«El señuelo»: Algernon Blackwood; relato y análisis.


«El señuelo»: Algernon Blackwood; relato y análisis.




El señuelo (The Decoy) es un relato de fantasmas del escritor inglés Algernon Blackwood (1869-1951), publicado originalmente en la antología de 1921: Los lobos de Dios (The Wolves of God).

El señuelo, uno de los cuentos de Algernon Blackwood menos conocidos, relata la historia de una pareja y un amigo que pasan la noche en una vieja casa rural abandonada, cuyos anteriores propietarios se han suicidado [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]

El señuelo reutiliza algunos de los principales motivos de los relatos de Algernon Blackwood, pero de un modo muy ingenioso. En términos concretos, El señuelo es una historia sobre «pasar la noche en una casa embrujada», pero no es una historia más. Aquí, John Burley hereda una decrépita mansión en Kentish Weald, notoria debido a los suicidios de sus tres dueños anteriores. Para poner fin a los rumores supersticiosos, Burley anuncia que pasará la noche allí. «Solo los cobardes o los locos se suicidan», asegura a su joven esposa, Nancy. Paradójicamente, esa afirmación es una especie de superstición [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

El tropo de un sujeto escéptico que hereda una vieja casa embrujada, donde sus anteriores dueños se han quitado la vida, y decide pernoctar allí, no es precisamente novedoso. De hecho, abundan las historias que se apoyan sobre estos elementos; sin embargo, Algernon Blackwood consigue presentar algo nuveo utilizando esta vieja receta [ver: El ABC de las historias de fantasmas]. En primer lugar, Burley resuelve pasar la noche en esta casa [supuestamente] embrujada para desacreditar las leyendas que giran en torno a ella; en otras palabras, para derribar una superstición. No obstante, el propio John Burley también es supersticioso, a su manera:


[«No hay hombre sin mácula de superstición en su sangre; la herencia racial es demasiado fuerte para huir por completo de ella.»]


Pero, ¿es solo superstición o realmente hay algo extraño en la casa?


[«Mientras las sombras atraían a las sombras y el reino de la noche reunía poder (...) Como una gran galería susurrante, la casa entera escuchaba.»]


Así como John Burley decide pernoctar en la Casa como una especie de desafío personal, Algernon Blackwood parece operar del mismo modo, utilizando muchos clichés del género para crear algo completamente distinto [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]

Nuevamente queremos agradecer a Ariel Palomo, un entrañable amigo de El Espejo Gótico y uno de los mejores traductores de Algernon Blackwood al español, quien amablemente nos ha permitido compartir su traducción de El señuelo. ¡Gracias, Ariel!




El señuelo.
The Decoy, Algernon Blackwood (1869-1951)

(Traducido al español por Ariel Palomo para El Espejo Gótico)


Pertenecía a la categoría de casas desagradables sobre las que se aferra una horrible superstición, siendo una razón, quizás, su incapacidad de despertar interés sin ayuda. Parecía muy ordinaria como para tener personalidad, menos aún como para generar una impresión. Maciza y sin gracia, empequeñeciendo su enorme mole el parque de árboles, su mejor reclamo de atención era uno negativo: no era pretenciosa.

Desde la pequeña colina, sus ventanas inexpresivas miraban a través del Weald de Kent, indiferente al clima, triste en invierno, lúgubre en primavera, desdichada en verano. Una mano colosal la había arrojado al suelo, luego la había matado de hambre, una mansión en el campo que bien podría esforzar los adjetivos de los anuncios y encontrar herederos con dificultad. Su alma había huido, decían algunos; se había suicidado, pensaban otros; y era un heredero, antes de matarse en la biblioteca, quien pensaba esto último, cediendo aparentemente a una mácula hereditaria en la familia. Porque otros dos herederos siguieron sus pasos, con un intervalo de veinte años entre cada uno, y no había una razón clara que explicase los tres desastres. Solo el primer dueño, de hecho, vivió permanentemente en la casa, mientras que los otros la usaban en los meses estivales y luego la abandonaban con alivio. Entonces, cuando John Burley, actual heredero, tomó posesión, entró en una casa sobre la que se aferraba una horrible superstición, basada, sin embargo, en una serie innegable de hechos desagradables.

Este siglo trata duramente a las personas supersticiosas, considerándolas idiotas o charlatanas; pero John Burley, robusto, desdeñoso de las pocas luces, no las trataba con dureza, porque directamente no trataba con ellas. Apenas era consciente de su existencia. Las ignoraba como ignoraba, digamos, a los esquimales, poetas y otros aspectos humanos que no tocaban su esquema de vida. Siendo un exitoso hombre de negocios, se concentraba en lo que era real; trataba con gente de negocios. Su filantropía, a grandes rasgos, también era real; pero, aunque lo hubiera negado vehementemente, tenía también sus supersticiones. No hay hombre sin mácula de superstición en su sangre; la herencia racial es demasiado fuerte para huir por completo de ella. La de Burley tomó esta forma: que, a menos que diera su diezmo a los pobres, no prosperaría. La desagradable mansión, decidió, sería un sanatorio ideal.

—Solo los cobardes o locos se matan —declaró rotundamente cuando criticaron su uso de la casa—. No soy ni lo uno ni lo otro —Dejó escapar su risa huracanada, estrepitosa.

En su atmósfera vigorizante, tal debilidad parecía despreciable, así como la superstición en su presencia parecía la más floja ignorancia. Incluso su pintoresquismo desaparecía.

—No puedo concebir —tronó—, ni siquiera puedo imaginarme —añadió enfáticamente— el estado mental por el cual un hombre puede pensar en suicidarse, menos aún hacerlo —Sacó pecho con aire desafiante—. Te lo digo, Nancy, es cobardía o locura. Y no le encuentro sentido a ninguna.

Pero era relajado y alegre en su denuncia. Admitía sus limitaciones con una risa cordial que su esposa llamaba ruidosa. Por ello, hacía concesiones a los miedos fantásticos de los marineros, e incluso había sido conocido por mencionar barcos encantados que poseían sus compañías. Pero lo hacía en términos de tonelaje y libras. No se detenía en los detalles; eso era para los empleados.

