«El laberinto de Maal Dweb»: Clark Ashton Smith; relato y análisis


«El laberinto de Maal Dweb»: Clark Ashton Smith; relato y análisis.




El laberinto de Maal Dweb (The Maze of Maal Dweb) es un relato fantástico del escritor norteamericano Clark Ashton Smith (1893-1961), publicado originalmente en la antología de 1933: La sombra doble y otras fantasías (The Double Shadow and Other Fantasies), y luego reeditado en la edición de octubre de 1938 de la revista Weird Tales. Finalmente el relato volvería a aparecer, esta vez de la mano de Arkham House, en la estupenda colección de 1944: Mundos perdidos (Lost Worlds).

El laberinto de Maal Dweb, uno de los cuentos de Clark Ashton Smith menos conocidos, relata la historia de Tiglari, quien debe abrirse paso a través de numerosas dificultades para recuperar a su amada, Athlé, encerrada en el palacio inexpugnable de Maal Dweb; el cual parece deshabitado, salvo por las espantosas formas petrificadas de las víctimas anteriores de Maal Dweb.

Aquellos que quieran conocer un poco más acerca del universo fantástico que Clark Ashton Smith comienza a perfilar en El laberinto de Maal Dweb, pueden encontrar referencias sumamente interesantes en el relato: Las mujeres flor (The Flower-Women).




El laberinto de Maal Dweb.
The Maze of Maal Dweb, Clark Ashton Smith (1893-1961)

A la luz de las cuatro pequeñas lunas menguantes de Xiccarph, Tiglari había atravesado el pantano sin fondo en el cual no habitaba ningún reptil y al que no descendía ningún dragón; pero donde el barro, negro como el betún, se revolvía con continuos movimientos. Él había preferido no utilizar el elevado terraplén de corindón que recorría el marjal, y se había abierto paso con mucho peligro de isla en isla, en las que abundaban las juncias, que temblaban gelatinosamente debajo de él.

Cuando alcanzó la costa sólida y el refugio de las palmeras, no se acercó a las escaleras de pórfido que se elevaban hacia el cielo, a través de abismos vertiginosos y escarpados cristalinos, hasta la casa de Maal Dweb. El terraplén y las escaleras estaban vigilados por los autómatas, silenciosos y colosales, de Maal Dweb, cuyos brazos terminaban en hojas de acero con forma de medialuna, hechas de acero forjado, que se levantaban en una siega implacable contra cualquiera que se acercase allí sin el permiso de su amo.

El cuerpo desnudo de Tiglari estaba untado con el jugo de una planta que era repugnante a toda la fauna de Xiccarph. En virtud de ésta, tenía la esperanza de no sufrir daño al avanzar por entre las feroces criaturas simiescas que paseaban libremente por los jardines colgantes del tirano. Llevaba un rollo de fibras de raíces tejidas, fuerte y ligero, contrapesado con una bola de bronce, para utilizarlo trepando a la meseta. Llevaba al costado, en una vaina de piel de quimera, un cuchillo afilado como una aguja que había sido mojado en el veneno de víboras aladas.

Muchos, antes de Tiglari, con el mismo noble sueño de tiranicidio, habían intentado cruzar el pantano y escalar las escarpas. Pero ninguno había vuelto; y el destino de los que habían alcanzado el palacio de Maal Dweb era un problema muy discutido. Pero Tiglari, un hábil cazador de la selva, no había sido frenado por las tremendas incertidumbres ante él.

La ascensión habría sido una hazaña improbable bajo la plena luz de los tres soles de Xiccarph. Con vista tan aguda como la de pterodáctilos que vuelan de noche, Tiglari había arrojado su lazo contrapesado en estrechas colinas y salientes. Trepaba con facilidad simiesca de agarradera en agarradera; y, al cabo, alcanzó una pequeña plataforma antes de la última altura, desde donde le fue fácil arrojar su cuerda a un árbol torcido que se inclinaba al abismo, con follaje como cimitarras, desde los jardines. Evitando las hojas afiladas y semimetálicas que cortaba para abajo mientras el árbol se doblaba flexible bajo su peso, se puso de pie levantándose con precauciones en la temida y fabulosa meseta.

