«Liberado»: Mary Cholmondeley; relato y análisis


«Liberado»: Mary Cholmondeley; relato y análisis.




Liberado (Let Loose) es un relato de vampiros de la escritora inglesa Mary Cholmondeley (1859-1925), publicado originalmente en la edición de abril de 1890 de la revista The Temple Bar, y luego reeditado en la antología de 1902: Polilla y óxido (Moth and Rust).

Liberado, probablemente uno de los pocos cuentos de Mary Cholmondeley, nos presenta una extraña historia de vampiros a través de un motivo fundamental de la literatura gótica: el descenso a las profundidades de la cripta.

En este sentido, Liberado de Mary Cholmondeley es más un relato de cementerios que un cuento clásico de vampiros. De hecho, la criatura que puebla las siguientes páginas no tiene boca, ni colmillos, ni cabeza, brazos o piernas; no obstante, sigue siendo un vampiro, curioso, es cierto, y hasta contrario a los parámetros de la leyenda, pero vampiro al fin.




Liberado.
Let Loose, Mary Cholmondeley (1859-1925)

¡Los muertos conviven con nosotros!
Aunque cruda y fría,
la tierra parezca retenerlos,
aún están con nosotros.


Mathilde Blind (1841-1896)


Hace algunos años cursé arquitectura, e hice un tour a través de Holanda, estudiando las construcciones de aquel interesante país. Entonces ignoraba que eso no era suficiente para absorber el Arte, pues también el Arte debe absorberlo a uno. Nunca dudé que mi peregrino entusiasmo por él sería devuelto. Pero cuando descubrí que era un amigo severo, y que no respondería inmediatamente a mis atenciones, las transferí a otros ámbitos sagrados. Pues hay, de hecho, otras cosas en el mundo además del Arte.

Ahora soy jardinero, un hacedor de paisajes. Pero en el momento del cual escribo estaba sumergido en un violento romance con la arquitectura. Tenía un compañero en mi expedición, quién se convirtió en uno de los arquitectos más destacados del presente. Era un hombre delgado, determinado, lento en el discurso, de rostro altivo, mandíbula angular, y absorbido por su tarea con una intensidad que pronto imaginé intolerable para mi. Él estaba poseído por la seguridad de vencer cualquier obstáculo, virtud que rara vez he visto igualada en otro hombre. Con el tiempo se convirtió en mi cuñado. Mis padres no lo aprobaban y se opusieron a la boda, incluso mi hermana se opuso al principio, rechazándolo en varias ocasiones, pero eventualmente se casó con él.

Pienso que esta fue una de las razones por las que me escogió como su compañero de viaje; una especie de mensaje de lo que él llamaría posteriormente una alianza con mi familia, pero en aquel período la idea nunca adquirió consistencia para mi. Nunca conocí a un hombre más descuidado para vestirse y, sin embargo, durante todo el calor de julio en Holanda, jamás lo vi aparecer sin su cuello alto, almidonado, que ni la moda más rigurosa podría justificar. A menudo me burlaba de sus espléndidos cuellos, y lo fastidiaba preguntándole por qué los usaba, pero sin obtener respuesta. Una tarde, mientras volvíamos caminando a nuestras habitaciones en Middleburg, lo ataqué por trigésima vez sobre la cuestión.

—¿Por qué demonios los lleva usted? —pregunté.

—Varias veces, creo, me ha hecho la misma pregunta —replicó en su lenta y precisa modulación—, pero siempre en momentos inoportunos. Ahora nos invade el ocio, de modo que se lo diré.

Y lo hizo.

He tratado de reproducir fielmente sus palabras, tal y como las recuerdo.


Hace diez años me solicitaron que lea un ensayo sobre frescos ingleses en el Instituto Británico de Arquitectura. Estaba determinado a escribir el mejor ensayo posible, analizando hasta el más sutil detalle, y para ello consulté todos los libros y estudié cada fresco que pude encontrar. Mi padre, que era arquitecto, me legó al morir todos sus cuadernos de anotaciones sobre el tema. Los estudié con diligencia, y encontré en un uno de ellos un bosquejo leve, inacabado, de hace casi cincuenta años, y que me interesó particularmente. Debajo había una anotación, en su clara y diminuta caligrafía: Fresco en el muro occidental de la cripta. Iglesia Wet Waste on the Wolds, Yorkshire.

El bosquejo me fascinó de tal manera que decidí ir a ver el fresco en persona. Tenía una vaga idea de su ubicación, pero ya presagiaba el éxito de mi ensayo. Hacía calor en Londres, y me aboqué a los preparativos del viaje, no sin cierto grado placer, y viajé con mi perro Brian, una indescriptible criatura, como mi única compañía.

