«La lente de diamante»: Fitz-James O'Brien; relato y análisis


«La lente de diamante»: Fitz-James O'Brien; relato y análisis.




La lente de diamante (The Diamond Lens) es un relato fantástico del escritor irlandés Fitz-James O'Brien (1828-1862), publicado originalmente en la edición de enero de 1858 de la revista The Atlantic Monthly, y luego reeditado en la antología de 1881: Los poemas y relatos de Fitz-James O'Brien (The Poems and Stories of Fitz-James O'Brien).

La lente de diamante, quizás uno de los mejores cuentos de Fitz James O'Brien, relata la historia de un científico loco que, mediante un poderoso microscopio de su propia invención, descubre un mundo extraordinariamente complejo y hermoso en una gota de agua. En sus estudios de este universo infinitesimal, poblado de maravillas, el científico se enamora, o mejor dicho, se obsesiona, con una bella, diminuta, y misteriosa mujer.

Con el tiempo, los mundos microscópicos llegarían a convertirse en un verdadero cliché de la ciencia ficción y el relato pulp, pero es en La lente de diamante de Fitz James O'Brien donde este recurso encuentra su versión más ingeniosa.




La lente de diamante.
The Diamond Lens, Fitz-James O'Brien (1828-1862)

Desde una época muy temprana de mi vida, todas mis inclinaciones fueron para las investigaciones microscópicas. Cuando no tenía más de diez años, un pariente lejano de nuestra familia, esperando asombrar mi falta de experiencia, me fabricó un microscopio sencillo perforando, en un disco de cobre, un pequeño agujero en el que una gota de agua pura se sostenía por atracción capilar. Es cierto que este aparato muy rudimentario, que aumentaba unas cincuenta veces, solo presentaba unas formas indistintas e imperfectas, pero ya eran lo bastante maravillosas como para elevar mi imaginación a un grado de excitación preternatural.

Al verme tan interesado por aquel instrumento basto, mi primo me explicó todo lo que sabía sobre los principios del microscopio, me contó algunas de las maravillas que se habían podido realizar con él, y finalmente me prometió que me enviaría uno correctamente construido, nada más volviera a su ciudad. Conté los días, las horas, los minutos que separaron esta promesa de su partida.

Aproveché con entusiasmo cualquier sustancia trasparente que se parecía, aunque remotamente, a una lente, y la utilicé en vanos intentos de fabricar aquel instrumento de cuya construcción entendía por aquel entonces vagamente la teoría. Todos los paneles de cristal que llevaban aquellos nudos achatados y esferoides que se conocen familiarmente como ojos de buey eran despiadadamente destrozados con la esperanza de obtener unas lentes de maravillosa potencia. Hasta llegué a extraer el líquido cristalino de los ojos de los peces y otros animales e intenté usarlo como microscopio. Me declaro culpable de haber robado los cristales de las gafas de mi tía Agatha, con la vaga idea de convertirlas en unas lentes de maravillosas propiedades amplificadoras; no es necesario decir que fallé totalmente en este intento.

Por fin, el instrumento prometido llegó. Era uno de esa clase llamada microscopio simple de Field y probablemente habría costado unos quince dólares. Desde el punto de vista educacional, no se podía haber elegido un aparato mejor. Venía acompañado de un pequeño tratado sobre el microscopio, su historia, usos y descubrimientos. Por primera vez entendí Las Mil y una Noches. El espeso velo de la existencia ordinaria que colgaba encima del mundo pareció apartarse de repente, dejando al desnudo una tierra en encantos. Mi sentimiento hacia mis compañeros debía de ser el de un vidente hacia las masas ordinarias de los hombres. Mantenía conversaciones con la naturaleza en un idioma que no podían entender.

Estaba en comunicación diaria con maravillas vivas que no habrían imaginado ni en sus más desenfrenadas visiones; penetraba más allá del portal externo de las cosas y erraba entre santuarios. Donde veían solamente una gota de agua rodando lentamente en el cristal de la ventana, yo veía un universo de seres animados con todas las pasiones comunes a la vida física, forcejeando en su diminuta esfera como fieras y tan intensas como las de los hombres. En las comunes manchas de moho, que mi madre, como toda buena ama de casa, sacaba ferozmente con una cuchara de sus botes de mermelada, residían para mí, bajo el nombre de moho, jardines encantados, cubiertos de valles y avenidas del más denso follaje y el más extraordinario verdor, mientras que en las fantásticas ramas de estos bosques microscópicos colgaban frutos extraños con destellos verdes, plateados y dorados.

En aquellos tiempos, no era la sed de ciencia lo que llenaba mi mente. Era el puro placer del poeta al que un mundo de maravillas acabada de ser revelado. No hablé con nadie de mis placeres solitarios. Solo con mi microscopio, debilité mi vista, día tras día y noche tras noche, escudriñando las maravillas que me descubría. Era como el que, habiendo descubierto que el antiguo Edén todavía existía en toda su gloria primitiva, se resolviera por disfrutar de aquello en la soledad, y nunca revelara el secreto de su ubicación a los mortales. El rumbo de mi vida se determinó en aquel momento. Me destinaba a ser microscopista.

Por supuesto, como cualquier novato, me imaginaba como un descubridor. Era ignorante por aquel entonces de los miles de intelectos agudos comprometidos en el mismo afán que yo, y con la ventaja de poseer instrumentos miles de veces más potentes que el mío. Los nombres de Leeuwenhoek, Williamson, Spencer, Ehrenberg, Schultz, Dujardin, Schact y Schleiden me eran totalmente desconocidos, o, si los conocía, no tenía idea de sus pacientes y maravillosas investigaciones. En cada nuevo espécimen de criptógama que colocaba debajo de mi instrumento, creía descubrir maravillas de las que el mundo aún no sabía nada. Recuerdo perfectamente la emoción provocada por el encanto y la admiración que me invadió la primera vez que descubrí como el rotífero común (Rotifera vulgaris) expandía y contraía sus eslabones flexibles y cómo parecía dar vueltas en el agua.

Desafortunadamente, cuando me hice mayor, y conseguí algunos tratados sobre mi tema favorito de estudio, descubrí que sólo me encontraba en el umbral de una ciencia de la investigación de la cual algunos de los hombres más grandes de la época estaban dedicando sus vidas y sus inteligencias.