Aquí, se decía, sin ninguna ayuda humana, el hechicero medio demoniaco había tallado la cima de la montaña en murallas, cúpulas y torres, y había derribado el resto de la montaña en el espacio plano que la rodeaba. Este espacio lo había cubierto con suelo fértil, producido mediante la magia; y, en él, había plantado raros árboles dañinos traídos de otros mundos, junto con flores que podrían ser las de algún infierno exuberante.

Poco se sabía de estos jardines; pero la flora que nacía en los lados norte, sur y este se creía que era un poco menos mortífera que la que hacía frente al nacimiento de los tres soles. Mucha de esta vegetación, de acuerdo con la leyenda, había sido entrenada y modificada en la forma de un laberinto, maligno en su ingenio, que ocultaba trampas atroces y condenas desconocidas. Teniendo en cuenta este laberinto, Tiglari se había acercado al palacio por el lado donde se pone el sol.

Jadeando a causa de su ascensión, se agazapó en las sombras del jardín. En torno a él, pesados capullos descansaban en venenosa languidez o abanicaban con bocas abiertas que exhalaban perfumes narcóticos o difundían un polen de locura. Anómalos, multiformes, con siluetas que helaban la sangre en las venas o tocaban el cerebro con la pesadilla, los árboles de Maal Dweb parecían reunirse y conspirar contra él. Algunos se levantaban con la sinuosa elevación de pitones emplumados o aéreos dragones. Otros se agazapaban con miembros radiales, como las peludas patas de las arañas. Parecían acercarse a Tiglari. Agitaban sus temibles dardos de espinas; sus hojas, como guadañas, borraban las cuatro lunas con redes de amenazadores arabescos.

Con infinita precaución, el cazador se abrió camino adelante, buscando un hueco en el monstruoso seto. Sus facultades, siempre alertas, estaban agudizadas por el odio y el miedo. El miedo no era por él mismo, sino por la muchacha Athlé, su amada y la más hermosa de su tribu, que había subido sola aquella tarde por el terraplén de corindón y las escaleras de pórfido ante la llamada de Maal Dweb. Su odio era el del enamorado indignado ante el todopoderoso y por todos temido tirano, a quien ningún hombre había visto y de cuya morada ninguna mujer volvía; quien hablaba con una voz de hierro audible en las lejanas ciudades y en las remotas junglas; quien castigaba a los desobedientes con una condena de lluvia de fuego más veloz que el relámpago.

Maal Dweb había tomado a las más hermosas de entre todas las doncellas del planeta Xiccarph; y ninguna mansión de las ciudades amuralladas o de las lejanas cavernas estaba exenta de su escrutinio. Había elegido a no menos de cincuenta chicas durante el periodo de su tiranía; y éstas, abandonando a sus amados y a sus familias voluntariamente, no fuese que la cólera de Maal Dweb descendiese sobre ellos, se habían dirigido una a una a la ciudadela de la montaña y se habían perdido tras sus furtivos muros. Allí, como odaliscas del anciano hechicero, se suponía que habitaban en salones que multiplicaban su belleza con mil espejos; y se decía que tenían como sirvientes a mujeres de bronce y a hombres de hierro.

Tiglari había vertido ante Athlé su torpe adoración y los frutos de su caza, pero, teniendo muchos rivales, no estaba muy seguro de su favor. Imperturbable como el lirio del río, ella había aceptado imparcialmente su adoración y la de los demás, entre los cuales el guerrero Mocair era probablemente el más formidable.

Regresando de su cacería, Tiglari había encontrado a su tribu lamentándose; y, al descubrir que Athlé había partido al harén de Maal Dweb, se dio prisa en seguirla. No había dicho sus intenciones a nadie porque las orejas de Maal Dweb estaban por todas partes; y no sabía si Mocair o alguno de los otros le habían precedido en la salida hacia esta misión desesperada. Pero no era improbable que Mocair ya hubiese arrostrado los oscuros y temibles peligros de la montaña.

Esta idea fue bastante para impulsar a Tiglari adelante haciendo caso omiso de las plantas que se agarraban y de las flores reptilescas. Llegó hasta un hueco en el horrible jardín, y vio las luces azafrán que salían de las ventanas del hechicero. Las luces vigilaban como ojos de dragones y parecían contemplarle con una conciencia maléfica. Pero Tiglari saltó hacia ellas a través del hueco, y escuchó el crujido de las hojas metálicas cerrándose detrás suya.