Llegué a Pickering, en Yorkshire, durante el curso de la tarde, y comencé una serie de estudios sobre los recorridos ferroviarios que finalmente me depositaron en una pequeña estación campestre a unas nueve o diez millas de Wet Waste. Como no había ningún transporte hasta allí, llevé a hombros mi maleta, y avancé por un largo y blanco camino que se estiró en la distancia a través de un brezal desnudo. Anduve varias horas sobre los despojos de un páramo salpicado de hierbas, cuando un doctor pasó y me alcanzó hasta mi destino. Las millas eran largas, y estaba bastante oscuro cuando advertí adelante el brillo tenue de las luces que declaraban la presencia de Wet Waste.

Tuve considerables problemas para conseguir alojamiento, hasta que persuadí al propietario del pub local de que me rentara una habitación. Agotado, me acomodé lo más pronto posible, temiendo que el hombre cambiase de opinión, y me dormí escuchando el sonido de una débil corriente bajo mi ventana.

Me levanté temprano y, tras el desayuno, me informé sobre la ubicación de la casa del clérigo, la cuál estaba cerca. En realidad, todo en Wet Waste está cerca. La aldea está compuesta por una fila dispersa de casas de piedra gris, hechas con las mismas piedras que formaban los muros de los escasos cultivos acechados por el páramo. Y al igual que los modestos puentes sobre el arroyo que corría junto a una amplia calle, todo era gris. La iglesia, la torre baja, que podía verse a una pequeña distancia, parecían estar construidas con la misma piedra. También la casa parroquial, como pude verificar al pasar por allí, acompañado por una muchedumbre de niños ásperos, groseros, que nos observaron a mi y a Brian con una curiosidad no exenta de desafío.

El clérigo estaba en casa y, tras una breve demora, fui recibido, dejando a Brian a cargo de mis materiales de dibujo. Seguí al sirviente a través de un cuarto bajo, en cuyo extremo, junto a una ventana enrejada, estaba sentado un anciano. La luz de la mañana caía sobre su cabeza nívea, que se inclinaba sobre una mesa atestada de papeles y libros.

—Señor… —dijo, levantando la mirada y sosteniendo con un dedo el espacio entre las hojas de un libro.

—Blake.

—Blake —repitió, y luego calló.

Le expliqué que era arquitecto, que tenía la esperanza de estudiar el fresco de la cripta, y le solicité las llaves.

—La cripta —dijo, acomodando sus gafas y observándome fijamente—. La cripta ha estado cerrada durante treinta años. Desde que… —y calló nuevamente.

—Estaría muy agradecido si me permitiese…

El anciano sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Nadie puede entrar ahora.

—Es una lástima —observé—, pues he viajado mucho con ese objeto —y le informé sobre el ensayo que me habían encomendado leer en el instituto y los problemas que me traía escribirlo.

Él pareció interesado.

—Ah —dijo, bajando su pluma y sacando el dedo del libro—, puedo entender eso. Yo también fui joven, y uno estimulado por la ambición, debo confesar. Durante cuarenta años he sostenido el consuelo de las almas de este lugar, y he visto realmente poco del mundo, aunque no soy completamente desconocido en los caminos de la literatura. Tal vez haya leído usted un panfleto escrito por mi sobre la versión siria de las Tres Epístolas Auténticas de Ignacio.

—Señor —dije—, me avergüenza confesar que aún no he leído ni siquiera los libros más célebres. El único objetivo de mi vida es mi arte. Ars longa, vita brevis, usted sabe.

—Tienes razón, hijo mio —dijo el anciano, evidentemente decepcionado, pero con una mirada cálida—. Hay una diversidad en los dones, y si el Señor te ha confiado un talento es mejor atenderlo. No lo derroches en una servilleta.

Le aseguré que no lo haría, e insistí sobre las llaves de la cripta. Esto pareció alarmarlo, y me miró con indecisión.

—¿Y por qué no? —murmuró—. La juventud es sana. ¡Y la superstición! ¿Qué es sino la desconfianza en Dios?

Levantó su mirada muy despacio. Tomó un manojo de llaves de su bolsillo, y abrió un armario de roble en un rincón de la habitación.

—Deben estar por aquí —refunfuñó, observando detenidamente—, pero el polvo de muchos años engaña al ojo. Mira, hijo, si entre estos pergaminos hay dos llaves. Una es grande, de hierro; y la otra de acero, de aspecto largo y delgado.

Con impaciencia comencé a buscar, y en un cajón encontré dos llaves atadas juntas, que el anciano reconoció inmediatamente.

—Son esas —dijo—. La larga abre la primera puerta al final de la escalera que baja junto al muro exterior de la iglesia. La segunda abre, y es difícil hacerlo, la puerta de hierro dentro del paso que conduce a la cripta propiamente dicha. ¿Es necesario, hijo mío, que entres allí?

Respondí que era absolutamente necesario.