Al hacerme mayor, mis padres, que veían poca probabilidad de que resultara algo práctico de la observación de pedazos de musgo y de gotas de agua a través de un tubo de latón y de un trozo de cristal, se preocuparon de que eligiera una profesión.

Su deseo era que entrara en la oficina de contabilidad de mi tío, Ethan Blake, un próspero comerciante que tenía un negocio en Nueva York. Me opuse a esta sugerencia con resolución. No tenía gusto por el comercio; no haría otra cosa que fracasar; me negué a hacerme comerciante. Pero era necesario que eligiera alguna actividad. Mis padres eran unas personas serias de Nueva Inglaterra, que insistían sobre la necesidad de trabajar, y, por lo tanto, a pesar de que, gracias al legado de mi pobre tía Agatha, iba a heredar, cuando llegue a la mayoría de edad, una pequeña fortuna suficiente para ponerme fuera de la necesidad, se decidió que, en lugar de esperar aquella herencia, actuaría de la manera más noble, y me convertiría en una persona independiente en el transcurso de esos años.

Después de mucha reflexión, accedí a los deseos de mi familia y elegí una profesión. Decidí estudiar medicina en la Academia de Nueva York. Esta disposición de futuro me convenía. Un alejamiento de mis padres me permitiría disponer de mi tiempo a mi antojo, sin miedo de ser descubierto. Mientras pagara las tasas de la Academia, podría zafarme de la asistencia a las clases si quería; y, como no tenía la menor intención de asistir a un examen, no había peligro de que me pillaran. Además, una metrópolis era mi lugar. En ella podría conseguir excelentes instrumentos, las publicaciones más recientes, proximidad con los hombres cuyos estudios se emparentaban con los míos; en breve, todo lo necesario para asegurar una dedicación provechosa de mi vida a mi querida ciencia. Tenía dinero en abundancia, pocos deseos que no fueran vinculados con mi espejo luminoso por una parte y mi objetivo por otra; por lo tanto, ¿qué iba a impedir que me convirtiera en un famoso investigador de mundos desconocidos? Fue con la esperanza más optimista que abandoné mi hogar de Nueva Inglaterra y me instalé en Nueva York.


Mi primer paso, por supuesto, fue encontrar una vivienda adecuada. La conseguí, después de un par de días de búsqueda, en la Cuarta Avenida; un segundo piso muy bonito, sin amueblar, con una sala de estar, una habitación para dormir y otra habitación más pequeña que destiné a mi laboratorio. Amueblé mi alojamiento de manera simple, pero bastante elegante, y luego dediqué toda mi energía a la decoración del templo de mi culto. Visité a Pike, el famoso óptico, y pasé revista a su espléndida colección de microscopios —los compuestos de Field, los de Hingham, de Spencer, el binocular de Nachet (basado en el principio del estereoscopio)—, y finalmente, me fijé en el modelo conocido como Microscopio de tornillo de Spencer, que combinaba una mayoría de mejoras con una libertad casi perfecta de vibración. Junto con esto, compré todos los accesorios posibles: tubos, micrómetros, una cámara clara, palanca, condensadores acromáticos, iluminadores de nube blanca, prismas, condensadores parabólicos, aparato de polarización, fórceps, cajas acuáticas, tubos para pescar, con una multitud de otros artículos, todos de utilidad en las manos de un microscopista con experiencia, pero, como averiguaría después, sin el menor valor para mí.

Son necesarios años de práctica para saber utilizar un microscopio complicado. El óptico me miraba con suspicacia mientras hacía estas valiosas compras. Obviamente, dudaba entre considerarme como una celebridad científica o como un loco. Creo que se inclinó por la segunda opción. Creo que estaba loco. Todo gran genio está loco por la disciplina en la que es el mejor. El loco fracasado cae en desgracia y es llamado lunático.

Loco o no, me puse a trabajar con un entusiasmo que pocos estudiantes de ciencias han igualado. Lo tenía que aprender todo sobre el difícil estudio al que me estaba dedicando, el cual implicaba la más constante paciencia, las más rigurosas facultades analíticas, la mano más firme, el ojo más incansable, las manipulaciones más precisas y meticulosas.

Durante mucho tiempo, la mitad de mi material permaneció inactivo en las estanterías de mi laboratorio, que ahora estaba más lleno de todo tipo de artilugios destinados a facilitar mis investigaciones. El caso es que no sabía cómo utilizar algunas de mis herramientas científicas —nunca me habían enseñado la ciencia de los microscopios— y los de los que entendía la teoría eran de poco provecho mientras no alcanzaba con la práctica la delicadeza necesaria a su manejo. De todas formas, tales eran mi furia de ambición, la perseverancia incansable de mis experimentos, que, por muy difícil de creer que sea, en un año me convertí, en la teoría y en la práctica, en un microscopista cumplido.

Durante aquella época de mis trabajos, en la que sometí a la acción de mis lentes especímenes de cualquier sustancia presentada a mi mirada, me convertí en un descubridor —de una manera modesta, es cierto, ya que era muy joven— pero aún así, en un descubridor. Fui yo el que desmontó la teoría de Ehrenberg según la cual el Volvox globator era un animal, y demostré que sus mónadas con estómagos y ojos era simplemente las fases de la formación de una célula vegetal, y que eran, al llegar a su estado de madurez, incapaces del acto de conjugación, o de cualquier acto realmente generativo, sin el cual ningún organismo vivo, habiendo alcanzado un nivel superior al del vegetal, puede ser considerado como completo. Fui yo el que explicó que el extraordinario problema de la rotación en las células y los pelos de las plantas era debido a la atracción ciliar, a pesar de las aseveraciones de Wenham y otros que decían que mi explicación era el resultado de una ilusión óptica.