Ante él, había un jardín abierto, cubierto con una hierba extraña que se retorcía como raros gusanos debajo de sus pies. Prefirió no entretenerse en aquel césped. No había huellas de pisadas sobre la hierba; pero, acercándose al pórtico del palacio, vio una delgada cuerda que alguien había dejado de lado y supuso que Mocair le había precedido. Había senderos de mármol jaspeado a lo largo del palacio, y fuentes que cantaban desde la poca abierta de monstruos tallados. Los portales abiertos no tenían vigilancia, y todo el edificio estaba tan tranquilo como un mausoleo iluminado con lámparas sin viento. Tiglari, sin embargo, desconfiaba de esta apariencia de tranquilidad y reposo, y siguió los senderos fronterizos durante un trecho antes de atreverse a aproximarse más al palacio.

Ciertos animales, grandes e indefinidos, que tomó por los monstruos simiescos de Maal Dweb, pasaron junto a él en la oscuridad. Algunos corrían a cuatro patas, otros mantenían la postura medio erecta de los antropoides; pero todos eran peludos y brutales. No intentaron molestar a Tiglari, sino que, gimoteando patéticamente, se apartaron como para evitarle. Por esta señal, supo que eran auténticos animales y no soportaban el olor con que se había untado los miembros y el torso. Al cabo, alcanzó un pórtico sin lámparas lleno de columnas y, deslizándose silenciosamente como una serpiente de la jungla, entró en la misteriosa morada de Maal Dweb. Había una puerta abierta entre los oscuros pilares; y, más allá de la puerta, distinguía las vagas extensiones de un salón exterior vacío.

Tiglari entró con renovadas precauciones, y empezó a seguir la pared cubierta de tapices. El lugar estaba lleno de perfumes desconocidos, lánguidos y somnolientos; un olor sutil como el de los incensarios en las ocultas alcobas del amor. No le gustaban los perfumes; y el silencio le preocupaba cada vez más. Le parecía que la oscuridad estaba densa con jadeos que no se oían, viva con movimientos invisibles. Lentamente, como el abrirse de grandes ojos amarillos, llamas amarillas se encendieron en las lámparas de cobre del salón. Tiglari se escondió detrás de un tapiz y vio que el salón continuaba desierto.

Finalmente, se atrevió a continuar con su avance. En torno a él, los ricos tapices, decorados con hombres púrpura y mujeres azules en un campo de sangre, parecían agitarse nerviosamente bajo una brisa que él no podía sentir. Pero no había signo alguno de la presencia de Maal Dweb, de sus servidores o de sus odaliscas humanas.

Las puertas a ambos lados del salón, con goznes de ébano y marfil hábilmente emparejados, estaban todas cerradas. En el extremo lejano, Tiglari vio un delgado borde de luz bajo un doble tapiz sombrío. Apartando el tapiz muy suavemente, contempló una enorme habitación, brillantemente iluminada, que parecía ser el harén de Maal Dweb, habitado con todas las chicas que el mago había convocado a su morada. Parecía, de hecho, que había centenares, tumbadas o apoyadas en decorados divanes, o paradas en posturas de languidez o terror. Tiglari distinguió entre la multitud a las mujeres de Ommu—Zain, cuya carne es más blanca que la sal del desierto; las delgadas muchachas de Uthami, que están modeladas con un betún palpitante y que respira; las regias chicas de topacio de la ecuatorial Xala, y las pequeñas mujeres de Ilap, que tienen el color del bronce que empieza a hacerse verde. Pero, entre ellas, no podía encontrar la belleza como de loto de Athlé.

Mucho se asombró ante el número de mujeres y la perfecta inmovilidad que mantenían en sus posturas diversas. Eran como diosas dormidas en un salón encantado de la eternidad. Tiglari, el valiente cazador, estaba pasmado y asustado. Estas mujeres —si en verdad se trataba de mujeres y no de simples estatuas— estaban sin duda sometidas a un hechizo semejante a la muerte. Aquí, en verdad, había una prueba de la hechicería de Maal Dweb. Sin embargo, para continuar con su búsqueda, Tiglari tenía que atravesar la cámara encantada.