—Entonces tómalas —dijo—, y en la tarde me las regresarás.

Le expliqué que quizás necesite varios días para mis estudios, y le solicité que me dejara las llaves hasta que termine mi tarea, pero sobre este punto se mantuvo firme.

—Debes cerrar la puerta al pie de la escalera antes de abrir la segunda —añadió— y trabar la segunda una vez dentro. Y al salir debes cerrar la puerta de hierro interior así como la de madera.

Le prometí que lo haría y, después de los agradecimientos pertinentes y deleitado por mi éxito, me retiré con las llaves. Encontré a Brian y mis materiales de dibujo esperándome en el pórtico, y juntos eludimos la dedicada vigilancia de los niños tomando un sendero estrecho y privado entre la casa parroquial y la iglesia, cubierto por la sombra de unos tejos antiguos.

En si misma la iglesia era interesante. Parecía alzarse sobre las ruinas de otro edificio, a juzgar por el número de fragmentos de piedra que sepultaban los rastros de una temprana talladura, ahora incorporada a los muros. Había también cruces talladas aquí y allí, y una en especial capturó mi atención. Me tentó la posibilidad de acercarme, y al hacerlo noté a mis pies una fila de escalones estrechos de piedra verde, tapizados —observé— de moho y musgo. Evidentemente era el paso a la cripta.

Inmediatamente descendí, cuidando de no perder el equilibrio, ya que los escalones eran en extremo húmedos y resbaladizos.

Brian me acompañó, como si nada lo indujese a permanecer atrás. Para cuando alcancé el final de la escalera, me encontré en una completa oscuridad, y debí encender una vela para determinar la ubicación de la cerradura. La puerta era de madera, y se abría hacia adentro. La acumulación de polvo y moho sobre el suelo mostraban que no había sido usada en muchos años. Atravesé el umbral, cosa que no fue sencilla, ya que la puerta se abrió apenas unos pocos centímetros, y luego la cerré cuidadosamente detrás de mí, aunque hubiese preferido dejarla abierta. No me agradaba la idea —como creo que a nadie— de encontrarme en la desagradable situación de quedar encerrado, y más aún en el caso de necesitar una salida repentina.

Mantuve la vela encendida con mucha dificultad, y luego de andar casi a tientas por un pasaje sumamente húmedo alcancé otra puerta. Un sapo se apretaba junto a ella. Parecía estar sentado allí desde hacía siglos. Al alumbrar el suelo observó la luz sin parpadear, y retrocedió lentamente hacia una pequeña grieta en el muro, dejando junto a la puerta un diminuto rastro de fango.

Llegué hasta la puerta de acero. Noté que tenía un cerrojo largo, sólido. Sin demora encajé la segunda llave en la cerradura, y al empujar la puerta, haciendo un esfuerzo considerable, sentí el frío aliento de la cripta sobre mi rostro. Por un momento consideré destrabar la primera puerta, especialmente al cruzar la segunda, pero sentí que mi deber era seguir las indicaciones del anciano. Dejé la llave en la cerradura, levanté la vela y miré a mi alrededor. Estaba de pie en una cámara baja con techo de piedra sólida. Era difícil saber dónde terminaba la cripta. Barrí la estancia con aquella luz incierta pero sólo ví varias arcadas rústicas y aperturas cortadas en la roca, que seguramente funcionaron en su tiempo como bóvedas familiares.

Una particularidad de la cripta de Wet Waste, que yo no había conocido en otros sitios similares, era la elegante decoración de cráneos y huesos que se levantaban en cada muro interior a unos cuatro pies de altura. Los cráneos se alzaban simétricamente hasta unas pocas pulgadas de la cima de la arcada baja, a mi izquierda, y las tibias se acomodaban del mismo modo pero a mi derecha. ¡Pero dónde estaba el fresco! Miré alrededor en vano, percibiendo al remoto final de la cripta una arcada baja y más robusta que las otras, formando una entrada que carecía de huesos como decorado. Pasé por debajo, y me encontré en una segunda cámara, algo más pequeña que la anterior.

Sostuve la vela sobre mi cabeza. Su brillo golpeó sobre el fresco, y ya en el primer vistazo supe que era único. Deposité mis materiales sobre lo que evidentemente había sido una mesa, con la mano temblando al rozar con los dedos la ruda piedra, y examiné la obra de cerca. Era una especie de palimpsesto sobre lo que probablemente fue un altar en el tiempo en que los sacerdotes fueron proscritos. El fresco era de principios del siglo XV, y se preservaba con tanto detalle que era posible adivinar cada día de la paciente labor sobre el yeso, a medida que el artista allanaba el camino con sus colores. El motivo era la Ascensión, tratada gloriosamente.