Pero a pesar de estos descubrimientos, y del trabajo y los esfuerzos que requirieron, me sentía horriblemente insatisfecho. A cada paso, me encontraba limitado por las imperfecciones de mis instrumentos. Como todos los microscopistas activos, dejaba libre curso a mi imaginación. De hecho, es un motivo de queja tan frecuente el que suplan los defectos de sus instrumentos con las creaciones de sus cerebros. Imaginaba que la naturaleza se componía de profundidades más allá de las profundidades y que la potencia limitada de mis lentes me prohibía explorarlas. Me quedaba despierto por las noches construyendo microscopios imaginarios de una potencia incalculable, con los cuales me veía traspasar todas las capas de la materia hasta llegar al átomo original.

¡Cuántas veces eché pestes contra esos medios que, por ignorancia, la necesidad me obligaba a utilizar! ¡Cómo deseé descubrir el secreto de una lente perfecta, cuya capacidad de amplificación sería limitada únicamente por la solubilidad del objeto, y que, al mismo tiempo, no presentaría problemas de aberración esférica y cromática; en resumidas cuentas, que permitiera obviar todos los obstáculos contra los cuales el pobre microscopista tropieza continuamente! Me convencí de que la construcción de un microscopio simple, compuesto de una sola lente de una capacidad tan enorme pero perfecta, era posible. Intentar alcanzar tal extremo con un microscopio compuesto habría consistido en empezar por el fin; la otra posibilidad era intentar remediar parcialmente los defectos mismos del instrumento más simple que, si la operación resultaba exitosa, no habría dejado mucho que desear.

Fue en este estado de ánimo que me convertí en un microscopista constructivo. Después de un nuevo año dedicado a este nuevo propósito, experimentando con todo tipo de sustancias imaginables —vidrio, gemas, sílex, cristales, cristales artificiales formados mezclando varios materiales vítreos—; en resumen, después de construir tantas variedades de lentes como ojos tiene Argos, me encontré exactamente en mi punto de partida, sin haber logrado nada, salvo un extenso conocimiento sobre la fabricación del vidrio. Casi me muero de desesperación. Mis padres se sorprendieron de mi aparente voluntad de progresar en mis estudios de medicina (no había asistido a una sola clase desde que había llegado a la ciudad), y los gastos de mi búsqueda loca habían sido suficientemente importantes para ponerme en un serio aprieto.

Estaba en este estado de ánimo un día, experimentando en mi laboratorio con un pequeño diamante —esta piedra, por su gran poder refractante, siempre me había llamado más la atención que cualquier otra— cuando un joven francés que vivía en la planta de abajo, y que acostumbraba a visitarme de vez en cuanto, entró en la habitación.

Jules Simon tenía varios rasgos del carácter hebreo: el amor por las joyas, por los trajes, y por la buena vida. Algo misterioso había en él. Siempre tenía algo que vender, y sin embargo se movía por la alta sociedad. Cuando digo vender, quizás debería decir andar vendiendo; en efecto, sus operaciones se limitaban generalmente a la colocación de artículos únicos. Cuando amueblé mis habitaciones me hizo una visita, que terminó por mi compra de una lámpara antigua de plata, de la que me aseguró que era una Cellini y de algunas chucherías para mi salón. Nunca pude imaginar por qué Simon se dedicaba a este pequeño negocio. Aparentemente tenía mucho dinero, y tenía sus entradas en las mejores casas de la ciudad. Llegué finalmente a la conclusión que esta venta ambulante era una tapadera para disimular algún negocio más importante, e incluso llegué a creer que mi joven conocido estaba implicado en la trata de esclavos. Pero eso no era asunto mío.

—¡Ah! ¡Mon ami!, lanzó, antes de que pudiera siquiera saludarle. He sido testigo de una de las cosas más asombrosas del mundo. Estaba paseando hacia la casa de Madame… ¿Cómo se llama este pequeño animal, le renard, en latín?

Vulpes, contesté.

—¡Ah! Sí, Vulpes. Estaba paseando hacia la casa de Madame Vulpes.

—¿La médium?

—Sí, la gran médium. ¡Cielo Santo! ¡Qué mujer! Escribo en un trozo de papel varias preguntas acerca de unos asuntos de los más secretos, ocultos en los abismos de lo más profundo de mi corazón; y mire, por ejemplo, lo que pasa: ese demonio de mujer me contesta la más auténtica verdad sobre estas cuestiones. Me cuenta cosas de las que no me gusta hablar a mí mismo. ¿Qué tengo que pensar? ¡Tengo los pies en la tierra!

—¿Debo entender, señor Simon, que esta señora Vulpes contestó a preguntas que usted escribió en secreto, y que estaban relacionadas con eventos conocidos únicamente de usted?

—¡Ah! Más que eso, más que eso —contestó, con cierta inquietud—. Me contó cosas… —Pero, añadió después de una pausa, y cambiando de repente su tono—, ¿por qué ocuparnos de estos disparates? No fue más que biología, sin ninguna duda. ¿Pero por qué estamos aquí, mon ami? He tenido la oportunidad de descubrir la cosa más bella que pueda imaginar: un jarrón con lagartos verdes, diseñado por el gran Bernard Palissy. Está en mi piso; subamos. Se lo enseñaré.

Seguí a Simon mecánicamente; pero mis pensamientos estaban alejados de Palissy y su artículo esmaltado, aunque, como él, estaba buscando en la oscuridad hacer un gran descubrimiento. La mención fortuita de la espiritista, Madame Vulpes, me puso en una nueva pista. ¿Y si, gracias a la comunicación con organismos más agudos que el mío propio, iba a alcanzar de un sólo golpe el objetivo al que quizás una vida de esfuerzo mental angustioso no me permitiría nunca llegar? Mientras le compraba el jarrón de Palissy a mi amigo Simon, estaba organizando mentalmente mi visita a Madame Vulpes.


Dos noches después, habiendo llegado a un acuerdo por correo y con la promesa de unos honorarios generosos, encontré a Madame Vulpes esperándome en su domicilio, sola.

—¿Viene usted para una comunicación, señor Linley? —dijo la médium, con un tono de voz formal.

—Tengo cita, sí.

—¿Qué tipo de comunicación desea, una escrita?

—Sí, quisiera una escrita.

—¿De algún espíritu en concreto?

—Sí.

—¿Conoció usted a este espíritu en la tierra?

—Nunca. Murió mucho antes de que naciera. Sólo quiero obtener de él algunos datos que él es más susceptible de dar que cualquier otro.