Su consentimiento de pasar una noche en la mansión fue el consentimiento de un práctico empresario y filántropo que trataba condescendientemente la estúpida naturaleza humana. Estaba basada en el sentido común de tonelaje y libras. Los periódicos locales habían revivido la estúpida historia de los suicidios, llamando la atención sobre el efecto de la superstición en el destino de la casa y así, posiblemente, sobre el destino de su dueño actual. Pero la mansión, de otro modo un armatoste, era precisamente ideal para su propósito, y un asunto tan trivial como pasar una noche en ella no debería volverse un obstáculo.

—Tenemos que aceptar a las personas como las encontramos, Nancy.

Su joven esposa tenía sus motivos, por supuesto, para realizar la propuesta, y si estaba divertida por lo que llamaba “cacería de fantasmas”, él no veía razón para negarle la indulgencia. La amaba, y la aceptó como la encontró (en la vejez). Para apaciguar las supersticiones del futuro personal, pacientes y adeptos, y de todas las voluntades que necesitaba para triunfar, se enfrentaba a esta noche de aburrimiento en el edificio antes de que se anunciase su apertura.

—Mira, John, si tú, el dueño, haces esto, cortarás de raíz cualquier murmuración. Si luego algo malo ocurriese, solo lo atribuirán a esa idea suicida, a esa influencia acosadora. El sanatorio tendrá un mal nombre de entrada. Habrá un sinfín de problemas. Será un fracaso.

—¿Creés que pasando una noche allí se acabará esa estupidez? —preguntó él.

—Según la antigua leyenda, romperá el hechizo —respondió ella—. Esa es la condición, de todos modos.

—Pero está claro que alguien morirá allí tarde o temprano —objetó él—. No podemos evitarlo.

—Podemos evitar que la gente susurre que murieron de manera poco natural —Ella explicó el funcionamiento de la mente del público.

—Entiendo —respondió con desprecio pero rápido para evaluar la verdad de lo que ella le dijo sobre el instinto colectivo.

—A menos que ingieras veneno en el vestíbulo —añadió riéndose— o elijas colgarte con tus tirantes del perchero.

—Lo haré —respondió luego de un momento de reflexión—. Pasaré la noche contigo. Será como repetir la luna de miel, tú y yo de parranda, ¿qué tal?

Ahora incluso estaba interesado; su lado infantil fue quizás incitado; pero su entusiasmo fue menor cuando ella explicó que tres era un número mejor que dos en semejante expedición.

—Lo hice muchas veces antes, John. Éramos siempre tres.

—¿Quiénes? —preguntó sin rodeos.

La miró inquisitivamente, pero ella respondió que, si algo salía mal, un grupo de tres ofrecía un mejor margen de ayuda. Era suficientemente obvio. Escuchó y aceptó.

—Traeré al joven Mortimer —sugirió él—. ¿Servirá?

Ella dudó.

—Bueno... es alegre; estará interesado, además. Sí, es tan bueno como cualquiera —Ella parecía indiferente.

—Y hará que pase el tiempo con sus historias —agregó su esposo.

Así, el capitán Mortimer, ex oficial de un destructor, un “muchacho alegre”, temeroso de nada, primo de la señora Burley y que ahora ocupaba un buen puesto en las oficinas londinenses de la compañía, fue el tercero en unirse a la expedición. Pero el capitán Mortimer era joven y ardoroso, y la señora Burley era joven, bonita y mal casada, y John Burley era un esposo negligente y presumido.

El destino colocó la trampa con astucia y John Burley, ciego, descuidado con los detalles, cayó en ella. También escapó de ella, pero de una manera que nadie podría haber esperado de él.

La noche eventualmente acordada estuvo tan cerca a la más corta del año como John Burley pudo concebir (el 18 de junio), cuando el sol se pone a las 20:18 y sale alrededor de las cuatro menos cuarto. Apenas habría tres horas de verdadera oscuridad.

—Tú eres la experta —admitió mientras ella explicaba que solo era necesario quedarse mientras durase la oscuridad propiamente dicha, no necesariamente desde el ocaso hasta el alba—. Haremos las cosas apropiadamente. Mortimer no tiene muchas ganas, tenía una fiesta o algo así —agregó, notando la mirada de irritación que cruzó rápidamente por sus ojos—, pero se liberó. Vendrá —La mueca de enfado de la malcriada mujer lo divirtió—. Oh, no, en realidad no necesitó mucha persuasión —le aseguró—. Alguna que otra chica, por supuesto. Es joven, recuerda —Ella no hizo ningún comentario, aunque la comparación implícita la hizo sonrojar.

Manejaron desde la calle South Audley luego de un temprano té, pasando Sevenoakes a su debido tiempo y entrando en el Weald de Kent; y, a los fines de que se diese la necesaria publicidad, el chofer, estrictamente advertido de mantener su propósito en silencio, debía alojarse en la posada y buscarlos una hora después del alba; desayunarían en Londres.

—Les contará a todos —dijo su práctico y cínico señor—, el periódico local lo sabrá todo al día siguiente. Unas horas de incomodidad valen la pena si acaban con esta estupidez. Leeremos, fumaremos y Mortimer nos contará historias del mar.

Entró con el conductor en la casa para inspeccionar la organización de la habitación, las luces, la canasta con comida y todo eso, dejando a la pareja en el patio.

—Cuatro horas no es mucho, pero es algo —susurró Mortimer, a solas con ella por primera vez desde que empezaron—. Es simplemente magnífico de tu parte haberme incluido. Te ves divina esta noche. Eres la mujer más maravillosa del mundo.

Sus ojos azules brillaban con el hambriento deseo que confundía con amor. Lucía como si hubiese salido del mar, porque su piel estaba bronceada y su rubio cabello decolorado por el sol. Él tomó su mano, alejándola de la luz vespertina en dirección a las azaleas.

—No fui yo, tontito. Fue John quien sugirió que vinieras —Ella soltó su mano con un esfuerzo fingido—. Además, exageraste fingiendo que tenías una fiesta.

—Podrías haberte negado —dijo él ansiosamente—, y no lo hiciste. ¡Ah, eres demasiado bonita, eres demasiado deliciosa! —La besó súbitamente con pasión. Hubo una pequeña resistencia, a la que ella cedió con demasiada facilidad, pensó él.