Apenas puedo describir mi alegría al pararme frente a él y observar sus detalles, reflexionando que aquel magnífico espécimen sería conocido en el mundo gracias a mi. Después de un rato, abrí mi maletín, encendí todas las velas que poseía, y me aboqué al trabajo.

Brian caminaba a mi alrededor, y aunque me alegraba su compañía, deseé varias veces haberlo dejado en la entrada. Parecía agitado, y aún rodeado de tantos huesos no se alejaba más que unos pasos de mi. Finalmente, tras ordenárselo varias veces, se acostó, vigilante, inmóvil, sobre las losas del suelo.

Debí trabajar durante varias horas cuando finalmente hice la primera pausa para descansar mis ojos. Recién entonces noté la intensa calma que me rodeaba. No se escuchaba ningún sonido del exterior. El reloj de la iglesia, que oí gemir tan poderosamente al bajar las escaleras, no emitía ahora ni el más leve suspiro de su lengua de hierro. Todo era silencioso como una tumba. Y de hecho, era una tumba. Aquellos que allí moraban ya se habían sumergido en el silencio.

Repetí las palabras para mi, o quizás ellos las repitieron.

...en el silencio.

Fui despertado de mi ensueño por un débil sonido. Me senté y escuché. Ocasionalmente los murciélagos frecuentan las bóvedas y otros sitios subterráneos.

El sonido continuó, cauteloso, desagradable. De repente escuché algo que caía, que parecía caer, luego una pausa momentánea, y entonces oí el imperceptible y distante tintineo de una llave.

Había dejado la llave en la cerradura y ahora me lamentaba de haberlo hecho. Me puse de pie, tomé una de las velas y regresé al pasillo largo. No me considero tan impresionable como para sobresaltarme al oír un sonido indefinible, pero honestamente en aquella ocasión lo fui. Al acercarme a la puerta de hierro se escuchó otra cosa, un sonido apresurado, podría decirse. En mi mente se formó la idea de una gran prisa. Cuando alcancé la puerta iluminé inmediatamente la cerradura con la intención de extraer la llave, y percibí que la otra, aquella que colgaba de un cordel, era sacudida, como si vibrase levemente. Con cierta sensación de repulsión guardé ambas llaves en mi bolsillo, y decidí culminar mi trabajo.

Al regresar advertí sobre el suelo la razón de aquel sonido: un cráneo, que evidentemente se había deslizado de una columna de osamentas, quizás de su cima, había rodado casi hasta mis pies y revelado algunas pulgadas de lo que parecía ser otra arcada detrás. Me incliné para recogerlo, pero temiendo desplazar más cráneos al devolverlo a su sitio, y con algo de asco al pensar que también debería recoger los dientes que se habían dispersado por la caída, lo dejé sobre el suelo; y retorné a mi labor, tarea que pronto me absorbió completamente. Sólo me detuve cuando las velas comenzaron a apagarse una tras otra.

Con pesar, ya que no estaba ni siquiera cerca de terminar, me decidí a regresar a la superficie. El pobre Brian, que no se había reconciliado con el lugar, me siguió con alegría. Al abrir la puerta se deslizó hacia afuera, y poco después lo oí lloriquear y rascar la puerta de madera. Cerré la primera y me apresuré por el pasillo. El aire cambió, parecía haber una prisa en la atmósfera delante de mi. Brian saltaba, siempre adelante pero fuera de mi vista. Me detuve para sacar nuevamente las llaves, y me sentí abandonado, en completo olvido. Cuando finalmente emergí a la luz del sol me acarició una vaga sensación de libertad.

Era bien entrada la tarde y, tras devolver las llaves a la casa parroquial, logré persuadir al propietario del pub a unirme a la cena familiar, que fue servida en la cocina. Los habitantes de Wet Waste son gente primitiva, con esos modos francos e imperturbables que aún florecen en los sitios apartados, especialmente en las regiones salvajes de Yorkshire. Yo ignoraba que en estos días de periódicos baratos todavía subsistía tal ignorancia del mundo exterior, aunque esta habite en los rincones más remotos de Gran Bretaña.

Senté a una de las niñas del vecino sobre mi falda -una niña hermosa, con el cabello más rubio que haya visto- y comencé a dibujarle algunos pájaros y bestias de otras partes. Rápidamente se reunió un ansioso auditorio de niños, y aún de adultos, llamándose unos a otros con un estridente acento, desconocido para mi, y que desde entonces siempre recordaré como el Amplio Yorkshire.

A la mañana siguiente, mientras salía de mi cuarto, percibí algo extraño en la aldea. Un zumbido de voces me asaltó al entrar al pub, y luego un largo gemido de dolor proveniente de la ventana abierta.

La mujer que me trajo el desayuno lloraba. Al interrogarla me informó que la hija del vecino, aquella niña rubia que había sentado en mi falda, había muerto durante la noche. Sentí una enorme pena por ella, y por el dolor que la fatalidad había desencadenado en el pueblo. Los lamentos descontrolados de la madre, naturalmente, me quitaron el apetito.

