La noche que los ángeles se embriagaron.
Los sótanos del bar inducen al desenfreno. Dios, a quien ya habíamos encontrado encerrado en el baño, no estaba presente en ese revoltijo de cuerpos y voces. En su ausencia, un ángel se embriagaba entre nosotros.
Para ser un ángel, hay que decirlo, Uriel demostró tener una gran resistencia al alcohol. Bailó, cantó, apostó fortunas que no poseía a intuiciones fatuas, maniobró con mujeres expertas sobre los taburetes, sobre las mesas. Sus alas, por un momento, se marchitaron, se hicieron diminutas, ridículas, como tumores u omóplatos desencajados.
El profesor Lugano se encargó de que el licor corriera rápido y las mujeres aún más.
En la hora incierta que precede al amanecer, exhaustos y con los rostros entumecidos, salimos a la calle.
Nos despedimos del ángel con gran entusiasmo. Ya lo imaginábamos abandonando las delicias laxas del cielo y encaminándose a la fatal repetición de resacas del sótano. Sin embargo, sus alas se expandieron, recuperaron todo su esplendor, y voló, créalo, hacia las nubes con una sonrisa que jamás olvidaré.
Uriel nunca regresó, pero de tanto en tanto recibimos a otros: ángeles curiosos que revolotean por el salón y se pierden como niños entre el humo y las risas del sótano.
Hasta ahora nadie se atrevió a preguntarles por qué lo hacen. Sencillamente no hace falta. En el cielo nunca ocurre nada. No hay dolor ni tristeza, no hay desesperanza ni tragedia; por eso los ángeles intuyen lo que nosotros, los del sótano, sabemos desde la noche de los tiempos: quien desconozca el precio de la felicidad no puede ser feliz.
Filosofía del profesor Lugano. I Egosofía: filosofía del Yo.
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