El aniversario: algunas parejas duran para siempre.
Aquella noche era especial. Ella lo sabía.
La mesa era un canto a la pulcritud: el cristal y la plata chorreaban destellos sobre el mantel, el vino aguardaba ansioso en las copas. Ella esperaba, sentada, con las manos unidas sobre la falda, frotándose con impaciencia.
Miró hacia la ventana. Nada. Ningún rastro, ningún paso en el umbral, tan sólo el quejido lastimero de un perro a lo lejos, en lo profundo de la noche.
El día había comenzado con una actividad febril. Primero limpió obsesivamente cada rincón de la casa, incluso el sótano, sitio que aborrecía profundamente. Luego se dedicó a la cocina, a los pisos, las paredes, los muebles. Pasó largas horas preparando su plato preferido, el único, de hecho, que a él siempre le había gustado.
Se calzó su mejor vestido y frente al espejo deploró el paso del tiempo. Ya no era joven, y aunque podría decirse que aún conservaba el encanto de la madurez, ella se sentía vieja y decrépita, y por lo tanto lo era.
Nada de aquello la perturbaba realmente. Nunca había sido una mujer vanidosa, ni siquiera cuando podía darse el lujo de serlo. Quizás en otro contexto hubiese podido hallar el espacio espiritual para sentirse desdichada.
Lo único que realmente detestaba, y posiblemente lo único que la hacía sentirse viva, eran los violentos dolores que de tanto en tanto le endurecían el vientre. Se presentaban casi cotidianamente, al menos en los últimos tiempos, y siempre durante la noche. La pulsión del dolor era insoportable, la entumecía con sordos latidos palpitantes en el estómago, como si una mano diminuta le removiese las entrañas.
Nunca se le oyó emitir un solo quejido.
Pasaron los minutos. El resplandor de las velas aromáticas desvirtuaba su rostro.
¿Porqué se demoraba tanto?
Miró el reloj. Aún no daban las diez. Todavía era temprano y él siempre había sido un eficientemente puntual. En los treinta aniversarios que habían festejado jamás había llegado tarde a la cita.
Treinta años, pensó. Trató de recordar el último gesto de cariño que había recibido. ¿Acaso hubo un último? ¿Existe un último beso, una última caricia?
Siempre supo que él era un canalla, y aunque su corazón la incitaba a la rebelión, se mantuvo firme en su fachada de buena esposa. Jamás hizo ningún comentario sobre sus salidas clandestinas, ni siquiera cuando él retornaba ya bien entrada la madrugada, bañado en perfumes íntimos como ajeno a los suyos.
Lo soportó todo, porque así había sido criada, y poco a poco, casi sin darse cuenta, se resignó a no ser deseada.
Sin embargo, algo se agitaba en su interior, algo indefinido, como el recuerdo de un sueño...
El débil sonido de unos pasos la arrancaron de sus reflexiones. Alzó la cabeza. Vio una sombra inmóvil debajo de la puerta: dos charcos de negrura, fríos, ausentes, como si el visitante no supiese cómo reaccionar ante una puerta cerrada.
Ella permaneció en silencio. Finalmente se oyeron tres golpes sordos, metódicos, sobre la madera gastada del marco.
—Adelante.
La puerta crujió como si no hubiese sido abierta desde hacía mucho. La silueta, que parecía condensar jirones de oscuridad, dio un paso tambaleante. La luna escupió un charco plomizo sobre el suelo. Las luz de las velas empalidecieron. Una corriente fría, como un suspiro, atravesó el cuarto.
La puerta se cerró violentamente.
Ella mantuvo la mirada sobre su regazo. Pequeños actos de sumisión que había aprendido. Él no pronunció palabra alguna, sino una especie de gruñido entrecortado que parecía declarar cierto cansancio. Ella se incorporó y se deslizó como un espectro hacia la cocina.
Treinta años, volvió a pensar.
Entonces la sobrecogió una oleada de irrealidad. El plato que obsesivamente había preparado no estaba. Miró alrededor, desesperada: la cocina estaba en ruinas. De las paredes colgaban mechones de un empapelado gris y mohoso. Garras de una pasta licuefacta lamían los rincones donde hervían diminutas colonias de larvas necrófagas. Una gruesa capa de polvo cubría el piso. Las ventanas estaban tapiadas con rígidos tablones de madera. Del techo caían pequeñas gotas de humedad, negras y diabéticas. El aire estaba saturado con vapores pestilentes, un hedor cadavérico que excedía los límites del olfato y que, mediante algún curioso proceso, reverberaba a lo largo de su espina dorsal como una promesa de tierra húmeda y losas baratas.
Treinta años, insistió, y una sonrisa se insinuó en su rostro.
Volvió al comedor, allí las cosas mantenían cierta apariencia de realidad. Las velas iluminaban un cuarto limpio y pulcro. La mesa seguía adornada de cristal y plata. El vino aún descansaba en las copas.
Y él, sentado, inmóvil, la observaba.
Ella se sentó a la mesa con lentitud, alzó la vista, y enfrentó su mirada.