—¡Harry, eres un idiota! —exclamó sin aliento cuando la soltó—. ¡No sé cómo te atreves! John es tu amigo. Además, tú sabes… —ella miró alrededor rápidamente— que no es seguro aquí —Sus ojos chispearon alegremente, sus mejillas ardían. Parecía lo que era, un animal bello, joven, lujurioso, falso a los ideales, verdadero solo a la pasión egoísta—. Afortunadamente —agregó— él confía demasiado en mí como para sospechar algo.

El joven, con adoración en sus ojos, rio alegremente.

—No hay daño en un beso —dijo él—. Para él, eres una niña. Nunca piensa en ti como una mujer. De todos modos, su cabeza está llena de barcos, reyes y sellos —la consoló mientras respetaba su súbito instinto que le advertía que no la volviera a tocar—, y él nunca ve nada. Ni siquiera a diez metros…

Desde unos veinte metros, una voz potente los interrumpió mientras John Burley se asomaba detrás de una esquina de la casa y cruzaba el patio en dirección a ellos. El chofer, anunció, había dejado la canasta en la habitación del primer piso y había regresado a la posada.

—Demos una vuelta —agregó, uniéndose a ellos— y veamos el jardín. Cinco minutos antes del ocaso, entraremos y comeremos —Se rio—. Debemos hacerlo con fidelidad, sabes, ¿no es así, Nancy? A oscuras, recuerda. ¡Vamos, Mortimer —tomó el brazo del joven—, una última inspección antes de que entremos y nos colguemos de ganchos contiguos en la habitación de la matrona! — Alargó su mano libre hacia su esposa.

—¡Oh, calla, John! —dijo ella rápidamente—. No me gusta, especialmente ahora que se acerca el ocaso.

Ella tembló, como si fuera un temblorcito genuino, frunciendo deliciosamente sus labios al hacerlo; tras lo cual la atrajo vigorosamente, diciendo que lo lamentaba, y la besó exactamente donde ella había sido besada dos minutos antes, mientras el joven Mortimer miraba.

—Cuidaremos de ti entre los dos —dijo él.

Detrás de su ancha espalda, la pareja intercambió una mirada rápida pero significativa, pues había algo en su tono que implicaba desconfianza, y quizás, después de todo, no era tan ciego como parecía. Tenían su código esos dos. “Todo está bien”, señalizaban, “¡pero sé más cuidadoso la próxima vez!”.

Aún quedaban algunos minutos de luz antes de que el enorme disco rojo de fuego se hundiese detrás de las colinas boscosas, y el trío, hablando distraídamente, ciertamente con un revuelo de excitación en dos corazones, caminaba entre las rosas. Era un atardecer perfecto, sin viento, perfumado, cálido. Gigantescas sombras sin cabezas los precedían a lo largo del patio mientras se movían, y un lado del enorme edificio ya estaba oscuro; los murciélagos revoloteaban, las polillas saltaban de un lado al otro sobre las matas de azaleas y rododendros. La conversación giraba principalmente sobre los usos de la mansión como un sanatorio, sus probables gastos corrientes, el personal apropiado y demás.

—Vamos —dijo entonces John Burley, deteniéndose y girándose abruptamente—, tenemos que entrar, entrar de verdad, antes de que se ponga el sol. Debemos cumplir las condiciones con fidelidad —repitió, como encariñado con la frase. Se tomaba todo en serio en esta vida, fuese grande o pequeño, una vez que se comprometía con ello.

Entraron, este trío incongruente de cazafantasmas, ninguno de ellos verdaderamente convencido del asunto en cuestión, y subieron lentamente las escaleras hasta la gran habitación donde estaban las viandas. Ya en el vestíbulo estaba lo suficientemente oscuro para que tres linternas se encendieran y ayudaran sus pasos mientras se movían con cautela, iluminando una esquina tras otra. El aire del interior era frío y húmedo.

—Como un museo nuevo —dijo Mortimer—. Hay olor a especímenes.

Miraron a su alrededor, olfateando.

—A personas —declaró su anfitrión, empleador, amigo— rebozadas en cal y cemento —y los tres se rieron mientras la señora Burley decía que deseaba que hubiesen cortado algunas rosas y las hubiesen traído adentro.

Su esposo iba nuevamente al frente en la amplia escalera, Mortimer justo detrás de él, cuando ella los llamó.

—No me gusta ir última —exclamó—. Está muy oscuro en el vestíbulo detrás de mí. Me pondré entre ustedes dos —y el marinero tomó su mano extendida, apretándola, mientras la dejaba pasar—. Hay una figura, recuerden —se apresuró a decir, cambiando de tema para ganar la atención de su marido, como cuando tocaba madera en casa—. Se ve una figura, es parte de la historia. La figura de un hombre —Ella dio un leve temblor de alarma placentera, medio imaginada mientras tomaba su brazo.

—Espero que la veamos —mencionó él prosaicamente.

—Espero que no —respondió ella con énfasis—. Solo se muestra antes de que... algo pase.

Su esposo no dijo nada, mientras que Mortimer dijo bromeando que sería una pena que se hubieran molestado por nada.

—Difícilmente pueda pasarnos algo a los tres —dijo alegremente mientras entraban a una enorme habitación donde los empapeladores habían dejado convenientemente una áspera plancha de tablones pelados. La señora Burley, ocupada en sus propios pensamientos, comenzó a sacar los sándwiches y el vino. Su esposo caminó hasta la ventana. Parecía inquieto.

—Así que aquí —su voz grave la sobresaltó— es donde uno de nosotros... —miró alrededor— va a...

—¡John! —Ella lo detuvo rápidamente, con impaciencia—. Ya varias veces te lo supliqué —Su voz sonaba bastante estridente y quejumbrosa en la habitación vacía, con un tono nuevo en ella. Comenzaba a sentir la atmósfera del lugar, quizás. En el patio soleado no la había sentido, pero ahora, con la caída de la noche, era consciente de ella, mientras las sombras atraían a las sombras y el reino de la noche reunía poder. Como una gran galería susurrante, la casa entera escuchaba.

—Te lo juro, Nancy —dijo él con remordimiento, mientras se acercaba y se sentaba a su lado—. Casi me vuelvo a olvidar. Solo que no puedo tomarlo en serio. Es totalmente incomprensible para mí que un hombre...