—¿Quiere sentarse en la mesa, señor Linley —dijo la médium—, y poner sus manos sobre ella?

Obedecí. La señora Vulpes estaba sentada frente a mí, también con las manos sobre la mesa. Nos quedamos así durante un minuto y medio, cuando una violenta sucesión de golpes se hizo notar en la mesa, en el respaldo de mi silla, en el suelo debajo de mis pies, e incluso en los paneles de la ventana. La señora Vulpes sonrió serenamente.

—Están muy fuertes esta noche —observó—. Tiene suerte —Y continuó—: ¿Quieren los espíritus comunicar con este caballero?

Rotunda afirmativa.

—¿Quiere comunicar el espíritu con el que desea hablar?

Unos golpes muy confusos siguieron esta pregunta.

—Entiendo lo que quieren. Quieren que escriba usted el nombre del espíritu con el que desear conversar. ¿Es eso? —añadió, hablando a sus invisibles invitados.

Las numerosas respuestas afirmativas confirmaron la evidencia. Mientras se prolongaban, rompí un trozo de papel de mi libreta de bolsillo y garabateé un nombre debajo de la mesa.

—¿Quiere el espíritu comunicar por escrito con este caballero?

Después de un momento, su mano se agitó con tanta fuerza que la mesa vibraba. Dijo que un espíritu había sujetado su mano e iba a escribir. Le acerqué unas hojas de papel que estaban en la mesa y un lápiz. El texto decía: No está aquí, pero lo hemos mandado llamar.

Hubo una pausa de un minuto más o menos, durante la cual la señora Vulpes quedó perfectamente silenciosa, pero los golpes seguían a intervalos periódicos. Transcurrido este corto periodo, la mano de la médium fue de nuevo agitada por un temblor convulsivo, y escribió, bajo esta extraña influencia, unas palabras en el papel, que me tendió. Eran las siguientes: Estoy aquí. Pregúntame. Leeuwenhoek.

Estaba asombrado. El nombre era idéntico al que había escrito debajo de la mesa, y que había escondido cuidadosamente. No era nada probable que una mujer inculta supiera siquiera el nombre del gran padre del microscopio. Puede haber sido biología; pero esta teoría pronto fue condenada para ser destruida. Escribí en mi papel, ocultándolo de la medium, una serie de preguntas que, para no hacerlo aburrido, presento con sus respuestas, en el orden en el que se hicieron:

Yo: ¿Puede el microscopio llegar a la perfección?

Espíritu: Sí.

Yo: ¿Soy destinado a llevar a cabo esta gran tarea?

Espíritu: Lo eres.

Yo: Quiero saber cómo proceder para alcanzar este fin. Por el amor que tienes por la ciencia, ¡ayúdame!

Espíritu: Un diamante de ciento cuarenta quilates, sometido a corrientes electromagnéticas durante un periodo largo, provocará una reorganización de sus átomos inter se y a partir de esta piedra crearás la lente universal.

Yo: ¿Resultarán grandes descubrimientos gracias a una lente de este tipo?

Espíritu: Tan grandes que todo lo que ha venido antes no es nada.

Yo: Pero el poder refractante del diamante es tan inmenso que la imagen se formará dentro de la lente. ¿Cómo superar esta dificultad?

Espíritu: Perfora la lente por su eje, y la dificultad será eliminada. La imagen se formará en el espacio perforado, que servirá de tubo a través del cual se mirará. Ahora me llaman. Buenas noches.

No puedo describir el efecto que tuvo sobre mí estas extraordinarias comunicaciones. Me sentí completamente desconcertado. Ninguna teoría biológica podía justificar el descubrimiento de la lente. La médium debía, por medio de un una relación biológica con mi alma, haber llegado tan lejos como para leer mis preguntas y contestarlas de manera coherente. Pero la biología no podía dar la facultad de descubrir estas corrientes magnéticas que alterarían tanto los cristales del diamante como para remediar sus defectos previos y hacer que su pulido se convirtieran en la lente perfecta. Es cierto que alguna teoría de este tipo me había pasado por la cabeza; pero de ser así, se me había olvidado. En mi excitado estado de ánimo, no tenía otra opción que convertirme, y fue en un estado de más dolorosa exaltación nerviosa que me fui de la casa de la médium aquella noche.


Había luz en la habitación de Simon cuando llegué a mi casa. Un vago impulso me alentó a hacerle una visita. Cuando abrí la puerta de su salón sin haber sido anunciado, estaba de espaldas, inclinado debajo de una lámpara Carcel, aparentemente ocupado a examinar detalladamente algún objeto que tenía en las manos. Cuando entré, se sobresaltó bruscamente, metió la mano dentro de su bolsillo de pecho, y se dio la vuelta en mi dirección, la cara carmesí de confusión.

—Simon —dije—, llego de visitar a la señora Vulpes. Tenía razón cuando dijo que es un demonio de mujer. Me dijo unas cosas maravillosas esta noche. ¡Ah! ¡Si sólo pudiera conseguir un diamante que pesara ciento cuarenta quilates!

—¡No! —gritó en francés—. ¡No! ¡No lo conseguirá! ¡Es pérfido! ¡Lo ha consultado con aquel demonio, y desea mi tesoro! ¡Pero tendré que morir primero! ¡Yo, yo soy valiente! ¡No me puede dar miedo!

Todo esto, proferido con una voz fuerte, que temblaba de excitación, me asombró. Me di cuenta de un vistazo que había pisado accidentalmente los límites del secreto de Simon, sea cual sea. Tenía que tranquilizarle.

—Querido Simon, dije. No sé en absoluto a qué se refiere. He ido a visitar a la señora Vulpes para consultarle sobre un problema científico, y he descubierto que la solución a este problema es un diamante del tamaño que acabo de mencionar. En ningún momento durante la noche usted ha sido aludido; ni siquiera, por lo que a mí se refiere, en pensamiento. ¿Qué significa este arrebato? Si se da la casualidad de que tiene un juego de diamantes de valor en su posesión, no tiene nada que temer de mí. No podría poseer el diamante que necesito; o, si lo poseyera, no estaría usted viviendo aquí.

