes incluso de que hablara supe lo que estaba pensando.
—¿Regresaste a casa pasando por la cabaña vacía? —preguntó.
—Así es. ¿Por qué?
—¿Estaba todavía vacía? —dijo en voz baja— ¿O había algo más?
No quise contarle lo que había visto... o al menos lo que pensé haber visto. Si iba a producirse algo extraño, algo digno de observación, sería mucho mejor que nuestras respectivas impresiones no se fortalecieran la una a la otra.
—Volví a llamar y no obtuve respuesta —dije.
Se inició entonces nuestra retirada. Fue Margaret la que empezó, y después de que ella hubiera subido las escaleras, Hugh y yo nos dirigimos a la puerta principal para ver qué tiempo hacía. La luna brillaba otra vez en un cielo claro y dimos un paseo por el camino cubierto de losetas que había delante de la casa. De pronto Hugh se dio la vuelta con rapidez y señaló un ángulo de la casa.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó— ¡Mira! ¡Allí! Ha dado la vuelta a la esquina.
Tan sólo pude vislumbrar a un hombre alto de fuerte constitución.
—¿No le viste? —preguntó Hugh— Voy a rodear la casa y encontrarle; no me gusta que haya nadie merodeando por aquí de noche. Quédate aquí, y si da la vuelta por el otro lado pregúntale qué está haciendo.
Hugh me dejó junto a la puerta principal, que estaba abierta, y allí esperé a que diera la vuelta completa. Apenas había desaparecido de mi vista cuando escuché con toda claridad unos pasos rápidos pero fuertes que venían hacia mí por el camino pavimentado desde la dirección contraria. Pero no veía absolutamente a nadie que pudiera causar esos sonidos de pasos rápidos. Se acercaron más y más a mí los pasos del ser invisible, y luego tuve un estremecimiento de horror al sentir que alguien, a quien no veía, pasaba junto a mí mientras me hallaba en el umbral. No fue un simple estremecimiento del espíritu, pues el contacto de ese ser fue el del hielo sobre mi mano. Traté de aferrar al intruso impalpable, pero se escapó, y un momento después escuché sus pasos en el parquet del suelo de la casa. En el interior alguna puerta se abrió y se cerró y no volví a oír nada de él. Un momento después apareció Hugh dando la vuelta a la esquina de la casa desde la que se habían aproximado los pasos.
—¿Dónde está? —preguntó— No iba ni veinte metros por delante de mí... era un tipo grande y alto.
—No vi a nadie. Oí sus pasos por el camino, pero no vi nada.
—¿Cómo es eso? —preguntó Hugh.
—Quienquiera que fuese pareció rozarme al pasar y entró en la casa —contesté.
Como estaba absolutamente seguro de que no habían sonado pasos en las escaleras de roble, buscamos en todas las habitaciones, una tras otra, de la planta baja. La puerta del comedor y la del salón de fumadores estaban cerradas, la que daba a la sala de estar se encontraba abierta, y la única otra puerta que podría haber dado la impresión de abrirse y cerrarse era la que daba a la cocina y los alojamientos del servicio. También allí nuestra búsqueda fue infructuosa; buscamos en el fregadero, la despensa, el armario del calzado y la sala de los criados, pero todo estaba vacío y tranquilo. Llegamos finalmente a la cocina, que estaba también vacía.
Pero junto a la chimenea había una mecedora que se balanceaba como si alguien hubiera estado sentado en ella y se acabara de ir. Estaba allí, delante de nosotros, balanceándose suavemente, y parecía transmitir la sensación de una presencia, invisible ahora, más incluso de lo que lo habría hecho la visión de aquél que con toda seguridad había estado sentado allí. Recuerdo que quise sujetarla y detenerla, pero mi mano se negó a acercarse.
Lo que habíamos visto, y especialmente lo que no habíamos visto, habría bastado para proporcionar casi a cualquiera una noche accidentada, y seguramente yo no me encontraba entre las excepciones de mente poderosa. Permanecí mucho tiempo acostado con los ojos y los oídos bien abiertos, y cuando finalmente empecé a dormitar me sacó de la tierra fronteriza del sueño el sonido, apagado pero inequívoco, de alguien que se movía por la casa. Se me ocurrió que los pasos podían ser los de Hugh, que llevaba a cabo una exploración solitaria, pero mientras me lo preguntaba llamaron a la puerta que comunicaba nuestras habitaciones, y como respuesta a lo que le pregunté me dijo que había acudido a ver si era yo quien paseaba con inquietud. Mientras hablábamos, los pasos cruzaron junto a mi puerta y las escaleras que conducían al piso superior crujieron. Un momento más tarde sonaron directamente encima de nuestras cabezas, en algún desván.