Me apresuré hacia la iglesia. Recogí las llaves en la casa parroquial, y descendí a la cripta, acompañado por mi fiel Brian. Dibujé y medí obsesivamente, lo cuál me aisló de cualquier sonido, real o imaginario. Brian, en esta ocasión, parecía más aplacado, y hasta alegre, y pasó largo rato sentado plácidamente a mi lado. Trabajé hasta el agotamiento y avancé considerablemente, aunque estaba lejos de terminar. Sería necesario regresar en la mañana. De modo que tomé mis materiales y devolví las llaves. El anciano clérigo me alcanzó en la puerta, invitándome a tomar el té.

—¿Ha prosperado el trabajo? —preguntó al sentarnos en el cuarto bajo, donde fui introducido presurosamente.

Respondí afirmativamente y le mostré mi trabajo, aún incompleto.

—Seguramente ha visto usted el original —dije.

—Una vez —respondió, observando mis dibujos.

Claramente el tema lo incomodaba. Desvié la conversación para informarme sobre la antigüedad de la iglesia.

—Aquí todo es antiguo —dijo—. Cuándo era joven, cuarenta años atrás, y llegué aquí en completa pobreza, cosa que lamentaba ya que deseaba casarme, me sentí oprimido por lo añejo del lugar. Yo había escogido mi parte, por supuesto, pero este sitio, tan alejado del mundo que añoraba, y sobre el que tenía penosos arranques de melancolía, me forzó al conformismo. ¡Hijo mío, no te cases siendo aún joven! Pues el amor, que en esa estación es ciertamente poderoso, aleja al corazón del estudio, y obliga a despojarse de las ambiciones. ¡Tampoco lo hagas de adulto! Cuando una mujer sólo se ocupa de ser esposa su conversación se transforma en hastío y en una carga para la vejez.

Yo tenía mis propias observaciones sobre el matrimonio. Pensaba que la compañía de una criatura de temperamento dócil, devoto, afín a las tareas domésticas, era de vital importancia para la vida profesional del hombre. Pero me reservé estas opiniones y cambié de tema, preguntándole al anciano si los pueblos circundantes eran tan viejos como Wet Waste.

—Si —continuó—, aquí todo es antiguo. El camino pavimentado conduce a Dyke Fens. Es un viejo sendero. Hecho en tiempo de los romanos. Dyke Fens está bastante cerca, apenas cuatro o cinco millas, y es tan antiguo como olvidado por el mundo. La Reforma, que llegó hasta aquí, nunca lo alcanzó. Allí todavía tienen un sacerdote y una campana. Esto es una herejía condenable, que puntualmente expongo ante mis fieles, enseñándoles la verdadera doctrina. Incluso he oído que este sacerdote ha cedido ante el Maligno, predicando a su vez en mi contra. Pero no presto oídos a semejantes falacias, y menos mis ojos a su execrable panfleto que involucra a las Homilías Clementinas, en donde contradice mis probadas enseñanzas sobre las palabras de Azaph.

Este era claramente el tópico favorito del anciano, y pasó bastante tiempo hasta que pude librarme. Al hacerlo me acompañó hasta la puerta, y sólo pude escaparme porque lo distrajo la llamada de un sirviente de la casa parroquial.

A la mañana siguiente pasé a recoger las llaves por tercera vez. Había decidido abandonar el pueblo lo más pronto posible. Estaba cansado de Wet Waste. Una nube de tribulaciones parecía cerrarse sobre el lugar, una sensación de inminencia en el aire. El cielo, en cambio, estaba claro y brillante, aunque el horizonte presagiaba tormentas.

Para mi asombro, las llaves me fueron negadas. Sin embargo, me resistí. Uno de mis axiomas es nunca quedarme con una negativa. Luego de algunas discusiones con el sirviente, fui llevado a la habitación donde había tomado el té con el clérigo. Lo encontré caminando de un extremo al otro del cuarto.

—Hijo mío —dijo con vehemencia—, sé por qué has venido, pero esta vez no puedo darte las llaves.

Respondí que, por el contrario, esperaba recibirlas inmediatamente.

—Es imposible —insistió—. He obrado mal, extremadamente mal. Jamás me separaré de ellas otra vez.

—¿Por qué no?

Vaciló, y luego dijo quedamente.

—El viejo clérigo, Abraham Kelly, murió anoche —hizo una pausa—. El doctor acaba de notificármelo. El pobre hombre está absorto ante lo que considera un misterio. No desea que la gente del pueblo se entere, y sólo me lo ha mencionado a mi. Ha encontrado en el cuello del cadáver las señales inequívocas de la estrangulación, al igual que en el cuerpo de la niña. Sólo él ha observado las marcas, y ha quedado perplejo por la única explicación que acudió a su mente. ¡Una sola! ¡Una sola!