Sintiendo que un sueño de mármol podía descender sobre él atravesando el suelo, anduvo conteniendo el aliento y con pasos furtivos de leopardo. En torno a él, las mujeres conservaban su perpetua inmovilidad. Cada una parecía haber caído bajo el hechizo en el instante de una emoción en particular, fuese miedo, asombro, curiosidad, vanidad, cansancio, cólera o voluptuosidad. Su numero era menor de lo que el había supuesto, y el propio cuarto, más pequeño; pero espejos metálicos, que forraban la pared, habían producido una ilusión de multitud e inmensidad.

En el extremo más lejano, apartó un segundo doble tapiz, y miró una cámara crepuscular iluminada vagamente por dos incensarios que despedían un brillo parcialmente coloreado. Los incensarios se levantaban sobre trípodes, uno frente al otro. Entre ellos se levantaba, bajo un baldaquín de algún material oscuro y humeante, con flecos bordados como el pelo de una mujer, una cama, de un color púrpura como la noche, bordeada con pájaros de plata que luchaban contra serpientes doradas. Sobre la cama, con sombríos ropajes, había un hombre reclinado como agotado o dormido. La cara del hombre era vaga bajo las sombras en perpetuo titubeo; pero no pensó Tiglari que éste fuese otro que el sospechoso tirano a quien había venido a matar.

Supo que éste era Maal Dweb, a quien ningún hombre había visto en carne y hueso, pero cuyo poder era manifiesto para todos: el gobernante oculto y omnisciente de Xiccarph; el soberano de los tres soles con todos sus planetas y sus lunas. Como centinelas fantasmales, los símbolos de la grandeza de Maal Dweb, las imágenes de su terrible imperio, se levantaban para hacer frente a Tiglari. Pero la idea de Athlé era una roja niebla que todo lo borraba. Él se olvidó de sus extraños terrores, su temor del palacio mágico. La cólera del amante despojado, la sed de sangre del hábil cazador, despertaron en su interior. Se acercó al hechicero inconsciente; y su mano se apretó en la empuñadura del cuchillo, afilado como una aguja, que había sido mojado en el veneno de las víboras.

El hombre descansaba ante él con los ojos cerrados y un cansancio secreto en su boca y en sus párpados. Parecía meditar más que dormir, como alguien que vagabundea por un laberinto de recuerdos remotos y profundos ensueños. En su torno, las paredes estaban decoradas con adornos funerarios, decorados con figuras oscuras. Sobre él, los incensarios daban un brillo nublado, y difundían por todo el cuarto el soporífero olor de la mirra, que hacía que los sentidos de Tiglari flotasen en una extraña vaguedad.

Agazapado como un tigre, se preparó para atacar. Entonces, controlando el sutil vértigo del perfume, se levantó; y su brazo, con el movimiento como de un dardo de una pesada pero ágil serpiente, golpeó fuertemente el corazón del tirano. Era como si hubiese intentado atravesar una muralla de piedra. En mitad del aire, delante y sobre el mago tumbado, el cuchillo chocó con una sustancia invisible pero impenetrable, y la punta se rompió y cayó con un sonido metálico a los pies de Tiglari. Sin comprender, confuso, miró al ser al que había intentado dar muerte. Maal Dweb no se había movido ni había abierto los ojos; pero su expresión de secreto cansancio estaba hasta cierto punto mezclada con un aire de tenue y cruel diversión.

Tiglari extendió la mano para verificar una curiosa idea que se le había ocurrido. Tal y como sospechara, no había ni un baldaquín ni una cama entre los incensarios, sólo una superficie vertical, ininterrumpida, muy pulida, en la cual la cama y su ocupante, aparentemente, estaban reflejados. Pero, para mayor confusión suya, él mismo no se reflejaba en el espejo.

Se dio la vuelta, pensando que Maal Dweb debería estar en algún otro lugar del cuarto. Incluso mientras se daba la vuelta, los adornos funerarios se apartaron con un susurro, sedoso y siniestro, como movidos por manos invisibles. La cámara recibió de repente una iluminación cegadora; los muros parecieron retroceder de una manera ilimitada; y gigantes desnudos, cuyos miembros y torsos marrón oscuro brillaban como untados con aceite, estaban de pie en posturas amenazadoras por todas partes. Sus ojos brillaban como los de las criaturas de la selva, y cada uno de ellos tenía un enorme cuchillo del cual se había roto la punta.

