"La condesa Valeria": Gore Vidal y los vampiros de las Cruzadas

La condesa Valeria (Countess Valerie) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Eugene Luther Gore Vidal —más conocido como Gore Vidal (1925-2012)— publicado en la segunda parte del capítulo quinto de la novela de 1950: En búsqueda del rey (A Search for the King).

La condesa Valeria nos ubica en medio de la Cuarta Cruzada. Su protagonista, Blondel de Nesle, fue de hecho un personaje real, más precisamente un trovador francés de finales del siglo XII.

Se dice que cuando Ricardo Corazón de León fue apresado, Blondel lo buscó incansablemente en Alemania y Austria, cantando en todos los castillos una canción que solo el rey conocía, esperando que éste le respondiera desde los calabozos.

El Blondel de Gore Vidal se enfrenta a vicisitudes aún más extrañas. De hecho, visita el castillo de una condesa llamada Valeria, una vampiresa irresistible pero horriblemente solitaria.



La condesa Valeria
Countess Valerie, Gore Vidal.

Salió de Viena a primera hora de la mañana. Una costra dura se había formado sobre la nieve durante la noche. Despuntaba el día, deslumbrando con la luz de invierno reflejada en la nieve: resplandores rojos, amarillos y violetas destellaban en la blancura. El cielo era de un azul profundo, y al sol no se sentía el frío. Se aflojé la capa, la brisa fresca lo acaricié. Detrás de esa frescura, el sol quemaba. La gente caminaba por las calles; todos parecían alegres, reflejando, como suele ocurrir, el estado del tiempo. Los carros traqueteaban, y grupos de jinetes armados cabalgaban en las calles alfombradas de nieve rumbo a las fronteras de Austria, hacia rebeliones y batallas desconocidas.

Ahora volvía a cabalgar, en una montura adquirida con el premio del emperador; estaba satisfecho con el éxito obtenido la noche anterior y también con el dinero, pues el oro le duraría por lo menos hasta encontrar a Ricardo. Canturreando feliz, se interné en la carretera de Lintz.

Un campo ondulante, resplandeciente y blanco, circundaba la ciudad y bordeaba el ancho río: campos como pedazos de blancura y bosquecillos de árboles como dedos de viejo arañando la luz, negros y retorcidos. Estaba solo en la carretera y cabalgaba con placer, respirando gozosamente, concentrado en sus movimientos, disfrutando el día transparente, la súbita claridad. No había nubes en el cielo: todo era azul, diáfano, con una luminosidad que encandilaba y hacía lagrimear, con el color de los zafiros y de los ojos de un rey. Ningún viento perturbaba el aire mientras él cabalgaba a través de la blancura.

Pasaron los días.

El tiempo se desplazaba hacia un misterio desconocido y los días, los paréntesis de luz y de tinieblas, transcurrían mientras él se desplazaba, como el tiempo, hacia un misterio que no podía designar, un lugar más allá de la ilusión, más vasto que el instante, ensanchado por la muerte. No tenía idea del futuro; vagamente comprendía que debía ir hacia Ricardo pero no pensaba en el después, y hasta Ricardo, a veces, le parecía casi inexistente. Se movía y eso era todo. Atravesaba aldeas y veía el trabajo de los labriegos. Los oía hablar entre sí y sabia que cada uno tenía una historia conocida por los demás, mientras que, entre ellos, sólo él era diferente, sin una historia o una realidad en esos pueblos: nunca despertaba afecto, sólo curiosidad, un hombre de tez clara, joven aún, que pagaba un techo bajo el cual dormir y la comida.

Él era el extraño.

Los niños eran los más recelosos y los más interesados; solían formar corro cerca de él, señalándolo y observándolo con temor. Durante mucho tiempo les había sonreído, pero ahora comprendía que así los asustaba, de modo que finalmente aprendió a mirar a la gente sin expresión alguna, como si no reconociera la existencia de los demás, como si también ellos fueran espectros. Y en realidad, él se diferenciaba de ellos por el solo hecho de estar en movimiento: rara vez abandonaban sus aldeas, pues temían a los gigantes y dragones, los hombres-lobo y los vampiros, y ante todo a los otros hombres. Pero los que carecen de futuro y de historia pueden deambular de un lado al otro sin temor, pues están protegidos por el presente; no reconocen los limites impuestos por el tiempo; jamás atraviesan una frontera: se desplazan por el mundo en un presente ininterrumpido y sólo unos pocos, como Blondel, advierten, si bien con vaguedad, que deben encontrar a un rey; aunque la búsqueda en si misma es ya una razón para olvidar la propia historia, una causa suficiente para destruir la presencia del futuro, que en el mejor de los casos es un sueño y una abstracción.

El viajero, el extraño, el apartado: desplazándose de ninguna parte a ninguna parte, a veces evocando a un rey prisionero; eso era Blondel mientras atravesaba las colinas nevadas y encharcadas de Austria, tiritando, como todos los viajeros, cuando soplaba el viento frío.

—¿Así que acabas de llegar de Palestina? Yo estuve allí; estuve en Acre.

Todo el mundo, pensé Blondel, cada caballero de Europa había estado en Acre.

—Yo también estuve —dijo Blondel.

—¿Ah, si? Creo que ninguno de nosotros olvidará jamás esos días. Ojalá podamos contárselo a nuestros nietos. Sé que nunca olvidaré la noche anterior a la batalla definitiva; cabalgué con el duque Leopoldo por nuestro campamento y él habló a sus hombres y les dijo que se encontraban en medio de la guerra más grande e importante en la historia del mundo. ¿Puedes imaginarlo?