—¿Pero por qué siquiera evocar la idea? —insistió ella en voz más baja, que se quebró a pesar de su debilidad—. Los hombres, después de todo, no hacen esas cosas por nada.

—No conocemos todo lo que hay en el universo, ¿verdad? —añadió Mortimer, intentando apoyarla torpemente—. Todo lo que sé justo ahora es que estoy muerto de hambre y que esta tarta de ternera y jamón está deliciosa —Estaba muy ocupado con su cuchillo y tenedor. Su pie descansaba suavemente sobre el de ella debajo de la mesa; no podía sacarle los ojos de encima; le pasaba continuamente comida a ella.

—No —coincidió John Burley —, no todo. Ahí tienes razón.

Ella pateó al joven suavemente, expresando también una advertencia con sus ojos, mientras su esposo, vaciando el vaso, su cabeza tirada atrás, los miraba por sobre el borde, aparentemente sin ver nada. Fumaron sus cigarrillos alrededor de la mesa, Burley encendiendo un habano.

—¿Nos contarías de la figura, Nancy? —preguntó él —. Al menos no hay problema con eso. No sé nada. No he oído nada de una figura.

Y ella lo hizo gustosamente, poniendo su silla de costado para alejarse del peligroso, insensato pie. Mortimer ya no podía tocarla.

—Sé muy poco —confesó—, solo lo que decía el periódico. Es un hombre... Y cambia.

—¿Cómo cambia? —preguntó su esposo—. ¿Te refieres a la ropa o a qué?

La señora Burley se rio, como si estuviese contenta de reírse. Luego, respondió:

—Según la historia, siempre se le aparece al hombre...

—Al hombre que...

—Sí, sí, por supuesto. Se le aparece al hombre que muere... como él mismo.

—Hummm... —gruño su esposo, naturalmente desconcertado. La miró.

—En cada ocasión el tipo vio su propio doble —Mortimer, esta vez, vino oportunamente al rescate— antes de que lo hiciera.

Le siguió una considerable explicación, que involucraba mucha jerga psíquica de parte de la señora Burley y que fascinaba e impresionaba al marinero, quien la consideraba tan maravillosa como era de bonita, mostrándolo abiertamente en sus ojos. La atención de John Burley divagaba. Se acercó a la ventana, dejándolos para que terminasen la conversación entre ambos; no tomó parte en ella, ni siquiera hizo un comentario, solo escuchaba distraídamente y los miraba con un aire ausente a través de la nube de humo del habano. Se movía de ventana en ventana, acomodándose luego en cada profunda abertura, examinando los cierres, midiendo el grosor de la mampostería con su pañuelo. Parecía inquieto, aburrido, obviamente fuera de lugar en esta ridícula expedición. En su enorme, masivo rostro había una expresión tranquila, resignada, que su esposa nunca antes había visto. Lo notaba ahora mientras, terminada la conversación, la pareja recogía los restos de la cena, encendía el hornillo para hacer café y desempacaban un refrigerio que sería muy bien recibido con el alba. Una ráfaga de viento atravesó la habitación, agitando los papeles de la mesa. Mortimer apagó las lámparas humeantes con cuidado.

—Se está levantando un poco de viento... desde el sur —observó Burley desde su nicho, cerrando una hoja de la ventana mientras lo decía. Para hacerlo, les dio la espalda por un momento, luchando por varios segundos con el pestillo, mientras Mortimer, notándolo, aprovechó su súbita oportunidad con el estúpido abandono de su edad y temperamento. Ni él ni su víctima percibieron que, contra la oscuridad exterior, el interior de la habitación se reflejaba claramente en el cristal. Uno imprudente, la otra aterrada, asieron el temeroso júbilo, el cual podría, después de todo, haberse extendido otro medio minuto completo, pues la cabeza que temían, seguida por los hombros, asomaba por el lado aún abierto de la ventana y permanecía afuera, disfrutando de la noche—. Un aire estupendo —dijo su voz grave, mientras la cabeza se volvía a meter —. Me gustaría estar en el mar en una noche como esta —Dejó la ventana abierta y atravesó la habitación en dirección a ellos—. Ahora —dijo alegremente tomando una silla —acomodémonos para la noche. Mortimer, esperamos que nos cuentes historias sin cesar hasta que llegue el alba o el fantasma. Historias de terror con cadenas y hombres sin cabezas, recuerda. Haz que sea una noche que no olvidemos de inmediato —Expulsó una ráfaga de risa.

Organizaron sus sillas, con otras sillas para elevar sus pies, y Mortimer ingenió un taburete con una canasta para los pies más pequeños; el aire se espesó con el humo del tabaco; los ojos brillaban y respondían, quizás también miraban; los oídos escuchaban y quizás se aguzaban; ocasionalmente, cuando una ventana temblaba, se sobresaltaban y miraban alrededor; se producían sonidos en la casa cada tanto cuando el viento entraba por ventanas rotas o abiertas y tiraba objetos estruendosamente.

Pero la señora Burley prohibía historias horribles con decisión. Una mansión grande, vacía, solitaria en el campo, e incluso con el consuelo de John Burley y un amante en ella, tenía su atmósfera. Habitaciones amuebladas son mucho menos fantasmagóricas. Esta atmósfera se acercaba ahora de todas partes, a través de vestíbulos espaciosos y pasillos suspirantes, silenciosa, invisible pero omnipresente, solo John Burley insensible a ella, inconsciente de su suave ataque sobre los nervios. Ingresó posiblemente con el viento de la noche estival, aunque posiblemente siempre estuvo allí... Y la señora Burley miraba frecuentemente a su marido, sentado de costado cerca de ella; la luz caía en su bello rostro poderoso; ella sentía que, aunque aparentemente muy tranquilo y silencioso, él estaba realmente muy inquieto; algo en él era un poco diferente; ella no podía definirlo; su boca parecía firme como con esfuerzo; él parecía, pensó curiosamente para sí misma, paciente y muy solemne; tenía algo de encanto después de todo. ¿Por qué consideraba inescrutable el rostro? Sus pensamientos divagaban sin precisión, inquietos, con malestar en alguna parte de ellos, mientras que la sangre recalentada (ella había tomado su buena copa de vino) hervía en ella.