No entendía que tenía que ver todo aquello con la cripta, pero de todos modos le pregunté al anciano cuál era la relación que encontraba.

—Es una larga historia y, felizmente, ante los ojos de un forastero puede sonar a superchería. Aún así te lo contaré, aunque sospecho que ningún argumento puede disolver la ansiedad de un joven. He dicho que la cripta estuvo cerrada durante treinta años, y así fue. Hace treinta años un tal Sir Roger Despard se marchó de esta vida. Aquel caballero era el Lord del señorío de Wet Waste y Dyke Fens, y el último de su estirpe, a Dios gracias, extinguida. Era hombre de vida disoluta, sin temor a Dios y, horrible decirlo, desconocía la compasión por la inocencia, a pesar de que el Señor le dedicó algunos buenos tormentos, castigándolo por sus vicios, especialmente por su inclinación a la bebida. En una época, y hubo muchas otras, fue poseído por varios demonios, convirtiéndose en una abominación para su casta y la raíz de todas las amarguras del pueblo.

»Finalmente el cáliz de su iniquidad se llenó. Al acercase la muerte fui hasta su lecho, pues había oído que el terror lo embargaba, y que lo atormentaban toda clase de pensamientos impuros, hasta tal punto que pocos toleraban su presencia. Cuando lo ví supe que no había en él sitio para el arrepentimiento, y se mofó de mi y mis supersticiones, incluso estando postrado. Juró que no había ningún Dios, ningún ángel, y que todos estaban condenados como él. Al día siguiente, hacia la tarde, las agonías de la muerte se intensificaron, al igual que sus delirios. Afirmaba que el Maligno lo asfixiaba.

»Sobre su mesa de noche había un cuchillo de caza. Con sus últimas fuerzas lo tomó, lo sostuvo, y juró que si él se quemaba en el infierno dejaría una de sus manos sobre la Tierra, y que no hallaría paz hasta dibujar con la sangre de algún cuello. Loco de furia, cercenó su propia mano a la altura de la muñeca. Nadie se atrevió a detenerlo, ni siquiera a mirarlo a los ojos. La sangre fluyó por el suelo, filtrándose por las grietas hasta la habitación de abajo.

»Entonces murió.

»Me llamaron en medio de la noche y me informaron sobre su juramento. Les aconsejé a todos, pues creía que era lo mejor, que ninguno mencionara la maldición. Tomé la mano muerta, que nadie se había aventurado a recoger, y la coloqué a su lado en el sarcófago. Pensaba que tal vez algún día, después de muchas tribulaciones, necesitaría de ambas manos para extenderlas al Señor en señal de arrepentimiento. Naturalmente, la historia se esparció. La gente temía. De modo que cuando Roger Despard fue colocado en el sepulcro familiar, y siendo él la última huella de su estirpe, decidí cerrar para siempre la cripta, convirtiéndome en el custodio de sus llaves. Jamás había permitido que nadie entrase, pues aquel era un hombre ligado al mal, y su mal no ha sido completamente sepultado, ni del todo encadenado al lago de fuego.

»Con el tiempo la historia también murió. Treinta años es mucho tiempo. Por eso me resistí cuando usted me pidió las llaves por primera vez. Pensé que quizás todo era una vana superstición y, viendo que sus intenciones no eran ociosas, cedí.

El anciano se detuvo y yo permanecí en silencio, razonando algún argumento para conseguir las llaves.

—Seguramente, señor —dije por fin—, alguien tan culto como usted no puede prestar oídos a semejantes disparates.

—Ciertamente no —contestó—, pero es extraño que desde la apertura de la cripta dos personas hayan muerto, y con marcas evidentes en el cuello. No se encontró ningún dibujo hecho con sangre, pero la segunda muerte fue más violenta que la de la niña. La tercera, quizás.

—¡Superstición! —afirmé con autoridad— ¿Qué es sino la desconfianza en Dios? Como afirmó usted el otro día.

Adopté un tono de fuerte presencia moral, que normalmente es eficaz con las personas temerosas. Él estuvo de acuerdo y se acusó a sí mismo de falta de fe, pero incluso entonces tuve severas dificultades para conseguir las llaves. Sólo cuando finalmente argumenté que si alguna influencia maligna había sido desatada el primer día, para bien o mal, ya estaba fuera, y que ninguna nueva incursión a la cripta modificaría aquello. Establecí mi punto con firmeza. Yo era joven y él viejo, y los eventos de los últimos días lo habían sacudido. Cedió, y le arranqué las llaves.