Algo en mi tono debió de tranquilizarle completamente. Rió, y dijo que debía soportarle; que en ciertos momentos era víctima de una especie de vértigo, que se delataba por discursos incoherentes, y que los ataques desaparecían tan rápido como habían llegado.

—Simon, olvidemos todo eso con una botella de Borgoña. Tengo abajo una caja de Clot Vougeot de la casa Lausseure, fragrante como los olores de la Côte d’Or y rojizo como el sol de esta zona. Vayamos por un par de botellas. ¿Qué le parece?

Saqué el vino y nos sentamos a beber. Era una cosecha famosa, la de 1848, un año en el que guerra y vino prosperaron juntos, y su jugo puro pero fuerte parecía conferir una nueva vitalidad al organismo. Cuando tuvimos medio acabada la segunda botella, la cabeza de Simon, que sabía débil, empezó a ceder, mientras yo permanecía tan tranquilo como siempre, y no sólo eso, sino que cada trago parecía enviar una descarga de vigor por mis miembros. La pronunciación de Simon se volvió cada vez más indistinta. Empezó a cantar canciones francesas de una tendencia que no era muy moral. Me levanté de repente de la mesa justo cuanto llegaba a la conclusión de esos versos incoherentes, y, fijándole mis ojos con una sonrisa tranquila, dije:

—Simon, le he engañado. Me enteré de su secreto esta noche. Tiene que ser igualmente sincero conmigo. La señora Vulpes, o mejor dicho, uno de sus espíritus, me lo dijo todo.

Se sobresaltó de horror. Su embriaguez pareció desvanecerse de momento, e hizo un gesto hacia el arma que había dejado un rato antes, lo detuve de la mano.

—¡Monstruo! —gritó—. ¡estoy arruinado! ¿Qué voy a hacer? ¡Nunca lo conseguirá! ¡Lo juro por mi madre!

—No lo quiero —dije—; descanse tranquilamente, pero sea sincero conmigo. Cuéntemelo todo.

La embriaguez pareció resurgir. Protestó con una sinceridad llorona que estaba totalmente equivocado, que estaba ebrio; luego me pidió que jurara no revelar nunca nada, y prometió revelarme el misterio. Por supuesto, le prometí todo. Con una mirada intranquila en los ojos, y las manos temblorosas por la bebida y los nervios, sacó una pequeña caja de su pecho y la abrió. ¡Cielos! ¡Cómo estalló la tenue luz de la lámpara en miles de flechas prismáticas al caer sobre un enorme diamante rosa que brillaba en la caja! No era conocedor de diamantes, pero me di cuenta de un vistazo de que se trataba de una gema de un tamaño y una pureza excepcionales.

Miré a Simon con asombro y con envidia. ¿Cómo podía haber obtenido este tesoro? En respuesta a mis preguntas, sólo pude sacar de sus declaraciones de borracho que había supervisado una cuadrilla que trabajaban al lavado de diamantes en Brasil; que había visto cómo uno de ellos escondía un diamante. En lugar de avisar a sus patrones, había vigilado discretamente al esclavo hasta que lo vio enterrar su tesoro. Añadió que, de acuerdo con una práctica oriental, le había dado a su diamante el fantasioso nombre de El Ojo de la mañana.

Mientras Simon me contaba eso, observé atentamente el diamante. Nunca había contemplado nada tan hermoso. Todo el esplendor nunca imaginado o descrito de la luz parecía palpitar en sus cámaras cristalinas. Su peso, me lo había dicho Simon, era exactamente de ciento cuarenta quilates. Era una coincidencia extraordinaria. Parecía una intervención de la mano del destino. ¡La misma noche en la que el espíritu de Leeuwenhoek me comunicó el gran secreto del microscopio, el inestimable recurso que me mandó utilizar se encontraba a mi alcance! Decidí, en la más perfecta reflexión, apoderarme del diamante de Simon.

Me senté frente a él mientras cabeceaba sobre su copa, y con calma le di vueltas a todo el asunto. En ningún momento consideré la insensata posibilidad de cometer un robo común, lo cual por supuesto sería descubierto, o por lo menos supondría huida y ocultación, ambas cosas que interferirían con mis planes científicos. No había más que un paso que dar: matar a Simon. Después de todo, ¿qué era la vida de un pequeño vendedor ambulante en comparación con los intereses de la ciencia? Todos los días se sacan seres humanos de las cárceles de condenados a muerte para ser el objeto de los experimentos de los cirujanos. Este hombre, Simon, era, según su propia confesión, un criminal, un ladrón, y creía en mi alma que era un asesino.

Los medios necesarios para el cumplimiento de mi deseo estaban a mi alcance. Había encima de la repisa de la chimenea una botella medio llena de láudano francés. Simon estaba tan ocupado con su diamante, que le acababa de devolver, que no tuve ninguna dificultad en verter la droga en su copa. Un cuarto de hora después, estaba durmiendo profundamente.

Abrí su chaleco, tomé el diamante del bolsillo interior en el que lo había colocado, y lo trasladé hasta la cama, en la que lo acosté de manera que sus pies colgaban por fuera. Había tomado una daga. Localicé lo más precisamente que pude el sitio exacto del corazón. Era fundamental que todos los aspectos de su muerte pudieran llevar a la conjetura de un suicidio. Un temblor convulsivo corrió por los miembros de Simon. Oí un sonido ahogado salir de su garganta, como el de una burbuja que revienta. Su mano derecha, como movida por un impulso espasmódico, agarró el mango de la daga con una extraordinaria tenacidad muscular. El láudano, supongo, paralizó su actividad nerviosa habitual. Debe de haber muerto en el acto.

La muerte de Simon no fue descubierta hasta cerca de las tres de la tarde. La criada, sorprendida de ver el gas encendido echó una miradita a través del ojo de la cerradura y lo vio en la cama. Dio la alarma. La puerta fue abierta de un golpe, y el vecindario estaba febril de emoción.

Todo el mundo en la casa fue detenido, yo incluido. Hubo una investigación; pero no se pudo conseguir ninguna otra explicación a su muerte que la del suicidio.