Burley se volvió hacia el marinero por más historias.

—Mar y viento en ellas —pidió—. ¡Nada de cuentos de terror, recuerda!

Y Mortimer contó un cuento sobre la escasez de habitaciones en un lugar costero de Gales, donde los cuartos de invitados alcanzaban precios fabulosos y solo un hombre se negaba a alquilar (un capitán retirado de un carguero del Mar del Sur, muy pobre, un poco loco aparentemente). Disponía de dos habitaciones amuebladas en su casa que costarían veinte guineas a la semana. Las habitaciones daban al sur; las tenía llenas de flores; pero no quería alquilar. Una explicación de su insólita obstinación no estuvo disponible hasta que Mortimer (ambos pescaban juntos) se ganó su confianza.

—El Viento del Sur vive en ellas —le contó el viejo—. Las mantengo para ella.

—¿Para ella?

—Fue con el Viento del Sur que mi amor vino a mí —dijo el otro suavemente— y fue con el Viento del Sur que se fue...

Era un cuento raro para contar entre tal compañía, pero lo contó bien. “Hermoso”, pensó la señora Burley. En voz alta dijo tranquilamente:

—Gracias. Por “se fue” supongo que se refería a que murió o huyó, ¿no?

John Burley levantó la mirada con cierta sorpresa.

—Pedimos una historia —dijo— y nos diste un poema —Se rio—. Estás enamorado, Mortimer —le informó —y de mi esposa probablemente.

—Por supuesto que lo estoy, señor —respondió el joven galantemente—. El corazón de marinero, usted sabe —mientras el rostro de la mujer se ponía rojo, luego blanco.

Ella conocía a su esposo más íntimamente que Mortimer, y había algo en su tono, sus ojos, sus palabras, que a ella no le gustaba. Harry era un idiota por escoger semejante cuento. Una irritante molestia creció en ella, rayando el desagrado.

—En cualquier caso, es mejor que una de terror.

—Bueno —dijo su esposo, dejando escapar una pequeña ráfaga de risa —, es posible, de cualquier forma. Aunque uno está más loco que el otro —Su significado no estuvo del todo claro—. Si un hombre realmente amaba —agregó en su franca manera— y ella lo engañó, casi podría concebir su...

—Oh, no des un sermón, John, por el amor de Dios. Eres muy soso en el púlpito —Pero la interrupción solo sirvió para enfatizar la oración que, de otra manera, hubiese pasado por alto.

—Podría concebir que encontrase la vida tan vacía —persistió el otro— que... —Dudó—. Pero bueno, prometí que no lo haría —continuó, riéndose animadamente. Luego, súbitamente, a su pesar, parecía motivado—. Aun así, ante tales condiciones, podría mostrar su desprecio por la naturaleza humana y por la vida...

Fue un gritito ahogado lo que lo detuvo esta vez.

—John, te odio, te desprecio, cuando hablas así. Y has faltado a tu palabra de nuevo.

Estaba más que malhumorada; una ira nerviosa sonaba en su voz. Fue el modo en que lo dijo, apartando la mirada hacia la ventana, que la hizo estremecerse. Ella lo consideró súbitamente como un hombre; se sentía asustada de él.

Su esposo no respondió; se levantó y miró su reloj, inclinándose de costado hacia la lámpara, de modo que la expresión de su rostro quedó ensombrecida.

—Las dos en punto —remarcó—. Daré un paseo por la casa. Quizás encuentre algún obrero dormido o algo. De cualquier manera, la luz pronto regresará.

Se rio; la expresión de su rostro, el tono de su voz, la alivió momentáneamente. Salió. Escucharon su pesado andar resonando por el largo pasillo descubierto.

Mortimer habló de inmediato.

—¿Quiso decir algo? —preguntó sin aliento—. No te ama en lo más mínimo, en cualquier caso. Nunca lo hizo. Yo sí. Es un desperdicio que estés con él. Deberías estar conmigo —Sus palabras se desbordaron. Cubrió su rostro de besos. “Oh, no quise decir eso”, escuchó entre besos. El marinero la soltó, mirándola—. ¿Qué, entonces? —susurró—. ¿Crees que nos vio en el patio? —Se detuvo un momento, pues ella no respondía. Los pasos aún eran audibles en la distancia—. ¡Ya sé! —exclamó súbitamente—. Es esta bendita casa lo que está sintiendo. Eso es. No le gusta.

Un viento recorrió la habitación, agitando los papeles; algo tintineó; y la señora Burley se sobresaltó. El extremo suelto de una soga balanceándose en la escalera del empapelador captó la atención de su mirada. Tembló ligeramente.

—Está diferente —respondió ella en voz baja, arrimándose nuevamente— y muy inquieto. ¿No notaste lo que dijo recién... que bajo ciertas condiciones entendería que un hombre... —dudó— lo haga? —concluyó, con una súbita disminución en su voz—. Harry —miró de llenó a sus ojos—, eso es atípico en él. No lo dijo porque sí.

—¡Estupideces! Está muerto de aburrimiento, eso es todo. Y la casa te está sacando de quicio, además.

La besó con ternura. Luego, mientras ella respondía, la acercó aún más y la abrazó apasionadamente, murmurando palabras incoherentes, entre las que se distinguió “nada de lo que preocuparse”. Mientras tanto, los pasos se aproximaban. Ella lo empujó.

—Debes comportarte. Insisto. Lo harás, Harry —luego, se enterró en sus brazos, su rostro escondido contra su cuello, solo para soltarse en el siguiente instante y apartarse de él—. Te odio, Harry —exclamó bruscamente con una mirada de iracunda irritación dibujándose en su rostro—. Y me odio a mí misma. ¿Por qué me tratas...? —Se detuvo cuando los pasos se acercaron, se arregló el cabello y caminó furtivamente hasta la ventana abierta. —Empiezo a creer que solo estás jugando conmigo —dijo él agresivamente. La observaba con asombrada decepción en su mirada—. Es a él a quien realmente amas —añadió celosamente.

La miraba y le hablaba como un niño malcriado y quisquilloso. Ella no volteó su cabeza.

—Él siempre ha sido bueno conmigo, amable y generoso. Nunca me culpa de nada. Dame un cigarrillo y no te hagas el héroe. Mis nervios están al límite, a decir verdad.