Blondel dijo que sí, que podía imaginarlo. El joven caballero se sirvió más vino. Era alto y corpulento, tenía los brazos fuertes y velludos. Era moreno y de pómulos altos; daba la impresión de tener algo de sangre oriental en las venas. Sus cejas se unían formando una franja de pelo negro que infundía a su rostro una expresión siniestra.

—¿Con qué ejército estuviste en Acre? —preguntó, tomándose un largo trago de vino; Blondel pudo oír el gorgoteo en su garganta y su estómago.

—Con el de Felipe Augusto; yo era uno de sus trovadores.

—¿Eres trovador? Qué bien. Siempre he pensado que me hubiera gustado ese oficio. Tengo una voz bastante buena, ¿sabes?, pero no tengo buena memoria para las canciones y estoy seguro de que no podría escribir ninguna. Traté de componer una para mi dama, la que va a ser mi esposa, creo; pero no llegué muy lejos. Nos casaremos el mes que viene, o en cuanto lo decida su padre. Viven en las afueras de Lintz; ahora voy hacia allá. Él quiere casarla con un señor realmente importante, pero ella quiere casarse conmigo, y como no hay ningún señor importante a la vista, pudo elegir mucho peor. —Flexioné los músculos de los brazos con complacencia—. Pero ¿no estábamos hablando de Acre? Al día siguiente peleamos intensamente y los franceses no hicieron demasiado; si no te molesta que lo diga.

—¿Y el ejército de Ricardo?

El joven frunció el ceño.

—Hizo casi tan poco como los franceses, pero fue mucho más ruidoso, gritando y maldiciendo. Luego, una vez que tomamos la mayor parte de las fortificaciones, él se adelanté a tomar posesión, todo porque era rey. –También derribó vuestros estandartes, si mal no recuerdo. ¿No es así?

Asintió de mala gana. No, ni siquiera las cejas podían hacerlo parecer realmente siniestro; ni siquiera inteligente, pensó Blondel.

—No pudimos hacer demasiado una vez que ese demonio tomó posesión del campo. Tenía más problemas que nosotros, ¿sabes? Nuestro duque ni siquiera se molesté en protestar; era demasiado tarde. Todos saben que Ricardo es muy codicioso. Supongo que le perdonaría ese defecto, pero esas historias que ha hecho circular acerca de su bravura: eso es lo que realmente me fastidia. Tiene un grupo de trovadores que no hacen sino dedicarle canciones y llamarlo Corazón de León, cuando en verdad es como todos los generales: cuida muy bien de su persona.

—Siempre tuve entendido —dijo Blondel con lentitud, estudiando la maltrecha mesa de madera que era realmente valeroso.

—¡Valeroso! Te enteraste de cómo asesinó a Conrado de Montferrat, ¿no? No creo que ésa fuera una demostración de valor. ¿Quieres más vino?

Blondel tomó un poco más de vino. Ya era tarde y eran los únicos que permanecían despiertos en la posada. El resplandor del fuego teñía de rojo las ahumadas paredes del cuarto. Dos viajeros dormían en el suelo frente al hogar.

Blondel había conocido al caballero en las calles de Lintz, y el joven había sugerido que pernoctaran en la posada en vez de en el castillo, pues había oído que estaba lleno de visitantes envueltos en alguna intriga, ya que horas antes había intentado ver al señor del castillo y, pese a ser conocido, los guardias le habían cerrado el paso.

A la mañana siguiente, Blondel y su amigo descubrieron por qué no les habían permitido entrar. El castillo estaba lleno de soldados del emperador desde hacía una semana. Habían apresado a Ricardo pese al duque Leopoldo y una noche (nadie sabia exactamente cuándo) lo habían trasladado al castillo del emperador en Durenstein.

Blondel se enteró de todo esto esa mañana, por boca de soldados del duque y de un monje que había estado en el castillo y había visto personalmente a Ricardo: «un hombre robusto y de carácter violento; se rió cuando los hombres del emperador vinieron para llevárselo de Austria».

De pronto Blondel sintió una gran fatiga y, por primera vez, desaliento. De nuevo tendría que recorrer muchas millas para llegar a otro castillo, cruzar más fronteras, soportar más días de frío, para luego llegar a descubrir, muy probablemente, que habían vuelto a trasladar al rey y que debía reanudar este viaje interminable.

Apenas prestó atención al joven caballero, quien comentó excitado la novedad. Nunca se le había pasado por la imaginación que Ricardo pudiera caer en manos de Leopoldo; esta noticia era tan buena de por si que no le importaba lo que viniera después.

En Lintz, Blondel preguntó discretamente dónde se encontraba Durenstein, y luego, más o menos seguro de la dirección, salió de Lintz en compañía del joven caballero.

Durante un tiempo hablaron acerca de diversas armas; luego hablaron acerca de razas de caballos: luego hablaron de Acre y al cabo, agotada la conversación del joven, volvieron a hablar de las armas que preferían hasta que al fin, como no se les ocurría ningún otro tema, cabalgaron en silencio a través del bosque.

Los árboles eran más altos que los que crecían alrededor de Viena y el viento silbaba en las ramas más altas. La madera chocaba con la madera entre chasquidos y suspiros, las ramas crujían y ante todo se oía un extraño suspiro semejante al resuello de los moribundos. Pese a todo, pensó, era agradable volver a cabalgar acompañado: oír a otro hombre, a otro ser humano moviéndose y respirando al lado de uno, golpear ocasionalmente, con un sonido metálico, el metal de los estribos del otro.