Los tres meses que sucedieron la catástrofe de Simon me dediqué día y noche a mi lente de diamante. Había construido una gran batería galvánica, compuesta de cerca de dos mil pares de placas: no me atreví a darle más potencia, para no quemar el diamante. Mediante este enorme motor, podía enviar continuamente una potente corriente eléctrica a través de mi gran diamante, que cada día pareció ganar lustre. Al final del mes, empecé a afilar y pulir la lente, trabajo de intenso esfuerzo y extrema delicadeza. La gran densidad de la piedra, y el cuidado que había que tener con las curvaturas de las caras de la lente, hicieron que este trabajo fuese el más duro y agotador que había hecho nunca.

Finalmente, llegó el gran momento; la lente de diamante estaba acabada. Me quedé temblando en el umbral de nuevos mundos. Tenía delante de mí el cumplimiento del famoso deseo de Alejandro. La lente estaba en la mesa, preparada para ser colocada en su plataforma. Mi mano tembló bastante cuando envolví una gota de agua con un fino revestimiento de aceite de trementina, proceso preparatorio a su examen, necesario para prevenir la rápida evaporación del agua. Luego coloqué la gota encima de un fino portaobjetos de vidrio debajo de la lente, y proyecté, ayudado de un prisma y de un espejo, un potente raudal de luz encima de ella. Durante un instante, no vi nada salvo algo que parecía un caos iluminado, un enorme y luminoso abismo. Con cuidado, y con una precaución extrema, bajé la lente imperceptiblemente. La maravillosa iluminación seguía, pero mientras la lente se acercaba al objeto, una escena de una belleza indescriptible se reveló ante mis ojos.

Tenía la impresión de mirar desde arriba un gran espacio, cuyos límites se extendían lejos de mi vista. Una atmósfera de luminosidad mágica impregnaba todo el campo de visión. Me sorprendí de no ver ningún rastro de vida de animálculos. Ningún ser vivo, al parecer, habitaba esta extensión deslumbrante. Entendí en el acto que, gracias a la maravillosa potencia de mi lente, había penetrado más allá de las más bastas partículas de la materia acuosa, más allá de los infusorios y de los protozoos, hacia el glóbulo gaseoso original, en el luminoso interior del cual estaba observando como si estuviera dentro de una cúpula casi ilimitada, con una radiación sobrenatural.

No obstante, no era un vacío brillante lo que estaba mirando. Por todos lados, contemplaba bellas formas inorgánicas, de una textura desconocida, y coloreadas de los matices más encantadores. Esas formas tenían la apariencia de lo que se podría llamar, a falta de una definición más específica, nubes foliadas de la más alta rareza – es decir, ondulaban y estallaban en formaciones vegetales, teñidas de esplendores que, comparadas con los dorados otoñales de nuestros bosques, parecían oro comparado con escoria. A lo lejos, en la ilimitada distancia, se extendían largos caminos de estos bosques gaseosos, vagamente trasparentes, y pintados de colores prismáticos de un resplandor inimaginable.

Las ramas colgantes se mecían por los claros fluidos hasta que cada perspectiva pareciera llegar a filas medio-luminosas de multicolores y sedosas llamas colgantes. Lo que parecían frutas o flores, abigarrados de miles de colores, lustrosos y cambiando siempre, borbotaban de las coronas de este follaje fantástico. No se veían colinas, lagos, ríos, ni formas animadas o inanimadas, salvo estos enormes sotos aurorales que flotaban serenamente en la quietud luminosa, con hojas y frutos y flores relucientes de fuegos desconocidos, inconcebibles por la mera imaginación.

¡Qué extraño, pensé, que esta esfera estuviera de este modo condenada a la soledad! Había esperado descubrir, por lo menos, alguna nueva forma de vida animal, quizás una clase inferior a todas las que ya conocemos, pero algún organismo vivo. Mi mundo recién descubierto, si puedo decirlo de esta manera, era un magnífico desierto cromático.

Mientras especulaba sobre el singular orden de la economía interna de la Naturaleza, que tan frecuentemente hace astillas atómicas de nuestras teorías más firmes, me pareció ver una forma que se movía lentamente entre los claros de uno de los bosques prismáticos. Observé con más detenimiento, y constaté que no me había equivocado. Las palabras no pueden describir la ansiedad con la cual esperé que se acercara más el misterioso objeto. ¿Era solamente una sustancia inanimada, colgada en suspensión dentro de la atmósfera atenuada del glóbulo, o era un animal dotado de vida y movimiento? Se acercó, revoloteando entre los vaporosos velos de color del follaje nuboso, vagamente revelado por unos segundos, para después desaparecer. Finalmente, los pendones violeta que se arrastraban más cerca de mí vibraron; fueron apartados suavemente, y la forma flotó a plena luz.

Era una forma humana hembra. Cuando digo humana, quiero decir que poseía los contornos de la humanidad; pero aquí termina la analogía. Su adorable belleza la elevaba a alturas ilimitadas por encima de la más encantadora de las hijas de Adán.

No puedo, no me atrevo a intentar hacer el inventario de los encantos de esta divina revelación de la belleza perfecta. Estos ojos de un violeta místico, húmedos y serenos, escapan a mis palabras. Su largo y lustroso pelo que seguía su hermosa cabeza como una estela dorada, como la huella labrada en el cielo por una estrella fugaz, parece sofocar con sus esplendores mis frases más ardientes. Si todas las abejas de Ibla anidaran sobre mis labios, no cantaría con una voz más ronca las maravillosas armonías del maravilloso contorno que envolvía su forma.

De entre las cortinas arcoiris de los árboles nubes, salió majestuosamente al ancho mar de luz que se extiende detrás. Sus movimientos eran los de una grácil náyade surcando, con el simple esfuerzo de su voluntad, las aguas claras y lisas que rellenan las cámaras del mar. Avanzaba flotando con la gracia serena de una delicada burbuja ascendiendo en la atmósfera tranquila de un día de junio. La redondez perfecta de sus miembros formaba curvas suaves y encantadoras. Era como escuchar la sinfonía más espiritual de Beethoven, el divino, como contemplar el armonioso flujo de líneas. En efecto, era como comprar barato un placer a toda costa. Qué importa si había cruzado el portal de esta maravilla gracias a la sangre de otra persona. Hubiera dado la mía propia para disfrutar de un momento como ese de embriaguez y de deleite.