Su voz tembló horriblemente, y, mientras le encendía su cigarrillo, él notó que sus labios temblaban; su propia cabeza también temblaba. Aún estaba sosteniendo el fósforo, parado a su lado junto a la ventana, cuando los pasos atravesaron el umbral y John Burley entró en la habitación. Fue directo a la mesa y apagó la lámpara.

—Estaba echando humo —remarcó—. ¿No lo vieron?

—Lo siento, señor —y Mortimer saltó adelante, demasiado tarde para ayudarlo—. Fue la corriente de aire cuando usted abrió la puerta.

El hombretón dijo “¡Ah!” y acercó una silla, encarándolos.

—Es la casa perfecta —les dijo—. Estuve en todas las habitaciones de este piso. Será un sanatorio espléndido, con muy pocas modificaciones, además —Se giró en su crujiente silla de mimbre y miró a su esposa, quien estaba sentada con sus piernas balanceándose y fumando en el alféizar de la ventana—. Se salvarán vidas entre estas viejas paredes. Es una buena inversión —continuó, hablando más bien consigo mismo al parecer—. Morirán personas aquí también...

—¡Silencio! —La señora Burley lo interrumpió—. Ese sonido... ¿qué es?

Se oyeron unos golpes débiles en el pasillo o en la habitación contigua, que hicieron que los tres miraran alrededor rápidamente, intentando escuchar una repetición que no sucedió. Los papeles se agitaron en la mesa, las lámparas humearon por un momento.

—El viento —observó Burley tranquilamente—, nuestro amiguito, el Viento del Sur. Tiró algo de nuevo, eso es todo —Pero, curiosamente, los tres se pusieron de pie—. Iré a ver —continuó él—. Las puertas y las ventanas están todas abiertas para que se seque la pintura —Pero no se movió; se quedó mirando una polilla blanca que daba vueltas alrededor de la lámpara, desplomándose pesadamente una y otra vez sobre la mesa pelada.

—Déjeme ir, señor —dijo Mortimer ansiosamente.

Le alegró la oportunidad; por primera vez, él también estaba incómodo. Pero había otra persona que, aparentemente, sufría de una incomodidad mayor que la suya y, por lo tanto, estaba incluso más que deseosa de irse.

—Iré yo —anunció la señora Burley con decisión—. Me gustaría. No salí de esta habitación desde que llegamos. No tengo ni una pizca de miedo.

Fue extraño que, por un momento, ella tampoco se moviera; era como si esperase algo. Por quizás quince segundos, nadie se movió ni habló. Ella sabía, por la mirada en los ojos de su amante, que ahora se había vuelto consciente del cambio ligero, indefinido en la actitud de su esposo, y le preocupaba. Su miedo despertó su desprecio; súbitamente despreciaba al joven, y era consciente de un nuevo y extraño deseo hacia su esposo; contra ella operaban fuerzas indescriptibles, inquietando su ser. Había una alteración en la habitación, pensó ella; algo había entrado. El trío permaneció escuchando el viento de afuera, esperando que el sonido se repitiera; dos jóvenes amantes apasionados y descuidados y un hombre esperaban, escuchaban, miraban esa habitación; pero parecía que allí había cinco personas en total y no tres, porque dos consciencias culposas estaban paradas aparte y separadas de sus dueños. John Burley rompió el silencio.

—Sí, ve, Nancy. No hay nada que temer allí. Es solo el viento —Habló como si realmente hablase en serio.

Mortimer se mordió los labios.

—Iré contigo —dijo al instante. Estaba confundido—. Vayamos los tres. No creo que debamos separarnos.

Pero la señora Burley ya estaba en la puerta.

—Insisto —dijo ella con una risa forzada—. Los llamaré si tengo miedo —mientras su esposo, sin decir nada, la miraba desde la mesa.

—Toma esto —dijo el marinero, encendiendo su linterna eléctrica mientras se acercaba a ella—. Dos son mejor que uno.

Vio su figura exquisitamente proyectada sobre el oscuro pasillo de más allá; estaba claro que se quería ir; sin embargo, cualquier nerviosismo interior estaba dominado por una emoción más fuerte; le alegraba alejarse un rato de la presencia de ambos. Esperaba recibir alguna palabra a modo de explicación en el pasillo, pero su actitud lo detuvo. También otra cosa lo detuvo.

—Primera puerta a la izquierda —exclamó, y su voz resonó por la vacía extensión—. Esa es la habitación de donde vino el sonido. Grita si nos necesitas.

La miró alejarse, sosteniendo firmemente la luz frente a ella, pero no respondió, y se dio vuelta para ver a John Burley encendiendo su habano por el tubo de la lámpara, su rostro inclinado hacia adelante mientras lo hacía. Se detuvo un segundo, mirándolo, mientras los labios succionaban fuertemente el habano para encenderlo; la fuerza de sus rasgos rozaba la severidad. Había tenido la intención de quedarse junto a la puerta y prestar atención al menor ruido que viniese de la habitación contigua, pero ahora tenía toda su atención focalizada en el rostro sobre la lámpara. En ese momento se dio cuenta de que Burley había querido (a propósito) que su esposa se fuera. En ese momento también olvidó su amor, su amante desvergonzada, egoísta, y su ordinario y despreciable ser. Porque John Burley levantó la mirada. Se enderezó lentamente, aspirando fuerte y rápidamente para asegurarse de que su habano estuviese encendido, y lo miró. Mortimer se adentró en la habitación, cohibido, avergonzado, frío.

—Por supuesto que solo fue el viento —dijo a la ligera, pues su único deseo era llenar el intervalo mientras estaban solos con lugares comunes. No quería que el otro hablara—. El viento del amanecer, seguro —Miró su reloj de pulsera—. Ya son las dos y media. La noche más corta nunca es muy oscura.

Siguió divagando confusamente, pues la mirada fija, silenciosa del otro lo avergonzaba. El leve sonido de la señora Burley moviéndose en la habitación de al lado lo hizo detenerse un momento. Se giró instintivamente hacia la puerta, ansioso por una excusa para irse.