Era extraño que no le molestara la soledad cuando viajaba y que al mismo tiempo deseara tener a alguien cerca, aun cuando fuera un caballero joven y obtuso que sabia de armas, caballos, la batalla de Acre y, lamentablemente, nada más.

Habían tratado de hablar de política y el joven había dicho que admiraba a Leopoldo, respetaba al emperador, reverenciaba al papa, adoraba al padre de su dama, desconfiaba de Felipe Augusto, despreciaba a Ricardo y odiaba a Saladino, que era el demonio en la tierra o, en caso de no ser el mismo demonio, al menos había recibido instrucciones de ese príncipe tenebroso para matar a jóvenes caballeros austriacos, y si era posible, robar sus almas. No estaba muy seguro de cuál era el procedimiento empleado para esto último, pero obviamente debía de existir un modo, pues de lo contrario, ¿para qué iba a actuar el diablo a través de Saladino? Sí, era lógico, convino Blondel.

—¡Pero ella es tan hermosa! —Y aquí el caballero demostró al fin cierta coherencia—. Sus ojos son grises, ¿sabes?, del color de esas espadas que compras en Palestina, de ese color. Su melena es oscura pero no tanto como la mía, y creo que tiene algún tinte rojizo; pero lo más maravilloso es su sonrisa. Tiene una especie de hoyuelo, y nada menos que en la barbilla, ¿no te parece extraordinario? A mi sí. Eso fue lo primero que me llamó la atención. Ahora tiene dieciocho años, la edad ideal para casarse. Yo tengo veinte, así que nos parecemos bastante, salvo que yo tengo más experiencia, y así deben ser las cosas. Nunca me ha gustado la idea de que un viejo se case con una muchacha joven.

»Además es muy inteligente, para ser una mujer. Y no habla demasiado, a Dios gracias. Odio a esas mujeres que se pasan el tiempo hablando, y eso es precisamente lo que hacen las de Viena. Estuviste en la corte, ¿no? Bueno, son realmente terribles; casi tan insoportables como se dice que son las francesas, con tu perdón. No creo que las mujeres deban hablar mucho, porque en general no saben demasiado.

Blondel, al oír esta última observación, asintió, sonrió y pensó lo mismo respecto a los jóvenes caballeros.

A veces escuchaba al muchacho, pero más a menudo dejaba que esa voz áspera, aún adolescente, siguiera zumbando: un trasfondo para sus propios pensamientos. Ocasionalmente prestaba atención a una que otra palabra, pero por regla general no; al muchacho le gustaba hablar y con eso le bastaba. Blondel descubrió que él, por su parte, había perdido el hábito de hablar, y además el alemán todavía le resultaba difícil.

Así cabalgaban, uno junto al otro, y los arneses crujían, los estribos chocaban de cuando en cuando y el caballero recitaba interminables historias acerca de si mismo.

La primera noche que pasaron juntos en el bosque encendieron una fogata junto a un arroyo. Poco después de medianoche fueron atacados por hombres-lobo. Los gritos del joven caballero despertaron a Blondel; tres hombres con túnica gris, de piel de lobo, lo mantenían contra el suelo y otros dos se disponían a hacer lo mismo con Blondel. Él se apresuró a incorporarse y antes de que lo apresaran extrajo el pentagrama de plata y se lo mostró. Los dos hombres se detuvieron y miraron fijamente el medallón.

—¿Quién te ha dado esto? —preguntó uno de ellos, un hombre de aspecto aterrador al que le faltaba una oreja.

—Stefan, cerca de Tiernstein —dijo Blondel sin vacilar.

—¿Lo conoces?

—Si. Soy trovador; canté para él.

—A Stefan le gusta la música —dijo uno de los hombres a modo de explicación.

El hombre de una sola oreja parecía irritado.

—Claro, debemos respetar la insignia —dijo—, pero creo que tendríais que darnos un presente; la cuarta parte de lo que lleváis, digamos.

El joven caballero empezó a bramar en el suelo: pelearía con dos de ellos si lo dejaban levantarse; ya les daría una lección… Uno de los hombres lo pateó y el joven dejó de hablar.

—Desde luego —convino Blondel—, pero tendrás que dejarnos circular libremente por tu bosque; no queremos que vengan más de los tuyos en busca de presentes; nosotros también somos gente pobre.

—No seréis molestados —dijo el ladrón, y contó cuidadosamente la cuarta parte del oro del caballero, y luego, con igual escrúpulo, la cuarta parte del de Blondel.

Al fin, ya resuelto este delicado problema, agitó la mano y dijo:

—No seréis molestados por esta noche, y mañana al atardecer estaréis fuera del bosque. —Los hombres desaparecieron con tanta rapidez que, por un momento, Blondel se preguntó (como ya una vez se lo había preguntado) si después de todo no habría realmente criaturas mágicas en el mundo que podían convertirse en lobos a voluntad o desaparecer cuando lo deseaban, evaporarse en el aire.

—Debimos luchar contra ellos. No debiste entregarles el oro sin resistencia. Preferiría morir antes que permitir que esos ladrones me despojen de ese modo. —Se frotó el lugar donde lo habían pateado.

—Me ha parecido que no podíamos hacer otra cosa —dijo Blondel con irritación—. Estaban sentados encima de ti y yo estaba desarmado; además, creo que tenemos suerte de habernos librado de ellos con tanta facilidad.