Sin aliento por contemplar esta deliciosa maravilla, y, por un instante, olvidando todo salvo su presencia, retiré con impaciencia mi ojo del microscopio. ¡Ay! ¡Cuando mi mirada cayó sobre la fina lámina que reposaba debajo de mi instrumento, la luz brillante que venía del espejo y del prisma centelleó sobre una gota de agua incolora! Aquí, dentro de esta diminuta gota de rocío, el ser hermoso estaba encarcelado para siempre. El planeta Neptuno no estaba más alejado que yo de ella. Me precipité de nuevo y apliqué mi ojo al microscopio.

Animula (déjenme a partir de ahora llamarla por el tierno nombre con el que la bauticé después) había cambiado de posición. Se había vuelto a acercar al bosque maravilloso, y estaba mirando con mucha atención hacia arriba. Ahora uno de los árboles – así los tengo que llamar – estaba desarrollando un largo proceso ciliar, con el que agarró uno de los relucientes frutos que brillaban en su cima, y, extendiéndose lentamente hacia abajo, lo acercó al alcance de Animula. La sílfide lo tomó en su delicada mano y empezó a comer. Mi atención era tan absorbida por ella que no podía concentrarme en determinar si aquella planta singular tenía o no voluntad propia.

La miré, mientras comía, con la atención más profunda. La agilidad de sus movimientos enviaba una onda de estremecimiento placentero por todo mi cuerpo; mi corazón latía locamente cuando giró sus hermosos ojos hacia donde me encontraba. ¡Qué no hubiera dado por poder precipitarme dentro de aquel océano luminoso y flotar con ella a través de aquellos surcos de púrpura y oro! Estaba siguiendo sin aliento cada uno de sus movimientos, cuando, de repente, se sobresaltó, pareció estar escuchando durante un momento, y luego, surcando el éter radiante en el que estaba flotando, atravesó el bosque opalino como un rayo de luz y desapareció.

Instantáneamente una serie de sensaciones extrañas me asaltó. Era como si me hubiera vuelto ciego de repente. La esfera luminosa todavía estaba delante de mí, pero mi luz del día se había esfumado. ¿Qué era lo que había causado su desaparición repentina? ¿Tenía un novio o un marido? ¡Sí, esa era la explicación! Alguna señal de un feliz compañero había vibrado a través de las avenidas del bosque, y había obedecido a la llamada.

La angustia de mis sensaciones, cuando llegué a esta conclusión, me sobresaltó. Intenté rechazar la convicción que mi razón me imponía. Luché contra la conclusión fatal, pero en vano. Era eso. No había escapatoria. Me había enamorado de un animálculo.

Es cierto que, gracias a la maravillosa potencia de mi microscopio, aparecía con proporciones humanas. En vez de tener el aspecto repelente de las criaturas más bastas, que viven, luchan y mueren, en las partes más solubles de una gota de agua, ella era hermosa y delicada y de una belleza incomparable. ¿Pero cómo explicar todo eso? Cada vez que mi ojo se alejaba del instrumento, caía sobre una miserable gota de agua, dentro de la cual, tenía que conformarme con saberlo, vivía todo lo que podía hacer mi vida deliciosa.

¡Si pudiera ella verme una vez! ¡Si pudiera, por un momento, atravesar las paredes místicas que tan inexorablemente se elevaban para separarnos, y susurrar todo lo que llenaba mi alma, consentiría a estar satisfecho por el resto de mi vida de saber que tengo su remota simpatía. ¡Hubiera sido algo haber establecido aunque sea el más tenue de los vínculos entre nosotros; para saber que a veces, mientras erraba por aquellos claros encantados, pensaba en el maravilloso extranjero que, con su presencia, había roto la monotonía de su vida y dejado un tierno recuerdo en su corazón!

Pero no podía ser. Ningún invento susceptible de ser diseñado por la inteligencia humana podía romper las barreras que la naturaleza había erigido. Tenía que regalar mi alma con su maravillosa belleza, mientras debía ella ignorar los ojos llenos de adoración que día y noche estaban fijados en ella, incluso cuando se cerraban, contemplándola en sueños. Con un amargo grito de angustia, huí de la habitación, y, arrojándome en mi cama, me dormí sollozando como un niño.


Me levanté el día siguiente casi al amanecer, y me precipité sobre mi microscopio, temblaba mientras buscaba el mundo luminoso en miniatura que contenía toda mi vida. Animula estaba ahí. Había dejado el quinqué encendido, rodeado de su pantalla, cuando me había ido a la cama la noche anterior. Encontré la sílfide bañándose, por así decirlo, con una expresión placentera que animaba sus rasgos, en la luz radiante que la rodeaba. Sacudía su lustroso y dorado cabello encima de sus hombros con una coquetería inocente. Estaba acostada en el medio trasparente, en el que se apoyaba cómodamente, y daba brincos con la encantadora gracia que le debió de enseñar la ninfa Salmacis cuando intentaba conquistar al púdico Hermafrodito. Intenté hacer un experimento para averiguar si sus poderes de reflexión estaban desarrollados.

Bajé considerablemente la luz de la lámpara. Por la luz tenue que quedaba, pude ver una expresión de dolor corrió por su cara. De repente miró hacia arriba, y toda su expresión cambió. Dio un salto adelante como una sustancia liberada de todo peso. Sus ojos echaron chispas y sus labios se movieron. ¡Ah! ¡Si la ciencia tuviera los medios de conducir y duplicar los sonidos, como lo hace con los rayos de luz, cuántos villancicos de alegría habrían hechizado mis oídos! ¡Cuántos himnos de júbilo destinados a Adonais habrían estremecido el aire iluminado!

Entendía ahora por qué el Conde de Gabalis había poblado su mundo místico con hermosos silfos cuyo aliento era fuego centelleante y que se divertían para siempre en las regiones del éter y de la luz más puros. La Rosacruz había anticipado el milagro que yo había prácticamente realizado.