No negaré que bajé las escaleras con cierta indefinible repugnancia, que se acentuó al cerrar las dos puertas detrás de mi. Recordé entonces el tintineo de las llaves durante la primera expedición y la caída del cráneo. Fui hasta ese sitio. Ya he dicho que las columnas de cráneos se alzaban casi hasta el techo y que detrás se adivinaban otras arcadas, acaso porciones distantes de la cripta. El desplazamiento del cráneo en cuestión había dejado un pequeño hueco, pero lo suficientemente grande como para introducir mi mano. Sobre la arcada noté el diseño de un escudo de armas y el nombre, casi borrado por la humedad, de Despard.

Era sin duda la bóveda de Despard. No resistí la tentación de remover algunos cráneos para mirar el interior, al tiempo que maniobraba con la escasa luz de mi vela. La bóveda estaba llena. Uno sobre otro, apilados, estaban los viejos ataúdes, a medias carcomidos por el tiempo, y algunos huesos dispersos.

Atribuyo mi actual deseo de ser cremado a la dolorosa impresión que me produjo aquel espectáculo. El ataúd más cercano a la arcada estaba casi intacto, salvo por una larga rajadura en la tapa. No pude conseguir que la luz caiga de lleno sobre la placa de metal, pero supe, más allá de toda incertidumbre, que se trataba del ataúd del perverso Sir Roger.

Coloqué de nuevo los cráneos, incluyendo el que había dejado en el suelo el otro día. No había estado más de una hora, pero me sentía feliz de marcharme.

Si hubiese podido abandonar Wet Waste en ese momento, no lo habría dudado. Pues un inexplicable apremio por marcharme comenzaba a trastornarme. Pero descubrí que sólo pasaba un tren por día por la vieja estación del pueblo.

No existía otra alternativa que pasar otra noche allí.

En consecuencia, me rendí ante lo inevitable, y deambulé con Brian durante el resto de la tarde, bosquejando y fumando. El día era opresivamente cálido, y aún después de que el sol se puso sobre los brezales el calor persistía. No corría ni la brisa más modesta. En el crepúsculo, harto de holgazanear por las calles, fui hasta mi cuarto y, tras contemplar con satisfacción mi trabajo con el fresco, me senté a escribir los primeros párrafos de mi ensayo. Por lo general, escribo con dificultad, pero aquella tarde las palabras venían hasta mi en alas espectrales, y con ellas la sensación ominosa de que debía apresurarme. Escribí y escribí hasta que las lámparas vacilaron y finalmente se extinguieron, dejándome con la luz de la pálida luna.

Tuve que posponer mi trabajo. Era temprano para acostarse. El reloj de la iglesia recién declaraba las diez. Me senté junto a la ventana y la abrí, buscando algo de aire fresco. Era una noche de belleza excepcional, y aquella visión notable relajó mis nervios. La luna era, si se me permite la licencia poética, como un bote atravesando un mar soñoliento. Su brillo revelaba cada ínfimo detalle de la aldea. Todo se iluminaba como si fuese de día. Observé la iglesia y sus terrenos aledaños, sus tejos añosos, mientras los brezales chisporroteaban a lo lejos, como hechos de papel.

Me senté durante largo tiempo observando por la ventana. El calor todavía era intenso. No soy, por regla general, presa fácil de las emociones, pero sentado allí frente a la aldea solitaria en el páramo, con Brian apoyando su cabeza en mi regazo, una gran depresión cayó sobre mi.

Mi mente retrocedió hacia la cripta y a sus incontables habitantes. El destino de todos los anhelos humanos, todas sus dichas y bellezas, no me había afectado hasta ese momento, pero ahora se agitaba en el aire, pesado como el hálito de los muertos.

—¿Cuál es el sentido del bien —me pregunté—, el sentido del trabajo y las desdichas, del amor y la juventud, de la locura y la mentira, del esfuerzo pausado y vigoroso, si al final todo se viste de olvido? Todo el futuro pareció estirarse ante a mis ojos, todos mis deseos y esperanzas, y al final de aquel camino contemplé mi tumba. Incluso si tenía éxito, incluso si agotaba mi vida en la felicidad y el trabajo, ¿qué me aguardaba al final? La tumba. Y tal vez mucho antes, cuando las manos y ojos aún son fuertes para el trabajo, o más tarde, cuando la vista se desgasta y las manos vacilan. Tarde o temprano, siempre: la tumba.

No pido perdón por el tenor excesivamente mórbido de mis reflexiones, ya que entonces les atribuí una causa lunar. Estaba habituado a que sus fases estimulen el lado poético de mi naturaleza.

Desperté finalmente de estas ensoñaciones cuando la luna, ya enfermiza, cayó sobre la ventana. Reuní algo de voluntad y me fui a la cama.