—Ahí no están los dormitorios de los criados —me informó Hugh—. Nadie duerme allí. Debe haber alguien, vamos a comprobarlo.
Iluminándonos con velas subimos las escaleras cautelosamente, y cuando estábamos arriba del tramo, Hugh, que iba un escalón delante de mí, lanzó una exclamación.
—¡Algo ha pasado a mi lado! —dijo tratando de agarrar el aire vacío.
Mientras Hugh hablaba, yo tuve la misma sensación, y un momento después las escaleras volvieron a crujir más abajo, mientras el ser invisible descendía. Durante toda la noche escuchamos por los pasillos sonidos de pasos, como si caminara alguien por la casa, y mientras me encontraba acostado escuchando recordé el mensaje transmitido a través de los dedos de Margaret sobre el lápiz del tablero.
Quiero entrar. No puedo encontrarla aquí...
Evidentemente alguien había entrado y buscaba diligentemente. Parecía que fuera el jardinero. Pero ¿qué jardinero era ese buscador invisible, y a quién buscaba?
Al igual que cuando cesa un dolor corporal resulta difícil recordar con una sensación viva cómo era el dolor, a la mañana siguiente, mientras me vestía, intenté vanamente recuperar ese horror del espíritu que había acompañado a la aventura nocturna. Me acordé de que en mi interior algo me había repugnado cuando vi los movimientos de la mecedora y cuando escuché los pasos por el camino, y también cuando por aquella presión invisible supe que alguien había entrado en la casa. Pero ahora, en la mañana tranquila que producía sensatez, y durante todo el día, bajo el sereno sol de invierno, no podía entender qué había sucedido. Como sucede con el dolor corporal, la presencia tenía que estar allí para poder entenderla, y no estuvo en todo el día. Hugh tenía la misma sensación; incluso se hallaba dispuesto a bromear sobre el tema.
—Vaya si buscó bien, quienquiera que fuera y a quienquiera que estuviera buscando —observó—. Y, a propósito, ni una palabra a Margaret, por favor. No oyó nada de esos paseos, ni de la entrada de... lo que fuese. En cualquier caso no era un jardinero: ¿quién ha oído hablar de un jardinero que se pase todo el tiempo caminando por la casa? Si hubiéramos escuchado pasos por el bancal de patatas, estaría de acuerdo contigo.
Margaret había decidido salir aquella tarde a tomar el té con unos amigos, y en consecuencia Hugh y yo tomamos un refresco en el Club después de la partida, y estaba oscureciendo ya cuando por tercer día consecutivo regresé a casa pasando junto a la cabaña encalada. Pero esa noche no tuve la sensación de que estuviera sutilmente ocupada; tenía un aspecto desolado, como suele suceder con las casas deshabitadas, y ninguna luz ni nada que se le pareciera brillaba a través de sus ventanas. Hugh, a quien le había contado las impresiones extrañas que había experimentado allí, las consideró con la poca seriedad que daba ya a los recuerdos de la noche, y seguía bromeando sobre ellas cuando llegamos a la puerta de nuestra casa.
—Una perturbación psíquica, muchacho —me dijo—. Como un catarro de cabeza. Vaya, la puerta está cerrada.
Llamó a la campana, golpeó la puerta y desde el interior sonó el ruido de una llave al abrirse y de los pestillos al retirarse.
—¿Por qué estaba cerrada la puerta? —preguntó al criado que la abrió.
El criado empezó a cambiar de posición, apoyándose primero en un pie y luego en el otro.
—La campana sonó hace media hora, señor —dijo— Y cuando fui a abrir había ahí fuera un hombre, y...
—¿Y bien? —preguntó Hugh.
—No me gustó su aspecto, señor, y le pregunté qué era lo que quería. No respondió nada, y debió marcharse tan deprisa que ni le vi hacerlo.
—¿Y adonde pareció irse? —preguntó Hugh mirándome a mí.
—No podría decirlo con exactitud, señor. Es que ni siquiera pareció que se marchaba. Noté algo que me rozó al pasar.
—Es suficiente, gracias —le dijo Hugh bruscamente.
Margaret no había regresado desde la visita, pero poco después, cuando escuchamos el crujido de las ruedas del coche, Hugh reiteró su deseo de que no le dijéramos nada de la impresión que ahora, por lo visto, compartía con nosotros unatercera persona. Llegó con el rubor de la excitación en el rostro.
