El día que encontramos a Dios [encerrado en el baño]


El día que encontramos a Dios [encerrado en el baño]




Dios entró al bar sin que lo advirtiéramos. En ese momento nos encontrábamos debatiando sobre la influencia de Epicuro en los versos de lord Byron, la prosa de Oscar Wilde, y las kermeses de Aleister Crowley.

No vimos entrar a Dios, no lo vimos salir, no lo vimos demorarse entre las mesas, entre las botellas y los vasos de vidrio grueso; no lo vimos reír ni llorar ni embriagarse, no vimos cómo era, no oímos su voz ni sentimos su tacto; pero lo percibimos en el grito desaforado de Arribeños.

—¡Lo encontré! ¡Lo encontré!

Arribeños había desertado de la discusión unos minutos antes. Ahora atravesaba el salón principal con los pantalones bajos. Agitaba en el aire una revista de actualidad financiera, seguido por un largo rastro de papel higiénico que presumiblemente se había adherido a su ojete hirsuto.

—¡Lo encontré! ¿Me entienden, cretinos? ¡LO ENCONTRÉ!

Arribeños ganó la puerta y entre risas histéricas se perdió en la masa de transeúntes.

—¿Qué habrá encontrado este buen hombre, profesor Lugano?

—Semejante alboroto solo podría justificarse si Arribeños hubiese hallado a Dios.

—¿En el baño?

—¿Por qué no? Es un buen lugar, tanto como podría serlo una iglesia o un prostíbulo. Síganme. Veamos qué clase de Dios encontró Arribeños.

El profesor Lugano abrió la marcha.

Atravesamos las mesas de billar, vacías en aquella hora de claridad meridiana. El baño lucía como de costumbre: azulejos quebrados, bachas oxidadas, charcos de orina gestionados por borrachos de escasa puntería; espejos ahumados, bollos de papel higiénico amontonados en los rincones, una fotografía de Román en tiempos mejores y sentencias bucólicas de poetas anónimos sobre los muros.

—No sé qué pensará usted, profesor; pero dudo seriamente que encontremos a Dios en este lugar.

—No formulemos conclusiones apresuradas. Todavía nos falta revisar la letrina.

—Olvídelo. No pienso entrar ahi.

El profesor Lugano se adelantó y abrió la única puerta que separaba el baño de los habitáculos interiores. Allí no había inodoros, ni bidets, ni canillas en las cuales refrescarse tras las ofrendas fecales a los dioses del inframundo: solo una abertura, negra y pestilente, despidiendo vapores metíficos capaces de enloquecer al hombre más sensato.

Nos cubrimos las narices y aguardamos a que el profesor emergiera de las dependencias sanitarias.

—¿Y bien? -preguntó alguien.

—Efectivamente —dijo el profesor—. Ahi adentro está Dios.

Lugano se retiró. Tres o cuatro acólitos permanecimos allí, indecisos, hasta que nos atrevimos a entrar.

Dios estaba escrito en la pared:


El poeta es como un Dios torpe que vaga
sin sospechar que da vida
a un universo donde nada existía;
y para crearlo jamás destruye nada.




La filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


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