Esto, pensó Tiglari, era una taumaturgia terrible; y se puso en cuclillas, receloso como un animal enjaulado, para esperar el ataque de los gigantes. Pero estos seres, agazapándose simultáneamente, imitaron sus movimientos. Se dio cuenta de que lo que veía era su propio reflejo, multiplicado en los espejos. Se dio la vuelta. El baldaquín con flecos, la cama de color púrpura oscuro, el soñador reclinado, todo había desaparecido. Sólo quedaban los incensarios, levantándose frente a una pared cristalina que devolvía, como las otras, el reflejo del propio Tiglari.

Confuso y aterrorizado, sintió que Maal Dweb, el mago que todo lo veía, todopoderoso, estaba jugando con él, engañándole con elaboradas burlas. Temerariamente en verdad, Tiglari había enfrentado su simple fuerza y sus conocimientos del bosque contra un ser capaz de semejantes artificios demoniacos. No se atrevía a moverse, apenas se aventuraba a respirar. El monstruoso reflejo parecía contemplarle como un gigante que vigila a un pigmeo cautivo. La luz, que parecía venirse desde lámparas ocultas en los espejos, adquirió un brillo más despiadado y alarmante. Los extremos del cuarto parecieron alejarse; y en las lejanas sombras vio amontonarse vapores con rostros humanos que parecían derretirse y volver a tomar forma inmediatamente y nunca volvían a ser el mismo.

Continuamente, el extraño brillo se volvió más brillante; continuamente, la niebla de las caras, como un humo infernal, se deshacía para volverse a formar detrás de los gigantes inmóviles, en las perspectivas que se alargaban. Cuánto esperó Tiglari, no supo decirlo; el búllante horror congelado de aquel cuarto era algo que estaba apartado del tiempo. De repente, en el aire iluminado, una voz comenzó a hablar; una voz que no tenía tono ni cuerpo, que era decidida, ligeramente despectiva, un poco cansada, ligeramente cruel. Estaba tan cercana como el latido del corazón del propio Tiglari y, sin embargo, infinitamente lejana.

—¿Qué buscas, Tiglari? —dijo la voz—. ¿Crees que puedes entrar con impunidad al palacio de Maal Dweb? Otros, muchos otros con idénticas intenciones, han venido antes que tú. Pero todos han pagado el precio de su temeridad.

—Busco a la doncella Athlé —dijo Tiglari—. ¿Qué has hecho de ella?

—Athlé es muy hermosa. Es voluntad de Maal Dweb hacer un cierto uso de su belleza. Ese uso no debe preocupar a un cazador de bestias salvajes. No eres sabio, Tiglari.

—¿Dónde está Athlé? —insistió Tiglari.

—Ella ha ido a encontrarse con su destino en el laberinto de Maal Dweb. No hace mucho, el guerrero Mocair, quien la había seguido hasta mi palacio, salió, según mi sugerencia, para seguir en su búsqueda entre esos rincones inexplorables de ese laberinto que nunca se agotará. Vete ahora, Tiglari, y búscala también. Hay muchos misterios en mi laberinto; y entre ellos quizá hay uno que estás destinado a resolver.

Una puerta se había abierto en la pared decorada con espejos. Saliendo de los espejos, dos de los esclavos metálicos habían aparecido. Más altos que los hombres vivientes, y brillando de la cabeza a los pies con el brillo implacable de las espadas bruñidas, avanzaron sobre Tiglari. El brazo derecho de cada uno estaba equipado con una gran guadaña. Apresuradamente, el cazador salió por la puerta abierta, y escuchó detrás suyo el arisco estrépito de puertas cerrándose.

La breve noche del planeta Xiccarph aún no había terminado; y todas las lunas habían bajado. Pero Tiglari vio ante él el principio del fabuloso laberinto de Maal Dweb, iluminado por brillantes frutas globulares que colgaban como linternas de arcos de ramaje. Guiándose sólo por sus luces, entró en el laberinto. Al principio, parecía un lugar de fantasías de cuento. Había encantadores senderos, bordeados con árboles graciosos, enrejados con las caras de extravagantes orquídeas que miraban traviesas, que conducían al observador a ocultos y sorprendentes jardines de duendes. Era como si toda esa parte exterior del laberinto hubiese sido planeada por completo para atraer y encantar.