—No vuelvas a reírte de nuevo de mi tablero —dijo—. Me he enterado de la extraordinaria historia de Maud Ashfield... algo horrible, pero terriblemente interesante.
—Suéltalo —le dijo Hugh.
—Bueno, había aquí un jardinero. Solía vivir en la cabaña que hay junto a la pasarela, pero cuando la familia se iba a Londres su esposa y él se venían a vivir aquí como vigilantes.
Las miradas de Hugh y la mía se encontraron; él apartó la vista. Sabía yo, con la misma seguridad que si estuviera dentro de su mente, que sus pensamientos eran idénticos a los míos.
—Se había casado con una mujer mucho más joven que él —siguió diciendo Margaret—. Y gradualmente llegó a tener unos celos terribles de ella. Un día, en un ataque de pasión, la estranguló con sus propias manos. Poco después llegó alguien a la cabaña y le encontró sollozando encima de ella, tratando de devolverle la vida. Fueron a buscar a la policía, pero antes de que llegara él se había abierto la garganta. ¿No os parece horrible? Resulta bastante curioso que el tablero dijera: El jardinero. Soy el jardinero. Quiero entrar. No puedo encontrarla aquí. Y yo no sabía nada al respecto. Volveré a utilizar el tablero esta noche. Ah, querido, el cartero viene dentro de media hora y tengo que redactar un presupuesto para enviarlo. Pero en el futuro ten más respeto con mi tablero, Hughie.
Hablamos de la situación cuando se fue. Hugh, convencido de mala gana, pero que no deseaba admitir que hubiera algo más que una coincidencia tras ese absurdo del tablero, insistió en que no le dijéramos nada a Margaret acerca de lo que habíamos oído y visto en la casa la noche anterior, ni del visitante extraño que, llegamos a la conclusión, entraría también esa misma noche.
—Se asustará y empezará a imaginar cosas —me dijo—. En cuanto al tablero, lo más probable es que no haga otra cosa que garabatear y trazar curvas. ¿Quién es? ¡Entre!
En alguna parte de la habitación había sonado una llamada rápida y perentoria.
A mí no me pareció que sonara en la puerta, pero Hugh, cuando no obtuvo ninguna respuesta a sus palabras, se puso en pie de un salto y la abrió. Dio algunos pasos por el salón exterior y regresó.
—¿No oíste nada? —preguntó.
—Desde luego. ¿No había nadie?
—Ni un alma.
Hugh regresó junto a la chimenea y con bastante irritación arrojó al guardafuego un cigarrillo que acababa de encender.
—Ha sido bastante desagradable —comentó—. Y si me preguntas si me siento cómodo, te diré que nunca en la vida me había sentido más incómodo. Estoy asustado, si es que quieres saberlo; y creo que tú también lo estás.
No tenía yo la menor intención de negar tal cosa, y siguió hablando.
—Tenemos que controlarnos. No hay nada que se contagie tanto como el miedo, y no debemos contagiar a Margaret. Pero sabemos que hay algo más que el miedo. Algo ha entrado en la casa y nos encontramos en una situación difícil. Nunca antes creí en esas cosas. Pero analicémoslo un momento. ¿Qué puede ser?
—Si quieres saber lo que pienso —contesté—, creo que es el espíritu del hombre que estranguló a su esposa y luego se cortó la garganta. Lo que no veo es qué daño puede hacernos. En realidad a lo que tememos es a nuestro propio miedo.
—Nos encontramos en una situación difícil —dijo Hugh—. ¿Y qué podemos hacer? Dios mío, si supiera qué podemos hacer no me preocuparía. Es el no saber... bueno, es hora de vestirnos.
Margaret estuvo muy animada durante la cena. Como no sabía nada de las manifestaciones de esa presencia que habían tenido lugar en las últimas veinticuatro horas, le pareció interesantísimo que su tablero hubiera sospechado (esa fue su palabra exacta) acerca del jardinero, y de ese tema pasó a un solitario para tres igualmente interesante que su amiga le había enseñado, prometiendo iniciarnos en él después de la cena. Así lo hizo, y como no sabía que los dos, por encima de todo, queríamos mantenernos lejos del tablero, quedó complacida por el éxito de su solitario. Pero de pronto se dio cuenta de que la noche pasaba rápidamente y apartó las cartas al terminar una mano.
—Y ahora, media hora de tablero —anunció.
—Oh, ¿no podemos jugar otra mano? —preguntó Hugh— Es el juego más divertido que he conocido en años. El tablero nos parecerá lentísimo después de esto.