—No es nada —dijo Burley, hablando finalmente y con una voz firme y tranquila—. Solo es mi esposa, contenta de estar sola... mi joven y linda esposa. Ella está bien. La conozco mejor que tú. Entra y cierra la puerta. Mortimer obedeció. Cerró la puerta y se acercó a la mesa, de frente al otro, quien continuó hablando inmediatamente.

—Si pensara —dijo él con esa voz bastante grave— que ustedes dos van en serio —pronunció sus palabras muy lentamente, con énfasis, con intensa severidad—, ¿sabes lo que haría? Te lo diré, Mortimer. Me gustaría que uno de los dos, tú o yo, no saliese vivo de esta casa.

Sus dientes mordieron el habano firmemente; sus manos estaban apretadas; continuó con una boca medio cerrada. Sus ojos brillaron incesantemente.

—Confío tan absolutamente en ella, ¿me entiendes?, que mi fe en las mujeres, en los seres humamos, podría desaparecer. Y con ello mi deseo de vivir. ¿Me entiendes?

Cada palabra era un golpe en el rostro del joven y descuidado idiota, pero era el golpe más suave, la revelación de un profundo corazón, el que más dolía. Una docena de respuestas (negación, explicación, confesión, arrojarse toda la culpa) pululaban su mente, solo para descartarlas. Estuvo quieto y silencioso, mirando fijamente al otro a los ojos. Ninguna palabra salió de su boca; no hubo tiempo, en cualquier caso. Fue en esta posición que la señora Burley, que entraba en ese momento, los encontró. Vio el rostro de su esposo; el otro hombre le daba la espalda. Entró con una risita nerviosa.

—Era la soga de una campana que se balanceaba por el viento y que golpeaba una plancha de metal frente al hogar —les informó. Y, entonces, los tres se rieron juntos, aunque cada risa tenía un sonido diferente—. Pero odio esta casa —añadió—. Desearía no haber venido nunca.

—Ni bien haya luz en el cielo —remarcó su esposo tranquilamente— podremos irnos. Ese es el contrato; cumplámoslo. Otra media hora será suficiente. Siéntate, Nancy, y come algo —Se levantó y le acercó una silla—. Creo que echaré otra mirada —Caminó lentamente hasta la puerta—. Quizás salga al patio un momento y mire cómo está el cielo.

No le tomó medio minuto decir las palabras, pero a Mortimer le pareció que la voz nunca cesaría. Su mente estaba confundida y preocupada. Se despreciaba a sí mismo, despreciaba a la mujer por la que se había metido en este incómodo embrollo.

Súbitamente, la situación se había vuelto extremadamente dolorosa; nunca se había imaginado algo así; el hombre al que creía ciego había visto todo (sabiéndolo todo, los observaba, esperando). Y la mujer, ahora estaba seguro, amaba a su esposo; lo había tomado por idiota a Mortimer todo este tiempo, para su diversión.

—Iré con usted, señor. Permítame —dijo súbitamente. La señora Burley permaneció pálida y confundida entre ellos dos. Lucía asustada. Qué había pasado, se preguntaba ella claramente.

—No, no, Harry —lo llamó “Harry” por primera vez—. Volveré en cinco minutos como mucho. Mi esposa no debe estar sola, de cualquier modo —Y salió.

El joven esperó hasta que los pasos sonaron a lo lejos en el pasillo, luego se giró, pero no se movió hacia adelante; porque por primera vez dejó pasar inusualmente lo que llamaba “una oportunidad”. Su pasión lo había abandonado; su amor, como una vez lo imaginó, había desaparecido. Miró a la bella mujer a su lado, preguntándose qué había visto alguna vez en ella para atraerlo tan salvajemente. Le rogaba al cielo que lo tragara la tierra. Deseaba estar muerto. Las palabras de John Burley lo horrorizaron.

Una cosa vio con claridad: ella estaba asustada. Esto despegó sus labios.

—¿Qué pasa? —preguntó, y su voz apagada esquivó el familiar nombre de pila—. ¿Viste algo?

Apuntó con la cabeza en dirección a la habitación contigua. Fue el sonido de su propia voz dirigiéndose a ella con frialdad lo que le hizo ver abruptamente cómo se sentía realmente, pero fue su respuesta, honestamente dada, con una voz uniformemente suave, lo que le dijo que ella también se veía a sí misma con una claridad similar. ¡Dios, pensó él, qué revelador puede ser un tono, una simple palabra!

—Vi... nada. Solo me siento incómoda... querido —Ese “querido” era un grito de ayuda.

—Escúchame —exclamó él, tan fuerte que ella levantó un dedo en advertencia— Soy... He sido un completo idiota, ¡un canalla! Estoy extremadamente avergonzado. Haré lo que sea... lo que sea por arreglarlo.

Se sentía frío, desnudo, su inutilidad estaba expuesta; ella sentía, sabía él, lo mismo. Cada uno se rebelaba súbitamente contra el otro. Pero él no comprendía del todo cómo o de dónde había llegado este gran cambio así de abruptamente, especialmente en ella. Sentía que una emoción más grande, profunda de la que podía entender estaba obrando sobre ellos, haciendo que las simples relaciones físicas parecieran vacías, triviales, baratas y vulgares. Su frialdad crecía ante a esta completa ignorancia.

—¿Incómoda? —repitió él, quizás apenas sabiendo por qué lo dijo exactamente—. Por Dios, él puede cuidar de sí mismo...

—Oh, él es un hombre —interrumpió ella—; sí.

Se escucharon pasos, firmes y pesados, regresando por el pasillo. A Mortimer le parecía que había escuchado el sonido de pasos toda la noche, y que los escucharía hasta que muriera. Se acercó a la lámpara y encendió un cigarrillo, cuidadosamente esta vez, apagando la mecha después. La señora Burley también se levantó, moviéndose hacia la puerta, lejos de él. Escucharon un momento esos pasos firmes y pesados, el andar de un hombre, John Burley. Un hombre... y un mujeriego, atravesó el cerebro de Mortimer como un fuego, contrastante ambos con un feroz desprecio por sí mismo. El andar se volvió menos audible. Había distancia en él. Había doblado en alguna parte.

—¡Allí! —exclamó ella en un tono apagado—. Entró.

—¡Tonterías! Pasó de largo. Está saliendo al patio.

La pareja escuchó conteniendo el aliento por un momento, cuando el sonido de pasos llegó claramente desde la habitación contigua, caminando por las tablas, aparentemente hacia la ventana.