Entonces, con una graduación imprecisa, parecía que el estado de ánimo del diseñador había empeorado, se había vuelto más ominoso y maligno. Los árboles que se alineaban a los lados del camino eran Lacoontes de esfuerzo y de tortura, iluminados por hongos enormes que parecían encender cirios blasfemos. El sendero se dirigía a macabras piscinas iluminadas por fuegos de San Telmo que las envolvían, o ascendía por escalones malignamente inclinados por medio de cavernas de densa hojarasca que brillaban como si fuesen escamas de dragón de bronce. Se dividía a cada giro; las divisiones se multiplicaban, y, hábil como era en la sabiduría de la jungla, le habría resultado imposible a Tiglari volver sobre los pasos de su vagabundeo.

Continuó, con la esperanza de que la casualidad le conduciría junto a Athlé; y muchas veces la llamó por su nombre, pero sólo fue contestado por ecos remotos y burlones o por el aullido dolido de alguna bestia invisible. Ahora estaba ascendiendo por crecimientos como de malignas hidras que se encogían y estiraban tumultuosamente a su paso. El camino se volvía cada vez más iluminado; las flores y los frutos, que brillaban de noche, estaban tan pálidos y enfermizos como los cirios agonizantes de un aquelarre de brujas. El más temprano de los tres soles había salido, y sus rayos, amarillos como la gutazamba, se filtraban por entre las parras, venenosas y escaroladas.

Lejos, y pareciendo caer desde una altura oculta en el laberinto frente a él, escuchó un coro de voces de bronce que eran como campanas parlantes. No podía distinguir las palabras, pero los tonos eran los de un anuncio solemne, cargado de una decisión de gran importancia. Se detuvieron; y no hubo otro sonido más que el susurro y el crujido de las plantas oscilantes.

Mientras Tiglari avanzaba, parecía que cada uno de sus pasos estaba predestinado. Ya no era libre de elegir su propio camino; porque muchos de los senderos estaban cubiertos por cosas que habían crecido sobre ellos, y él prefería no hacerles frente; y otros estaban bloqueados por horribles barricadas de cactus; o terminaban en estanques abarrotados de sanguijuelas mayores que atunes. El segundo y el tercer sol se pusieron, aumentando, con sus rayos esmeralda y carmín, el horror de la extraña red que inevitablemente se cerraba en torno suyo.

Ascendió por escaleras ocupadas por parras reptilescas; por cuestas llenas de aloes que se movían y chocaban. Raramente podía ver los pisos inferiores, o los niveles hacia los que ascendía. En algún lugar del camino sin salida, se encontró con uno de los hombres mono de Maal Dweb: una oscura criatura salvaje, lisa y brillante como una nutría mojada, como si se hubiese bañado en uno de los estanques. Pasó junto a él con un ronco gruñido, apartándose como los demás se habían apartado de su cuerpo repugnantemente untado. Pero en ningún lugar pudo encontrar a la doncella Athlé o al guerrero Mocair, quien le había precedido en el laberinto.

Ahora, llegó a un curioso y pequeño pavimento de ónix, oblongo y rodeado por flores enormes, con tallos como de bronce, y grandes copas inclinadas que podrían haber sido las bocas de quimeras, abriéndose como para mostrar sus rojas gargantas. Avanzó hasta el pavimento a través de un extraño hueco en este singular seto, y se quedó mirando las flores apiñadas sin saber que hacer; porque aquí parecía terminar el camino.

El ónix bajo sus pies estaba húmedo con alguna sustancia desconocida y pegajosa. Una rápida sensación de peligro se despertó dentro de él, y se dio la vuelta para volver sobre sus pasos. A su primer movimiento en dirección a la apertura por la que había entrado, un largo tentáculo rápido como un relámpago se estiro desde el tallo de bronce de cada una de las flores y se enroscó en torno a sus tobillos. Se quedó atrapado e impotente en el centro de esta tirante red. Entonces, mientras se revolvía impotente, los tallos empezaron a inclinarse en su dirección, hasta que las rojas bocas de sus capullos estuvieron cerca de su rodillas, como un círculo de monstruos que le abanicase.