Cuánto tiempo duró este culto a mi extraña divinidad, no lo sé. Perdí toda noción del tiempo. Todo el día, desde el inicio del amanecer, hasta tarde por la noche, me encontraba escudriñando a través de la maravillosa lente. No vi a nadie, no fui a ningún sitio, y apenas me otorgué el tiempo suficiente para las comidas. Toda mi vida estaba absorbida en la contemplación, tan embelesado como cualquiera de los santos católicos. Cada hora pasada observando la forma divina fortalecía mi pasión: ¡una pasión que siempre ensombrecía la desesperante convicción que, aunque la podía contemplar tanto como quisiera, ella nunca, nunca, podría verme!

Finalmente me volví tan pálido y demacrado, por falta de descanso y por la obsesión continua por mi amor demente y sus crueles condiciones, que decidí hacer un esfuerzo para alejarme de él.

—Vamos —me decía—, eso no es más que una fantasía. Tu imaginación le ha prestado a Animula unos encantos que en realidad no tiene. La reclusión lejos de la sociedad de las mujeres ha provocado este estado mental mórbido. Compárala con las hermosas mujeres de tu propio mundo, y este falso hechizo desaparecerá.

Leí el periódico por casualidad. Es donde vi el anuncio de una famosa danseuse que aparecía todas las noches en el Niblo. La Signorina Caradolce tenía la reputación de ser la más hermosa y la más elegante mujer del mundo. Me vestí inmediatamente y fui al teatro.

Se levantó la cortina. Las hadas vestidas de muselina blanca se apoyaban en los dedos del pie derecho, colocadas, según la costumbre, en semicírculo alrededor de un terraplén de flores de lona verde, encima del cual el príncipe demorado estaba durmiendo. De repente se oyó una flauta. Las hadas empezaron. Los árboles se abrieron, todas las hadas se apoyaron en el pie izquierdo, y entró la reina. Era la Signorina. Dio un salto hacia adelante en medio de un trueno de aplausos y, poniéndose sobre un pie, se quedó con aplomo suspendida en el aire. ¡Cielos! ¿Eso era la gran hechicera que había atraído a los monarcas a las ruedas de su carro? ¡Estos miembros pesados, musculares, estas caderas espesas, estos ojos hundidos, esta sonrisa estereotipada, estas mejillas groseramente pintadas! ¿Dónde estaban la floración dorada, los líquidos, expresivos ojos, los miembros armoniosos de Animula?

La Signorina bailaba. ¡Qué movimientos más burdos, más discordantes! El juego de sus miembros era falso y artificial. Sus saltos eran penosos intentos atléticos; sus poses eran angulosas y su ojo afligido. No podía soportarlo más tiempo; con una exclamación de asco que atrajo sobre mí todas las miradas, me levanté de mi asiento en medio del pas-de-fascination de la Signorina y salí bruscamente del teatro.

Me precipité a casa para regalarme la vista una vez más con la deliciosa silueta de mi sílfide. Sentí que a partir de entonces me sería imposible luchar contra mi pasión. Apliqué mis ojos en la lente. Animula estaba ahí; pero ¿qué podía haber pasado? Algún cambio terrible debía de haber ocurrido durante mi ausencia. Una tristeza secreta parecía nublar sus deliciosos rasgos que observaba fijamente. Su cara se había vuelto estrecha y demacrada; sus miembros se arrastraban pesadamente; el maravilloso lustre de su cabello dorado se había marchitado. Estaba enferma y no podía ayudarla. Creo que en ese momento habría renunciado a todo derecho sobre mi nacimiento humano si solo hubiera podido empequeñecer hasta llegar a la talla de un animálculo, para consolarla, ella de la cual el destino me había separado para siempre.

Me devané los sesos para encontrar la explicación de este misterio. ¿Qué era lo que estaba afectando a la sílfide? Parecía sufrir un dolor intenso. Sus rasgos se contrajeron, e incluso se retorció, como bajo el efecto de un intenso dolor interno. Los bosques maravillosos parecían también haber perdido la mitad de su belleza. Sus matices estaban oscuros y en algunos lugares se habían apagado totalmente. Observé a Animula durante horas con el corazón partido, parecía marchitarse completamente debajo de mis propios ojos. De repente, me acordé de que no había mirado la gota de agua en varios días. En realidad odiaba hacerlo, porque me recordaba la barrera natural que había entre Animula y yo. Me apresuré a mirar la platina del microscopio. El portaobjetos aún estaba; pero, ¡cielos, la gota de agua había desaparecido! La horrible verdad me apareció en un estallido; se había evaporado, hasta tal punto que se había vuelto tan diminuta que no se podía ver a simple vista; había estado observando hasta su último átomo, el que contenía a Animula.

Y se estaba muriendo.

Me apresuré de nuevo a mirar a través de la lente. ¡Ay! La última agonía se había apoderado de ella. Los bosques de matices arco-iris se habían desvanecido, y Animula luchaba débilmente en lo que parecía ser un punto de luz tenue. ¡Ah! La vista era horrible: los miembros antaño tan redondos y deliciosos se estaban secando y quedándose en nada; los ojos se apagaban debajo de un polvo negro; el lustroso cabello dorado estaba ahora lacio y descolorido. El último estertor llegó. Observé la lucha final de la forma ennegrecida, y me desmayé.

Cuando desperté de un trance de varias horas, me encontré yaciendo entre los restos de mi instrumento, mi mente y mi cuerpo hechos en tantos añicos como él. Me arrastré débilmente hasta mi cama, de la que no me levanté durante muchos meses.

Dicen que no estoy loco; pero están equivocados. Soy pobre, ya que nunca tengo el corazón ni la voluntad de trabajar; he gastado todo mi dinero, y vivo de la caridad. Las asociaciones de jóvenes a los que les gustan las bromas me invitan a darles conferencias sobre óptica, que me pagan, y se burlan de mí durante la conferencia. Linley, el microscopista loco, es el nombre por el que me llaman. Supongo que hablo de manera incoherente durante mi conferencia. ¡Quién podría hablar sensatamente cuando su cerebro está obsesionado por unos recuerdos tan horribles, cuando, de vez en cuando, veo, entre las siluetas de la muerte, la radiante forma de mi Animula perdida!

Fitz-James O'Brien (1828-1862)




Relatos góticos. I Relatos de Fitz-James O'Brien.


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El análisis y resumen del cuento de Fitz-James O'Brien: La lente de diamante (The Diamond Lens), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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