—¡Allí! —repitió ella—. Sí que entró —Le siguió un silencio de un minuto quizás, en el que escucharon la respiración de cada uno—. No me gusta que esté solo... allí dentro —dijo la señora Burley con una débil voz vacilante, y se movió como para salir.

Su mano ya estaba en el pomo de la puerta cuando Mortimer la detuvo con un gesto violento.

—¡No! ¡Por el amor de Dios, no! —exclamó él antes de que ella pudiera girarse.

Se abalanzó en su dirección. Mientras le ponía una mano en su brazo, un golpe se escuchó a través de la pared. Fue un sonido pesado, y esta vez no hubo un viento que lo causara.

—Es solo esa cosa suelta que se balancea —susurró con voz ronca, una temerosa confusión velando el claro pensamiento y discurso.

—No había ninguna cosa suelta que se balanceaba —dijo ella con voz quebrada, luego se tambaleó y se arrojó contra él—. Lo inventé. No había nada —Mientras la atrapaba, mirándola impotente, le pareció que un rostro con ojos bien abiertos se abalanzó sobre él. Vio dos ojos aterrados en un pedazo de blanco fantasmagórico. Le siguió su susurro, mientras se hundía en sus brazos.

—Es John. Él...

Y en ese instante, con el terror en su punto álgido, nuevamente el sonido de pasos se volvió súbitamente audible (el andar firme y pesado de John Burley saliendo nuevamente al pasillo) Tal era su asombro y alivio que ni se movieron ni hablaron. Los pasos se acercaban. La pareja parecía petrificada; Mortimer no apartó sus brazos, ni la señora Burley intentó soltarse. Miraron la puerta y esperaron. Se abrió al siguiente segundo y John Burley se detuvo junto a ellos. Estaba tan cerca que casi los tocó (cada uno en los brazos del otro).

—¡Jack, querido! —exclamó su esposa con ternura escrutadora que hizo que su voz sonara extraña.

Él miro un segundo a cada uno.

—Salgo al patio un momento —dijo tranquilamente.

No había expresión en su rostro; no sonrió, no frunció el ceño; no mostraba ningún sentimiento, ninguna emoción (solo los miró a los ojos, y luego se retiró por la puerta antes de que ninguno pudiese pronunciar una palabra en respuesta). La puerta se cerró detrás de él. Se había ido.

—Sale al patio. Eso dijo —Fue Mortimer quien habló, pero su voz tembló y tartamudeó.

La señora Burley se había soltado. Estaba ahora junto a la mesa, silenciosa, mirando fijamente la nada, sus labios separados, su expresión vacía. Nuevamente ella era consciente de una alteración en la habitación; algo había salido... Él la miró un segundo, inseguro de qué decir o hacer. Era el rostro de un ahogado, se le ocurrió. Había algo intangible, pero casi visible, entre ellos dos en ese estrecho espacio. Algo había terminado, allí ante sus ojos, definitivamente terminado. La barrera entre ellos se hizo más alta, más densa. A través de esta barrera, sus palabras le llegaron con una extraña lejanía susurrante.

—Harry... ¿Lo viste? ¿Lo notaste?

—¿Qué quieres decir? —dijo bruscamente. Intentó sentir ira, desprecio, pero su respiración se enredó absurdamente.

—Harry... estaba diferente. Los ojos, el cabello, la... —su rostro se puso pálido como la muerte— la contorsión en su rostro...

—¿Pero qué diantres estás diciendo? Contrólate.

Vio que a ella le temblaba todo el cuerpo mientras se inclinaba para apoyarse en la mesa. Sus propias piernas temblaron. La miró fijamente.

—Alterado, Harry... alterado.

Su susurro horrorizado se le clavó como un cuchillo. Porque era cierto. Él también había notado algo en la apariencia del esposo que no era del todo normal. Pero, incluso mientras hablaban, lo escucharon bajar por la escalera descubierta; los sonidos cesaron mientras cruzaba el vestíbulo; luego vino el sonido del portazo de la puerta principal, la reverberación sacudiendo incluso un poco la habitación en la que estaban.

Mortimer se acercó a ella. Caminaba de manera desigual.

—¡Mi amor! Por el amor de Dios... esto es una completa estupidez. No pierdas así la cabeza. Arreglaré las cosas con él... es mi culpa —Se dio cuenta por su expresión que ella no entendía sus palabras; estaba diciendo algo completamente equivocado; su mente estaba completamente en otro lado—. Él está bien —continuó apresuradamente—. Ahora está en el patio...

Se detuvo al verla. El horror que se aferraba a su cerebro enlució su rostro con una blancura cadavérica.

—¡Ese no era John! —gritó ella con un gemido de tristeza y terror en su voz.

Ella corrió a la ventana y él la siguió. Para su inmenso alivio, una figura moviéndose abajo era claramente visible. Era John Burley. Lo vieron en el borroso gris del amanecer mientras cruzaba el patio, alejándose de la casa. Desapareció.

—¡Ahí tienes! ¿Ves? —susurró Mortimer confortadoramente—. Regresará en... —cuando un sonido en la habitación contigua, más pesado, más fuerte que antes, cortó espantosamente sus palabras, y la señora Burley, con ese grito quejumbroso, calló en sus brazos. La atrapó justo a tiempo, pues ella se quedó petrificada, apabullada por todo ese terror incomprensible, e indefensa como un niño.

—Amor, mi amor... ¡oh, Dios! —Se inclinó, besando salvajemente su rostro. Estaba totalmente desconsolado.

—¡Harry! Jack... ¡oh, oh! —se quejaba angustiada—. Tomó su apariencia. Nos engañó... para darle tiempo. Lo hizo —Se sentó súbitamente—. Ve —dijo, señalando la habitación de al lado, para luego caer desmayada, un peso muerto en sus brazos.

Arrastró su cuerpo inconsciente hasta una silla; luego, entrando en la habitación contigua, iluminó con su linterna el cuerpo del esposo colgado de un soporte en la pared. Cortó la soga cinco minutos tarde.

Algernon Blackwood (1869-1951)

(Traducido al español por Ariel Palomo para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Algernon Blackwood.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Algernon Blackwood: El señuelo (The Decoy), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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