Se acercaron más, casi tocándole. De sus labios salió un líquido, claro e incoloro, goteando lentamente al principio, y, entonces, corriendo en pequeños chorros, descendió en sus pies, tobillos y en sus canillas. Su carne tembló de una manera indescriptible bajo él; hubo una insensibilidad pasajera; entonces notó un escozor furioso como el mordisco de innumerables insectos. Bajo las cabezas de las flores que lo cubrían, vio que sus piernas habían sufrido un cambio misterioso y horripilante. Su natural vellosidad había aumentado, asumiendo una densidad como la de la piel de los monos; las propias canillas habían encogido y los pies se habían alargado, con los dedos de los pies como torpes dedos de la mano, como los poseídos por los animales de Maal Dweb.

En un paroxismo de alarma sin nombre, sacó su cuchillo de punta rota y empezó a atacar a las flores. Era como si hubiese atacado a la cabeza con armadura de dragones, o si golpease campanas de hierro resonante. La hoja se rompió por la empuñadura. Entonces, los capullos, levantándose terriblemente, estaban apoyados en su cintura, bañando sus caderas y sus muslos en su delgado y maléfico babeo.

Con la sensación de alguien que se ahoga en una pesadilla, escuchó el asustado grito de una mujer. Sobre las flores inclinadas, contempló una escena que el hasta aquel momento impenetrable laberinto revelaba como por arte de magia. A unos cincuenta pies de distancia, al mismo nivel del pavimento de ónix se levantaba un estrado de piedra, blanca como la luna, en cuyo centro la doncella Athlé, saliendo del laberinto por una calzada elevada de pórfido, se había parado en una actitud de asombro. Ante ella, en las garras de un inmenso lagarto de mármol, se levantaba sobre el estrado un espejo redondo de metal semejante al acero sostenido en posición vertical.

Athlé, como fascinada por alguna extraña visión, estaba mirando el disco. A medio camino entre el pavimento y el estrado, una fila de delgadas columnas de bronce se elevaban a anchos intervalos, coronadas con cabezas de bronce como una demoníaca frontera.

Tiglari habría llamado en voz alta a Athlé. Pero en ese momento. ella dio un único paso adelante hacia el espejo, como si hubiese sido atraída por algo que veía en sus profundidades; y el disco apagado pareció brillar con una oculta llama incandescente. Los ojos del cazador fueron cegados por los afilados rayos que fueron despedidos en aquel instante, envolviendo y transfigurando a la doncella. Cuando la ceguera se aclaró en manchas de color que se movían, vio cómo Athlé, en una postura rígida como la de una estatua, aún miraba el espejo con ojos sorprendidos. Ella no se había movido; el asombro estaba congelado en su rostro; y Tiglari se dio cuenta de que era como las mujeres que dormían su sueño encantado en el harén de Maal Dweb.

Incluso mientras se le ocurría esta idea, escuchó el resonante coro de voces metálicas que parecían partir de las demoniacas cabezas talladas, colocadas sobre las columnas.

—La doncella Athlé —anunciaron las voces con tonos solemnes y ominosos— se ha contemplado a sí misma en el espejo de la eternidad, y ha marchado más allá de los cambios y de la corrupción del tiempo.

Tiglari se sintió como si se estuviese hundiendo en algún oscuro y terrible pantano. No comprendía nada de lo que le había sucedido a Athlé; y su propio destino era un enigma igualmente oscuro, más allá de las soluciones de un sencillo cazador. Ahora, los capullos se habían levantado hasta sus hombros, y estaban bañando sus brazos y su cuerpo. Bajo su horrible alquimia, la transformación continuó. Una larga mata de pelo creció en su torso, que se ensanchaba; los brazos se alargaron, se volvieron simiescos; las manos adquirieron un parecido a sus pies. Del cuello para abajo, Tiglari no se distinguía en nada de las simiescas criaturas del jardín.

En un horror abyecto e impotente, esperó la terminación de la metamorfosis. Entonces, se dio cuenta de que un hombre, vistiendo ropajes sombríos, con los ojos y la boca repletos del cansancio de cosas extrañas, estaba de pie junto a él, acompañado de dos autómatas de manos como guadañas.

Con una voz un poco lánguida, el hombre pronunció una palabra que resonó en el aire con ecos prolongados y misteriosos. El círculo de flores inclinadas se apartó de Tiglari, recuperando sus anteriores posiciones verticales en un seto apretado, y los tentáculos como cables fueron apartados de sus tobillos. Apenas capaz de comprender su liberación, escuchó un sonido de voces de bronce, y supo vagamente que las cabezas demoniacas de las columnas habían hablado de nuevo, diciendo:

—El cazador Tiglari ha sido bañado en el néctar de los capullos de la vida primordial, y se ha vuelto a todos los efectos, del cuello para abajo, como las bestias que cazaba.