En el otro extremo de la mesa estaba el reflejo de lo que alguna vez fue un ser humano. Aún vestía los restos de un elegante traje negro. La piel fina y verdosa se adhería a los huesos, aunque de hecho parecía flotar sobre una osamenta incompleta. Las manos, apoyadas sobre el mantel, exhibían unos dedos coronados por largas uñas carcomidas. El rostro era una masa informe de tejidos viscosos. Las cuencas vacías miraban estúpidamente hacia adelante. Los labios, retraídos por los largos años de descomposición, marcaban una mueca siniestra, desnudando filas irregulares de dientes ambarinos y pútridos.
La figura se movió. Sus manos comenzaron a remover los botones de la camisa. La boca se abrió en un regocijo silencioso.
Ella siguió inmóvil, sin temor, cómo quien observa una obra largamente conocida.
Lo vio debatirse con movimientos torpes. Finalmente, la figura descubrió su vientre y emitió un quejido espantoso, una larga cacofonía hecha de vocales ahogadas. Su estómago parecía haber sido consumido por alguna especie de ácido. Las costillas, negras y disueltas, se cerraban sobre los órganos horriblemente mutilados.
Comenzó a recordar: el aniversario, la cena, el veneno, los gritos, la muerte, la satisfacción.
Mientras el espectro aún balbuceaba ella evocó con dulzura aquellos recuerdos. Volvió a sentir un placer intenso y macabro mientras en su mente lo veía consumir el veneno, prolijamente disimulado en la comida. Recordó aquel líquido blancuzco que brotó de sus labios, los espasmos irregulares, el retorcerse en el piso clamando por piedad, el último suspiro, la muerte.
¿Qué importaba la condena?
¿Qué importaba la insistencia de aquel visitante qué año tras año la atormentaba con la parodia de aquel aniversario?
Los quejidos de la figura se transformaron en la excusa de una sonrisa.
Ella se dobló sobre sí misma. El dolor en el estómago la atenazó, barriéndola hacia la oscuridad. Tirada en el piso, alcanzó a ver dos profundos tajos en sus muñecas. Vio su propia piel reseca.
De las heridas ya no brotaba sangre.
Entonces lo comprendió todo: después del veneno, llegó el impostergable suicidio, y con él la eterna repetición del infierno.
Más relatos de terror. I Feminología: la mujer en la literatura.
Más literatura gótica:
- Relatos fantásticos.
- Cuentos latinoamericanos.
- Relatos de fantasmas.
- Relatos de vampiros.
- Relatos de zombies.
- Relatos góticos.
7 comentarios:
Excelente, me encanta, jamas habia leido algo parecido...
Un gran relato, digno de ser leido.
El relato es similar a una imagen que se repite hasta el infinito....como la que resulta de poner un espejo frente a otro...no hay nada mas atormentador para la mente humana. Si la persona que encarna el protagonico al menos experimentase un sentimiento de paz, entonces se podria "diezmar" lo insoportable de ese momento infinito disparado a la eternidad (ya que para mi la paz equivale a "la nada" -paz=quietud o estatismo emocional, es decir, ausencia de felicidad, ausencia de odio, ausencia de deseo, etc) y estar en paz eternamente es una forma de al menos estar muerto; pero ni siquiera se le otorga ese beneficio (espero que los catolicos fanaticos no se enfurezcan con mis afirmaciones acerca de la paz). Muy buen relato.
No creo que haya muchos católicos fanáticos por el espejo, Maika, aunque seguramente tenemos de los otros, aquellos que se fanatizan en contra de los fanáticos...
Es interesante tu observación. Personalmente siempre me fascinó esto de la eternidad como un exceso, tanto para la condena como para el amor. El tránsito por aquel espacio dilatado necesariamente es previsible, y se parece demasiado a la nada como para no advertir que las cosas que amamos aquí son irreproducibles en la eternidad. Lo efímero, lo singular, lo que se agota en una noche, son impensables en un sendero interminable.
No obstante persiste el juego, ese absurdo vagar por las eternidades del arte (eternidades a nuestra medida) que de algún modo nos acercan a esa otra inmensidad tan terrible y atractiva.
Como siempre, es un placer leerte, Maika.
P.D: Algún día deberías agregarme. Ya lo hubiese hecho yo si supiese tu correo.
Saludos.
Aelfwine, al mencionar lo del correo me hiciste ver que "soy tan colgada que a veces incluso olvido que lo soy". Sinceramente se me paso por alto porque casi nunca lo uso para chatear. Ya te estoy mandando la invitacion. Saludos!
Oh por Dios! No tenías que explicar el final, se esplica por si mismo, un buen cuento no necesita explicaciones, se entiende lo juro, quita lo del suicidio. Ahora, ahora mismo!
wow! that's amazing my friend!
Me encantaron los adjetivos retóricos (algo que uso mucho). Tu idea del infierno es similar a la mía; seguro te encantará una película mal valorada (o mal apreciada) por todos: "Dark Corners" Ha sido de inspiración para mi (y una novela que espero algún día publicar).
Saludos.
Carlo De Aguínaco G.
Publicar un comentario