—Me gustaría volver a encontrarme con ese demonio de una sola oreja. Le enseñaría a… —Durante cerca de una hora el joven caballero explicó lo que haría si volvía a ver al hombre de una sola oreja. Aullaron los lobos. Al cabo de un rato se durmieron.

Blondel fue invitado a permanecer en Wenschloss, el castillo de la dama de su compañero. Sólo recibió esa invitación después de explicar larga y detalladamente cómo había obtenido el medallón de plata de los hombres-lobo.

Wenschloss era un castillo sórdido y pequeño, instalado en un desnudo peñasco color pizarra que daba a un desfiladero donde un río bullía en un angosto cauce de piedra, entre riberas rocosas: un hilo de agua torcido por la roca.

La torre del castillo era de sólida mampostería, pero casi todos los edificios y parte de la muralla exterior eran de madera. Había una aldea al pie del peñasco donde se erguía el castillo; campos cultivados se extendían entre el río y el linde del bosque. Al norte del castillo había un puente de madera, y más allá una carretera que conducía, según le informaron, a Durenstein.

La familia de Wenschloss había asumido, como a veces ocurre, las características de sus propiedades. Eran oscuros como sus bosques, y tenían mandíbulas macizas y cuadradas como las rocas del río; los ojos eran tan grises, claros y fríos como sus aguas. Recibieron a Blondel cortésmente y escucharon de labios del caballero la descripción del ataque de los hombres-lobo. La familia de Wenschloss era gente de pocas palabras y hasta el amigo de Blondel, a punto de sumarse a la parentela, finalmente dejó de hablar. Hicieron preguntas acerca de la situación política en general; al margen de eso, no les interesaba la vida en Viena ni en Lintz.

Cuando terminó la cena en el salón, una estancia sombría y llena de corrientes de aire, con un número de antorchas ridículamente reducido considerando la vastedad de los bosques de Wenschloss, todos permanecieron sentados alrededor del fuego en sillas que parecían tronos, sin pronunciar palabra. Para gran asombro de Blondel no le pidieron que cantara. Sentados, estudiaban el fuego y, ocasionalmente, a los presentes; esa atmósfera afectó incluso al amigo de Blondel, quien callaba y miraba con insistencia a su prometida.

Era una muchacha bonita, demasiado rolliza para el gusto de Blondel, con esa clase de cuerpo que en pocos años sería absolutamente redondo. A los alemanes, sin embargo, les gustaba ese tipo. Era extraño que los gustos variaran tanto de país en país. Todo se limitaba a un hábito, en realidad, una cuestión de costumbres. Parecía una muchacha simpática y obviamente adoraba a su caballero, pues lo miraba con solemnidad y agrandando los ojos, casi como una ardilla fascinada, las manos menudas y regordetas entrelazadas al azar en el regazo. Blondel trató de imaginarlos juntos.

Su padre era un patriarca guerrero; el pelo y la barba como corteza de árbol y la cara como madera torpemente tallada. Casi nunca hablaba.

Permanecieron mirándose durante una hora y luego, finalmente, cuando el fuego se extinguió y el humo impregnó la sala y los hizo lagrimear, la familia de Wenschloss, sin una palabra, se levantó y se retiró. Los criados condujeron a Blondel y al joven caballero a sus aposentos.

Esa noche durmió bien, y a la mañana siguiente, cuando aún no había clareado del todo, pidió su caballo al palafrenero y, a imitación de sus anfitriones, se marchó sin decir una palabra.

Cruzó el río y se internó en otro bosque; aquí los árboles eran nudosos y retorcidos como si los hubiera atacado un viento terrible.

Al cabo de un día y una noche se había acostumbrado nuevamente a viajar solo. Todas las noches un viento feroz azotaba el bosque, un viento negro que oscurecía las estrellas como un pesado manto extendido entre los árboles y el cielo. Blondel pasó varias noches así en este bosque, y cada noche ese viento amargo soplaba y apagaba las estrellas.

Ningún lobo aullaba y no se oían ruidos; se preguntó si estaba en un bosque encantado, como el del dragón.

A veces creía en la magia. Los hechizos y los conjuros le inspiraban escepticismo; sólo se utilizaban, por supuesto, para amedrentar a los ignorantes. Pero los encantamientos más grandes –la metamorfosis de ciudades enteras, la destrucción de bosques, la maldición de montañas le resultaban fáciles de aceptar, y le habían hablado de brujas que podían desatar rayos y tormentas. Todo esto era posible. Además, en cuanto a los gigantes y los dragones, había visto personalmente a dichas criaturas. Su gigante no era tan alto, en realidad, al menos no tanto como solía decirse que eran los gigantes, pero sin duda era muy peculiar. El dragón era lo más inusitado: Blondel nunca había visto otro animal semejante, pero así y todo no se parecía a esos monstruos legendarios con aliento de fuego de los que había oído hablar. Los hombres-lobo constituían, en cierto sentido, su mayor decepción. Toda la vida había oído historias de aldea acerca de hombres que las noches de luna llena se transformaban en lobos y durante una noche cazaban con la manada; a la mañana siguiente volvían a convertirse en hombres, con las ropas manchadas de sangre, y no recordaban sus actos. Tal vez en alguna parte existían realmente esas criaturas, aunque ahora parecía improbable: eran meras bandas de salteadores ocultas en los bosques de Europa, hasta cierto punto unidas por los símbolos del lobo y por sus actividades delictivas.

Aunque en verdad la metamorfosis no parecía imposible. Había oído demasiadas historias de casos reales para ser excesivamente escéptico. Cuando era niño había cerca de Artois un hechicero, un hombre maligno que además de preparar todas las pociones ordinarias podía convertir a la gente en piedra. Blondel siempre lo había temido demasiado para atreverse a visitarlo.