Caí en un sueño inmediato, pero al poco tiempo Brian me despertó. Gruñía en un tono bajo, sordo, como el que emite cuando su nariz se obstruye. Lo llamé para callarlo, pero como no lo hizo estiré una mano para alcanzar mis pantuflas, con la idea de arrojárselas. La luz de la luna flotaba inmóvil en la habitación, y observé que el animal alzaba la cabeza. Evidentemente estaba despierto. Lo amonesté y, cuando el sueño comenzaba a vencerme de nuevo, empezó a gruñir de un modo salvaje.

Se sacudió con violencia y comenzó a pasearse por el cuarto, ansioso. Me senté en la cama y lo llamé, pero no me prestó atención. Entonces lo vi detenerse bajo la luz pálida, mostrando los dientes. Sus ojos parecían seguir alguna forma extraña en el aire. Observé su comportamiento con creciente alarma. ¿Estaría enloqueciendo? Sus ojos estaban muy abiertos, y su cabeza se movía repentinamente, como si siguiese los movimientos de algún enemigo invisible. De repente, con un gruñido furioso, comenzó a correr a toda velocidad alrededor del cuarto, golpeándose contra los muebles en su carrera. Sus ojos rodaban, desencajados, mientras lanzaba mordidas iracundas al aire.

Supuse que, efectivamente, el animal había enloquecido. Me incorporé, lo alcancé y traté de inmovilizarlo por el cuello. La luna se escondía detrás de una nube, pero incluso en aquella oscuridad momentánea lo observé debatiéndose entre mis brazos, buscando alcanzar mi cuello.

Con toda la fuerza que otorga la desesperación intenté mantener mi abrazo, pero sentí una presión ardiente en el cuello. Lo arrastré por la habitación, tratando de golpear su cabeza contra la cama de hierro. Era mi única posibilidad. Sentí la sangre tibia corriendo por mi cuello. Me asfixiaba. Tras un instante de lucha espantosa, golpeé su cabeza contra una barra de la cabecera y sentí su cráneo cediendo contra el metal.

Se estremeció y lanzó un agudo gemido.

Entonces perdí el conocimiento.

Cuando me recuperé todavía yacía sobre el suelo, rodeado por la gente de la casa. Mis manos todavía rodeaban el cuello de Brian. Alguien sostenía una lámpara hacia mi, y una brisa lastimera la hizo temblar. Miré el cadáver. La sangre de su cráneo triturado corría por mis manos. Sus mandíbulas presionaban sobre algo que en aquella luz incierta no me fue posible ver.

El hombre de la lámpara se acercó.

—¡Oh, Dios! —aullé— ¡Allí! ¡Allí!

—Tiene su cabeza —dijo alguien, y me desmayé de nuevo.

Estuve convaleciente durante quince días casi sin recobrar el conocimiento. Un período que aún hoy me cuesta recordar. Cuando finalmente me recompuse descubrí que la gente de la casa, y aún el anciano clérigo, se habían ocupado de mi. A menudo había oído sobre la poca hospitalidad del mundo, pero francamente sólo puedo hablar bondades de aquella gente humilde. He recibido de ellos mucho más de lo que puedo devolver. La gente del campo es especialmente atenta con los enfermos.

No me fui del pueblo hasta hablar con el doctor, y este me aseguró que podría llegar a la fecha de la lectura de mi ensayo en completo dominio de mis facultades. La ansiedad apremiante se diluyó cuando le confesé lo que había visto antes de desmayarme. Me escuchó con atención, y declaró que había sido presa de una alucinación como consecuencia del repentino ataque del perro.

—¿Pudo ver usted el cadáver del perro? —lo interrogué.

Respondió que sí.

Sus mandíbulas estaban cubiertas de sangre y espuma, y sus dientes todavía se cerraban con fuerza. El doctor opinaba que el animal había sido atacado por una hidrofobia excepcionalmente virulenta, debido al calor intenso. Hizo que su cuerpo fuese enterrado inmediatamente.



Mi compañero guardó silencio a medida que llegamos a nuestras habitaciones. Entonces, iluminándose con una lámpara, lentamente reveló su cuello.

—Todavía tengo las marcas —dijo—, pero no temo morir de hidrofobia. Estas cicatrices no pueden haber sido hechas por los dientes de un perro. Si las observas de cerca, alrededor se ven las marcas de cinco dedos. Esta es la razón por las que prefiero ocultarlas.

Mary Cholmondeley (1859-1925)




Relatos góticos. I Relatos de terror.


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El análisis y resumen del cuento de Mary Cholmondeley: TITULO (), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Ricardo Corazón de León dijo...

Me ha gustado bastante. Está escrito con soltura y buenas descripciones. El estilo es bueno, pero me ha faltado en el final el broche que redondearía el relato, porque aunque se insinúe, sería mucho mejor que el perro tuviera entre sus mandíbulas la mano maldita, o que esta hubiera dibujado algo con la sangre del perro.

Saludos.



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