Cuando el coro hubo cesado, el hombre cansado, de oscuro ropaje, se acercó y se dirigió a él.

—Yo, Maal Dweb, había planeado darte el mismo trato que precisamente había dado a Mocair y a muchos otros. Mocair era la bestia que te encontraste en el laberinto, con su pelaje recién hecho, aún liso y brillante a causa del efecto del licor de las flores; y viste a alguno de sus predecesores dando vueltas por el palacio. Sin embargo, me he dado cuenta de que mis caprichos no son siempre los mismos. Tú, Tiglari, a diferencia de los otros, permanecerás humano del cuello para arriba, y eres libre para continuar tus vagabundeos por el laberinto, y escapar de él si puedes. No deseo volver a verte. Y mi clemencia nace de otra fuente que no es aprecio para los de tu clase. Vete ahora; el laberinto tiene muchas vueltas que aún estás por recorrer.

Un gran temor descendió sobre Tiglari; su nativa fiereza, su voluntad de salvaje, fueron domesticados por la lánguida voluntad del brujo. Con una mirada hacia atrás, llena de preocupación y asombro por Athlé, se retiró obediente, inclinándose como un mono enorme. Con su pelo bulléndole húmedo bajo los tres soles, se desvaneció en el laberinto.

Maal Dweb, acompañado de sus esclavos de metal, se inclinó sobre la figura de Athlé, que aún contemplaba el espejo con ojos asombrados.

—Mong Lut —dijo dirigiéndose por su nombre al autómata más próximo, que le seguía pegado a sus talones—. Ha sido, como tú sabes, mi capricho eternizar la frágil belleza de las mujeres. Athlé, como muchas otras antes que ella, ha explorado mi ingenioso laberinto, y ha mirado en el espejo cuya repentina radiación convierte la carne en una piedra más hermosa que el mármol y no menos duradera. Además, como tú sabes, ha sido mi capricho convertir a los hombres en bestias mediante el copioso fluido de ciertas flores artificiales, para que así su aspecto exterior se conformase más estrictamente a su naturaleza interior. ¿No está bien, Mong Lut, que yo haya hecho estas cosas? ¿Acaso no soy Maal Dweb, en quien residen todo el poder y todo el conocimiento?

—Sí, amo —repitió el autómata como un eco—. Tú eres Maal Dweb, el que todo lo sabe, el que todo lo puede. Está bien que tú hayas hecho estas cosas.

—Sin embargo —continuó Maal Dweb—, la repetición de hasta las más notables taumaturgias puede volverse aburrida después de un cierto número de veces. Yo no creo que vuelva a tratar a ninguna mujer de esta manera, o a ningún hombre. ¿No está bien, Mong Lut, que varíe en el futuro mis hechicerías? ¿Acaso no soy Maal Dweb, de infinitos recursos?

—En verdad eres Maal Dweb —asintió el autómata—. Y en verdad estará bien que diversifiques tus encantamientos.

Maal Dweb no se quedó insatisfecho con las respuestas que el autómata le había ofrecido. Poco deseaba otra conversación que no fuese el férreo eco de sus metálicos servidores, que siempre estaban conformes con todo lo que él decía, y le ahorraban el tedio de las discusiones.

Y puede que hubiese momentos en que se cansaba un poco hasta de esto, y prefería el silencio de las mujeres petrificadas o el mutismo de las bestias que ya no podían llamarse a si mismas hombres.

Clark Ashton Smith (1893-1961)




Relatos góticos. I Relatos de Clark Ashton Smith.


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El análisis y resumen del cuento de Clark Ashton Smith: El laberinto de Maal Dweb (The Maze of Maal Dweb), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

No es lo que se puede llamar un final feliz, ni siquiera para el villano. Quien a pesar de tener esas mujeres en su poder, tiene un creciente hastío.
Lo que no quita que sea una gran historia, tal vez es una de las razones.

M. Cabrera dijo...

Una historia agridulce, magnífica y exótica como el propio laberinto. Muchas gracias.



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Poema de Elizabeth Bishop.
Relato de Mary E. Wilkins Freeman.
El libro de los vampiros.