Habían pasado varios días desde Wenschloss, ya una imagen borrosa en su memoria, cuando el extraño bosque terminó abruptamente y se encontró frente a una planicie parda y desolada. A lo lejos, unos cerros grisáceos limitaban la planicie, en cuyo centro, como una florescencia insólita pero natural enclavada en esa tierra lúgubre, había una aldea grande, con tejados puntiagudos, del color del polvo, con calles que desde lejos parecían negras. Detrás de la aldea se alzaba un castillo de piedra opaca, desgastada por la intemperie. Parecía muy antiguo y, a excepción de las modernas murallas, buena parte podía ser de construcción romana; aunque no podía explicarse con qué propósito Roma habría edificado una fortaleza en este páramo. Se preguntó de que vivirían los aldeanos, pues el suelo no parecía apto para el cultivo.

Como ya caía la tarde decidió pasar la noche allí, quizá en el castillo.

El frío sol del atardecer le daba en los ojos mientras cabalgaba por las calles; el cielo cobró un tinte violáceo y crepuscular, y a su espalda Blondel pudo oír el viento que se levantaba en el bosque. Se detuvo en la plaza de la aldea y en la fuente abrevó a su caballo. En la plaza había varias personas, que lo observaron con una sorprendente falta de curiosidad. Notó que eran gentes pálidas, de aspecto poco saludable. Pero quién podía ser saludable en semejante lugar. Entonces advirtió algo extraño; la iglesia, a un lado de la plaza, estaba en ruinas. Una puerta había sido arrancada y la otra colgaba de un gozne. Parte del techo había cedido y Blondel pudo ver cascotes amontonados en la nave. Era como si un rayo o un viento formidable hubiera aplastado sólo la iglesia, dejando intacto el resto del pueblo.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Blondel, dirigiéndose a un viejo, la persona que estaba más cerca. El viejo era sordo y Blondel repitió la pregunta; el viejo obviamente le oyó esta vez pero desvió la mirada.

—¿A quién pertenece ese castillo? —preguntó Blondel en voz alta, con irritación.

—A la condesa Valeria —dijo el viejo, y fijó en Blondel unos ojos amarillos—. Y a ella le gustarás, mi señor, mi buen señor. —Y el viejo se echó a reír pero calló de inmediato, como si alguien le hubiese tapado la boca con la mano.

Blondel montó y cabalgó hacia el castillo. Una condesa. Bueno, siempre se llevaba mejor con las mujeres que con los hombres. Esta condesa no tenía por qué ser una excepción. Se presentó al centinela de la puerta, un hombre pálido y enjuto que pareció sorprendido de verlo pero que lo dejó entrar sin hacer preguntas. Un sirviente le indicó una habitación y le dijo que la condesa lo recibiría a la hora de cenar.

Había algo resueltamente extraño, concluyó Blondel, en este castillo; ante todo, apenas se oían ruidos. En los castillos habitualmente se oían gritos y sonidos metálicos, el bullicio de los niños y los perros. Pero en este castillo imperaba el silencio. Los sirvientes atravesaban sigilosamente los corredores, y no se veían niños por ninguna parte. Con el transcurso de las lentas horas de la tarde, crecieron su temor y su inquietud.

El castillo no era muy grande, pero con tan poca gente y esa poca gente tan silenciosa parecía inmenso. Los corredores parecían túneles en una montaña de granito. El salón era frío y espacioso como la nave de una catedral. Las antorchas sólo alumbraban un extremo de la habitación, el extremo más alejado del hogar, y allí, sobre una tarima, sentada en una silla detrás de una mesa se encontraba el único otro comensal.

La condesa Valeria parecía alta; además era delgada, demasiado delgada. La cara era tan blanca como la leche recién ordeñada y los ojos se hundían en órbitas aureoladas de ojeras. No era joven, pero tampoco parecía vieja. Tenía arrugas alrededor de la boca, pero la cara tenía facciones jóvenes. La boca era de color rojo oscuro, ancha y de labios abultados, muy diferente del resto de la cara, delicada y enjuta. El pelo, terso y cobrizo, relucía opacamente a la luz. En la cabeza lucía una diadema de plata con una sola incrustación de un ojo de gato. Vestía a la antigua, una túnica blanca con bordados de oro. Cuando él se inclinó lo saludó con un gesto.

—Eres bienvenido a mi castillo —dijo, y su voz era baja, muy profunda para una mujer.

—Agradezco tu amabilidad, condesa. —Se presentó.

Ella le indicó que se sentara enfrente. Sin duda era extraño cenar con una sola persona en el salón de un castillo. Los sirvientes les trajeron comida y vino. Tres juglares estaban sentados en la oscuridad, fuera del círculo de luz, y tocaban lo que a Blondel le sonó como una música oriental, vibrante y aguda, una música dolorosa y gemebunda.

—¿Y continúa la cruzada? —preguntó la condesa.

—Bueno, no. No por el momento. Ricardo firmó una tregua de tres años con Saladino. Casi todos los cruzados están de vuelta, creo.

—¿Ricardo? ¿Ricardo qué?

—El rey Ricardo… de Inglaterra —dijo Blondel; ella bromeaba, desde luego.

—Creía que el rey de los ingleses era Enrique.

—No, Enrique falleció.