—Querido, si el jardinero vuelve a comunicarse, no te resultará tan lento. —dijo ella.
—Pero eso son tonterías —contestó Hugh.
—¡Qué grosero eres! Pues entonces lee tu libro.
Margaret ya había sacado su máquina y una hoja de papel cuando Hugh se levantó.
—Por favor, Margaret, no lo hagas esta noche —dijo él.
—Pero ¿por qué? No tienes que atender.
—Bueno, en todo caso te pido que no lo hagas —insistió él.
Margaret le observó atentamente.
—Hughie, estás pensando algo —dijo ella—. Suéltalo. Me parece que estás nervioso. Piensas que hay en eso algo extraño. ¿De qué se trata?
Me di cuenta de que Hugh dudaba si decírselo o no y que decidió que sería mejor escoger la posibilidad de que el tablero escribiera insensateces.
—Pues hazlo entonces —dijo él.
Margaret vaciló. Evidentemente no quería enfadar a Hugh, pero la insistencia de éste debió parecerle de lo más irrazonable.
—Bueno, sólo diez minutos. Y te prometo no pensar en jardineros.
Nada más poner la mano en el tablero su cabeza cayó hacia adelante y la máquina empezó a moverse. Estaba sentado junto a ella, y lo que escribía sobre el papel me resultó inmediatamente visible.
He entrado —decía—. Pero sigo sin encontrarla. ¿La estáis ocultando? Buscaré en la habitación en la que os encontráis.
Lo que hubiera escrito además, y estuviera oculto todavía bajo el tablero, no lo supe, pues en ese momento recorrió la habitación una corriente de aire helado, y en la puerta sonó una llamada, esta vez inequívocamente, fuerte y perentoria. Hugh se puso en pie de un salto.
—Margaret, despierta. ¡Algo está entrando!
Se abrió la puerta y apareció la figura de un hombre. Entró, con la cabeza inclinada hacia delante, y la giró de un lado a otro, aparentemente observando con unos ojos fijos e infinitamente tristes todas las esquinas de la habitación.
—Margaret, Margaret —volvió a gritar Hugh.
Pero los ojos de Margaret también estaban abiertos; los tenía fijos en aquel temible visitante.
—Cálmate, Hughie —dijo ella en voz baja levantándose mientras hablaba.
Ahora el fantasma la miraba directamente a ella. En una ocasión se movieron los labios por encima de su barba espesa y rojiza, pero no salió de ellos sonido alguno; la boca sólo se movía y babeaba. Levantó la cabeza y vi, horrorizado, que en uno de los lados del cuello tenía abierta una herida roja y brillante...
No tengo ni idea de cuánto tiempo duró aquella pausa, mientras los tres permanecíamos rígidos y paralizados, pues una inhibición mortal nos impedía movernos o hablar; imagino que como máximo fueron diez o doce segundos.
Después el espectro se dio la vuelta y salió por donde había venido. Oímos sus pasos sobre el parquet del suelo; escuchamos el sonido de descorrer los pestillos de la puerta principal y un portazo que sacudió la casa.
—Todo ha terminado —dijo Margaret—. ¡Que Dios tenga piedad de él!
El lector puede dar a esta visita de los muertos aquella explicación que prefiera. Puede pensar que no fue en absoluto una visita de los muertos, diciendo que en el escenario en el que se produjo aquel asesinato y suicidio quedó alguna especie de registro emocional que en determinadas circunstancias podía traducirse en imágenes visibles e invisibles. Las ondas de éter, o de cualquier otra cosa, es concebible que pudieran retener la impresión de esas escenas; por así decirlo, se encontraban en una solución, dispuestas a precipitarse. O puede sostener que el espíritu del muerto se manifestó realmente volviendo a visitar, con una especie de penitencia y remordimiento, el lugar en el que se cometió su crimen. Naturalmente ningún materialista sostendría un solo instante esa explicación, pero no hay nadie tan obstinadamente irrazonable como un materialista, indudablemente, sucedió allí un hecho terrible, y por eso no deja de tener sentido la última frase de Margaret.
E.F. Benson (1867-1940)
Relatos góticos. I Relatos de E.F. Benson.
Más literatura gótica:
- Relatos sobrenaturales.
- Relatos de espiritismo.
- Relatos de aparecidos.
- Relatos de terror.
- Relatos ingleses.
2 comentarios:
Felicidades, me gustó mucho el relato!!!
Ayer olvidé decirte que llegué aquí por un enlace de @albertochimal en Twitter, felicidades de nuevo.
Publicar un comentario