«El guardián del muerto»: Ambrose Bierce; relato y análisis


«El guardián del muerto»: Ambrose Bierce; relato y análisis.




El guardián del muerto (A Watcher by the Dead) —a veces editado en español como: Un vigilante junto al muerto— es un relato de terror del escritor norteamericano Ambrose Bierce (1842-1914), publicado en la antología de 1889: Cuentos de soldados y civiles (Tales of Soldiers and Civilians).

El guardián del muerto, uno de los cuentos de Ambrose Bierce más importantes, decide poner a prueba el temperamento de los escépticos.

Un grupo de hombres de ciencia aficionados a la teoría de la universalidad del horror son informados de un caballero que sostiene ser perfectamente incapaz de sentir miedo.

Deciden entonces que, para probar semejante afirmación, es necesario que este hombre pase una noche junto al arquetipo del horror atávico: un cadáver.

Armado únicamente con una vela y una voluntad en apariencia inquebrantable, nuestro caballero deberá pernoctar en una casa abandonada, custodiando el vacilante silencio de un muerto con características muy peculiares.



El guardián del muerto.
A Watcher by the Dead, Ambrose Bierce (1842-1914)

En la Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa vacía, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre cubierto por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba la habitación débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear los cuartos donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesa para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cadáver bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a los rostros de los muertos, pero que en realidad es propia de todos los enfermos.

Por el silencio que reinaba en el cuarto podía pensarse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la falda de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia (con desgano, con una indiferencia al paso del tiempo que apenas podía comprenderse por qué se molestaban en marcar la hora) se abrió la única puerta de la habitación, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el pasillo. Todo sugería que el hombre que había entrado era ya un prisionero. Caminó hasta la mesa, se detuvo unos momentos mirando el cadáver; luego, encogiéndose de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban sucios. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba evadirse.

Después de inspeccionar el cuarto, se sentó en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven (no pasaba de los treinta) de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa "firmeza" en el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir.

Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo. Después sacó la vela del candelero y la observó con atención, como si calculara cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.

En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.

—El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable —dijo el doctor Helberson—. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.

Los otros rieron.

—¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? —preguntó el más joven de los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.

—Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.

—¿Pero cree usted —dijo el tercero— que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.

—Usted no lo siente en teoría —contestó Helberson—. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama la confabulación de las circunstancias, y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.

—¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.

—No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.

El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.

—¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre llegue a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.

—Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.

—Pensé que sus condiciones no acabarían nunca —replicó Harper—. Pero sé de un hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.

—¿Quién es?

—Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera. —repitió.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.

Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.

—¿Cómo es el tal Jarette? —preguntó.

—¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.

Helberson contestó resueltamente:

—Acepto la apuesta.

—Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro —dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó—: ¿Puedo entrar en la apuesta?

—No contra mí —dijo Helberson—. No quiero su dinero.

—Muy bien. Entonces seré el cadáver.

Los otros se echaron a reír.

Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.

Al apagar el escaso resto de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que era igual estar a oscuras al principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el reloj.

No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar una probable caída.

Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer.

—¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita? —murmuró, buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea— Debo poner las cosas en su justo sitio. —agregó, y palpó el piso hasta dar con el candelero.

Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente, nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún, corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes.

El señor Jarette no estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo mismo por sentirse insatisfecho.

¿Qué puedo temer? —pensó—. Esto es ridículo y vergonzoso. No seré tan estúpido.

Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes inquietudes.

—Cómo es posible —exclamó en medio de la angustia de su espíritu—, cómo es posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche!

En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.

A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.

—Joven inexperto —dijo el hombre de más edad—, ¿aún tiene usted confianza en el valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?

—Sé que la ha perdido —dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.

—Bueno, de todo corazón espero que así sea —lo dijo con formalidad casi solemne—. Harper, este asunto me inquieta -agregó a la media luz intermitente que entraba oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.

—¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo, Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.

El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.

—Bueno —dijo por fin—, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría las cosas.

—Sí, Jarette podría matarlo —dijo Harper—. Cuando el cupé pasó junto a un farol de gas, miró su reloj- Pero ya son casi las cuatro de la mañana. —agregó.

Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un hombre que corría. Se detuvo de golpe.

—¿Pueden decirme —les gritó— dónde hay un médico?

—¿Qué ocurre? —preguntó Helberson, evasivamente.

—Vaya y vea con sus propios ojos. —dijo el hombre prosiguiendo su carrera.

Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:

—Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible escapar.

Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.

—Yo soy médico —dijo el doctor Helberson tranquilamente—. Necesitan uno.

Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta estaba abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí aguardaban. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción: se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara, cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper gritó:

—¡Jarette, Jarette!

El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las cabezas de las ventanas —ahora de mujeres y niños— gritaban:

—¡Por allí, por allí!

Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de Harper, pudo llegar hasta arriba.

En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.

—Somos médicos—, dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados alrededor de una mesa.

Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos, adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila. En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía un cuerpo. La luz de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaba. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible, tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa y le introdujo dos dedos en la boca abierta.

—Hace casi tres horas que este hombre ha muerto —dijo—. Es un caso para el médico forense.

Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.

—¡Váyanse todos! ¡Fuera! —gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la multitud.

El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.

—¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? —exclamó Harper no bien se apartaron de la multitud.

—Entiendo que sí. —replicó el otro sin aparente emoción.

Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.

—Tengo la impresión, jovencito —dijo el doctor Helberson—, que usted y yo hemos trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?

—¿Cuándo?

—En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora conveniente.

—Lo encontraré en el barco -dijo Harper.

Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York, sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía, quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:

—Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.

Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:

—Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj...

Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó boquiabierto. Temblaba.

—¡Ah! —exclamó el desconocido—, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.

—¿Quién diablos es usted? —preguntó Harper desafiante.

El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:

—A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles, dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres saltaron del banco.

—¡Mancher! —exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:

—¡Dios mío, es verdad!

El desconocido sonrió vagamente.

—Sí —dijo—, es bastante cierto, qué duda cabe.

Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.

—Mire usted, Mancher —dijo el doctor Helberson—, cuéntenos exactamente lo que ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.

—Ah, sí, a Jarette —dijo el otro—. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo, que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien, pero no pensé, seriamente. Y después... bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!

Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos retrocedieron alarmados.

—¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? —balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí—. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.

—¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper? —preguntó el loco, riendo.

—Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper —le contestó, tranquilizado—. Pero ahora no somos médicos. Somos... bueno, hablemos claro, viejo, somos jugadores.

—Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí, una profesión muy buena y honorable —repitió con aire pensativo.

Antes de alejarse, agregó a modo de despedida:

—Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director.

Ambrose Bierce (1842-1914)




Más relatos de terror. I Relatos de Ambrose Bierce.


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El resumen y análisis del relato de Ambrose Bierce: El guardián del muerto (A Watcher by the Dead) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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