—Ya veo. ¿Sabes?, por aquí no suelen pasar muchos viajeros; rara vez recibimos noticias. Pasaron años antes de que nos enterásemos de la muerte del duque Guillermo. Era amigo de mi hermano; en realidad, mi hermano lo acompañaba cuando desembarcó en Inglaterra.

—Pero… —Blondel se interrumpió; la mujer, obviamente, estaba fuera de sus cabales. Eso explicaba todo. El castillo silencioso y tal vez, incluso, la hosquedad de los aldeanos y la iglesia en ruinas. Sí, estaba loca; habían transcurrido casi ciento cincuenta años desde que Guillermo invadiera Inglaterra. Le sonrió; trataría de caerle en gracia.

—Ésos fueron grandes días —dijo, y luego preguntó cortésmente—: ¿Dónde está ahora tu hermano?

—Muerto —suspiró la condesa, mirándose las manos blancas y alargadas, con uñas puntiagudas como las garras de un dragón de alabastro—. Toda mi familia ha muerto, excepto mi padre y yo; él vive en otra región de Austria, un paraje apartado como éste. A mi familia nunca le ha interesado la vida cortesana. Nos gusta la soledad —y rió suavemente, un susurro de hojas secas—. Pero háblame de las cortes. Siempre siento curiosidad por saber qué ocurre, y un día, pronto quizá, me iré de este castillo y volveré a viajar. Hace muchos años que no salgo de aquí. Creo que la última vez Federico era emperador. Pero estoy convencida de que en el mundo no se han producido grandes cambios: todo lo más, unas pocas guerras, nuevos reyes y esas ridículas cruzadas. No las apruebo, ¿sabes? Me parecen completamente inútiles. —Esta afirmación fue inesperadamente enfática; por primera vez levantaba la voz—. Pero bebe más vino —dijo, retomando su tono ordinario, inexpresivo. Blondel se sirvió vino de una jarra de plata, un vino rojo como el granate.

—¿Te gusta esta música? —preguntó ella.

—Sí…, es una música extraña, casi imposible de seguir con el canto, me parece.

—No, no sirve para cantar. Esa música viene de Asia; mis juglares también son de Asia. Pero me gusta ese sonido, ¿a ti no? Se parece al viento. —Y mientras ella hablaba, Blondel oyó el viento que empezaba a soplar en torno al castillo. Algunas ráfagas barrían el salón y las antorchas vacilaban y humeaban.

—Si, se parece al viento. —La miró y vio que sonreía y lo observaba. Ojalá pudiera verle los ojos, discernir realmente el color y la expresión, pero estaban ocultos en profundas sombras—. Tu bosque —dijo me ha parecido bastante raro.

—¿De veras? ¿En qué sentido?

—Era… demasiado tranquilo; todos los árboles estaban retorcidos, deformados…

—Pero a mí me gusta la tranquilidad. ¿A ti no?

—No ese tipo de tranquilidad. ¿El bosque está encantado?

—¿Qué significa encantado? Si te refieres a algún conjuro mágico, si. Pero hay muchas clases de encantamiento, y algunos son imperceptibles. La magia crea y la magia, sin duda, destruye o transforma. Algunos conjuros mágicos sólo pueden obrarse de noche, de acuerdo con el demonio; otros se realizan al mediodía. Algunos encantamientos sólo duran una luna llena mientras que otros persisten hasta que las piedras se reducen a polvo y los bosques mueren. —Miró a Blondel y Blondel no supo qué decir. No entendía nada de todo esto. Se preguntó si ella no estaría obrando ahora un encantamiento, pues su modo de hablar hacía pensar en un conjuro. Por debajo de su voz gemía la música asiática.

—¿Crees en los hechizos? —preguntó.

—En algunos, por supuesto. En otros no. Es sencillo, sin duda, encantar a alguien, hacer que nos obedezca, inducirlo al sueño. Mucha gente lo puede lograr: con palabras, con los ojos o con un destello de luz en una superficie de plata. Me han dicho que es posible hacer oro, pero eso nunca me ha interesado. Si uno tiene poder, ¿para qué hacer oro? Además, la magia de las pociones es simple; cualquier vieja campesina entendida en hierbas puede hacer pociones para los amantes o los asesinos. Existen muchos hechizos, muchas formas de la magia, pero sólo un gran hechizo, al fin y al cabo.

—¿Y cuál es…?

—El de la vida.

—¿La vida eterna? Eso nadie puede lograrlo.

Ella meneó la cabeza, sonriente.

—Algunos, unos pocos, podemos hacerlo; unos pocos que ya han sobrevivido a su época, que viven en secreto, de noche. Debemos vivir de noche porque el sol nos hiere los ojos y nos aja la piel: la luna es más fría. Toma prestada la luz, y en eso se nos parece.

Sí, estaba totalmente loca. Sin embargo, asintió.

—He oído hablar de esa gente —dijo.

—Todo el mundo ha oído hablar de ella. —Apoyó las manos en la mesa; las uñas brillaron a la luz de las antorchas—. Todo el mundo nos conoce. Los niños nos temen cuando anochece y los perros aúllan cuando pasamos. El viento es nuestro aliado y hasta los amantes se estremecen cuando pasamos por la calle bajo sus ventanas. Comprendemos el tiempo, ¿ves? El transcurso de las horas nada significa para nosotros: los días y los meses son todos iguales y cada año nos parece un latido del corazón…

—Entonces ¿no podéis morir?

—Por medios ordinarios, jamás; no por enfermedad, al menos, ni por envejecimiento. El rayo podría matarnos, un incendio en el bosque,la explosión de una montaña o el desbordamiento de un río: sólo nos afectan esos elementos que están al margen de lo humano.

—Debes de sentirte sola —dijo Blondel, observando los dedos de largas uñas.

—¿Sola? ¿Los cerros se sienten solos? ¿El bosque se siente solo? ¿La luna se siente sola? Somos como las estrellas, singulares y distantes, destinados a durar para siempre. ¿De qué pueden servirnos los humanos?

—No sé —dijo Blondel—. No sé quiénes sois… ni cuáles son vuestras necesidades. Ella rió.

—Yo no tengo necesidades. Permaneceré aquí hasta que las piedras de este castillo sean arena; sólo entonces, tal vez, dispondré mi muerte.

—¿Te gustaría morir?

—A veces me gustaría dormir, me gustaría volver a las tinieblas sin consciencia, sin memoria, sin sueños, sólo rodeada por la tierra blanda, la tierra fresca y oscura. Sí, a veces me gustaría. Los días pueden resultar tediosos, aburridos pese a que el tiempo nada signifique, a que el transcurso del día nada signifique, ningún cambio, sólo otro período de luz al que sucederá otro período de tinieblas, otra luna y las estrellas familiares. Pero los siglos sí transcurren para la gente que se encuentra libre del hechizo, y es divertido observar a nuestros reyes peleando en nuevas guerras y luego verlos convertirse en meros recuerdos fragmentarios y hechos distorsionados, mientras los hijos reinan sólo para seguir a los padres. Y, al margen de todo, yo permanezco inalterable mientras los cambios se suceden en el mundo.

—¿Prefieres estar al margen del mundo?

El ojo de gato centelleó; la oscuridad crecía en la sala. Algo estaba ocurriendo. La música asiática gemía lánguidamente, como parte de ese viento de pesadilla.

—Todos estamos aislados —dijo la condesa, y su voz también sonó distante—. Cada uno está solo; yo simplemente soporto durante siglos lo que los mortales soportan durante años; de día me encierro en mi habitación de la torre. Las ventanas impiden el paso de la luz; sólo arde una antorcha; me encierro en mi habitación y recuerdo los años, los siglos que he vivido. Tengo tanto que recordar… Luego, por la noche, voy a la aldea y busco. O, a veces, voy al bosque para obrar conjuros. ¡Oh, las noches son hermosas en el bosque! Las ramas se retuercen y el viento chilla como un gran pájaro entre los árboles. La luna no puede brillar en el bosque, y tampoco las estrellas: forma parte del encantamiento, como has advertido. Sí, con frecuencia recorro el bosque por la noche.

El ojo de gato brillaba con más intensidad; de eso no cabía duda; la música calló. La voz de la condesa sonaba como la voz de un sueño. Blondel trató de moverse, de apartar la mirada, de esquivar ese ojo reluciente, pero la cabeza no le obedecía y tenía que mirarlo hasta cesar de existir, hasta que del mundo no quedara nada salvo un ojo brillante que lo rodeara.

Finalmente movió la cabeza. Le costó un gran esfuerzo pero al cabo lo logró. La luz giraba en círculos detrás de sus párpados, ojos de gato diminutos y centelleantes, cientos de ellos, todos lo observaban y refulgían.

Entonces abrió los ojos. Estaba en un cuarto grande. En la pared colgaban tapices; vigas labradas sustentaban el techo. Dos antorchas ardían a cada lado de una silla maciza y allí estaba sentada la condesa, sonriente, los ojos pálidos como el hielo de invierno. Y no llevaba la diadema con el ojo de gato.

Blondel trató de moverse, pero descubrió que tenía las manos atadas detrás de la espalda, sujetas a la cama baja donde estaba tendido. Se sentía mareado y exhausto.

—¿Has dormido bien? —preguntó ella.

—¿He dormido? —La voz de Blondel apenas resonó en sus propios oídos.

—Si, has dormido toda la noche y ahora es de día, casi a punto de volver a anochecer.

—Quisiera levantarme.

—Todavía no, todavía no. Debes reposar un poco más. Debes de estar cansado aún.

—Oh… —Esto era demasiado. Cerró los ojos; al menos no tendría que mirar a esa demente. Se preguntó por qué estaba tan cansado. Por supuesto: le habían administrado una droga. Irreflexivamente, empezó a palpar las sogas que lo maniataban. No estaban anudadas con fuerza. Con cuidado, empezó a aflojarlas aún más. En tanto no lo sacaran de esa cama tenía una posibilidad de liberarse. Abrió los ojos otra vez y echó una ojeada a la habitación; sus ropas estaban apiladas en un rincón, junto con la viola. Luego, fatigosamente, cerró los ojos y siguió aflojando las cuerdas.

—Sientes fatiga, ¿no es así? —observó la condesa.

—Sí. —Movió la cabeza para no verla. Cuando la movió sintió un repentino y agudo dolor en la base del cuello—. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Qué me ha pasado en el cuello?

Ella respondió con una sonrisa y Blondel comprendió; su corazón casi dejó de latir cuando se dio cuenta de lo que le había hecho: la condesa había sorbido su sangre; lo estaba matando. Se estremeció.

—¿Volv… volverás a… hacerme esto?

Ella asintió.

—En un día o dos.

—¿Y moriré?

Ella volvió a asentir.

—En pocas semanas. Pero será tan paulatino que cuando llegue el momento te parecerá que duermes. Quizá vivas tres semanas, pues pareces fuerte.

Él cerró los ojos y siguió aflojando las cuerdas.

—¿Tienes hambre? —preguntó la condesa. Luego, sin esperar respuesta, tocó la campanilla y uno de los sirvientes silenciosos trajo una bandeja de comida; obviamente esto se había repetido muchas veces antes y el hombre ya esperaba la llamada. Alzó la cabeza de Blondel y empezó a introducirle alimentos en la boca. Blondel, hambriento, comió lo que le daban. Ella siguió hablándole sin interrupción.

—Cada vez me veo más necesitada de extraños como tú —dijo—. Mi aldea es vieja y los habitantes están demasiado emparentados entre sí, algo muy insatisfactorio, y por supuesto no puedo dejarlos morir; de modo que por la noche paso del uno al otro, secretamente, y nunca se enteran de mi visita hasta que por la mañana ven mi marca en su piel. Dicen que en la aldea me odian pero no se atreven a rebelarse por temor a la magia: muy sensato, sin duda. En realidad, son muy pocos los que mueren por mi causa. Sólo a los extraños los aprovecho por completo.

Blondel sintió un estremecimiento; hacía frío en el cuarto.

—¿Puedo al menos ponerme la capa? —preguntó. Ella meneó la cabeza.

—¿Para qué? Dentro de unos días no importará si tuviste frío o no.

El sirviente terminó de darle de comer y, ante un gesto de la condesa, desapareció. Entonces ella se levantó, alta y esbelta, una columna verde como agua de mar solidificada.

—Ahora te dejo. Mis escasas horas de ausencia no te parecerán largas. Este cuarto está fuera del tiempo, y volveré en un instante. —Se marchó de la habitación.

Pero el cuarto no estaba fuera del tiempo y Blondel sabía lo que había pasado y lo que sin duda le pasaría si permanecía allí mucho tiempo. La comida había renovado sus fuerzas; la fatiga se había disipado. Siguió manipulando las cuerdas con los dedos: ya estaban más flojas. Se preguntó si todo cuanto le había dicho la condesa era verdad. ¿De veras era una especie de hechicera, una inmortal? ¿Un vampiro? Ni muerta ni viva. Si no era lo que decía, entonces estaba loca: una asesina sedienta de sangre. El miedo agilizó su mente y fortaleció sus dedos; no iba a morir en ese lugar; no iba a morir de ese modo. Pensó en lo que le gustaría hacerle a la condesa. Imaginó torturas refinadas: el fuego, las tenazas y el potro, torturas de agua con variantes sarracenas; oh, claro que sabría como tratarla. Pero tal vez lo mejor sería estrangularía, asfixiarla. Sí, eso le gustaría más; asfixiarla hasta que el cuerpo se aflojara y le pesara en las manos. Casi deseó que ella regresara en cuanto lograse liberarse. El miedo se había transformado en furor y ahora se sentía fuerte.

Con un gran esfuerzo rompió las cuerdas; los brazos estaban libres. Se levantó y por un momento una nube verde empañó el cuarto; temió desmayarse. Agachó la cabeza hasta que volvió a ver con nitidez. Sentía los efectos de la pérdida de sangre. Luego se frotó las muñecas hasta que las marcas azules de las sogas desaparecieron y se calentó frente al hogar. Su piel le pareció blanca, cadavérica. Se dio un vigoroso masaje, hizo circular la sangre con más celeridad, y luego se apresuró a vestirse. Tanto la viola como el talego estaban intactos. Una vez listo, examinó el cuarto buscando una salida. Estaba la puerta principal, por donde había salido la condesa. Al lado, semioculta por un tapiz, había una más pequeña. Estaba a punto de intentar abrirla cuando vio un cofre en una mesa, junto a la silla de la condesa. Lo abrió y extrajo un puñado de joyas: rubíes y esmeraldas engarzados en piezas de plata y oro. Metió cuanto pudo en la bolsa y, sonriendo para sí mismo, con más audacia de la que jamás habría soñado, abrió la puerta secreta.

Una escalera en penumbra, empinada como un pozo: se paró en el primer escalón y cerró la puerta tras de sí. Permaneció allí un instante hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Luego, en cuanto pudo ver algo, descendió cuidadosa y sigilosamente.

Durante un buen rato bajó de escalón en escalón, sintiendo la piedra tosca e irregular bajo sus pies. No había ventanas ni siquiera troneras en los muros. La luz al fondo de la escalera, un jirón de luz grisácea, creció hasta proyectar su sombra contra el muro. Ahora veía con claridad; llegó a la base de la torre. Había una puerta abierta y a su lado una antorcha. Pudo ver la espalda del centinela a la izquierda de la puerta; enfrente estaba la plaza de la aldea. Ésta era, sin duda, la entrada privada de la condesa. De pronto se la imaginó con vividez, sonriente, los ojos brillantes como el hielo, bajando en silencio las escaleras de la torre hacia una aventura maligna y sangrienta.

Blondel desenvainó la daga. Todo fue muy fácil: la carne desgarrada, un profundo suspiro y un ruido metálico al caer el hombre. Blondel le pasó rápidamente por encima y salió a la plaza. El aire era frío y cortante. Habían salido las estrellas. Corrió por las calles seguido por el eco claro de sus pasos, el único sonido en la noche.

Corrió hasta que el bosque le rodeó, hasta que se sintió protegido por esos árboles inhumanos, y hasta el ruido del viento que siseaba y silbaba entre las ramas le pareció un sonido amigable. Esa noche durmió a salvo en el bosque, y soñó con jardines.

Gore Vidal (1925-2012)




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El análisis y resumen del cuento de vampiros de Gore Vidal: La condesa Valeria (Countess Valerie) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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